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El mensaje del padre García Herreros abrió una brecha en el callejón sin salida. A Alberto Villamizar le pareció un milagro, pues en aquellos días había estado repasando nombres de posibles mediadores que fueran más confiables para Escobar por su imagen y sus antecedentes. También Rafael Pardo tuvo noticia del programa y lo inquietó la idea de que hubiera alguna filtración en su oficina. De todos modos, tanto a él como a Villamizar les pareció que el padre García Herreros podía ser el mediador apropiado para la entrega de Escobar.

A fines de marzo, en efecto, las cartas de ida y vuelta no tenían nada más que decir. Peor: era evidente que Escobar estaba usando a Villamizar como instrumento para mandar recados al gobierno sin dar nada a cambio. Su última carta era ya una lista de quejas interminables. Que la tregua no estaba rota pero había dado libertad a su gente para que se defendiera de los cuerpos de seguridad, que éstos estaban incluidos en la lista de los grandes atentados, que si no había soluciones rápidas iban a incrementar los ataques sin discriminaciones contra la policía y la población civil. Se quejaba de que el procurador sólo hubiera destituido a dos oficiales, si los acusados por los Extraditables eran veinte. Cuando Villamizar se encontraba sin salida lo discutía con Jorge Luis Ochoa, pero cuando había algo más delicado éste mismo lo mandaba a la finca de su padre en busca de buenos consejos. El viejo le servía a Villamizar medio vaso del whisky sagrado. «Tómeselo todo -le decía- que yo no sé cómo aguanta usted esta tragedia tan macha». Así estaban las cosas a principios de abril, cuando Villamizar volvió a La Loma y le hizo a don Fabio un relato pormenorizado de sus desencuentros con Escobar. Don Fabio compartió su desencanto.

– Ya no vamos a carajear más con cartas -decidió-. Si seguimos con eso va a pasar un siglo. Lo mejor es que usted mismo se entreviste con Escobar y pacten las condiciones que quieran.

El mismo don Fabio mandó la propuesta. Le hizo saber a Escobar que Villamizar estaba dispuesto a dejarse llevar con todos los riesgos dentro del baúl de un automóvil. Pero Escobar no aceptó. «Yo tal vez hablo con Villamizar, pero no ahora», contestó. Tal vez temeroso todavía del dispositivo electrónico de seguimiento que podía llevar escondido en cualquier parte, inclusive bajo la corona de oro de una muela.

Mientras tanto seguía insistiendo en que se sancionara a los policías, y en las acusaciones a Maza Márquez de estar aliado con los paramilitares y el cartel de Cali para matar a su gente. Esta acusación, y la de haber matado a Luis Carlos Galán, eran dos obsesiones encarnizadas de Escobar contra el general Maza Márquez. Éste contestaba siempre en público o en privado que por el momento no hacía la guerra contra el cartel de Cali porque su prioridad era el terrorismo de los narcotraficantes y no el narcotráfico. Escobar, por su parte, había escrito en una carta a Villamizar, sin que viniera a cuento: «Dígale a doña Gloria que a su marido lo mató Maza, de eso no le quepa la menor duda». Ante la reiteración constante de esa acusación, la respuesta ce Maza fue siempre la misma: «El que más sabe que no es cierto es el mismo Escobar».

Desesperado con aquella guerra sangrienta y estéril que derrotaba cualquier iniciativa de la inteligencia, Villamizar intentó un último esfuerzo por conseguir que el gobierno hiciera una tregua para negociar. No fue posible. Rafael Pardo le había hecho ver desde el principio que mientras las familias de los secuestrados chocaban con la determinación del gobierno de no hacer la mínima concesión, los enemigos de la política de sometimiento acusaban al gobierno de estar entregando el país a los traficantes.

Villamizar -acompañado en esa ocasión por su cuñada, doña Gloria de Galán- visitó también al general Gómez Padilla, director general de la Policía. Ella le pidió al general una tregua de un mes para intentar un contacto personal con Escobar.

– Nos morimos de la pena, señora -le dijo el general-, pero no podemos parar los operativos contra este criminal. Usted está actuando bajo su riesgo, y lo único que podemos hacer es desearle buena suerte.

Fue todo lo que consiguieron ante el hermetismo de la policía para impedir las filtraciones inexplicables que le habían permitido a Escobar burlar los cercos mejor tendidos. Pero doña Gloria no se fue con las manos vacías, pues un oficial le dijo al despedirse que a Maruja la tenían en algún lugar del departamento de Nariño, en la frontera con el Ecuador. Ella sabía por Beatriz que estaba en Bogotá, de modo que el despiste de la policía le disipó el temor de una operación de rescate.

Las especulaciones de prensa sobre las condiciones de la entrega de Escobar habían alcanzado por aquellos días proporciones de escándalo internacional. Las negativas de la policía, las explicaciones de todos los estamentos del gobierno, y aun del presidente en persona, no acabaron de convencer a muchos de que no había negociaciones y componendas secretas para la entrega.

