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Maruja abrió los ojos y recordó un viejo adagio español: «Que no nos dé Dios lo que somos capaces de soportar». Habían transcurrido diez días desde el secuestro, y tanto Beatriz como ella empezaban a acostumbrarse a una rutina que la primera noche les pareció inconcebible. Los secuestradores les habían reiterado a menudo que aquélla era una operación militar, pero el régimen del cautiverio era peor que carcelario. Sólo podían hablar para asuntos urgentes y siempre en susurros. No podían levantarse del colchón, que les servía de cama común, y todo lo que necesitaban debían pedirlo a los dos guardianes que no las perdían de vista ni si estaban dormidas: permiso para sentarse, para estirar las piernas, para hablar con Marina, para ñamar. Maruja tenía que taparse la boca con una almohada para amortiguar los ruidos de la tos.

La única cama era la de Marina, iluminada de día y de noche por una veladora eterna. Paralelo a la cama estaba el colchón tirado en el suelo, donde dormían Maruja y Beatriz, una de ¡da y otra de vuelta, como los pescaditos del zodíaco, y con una sola cobija para las dos. Los guardianes velaban sentados en el suelo y recostados a la pared. Su espacio era tan estrecho que si estiraban las piernas les quedaban los pies sobre el colchón de las cautivas. Vivían en la penumbra porque la única ventana estaba clausurada. Antes de dormir, tapaban con trapos la rendija de la única puerta para que no se viera la luz de la veladora de Marina en el resto de la casa. No había otra luz ni de día ni de noche, salvo el resplandor del televisor, porque Maruja hizo quitar el foco azul que les daba a todos una palidez terrorífica. El cuarto cerrado y sin ventilación se saturaba de un calor pestilente. Las peores horas eran desde las seis hasta las nueve de la mañana, en que las cautivas permanecían despiertas, sin aire, sin nada de beber ni de comer, esperando que destaparan la rendija de la puerta para empezar a respirar. El único consuelo para Maruja y Marina era el suministro puntual de una jarra de café y un cartón de cigarrillos cada vez que lo pedían. Para Beatriz, especialista en terapia respiratoria, el humo acumulado en el cuartito era una desgracia. Sin embargo, la soportaba en silencio por lo felices que eran las otras. Marina, con su cigarrillo y su taza de café, exclamó alguna vez: «Cómo será de bueno cuando estemos las tres juntas en mi casa, fumando y tomando nuestro cafecito, y riéndonos de estos días horribles». Ese día, en vez de sufrir, Beatriz lamentó no fumar.

Que estuvieran las tres en la misma cárcel pudo ser una solución de emergencia, porque la casa donde las llevaron primero debió de quedar inservible cuando el taxi chocado reveló el rumbo de los secuestradores. Sólo así se explicaban el cambio de última hora, y la miseria de que hubiera sólo una cama estrecha, un colchón sencillo para dos y menos de seis metros cuadrados para las tres rehenes y los dos guardianes de turno. También a Marina la habían llevado de otra casa -o de otra finca, como ella decía- porque las borracheras y el desorden de los guardianes de la primera donde la tuvieron habían puesto en peligro a toda la organización. En todo caso, era inconcebible que una de las grandes transnacionales del mundo no tuviera un mínimo de corazón para mantener a sus secuaces y a sus víctimas en condiciones humanas.

No tenían la menor idea de dónde estaban. Por los ruidos sabían que había muy cerca una carretera para camiones pesados. También parecía haber una tienda de vereda, con alcoholes y músicas, que permanecía abierta hasta tarde. A veces se escuchaba un altoparlante que lo mismo convocaba a actos políticos o religiosos, o transmitía conciertos atronadores. En varias ocasiones oyeron las consignas de las campañas electorales para la próxima Asamblea Constituyente. Con más frecuencia se oían zumbidos de aviones pequeños que decolaban y aterrizaban a poca distancia, lo cual hacía pensar que estaban por los lados de Guaymaral, un aeropuerto para aviones de pista corta a veinte kilómetros al norte de Bogotá. Maruja, familiarizada desde niña con el clima de la sabana, sentía que el frío de su cuarto no era de campo abierto sino de ciudad. Además, las precauciones excesivas de los guardianes eran sólo comprensibles si estaban en un núcleo urbano. Lo más sorprendente era el estruendo ocasional de un helicóptero tan cercano, que parecía encima de la casa. Marina Montoya decía que allí llegaba un oficial del ejército responsable de los secuestros. Con el paso de los días habían de acostumbrarse a aquel ruido, pues en los meses que duró el cautiverio el helicóptero aterrizó por lo menos una vez al mes, y los rehenes no dudaron de que tenía que ver con ellas.

Era imposible distinguir los límites entre la verdad y la contagiosa fantasía de Marina. Decía que Pacho Santos y Diana Turbay estaban en otros cuartos de la misma casa, de modo que el militar del helicóptero se ocupaba de los tres casos al mismo tiempo durante cada visita. En una ocasión oyeron unos ruidos alarmantes en el patio. El mayordomo insultaba a su mujer entre órdenes atropelladas de que lo alzaran de aquí, que lo trajeran para acá, que lo voltearan para arriba, como si trataran de meter un cadáver donde no cabía. Marina, en sus delirios tenebrosos, pensó que tal vez habían descuartizado a Francisco Santos y estaban enterrándolo a pedazos debajo de las baldosas de la cocina. «Cuando empiezan las matanzas no paran -decía-. Las próximas seremos nosotras». Fue una noche de espantos, hasta que supieron por casualidad que habían cambiado de lugar una lavadora primitiva que no podían cargar entre cuatro.

De noche el silencio era total. Sólo interrumpido por un gallo loco sin sentido de las horas que cantaba cuando quería. Se oían ladridos en el horizonte, y uno muy cercano que les pareció de un perro guardián amaestrado. Maruja empezó mal. Se enroscó en el colchón, cerró los ojos, y durante varios días no volvió a abrirlos sino lo indispensable tratando de pensar con claridad. No es que pudiera dormir ocho horas seguidas sino que dormía apenas media hora, y al despertar se encontraba otra vez con la angustia que la acechaba en la realidad. Era un miedo permanente: la sensación física de un cordón templado en el estómago, siempre a punto de reventarse para volverse pánico. Maruja pasaba la película completa de su vida para agarrarse de los buenos recuerdos, pero siempre se imponían los ingratos.

