Capítulo tercero

He interrumpido mi tarea de escribir porque menguaba la luz y oí rumor de voces bajo el piso. No es porque hicierais mucho ruido. Al contrario, hablabais en voz baja, y esto me crispa los nervios. Antes, desde esta habitación, podía seguir vuestras conversaciones. Pero ahora desconfiáis, habláis susurrando. Me dijiste el otro día que me volvía tardo de oído. No, puedo oír el ruido del tren sobre el puente. No, no, no estoy sordo. Sois vosotros los que bajáis la voz para que no sorprenda vuestras palabras. ¿Qué me escondéis? ¿Van mal los asuntos? Y todos están ahí, en torno a ti, como paparotes: nuestro yerno, que negocia con el ron, el de tu hija, que no hace nada, y nuestro hijo Huberto, el agente de bolsa… ¡Y ese muchacho, que da el veinte por ciento, tiene a su disposición el dinero de todo el mundo!

No contéis conmigo. Yo no cederé.

Sería tan sencillo cortar los pinos… -me insinuaste esta tarde.

Me hiciste recordar que las dos hijas de Huberto viven en casa de sus suegros, porque no han tenido dinero para instalar un piso desde que se casaron.

Tenemos en el desván un montón de muebles que se están estropeando; no nos costaría nada prestárselos…

Esto fue lo que me pediste enseguida.

Las dos nos guardan rencor: ya ni ponen aquí los pies. Estoy privada de ver a mis nietos…

Este es vuestro tema y de él habláis en voz baja.

Releo estas líneas, escritas anoche bajo una especie de delirio. ¿Cómo he podido ceder a este furor? No es una carta, sino un diario interrumpido, continuado… ¿He de borrar esto? ¿Volver a empezar? Imposible; me apremia el tiempo. Lo que he escrito, escrito está. Por otra parte, ¿qué desearía, sino descubrirme enteramente a ti, obligarte a verme hasta el fondo? Al cabo de treinta años, no soy a tus ojos más que un aparato que distribuye billetes de mil francos, un aparato que funciona mal y al que hay que sacudir constantemente, hasta el día en que al fin pueda abrirse, destriparse, y sacar de él a manos llenas el tesoro que esconde.

De nuevo me dejo arrastrar por la ira. Esta me devuelve al punto en que me había interrumpido. Es necesario volver al origen de este furor, acordarme de aquella noche fatal… Pero antes recuerda nuestro primer encuentro.

En agosto del 83 estaba en Luchon con mi madre. En aquel tiempo, el hotel Sacarron estaba lleno de muebles almohadillados, canapés redondos, cabezas de gamos disecadas…Al cabo de tantos años, cuando los tilos florecen, recuerdo siempre el aroma de las avenidas de tilos de Etigny. El trote corto de los asnos, los cencerros y el restallar de los látigos me despertaban temprano. El agua de la montaña corría hasta por las calles. Humildes comerciantes pregonaban los croissants y los bollos de leche. Los guías pasaban a caballo, y yo contemplaba la partida de las cabalgatas.

Todo el primer piso estaba ocupado por los Fondaudége. Ocupaban las habitaciones del rey Leopoldo.

– Son unos derrochadores – decía mi madre.

Lo cual no les impedía pagar con retraso cuando se trataba de pagar. Habían alquilado vastos terrenos que poseíamos nosotros en los muelles, con objeto de almacenar las mercancías.

Comíamos en la mesa del hotel. Pero vosotros, los Fondaudége, os hacíais servir la comida aparte. Me acuerdo de aquella mesa redonda, situada cerca de las ventanas. Recuerdo también a tu abuela, una mujer gruesa, que ocultaba un cráneo calvo bajo negras blondas donde temblaban cuentas de azabache. Creí siempre que me sonreía; pero esta apariencia se la prestaban a su semblante sus ojos minúsculos y la desmesurada hendidura de su boca. Le servía una religiosa de cara hinchada, biliosa y envuelta en almidonadas tocas. Tu madre… ¡cuan bella era! Vestida de negro, siempre de luto por sus dos hijos perdidos. Fue a ella y no a ti a quien admiré primero, a hurtadillas. Me turbaba la desnudez de su cuello, de sus brazos y de sus manos. Jamás llevaba joyas. Imaginé su retadora actitud stendhaliana y aguardaba a la noche para dirigirle la palabra o deslizarle una carta. Apenas si me daba cuenta de que existías tú. Creía que las muchachas no me interesaban. Por otra parte, tenías esa insolencia de no mirar nunca a los demás, lo que es una forma de suprimirlos.