El general Maza Márquez creía que era cierto. Más aún: estuvo siempre convencido -y se lo dijo a todo el que quiso oírlo- que su destitución sería una de las condiciones capitales de Escobar para su entrega. El presidente Gaviria parecía disgustado desde antes con algunas declaraciones de rueda libre que Maza Márquez hacía a la prensa y por rumores nunca confirmados de que algunas filtraciones obligadas eran obra suya. Pero en aquel momento -después de tantos años en su cargo, con una popularidad inmensa por su mano dura contra la delincuencia y su inefable devoción por el Divino Niño- no era probable que tomara la determinación de destituirlo en frío. Maza tenía que ser consciente de su poder, pero también debía saber que el presidente terminaría por ejercer el suyo, y lo único que había pedido -mediante mensajes de amigos comunes- era que le avisaran con bastante tiempo para poner a salvo a su familia.

El único funcionario autorizado para mantener contactos con los abogados de Pablo Escobar -y siempre con constancia escrita- era el director de Instrucción Criminal, Carlos Alberto Mejía. A él le correspondió por ley acordar los detalles operativos de la entrega y las condiciones de seguridad y de vida dentro de la cárcel.

El ministro Giraldo Ángel en persona revisó las opciones posibles. Le había interesado el pabellón de alta seguridad de Itagüí desde que se entregó Fabio Ochoa, en noviembre del año anterior, pero los abogados de Escobar lo objetaron por ser un blanco fácil para carrobombas. También le pareció aceptable la idea de convertir en cárcel blindada un convento del Poblado -cerca del edificio residencial donde Escobar había escapado a la explosión de doscientos kilos de dinamita que atribuyó al cartel de Calipero las monjas propietarias no quisieron venderlo. Había propuesto reforzar la cárcel de Medellín, pero se opuso el Consejo Municipal en pleno. Alberto Villamizar, temeroso de que la entrega se frustrara por falta de cárcel, intercedió con razones de peso en favor de la propuesta que Escobar había hecho en octubre del año anterior: el Centro Municipal para Drogadictos El Claret, a doce kilómetros del parque principal de Envigado, en una finca conocida como La Catedral del Valle, que estaba inscrita a nombre de un testaferro de Escobar. El gobierno estudiaba la posibilidad de tomar el centro en arriendo y acondicionarlo como cárcel, consciente como era de que Escobar no se entregaría s no solucionaba el problema de su propia seguridad. Sus abogados exigían que las guardias fueran de antioquenos y que la seguridad externa corriera a cargo de cualquier cuerpo armado menos de la policía, por temor a represalias por los agentes asesinados en Medellín.

El alcalde de Envigado, responsable de la obra definitiva, tomó nota del informe del gobierno, y emprendió la dotación de la cárcel, que debería entregar al Ministerio de Justicia conforme al contrato de arrendamiento firmado entre los dos. La construcción básica era de una simplicidad escolar, con pisos de cemento, techos de teja y puertas metálicas pintadas de verde. El área administrativa en lo que fue la antigua casa de la finca estaba compuesta por tres pequeños salones, la cocina, un patio empedrado y la celda de castigo. Tenía un dormitorio colectivo de cuatrocientos metros cuadrados, y otro salón amplio para biblioteca y sala de estudios, y seis celdas individuales con baño privado. En el centro había un espacio comunal de unos seiscientos metros cuadrados, con cuatro duchas, un vestidor y seis sanitarios. El acondicionamiento había empezado en febrero, con setenta obreros de planta que dormían por turnos unas pocas horas al día. La topografía difícil, el pésimo estado de la vía de acceso y el fuerte invierno obligaron a prescindir de volquetas y camiones, y tuvieron que transportar gran parte del mobiliario a lomo de muía. Los primeros fueron dos calentadores de agua para cincuenta litros cada uno, los catres cuartelarios y unas dos docenas de pequeños butacos de tubos pintados de amarillo. Veinte materas con plantas ornamentales -araucarias aureles y palmas arecas- completaron el decorado interior. Como el antiguo reclusorio no contaba con redes para teléfono, la comunicación de la cárcel se haría al principio por el sistema de radio. El costo final de la obra fue de ciento veinte millones de pesos que pagó el municipio de Envigado. En los cálculos iniciales se había previsto para ocho meses, pero cuando entró en escena el padre García Herreros se apresuraron los trabajos a marchas forzadas.

Otro obstáculo para la rendición había sido el desmonte del ejército privado de Escobar. Éste, al parecer, no consideraba la cárcel como un instrumento de la ley sino como un santuario contra sus enemigos y aun contra la misma justicia ordinaria, pero no lograba la unanimidad para que su tropa se entregara con él. Su argumento era que no podía ponerse a buen recaudo con su familia y dejar a sus cómplices a merced del Cuerpo Élite. «Yo no me mando solo», dijo en una carta. Pero ésta era para muchos una verdad a medias, pues también es probable que quisiera tener consigo y completo su equipo de trabajo para seguir manejando sus negocios desde la cárcel. De todos modos, el gobierno prefería encerrarlos juntos con Escobar. Eran cerca de cien bandas que no estaban en pie de guerra permanente, pero servían como reservistas de primera línea, fáciles de reunir y armar en pocas horas. Se trataba de conseguir que Escobar desarmara y se llevara consigo a la cárcel a sus quince o veinte capitanes intrépidos.

