PRIMERA PARTE

1

Recuerdos fatales

Arte policial


Jason Strunk era, a decir de todos, un tipo insignificante, un treintañero anodino casi invisible para sus vecinos, y al parecer también inaudible, porque ninguno de ellos recordaba nada concreto que hubiera dicho. Ni siquiera tenían la certeza de que hubiera hablado. Tal vez saludaba con la cabeza, quizá decía hola, tal vez musitaba una palabra o dos. Era difícil decirlo. De entrada, todos expresaron su consternación, incluso una temporal incredulidad, cuando se desveló la devoción obsesiva del señor Strunk por matar hombres con bigote, de mediana edad, así como su perturbadora forma de deshacerse de los cadáveres: los cortaba en trozos manejables, los envolvía en paquetes de colores y los enviaba por correo a los agentes de Policía locales como regalos de Navidad.

Dave Gurney examinó con atención el rostro lívido y plácido de Jason Strunk, que le devolvía la mirada desde la pantalla de su ordenador; en realidad, era la foto de la ficha policial de Jason Strunk, tomada tras la detención. Había ampliado la imagen para que la cara tuviera el tamaño real, y la faz estaba rodeada en los bordes de la pantalla por iconos de herramientas de un programa de retoque fotográfico creativo al que Gurney estaba empezando a pillarle el tranquillo.

Movió una de las herramientas de control de brillo hasta el iris del ojo derecho de Strunk, hizo clic con el ratón y examinó el pequeño reflejo que había creado.

Mejor, pero todavía no estaba bien.

Los ojos siempre eran lo más difícil los ojos y la boca, pero eran la clave. En ocasiones tenía que experimentar con la posición y la intensidad de un minúsculo reflejo durante horas, y aun así terminaba con un resultado que no le satisfacía, que no era lo bastante bueno para enseñárselo a Sonya, y menos a Madeleine.

El problema con los ojos radicaba en que éstos, más que ninguna otra de las facciones de la cara, captaban la tensión, la contradicción: la indiferencia reservada, salpicada con una pizca de crueldad, que Gurney había discernido con frecuencia en los rostros de los asesinos con los que había tenido la oportunidad de pasar tiempo a solas.

Había conseguido acertar en la mirada tras su paciente manipulación del retrato de la ficha policial de Jorge Kunzman (el empleado de Walmart que siempre guardaba la cabeza de su última conquista hasta que podía sustituirla por otra más reciente). Le había complacido el resultado: expresaba con inquietante inmediatez la vacuidad profunda y negra que se ocultaba tras la expresión aburrida del señor Kunzman. Por otro lado, la reacción entusiasta de Sonya, su efusivo elogio, lo había confirmado en su opinión. Era esa acogida, además de la venta inesperada de la obra a uno de los amigos coleccionistas de Sonya, lo que lo motivaba a producir la serie de fotografías creativamente retocadas que se exhibían en una muestra titulada Retratos de los asesinos por el hombre que los detuvo, en la pequeña pero cara galería de Sonya en Ithaca.

Cómo un detective de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, recientemente retirado y con manifiesto desinterés por el arte en general y por el contemporáneo en particular, unido a un profundo desagrado por la fama, había terminado en una pequeña localidad universitaria como protagonista de una muestra de arte chic, descrita por los críticos locales «como una novedosa combinación de fotografías de una crudeza brutal, percepciones psicológicas inquebrantables y manipulaciones gráficas geniales», era una pregunta con dos respuestas muy diferentes: la suya y la de su mujer.

Por lo que a él respectaba, todo empezó cuando Madeleine lo engatusó para que se apuntara con ella a un curso de introducción al arte en el museo de Cooperstown. Siempre estaba tratando de sacarlo: de su estudio, de la casa, de sí mismo, simplemente sacarlo. Él había aprendido que la mejor forma de mantener el control de su propio tiempo era mediante una estrategia de capitulaciones periódicas. El curso de apreciación artística correspondía a uno de estos movimientos estratégicos, y aunque temía la perspectiva de soportarlo, esperaba que lo inmunizara contra presiones posteriores durante al menos un mes o dos. No es que viviera pegado al sofá, ni mucho menos. A sus cuarenta y siete años, aún podía hacer cincuenta flexiones y cincuenta abdominales. Simplemente no le gustaba mucho salir.