En uno CE los tres viajes que había hecho a Colombia desde Yakarta, Luis Carlos Galán le había pedido en el curso de un almuerzo privado que lo ayudara en la dirección de su próxima campaña presidencial. Ella había sido su asesora de imagen en una campaña anterior, había viajado con su hermana Gloria por todo el país, habían celebrado triunfos, sobrellevado derrotas y sorteado riesgos, de modo que la oferta era lógica. Maruja se sintió justificada y complacida. Pero al final del almuerzo notó, en Galán un gesto indefinido, una luz sobrenatural: la clarividencia instantánea y certera de que iban a matarlo. Fue algo tan revelador que convenció a su marido de regresar a Colombia, a pesar de que el general Maza Márquez lo había prevenido sin ninguna explicación de los riesgos de muerte que lo esperaban. Ocho días antes del regreso los despertó en Yakarta la noticia de que Galán había sido asesinado.

Aquella experiencia le dejó una propensión depresiva que se le agudizó con el secuestro. No encontraba de qué aferrarse para escapar a la idea de que también a ella le acechaba un peligro mortal. Se negaba a hablar o a comer. Le molestaba la indolencia de Beatriz y la brutalidad de los encapuchados, y no soportaba la sumisión de Marina y su identificación con el régimen de los secuestradores. Parecía un carcelero más que la llamaba al orden si roncaba, si tosía dormida, si se movía más de lo indispensable. Maruja ponía un vaso aquí y Marina se apresuraba a quitarlo asustada: «¡Cuidado!». Y lo ponía en otra parte. Maruja se le enfrentaba con un gran desdén. «No se preocupe -le decía-. Usted no es la que manda aquí». Para colmo de males, los guardianes vivían preocupados porque Beatriz se pasaba el día escribiendo detalles del cautiverio para contárselos al esposo y los hijos cuando saliera libre. También había hecho una larga lista de todo lo que le parecía abominable en el cuarto, y tuvo que desistir cuando no encontró nada que no lo fuera. Los guardianes habían oído decir por la radio que Beatriz era fisioterapeuta, y lo confundieron con sicoterapeuta, de modo que le prohibieron escribir por el temor de que estuviera elaborando un método científico para enloquecerlos.

La degradación de Marina era comprensible. La llegada de las otras dos rehenes debió ser para ella como una intromisión insoportable en un mundo que ya había hecho suyo, y sólo suyo, después de casi dos meses en la antesala de la muerte. Su relación con los guardianes, que había llegado a ser muy profunda, se alteró por ellas, y en menos de dos semanas recayó en los dolores terribles y las soledades intensas de otras épocas que había logrado superar.

Con todo, ninguna noche le pareció a Maruja tan atroz como la primera. Fue interminable y helada. A la -una de la madrugada la temperatura en Bogotá -según el Instituto de Meteorología- había sido de entre 13 y 15 grados, y había lloviznado en el centro y por los lados del aeropuerto. A Maruja la había vencido el cansancio. Empezó a roncar tan pronto como se durmió, pero a cada instante la despertaba su tos de fumadora, persistente e indómita, y agravada por la humedad de las paredes que soltaban un relente de hielo al amanecer. Cada vez que tosía o roncaba, los guardianes le daban un talonazo en la cabeza. Marina los secundaba por un temor incontrolable, y amenazaba a Maruja con que iban a amarrarla en el colchón para que no se moviera tanto, o a amordazarla para que no roncara. Marina le hizo oír a Beatriz los noticieros de radio del amanecer. Fue un error. En la primera entrevista con Yamit Amat, de Radio Caracol, el doctor Pedro Guerrero soltó una andanada de denuestos y desafíos contra los secuestradores. Los conminó a que se portaran como hombres y pusieran la cara. Beatriz sufrió una crisis de pavor, convencida de que aquellos insultos recaerían sobre ellas.

Dos días después, un jefe bien vestido, con un corpachón empacado en un metro con noventa abrió la puerta de una patada y entró en el cuarto como un ventarrón. Su traje impecable de lana tropical, sus mocasines italianos y su corbata de seda amarilla iban en sentido contrario de sus modales rupestres. Les soltó dos o tres improperios a los guardianes, y se ensañó con el más tímido cuyos compañeros llamaban Lamparón. «Me dicen que usted es muy nervioso -le dijo-, pues le advierto que aquí los nerviosos se mueren». Y enseguida se dirigió a Maruja sin la menor consideración:

– Supe que anoche molestó mucho, que hace ruido, que tose.

Maruja le contestó con una calma ejemplar que bien podía confundirse con el desprecio.

– Ronco dormida y no me doy cuenta -le dijo-. No puedo impedir la tos porque el cuarto es helado y las paredes chorrean agua en la madrugada.

El hombre no estaba para quejas.

– ¿Y usted se cree que puede hacer lo que le da la gana? -gritó-. Pues si vuelve a roncar o a toser de noche le podemos volar la cabeza de un balazo.

Luego se dirigió también a Beatriz.

– Y si no a sus hijos o sus maridos. Los conocemos a todos y los tenemos bien localizados.

– Haga lo que quiera -dijo Maruja-. No puedo hacer nada para no roncar. Si quieren mátenme.

Era sincera, y con el tiempo había de darse cuenta de que hacía bien. El trato duro desde el primer día estaba en los métodos de los secuestradores para desmoralizar a los rehenes.

Beatriz, en cambio, todavía impresionada por la rabia del marido en la radio, fue menos altiva.

– ¿Por qué tiene que meter aquí a nuestros hijos, que no tienen nada que ver con esto? -dijo, al borde de las lágrimas-. ¿Usted no tiene hijos?

Él contestó que sí, tal vez enternecido, pero Beatriz había perdido la batalla: las lágrimas no la dejaron proseguir. Maruja, ya calmada, le dijo al jefe que si de veras querían llegar a un acuerdo hablaran con su marido.

