Capítulo cuarto

No me había engañado. Mi presencia en medio de vosotros, anoche, deshizo todos vuestros planes. La mesa de los niños era la única alegre, porque la noche del viernes Santo toman chocolate y pan con mantequilla. Yo no distingo bien. Mi nieta Janine es una niña que ya camina… He dado a todos el espectáculo de un apetito excelente. Tú has aludido a mi salud y a mi avanzada edad para disculpar mi chuleta ante ellos. Me ha parecido terrible el optimismo de Huberto. Como un hombre para quien es cuestión de vida o muerte, está seguro de que la Bolsa subirá dentro de poco. Y es mi hijo. Ese cuadragenario es hijo mío, lo sé, pero no me doy cuenta. Es imposible mirar frente a frente a esta verdad. ¡Si sus asuntos fueran mal, sin embargo…! Un agente de Bolsa que da tales dividendos juega y arriesga mucho… El día en que el honor de la familia se pusiera en juego… ¡El honor de la familia! He aquí un ídolo ante el cual yo no he de sacrificar nada. Mi decisión ya ha sido tomada. Será necesario aguantar el golpe, no enternecerse. Mientras quede todavía el viejo tío Fondaudége que pare los golpes, si yo no los paro…; Pero divago, desatino… o, más que nada, me evado del recuerdo de aquella noche en que tú, sin saberlo, destruiste nuestra felicidad.

Es extraño pensar que tal vez no hayas conservado el recuerdo. Aquellas horas, entre tibias tinieblas, transcurridas en esta alcoba, decidieron nuestros destinos. Cada palabra que pronunciabas los separaba un poco más, y tú no te dabas cuenta de nada. Tu memoria, saturada por mil recuerdos fútiles, no ha retenido nada de este desastre. Pienso que tú, que profesas la creencia en la vida eterna, empeñaste y comprometiste la mía aquella noche. Porque nuestro primer amor me había hecho sensible a la atmósfera de fe y adoración que bañaba tu vida. Yo te amaba y amaba a los elementos espirituales de tu ser. Me enternecía cuando te arrodillabas con tu largo camisón de colegiala…

Ocupábamos esta alcoba donde escribo estas líneas. ¿Por qué fuimos a Cálese, a casa de mi madre, después de nuestro viaje de bodas? Yo no había aceptado la donación de Cálese, porque era obra suya y estaba enamorada de ella. Recordé más tarde, para alimentar mi rencor, las circunstancias que no advertí en un principio o ante las cuales había vuelto los ojos. En primer lugar, tu familia había pretextado la muerte de un tío a fin de que, siguiendo las costumbres de Bretaña, se suprimiesen las fiestas nupciales. Evidentemente, los avergonzaba una alianza tan mediocre. El barón Philipot contó por todas partes que su pequeña cuñada se había enamorado en Bagnéres-de-Luchon de un muchacho encantador, de gran porvenir y muy rico, pero de origen oscuro.

– En fin -decía-, eso no es una familia.

Hablaba de mí como si yo fuese un hijo natural. Pero por lo menos le parecía interesante que yo no tuviese familia de la que nadie pudiera ruborizarse. En fin, mi anciana madre era una mujer presentable y parecía querer mantenerse en su sitio. En resumen, tú eras, por lo visto, una chiquilla mimada que hacías de tus padres lo que te venía en gana. Y mi fortuna se anunciaba tan magnífica que los Fondaudége podían consentir en ese matrimonio y prescindir de lo demás.

Cuando tuve conocimiento de estos chismes, no me enseñaron más de lo que yo conocía en el fondo. La felicidad me impedía concederles ninguna importancia. Y he de confesar que incluso yo había hecho un buen negocio con ese matrimonio casi clandestino. ¿Dónde hallar hombres de honor entre aquella pandilla de muchachos famélicos, de quienes yo había sido el jefe? Mi orgullo me impedía dar los primeros pasos entre mis enemigos de ayer. Este brillante matrimonio hubiera hecho muy fácil el acercamiento. Pero con esta confesión me denigro mucho para no disimular este rasgo de mi carácter: la independencia, la inflexibilidad. No me humillo ante nadie; soy fiel a mis ideas. Sobre este particular, mi matrimonio había despertado en mí algunos remordimientos.