En las pocas entrevistas personales que tuvo Villamizar con el presidente Gaviria, la posición de éste fue siempre facilitarle sus diligencias privadas para liberar a los secuestrados. Villamizar no cree que el gobierno hiciera negociaciones distintas de las que le autorizó a él, y éstas estaban previstas en la política de sometimiento. El ex presidente Turbay y Hernando Santos -aunque nunca lo manifestaron y sin desconocer las dificultades institucionales del gobierno- esperaban sin duda un mínimo de flexibilidad del presidente. Las mismas negativas de éste a cambiar los plazos establecidos en los decretos frente a la insistencia, la súplica y los reclamos de Nydia, seguirán siendo una espina en el corazón de las familias que lo reclamaban. Y el hecho de que sí los hubiera cambiado tres días después de la muerte de Diana es algo que la familia de ésta no entenderá nunca. Por desgracia -había dicho el presidente en privado- el cambio de fecha a esas alturas no hubiera impedido la muerte de Diana tal como ella ocurrió.

Escobar no se conformó nunca con un solo canal, ni dejó un minuto de tratar de negociar con Dios y con el diablo, con toda clase de armas, legales o ¡legales. No porque se fiara más de otros que de unos, sino porque nunca confió en ninguno. Aun cuando ya tenía asegurado lo que esperaba de Villamizar, seguía acariciando el sueño del indulto político, surgido en 1989, cuando los narcos mayores y muchos de sus secuaces consiguieron carnés de militantes del M-19 para acomodarse en las listas de guerrilleros amnistiados. El comandante Carlos Pizarro les cerró el paso con requisitos imposibles. Dos años después, Escobar buscaba un segundo aire a través de la Asamblea Constituyente, varios de cuyos miembros fueron presionados por distintos medios, desde ofertas de dinero en rama hasta intimidaciones graves.

Pero también los enemigos de Escobar se atravesaron en sus propósitos. Ése fue el origen de un llamado narcovídeo, que causó un escándalo tan ruidoso como estéril. Se suponía filmado con una cámara oculta en el cuarto de un hotel, en el momento en que un miembro de la Asamblea Constituyente recibía dinero en efectivo de un supuesto abogado de Escobar. El constituyente había sido elegido en las listas del M-19, pertenecía en realidad al grupo de paramilitares al servicio del cartel de Cali en su guerra contra el cartel de Medellín, y su crédito no alcanzó para convencer a nadie. Meses después, un jefe de milicias privadas que se desmovilizó ante la justicia contó que su gente había hecho aquella burda telenovela para usarla como prueba de que Escobar estaba sobornando constituyentes y que, por consiguiente, el indulto o la no extradición estarían viciados.

Entre los muchos frentes que trataba de abrir, Escobar intentó negociar la liberación de Pacho Santos a espaldas de Villamizar, cuando las gestiones de éste estaban a punto de culminar. A través de un sacerdote amigo le mandó un mensaje a Hernando Santos a fines de abril, para que se entrevistara con uno de sus abogados en la iglesia de Usaquén. Se trataba -decía el mensaje- de una gestión de suma importancia para la liberación de Pacho. Hernando no sólo conocía al sacerdote, sino que lo consideraba como un santo vivo, de modo que concurrió a la cita solo y puntual a las ocho de la noche del día señalado. En la penumbra de la iglesia, el abogado apenas visible le advirtió que no tenía nada que ver con los carteles, pero que Pablo Escobar había sido el padrino de su carrera y no podía negarle aquel favor. Su misión se limitaba a entregarle dos textos: un informe de Amnistía Internacional contra la policía de Medellín, y el original de una nota con ínfulas de editorial sobre los atropellos del Cuerpo Élite.

– Yo he venido aquí pensando sólo en la vida de su hijo -dijo el abogado-. Si estos artículos se publican mañana, al día siguiente Francisco estará libre.

Hernando leyó el editorial inédito con sentido político. Eran los hechos tantas veces denunciados por Escobar, pero con pormenores espeluznantes imposibles de demostrar. Estaba escrito con seriedad y malicia sutil. El autor, según el abogado, era el mismo Escobar. En todo caso, parecía su estilo.

El documento de Amnistía Internacional estaba ya publicado en otros periódicos y Hernando Santos no tenía inconveniente en repetirlo. En cambio, el editorial era demasiado grave para publicarlo sin pruebas. «Que me las mande y lo publicamos enseguida aun si no sueltan a Pacho», dijo Hernando. No había más que hablar. El abogado, consciente de que su misión había terminado, quiso aprovechar la ocasión para preguntarle a Hernando cuánto le había cobrado Guido Parra por su mediación.

– Ni un centavo -contestó Hernando-. Nunca se habló de plata.

– Dígame la verdad -dijo el abogado-, porque Escobar controla las cuentas, lo controla todo, y le hace falta ese dato.

Hernando repitió la negativa, y la cita terminó con una despedida formal.

Tal vez la única persona convencida por aquellos días de que las cosas estaban a punto de llegar a término fue el astrólogo colombiano Mauricio Puerta -observador atento de la vida nacional a través de las estrellas quien había llegado a conclusiones sorprendentes sobre la carta astral de Pablo Escobar.

Había nacido en Medellín el 1 de diciembre de 1949 a las 11.50 a.m.

Por consiguiente era un Sagitario con ascendente Piscis, y con la peor de las conjunciones:

Marte junto con Saturno en Virgo. Sus tendencias eran: autoritarismo cruel, despotismo, ambición insaciable, rebeldía, turbulencia, insubordinación, anarquía, indisciplina, ataques a la autoridad. Y un desenlace terminante: muerte súbita.