El curso, no obstante, resultó una sorpresa: de hecho, tres sorpresas. En primer lugar, a pesar de que había supuesto que el mayor reto sería aguantar despierto, la profesora, Sonya Reynolds, dueña de galería y artista de fama en la región, le pareció fascinante. No era hermosa de un modo convencional, no a la manera del arquetipo europeo de Catherine Deneuve. Tenía los labios demasiado fruncidos, los pómulos excesivamente prominentes, la nariz demasiado enérgica. Sin embargo, por alguna razón, las partes imperfectas quedaban unificadas en un conjunto fuera de lo común gracias a unos grandes ojos de un verde grisáceo profundo y a un estilo relajado que era sensual de manera natural. No había muchos hombres en la clase, sólo seis de los veintiséis participantes, pero Sonya Reynolds concitaba la atención absoluta de los seis.

La segunda sorpresa fue su propia reacción positiva al curso. Al tener un interés especial en ello, Sonya consagraba un tiempo considerable al arte derivado de la fotografía: fotos manipuladas para crear imágenes más poderosas o comunicativas que los originales.

La tercera sorpresa se produjo a las tres semanas del curso, que duraba un total de doce, una noche en que Sonya estaba comentando con entusiasmo las serigrafías de un artista contemporáneo realizadas a partir de retratos fotográficos solarizados. Al mirar las serigrafías, a Gurney se le ocurrió que podía sacar partido de un recurso inusual al que tenía un acceso privilegiado y al cual podía aportar una perspectiva personal. La idea era extrañamente emocionante. Lo último que esperaba de un curso de introducción al arte era que fuera apasionante.

Una vez que se le ocurrió, la idea potenciar, clarificar e intensificar retratos de la ficha policial de diversos criminales, en especial retratos de asesinos, para capturar y reflejar la naturaleza de la bestia que había pasado estudiando, persiguiendo y burlando toda su carrera le cautivó. Pensaba en ello con más frecuencia de lo que estaba dispuesto a reconocer. Al fin y al cabo, era un hombre prudente, capaz de ver las dos caras de cada problema, el defecto en cada certeza, la ingenuidad en cada entusiasmo.

Mientras trabajaba en la foto de Jason Strunk en el escritorio de su estudio esa brillante mañana de octubre, el sonido de algo que cayó al suelo detrás de él le interrumpió.

– Voy a dejar esto aquí dijo Madeleine Gurney con una voz que a cualquiera podría haberle sonado natural, inocente, pero que a su marido le sonó tensa.

Dave Gurney miró por encima del hombro, entrecerrando los ojos al ver el pequeño saco de arpillera apoyado contra la puerta.

– ¿Qué dejas? – preguntó, aunque conocía la respuesta.

– Tulipanes – dijo Madeleine con el mismo tono.

– ¿Quieres decir bulbos?

Una corrección estúpida, ambos lo sabían. No era más que una manera de expresar su irritación por el hecho de que Madeleine quisiese que hiciera algo que no tenía ganas de hacer.

– ¿Qué quieres que haga con los bulbos aquí?

– Llevarlos al jardín y ayudarme a plantarlos.

Gurney consideró que era ilógico llevárselos al estudio para luego hacérselo volver a sacar, pero se lo pensó mejor.

– En cuanto termine con esto – dijo un poco molesto.

Se dio cuenta de que plantar bulbos de tulipán en un día espléndido del veranillo de San Martín en un jardín situado en una cumbre con vistas a un panorama de bosques otoñales de color carmesí y prados esmeralda que se desplegaban bajo un cielo azul cobalto, no era un encargo demasiado pesado. Simplemente detestaba que lo interrumpieran. Reaccionar así, se dijo, era una consecuencia de su mayor virtud: la mente lineal y lógica que lo había convertido en un detective de gran éxito, la mente que se alertaba por la más ligera discontinuidad en el relato de un sospechoso, la mente capaz de percibir una fisura demasiado fina para que la mayoría de los ojos la vieran.