Yo había prometido a tus padres no hacer nada para desviarte de tus prácticas religiosas, pero sólo me había comprometido a no afiliarme a la francmasonería. Además, vosotros no pensabais en ninguna otra exigencia. En aquel tiempo, la religión concernía solamente a las mujeres. En tu mundo, el marido "acompañaba a su mujer a misa": era la fórmula establecida. Ahora bien, en Luchon te había probado que a mí aquello no me repugnaba.

Cuando volvimos de Venecia, en septiembre del 85, tus padres supieron hallar un pretexto para no recibirnos en su castillo de Cenon, donde sus amigos y los de los Philipot tenían ocupadas todas las habitaciones. Nos pareció, pues, más ventajoso instalarnos durante un tiempo en casa de mi madre. El recuerdo de nuestra dureza para con ella no nos molestaba lo más mínimo. Aceptábamos vivir a su lado en la medida que nos pareciera cómodo.

Ella se guardó mucho de jactarse. La casa era nuestra, aseguraba. Podíamos recibir a quienes quisiéramos. Se empequeñecería, no se la vería en ninguna parte. Decía:

– Yo sé desaparecer. -Y también:- Estoy casi todo el día fuera.

En efecto, se preocupaba mucho de los viñedos, las bodegas, los gallineros y la colada. Después de cenar, subía un momento a su habitación, disculpándose si nos hallaba en la sala. Llamaba antes de entrar y hube de advertirle que no debía hacerlo. Incluso se te ofreció para hacerse cargo de la casa, pero tú no le causaste esa tristeza. Por otra parte, no le tenías envidia alguna. ¡Ah, tu condescendencia para con ella! ¡Y esa humilde gratitud que ella te tuvo!

No nos separaste de ella tanto como ella había temido. Yo me mostraba hasta más afectuoso que antes de mi matrimonio. Le asombraban nuestras risas sin ton ni son; aquel joven marido dichoso era, sin embargo, su hijo, tan largo tiempo encerrado en sí mismo y tan duro. Pensaba que no había sabido hacerse conmigo y que yo era demasiado superior para ella. Tú reparabas el mal que ella había ocasionado.

Recuerdo su admiración cuando tú pintarrajeabas pantallas y tamboriles, cuando cantabas o tocabas el piano, atraída siempre por los mismos temas, una " romanza sin palabras" de Mendelssohn.

Algunas amigas solteras iban a verte de vez en cuando. Y tú les advertías:

– Conoceréis a mi suegra, un tipo magnífico, una verdadera dama campesina como no hay dos.

Tú veías en ella mucho estilo. Para hablar a su servidumbre empleaba una jerga que te parecía de muy buen tono. Incluso mostrabas el daguerrotipo de mamá a los quince años, donde ella aparecía aún con su pañuelo de seda. Tenías un estribillo sobre las viejas familias campesinas "más nobles que muchos nobles"… ¡Cuan convencional fuiste en aquel tiempo! La maternidad te devolvió el temperamento.

Retrocedo siempre ante el relato de aquella noche. Fue tan calurosa que no tuvimos más remedio que dejar abiertas las persianas, a pesar de tu horror a los murciélagos. Sabíamos perfectamente que era el roce de las hojas de un tilo contra la pared de la casa, pero siempre nos parecía que respiraba alguien en el fondo de nuestra alcoba. A veces, el viento imitaba entre las ramas el rumor de un aguacero. La luna, al ponerse, iluminaba el suelo y los pálidos fantasmas de nuestros vestidos diseminados por la habitación. No oíamos a la pradera murmuradora, cuyo susurro se había hecho silencio.

Y me dijiste:

– Durmamos. Debemos dormir…

Pero en torno a nuestra lasitud rondaba una sombra. No subíamos solos desde el fondo del abismo. Y surgía ese desconocido Rodolfo, que yo despertaba en tu corazón en cuanto mis brazos se cerraban sobre ti.