Pensó que el encapuchado había seguido el consejo porque el domingo reapareció distinto. Llevó los periódicos del día con declaraciones de Alberto Villamizar para lograr un buen arreglo con los secuestradores. Éstos, al parecer, empezaban a actuar en consecuencia. El jefe, al menos, estaba tan complaciente que les pidió a las rehenes hacer una lista de las cosas indispensables: jabones, cepillos y pasta de dientes, cigarrillos, crema para la piel y algunos libros. Parte del pedido llegó el mismo día, pero algunos de los libros los recibieron cuatro meses después. Con el tiempo fueron acumulando toda clase de estampas y recuerdos del Divino Niño y de María Auxiliadora, que los distintos guardianes les llevaban o les dejaban de recuerdo cuando se despedían o cuando volvían de sus descansos. A los diez días tenían ya una rutina doméstica. Los zapatos los guardaban debajo de la cama, y era tanta la humedad del cuarto que debían sacarlos al patio de vez en cuando para que se secaran. Sólo podían caminar con unas medias de hombre que les habían dado el primer día, de lana gruesa y de colores distintos, y usaban dos pares a la vez para que no se oyeran los pasos. La ropa que llevaban la noche del secuestro se la habían decomisado, y les repartieron sudaderas deportivas -una gris y otra rosada a cada una-, con las cuales vivían y dormían, y dos juegos de ropa interior que lavaban en la ducha. Al principio dormían vestidas. Más tarde, cuando tuvieron una camisa de dormir, se la ponían encima de la sudadera en las noches muy frías. También les dieron un talego para guardar sus escasos bienes personales: la sudadera de repuesto y las medias limpias, las mudas de ropa interior, las toallas higiénicas, las medicinas, los útiles de tocador.

Había un solo baño para las tres y los cuatro guardianes. Ellas debían usarlo con la puerta ajustada pero sin cerrojo, y no podían demorar más de diez minutos en la ducha, aun cuando tuvieran que lavar la ropa. Les permitían fumar cuantos cigarrillos les daban, que para Maruja era más de una cajetilla al día, y más aún para Marina. En el cuarto había un televisor y un radio portátil de la casa para que las rehenes oyeran noticias o los guardianes oyeran música. Las informaciones de la mañana las escuchaban a volumen tenue, como a escondidas, y en cambio los guardianes escuchaban su música de parranda a un volumen tan alto como se lo dictaba el estado de humor.

La televisión la encendían a las nueve de la mañana para ver los programas educativos, después las telenovelas, y dos o tres programas más hasta los noticieros del mediodía. La tanda mayor era desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche. El televisor permanecía encendido, como en los dormitorios de los niños, aunque nadie lo viera. En cambio las rehenes escrutaban los noticieros con una atención milimétrica para tratar de descubrir mensajes cifrados de sus familias. Nunca supieron, por supuesto, cuántos se les escaparon, o cuántas frases inocentes confundieron con recados de esperanza. Alberto Villamizar apareció en los distintos noticieros de televisión ocho veces en los primeros dos días, con la certidumbre de que por alguno les llegaba su voz a las secuestradas. Casi todos los hijos de Maruja, además, eran gente de medios masivos. Algunos tenían programas de televisión con horarios fijos, y los utilizaron para mantener una comunicación que ellos suponían unilateral, y tal vez inútil, pero la sostuvieron. El primero que vieron el miércoles siguiente fue el que Alexandra hizo al regreso de la Guajira. El siquiatra Jaime Gaviria, colega del esposo de Beatriz y viejo amigo de la familia, impartió una serie de instrucciones sabias para mantener el ánimo en espacios cerrados. Maruja y Beatriz, que conocían al doctor Gaviria, comprendieron el sentido del programa y tomaron nota de sus enseñanzas.

Éste fue el primero de una serie de ocho programas que había preparado Alexandra con base en una larga conversación con el doctor Gaviria sobre la sicología de los secuestrados. Lo primero era escoger los temas que les gustaran a Maruja y Beatriz y envolver en ellos mensajes personales que sólo ellas pudieran descifrar. Alexandra decidió entonces llevar cada semana un personaje preparado para contestar preguntas intencionales que sin duda suscitarían en las rehenes asociaciones inmediatas. La sorpresa fue que muchos televidentes desprevenidos se dieron cuenta por lo menos de que algo iba envuelto en la inocencia de las preguntas.

No lejos de allí -dentro de la misma ciudad- las condiciones de Francisco Santos en su cuarto de cautivo eran tan abominables como las de Maruja y Beatriz, pero no tan severas. Una explicación es que hubiera contra ellas, además del utilitarismo político del secuestro, un propósito de venganza. Es casi seguro, además, que los guardianes de Maruja y los de Pacho eran dos equipos distintos. Aunque sólo fuera por motivos de seguridad, actuaban por separado y sin ninguna comunicación entre ellos. Pero aun en eso había diferencias incomprensibles. Los de Pacho eran más familiares, autónomos y complacientes, y menos cuidadosos de su identidad. La peor condición de Pacho era que dormía encadenado a los barrotes de la cama con una cadena metálica forrada de cinta aislante para evitar ulceraciones. La peor de Maruja y Beatriz era que ni siquiera tenían una cama donde ser amarradas.

Pacho recibió los periódicos puntuales desde el primer día. En general, los relatos sobre su secuestro en la prensa escrita eran tan desinformados y antojadizos que hicieron torcerse de risa a los secuestradores. Su horario estaba ya bien establecido cuando secuestraron a Maruja y Beatriz. Pasaba la noche en claro y se dormía como a las once de la mañana. Veía televisión, solo o con sus guardianes, o conversaba con ellos sobre las noticias del día y, en especial, sobre los partidos de fútbol. Leía hasta el cansancio y todavía le sobraban nervios para jugar a las barajas o al ajedrez. Su cama era confortable, y durmió bien desde la primera noche hasta que contrajo una sarna urticante y un ardor en los ojos, que desaparecieron con sólo lavar las cobijas de algodón y hacer en el cuarto una limpieza a fondo. Nunca se preocuparon de que alguien viera desde fuera la luz encendida, porque las ventanas estaban clausuradas con tablas.

En octubre surgió una ilusión imprevista: la orden de que se preparara para mandar a la familia una prueba de supervivencia. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para mantener el dominio. Pidió una jarra de café tinto y dos paquetes de cigarrillos, y empezó a redactar el mensaje como le saliera del alma sin corregir una coma. Lo grabó en una minicasete, que los estafetas preferían a las normales, porque eran más fáciles de esconder. Habló tan despacio como fue capaz y trató de afinar la dicción y asumir una actitud que no delatara las sombras de su ánimo. Por último grabó los titulares mayores de El Tiempo del día como prueba de la fecha en que hizo el mensaje. Quedó satisfecho, sobre todo de la primera frase: «Todas las personas que me conocen saben lo difícil que es este mensaje para mí». Sin embargo, cuando lo leyó publicado, ya en frío, tuvo la impresión de que se había echado la soga al cuello, por la frase final, en que pedía al presidente hacer lo que pudiera por la liberación de los periodistas. «Pero eso sí -le advertía-, sin pasar por encima de las leyes y los preceptos constitucionales, lo cual es benéfico no sólo para el país sino para la libertad de prensa que hoy está secuestrada». La depresión se agravó unos días después cuando secuestraron a Maruja y a Beatriz, porque lo entendió como una señal de que las cosas iban a ser largas y complicadas. Ése fue el primer embrión de un plan de fuga que se le iba a convertir en una obsesión irresistible.