Un día, al volver del Casino, hallé, sorprendido, a mi madre hablando con madame Fondaudége, que se mostraba obsequiosa, demasiado amable, como quien experimenta la desesperación de tener que rebajarse al nivel de su interlocutor. Por el contrario, mi madre hablaba en voz alta; tenía a una inquilina entre sus garras y los Fondaudége no eran, a sus ojos, más que unos arrendatarios morosos. Como campesina y terrateniente, desconfiaba del negocio y de esas frágiles fortunas constantemente amenazadas. La interrumpí en el momento en que decía:

Tenga usted la seguridad de que tengo plena confianza en la firma de monsieur Fondaudége, pero…

Por primera vez me mezclé en una conversación de negocios. Madame Foundaudége, obtuvo el aplazamiento que deseaba. Después he pensado con frecuencia que a mi madre no la había engañado su instinto campesino. Tu familia me ha costado muy cara, y si me hubiese dejado devorar, tu hijo, tu hija, y el yerno de tu hija no hubieran tardado en dar al traste con mi fortuna, sepultándola en sus negocios. ¡Sus negocios! Un despacho en un entresuelo, un teléfono y una mecanógrafa. Tras este decorado, el dinero desaparece en fajos de cien mil. Pero me aparto de mi propósito… Estamos en 1883, en Bagnéres-de-Luchon.

Recuerdo ahora que tu poderosa familia me sonreía. Tu abuela no cesaba de hablar porque era sorda. Pero cuando pude cambiar unas palabras con tu madre, después de la cena, me fastidiaban y desconcertaban las románticas ideas que me había forjado con respecto a ella. No pretenderás hacerme creer que su conversación era llana, que vivía en un universo tan limitado y usaba de un vocabulario tan reducido como para que, al cabo de tres minutos, desesperase yo de sostener la conversación.

Mi interés, apartado de la madre, se volvió a la hija. Tardé en darme cuenta de que no se obstaculizaban nuestras charlas. ¿Cómo podía yo imaginar que los Fondaudége vieran en mí un partido ventajoso? Recuerdo un paseo por el valle de Lys. Tu abuela y la religiosa en el fondo de una victoria, y nosotros dos en la bigotera. Dios sabe que los coches no escaseaban en Luchon. Era necesario ser una Fondaudége para haberse llevado consigo su carruaje.

Los caballos iban al paso, entre una nube de moscas. La cara de la hermana era brillante y tenía los ojos semicerrados. Tu abuela se daba aire con un abanico comprado en una de las calles de Etigny y en el que había dibujado un matador de toros. Tú calzabas guantes de manopla, a pesar del calor. Todo era blanco sobre ti, incluso tus botines de altas cañas; "te habías consagrado de blanco", según me dijiste, a la muerte de tus dos hermanos. Yo no sabía lo que significaba aquello. He sabido más tarde que en tu familia existía un gusto raro por esas devociones. Era tal mi estado de espíritu que me pareció todo eso de una gran poesía. ¿Cómo hacerte comprender lo que tú habías despertado en mí? De pronto tuve la sensación de no desagradar; yo no desagradaba, no era odioso. Una de las fechas importantes de mi vida fue aquella tarde en que me dijiste:

¡Es extraordinario que un muchacho tenga tan largas pestañas!

Ocultaba cuidadosamente mis ideas avanzadas. Recuerdo que durante aquel paseo descendimos los dos del coche para aligerarlo, y que, al empezar una cuesta, tu abuela y la religiosa cogieron su rosario, y, desde lo alto del pescante, el viejo cochero, acostumbrado al cabo de los años, contestaba a cada avemaría. Y tú, tú, sonreías mirándome. Pero yo continuaba imperturbable. Tampoco me costaba mucho acompañaros los domingos a la misa de once. Ninguna idea metafísica tenía relación para mí con aquella ceremonia. Era el culto de una clase a la cual me sentía orgulloso de pertenecer, una especie de religión de los antepasados al uso de la burguesía, un conjunto de ritos desprovistos de toda significación distinta de la social.

Como algunas veces me miraban a hurtadillas, el recuerdo de aquellas misas permaneció unido a ese maravilloso descubrimiento que yo hacía: ser capaz de interesar, gustar, conmover. El amor del que yo gustaba confundíase con el que yo inspiraba, con el que creía inspirar. Mis propios sentimientos no tenían nada de real. Lo que importaba era mi fe en el amor que tú sentías por mí. Me reflejaba en otro ser, y mi imagen así reflejada no tenia nada de repelente. Me sentía con grandes ánimos en una tregua deliciosa. Recuerdo aquel deshielo de todo mi ser bajo tu mirada, aquellas emociones resplandecientes, aquellos manantiales liberados. Los vulgares rasgos de ternura -una mano apretada, una flor guardada en un libro-, todo era nuevo para mí, todo me encantaba.