Y cuando volvía a abrirlos, adivinábamos su presencia. Yo no quería sufrir, tenía miedo de sufrir. También el instinto de conservación se manifiesta en la felicidad. Sabía que no era necesario interrogarte. Dejaba que ese nombre estallase como una burbuja en la superficie de nuestra vida. No hice nada por arrancar del cieno lo que dormía bajo las aguas mansas, ese principio de corrupción, ese pútrido secreto. Pero tú, miserable, tenías necesidad de liberar con palabras tu pasión desilusionada y hambrienta. Bastó que se me escapara una sola pregunta:

En fin, ¿quién era ese Rodolfo?

Hay muchas cosas que hubiese debido decirte… ¡Oh! Nada grave, tranquilízate.

Hablabas con voz baja y precipitada. Tu cabeza no reposaba en el hueco de mi hombro. El ínfimo espacio que separaba nuestros cuerpos yacentes se había convertido en infranqueable.

El hijo de una austríaca y de un gran industrial del Norte… Lo conociste en Aix, donde acompañaste a tu abuela el año anterior al de nuestro encuentro en Luchon. Llegaba de Cambridge. No me lo describiste, pero le atribuí, de pronto, todas las gracias de que yo me sabía desprovisto. El claro de luna iluminaba sobre nuestras sábanas mi gran mano nudosa de campesino, de cortas uñas. Según decías, no habíais hecho nada realmente malo, aunque él fuera y se mostrara menos respetuoso que yo. Mi memoria no ha retenido nada concreto de tus confesiones. ¿Qué me importaban? No se trataba de esto.

Si no le hubieses amado, me hubiera consolado de una de esas breves derrotas en las que, de un solo golpe, zozobra la pureza de un niño. Pero me preguntaba ya:

"¿Cómo ha podido amarme, cuando apenas ha transcurrido un año de ese gran amor?"

El terror me helaba.

"Todo ha sido falso -pensaba-; me ha mentido; no he sido liberado. ¿Cómo he podido creer que era posible que me amara una muchacha? Yo soy un hombre a quien no se ama."

Las estrellas del alba palpitaban aún. Se despertó un mirlo. La brisa, cuyo rumor habíamos oído entre las hojas mucho antes de sentirla sobre nuestros cuerpos, hinchaba las cortinas y refrescaba mis ojos como en mis tiempos felices. Y esa felicidad existía. Había existido diez minutos antes. Y, sin embargo, pensaba ya: "Mis tiempos felices…"

Te hice una pregunta:

– ¿No aceptó nada de ti?

Recuerdo que te indignaste. Todavía tengo en los oídos aquella voz especial que sacabas entonces, cuando de tu vanidad se trataba. Naturalmente, él estaba muy entusiasmado y orgulloso de desposarse con una Fondaudége. Pero sus padres se habían enterado de que tú habías perdido a dos hermanos, ambos desaparecidos en la adolescencia a causa de la tuberculosis. Como también su salud era frágil, aquella familia no se dejó convencer.

Yo te preguntaba calmosamente. Nada hizo que te dieras cuenta de lo que estabas a punto de destruir.

– Todo esto, querido, ha sido providencial para nosotros dos -dijiste-. Tú sabes cuan orgullosos son mis padres; un poco ridículos, lo reconozco. Puedo confesarte que para que nuestra felicidad haya sido posible fue necesario que ese matrimonio frustrado los hiriera en lo vivo. No ignoras la importancia que entre los de nuestra clase se da a la salud cuando se trata de matrimonio. Mamá suponía que toda la ciudad estaba al corriente de nuestra aventura. Nadie hubiese querido casarse conmigo. Tenía la idea de que había de quedarme para vestir santos. ¡Qué vida más amarga he vivido a su lado durante varios meses! ¡Como si yo no hubiese tenido bastante con mi amargura!… Había llegado a persuadirnos, tanto a papá como a mí, de que yo no era ya "casadera".

Yo evitaba toda palabra que te hubiese hecho desconfiar. Y me repetías que todo había sido providencial para nuestro amor.

– Te amé en cuanto te vi. Habíamos rezado en Lourdes antes de ir a Luchon. Comprendí, al verte, que nuestras súplicas habían sido atendidas.