Las condiciones de Diana y su equipo -quinientos kilómetros al norte de Bogotá y a tres meses del secuestro- eran diferentes de los otros rehenes, pues dos mujeres y cuatro hombres cautivos al mismo tiempo planteaban problemas muy complejos de logística y seguridad. En la cárcel de Maruja y Beatriz sorprendía la falta absoluta de indulgencia. En la de Pacho Santos sorprendían la familiaridad y el desenfado de los guardianes de su misma generación. En el grupo de Diana reinaba un ambiente de improvisación que mantenía a secuestrados y secuestradores en un estado de alarma e incertidumbre, con una inestabilidad que lo contaminaba todo y aumentaba el nerviosismo de todos. El secuestro de Diana se distinguió también por su signo errático. Durante el largo cautiverio los rehenes fueron mudados sin explicaciones no menos de veinte veces, cerca y dentro de Medellín, a casas de estilos y categorías diferentes y condiciones desiguales. Esta movilidad era posible tal vez porque sus secuestradores, a diferencia de los de Bogotá se movían en su medio natural, lo controlaban por completo, y mantenían contacto directo con sus superiores.

Los rehenes no estuvieron juntos en una misma casa sino en dos ocasiones y por pocas horas. Al principio fueron dos grupos: Richard, Orlando y Hero Buss en una casa, y Diana, Azucena y Juan Vitta en otra cercana. Algunas mudanzas habían sido atolondradas e imprevistas, a cualquier hora y sin tiempo para recoger sus cosas por el inminente asalto de la policía, y casi siempre a pie por pendientes escarpadas y chapaleando en el fango bajo aguaceros interminables. Diana era una mujer fuerte y resuelta, pero aquellas caminatas despiadadas y humillantes, en las condiciones físicas y morales del cautiverio, sobrepasaban por mucho su resistencia. Otras mudanzas fueron de una naturalidad pasmosa por las calles de Medellín, en taxis ordinarios y eludiendo retenes y patrullas callejeras. Lo más duro para todos en las primeras semanas era estar secuestrados sin que nadie lo supiera. Veían la televisión, escuchaban la radio y leían los periódicos, pero no hubo una noticia sobre su desaparición hasta el 14 de septiembre, cuando el noticiero Criptón informó sin citar la fuente que no estaban en misión periodística con las guerrillas sino secuestrados por los Extraditables. Habían de pasar todavía varias semanas antes de que éstos emitieran un reconocimiento formal del secuestro.

El responsable del equipo de Diana era un paisa inteligente y campechano a quien todos llamaban don Pacho, sin apellidos ni más señas, Tenía unos treinta años, pero con un aspecto reposado de hombre mayor. Su sola presencia tenía la virtud inmediata de resolver los problemas pendientes de la vida cotidiana y de sembrar esperanzas para el futuro. Les llevaba regalos a las rehenes, libros, caramelos, casetes de música y los ponía al corriente de la guerra y de la actualidad nacional.

Sin embargo, sus apariciones eran ocasionales y delegaba mal su autoridad. Los guardianes y estafetas eran más bien caóticos, no estuvieron nunca enmascarados, usaban sobrenombres de tiras cómicas y les llevaban a los rehenes -de una casa a otra- mensajes orales o escritos que al menos les servían de consuelo. Desde la primera semana les compraron las sudaderas de reglamento, los útiles de aseo y tocador y los periódicos locales. Diana y Azucena jugaban parches con ellos, y muchas veces ayudaron a hacer las listas del mercado. Uno dijo una frase que Azucena registró asombrada en sus notas: «Por plata no se preocupen, que eso es lo que sobra». Al principio los guardianes vivían en el desorden, escuchaban la música a todo volumen, comían sin horarios y andaban por la casa en calzoncillos. Pero Diana asumió un liderazgo que puso las cosas en su lugar. Los obligó a ponerse una ropa decente, a bajar el volumen de la música que les estorbaba el sueño e hizo salir del cuarto a uno que pretendió dormir, en un colchón tendido junto a su cama. Azucena, a sus veintiocho años, era tranquila y romántica, y no lograba vivir sin el esposo después de cuatro años aprendiendo a vivir con él. Sufría ráfagas de celos imaginarios y le escribía cartas de amor a sabiendas de que nunca las recibiría. Desde la primera semana del secuestro llevó notas diarias de una gran frescura y utilidad para escribir su libro. Trabajaba en el noticiero de Diana desde hacía años y su relación con ella no había sido más que laboral, pero se identificaron en el infortunio. Leían juntas los periódicos, conversaban hasta el amanecer y trataban de dormir hasta la hora del almuerzo. Diana era una conversadora compulsiva y Azucena aprendía de ella las lecciones de vida que nunca le habrían dado en la escuela.

Los miembros de su equipo recuerdan a Diana como una compañera inteligente, alegre y llena de vida, y una analista sagaz de la política. En sus horas de desaliento los hizo partícipes de su sentimiento de culpa por haberlos comprometido en aquella aventura impredecible. «No me importa lo que me pase a mí -les dijo- pero si a ustedes les pasa algo nunca más podré vivir en paz conmigo misma». Juan Vitta, con quien tenía una amistad antigua, la inquietaba por su mala salud. Era uno de los que se habían opuesto al viaje con más energía y mayores razones, y sin embargo la había acompañado apenas salido del hospital por un preinfarto serio. Diana no lo olvidó. El primer domingo del secuestro entró llorando en su cuarto y le preguntó si no la odiaba por no haberle hecho caso. Juan Vitta le contestó con toda franqueza. Sí: la había odiado de todo corazón cuando les comunicaron que estaban en manos de los Extraditables, pero había terminado por aceptar el secuestro como un destino ineludible. El rencor de los primeros días se le había convertido también a él en un sentimiento de culpa por no haber sido capaz de disuadirla.

