Capítulo diecisiete

Me apoyé en la chimenea y conté maquinalmente los trozos de madera barnizada reunidos en el joyero.

Había pensado durante muchos años en aquel hijo desconocido. A lo largo de mi pobre vida, jamás había perdido el sentimiento de su existencia. En un lugar determinado había un niño nacido de mí a quien podía encontrar y que tal vez fuera mi consuelo. Lo modesto de su condición lo acercaba más a mí. Me era dulce pensar que en nada se parecería a mi hijo legítimo. Le concedí, al mismo tiempo, esa sencillez y esa cordialidad que no son raras en el pueblo. En fin, jugaba mi última carta. Yo sabía que fuera de él no podía esperar nada de nadie, que no me quedaba más solución que acurrucarme y volverme de cara a la pared. Durante cuarenta años había creído consentir en el odio, en el que inspiraba y en el que sentía. Como los demás, alimentaba, sin embargo, una esperanza, y había engañado mi hambre como había podido, hasta el momento en que fui desalojado de mi última posición. Ahora, todo había terminado.

Ni siquiera me quedaba el horrible placer de combinar planes para desheredar a los que no me querían. Roberto les había avisado; no tardarían en descubrir mis cajas, incluso aquellas que no estaban a mi nombre. ¿Inventar otra cosa? ¡Ah! Vivir aún, vivir el tiempo necesario para gastarlo todo… Morir y que no hallaran el dinero suficiente para pagar un entierro de tercera. Pero después de toda una vida de economía, y cuando he satisfecho esta pasión del ahorro durante tantos años, ¿cómo aprender, a mi edad, los rasgos de los generosos? Y, por otra parte, pensaba que los hijos me vigilarían. No podría hacer nada en este sentido sin poner en sus manos un arma terrible… Era necesario arruinarme en la sombra, lentamente…

¡Ay! ¡No sabría arruinarme! Jamás llegaría a perder mi dinero. Si fuese posible hundirme en mi sepultura, volver a la tierra, estrechando entre mis brazos el oro, los billetes, las acciones… Si yo pudiera desmentir a aquellos que dicen que los bienes de este mundo no nos acompañan en la muerte…

Están las "obras"; las buenas obras son los escotillones que todo lo hacen desaparecer. Donativos anónimos que enviaría a Beneficencia, a las Hermanitas de los Pobres. ¿No podría, al fin, pensar en otros que no fueran mis enemigos? Pero el horror a la vejez es que ésta es el total de una vida, un total en el que no sabríamos cambiar una cifra. He tardado sesenta años en convertirme en este anciano muerto de odio. Soy lo que soy; sería necesario convertirme en otro… ¡Oh, Dios, Dios, si Tú existieras!…

Al anochecer entró una muchacha para arreglarme la cama. No cerró los postigos y me acosté en la sombra. Los ruidos de la calle y la luz de los faroles no me impedían dormitar. Me despertaba brevemente, como cuando, de viaje, se detiene el tren, pero volvía a adormecerme. A pesar de que no me sentía enfermo, me parecía que debía permanecer asi y esperar pacientemente a que mi sueño se hiciera eterno.

Tenía aún que disponer lo de la renta de Roberto, y quería también pasar por el apartado, puesto que ya nadie me entregaba mi correspondencia. Desde hacía tres días no había leído mi correo. Esta espera de la carta desconocida y que sobrevive a todo, ¡qué signo es de que la esperanza no se ha perdido y de que queda siempre en nosotros esa semilla!

La preocupación por el correo me dio fuerzas para levantarme al día siguiente, a mediodía, y marchar al apartado. Llovía; como no tenía paraguas, caminaba pegado a las paredes. Mi proceder despertaba la curiosidad y la gente se volvía. Yo sentía deseos de gritarles:

– ¿Qué tengo de extraordinario? ¿Creéis que estoy loco? No hay que decir que mis hijos se aprovecharían de esto. No me miréis así. Soy como los demás, salvo que mis hijos me odian y que tengo que defenderme de ellos. Pero esto no es estar loco. Algunas veces estoy bajo los efectos de todas las drogas que me obliga a ingerir mi angina de pecho. Si hablo solo es porque siempre estoy solo. Al hombre le es necesario el diálogo. ¿Qué hay de particular en los ademanes y en las palabras de un hombre solo?