No presentías la cólera que despertaban en mí tales palabras. Vuestros comentarios tienen secretamente, con respecto a la religión, una idea mucho más alta de la que os podéis imaginar y que ni siquiera ellos mismos saben. ¿Por qué, si no, se sentirían heridos de que la practiquéis de una forma tan baja? A no ser que parezca muy sencillo a tus ojos pedir incluso los bienes temporales a ese Dios a quien llamas Padre… Pero, ¿qué importa todo esto? Se deducía de tus palabras que tanto tu familia como tú os hubieseis lanzado ávidamente sobre el primer caracol que hubierais encontrado.

Nunca, hasta ese minuto, tuve conciencia de qué modo había sido desproporcionado nuestro matrimonio. Fue necesario que tu madre se volviera loca y contagiara a tu padre y a ti con su locura… Me hiciste saber que los Philipot incluso te habían amenazado con renegar de ti si te casabas conmigo. Sí, mientras nos burlábamos en Luchon de aquel imbécil, él había dado todos los pasos posibles para decidir a los Fondaudége a una ruptura.

Pero yo te tenía a ti, querido, y él ha perdido.

Me repetiste varias veces que, en realidad, tú no lamentabas nada.

Te dejaba hablar. Contenía mi aliento. Asegurabas que no hubieras podido ser feliz con Rodolfo. Era demasiado bello. No amaba; se dejaba amar. No importaba quién te lo hubiera quitado.

No te dabas cuenta de que tu propia voz cambiaba sólo con nombrarlo; era menos aguda, poseía una especie de temblor, de arrullo, como si antiguos suspiros permanecieran en suspenso dentro de tu pecho y bastase el solo nombre de Rodolfo para liberarlos.

El no te hubiese hecho feliz porque era bello, encantador y querido. Esto significaba que yo sería tu alegría gracias a mi ingrato semblante, a esa insociabilidad que alejaba los corazones. Según tú decías, él había adquirido los ademanes de los insoportables muchachos que han estudiado en Cambridge y que han hecho suyos los modales ingleses… ¿Preferías a un marido incapaz de elegir la tela de un traje, de anudar una corbata; que aborrecía los deportes y que no practicaba esa distinguida frivolidad, ese arte de eludir las conversaciones importantes, las confesiones, las declaraciones, esa ciencia de vivir dichoso y con gracia? No; te habías fijado en aquel desgraciado porque se encontraba allí aquel año en que tu madre, ante la edad que se pasaba, se había convencido de que tú no eras "casadera". Porque no querías ni podías continuar soltera seis meses más; había suficiente dinero para que eso fuese una excusa plausible a los ojos del mundo…

Contenía mi respiración anhelante, apretaba los puños y me mordía el labio inferior. Cuando esto me horroriza hoy, hasta el punto de no poder soportar más a mi corazón ni a mi cuerpo, pienso en aquel muchacho de 1885, en aquel esposo de veintitrés años, con los brazos cruzados sobre el pecho y que ahogaba con rabia su joven amor.

Me estremecí. Te diste cuenta y te interrumpiste.

– ¿Tienes frío, Luis?

Te contesté diciendo que sólo había sido un escalofrío.

– No estás celoso, ¿verdad? Sería demasiado estúpido…

No mentí al jurarte que no había en mí la menor huella de celos. ¿Cómo hubieras comprendido que el drama se desarrollaba más allá de este sentimiento?

Lejos de darte cuenta de cuan profundamente había sido herido, te inquietó, sin embargo, mi silencio. Tu mano buscó mi frente en la oscuridad, acarició mi rostro. A pesar de que no lo había mojado ninguna lágrima, tal vez esa mano no reconociera los trazos familiares en mi endurecido semblante de mandíbulas apretadas. Tuviste miedo.

Para encender la bujía te inclinaste a medias sobre mí; no podías encender la cerilla. Yo me ahogaba bajo tu cuerpo odioso.

– ¿Qué tienes? Ya te lo he contado todo. Me das miedo.

Fingí asombrarme. Te aseguré que no había nada que pudiese preocuparte.