Hero Buss, Richard Becerra y Orlando Acevedo tenían por el momento menos motivos de sobresaltos en una casa cercana. Habían encontrado en los armarios una cantidad insólita de ropas de hombre, todavía en sus envolturas originales y con las etiquetas de las grandes marcas europeas. Los guardianes les contaron que Pablo Escobar tenía esas mudas de emergencia en varias casas de seguridad. «Aprovechen, muchachos, y pidan lo que quieran -bromeaban-. Se demora un poco por el transporte pero en doce horas podemos satisfacer cualquier pedido». Las cantidades de comida y bebidas que les llevaban al principio a lomo de muía parecía cosa de locos. Hero Buss les dijo que ningún alemán podía vivir sin cerveza, y en el viaje siguiente le llevaron tres cajas. «Era un ambiente liviano», ha dicho Hero Buss en su español perfecto. Por esos días convenció a un guardián de que tomara una foto de los tres secuestrados pelando papas para el almuerzo. Más tarde, cuando las fotos fueron prohibidas en otra casa, logró esconder una cámara automática encima del ropero, con la cual hizo una buena serie de diapositivas en colores de Juan Vitta y él mismo, pero no logró el propósito de fotografiar los guardianes sin máscaras.

Jugaban a las barajas, al dominó, al ajedrez, pero los rehenes no podían competir con sus apuestas irracionales y con sus trampas de prestidigitación. Todos eran jóvenes. El menor de ellos podía tener quince años y se sentía orgulloso de que ya se había ganado un premio de ópera prima en un concurso de asesinatos de policías de a dos millones cada uno. Tenían tal desprecio por la plata, que Richard Becerra les vendió de entrada unos lentes para el sol y unas chaquetas de camarógrafos por un precio con el que podía comprar cinco nuevas. De vez en cuando, en noches de frío, los guardianes fumaban marihuana y jugaban con sus armas. Dos veces se les escaparon tiros. Uno de ellos atravesó la puerta del baño e hirió a un guardián en la rodilla. Cuando oyeron por radio un llamado del papa Juan Pablo n por la liberación de los secuestrados, uno de los guardianes gritó:

– ¿Y ese hijo de puta qué tiene que meterse en esto?

Un compañero suyo saltó indignado por el insulto y los rehenes tuvieron que mediar para que no se batieran a bala. Salvo esa vez, Hero Buss y Richard lo tomaban a la ligera por no hacerse mala sangre. Orlando, por su parte, pensaba que estaba de sobra en el grupo y encabezaba por derecho propio la lista de ejecuciones.

Desde la primera semana los rehenes habían sido separados en tres grupos y en tres casas distintas: Richard y Orlando en una, Hero Buss y Juan Vitta en otra, y Diana y Azucena en otra. A los dos primeros los llevaron en taxi a la vista de todo el mundo por el tráfico endiablado del centro comercial mientras los buscaban todos los servicios de seguridad de Medellín. Los instalaron en una casa todavía en obra negra y en un mismo dormitorio que parecía más bien un calabozo de dos metros por dos, con un baño sucio y sin luz y vigilado por cuatro guardianes. Para dormir no había más que dos colchones tirados en el piso. En un cuarto contiguo, siempre cerrado, había otro rehén por el cual pedían -según contaron los guardianes- un rescate multimillonario. Era un mulato corpulento con una cadena de oro macizo en el cuello, que tenían maniatado y en un aislamiento absoluto.

La casa amplia y confortable adonde llevaron a Diana y Azucena para la mayor parte del cautiverio parecía ser la residencia privada de un jefe grande. Comían en la mesa familiar, participaban en conversaciones privadas, oían discos de moda. Entre ellos de Rocío Durcal y Juan Manuel Serrat, de acuerdo con las notas de Azucena. Fue en esa casa donde Diana vio un programa de televisión filmado en su apartamento de Bogotá, por el cual recordó que había dejado las llaves del ropero escondidas en alguna parte, pero no pudo precisar si fue detrás de las cáseles de música o detrás del televisor de la alcoba. También cayó entonces en la cuenta de que había olvidado cerrar la caja fuerte por las prisas con que salió la última vez rumbo al viaje de la desgracia. «Ojalá que no haya metido nadie la nariz por ahí», escribió en una carta a su madre. A los pocos días, en un programa de televisión de apariencia casual, recibió una respuesta tranquilizadora.

La vida familiar no parecía cambiada por los secuestrados. Llegaban señoras desconocidas que las trataban como parientes y es regalaban medallas y estampas de santos milagrosos para que los ayudaran a salir libres. Llegaban familias enteras con niños y perros que retozaban por los cuartos. Lo malo era la impiedad del clima. Las pocas veces que calentaba el sol no podían salir a tomarlo porque siempre había hombres trabajando. O, tal vez, guardianes disfrazados de albañiles. Diana y Azucena se tomaron fotos recíprocas, cada una en su cama, y no se les notaba todavía ningún cambio físico. En otra que le tomaron a Diana tres meses más tarde estaba demacrada y envejecida.

El 19 de setiembre, cuando se enteró de los secuestros de Marina Montoya y Francisco Santos, Diana comprendió -sin los elementos de juicio que se tenían afuera- que el suyo no era un acto aislado, como lo pensó al principio, sino una operación política de enormes proyecciones hacia el futuro para presionar los términos de la entrega. Don Pacho se lo confirmó: había una lista selecta de periodistas y personalidades que serían secuestrados a medida que fuera necesario para los intereses de los secuestradores. Fue entonces cuando decidió llevar un diario, no tanto para narrar sus días como para consignar sus estados de ánimo y sus apreciaciones de los hechos. De todo: anécdotas del cautiverio, análisis políticos, observaciones humanas, diálogos sin respuesta con su familia o con Dios, la Virgen y el Divino Niño. Varias veces hizo transcripciones completas de oraciones -entre ellas el Padre Nuestro y el Avemaría como una forma original y tal vez más profunda de rezar por escrito.

Es evidente que Diana no pensaba en un texto para publicar sino en un memorando político y humano que la dinámica misma de los hechos convirtió en una desgarradora conversación consigo misma. Lo escribió con su caligrafía redonda y grande, de presencia nítida pero difícil de descifrar, que llenaba por completo las interlíneas del cuaderno de escolar. Al principio escribía a escondidas en las horas de la madrugada, pero cuando los guardianes la descubrieron, le suministraban suficiente papel y lápiz para mantenerla ocupada mientras ellos dormían.