Desde el 30 de marzo de 1991 tenía a Saturno en cinco grados para los tres años siguientes, y sólo le quedaban tres alternativas para definir su destino: el hospital, el cementerio o la cárcel. Una cuarta opción -el convento- no parecía verosímil en su caso. De todos modos la época era más favorable para acordar los términos de una negociación que para cerrar un trato definitivo. Es decir: su mejor opción era la entrega condicionada que le proponía el gobierno.

«Muy inquieto debe estar Escobar para que se interese tanto por su carta astral», dijo un periodista. Pues tan pronto como tuvo noticia de Mauricio Puerta quiso conocer su análisis hasta en sus mínimos detalles. Sin embargo, dos enviados de Escobar no llegaron a su destino, y uno desapareció para siempre. Puerta organizó entonces en Medellín un seminario muy publicitado para ponerse al alcance de Escobar, pero una serie de inconvenientes extraños impidió el encuentro. Puerta los interpretó como un recurso de protección de los astros para que nada interfiriera un destino que era ya inexorable.

También la esposa de Pacho Santos tuvo la revelación sobrenatural de una vidente que había prefigurado la muerte de Diana con una claridad asombrosa, y le había dicho a día con igual seguridad que Pacho estaba vivo. En abril volvió a encontrarla en un sitio público, y le dijo de paso al oído:

– Te felicito. Ya veo la llegada.

Éstos eran los únicos indicios alentadores cuando el padre García Herreros transmitió su mensaje críptico a Pablo Escobar. Cómo llegó a esa determinación providencial, y qué tenía que ver con ella el mar de Coveñas, es algo que aún sigue intrigando al país. Sin embargo, la manera como se le ocurrió es todavía más intrigante. El viernes 12 de abril de 1991 había visitado al doctor Manuel Patarroyo -feliz inventor de la vacuna contra la malaria- para pedirle que instalara en El Minuto de Dios un puesto médico para la detección precoz del SIDA. Lo acompañó -además de un joven sacerdote de su comunidad- un antioqueño de todo el maíz, grande amigo suyo, que lo asesoraba en sus asuntos terrenales. Por decisión propia, este benefactor que ha pedido no ser mencionado con su nombre, no sólo había construido y donado la capilla personal del padre García Herreros sino que tributaba diezmos voluntarios para su obra social. En el automóvil que los llevaba al Instituto de Inmunología del doctor Patarroyo, sintió una especie de inspiración apremiante.

– Óigame una cosa, padre -le dijo-. ¿Por qué no se mete usted en esa vaina para ayudar a que Pablo Escobar se entregue?

Lo dijo sin preámbulos y sin ningún motivo consciente. «Fue un mensaje de allá arriba», contaría después, como se refiere siempre a Dios, con un respeto de siervo y una confianza de compadre. El sacerdote lo recibió como un flechazo en el corazón. Se puso lívido. El doctor Patarroyo, que no lo conocía, se sintió impresionado por la energía que irradiaban sus ojos y su sentido del negocio, pero su acompañante lo vio distinto. «El padre estaba como flotando -ha dicho-. Durante la visita no pensó en nada más que en lo que yo le había dicho, y a la salida lo vi tan acelerado que me asusté». Así que se lo llevó a descansar el fin de semana en una casa de vacaciones en Coveñas, un balneario popular del Caribe donde recalan miles de turistas y termina un oleoducto con doscientos cincuenta mil barriles diarios de petróleo crudo.

El padre no tuvo un instante de sosiego. Apenas si dormía, se levantaba en mitad de las comidas, hacía largas caminatas por la playa a cualquier hora del día o de la noche. «Oh, mar de Coveñas -gritaba contra el fragor de las olas-. ¿Podré hacerlo? ¿Deberé hacerlo? Tú que todo lo sabes: ¿no moriremos en el intento?» Al cabo de las caminatas atormentadas entraba en la casa con un dominio pleno de su ánimo, como si hubiera recibido de veras las respuestas del mar, y discutía con su anfitrión hasta los mínimos detalles del proyecto. El martes, cuando regresaron a Bogotá, tenía una visión de conjunto que le devolvió la serenidad. El miércoles reinició la rutina: se levantó a las seis, se duchó, se puso el vestido negro con el cuello clerical y encima la ruana blanca infaltable, y puso al día los asuntos atrasados con la ayuda de Paulina Garzón, su secretaria indispensable durante media vida. Esa noche hizo el programa sobre un tema distinto que no tenía nada que ver con la obsesión que lo embargaba. El jueves en la mañana, tal como se lo había prometido, el doctor Patarroyo le hizo llegar una respuesta optimista a su solicitud. El padre no almorzó. A las siete menos diez minutos llegó a los estudios de Inravisión, de donde se transmitía su programa, e improvisó frente a las cámaras el mensaje directo a Escobar. Fueron sesenta segundos que cambiaron la poca vida que le quedaba. De regreso a casa lo recibieron con un canasto de mensajes telefónicos de todo el país, y una avalancha de periodistas que a partir de aquella noche no iban a perderlo de vista hasta que cumpliera su propósito de llevar de la mano a Pablo Escobar hasta la cárcel.