El paquete que recogí contenía impresos, algunas cartas de Bancos y tres telegramas. Sin duda se trataba de alguna orden bursátil que no había podido ser ejecutada. Esperé para abrirlas a estar sentado en una taberna. En largas mesas, unos albañiles, especie de payasos de todas las edades, comían lentamente su pitanza y bebían su litro de vino sin pronunciar palabra. Habían trabajado toda la mañana bajo la lluvia. Volverían a la una y media. Era a fines de julio. La gente llenaba las estaciones. ¿Comprenderían ellos mi tormento? ¡Sin duda! Y ¿cómo lo había de ignorar un viejo abogado?

En el primer asunto en que intervine en mi carrera pleiteaban unos hijos que no querían mantener a su padre. El desgraciado cambiaba cada tres meses de hogar; maldito siempre, estaba de acuerdo con sus hijos en llamar a gritos a la muerte que había de librarlos de él. ¡En cuántas alquerías había asistido yo al drama de ese viejo que, habiéndose negado durante mucho tiempo a hacer entrega de sus bienes, concluyó luego dejándose convencer, hasta que sus hijos le dejaban morir de trabajo y de hambre! Sí, aquel delgado y nudoso albañil, que a dos pasos de mí masticaba lentamente el pan entre sus encías desnudas, debía saber de esto.

Hoy día, un anciano bien vestido no asombra a nadie en una taberna. Despedazaba un blancuzco trozo de conejo y me entretenía contemplando las gotas de lluvia que se unían sobre el cristal. Descifré, al revés, el nombre del propietario de la taberna. Al buscar mi pañuelo tropezó mi mano con el paquete de cartas. Me puse los lentes y abrí al azar un telegrama: "Exequias mamá mañana veintitrés julio a las nueve iglesia San Luis". Estaba fechado aquella misma mañana. Los otros dos, expedidos la antevíspera, debían de haber sido puestos con algunas horas de intervalo. Uno decía: "Mamá peor, ven". El otro: "Mamá falleció". Los tres estaban firmados por Huberto.

Arrugué los telegramas y continué comiendo, preocupado porque era necesario hallar las fuerzas suficientes para tomar el tren de la noche. Durante algunos minutos no pensé más que en esto; luego, otro sentimiento se abrió paso en mí: el estupor de sobrevivir a Isa. Se daba por descontada mi muerte. El que yo muriera primero estaba fuera de duda para mí y para todos. Proyectos, estratagemas, conspiraciones: no tenían otro objeto que la proximidad de mi muerte. Lo mismo que mi familia, no poseía a ese respecto la menor duda. Había un aspecto de mi mujer que nunca había perdido de vista: sería mi viuda, aquella persona a quien habían de molestarle sus crespones cuando abriera el arca. Una perturbación en los astros no me hubiese causado mayor sorpresa, mayor malestar que aquella muerte. Contra mi voluntad, el hombre de negocios que había en mí comenzaba a examinar la situación y la ventaja que podría obtener sobre mis enemigos. Tales eran mis sentimientos en el instante en que el tren se ponía en marcha.

Entonces, mi imaginación entró en juego. Por primera vez vi a Isa tal como debía de haber estado en su lecho la víspera y la antevíspera. Imaginaba el cuadro, su habitación en Cálese -ignoraba que había muerto en Burdeos-. Murmuré:

– En un ataúd…

Y cedí a un ruin consuelo. ¿Cuál hubiera sido mi actitud? ¿Qué hubiera hecho bajo la mirada atenta y hostil de mis hijos? El problema estaba resuelto. Por lo demás, el lecho en el cual debería acostarme en cuanto llegara evitaría toda dificultad. Porque no había que pensar en que pudiese asistir a sus exequias: de momento, acababa de esforzarme en vano por llegar a los lavabos. No me asustaba esta impotencia. Habiendo muerto Isa, yo no tardaría en morir. Mi turno había pasado. Pero tenía miedo de un ataque, tanto más cuanto que estaba solo en mi departamento. Sin duda, Huberto me esperaría en la estación. Yo había telegrafiado…