Madeleine miró por encima del hombro de Gurney a la pantalla del ordenador.

– ¿Cómo puedes trabajar en algo tan feo en un día como éste? – preguntó.


Una víctima perfecta


Davye y Madeleine Gurney vivían en una sólida casa de labranza del siglo xix, enclavada en el rincón de un prado solitario, al final de un camino sin salida en las colinas del condado de Delaware, a unos ocho kilómetros del pueblo de Walnut Crossing. Un bosque de cerezos, arces y robles rodeaba la pradera de cuatro hectáreas.

La casa conservaba su sencillez arquitectónica original. En el año que hacía que la poseían, los Gurney habían restaurado las desafortunadas modernizaciones llevadas a cabo por el anterior propietario, para conferirle a su hogar una apariencia más autentica. Habían sustituido, por ejemplo, inhóspitas ventanas de aluminio por otras con marco de madera que poseían el estilo de luz partida de un siglo antes. No lo habían hecho por obsesión por la autenticidad histórica, sino en reconocimiento de que la estética original era, en cierto modo, la más «adecuada». El aspecto que una casa ha de tener y la sensación que debe transmitir eran los temas en los cuales Madeleine y David estaban en completa armonía, algo que, él tenía la sensación, cada vez era menos frecuente.

Esa idea le había estado corroyendo el ánimo durante la mayor parte del día, y el comentario de su mujer sobre la fealdad del retrato en el que estaba trabajando no hizo sino reactivarla. Esa misma tarde, mientras intentaba dormir la siesta en su silla de teca favorita, después de plantar los tulipanes, notó las pisadas de Madeleine, que se acercó a él a través de la hierba alta que le llegaba hasta los tobillos. En cuanto las pisadas se detuvieron ante su silla, David abrió un ojo.

– ¿Crees dijo ella en su tono calmado y benévolo que es demasiado tarde para sacar la canoa?- El tono sugería tanto una pregunta como un reto.

Madeleine era una mujer delgada y atlética de cuarenta y cinco años que fácilmente podía pasar por una de treinta y cinco. Su mirada era franca, serena, inquisitiva. El cabello castaño y largo, con la excepción de unos pocos mechones sueltos, estaba recogido bajo su sombrero de jardín de ala ancha.

– ¿De verdad te parece feo? – respondió, sumido en sus pensamientos.

– Por supuesto que es feo – dijo ella sin vacilación. ¿Se supone que no ha de serlo?

David torció el gesto al considerar el comentario.

– ¿Te refieres al motivo? – preguntó.

– ¿A qué más podría referirme?

– No lo sé. – Se encogió de hombros. – Resultabas un poco desdeñosa, tanto respecto a la ejecución como al motivo.

– Lo lamento.

No parecía lamentarlo. Cuando estaba a punto de decírselo, Madeleine cambió de tema.

– ¿Tienes ganas de ver a tu antiguo compañero de clase?

– No muchas – dijo, ajustando el respaldo del asiento. No me entusiasma recordar el pasado.

– A lo mejor tiene un asesinato para que lo resuelvas.

Gurney miró a su mujer, estudió la ambigüedad de su expresión.

– ¿Crees que eso es lo que quiere? – preguntó con tibieza.

– ¿No eres famoso por eso? – La rabia estaba empezando a tensarle la voz.

Era una reacción que había observado desde hacía meses. Creía entender de qué se trataba. Tenían ideas diferentes de lo que había supuesto su retiro, qué clase de cambios iba a provocar en sus vidas y, más concretamente, cómo se suponía que iba a cambiarlo a él. Últimamente, además, había estado creciendo cierto resentimiento en torno a esa nueva afición de David: el proyecto de los retratos de asesinos que estaba absorbiendo su tiempo. Él sospechaba que la negatividad de Madeleine en este aspecto podría estar relacionada, en parte, con el entusiasmo de Sonya.