La primera anotación la hizo el 27 de setiembre, una semana después del secuestro de Marina y Pacho, y decía: «Desde el miércoles 19, día en que vino el responsable de esta operación, han pasado tantas cosas que no tengo alientos». Se preguntaba por qué su secuestro no había sido reivindicado por sus autores, y se contestó que quizás lo hacían para poder asesinarlos sin escándalo público en caso de que no sirvieran a sus propósitos. «Así lo entiendo y me lleno de horror», escribió. Se preocupaba por el estado de sus compañeros más que por el suyo y por las noticias de cualquier fuente que le permitieran sacar conclusiones de su situación. Siempre fue una católica practicante, como toda su familia, y en especial la madre, y su devoción se iría haciendo más intensa y profunda con el paso del tiempo, hasta alcanzar estados de misticismo. Rogaba a Dios y a la Virgen por todo el que tuviera algo que ver con su vida, inclusive por Pablo Escobar. «Tal vez él necesite más de tu ayuda», le escribió a Dios en su diario. «Sé de tu impulso de hacerle ver el bien para que evite más dolor, y te pido por él para que entienda nuestra situación. «

Lo más difícil para todos, sin duda, fue aprender a convivir con los guardianes. Los de Maruja y Beatriz eran cuatro jóvenes sin ninguna formación, brutales e inestables, que se turnaban de dos en dos cada doce horas, sentados en el piso y con las metralletas listas. Todos con camisetas de propaganda comercial, zapatos de tenis y pantalones cortos que a veces eran recortados por ellos mismos con tijeras de podar. Uno de los dos que entraban a las seis de la mañana seguía durmiendo hasta las nueve mientras el otro vigilaba, pero casi siempre se quedaban dormidos los dos al mismo tiempo. Maruja y Beatriz habían pensado que si un comando de la policía asaltaba la casa a esa hora, los guardianes no tendrían tiempo de despertar.

La condición común era el fatalismo absoluto. Sabían que iban a morir jóvenes, lo aceptaban, y sólo les importaba vivir el momento. Las disculpas que se daban a sí mismos por su oficio abominable era ayudar a su familia, comprar buena ropa, tener motocicletas, y velar por la felicidad de la madre, que adoraban por encima de todo y por la cual estaban dispuestos a morir. Vivían aferrados al mismo Divino Niño y la misma María Auxiliadora de sus secuestrados. Les rezaban a diario para implorar su protección y su misericordia, con una devoción pervertida, pues les ofrecían mandas y sacrificios para que los ayudaran en el éxito de sus crímenes.

Después de su devoción por los santos, tenían la del Rovignol, un tranquilizante que les permitía cometer en la vida real las proezas del cine. «Mezclado con una cerveza uno entra en onda enseguida -explicaba un guardián-. Entonces le prestan a uno un buen fierro y se roba un carro para pasear. El gusto es la cara de terror con que le entregan a uno las llaves». Todo lo demás lo odiaban: los políticos, el gobierno, el Estado, la justicia, la policía, la sociedad entera. La vida, decían, era una mierda.

Al principio fue imposible distinguirlos, porque lo único que veían de ellos era la máscara, y todos les parecían iguales. Es decir: uno solo. El tiempo les enseñó que la máscara esconde el rostro pero no el carácter. Así lograron individualizarlos. Cada máscara tenía una identidad diferente, un modo de ser propio, una voz irrenunciable. Y más aún: tenía un corazón. Aun sin desearlo terminaron compartiendo con ellos la soledad del encierro. Jugaban a las barajas y al dominó, y se ayudaban en la solución de los crucigramas y acertijos de las revistas viejas.

Marina era sumisa a las leyes de sus carceleros, pero no era imparcial. Quería a unos y detestaba a otros, llevaba y traía entre ellos comentarios maliciosos de pura estirpe maternal, y terminaba por armar unos enredos internos que ponían en peligro la armonía del cuarto. Pero a todos los obligaba a rezar el rosario, y todos lo rezaban.

Entre los guardianes del primer mes había uno que padecía de una demencia súbita y recurrente. Lo llamaban Barrabás. Adoraba a Marina y le hacía caricias y berrinches. En cambio, desde su primer día fue un enemigo encarnizado de Maruja. De repente enloquecía, le daba una patada al televisor y arremetía a cabezazos contra las paredes. El guardián más raro, sombrío y callado, era muy flaco y de casi dos metros de estatura, y se ponía encima de la máscara otra capucha de sudadera azul oscuro corno de fraile loco. Y así lo llamaban: el Monje. Permanecía largo rato agachado y en trance. Debía ser de los más antiguos, pues Marina lo conocía muy bien y lo distinguía con sus cuidados. Él le llevaba regalos al regreso de sus descansos, y entre ellos un crucifijo de plástico que Marina llevaba colgado del cuello con la misma cinta ordinaria con que lo recibió. Sólo ella le había visto la cara, pues antes de que llegaran Maruja y Beatriz todos los guardianes andaban descubiertos y no hacían nada por ocultar su identidad. Marina lo interpretaba como un indicio de que no saldría viva de aquel encierro. Decía que era un adolescente apuesto, con los ojos más bellos que había visto, y Beatriz lo creía, porque sus pestañas eran tan largas y rizadas que se le salían por los huecos de la máscara. Era capaz de lo mejor y lo peor. Fue él quien descubrió que Beatriz llevaba una cadena con la medalla de la Virgen Milagrosa.

– Aquí están prohibidas las cadenas -le dijo-. Tiene que darme ésa. Beatriz se defendió angustiada.

– Usted no puede quítamela -le dijo-. Eso sí sería de mal agüero, me pasará algo malo.

Él se contagió de su angustia. Le explicó que las medallas estaban prohibidas porque podían tener dentro mecanismos electrónicos para localizarlas a distancia. Pero encontró la solución:

– Hagamos una cosa -propuso-: quédese con la cadena, pero déme la medalla. Perdone usted, pero es k orden que me dieron.

Lamparón, por su lado, tenía la obsesión de que iban a matarlo, y sufría espasmos de terror.