No, no era él. ¡Qué alivio cuando vi aparecer la cara redonda de Alfredo, descompuesta por el insomnio! Pareció asustarse al verme. Me vi obligado a cogerme a su brazo y no pude subir solo al coche. Rodamos por el triste Burdeos una mañana lluviosa, a través de un barrio de mataderos y escuelas. No tenía ganas de hablar. Alfredo entraba en los más insignificantes pormenores: describía el lugar exacto del jardín público donde Isa se había desmayado: un poco antes de llegar a los invernaderos, ante el macizo de palmeras, y la farmacia adonde había sido llevada; la dificultad de conducir su cuerpo, tan pesado, para colocarlo en su cama del primer piso. La sangría, la punción… Había conservado el conocimiento durante toda la noche, a pesar de la hemorragia cerebral. Me había llamado por signos, insistentemente, y se había dormido después, en el momento en que un sacerdote llegaba con los Santos Óleos. "Pero ella había comulgado la víspera…"

Alfredo quería dejarme ante la casa, ya enlutada, y continuar su camino bajo el pretexto de que apenas tenía tiempo de vestirse para la ceremonia. Pero hubo de resignarse a ayudarme a bajar del coche. Me ayudó también a subir los primeros peldaños. No reconocí el vestíbulo. Entre las obscuras paredes ardían unos cirios en torno a un montón de flores. Parpadeé. La extrañeza que experimentaba se parecía a la de ciertos sueños. Con lo demás, habían sido facilitadas dos religiosas inmóviles. Entre aquella aglomeración de crespones, flores y luces, la escalera habitual, con su gastada alfombra, llevaba hacia la vida diaria.

Bajó Huberto por ella. Estaba vestido muy correctamente. Me tendió la mano y me habló, pero su voz llegaba a mí de muy lejos. Quise responder y ningún sonido llegó a mis labios. Su cara se acercó a la mía, se hizo enorme; después me desmayé. Supe más tarde que aquel desvanecimiento no había durado ni tres minutos. Volví en mí en una pequeña habitación que había sido la sala de espera antes de renunciar al Foro. Las sales me escocían en las mucosas. Reconocí la voz de Genoveva:

– Ya se reanima.

Mis ojos se abrieron. Todos se habían inclinado sobre mí. Sus caras me parecían diferentes, rojas, alteradas y algunas verduscas. Janine, más fuerte que su madre, parecía tener la misma edad. Las lágrimas corrían por la cara de Huberto. Tenía esa expresión fea y conmovedora a la vez de cuando era niño, de la época en que Isa lo cogía sobre sus rodillas y le decía:

– Este chiquillo mío es un picarón.

Sólo Phili, con el traje que había paseado por todas las boites de París y Berlín, volvía hacia mí su bello rostro indiferente y enojado, tal como debía de mostrarlo cuando iba a una fiesta o, sobre todo, cuando volvía de ella desaliñado y ebrio, porque aun no se había anudado la corbata. Tras él distinguí a unas mujeres con manto que debían ser Olimpia y sus hijas. Otras pecheras blancas lucían en la penumbra.

Genoveva acercó a mí un vaso del que bebí unos cuantos sorbos. Le dije que me sentía mejor. Me preguntó con voz dulce y amable si quería acostarme en seguida. Y pronuncié la primera frase que acudió a mi mente:

– Hubiese querido acompañarla hasta el final, puesto que no he podido despedirme de ella. -Y repetí como un actor que busca el tono preciso:- Puesto que no he podido despedirme de ella.

Y estas triviales palabras, que querían cubrir las apariencias y que se me habían ocurrido porque formaban parte de mi papel en la fúnebre ceremonia, despertaron en mí, con una brusca potencia, el sentimiento del cual eran ellas su expresión. No he podido discernir aún la forma en que me di cuenta de esto: no volvería a ver a mi mujer; no se produciría jamás ninguna explicación entre nosotros; no leería ella estas páginas. Las cosas quedarían para siempre en el lugar en que las había dejado al salir de Cálese. No podríamos empezar de nuevo, discutir sobre nuevos gastos; ella había muerto sin conocerme, sin saber que yo no era solamente un monstruo, un verdugo, y que existía en mí otro hombre. Incluso si hubiera llegado en el último minuto, y aun sin decir nada, ella hubiera visto las lágrimas que entonces resbalaban por mis mejillas; se hubiera ido llevándose la visión de mi desesperación.