– ¿Sabes que también es famoso? – preguntó Madeleine.

– ¿Quién?

– Tu compañero de clase.

– La verdad es que no. Dijo algo al teléfono de que había escrito un libro, y lo comprobé al momento. No se me había ocurrido que fuera famoso.

– Dos libros – afirmó Madeleine. -Es director de algún tipo de instituto en Peony, y pronunció una serie de conferencias que pasaron en la PBS. Imprimí el texto de las solapas del libro. Por si quieres echarle un vistazo.

– Supongo que él mismo me dirá todo lo que hay que saber de él y de sus libros. No parece tímido.

– Como quieras. He dejado las copias en tu escritorio, por si cambias de opinión. Por cierto, Kyle ha llamado antes.

David la miró en silencio.

– Le dije que le llamarías.

– ¿Por qué no me has avisado? – preguntó, más irritado de lo que pretendía. Su hijo no llamaba muy a menudo.

– Le he preguntado si quería que te localizara. Ha dicho que no quería molestarte, que no era urgente.

– ¿Ha dicho algo más?

– No.

Se volvió y cruzó la gruesa capa de hierba húmeda en dirección a la casa. Cuando alcanzó la puerta lateral y puso la mano en el pomo, pareció recordar algo más, volvió a mirarlo y habló con exagerado desconcierto.

– Según la solapa del libro, tu antiguo compañero de clase parece un santo, perfecto en todo. Un gurú de la buena conducta. Cuesta imaginar que necesite consultar a un detective de homicidios.

– Un detective de homicidios retirado – la corrigió Gurney.

Pero ella ya se había ido y no había intentado amortiguar el portazo.

3

Problema en el paraíso

El día siguiente fue más espléndido que el anterior. Era la perfecta foto de octubre en un calendario de Nueva Inglaterra. Gurney se despertó a las siete de la mañana, se duchó y se afeitó, se puso los téjanos y un jersey fino de algodón, y estaba tomándose un café sentado en una silla de lona en el patio de piedras azules al que se accedía desde el dormitorio. El patio y la puerta cristalera habían sido idea de Madeleine.

Era buena en esa clase de cosas, tenía sensibilidad para lo que era posible, lo que era apropiado. Revelaba mucho de ella: sus instintos positivos, su imaginación práctica, su innato buen gusto. Sin embargo, cuando se quedaba enredado en sus disputas con ella los fangos y zarzas de las expectativas que cada uno cultivaba en privado, le resultaba difícil recordar las muchas virtudes de su esposa.

Tenía que acordarse de llamar a Kyle. Aunque esperaría tres horas por la diferencia horaria entre Walnut Crossing y Seattle. Se hundió más en la silla, sujetando la taza de café caliente con las dos manos.

Miró la delgada carpeta que había sacado junto con su café y trató de imaginar la aparición del compañero de la universidad al que no había visto desde hacía veinticinco años. La foto de la solapa del libro que Madeleine había impreso de la web de una librería le avivó el recuerdo no sólo de la cara, sino también de la personalidad, que completó con el timbre de voz de un tenor irlandés y con una sonrisa increíblemente encantadora.

Cuando eran estudiantes universitarios en el campus de Fordham Rose Hill, en el Bronx, Mark Mellery era un personaje alocado cuyos arranques de humor y sinceridad, de energía y de ambición, estaban teñidos por algo más oscuro. Tendía a caminar por la cornisa: una especie de genio acelerado, a un tiempo inquieto y calculador, siempre al borde de una espiral destructiva.

Según la biografía que aparecía en su página web, la dirección de la espiral, que lo había hundido rápidamente a los veintitantos años, se había revertido a los treinta y tantos gracias a una suerte de transformación espiritual radical.

Tras poner su taza de café en el estrecho brazo de madera de la silla, Gurney abrió la carpeta en su regazo, sacó el mensaje de correo electrónico que había recibido de Mellery una semana antes y volvió a leerlo, línea a línea.