Oía ruidos fantásticos, inventó que tenía en la cara una cicatriz tremenda, tal vez para confundir a quienes trataran de identificarlo. Limpiaba con alcohol las cosas que tocaba para no dejar huellas digitales. Marina se burlaba de él, pero no lograba moderar sus delirios. De pronto despertaba en mitad de la noche. «¡Oigan! -susurraba aterrado-. ¡Ya viene la policía! «Una noche apagó la veladora, y Maruja se dio un golpe brutal con la puerta del baño. Estuvo a punto de perder el sentido. Encima de todo, Lamparón la regañó por no saber moverse en la oscuridad.

– Ya no joda más -lo plantó ella-. Esto no es una película de detectives.

También los guardianes parecían secuestrados. No podían moverse en el resto de la casa, y las horas del descanso las dormían en otro cuarto cerrado con candado para que no escaparan. Todos eran antioqueños rasos, conocían mal a Bogotá, y alguno contó que cuando salían del servicio, cada veinte o treinta días, los llevaban vendados o en el baúl del automóvil para que no supieran dónde estaban. Otro temía que lo mataran cuando ya no fuera necesario, para que se llevara sus secretos a la tumba. Sin ninguna regularidad aparecían jefes encapuchados y mejor vestidos, que recibían informes e impartían instrucciones. Sus decisiones eran imprevisibles, y las secuestradas y los guardianes, por igual, estaban a merced de ellos.

El desayuno de las rehenes llegaba a la hora menos pensada: café con leche y una arepa con una salchicha encima. Almorzaban frijoles o lentejas en un agua gris; pedacitos de. carne en posos de grasa, una cucharada de arroz y una gaseosa. Tenían que comer sentadas en el colchón, pues no había una silla en d cuarto, y sólo con cuchara, pues cuchillos y tenedores estaban prohibidos por normas de seguridad. La cena se improvisaba con los frijoles recalentados y otras sobras del almuerzo.

Los guardianes decían que el dueño de casa, a quien llamaban el mayordomo, se quedaba con la mayor parte del presupuesto. Era un cuarentón robusto, de estatura media, cuya cara de fauno podía adivinarse por su dicción gangosa y los ojos inyectados y mal dormidos que se asomaban por los agujeros de la capucha. Vivía con una mujer chiquita, chillona, desarrapada y de dientes carcomidos. Se llamaba Damaris y cantaba salsa, vallenatos y bambucos durante todo el día con toda la voz y con un oído de artillero, pero con tanto entusiasmo, que era imposible no imaginarse que andaba bailando sola con su propia música por toda la casa.

Los platos, los vasos y las sábanas, seguían usándose sin lavar hasta que las rehenes protestaban. El inodoro sólo podía desocuparse cuatro veces al día y permanecía cerrado los domingos en que salía la familia para evitar que el desagüe alertara a los vecinos. Los guardianes orinaban en el lavamanos o en el sumidero de la ducha. Damaris trataba de tapar su negligencia sólo cuando se anunciaba el helicóptero de los jefes, y lo hacía a toda prisa, con técnicas de bomberos, y lavando pisos y paredes con el chorro de la manguera. Veía las telenovelas todos los días hasta la una de la tarde, y a esa hora echaba en la olla de presión lo que tuviera que cocinar para el almuerzo -la carne, las legumbres, las papas, los frijoles, todo junto y revuelto- y la ponía al mego hasta que sonaba el silbato.

Sus frecuentes peleas con el marido demostraban un poder de rabia y una imaginación para los improperios que a veces alcanzaba cumbres de inspiración. Tenían dos niñas, de nueve y siete años, que iban a una escuela cercana, y a veces invitaban a otros niños a ver la televisión o a jugar en el patio. La maestra los visitaba algunos sábados, y otros amigos más ruidosos llegaban cualquier día e improvisaban fiestas con música. Entonces cerraban con candado la puerta del cuarto y obligaban a apagar el radio, a ver la televisión sin sonido y a no ir al baño aun en casos de urgencia.

A finales de octubre, Diana Turbay observó que Azucena estaba preocupada y triste. Había pasado el día sin hablar y en ánimo de no compartir nada. No era raro: su fuerza de abstracción no era nada común, sobre todo cuando leía, y más aún si el libro era la Biblia. Pero su mutismo de entonces coincidía con un humor asustadizo y una palidez inusual. Puesta en confesión, le reveló a Diana que desde hacía dos semanas tenía el temor de estar encinta. Sus cuentas eran claras. Llevaba más de cincuenta días en cautiverio y dos fallas consecutivas. Diana dio un salto de alegría por la buena nueva -en una reacción típica de ella- pero se hizo cargo de la pesadumbre de Azucena.

En una de sus primeras visitas, don Pacho les había hecho la promesa de que saldrían el primer jueves de octubre. Les pareció cierto, porque hubo cambios notables: mejor trato, mejor comida, mayor libertad de movimientos. Sin embargo, siempre aparecía un pretexto para cambiar de fecha. Después del jueves anunciado les dijeron que serían libres el 9 de diciembre para celebrar la elección de la Asamblea Nacional Constituyente. Así siguieron con la Navidad, el Año Nuevo, el día de Reyes, o el cumpleaños de alguien, en un collar de aplazamientos que más bien parecían cucharaditas de consuelo.

Don Pacho siguió visitándolas en noviembre. Les llevó libros nuevos, periódicos del día, revistas atrasadas y cajas de chocolate. Les hablaba de los otros secuestrados. Cuando Diana supo que no era prisionera del cura Pérez, se encarnizó en obtener una entrevista con Pablo Escobar, no tanto para publicarla -si era el caso como para discutir con él las condiciones de su rendición. Don Pacho le contestó a fines de octubre que la solicitud estaba aprobada. Pero los noticieros del 7 de noviembre le dieron el primer golpe mortal a la ilusión: la transmisión del partido de fútbol entre el equipo de Medellín y el Nacional fue interrumpido para dar la noticia del secuestro de Maruja Pachón y Beatriz Villamizar. Juan Vitta y Hero Buss la oyeron en su cárcel y les pareció la peor noticia. También ellos habían llegado a la conclusión de que no eran más que los extras de una película de horror. «Material de relleno», como decía Juan Vitta. «Desechables», como les decían los guardianes. Uno de éstos, en una discusión acalorada, le había gritado a Hero Buss:

– Usted cállese, que aquí no está ni invitado.