El proceso final empezaba, pero los pronósticos eran inciertos, porque la opinión pública estaba dividida entre las muchedumbres que creían que el buen sacerdote era un santo y los incrédulos convencidos de que era medio loco. La verdad es que su vida demostraba muchas cosas menos que lo fuera. Había cumplido ochenta y dos años en enero, iba a cumplir en agosto cincuenta y dos de ser sacerdote, y era de lejos el único colombiano influyente que nunca soñó con ser presidente de la república. Su cabeza nevada y su ruana de lana blanca sobre la sotana complementaban una de las imágenes más respetables del país. Cometió versos que publicó en un libro a los diecinueve años, y otros más, también de juventud, con el seudónimo de Senescens. Obtuvo un premio olvidado con un libro de cuentos, y cuarenta y seis condecoraciones por su obra social. En las buenas y en las malas tuvo siempre los pies bien plantados sobre la tierra, hacía vida social de laico, contaba y se dejaba contar chistes de cualquier color, y a la hora de la verdad le salía lo que siempre fue debajo de su ruana sabanera: un santandereano de hueso colorado.

Vivía con una austeridad monástica en la casa cural de la parroquia de San Juan de Eudes, en un cuarto cribado de goteras que se negaba a reparar. Dormía en una cama de tablas sin colchón y sin almohada y con el sobrecama hecho de retazos de colores en figura de casitas, que le habían bordado unas monjas de la caridad. No aceptó una almohada de plumas que alguna vez le ofrecieron porque le parecía contrario a la ley de Dios. No cambiaba de zapatos mientras no le regalaran un par nuevo, ni reemplazaba su ropa y su eterna ruana blanca mientras no le regalaran otras. Comía poco, pero tenía buen gusto en la mesa y sabía apreciar la buena comida y los vinos de clase, pero no se dejaba invitar a restaurantes de lujo por temor de que creyeran que pagaba él. En uno de ellos vio una dama de alcurnia con un diamante del tamaño de una almendra en el anillo.

– Con una sortija como ésa -le dijo de frente- yo haría unas ciento veinte casitas para los pobres.

La dama, aturdida por la frase, no supo qué contestar, pero al día siguiente le mandó el anillo con una nota cordial. No alcanzó para las ciento veinte casas, por supuesto, pero el padre las construyó de todos modos.

Paulina Garzón de Bermúdez era natural de Chipatá, Santander del Sur, y había llegado a Bogotá con su madre en 1961 a la edad de quince años, y con una recomendación de mecanógrafa experta. Lo era, en efecto, pero en cambio no sabía hablar por teléfono y sus listas del mercado eran indescifrables por sus horrores de ortografía, pero aprendió a hacer bien ambas cosas para que el padre la empleara. A los veinticinco años se casó y tuvo un hijo -Alfonso-, y una hija -María Constanza-, que hoy son ingenieros de sistema. Paulina se las arregló para seguir trabajando con el padre, quien le soltaba poco a poco derechos y deberes hasta que se le volvió tan indispensable que viajaban juntos dentro y fuera del país, pero siempre en compañía de otro sacerdote. «Para evitar rumores», explica Paulina. Terminó por acompañarlo a todas partes, aunque sólo fuera para ponerle y quitarle los lentes de contacto como nunca pudo hacerlo él mismo.

En sus últimos años el padre perdía audición por el oído derecho, se volvió irritable, y se exasperaba con los huecos de su memoria. Poco a poco había ido descartando las oraciones clásicas, e improvisaba las suyas en voz alta con una inspiración de iluminado. Su fama de lunático crecía al mismo tiempo que la creencia popular de que tenía el poder sobrenatural de hablar con las aguas y de gobernar su curso y su conducta. Su actitud comprensiva en el caso de Pablo Escobar hizo recordar una frase suya sobre el regreso del general Gustavo Rojas Pinilla, en agosto de 1957, para ser juzgado por el Congreso: «Cuando un hombre se entrega a la ley, aunque fuera culpable, merece un profundo respeto». Casi al final de su vida, en un Banquete del Millón cuya organización había sido muy problemática, un amigo le preguntó qué iba a hacer después, y él le dio una respuesta de diecinueve años: «Quiero tenderme en un potrero a mirar las estrellas».

Al día siguiente del mensaje radial -sin anuncio ni trámites previos-, el padre García Herreros se presentó en la cárcel de Itagüí, para preguntarles a los hermanos Ochoa cómo podía ser útil en la entrega de Escobar. A los Ochoa les dejó la impresión de que era un santo, con un solo inconveniente para tomar en cuenta: por más de cuarenta años había estado en comunicación con la audiencia a través de su prédica diaria, y no concebía una gestión que no empezara por contárselo a la opinión pública.

Pero lo definitivo para ellos fue que a don Fabio le pareció un mediador providencial.

Primero, porque Escobar no tendría con él las reticencias que le impedían recibir a Villamizar. Y segundo, porque su imagen divinizada podía convencer a la tripulación de Escobar para la entrega de todos.

Dos días después, el padre García Herreros reveló en rueda de prensa que estaba en contacto con los responsables del cautiverio de los periodistas, y expresó su optimismo por su pronta liberación.