Hola, Dave:

Espero que no consideres inapropiado que un viejo compañero de clase contacte contigo después de transcurrido tanto tiempo. Uno nunca puede estar seguro de lo que una voz del pasado puede evocar. He mantenido el contacto con nuestro pasado académico a través de nuestra asociación de alumnos, y me han fascinado las noticias publicadas a lo largo de los años referidas a miembros de nuestra promoción. Me alegré al ver, en más de una ocasión, tus hazañas estelares y el reconocimiento que estabas recibiendo. (Un artículo en nuestro Alumni News se refería a ti como «el detective más condecorado del Departamento de Policía de Nueva York», lo cual no me sorprendió demasiado, al recordar al Dave Gurney que conocí en la universidad.) Luego, hace más o menos un año, vi que te habías retirado del Departamento de Policía y que te habías trasladado al condado de Delaware. Me llamó la atención, porque resulta que yo resido en Peony, a un tiro de piedra, como se suele decir. Dudo que hayas oído hablar de ello, pero ahora dirijo una especie de casa de retiro aquí, el Instituto para la Renovación Espiritual. Suena pedante, lo sé, pero, en realidad, es una institución que tiene «los pies en el suelo».

Aunque he pensado muchas veces a lo largo de los años que me gustaría volver a verte, una situación inquietante me ha dado por fin el empujón que necesitaba para dejar de pensar en ello y ponerme en contacto contigo. Se trata de algo en lo que creo que tu consejo podría serme de suma utilidad. Me gustaría hacerte una breve visita. Si pudieras reservarme un hueco de media hora, iría a tu casa de Walnut Crossing o a cualquier otro lugar que a ti te convenga.

Mis recuerdos de nuestras conversaciones en el campus y aún más de nuestras conversaciones en el Shamrock Bar por no mencionar tu destacada experiencia profesional me convencen de que eres la persona adecuada con la que hablar de la compleja cuestión que se me ha presentado. Se trata de un extraño enigma que sospecho que te interesará. La capacidad de sumar dos y dos de formas que escapan a todos los demás siempre fue tu mayor virtud. Cuando pienso en ti, siempre recuerdo tu lógica impecable y tu clarividencia, cualidades que necesito, y mucho, ahora mismo. Te llamaré en breve al número que aparece en el listado de alumnos con la esperanza de que sea correcto y esté actualizado.

Con muchos buenos recuerdos,


Mark Mellery


P. S. Aunque termines tan desconcertado como yo por este problema y no puedas ofrecerme ningún consejo, no dejará de ser un placer volver a verte.


La llamada había llegado dos días después. Gurney había reconocido la voz de inmediato, pues inquietantemente no había cambiado, salvo por un leve temblor de ansiedad.

Después de unos pocos comentarios de autodesaprobación por no haber mantenido el contacto, Mellery fue al grano. ¿Podía ver a Gurney dentro de unos días? Cuanto antes mejor, porque la «situación» era urgente. Había ocurrido otro «suceso». Realmente era imposible hablarlo por teléfono, como Gurney comprendería cuando se vieran. Mellery tenía que enseñarle unas cosas. No, no era un asunto para la Policía local, por razones que le explicaría cuando se vieran. No, tampoco era una cuestión legal, al menos de momento. No se había cometido ningún delito, ni nadie había sido específicamente amenazado, al menos no podía probarlo. Señor, era tan difícil hablar de esta manera; sería mucho más fácil hacerlo en persona. Sí, se daba cuenta de que Gurney no se dedicaba a la investigación privada. Pero sólo media hora: ¿disponía de media hora?

Gurney aceptó, pese a los sentimientos contradictorios que había experimentado desde el principio. Su curiosidad solía imponerse a su reticencia; en este caso tenía curiosidad por el atisbo de histeria que acechaba en el matiz melifuo de la voz de Mellery. Y, por supuesto, un enigma por descifrar le atraía más poderosamente de lo que iba a admitir.

