Capítulo dieciséis

Almorcé tranquilo, casi contento, con un bienestar que no conocía desde hacía mucho tiempo, como si la traición de Roberto, lejos de dar al traste con mis planes, me hubiera facilitado su desarrollo. Pensaba que un hombre de mi edad, cuya vida está amenazada al cabo de los años, no busca muy lejos las razones de sus cambios de humor: son orgánicas. El mito de Prometeo significa que toda la tristeza del mundo radica en el hígado. Pero, ¿quién se atrevería a reconocer una verdad tan sencilla? No me encontraba mal. Digería perfectamente aquel trozo de carne sangrante asada a la parrilla. Estaba contento de que el trozo fuera lo suficientemente abundante que me evitara gastar en otro plato. Tomaría queso para postre: es lo que alimenta más por menos dinero.

¿Cuál sería mi actitud hacia Roberto? Era necesario cambiar más baterías; pero yo no podía fijar mi atención en tales problemas. Por otra parte, ¿qué necesidad tenía de romperme la cabeza con otro plan? Sería mejor que confiara en la inspiración. No me atrevía a confesarme el placer que había de experimentar jugando como un gato con aquel triste ratón. Roberto estaba muy lejos de creer que yo sospechaba algo. ¿Es esto crueldad? Sí; soy cruel. Pero no más que otros, como los demás, como los niños, como las mujeres, como todos aquellos -pensaba en la modistilla que había visto en Saint-Germain-des-Prés-, como todos aquellos que no tienen la mansedumbre del Cordero.

Volví en taxi a la calle Bréa y me acosté. Los estudiantes que llenaban aquella pensión se habían ido de vacaciones. Reposé, pues, en medio de una gran calma. Sin embargo, la puerta de cristales, velada por cortinillas sucias, quitaba toda intimidad a aquella alcoba. Varias pequeñas molduras de madera de un lecho Enrique II estaban desencoladas y reunidas en un joyero de bronce dorado que servía de adorno a la chimenea. Grupos de manchas se distribuían sobre el papel jaspeado y brillante de las paredes. Incluso con la ventana abierta, el olor de la pomposa mesilla de noche, sobre la que había un mármol rojo, llenaba la estancia. Cubría el mármol un tapete del color de la mostaza. Este conjunto se me antojaba un resumen de la fealdad y de la pretensión humana.

Me despertó el ruido de unas faldas. La madre de Roberto se hallaba a mi cabecera, y lo primero que vi fue su sonrisa. Su obsequiosa actitud hubiera bastado para hacerme desconfiar, si no hubiese sabido nada, y advertirme que había sido traicionado. Cierta clase de cortesía es siempre signo de traición. Le sonreí también y le aseguré que me encontraba mejor. Su nariz no era tan gruesa hace veinte años. Para poblar su enorme boca poseía entonces los bellos dientes que ha heredado Roberto. Pero ahora se desvanecía su sonrisa en grandes dientes postizos. Se habría visto obligada a caminar con rapidez, y su hedor ácido luchaba victoriosamente con el de la mesilla de mármol rojo. Le rogué que abriera un poco más la ventana. Lo hizo, volvió a mi lado y me sonrió de nuevo. Ya que me encontraba bien, me advirtió que Roberto se pondría a mi disposición para hacer "aquello". Precisamente al día siguiente, sábado, estaría libre por la tarde. Le recordé que los Bancos estaban cerrados los sábados desde mediodía. Dijo entonces que Roberto pediría permiso para salir el lunes por la mañana. Lo obtendría sin dificultad. Por otra parte, no tendría ya necesidad de tratar con miramiento a sus patronos.

Parecía asombrada cuando insistí en que Roberto conservase todavía su puesto durante algunas semanas. Al despedirse, me advirtió que al día siguiente iría acompañada de su hijo; le contesté que le dejara ir solo: quería hablar un poco con él, conocerle mejor… La pobre tonta no disimuló su inquietud; sin duda, tenía miedo de que su hijo se traicionara. Pero cuando hablo con determinado tono, nadie se atreve a oponerse a mis decisiones.

Evidentemente era ella quien había impulsado a Roberto a tener connivencia con mis hijos. Yo conocía demasiado a aquel muchacho tímido y ansioso para poner en tela de juicio la perplejidad en que debía de haberle sumido la actitud que había adoptado.

Cuando al día siguiente por la mañana entró el miserable, mi primera ojeada me bastó para saber que no habían fallado mis previsiones. Sus ojeras delataban al hombre que no ha dormido. Su mirada esquivaba la mía. Le hice sentarse y me interesé por su aspecto. En fin, me mostré afectuoso, casi tierno. Le describí, con la elocuencia de un gran abogado, la vida de felicidad que se abría ante él; le evoqué la casa y el jardín de diez hectáreas que iba a comprar a su nombre en Saint-Germain. La amueblaría enteramente con muebles antiguos. Tendría un estanque con peces, un garaje capaz para cuatro coches y muchas otras cosas que añadía a medida que se me ocurrían. Cuando le hablé del coche y le propuse una de las más importantes marcas americanas, me hallé ante un hombre en la agonía. Evidentemente, había debido comprometerse a no aceptar un céntimo mientras yo viviera.

– No tendré ninguna dificultad -añadí-; la escritura de compra la firmarás tú. Ya he dejado aparte, para entregártelas a partir del lunes, cierto número de obligaciones que te asegurarán unos cien mil francos de renta. Con esto podrás esperar. Pero la mayor parte de mi fortuna se encuentra en Amsterdam. La próxima semana iremos allí con objeto de disponerlo todo… Pero, ¿qué es lo que te pasa, Roberto?

El balbuceó:

– No, señor, no…; no quiero nada antes de su muerte. No me gusta esto… No quiero desposeerle de nada. No insista. Me apenaría mucho.