Villamizar no vaciló un segundo para ir a buscarlo en El Minuto de Dios. Lo acompañó en su segunda visita a la cárcel de Itagüí, y el mismo día se inició el proceso, dispendioso y confidencial, que había de culminar con la entrega. Empezó con una carta que el padre dictó en la celda de los Ochoa, y que María Lía copió en la máquina de escribir. La improvisó de pie frente a ella, en el mismo talante, el mismo tono apostólico y el mismo acento santandereano de sus homilías de un minuto. Lo invitó a que buscaran juntos el camino para pacificar a Colombia. Le anunció su esperanza de que el gobierno lo nombrara garante «para que se respeten tus derechos y los de tu familia y amigos». Pero le advirtió que no pidiera cosas que el gobierno no pudiera concederle. Antes de terminar con «mis saludos cariñosos», le dijo lo que en realidad era el propósito práctico de la carta: «Si crees que podemos encontrarnos en alguna parte segura para los dos, dímelo».

Escobar contestó tres días después, de su puño y letra. Aceptaba entregarse como un sacrificio para la paz. Dejaba claro que no aspiraba al indulto ni pedía sanción penal sino disciplinaria contra los policías que asolaban las comunas, pero no renunciaba a su determinación de responder con represalias drásticas. Estaba dispuesto a confesar algún delito, aunque sabía de seguro que ningún juez colombiano o extranjero tenía pruebas suficientes para condenarlo, y confiaba en que sus adversarios fueran sometidos al mismo régimen. Sin embargo, contra lo que el padre esperaba con ansiedad, no hacía ninguna referencia a su propuesta de reunirse con él.

El padre le había prometido a Villamizar que controlaría sus ímpetus informativos, y al principio lo cumplió en parte, pero su espíritu de aventura casi infantil era superior a sus fuerzas. La expectativa que se creó fue tal, y tan grande la movilización de la prensa, que desde entonces no dio un paso sin una cauda de reporteros y equipos móviles de televisión y radio que lo perseguía hasta la puerta de su casa.

Después de cinco meses de trabajar en absoluto secreto bajo el hermetismo casi sacramental de Rafael Pardo, Villamizar pensaba que la facilidad verbal del padre García Herreros mantenía en un riesgo perpetuo el conjunto de la operación. Entonces solicitó y obtuvo la ayuda de la gente más cercana al padre -con Paulina en primera línea- y pudo adelantar los preparativos de algunas acciones sin tener que informarlo a él por anticipado.

El 13 de mayo recibió un mensaje de Escobar en el cual le pedía que llevara al padre a La Loma y lo tuviera allí por el tiempo que fuera necesario. Advirtió que lo mismo podían ser tres días que tres meses, pues tenía que hacer una revisión personal y minuciosa de cada paso de la operación. Existía inclusive la posibilidad de que a última hora se anulara por cualquier duda de seguridad. El padre, por fortuna, estaba siempre en disponibilidad plena para un asunto que le quitaba el sueño. El 14 de mayo a las cinco de la mañana, Villamizar tocó a la puerta de su casa, y lo encontró trabajando en su estudio como si fuera pleno día.

– Camine, padre -le dijo-, nos vamos para Medellín.

Las Ochoa tenían todo dispuesto en La Loma para entretener al padre por el tiempo que fuera necesario. Don Fabio no estaba, pero las mujeres de la casa se encargarían de todo. No fue fácil distraer al padre, porque él se daba cuenta de que un viaje tan imprevisto y rápido no podía ser sino por algo muy serio.

El desayuno fue trancado y largo y el padre comió bien. Como a las diez de la mañana, tratando de no dramatizar demasiado, Martha Nieves le reveló que Escobar iba a recibirlo de un momento a otro. Él se sobresaltó, se puso feliz, pero no supo qué hacer, hasta que Villamizar lo puso en la realidad.

– Es mejor que lo sepa desde ahora, padre -le advirtió-. Tal vez tenga que irse solo con el chofer, y no se sabe para dónde ni por cuánto tiempo.

El padre palideció. Apenas si podía sostener el rosario entre los dedos, mientras se paseaba de un lado a otro, rezando en voz ata sus oraciones inventadas. Cada vez que pasaba por las ventanas miraba hacia el camino, dividido entre el terror de que apareciera el carro que venía por él, y las ansias de que no llegara. Quiso hablar por teléfono, pero él mismo tomó conciencia del peligro. «Por fortuna no se necesita de teléfonos para hablar con Dios», dijo. No quiso sentarse a la mesa durante el almuerzo, que fue tardío y más apetitoso aún que el desayuno. En el cuarto preparado para él había una cama con marquesina de pasamanería como la de un obispo. Las mujeres trataron de convencerlo de que descansara un poco, y él pareció aceptar. Pero no durmió. Leía con inquietud Breve Historia del Tiempo, de Stephen Hawking, un libro de moda en el cual se trataba de demostrar por cálculo matemático que Dios no existe. Hacia las cuatro de la tarde apareció en la sala donde Villamizar dormitaba.

– Alberto -le dijo-, mejor regresemos a Bogotá.

Costó trabajo disuadirlo, pero las mujeres lo consiguieron con su encanto y su tacto. Al atardecer tuvo otra recaída, pero ya no había escapatoria. Él mismo fue consciente de los riesgos graves de viajar de noche. A la hora de acostarse pidió ayuda para quitarse los lentes de contacto, pues quien se los quitaba y se los ponía era Paulina, y no sabía hacerlo solo. Villamizar no durmió, porque no descartaba la posibilidad de que Escobar considerara que eran más seguras para la cita las sombras de la noche.