Sólo mis hijos, mudos de estupor, contemplaban el espectáculo. Tal vez no me hubiesen visto llorar en toda su vida. Esta vieja cara huraña y tremenda, esta cabeza de Medusa cuya mirada ninguno había podido sostener, se metamorfoseaba, haciéndose humana, sencillamente. Oí decir a alguien, creo que fue a Janine:

– Si usted no se hubiera ido… ¿Por qué se fue?

Sí, ¿por qué me había ido? Pero, ¿hubiera podido llegar a tiempo? Si los telegramas no me hubiesen sido dirigidos al apartado, los hubiera recibido en la calle Bréa… Huberto cometió la imprudencia de añadir:

– Partiste sin dejar dirección… No podíamos adivinarla…

Una idea, hasta entonces confusa en mí, se aclaró de pronto. Con las manos apoyadas en los dos brazos de la butaca, me incorporé, temblando de cólera, y le grité en pleno rostro:

– ¡Embustero!

Y como balbuciera: "Papá, ¿te has vuelto loco?", repetí:

– Sí, sois unos embusteros. Sabíais mi dirección. ¿Os atrevéis a decir delante de mí que no la conocíais?

Huberto protestó débilmente, diciendo:

– ¿Cómo hubiésemos podido saberla?

– ¿No te has relacionado acaso con una persona que estaba conmigo? ¿Te atreves a negarlo? ¡Atrévete, entonces!

La familia, petrificada, me miraba en silencio. Huberto meneaba la cabeza como un niño obstinado en una mentira.

– Por otra parte, no habéis pagado demasiado cara su traición. No habéis sido demasiado generosos, hijos míos. Doce mil francos de renta a un muchacho que os restituye una fortuna, no es nada.

Reía con esa risa que me hacía toser. Mis hijos no sabían qué decir. Phili gruñó a media voz:

– Una cochinada…

Y continué, bajando la voz, ante un ademán suplicante de Huberto, que intentaba en vano hablar:

– Por vuestra causa no he vuelto a verla. Estabais al corriente de todos mis actos; pero era necesario que yo no pudiera sospechar. Si hubieseis telegrafiado a la calle Bréa, hubiera comprendido que me habían traicionado. Por nada del mundo lo hubieseis consentido, ni siquiera ante las súplicas de vuestra madre agonizante. Sin duda lo habréis lamentado, pero no deseabais moveros de la ruta que os habíais trazado…

Les dije aún cosas mucho más horribles. Huberto suplicó a su hermana con voz entrecortada:

– ¡Hazle callar! ¡Hazle callar! Van a oírlo… Genoveva me cogió de los hombros y me hizo sentar.

– No es éste el momento, papá. Volveremos a hablar de todo cuando estemos tranquilos, pero te ruego, en nombre de la que todavía está aquí…

Huberto, lívido, se llevó un dedo a los labios. Entraba el maestro de ceremonias con la lista de personas que habían de llevar una cinta. Di algunos pasos. Quería caminar sin ayuda de nadie. La familia se apartó ante mí, y avancé vacilando. Pude franquear el umbral de la capilla ardiente y dejarme caer en un reclinatorio.

Huberto y Genoveva fueron a buscarme. Cada uno me cogió de un brazo y los seguí dócilmente. Fue muy penosa la subida de la escalera. Una de las religiosas consintió en atenderme durante la ceremonia fúnebre. Huberto, antes de despedirse, fingió ignorar lo que había ocurrido entre nosotros momentos antes, y me preguntó si me parecía bien que el decano del Colegio de Abogados llevara una cinta. Me volví a la ventana, sin responder.

Oía ya el rumor de los pasos. Todo el pueblo acudiría a firmar. Por parte de los Fondaudége, ¿con quién no estábamos relacionados? Por mi parte, el Colegio de Abogados, los Bancos, el mundo de los negocios… Experimenté una sensación de bienestar, lo mismo que un hombre que se ha disculpado y cuya inocencia ha sido reconocida. Había convencido a mis hijos de su embuste; no habían negado su responsabilidad. Mientras la casa se hallaba en plena bulla, como un extraño baile sin música, me obligué a fijar mi atención en el crimen que habían cometido. Sólo ellos me habían impedido recibir el último adiós de Isa… Pero espoleé mi odio lo mismo que a un caballo extenuado. No se rendía. Ignoraba lo que me apaciguaba a pesar mío, si la lasitud física o la satisfacción de haber pronunciado la última palabra.