Estaba apoyado en el armario, sosteniéndose el codo derecho con la mano izquierda y mordiéndose las uñas. Mis ojos fijaron en él esa mirada tan temida en el Palacio de Justicia por el contrincante y que, cuando era acusador privado, sólo se apartaba de mi víctima cuando ésta se desplomaba entre los brazos del gendarme.

En el fondo, le perdonaba; yo experimentaba un sentimiento de liberación: hubiese sido terrible acabar la vida con aquella larva. No le odiaba. Lo apartaría de mi lado sin fulminarlo. Pero aun podía divertirme un poco a su costa:

¡Cuan bellos sentimientos tienes, Roberto! Está muy bien esperar a que muera. Pero yo no acepto el sacrificio. Entrarás en posesión de todo desde el lunes. A fin de semana se hallará a tu nombre una buena parte de mi fortuna… -y como él protestara-: Tomarla o dejarla -añadí secamente.

Esquivando mi mirada, me pidió algunos días para reflexionar. El tiempo de escribir a Burdeos y esperar las órdenes. ¡Pobre idiota!

– Te aseguro que me asombras, Roberto. Tu actitud es muy extraña.

Creí haber dulcificado mi mirada, pero aun era más dura. Roberto murmuró con voz inexpresiva:

– ¿Por qué me mira usted así? Y yo, imitándole a pesar mío, dije:

– ¿Por qué te miro así? Y tú, ¿por qué no puedes sostener mi mirada?

Aquellos que están acostumbrados a ser amados hallan instintivamente los ademanes y palabras que pueden conmover. Pero yo estoy de tal modo acostumbrado a que me odien y a atemorizar, que mis pupilas, mis cejas, mi voz y mi risa se hacen dócilmente cómplices de ese don tremendo y se anteponen a mi voluntad. Así se encogía aquel muchacho bajo una mirada que yo hubiese querido que fuera indulgente. Cuanto más reía, más le parecía el sonido de mi risa un presagio siniestro. Del mismo modo que se remata a un animal, le pregunté bruscamente:

– ¿Cuánto te han ofrecido los otros?

Mi familiaridad, quisiera o no, era más despreciativa que amistosa. Balbuceó:

– ¿Quiénes?

Y su voz tenía un terror casi religioso.

– Los dos señores -le dije-; el gordo y el delgado… Sí, ¡el delgado y el gordo!

Sentía deseos de terminar de una vez. Me horrorizaba prolongar aquella escena, como cuando no se atreve uno a aplastar con el tacón a un ciempiés.

– Vete -le dije-; te perdono.

– Yo no quería… Fue…

Le tapé la boca con la mano. No hubiese podido soportar que culpara a su madre.

– ¡Calla! No nombres a nadie… Veamos, ¿cuánto te han ofrecido? ¿Un millón? ¿Quinientos mil? ¿Menos? ¡No es posible! ¿Trescientos? ¿Doscientos?

Sacudía la cabeza lastimosamente.

– No, una renta -dijo en voz baja-. Esto es lo que nos ha tentado. Era más seguro. Doce mil francos anuales.

– ¿A partir de hoy?

– No, en cuanto hubieran entrado en posesión de la herencia… No habían previsto que usted quisiera hacerlo rápidamente… Pero, ¿es demasiado tarde?… Cierto es que ellos hubieran podido perseguirnos judicialmente…, a menos de engañarlos… ¡Ah, qué bestia he sido! He sido bien castigado…

Lloraba desagradablemente, sentado sobre la cama. Colgaba una de sus enormes manos, hinchada de sangre.

– También yo soy hijo suyo -dijo después-. No me abandone.

Y con un torpe ademán intentó pasar su brazo bajo mi cuello. Me desprendí de él, pero dulcemente. Me dirigí a la ventana y, sin volverme, le dije:

– A partir del primero de agosto recibirá usted mil quinientos francos mensuales. Inmediatamente tomaré las disposiciones necesarias para que se le pase esta renta durante el tiempo que le quede a usted de vida. En caso de que usted muera, la renta será entregada a su madre. Naturalmente, mi familia debe ignorar que conozco la conspiración de Saint-Germain-des-Prés -se sobresaltó al oír el nombre de la iglesia-. Es inútil que le diga a usted que a la menor indiscreción que cometa lo perderá todo. Como desquite, me tendrá usted al corriente de todo lo que se trame contra mí.

Sabía ya que no se me escaparía nada y que a Roberto había de costarle mucho traicionarme en esta ocasión. Le di a entender que no tenía interés alguno en verle ni a él ni a su madre. Deberían escribirme al apartado, al número de costumbre.

– ¿Cuándo se van de París sus cómplices de Saint-Germain-des-Prés?

Me aseguró que la víspera habían tomado el tren de la noche. Interrumpí inmediatamente la afectada expresión de su gratitud y sus promesas. Sin duda, debía de estar estupefacto. Una divinidad fantástica, de imprevisibles designios y a la que él había traicionado, le cogía, le soltaba y volvía a cogerle… Cerraba los ojos y dejaba hacer. Con el espinazo inclinado y las orejas gachas, se llevaba, abatido, el hueso que le había arrojado.

Al salir, se volvió y me preguntó cómo recibiría aquella renta, por qué intermediario.

– La recibirá usted, y es bastante -le dije secamente-. Cumplo siempre lo que prometo. Lo demás no le importa a usted nada.

Con la mano en el picaporte, vaciló aún.

– Me gustaría más que fuese un seguro de vida, una renta vitalicia…, algo parecido, en una sociedad seria… Me sentiría más tranquilo; no estaría preocupado…

Abrí violentamente la puerta que él había entreabierto y lo empujé al pasillo.

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