Sólo mi madre no gozaba del beneficio de aquella renovación. Especialmente porque yo la sentía hostil al sueño -que creía loco- que se formaba poco a poco en mí. Yo le reprochaba que no se deslumbrara.

¿No ves lo que esa gente busca en ti? -repetía ella sin sospechar que arriesgaba así la destrucción de mi inmensa alegría por haber gustado al fin a una muchacha.

Existía una joven en el mundo a quien yo gustaba y que tal vez deseara casarse conmigo. Yo lo creía, a pesar de la desconfianza de mi madre; porque vosotros erais demasiado grandes, demasiado poderosos, para sacar cualquier ventaja de nuestra alianza. Esto no impidió que yo alimentase un rencor casi odioso contra mi madre, que ponía en tela de juicio mi felicidad.

Ella no dejaba de tomar informes, usando de referencias de los principales establecimientos bancarios. Triunfé el día en que se vio obligada a reconocer que la casa Fondaudége, a pesar de algunos entorpecimientos pasajeros, gozaba del mayor crédito.

Ganan el dinero que quieren, pero su tren de vida es demasiado costoso -decía mamá-. Todo se va en caballerizas y libreas. Prefieren deslumbrar aunque no ahorren nada.

Los informes de los bancos concluyeron por asegurarme en mi felicidad. Yo poseía la prueba de vuestro desinterés: los tuyos me sonreían porque yo les gustaba. Y, de pronto, me pareció natural gustar a todo el mundo. Por las noches me dejaban solo contigo, paseando por las avenidas del Casino. ¡Cuan extraño es que en esos principios de la vida donde se nos concede un poco de felicidad, ninguna voz nos advierta: "Por muchos años que vivas, no tendrás otra alegría en el mundo que la de aquellas horas. Saboréalas hasta las heces, porque después de esto no quedará nada para ti. Esta primera fuente que has hallado es también la última. Calma tú sed de una vez para siempre; no beberás nunca más".

Mas yo estaba convencido de lo contrario, de que era el principio de una larga vida apasionada, y no prestaba demasiada atención a aquellas noches en que permanecíamos inmóviles bajo las dormidas ramas de los árboles. Sin embargo, hubo signos que yo interpreté equivocadamente. ¿Recuerdas aquella noche en que nos hallábamos sentados en un banco, en el paseo lleno de revueltas que sube tras las Termas? De pronto, sin motivo aparente, comenzaste a sollozar. Recuerdo aún el aroma de tus mejillas mojadas, el aroma de aquella tristeza desconocida. Yo creía en las lágrimas del amor dichoso. Mi juventud no sabía interpretar esas congojas, esas sofocaciones. Cierto es que tú me decías:

No es nada; es estar a tu lado…

No mentías, embustera. Llorabas precisamente porque te encontrabas a mi lado, a mi lado y no al de otro, lejos de aquel cuyo nombre habías de darme a conocer algunos meses más tarde, en esta habitación donde escribo, donde me siento un anciano a punto de morir, en medio de una familia, al acecho, que aguarda el instante de lanzarse sobre mis despojos.

Y yo, sobre ese banco, en los recodos de Superbagnéres, escondía mi cara entre tu hombro y tu cuello, alentando junto a aquella muchacha llorosa. La húmeda y tibia noche pirenaica, que trascendía a hierba mojada y a menta, hacía percibir también tu aroma. En la plaza de las Termas, que veíamos desde donde nos hallábamos, las hojas de los tilos, en torno al quiosco de la música, se iluminaban a la luz de los faroles. Un inglés viejo, que vivía en nuestro hotel, atrapaba con un cazamariposas a las falenas que atraía la luz. Y me dijiste:

– Préstame tu pañuelo.

Te enjugué el llanto y guardé ese pañuelo entre mi camisa y mi pecho.

Esto significaba que yo me había convertido en otro. Incluso mi cara parecía haber sido tocada por una luz. Lo comprendí en las miradas de las demás mujeres. No tuve ninguna sospecha, después de aquel anochecer, después de tu llanto. Además, en una noche como aquélla, ¡cuántas cosas se produjeron cuando tú no eras más que alegría, cuando te apoyabas en mí y cuando te estrechabas contra mi brazo! Yo caminaba demasiado deprisa y tú perdías el aliento siguiéndome. Yo era un novio casto. Ni una sola vez tuve la tentación de abusar de la confianza de los tuyos, confianza que yo estaba a mil leguas de creer que podía ser calculada.