El padre no logró dormir ni un minuto. El desayuno, a las ocho de la mañana, fue todavía más tentador que el de la víspera, pero el padre no se sentó siquiera a la mesa. Seguía desesperado con los lentes de contacto y nadie había podido ayudarlo, hasta que la administradora de la hacienda consiguió ponérselos con grandes esfuerzos. A diferencia del primer día no parecía nervioso ni andaba acezante de un lado para otro, sino que se sentó con la vista fija en el camino por donde debía llegar el automóvil. Así permaneció hasta que lo derrotó la impaciencia y se levantó de un salto.

– Yo me voy -dijo-, esta vaina es una mamadera de gallo.

Lograron convencerlo de que esperara hasta después del almuerzo. La promesa le devolvió el ánimo. Comió bien, conversó, fue tan divertido como en sus mejores tiempos, y al final anunció que iba a dormir la siesta.

– Pero les advierto -dijo con un índice amenazante-. No más me despierto de la siesta, y me voy.

Martha Nieves hizo unas llamadas telefónicas con la esperanza de obtener alguna información lateral que les sirviera para retener al padre cuando despertara. No fue posible. Un poco antes de las tres estaban todos dormitando en la sala, cuando los despabiló el ruido de un motor. Allí estaba el automóvil. Villamizar se levantó de un salto, dio un toquecito convencional en el dormitorio del padre, y empujó la puerta.

– Padre -dijo-. Vinieron por usted.

El padre despertó a medias y se levantó como pudo. Villamizar se sintió conmovido hasta el alma, pues le pareció un pajarito desplumado, con el pellejo colgante en los huesos y sacudido por escalofríos de terror. Pero se sobrepuso al instante, se persignó, se creció, y se volvió resuelto y enorme. «Arrodíllese, mijo -le ordenó a Villamizar-. Recemos juntos». Cuando se incorporó era otro.

– Vamos a ver qué es lo que pasa con Pablo -dijo.

Aunque Villamizar quería acompañarlo no lo intentó siquiera porque ya estaba acordado que no, pero se permitió hablar aparte con el chofer.

– Usted tiene que responder por el padre -le dijo-. Es una persona demasiado importante.

Cuidado con lo que van a hacer con él. Dése cuenta de la responsabilidad que tienen encima.

El chofer lo miró como si Villamizar fuera un imbécil, y le dijo:

– ¿Usted cree que si yo me monto con un santo nos puede pasar algo?

Sacó una gorra de béisbol y le dijo al padre que se la pusiera para que no lo reconocieran por el cabello blanco. El padre se la puso. Villamizar no dejaba de pensar que Medellín estaba militarizada. Le preocupaba que pararan al padre y se dañara el encuentro. O que quedara atrapado entre los fuegos cruzados de los sicarios y la policía.

Lo sentaron adelante con el chofer. Mientras todos veían alejarse el carro, el padre se quitó la gorra y la tiró por la ventana. «No se preocupe, mijo -le gritó a Villamizar-, que yo domino las aguas». Un trueno retumbó en la vasta campiña y el cielo se desplomó en un aguacero bíblico.

La única versión conocida de la visita del padre García Herreros a Pablo Escobar fue la que dio él mismo de regreso a La Loma. Contó que la casa donde lo recibiera era grande y lujosa, con una piscina olímpica y diversas instalaciones deportivas. En el camino tuvieron que cambiar de automóvil tres veces por motivos de seguridad, pero no los detuvieron en los muchos retenes de la policía por el aguacero recio que no cedió un instante. Otros retenes, según le contó el chofer, eran del servicio de seguridad de los Extraditables. Viajaron más de tres horas, aunque lo más probable es que lo hubieran llevado a una de las residencias urbanas de Pablo Escobar en Medellín, y que el chofer hubiera dado muchas vueltas para que el padre creyera que iban muy lejos de La Loma.

Contó que lo recibieron en el jardín unos veinte hombres con las armas a la vista, a los cuales regañó por su mala vida y sus reticencias para entregarse. Pablo Escobar en persona lo esperó en la terraza, vestido con un conjunto de algodón blanco de andar por casa, y una barba muy negra y larga. El miedo confesado por el padre desde que llegó a La Loma, y luego en la incertidumbre del viaje, se disipó al verlo.

– Pablo -le dijo-, vengo a que arreglemos esta vaina.

Escobar le correspondió con igual cordialidad y con un gran respeto. Se sentaron en dos de los sillones de cretona floreada de la sala, frente a frente, y con el ánimo dispuesto para una larga charla de viejos amigos. El padre se tomó un whisky que acabó de calmarlo, mientras Escobar se bebió un jugo de frutas sorbo a sorbo y con todo su tiempo. Pero la duración prevista de la visita se redujo a tres cuartos de hora por la impaciencia natural del padre y el estilo oral de Escobar, tan conciso y cortante como el de sus cartas.

Preocupado por las lagunas mentales del padre, Villamizar lo había instruido para que tomara notas de la conversación. Así lo hizo, pero al parecer fue más lejos. Con el pretexto de su mala memoria, le pedía a Escobar que escribiera de su puño y letra sus propuestas esenciales, y una vez escritas se las hacía cambiar o tachar con el argumento de que eran imposibles de cumplir. Fue así como Escobar minimizó el tema obsesivo de la destitución de los policías acusados por él de toda clase de desmanes, y se concentró en la seguridad del lugar de reclusión.