Nada llegaba a mí de las salmodias litúrgicas; el rumor fúnebre se alejaba paulatinamente, hasta que un silencio tan profundo como el de Cálese reinó en la vasta morada. Isa la había dejado sin moradores. Arrastraba tras su cadáver a toda la servidumbre. Nadie quedaba en la casa, excepto yo y aquella religiosa que concluía a mi cabecera el rosario que había empezado a rezar junto al ataúd…

Aquel silencio me hizo pensar otra vez en la separación eterna, en la partida sin regreso. De nuevo se hinchó mi pecho, porque ya era demasiado tarde y entre ella y yo todo se había dicho. Sentado sobre el lecho, apoyado en las almohadas para poder respirar, contemplaba aquellos muebles Luis XIII que habíamos elegido en casa Bardié durante nuestro noviazgo y que habían sido los suyos hasta el día en que heredó los de su madre. Este lecho, este triste lecho de nuestros rencores y de nuestros silencios…

Huberto y Genoveva entraron solos; los demás se quedaron en el pasillo. Comprendí que no podían acostumbrarse a mi cara llorosa. Estaban de pie a mi cabecera el hermano, vestido estrafalariamente al mediodía con su traje de etiqueta, y la hermana, una torre de tela negra en la que se destacaba un pañuelo blanco y cuyo velo echado hacia atrás descubría una cara redonda y entristecida. La tristeza nos había enmascarado a todos y no podíamos reconocernos.

Se preocuparon por mi salud. Genoveva dijo:

– Casi todos la han acompañado al cementerio. La querían mucho.

Pregunté sobre los días que habían precedido al ataque de parálisis.

– Estaba siempre molesta…, tal vez tuviera incluso presentimientos, porque la víspera del día en que había de marchar a Burdeos se pasó el tiempo en su alcoba, quemando montones de cartas; incluso creímos que se había incendiado la chimenea…

Le interrumpí; se me había ocurrido una idea… ¿Cómo no había yo pensado en esto?

– Genoveva, ¿crees tú que mi marcha ha influido algo?…

Ella me contestó, satisfecha, que "esto había sido, sin duda, un golpe"…

– Pero vosotros no le habías dicho…, no le habíais tenido al corriente de lo que descubristeis…

Interrogó a su hermano con la mirada; ¿debía aparentar comprender? Debí de poner una cara extraña en aquel momento, porque todos parecían asustados. Y mientras Genoveva me ayudaba a incorporarme, Huberto respondió precipitadamente que su madre había caído enferma diez días después de mi partida, y que durante aquel tiempo habían decidido ocultarle aquellas tristes discusiones. ¿Decía la verdad? Añadió con voz temblorosa:

– Además, si hubiéramos cedido a la tentación de hablarle hubiésemos sido nosotros los primeros responsables…

Se volvió un poco y creí ver el movimiento convulsivo de sus hombros. Alguien entreabrió la puerta y preguntó si nos sentaríamos a la mesa. Oí la voz de Phili:

– ¡Qué le vamos a hacer! No es culpa mía…

Genoveva me preguntó, a través de sus lágrimas, lo que quería comer. Huberto me dijo que me vería después de almorzar y que tendríamos una explicación de una vez para siempre, si me sentía con ánimos para escucharle. Hice un signo de asentimiento.

Cuando hubieron salido, la religiosa me ayudó a levantarme y pude tomar un baño, vestirme y beber un tazón de caldo. Yo no quería participar en aquella batalla como un enfermo que el enemigo cuida y protege.

Cuando volvieron, hallaron a otro hombre distinto del viejo que inspiraba compasión. Había tomado las drogas necesarias. Estaba sentado, con el busto erguido. Me sentía con menos opresión, como cada vez que abandonaba el lecho.