Sí; yo era otro hombre, hasta el punto de que un día -al cabo de cuarenta años me atrevo a hacerte esta confesión, de la que no tendrás la satisfacción de alardear cuando hayas leído esta carta-, un día, por el camino del valle de Lys, descendimos de la victoria. Corría el agua; yo partí una rama de hinojo entre mis dedos; en las faldas de las montañas se acumulaba la noche, pero sobre las cumbres subsistían los campos de luz… De pronto experimenté la viva sensación, la certidumbre casi física, de que existía otro mundo, una realidad de la cual no conocíamos más que la sombra…

No fue más que un momento, que a lo largo de mi triste vida se renovó en muy raros intervalos. Pero su misma singularidad le dio a mis ojos un valor creciente. Por esto, más tarde, en la larga discusión religiosa que nos ha desgarrado, hube de apartar tal recuerdo… Te debía esta confesión. Pero todavía no es tiempo de abordar este punto.

Es inútil recordar nuestro compromiso matrimonial. Quedó establecido una noche. Se llevó a cabo sin que yo lo hubiese querido. Tú interpretaste, según creo, una palabra que yo había pronunciado con otro sentido distinto de aquel que había querido darle. Me encontré unido a ti sin darme cuenta. Es inútil recordar todo esto. Pero en todo ello hay un horror sobre el cual me condeno a detener mi pensamiento.

Enseguida me diste cuenta de una de tus exigencias. "En interés de la buena armonía", te negaste a vivir en común con mi madre, e incluso a vivir en la misma casa. Tanto tus padres como tú estabais decididos a no transigir con esto.

¡De qué modo, durante tantos años, ha quedado grabada en mi memoria aquella sofocante habitación del hotel, aquella ventana abierta a la avenida de Etiguy! El polvo de oro, el restallar de los látigos, los cascabeles y un aire tirolés pasaban a través de las cerradas celosías. Mi madre, que tenía jaqueca, estaba acostada sobre el sofá, vestida con una falda y una blusa. Jamás había sabido lo que era una camisa de dormir, un peinador, una bata. Yo aproveché lo que me decía con respecto a dejarnos los salones del piso bajo, puesto que ella se contentaba con una habitación en el tercer piso.

– Escucha, mamá. Isa cree que sería mejor…

A medida que hablaba, miraba de soslayo aquella vieja cara y volvía luego los ojos. Sus deformes dedos arrugaban el festón de la blusa. Si ella hubiese tenido algo que oponer, yo hubiera sabido a qué agarrarme, pero su silencio no prestaba ayuda alguna a mi cólera.

Fingía no prestar atención e incluso no sorprenderse. Habló por fin, buscando las palabras que pudiesen hacerme creer que esperaba nuestra separación.

– Viviré casi todo el año en Aurigne -dijo-. De todas nuestras alquerías, es la que reúne mejores condiciones para vivir, y os dejaré Cálese. Haré construir un pabellón en Aurigne; me bastarán tres habitaciones. Aunque esto cueste poco dinero, es molesto meterse en gastos este año, cuando tal vez el año próximo esté ya muerta. Pero más tarde podrás utilizarlo cuando vayas a cazar tórtolas. En octubre resultará cómodo vivir allí. A ti no te gusta la caza, pero puedes tener hijos a quienes les agrade.

Cuanto más lejos llegaba mi ingratitud, más imposible era llegar al extremo de este amor. Desalojado de sus posiciones, se rehacía en otra parte. Se organizaba con lo que yo le dejaba, bastándose con ello. Pero por la noche me preguntaste:

– ¿Qué ha decidido tu madre?