Juan Vitta sucumbió a la depresión, renunció a comer, durmió mal, perdió el norte, y optó por la solución compasiva de morirse una vez y no morirse millones de veces cada día. Estaba pálido, se le dormía un brazo, tenía la respiración difícil y el sueño sobresaltado. Sus únicos diálogos fueron entonces con sus parientes muertos que veía en carne y hueso alrededor de su cama. Alarmado, Hero Buss armó un escándalo alemán. «Si Juan se muere aquí los responsables son ustedes», les dijo a los guardianes. La advertencia fue atendida. El médico que le llevaron fue el doctor Conrado Prisco Lopera, hermano de David Ricardo y Armando Alberto Prisco Lopera -de la famosa banda de los Priscos- que trabajaban con Pablo Escobar desde sus inicios de traficante, y se les señalaba como los creadores del sicariato entre los adolescentes de la comuna nororiental de Medellín. Se decía que dirigían una banda de niños matones encargada de los trabajos más sucios, y entre éstos la custodia de los secuestrados. En cambio, el cuerpo médico tenía al doctor Conrado como un profesional honorable, y su única sombra era ser o haber sido el médico de cabecera de Pablo Escobar. Llegó a cara descubierta, y sorprendió a Hero Buss con un saludo en buen alemán:

– Hallo Hero, wie geht's uns.

Fue una visita providencial para Juan Vitta, no por el diagnóstico -estrés avanzado- sino por su pasión de lector. Lo único que le recetó fue un jarabe de buenas lecturas. Todo lo contrario de las noticias políticas del doctor Prisco Lopera que a los cautivos les sentaron como una pócima para matar al más sano.

El malestar de Diana se agravó en noviembre, dolor de cabeza intenso, cólicos espasmódicos, depresión severa, pero no hay indicios en su diario de que el médico la hubiera visitado. Pensó que tal vez fuera una depresión por la parálisis de su situación, que iba haciéndose más incierta a medida que se agotaba el año. «Aquí los tiempos corren distinto de lo que estamos acostumbrados a manejar -escribió-. No hay afanes para nada». Una nota de esa época dio cuenta del pesimismo que la abrumaba: «He logrado hacer una revisión de lo que ha sido mi vida hasta hoy: ¡cuántos amores, cuánta inmadurez para tomar decisiones importantes, cuánto tiempo gastado en cosas que no han valido la pena!». Su profesión tuvo un lugar especial en ese drástico examen de conciencia: «Aunque tengo cada vez más firmes mis convicciones sobre lo que es y debe ser el ejercicio del periodismo, no veo con claridad mi espacio». Las dudas no salvaban ni a su propia revista, «que he visto tan pobre no sólo comercialmente sino editorialmente». Y sentenció con pulso firme: «Le falta profundidad y análisis».

Los días de todos los rehenes por separado se iban entonces en esperar a don Pacho, cuyas visitas siempre anunciadas y pocas veces cumplidas eran la medida del tiempo. Oían las avionetas y helicópteros que sobrevolaban la casa, y les dejaban la impresión de ser exploraciones de rutina. En cambio, cada sobrevuelo provocaba la movilización de los guardianes, que se aprestaban con sus armas de guerra en posición de combate. Los rehenes sabían, por anuncios reiterados, que en caso de un ataque armado los guardianes empezarían por matarlos a ellos.

A pesar de todo, noviembre terminó con alguna esperanza. Se disiparon las dudas que inquietaban a Azucena Liévano: sus síntomas eran un falso embarazo provocado tal vez por la tensión nerviosa. Pero no lo celebró. Al contrario: después del susto inicial, la idea de tener un hijo se le había convertido en una ilusión que se prometió revivir tan pronto como saliera libre. Diana, por su parte, vio signos de esperanza en declaraciones de los Notables y de Guido Parra sobre las posibilidades de un acuerdo.

El resto de noviembre había sido de acomodación para Maruja y Beatriz. Cada una a su modo se forjó una estrategia de supervivencia. Beatriz, que es valiente y de carácter, se refugió en el consuelo de minimizar la realidad. Soportó muy bien los primeros diez días, pero pronto tomó conciencia de que la situación era más compleja y azarosa, y se enfrentó de medio lado a la adversidad. Maruja, que es una analítica fría aun contra su optimismo casi irracional, se había dado cuenta desde el primer momento de que estaba frente a una realidad ajena a sus recursos, y que el secuestro sería largo y difícil. Se escondió dentro de sí misma como un caracol en su concha, ahorró energías, reflexionó a fondo, hasta que se acostumbró a la idea ineludible de que podía morir. «De aquí no salimos vivas», se dijo, y ella misma se sorprendió de que aquella revelación fatalista tuvo un efecto contrario. Desde entonces se sintió dueña de sí misma, y capaz de estar pendiente de todo y de todos, y de lograr por persuasión que la disciplina fuera menos rígida. Hasta la misma televisión se volvió insoportable desde la tercera semana del cautiverio, se acabaron los crucigramas y los pocos artículos legibles de las revistas de variedades que habían encontrado en el cuarto y que quizás fueran rezagos de algún secuestro anterior. Pero aun en sus días peores, como lo hizo siempre en la vida real, Maruja se reservó para ella unas dos horas diarias de soledad absoluta.

A pesar de todo, las primeras noticias de diciembre indicaban que había motivos para estar esperanzadas. Así como Marina hacía sus vaticinios terribles, Maruja empezó a inventar juegos de optimismo. Marina se agarró muy rápido: uno de los guardianes había levantado el pulgar en señal de aprobación, y eso quería decir que las cosas iban bien. Una vez Damaris no hizo el mercado, y eso lo interpretaron como una señal de que no lo necesitaban porque ya iban a ser liberadas. Jugaban a figurarse la manera como las iban a liberar y fijaban la fecha y el modo. Como vivían en las tinieblas se imaginaban que serían libres en un día de sol, y la fiesta la harían en la terraza del apartamento de Maruja. «¿Qué quieren comer?», preguntaba Beatriz. Marina, cocinera de buena mano, dictaba el menú de reinas. Empezaban en juego y terminaban de verdad, se arreglaban para salir, se pintaban unas a otras. El 9 de diciembre, que era una de las fechas anunciadas para la liberación con motivo de la elección de la Asamblea Constituyente, se quedaron listas, inclusive con la conferencia de prensa, en la que tenían preparadas cada una de las respuestas. El día pasó con ansiedad, pero terminó sin amargura, por la seguridad absoluta que tenía Maruja de que tarde o temprano, sin la mínima sombra de duda, serían liberadas por su marido.

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