Huberto se había puesto un traje de calle, pero Genoveva se había envuelto en una vieja bata de su madre.

No tengo nada negro que ponerme… Se sentaron frente a mí y, después de las primeras palabras convencionales, Huberto comenzó a decir:

– He reflexionado mucho…

Había preparado cuidadosamente su discurso. Se dirigía a mí como si yo fuera una asamblea de accionistas, pesando cada palabra y evitando toda ostentación.

– A la cabecera de mamá he hecho examen de conciencia; me he esforzado en cambiar mi punto de vista, en ponerme en tu lugar. Te hemos considerado como un padre cuya idea fija es la de desheredar a sus hijos; esto, a mis ojos, nos daba derecho a proceder como hemos procedido, o, por lo menos, nos excusa. Pero nosotros nos hemos interpuesto en esta lucha sin tregua y en estas…

Como buscara la palabra apropiada, insinué dulcemente:

– En estas cobardes intrigas…

Sus mejillas se colorearon. Genoveva negó.

– ¿Por qué cobardes? Tú eres más fuerte que nosotros…

– ¡Vaya! Un anciano muy enfermo contra una joven jauría…

– Un anciano muy enfermo -replicó Huberto- goza, en una casa como la nuestra, de una posición privilegiada. No abandona su habitación y permanece en ella al acecho, no haciendo otra cosa que observar las costumbres de la familia y sacar provecho de ellas. Combina solo sus golpes. Los prepara con tiempo. Lo sabe todo de quienes no saben nada de él. Conoce los lugares desde donde puede escuchar mejor -como yo no pude evitar una sonrisa, ellos sonrieron también-. Sí, una familia es siempre imprudente. Se disputa, se levanta la voz; todos concluyen gritando sin darse cuenta. Nos hemos fiado demasiado del espesor de las paredes de la vieja casa, olvidando que los tabiques son delgados. También hay ventanas abiertas… -Estas alusiones crearon entre nosotros una especie de apaciguamiento. Huberto continuó hablando seriamente:- Admito que hemos podido parecerte culpables. Sería fácil para mí invocar una vez más el caso de legítima defensa; pero prescindo de todo lo que pudiera envenenar la discusión. Yo sólo quería saber quién era el agresor en esta guerra. Consiento incluso en pleitear como culpable. Pero es necesario que comprendas… -Se había levantado y limpiaba los cristales de sus gafas; sus ojos parpadeaban en aquella cara hundida, descarnada.- Es necesario que comprendas que yo luchaba por el honor, por la vida de mis hijos. No puedes imaginar nuestra situación. Eres de otro siglo. Has vivido en esa época fabulosa en que un hombre prudente contaba con valores seguros. Comprendo que has estado a la altura de las circunstancias, que has visto antes que nadie la tormenta que se avecinaba, que has procedido a tiempo… Pero fue porque estabas fuera de los negocios, del negocio, quiero decir. Podías juzgar fríamente la situación, la dominabas; no te habías hundido como yo, hasta las orejas… El despertar ha sido demasiado brusco… No ha habido oportunidad de volverse… Era la primera vez en que todas las ramas se quebraban al mismo tiempo. No se podía echar mano de nada, no podía uno cogerse a nada…

¡Con qué angustia repetía: "nada… nada"! ¿Hasta qué punto estaba comprometido? ¿Al borde de qué desastre se debatía? Tuvo miedo de haberse confiado demasiado y se contuvo, emitiendo los lugares comunes de costumbre: la fabricación intensiva de la postguerra, la superproducción, la crisis del consumo… Lo que decía importaba muy poco. Era su angustia lo que interesaba. En aquel instante me di cuenta de que mi odio había muerto, que había muerto también aquel deseo de represalias. Muerto, tal vez al cabo de mucho tiempo. Había mantenido mi furor: me había exacerbado con ellos. Pero, ¿por qué negarse a la evidencia? Ante mi hijo experimentaba un sentimiento confuso en el que predominaba la curiosidad: la agitación de aquel desgraciado, su terror, el pánico que yo podía interrumpir con una palabra…, ¡qué extraños me parecían! Veía en espíritu aquella fortuna que, según parecía, había sido lo único de mi vida que había querido dar, perder, y de la que jamás había sentido la libertad de disponer a mi capricho; aquello de lo que me sentía de pronto más apartado, que no me interesaba ya, que no me concernía. Huberto, en silencio, me espiaba a través de sus gafas. ¿Qué treta podría urdir yo ahora? ¿Qué golpe iba a asestarle? En su cara había ya un rictus, había lanzado su busto hacia atrás y levantaba a medias su brazo como el niño que se protege. Dijo con voz tímida:

– No te pido nada más que me dejes sanear mi posición. Con lo que reciba de mamá, no tendré necesidad de nada más que… -vaciló antes de pronunciar la cifra- de un millón. Una vez zanjadas las dificultades, dejaré el campo libre. Haz lo que quieras del resto. Me preocuparé de que se respete tu voluntad…

Tragó saliva y me miró de reojo; pero mi semblante era impenetrable.

– Y tú, hija -dije, volviéndome hacia Genoveva-, ¿estás en buena situación? Tu marido es muy prudente…

Se irritaba siempre que se elogiaba a su marido. Protestó diciendo que la casa había cerrado. Alfredo no compraba ron desde hacía algunos años. Estaba seguro, evidentemente, de no engañarse. Sin duda tenían para vivir, pero Phili amenazaba con abandonar a su mujer en cuanto estuviera seguro de que la fortuna se había perdido. Murmuré:

– El desdichado guapo… Y ella replicó vivamente:

– Sí, sabemos que es un canalla, y Janine también lo sabe; pero si él la abandona se morirá. Sí, se morirá. Tú no puedes comprender esto, papá. No pertenece a tu sensibilidad. Janine sabe mucho más de Phili que nosotros mismos. Me ha confesado repetidas veces que es más malo de lo que podemos imaginar. Pero esto no impide que se muera si la abandona. Esto te parecerá absurdo. Estas cosas no existen para ti. Pero con tu gran inteligencia puedes comprender lo que no sientes.

– Fatigas a papá, Genoveva.

Huberto pensaba que su pesada hermana estaba estropeándolo todo y que yo me sentía herido en mi orgullo. Veía en mi cara los rasgos de la angustia; pero desconocía la causa. No sabía que Genoveva abría de nuevo una herida y la tocaba con sus dedos. Suspiré:

– ¡Dichoso Phili!

Mis hijos cambiaron una mirada de asombro. Habían creído siempre de buena fe que estaba medio loco. Tal vez me hubieran encerrado, convencidos plenamente.

– Un libertino -gruñó Huberto- que nos domina.

– Su suegro es más indulgente que tú -dije-. Alfredo dice con frecuencia que Phili no es un mal bribón.

Genoveva intervino:

– Y que domina también a Alfredo: el yerno ha pervertido al suegro, y esto lo saben de sobra en la ciudad; se los ha visto juntos con mujeres… ¡Qué vergüenza! Era una de las muchas amarguras de mamá…

Genoveva se enjugó las lágrimas. Huberto creyó que yo quería apartarme de lo esencial.

– Pero no se trata de esto, Genoveva -dijo, irritado-. Diríase que en el mundo no hay nadie más que tú y tus hijos.

Furiosa, protestó diciendo que "le gustaría saber quién era más egoísta de los dos". Añadió:

– Naturalmente, cada uno piensa primero en los hijos. Y me vanaglorio, como mamá por nosotros, de lo que he hecho por Janine. Me echaría al fuego…

Su hermano la interrumpió, con ese tono áspero tan mío, diciendo que "también echaría a los otros".

No hace mucho me hubiera divertido aquella disputa. Hubiese saludado con alegría los signos anunciadores de una batalla implacable en torno a unas sobras de herencia, y no hubiera hecho nada por frustrarlos. Pero sólo sentía disgusto, fastidio… ¡Que se liquide todo esto de una vez para siempre! ¡Que me dejen morir en paz!

– Es extraño, hijos míos -les dije-, que concluya haciendo lo que me ha parecido siempre ser la mayor de las locuras…

¡Ah, ya no pensaban en pelearse! Volvían hacia mí sus miradas desconfiadas y duras. Esperaban; se habían puesto en guardia.