Después de releer por tercera vez el mensaje de correo electrónico, Gurney volvió a guardarlo en la carpeta y dejó que su mente vagara por los recuerdos que despertaba en los rincones de su memoria: las clases matinales en las que Mellery se había presentado resacoso y aburrido, el modo gradual en que volvía a la vida por la tarde, sus pullas de ingenio irlandés y su perspicacia a altas horas de la noche, potenciada por el alcohol. Era un actor nato, estrella indiscutida de la sociedad dramática de la facultad: un hombre joven que, por más lleno de vida que pudiera estar en el Shamrock Bar, estaba sin duda el doble de vivo encima del escenario. Dependía del público: un hombre que sólo alcanzaba su máxima cota bajo la nutritiva luz de la admiración.

Gurney abrió la carpeta y miró el mensaje una vez más. Le molestaba cómo describía Mellery su relación. El contacto entre ellos había sido menos frecuente, menos significativo y menos amistoso de lo que sugería. Sin embargo, tenía la impresión de que Mellery había elegido sus palabras con esmero a pesar de su sencillez, la nota había sido escrita y reescrita, ponderada y corregida y que la adulación, como el resto de la carta, tenía un objetivo. Ahora bien, ¿cuál era ese objetivo? El más obvio era asegurarse de que Gurney aceptara una reunión cara a cara y comprometerlo en la solución de fuera cual fuese el «misterio» que había surgido. Más allá de eso, resultaba difícil saberlo. Estaba claro que el problema revestía su importancia, lo cual explicaría el tiempo y la atención que sin duda se había tomado para que las frases fluyeran y causaran la sensación buscada, para que expresaran una mezcla eficaz de afectuosidad y angustia.

Sin olvidar el detalle de la posdata. Además del sutil desafío implícito en la sugerencia de que Gurney podría ser derrotado por el enigma, fuera cual fuese, también obstruía una ruta de salida fácil, y dificultaba cualquier posible excusa que pudiera verse tentado a dar, en el sentido de que no se dedicaba a la investigación privada o de que no podría resultarle útil. El objetivo de la redacción era identificar cualquier reticencia a reunirse con él como un grosero rechazo a un viejo amigo.

Sin duda, se había esmerado a la hora de redactar el mensaje.

Meticulosidad. Eso era algo nuevo, ¿no? Sin duda esa cualidad no era una piedra angular del viejo Mark Mellery.

Este cambio le parecía interesante.

En el momento perfecto, Madeleine salió por la puerta de atrás de la casa y recorrió unos dos tercios del camino hasta donde se hallaba sentado Gurney.

– Ha llegado tu invitado – anunció de plano.

– ¿Dónde está?

– En casa.

Gurney bajó la mirada. Una hormiga avanzaba zigzagueando por el brazo de su silla. La hizo salir volando de un capirotazo.

– Pídele que venga aquí dijo. Hace demasiado buen día para estar dentro.

– ¿Verdad que sí? – contestó ella, haciendo que el comentario sonara conmovedor e irónico al mismo tiempo. – Por cierto, tiene la misma pinta que en su foto de la solapa; todavía más.

– ¿Todavía más qué? ¿Qué se supone que significa eso?

Madeleine ya estaba volviendo a la casa y no respondió.

4

Te conozco tan bien que sé lo que estás pensando

Lark Mellery avanzó a grandes zancadas por la hierba. Se acercó a Gurney como si planeara abrazarlo, pero algo le hizo reconsiderar tal muestra de afecto.

– ¡Davey! exclamó, extendiendo la mano.

«¿Davey?»

– ¡Dios mío! continuó Mellery. ¡Estás igual! Vaya, ¡me alegro de verte! Me alegro de verte tan bien. ¡Davey Gurney! En Fordham decían que te parecías a Robert Redford en Todos los hombres del presidente. Aún te pareces, ¡no has cambiado nada! Si no supiera que tienes cuarenta y siete años como yo, diría que tienes treinta.

Agarró la mano de Gurney entre las suyas como si fuera un objeto precioso.