El padre contó que le había preguntado a Escobar si era el autor de los atentados contra cuatro candidatos presidenciales. Él le contestó en diagonal que le atribuían crímenes que no había cometido. Le aseguró que no había podido impedir el del profesor Low Mutra, cometido el 30 de abril pasado en una calle de Bogotá, porque era una orden dada desde mucho antes y no hubo modo de cambiarla. En cuanto a la liberación de Maruja y Pacho eludió decir algo que pudiera comprometerlo como autor, pero dijo que los Extraditables los mantenían en condiciones normales y con buena salud, y serían liberados tan pronto como se acordaran los términos de la entrega. En particular sobre Pacho, dijo con seriedad: «Ése está feliz con su secuestro». Por último reconoció la buena fe del presidente Gaviria y expresó su complacencia de llegar a un acuerdo. Ese papel, escrito a veces por el padre, y la mayor parte corregida y mejor explicada por Escobar de su puño y letra, fue la primera propuesta formal de la entrega.

El padre se había levantado para despedirse cuando se le cayó una de las lentillas de contacto. Trató de ponérsela, Escobar lo ayudó, solicitaron auxilios de los empleados, pero fue inútil. El padre estaba desesperado. «No hay nada que hacer -dijo-. La única que puede es Paulina».

Para su sorpresa, Escobar sabía muy bien quién era ella, y sabía dónde estaba en aquel momento.

– No se preocupe, padre -dijo-. Si quiere la mandamos a traer.

Pero el padre no soportaba más la ansiedad de regresar y prefirió irse sin los lentes. Antes de los adioses, Escobar le pidió la bendición para una medallita de oro que llevaba al cuello. El padre lo hizo en el jardín asediado por los escoltas.

– Padre -le dijeron ellos-, usted no se puede ir sin darnos la bendición.

Se arrodillaron. Don Fabio Ochoa había dicho que la mediación del padre García Herrero, sería decisiva para la rendición de la gente de Escobar. Este debía pensar lo mismo, y tal vez por eso se arrodilló con ellos para dar el buen ejemplo. El padre los bendijo a todos y les soltó una admonición para que volvieran a la vida legal y ayudaran al imperio de la paz. No demoró más de seis horas. Apareció en La Loma como a las ocho y media de la noche, ya bajo las estrellas radiantes, y descendió del carro con un salto de escolar de quince años.

– Tranquilo, mijo -le dijo a Villamizar-, aquí no hay problema, los acabo de arrodillar a todos.

No fue fácil ponerlo en orden. Cayó en un estado de excitación alarmante, y no valieron paliativos ni los cocimientos sedantes de las Ochoa. Seguía lloviendo, pero él quería volar enseguida a Bogotá, divulgar la noticia, hablar con el presidente de la república para cerrar allí mismo el acuerdo y proclamar la paz. Lograron que durmiera unas horas, pero desde la madrugada estuvo dando vueltas por la casa apagada, hablando solo, rezando en voz alta sus oraciones inspiradas, hasta que el sueño lo derrumbó al amanecer.

Cuando llegaron a Bogotá, a las once de la mañana del 15 de mayo, la noticia tronaba en la radio. Villamizar encontró a su hijo Andrés en el aeropuerto y lo abrazó emocionado. «Tranquilo, hijo -le dijo-. Su mamá está fuera en tres días».

Rafael Pardo fue menos fácil de convencer cuando Villamizar se lo dijo por teléfono.

– Me alegro de veras, Alberto -le dijo-. Pero no se ilusione demasiado.

Por primera vez desde el secuestro asistió Villamizar a una fiesta de amigos, y nadie entendió que estuviera tan contento con algo que al fin y al cabo no era sino una promesa vaga como tantas otras de Pablo Escobar. A esas horas el padre García Herreros había dado la vuelta completa a todos los noticieros del país -vistos, oídos y escritos-. Pidió ser tolerante con Escobar. «Si no lo defraudamos, él se vuelve el gran constructor de la paz», decía. Y agregaba sin citar a Rousseau: «Los hombres en su intimidad son buenos todos, aunque algunas circunstancias los vuelven malignos». Y en medio de una maraña de micrófonos apelotonados, dijo sin más reservas:

– Escobar es un hombre bueno.

El diario El Tiempo informó el viernes 17 que el padre era portador de una carta personal que entregaría el lunes próximo al presidente Gaviria. En realidad, se refería a las notas que Escobar y él habían tomado a cuatro manos durante la entrevista. En la tarde, los Extraditables expidieron un comunicado dominical que corrió el riesgo de pasar inadvertido en la turbulencia de las noticias: «Hemos ordenado la liberación de Francisco Santos y Maruja Pachón». No decían cuándo. Sin embargo, la radio lo dio por hecho y los periodistas alborotados empezaron a montar guardia en las casas de los rehenes.

Era el final: Villamizar recibió un mensaje de Escobar en el cual le decía que no soltaría a Maruja Pachón y a Francisco Santos ese día sino el siguiente -lunes 20 de mayo- a las siete de k noche. Pero el martes a las nueve de la mañana Villamizar debería estar otra vez en Medellín para la entrega de Escobar.

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