– ¡Qué tonto eres asustándome, querido! Apago. Voy a dormir.

No hablaste más. Contemplaba el nacimiento de aquel nuevo día, de aquel día de mi nueva vida. Las golondrinas gritaban en los tejados. Un hombre cruzaba el patio arrastrando los zuecos. Todo lo que escucho ahora, desde hace cuarenta y cinco años, lo escuchaba entonces: los gallos, las campanas, un tren de mercancías al cruzar el puente… Y todo lo que respiraba lo respiro aún: ese perfume que amo, ese olor de cenizas que trae el viento por la parte del mar, desde los eriales incendiados. De pronto, me incorporé a medias.

– Isa, la noche en que lloraste, la noche en que nos hallábamos sentados en un recodo de Superbagnéres, ¿lloraste por él?

Como no me contestabas, cogí tu brazo, que retiraste con gruñido casi animal. Te volviste de espaldas. Dormías bajo tus largos cabellos. Al sentir el frescor del alba, echaste las sábanas en desorden sobre tu cuerpo encogido, aovillado, como duermen los animales jóvenes. ¿Por qué despertarte de ese sueño de niño? Lo que yo quería saber por ti misma, ¿no lo sabía ya?

Me levanté sin ruido. Fui descalzo hasta el espejo del armario, donde me contemplé como si hubiese sido otro, o, mejor dicho, como si hubiera vuelto a mí mismo: el hombre a quien no habían amado, aquel por quien nadie en el mundo había sufrido. Tuve lástima de mi juventud; mi gruesa mano de campesino resbaló a lo largo de mi mejilla sin afeitar, ya ensombrecida por una barba dura de rojizos reflejos.

Me vestí en silencio y bajé al jardín. Mamá estaba entre los rosales. Se levantaba antes que la servidumbre para airear la casa. Me dijo al verme:

– Quieres aprovecharte del fresco, ¿verdad? -Y añadió, mostrándome la niebla que cubría toda la llanura:- Hoy será un día de bochorno. A las ocho lo cerraré todo.

La besé con mayor ternura que de costumbre. Y ella murmuró en voz baja:

– Querido…

Mi corazón -te asombra que yo hable de mi corazón, ¿verdad?-, mi corazón estaba a punto de partirse en pedazos. A mis labios acudieron unas palabras trémulas… ¿Por dónde empezar? ¿Qué habría comprendido ella? El silencio es un medio fácil al cual sucumbo siempre.

Fui hasta la terraza. Endebles árboles frutales se dibujaban vagamente por encima de las cepas. La cumbre de las colinas levantaba la niebla, desgarrándola. De la bruma nacía un campanario; luego, la iglesia, a su vez, emergía como un cuerpo vivo. Y a pesar de que tú supones que jamás he comprendido todas estas cosas…, me daba cuenta, no obstante, en ese minuto, de que una criatura tan desolada como yo lo estaba puede buscar la razón, el sentido de su derrota; que es posible que esa derrota encierre un significado, que los acontecimientos, sobre todo en el orden del corazón, sean quizá mensajeros cuyo secreto hay que interpretar… Sí, yo he sido capaz, en ciertas horas de mi vida, de entrever las cosas que hubieran debido acercarme a ti.

Sin embargo, todo esto no fue aquella mañana sino la emoción de un instante. Me veo aún dirigiéndome a la casa. No eran todavía las ocho y ya calentaba el sol. Se te veía a través de la ventana, con la cabeza inclinada, recogiéndote los cabellos con una mano y cepillándolos con la otra. No me veías. Durante un momento permanecí con la cabeza levantada, mirándote, poseído de un aborrecimiento cuyo amargo sabor creo percibir todavía al cabo de tantos años.

Corrí hasta mi escritorio y abrí la gaveta cerrada con llave. De ella saqué un pañuelo arrugado, el mismo que había servido para enjugar tus lágrimas aquella noche en Superbagnéres y que, idiota de mí, había apretado contra mi pecho. Le até una piedra, como si hubiera sido un perro vivo y hubiese querido ahogarlo, y lo lancé a esa charca que en nuestra casa llamamos gouttiu.

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