Desde el día siguiente recobró su aspecto habitual. Tu padre llegó a Burdeos con su hija mayor y su yerno. Sin duda, se los tuvo al corriente de todo. Me miraron de pies a cabeza. Me pareció oír que se preguntaban unos a otros: "¿Te parece conveniente?… La madre es imposible…" No olvidaré nunca el asombro que me produjo tu hermana María Luisa, a quien llamáis Marinette, un año mayor que tú y que, sin embargo, parecía menor, grácil, de largo cuello, un moño demasiado pesado y ojos de niña. El anciano con quien tu padre la había casado, el barón Philipot, me produjo horror. Poco después de su muerte he pensado a menudo en aquel sexagenario como en uno de los hombres más desgraciados que he conocido. ¡Qué martirio soportaría aquel imbécil para que su joven esposa olvidara que era un anciano! Le apretaba un corsé hasta ahogarlo. El cuello almidonado, alto y largo, escamoteaba sus carrillos caídos y su papada. El tinte brillante de sus bigotes y patillas resaltaba los estragos de la carne violácea. Apenas escuchaba lo que se le decía, buscando siempre un espejo; y acuérdate de cómo nos reíamos cuando sorprendíamos la mirada de soslayo que aquel desgraciado dirigía a su imagen, aquel perpetuo examen que se imponía. Su dentadura postiza le impedía sonreír. Sus labios tenían la marca de una voluntad jamás desfalleciente. También nos habíamos dado cuenta del gesto que aparecía en su semblante cuando se ponía su cronstadt, ante el temor de que se deshiciera el extraordinario mechón que, partiendo de su nuca, se derramaba sobre su cráneo como el delta de un escaso río.

Tu padre, que era contemporáneo suyo, a pesar de su barba blanca, de su calvicie y de su vientre prominente, gustaba aún a las mujeres, e incluso en los negocios era un hombre encantador. Sólo mi madre le contradijo. El golpe que mi reciente actitud le había ocasionado tal vez la endureciera. Discutía cada artículo del contrato del mismo modo que si se hubiera tratado de una venta o un arrendamiento. Yo fingía indignarme ante sus exigencias y la desautorizaba, secretamente dichoso de saber mis intereses en buenas manos. Si hoy día mi fortuna se encuentra claramente delimitada de la tuya, si de mí os habéis aprovechado tan poco, se lo debo a mi madre, que exigió el régimen dotal más riguroso, como si yo hubiese sido una muchacha dispuesta a casarme con un libertino.

Mientras los Fondaudége no se echaran atrás ante estas exigencias, yo podía dormir tranquilo. Supongo que me querían por el apego que me tenías tú.

Mamá no quería ni oír hablar de una renta; exigía que tu dote te fuera entregada en metálico.

– Tengo el ejemplo del barón Philipot -decía-, que se ha casado con la mayor sin ella llevar un céntimo. Lo he pensado muy bien. ¡Para haber entregado esa pobre criatura a un viejo, es seguro que ellos han obtenido a cambio alguna ventaja! Pero para nosotros es distinto. Suponían que a mí había de deslumbrarme un matrimonio semejante. No me conocen.

Nosotros, "los tortolillos", aparentábamos no interesarnos por estas cuestiones. Supongo que tú tenías tanta confianza en el genio de tu padre como yo en el de mi madre. Y, después de todo, tal vez ninguno de nosotros supiéramos hasta qué punto amábamos el dinero…

No, soy injusto. Tú no lo has amado jamás, excepto a causa de los hijos. Tal vez me asesinaras con objeto de enriquecerlos, pero por ellos serías capaz de quitarte el pan de la boca.

Mientras que yo… yo amo el dinero, lo confieso; me da ánimo. Cuanto más tiempo sea yo el dueño de la fortuna, menos podréis contra mí.

– ¡Necesitamos tan poco a nuestra edad! -me repites.

¡Qué error! Un anciano no existe más que por lo que posee. En cuanto deja de tener la menor cosa, se le da de lado. No nos queda más remedio que elegir entre la casa de retiro, el asilo y la fortuna. ¡Cuántas veces, entre las familias burguesas, y con un poco más de formas y maneras, he sorprendido el equivalente de esas historias de campesinos que dejan morir de hambre a sus padres, después de haberlos despojado! Sí, tengo miedo de empobrecerme. Me parece que jamás podré acumular el oro suficiente. Os atrae, pero me protege.

Ha pasado ya la hora del ángelus y yo no la he oído… pero hoy no se ha dejado oír. Es Viernes Santo. Los hombres de la familia llegarán esta noche en coche. Bajaré a cenar. Quiero verlos a todos reunidos. Me siento mucho más fuerte contra todos que en las conversaciones particulares. Además, quiero comer mi chuleta en este día de penitencia, no por fanfarronería, sino para demostraros que he conservado mi voluntad y que no cederé nunca en lo más mínimo.

Todas las posiciones que ocupo desde hace cuarenta y cinco años y de las cuales no has podido desalojarme, caerían una a una si hiciera una sola concesión. Frente a esta familia alimentada de habichuelas y sardinas en aceite, mi chuleta de viernes Santo será el signo de que no hay esperanza de despojarme en vida.

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