– Yo, que siempre me había impuesto como ejemplo al viejo aparcero despojado de sus bienes y a quien sus hijos dejan morir de hambre… Y cuando la agonía dura demasiado tiempo, añaden edredones que le cubran hasta la boca…

– Papá, te suplico…

Protestaban con una expresión de horror que no era ficticia. Cambié bruscamente de tono.

– Estarás demasiado ocupado, Huberto; las particiones serán difíciles. Tengo depósitos en todas partes, aquí, en París, en el extranjero. Las propiedades, los inmuebles…

A cada palabra mía se agrandaban sus ojos, pero no querían creerme. Vi abrirse y volver a cerrarse las finas manos de Huberto.

– Es necesario que se liquide todo antes de mi muerte, mientras os partís lo que procede de vuestra madre. Me reservo el usufructo de Cálese: la casa y el jardín. Correrán a vuestro cargo el cuidado y las reparaciones. Que no se me hable de los viñedos. Se me concederá por medio de notario una renta mensual, cuya suma se fijará previamente… Traedme mi cartera… Sí, en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta.

Huberto me la entregó con mano temblorosa. Saqué de ella un sobre.

Encontrarás aquí algunas indicaciones referentes a la totalidad de mi fortuna. Puedes entregársela al notario Arcam… O, mejor, telefonéale que venga; yo mismo se la entregaré y confirmaré en tu presencia mi voluntad.

Huberto recogió el sobre y me preguntó con ansiedad:

– Te burlas de nosotros, ¿verdad?

– Telefonea al notario; ya verás si me burlo… Se precipitó hacia la puerta, pero se volvió.

– No -dijo-. Hoy sería inconveniente. Debemos esperar una semana.

Se pasó una mano por los ojos. Sin duda estaba avergonzado y se esforzaba en pensar en su madre. Se acercó y me devolvió el sobre.

– Bien -dije-. Abre y lee. Te autorizo.

Se acercó vivamente a la ventana y rompió los sellos. Leyó como hubiera comido. Genoveva, sin poder contenerse, se levantó e inclinó por encima de los hombros de su hermano una cabeza ávida.

Contemplé a la pareja de hermanos. No había nada de qué horrorizarme. Un hombre de negocios amenazado, un padre y una madre de familia encuentran de pronto los millones que creían perdidos. No, no me horrorizaban. Pero me asombraba mi propia indiferencia. Me parecía a un recién operado que se despierta y dice que no ha sentido nada. Había arrancado de mí algo que, según suponía, tenía fuertes raíces. No experimentaba otra sensación distinta del sosiego y el alivio físico. Respiraba mejor. En el fondo, ¿qué hacía yo, después de tantos años, sino intentar perder esa fortuna y entregársela a alguien que no fuese uno de los míos? Siempre me he engañado con respecto al objeto de mis deseos. No sabemos lo que deseamos; no amamos lo que creemos amar.

Oí que Huberto decía a su hermana:

– Es enorme…, es enorme. Una fortuna enorme.

Cambiaron algunas palabras en voz baja. Genoveva declaró que ellos no aceptarían mi sacrificio, que no querían despojarme.

Estas palabras, "sacrificio" y "despojarme", sonaban extrañamente en mis oídos. Huberto insistió:

– Has procedido bajo la emoción de este día. Te crees más enfermo de lo que estás. No tienes setenta años; se puede alcanzar una edad muy avanzada con lo que tú tienes. Al cabo de algún tiempo te arrepentirás. Me preocuparé, si quieres, de todos los cuidados materiales. Pero conserva en paz lo que te pertenece. No deseamos más que lo justo. No hemos deseado más que la justicia…

Me invadía la fatiga; ellos vieron que mis ojos se me cerraban. Les dije que mi decisión estaba tomada y que, en lo sucesivo, no hablaría más que ante notario. Ya se marchaban sin volver la cabeza cuando los llamé.

– Olvidaba deciros que debe entregarse a mi hijo Roberto una renta mensual de mil quinientos francos. Se lo he prometido. Recuérdamelo cuando firmemos el acta.

Huberto enrojeció. No esperaba este dardo. Pero Genoveva no vio en ello malicia alguna. Con los ojos muy abiertos, hizo un rápido cálculo y dijo:

– Dieciocho mil francos anuales… ¿No te parece que es mucho?

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