– Mientras venía conduciendo desde Peony, estaba recordando lo tranquilo y sereno que eras siempre. Un oasis emocional, eso es lo que eras, ¡un oasis emocional! Y aún tienes ese aspecto. Davey Gurney: calmado, tranquilo y sereno, además de poseer la mente más aguda de la ciudad. ¿Cómo te ha ido?

– He sido afortunado – dijo Gurney, liberando la mano y hablando con un tono tan carente de emoción como cargado de entusiasmo lo estaba el de Mellery. – No puedo quejarme.

– Afortunado… – Mellery pronunció las sílabas como si tratara de recordar el significado de una palabra extranjera. – Tienes una casa bonita. Muy bonita.

– Madeleine tiene buen ojo para estas cosas. ¿Nos sentamos? – Gurney señaló un par de sillas de teca ajadas por el clima y situadas una frente a otra entre el manzano y una pila de agua para pájaros.

Mellery empezó a dirigirse hacia el lugar indicado, pero se detuvo.

– Me he dejado…

– ¿Puede ser esto?

Madeleine estaba caminando hacia ellos desde la casa, sosteniendo ante sí un elegante maletín. Discreto y caro, era como todo lo demás en la apariencia de Mellery, desde los zapatos ingleses de importación (aunque confortablemente ablandados y no demasiado lustrados) hasta la americana de cachemir entallada a la perfección (si bien levemente arrugada): un aspecto al parecer calculado para apuntar que allí había un hombre que sabía cómo emplear el dinero sin dejar que éste lo usara a él, un hombre que había logrado el éxito sin adorarlo, un hombre al que la buena fortuna le llegaba de un modo natural. En cambio, la mirada atribulada expresaba un mensaje diferente.

– Ah, sí, gracias – dijo Mellery, aceptando el maletín de Madeleine con evidente alivio.- Pero ¿dónde…?

– Te lo has dejado en la mesita de café.

– Sí, claro. Estoy un poco despistado hoy. Gracias.

– ¿Quieres tomar algo?

– ¿Tomar?

– Tenemos un poco de té helado. O, si prefieres otra cosa…

– No, no, el té es perfecto. Gracias.

Mientras Gurney observaba a su antiguo compañero de clase, de repente se le ocurrió lo que Madeleine había querido decir con que Mellery tenía la misma pinta que en la foto de la solapa de sus libros, «todavía más».

La cualidad más evidente en la fotografía era una suerte de perfección informal: la ilusión de un retrato espontáneo, aficionado, pero sin las sombras poco favorecedoras o la composición torpe que caracterizan un retrato aficionado auténtico. Mellery personificaba justo ese sentido de descuido de elaboración artesana, el deseo guiado por el ego de no mostrar el ego. Como de costumbre, la percepción de Madeleine había sido atinada.

– En tu mail mencionabas un problema – dijo Gurney, yendo al grano con una brusquedad rayana con la grosería.

– Sí – respondió Mellery.

Sin embargo, en lugar de ir al grano, Mellery evocó un recuerdo que parecía concebido para dar una puntada más en el lazo de obligación que implicaba su antigua camaradería. Narró un debate tonto que un compañero de clase de ambos había mantenido con un profesor de filosofía. Durante su relato, se refirió a sí mismo, a Gurney y al protagonista como los Tres Mosqueteros del campus de Rose Hill, tratando de lograr que una anécdota de segundo curso sonara heroica. A Gurney el intento le resultó embarazoso y no ofreció a su invitado ninguna respuesta más allá de la mirada expectante.

– Bueno – dijo Mellery, volviendo con incomodidad al asunto que les ocupaba. -No sé muy bien por dónde empezar.

«Si no sabes por dónde empezar tu propia historia, qué demonios haces aquí», pensó Gurney.

Mellery finalmente abrió su maletín, retiró dos libros delgados en rústica y se los entregó a Gurney, con cuidado, como si fueran frágiles. Eran los libros descritos en las páginas de la web que había impreso Madeleine y que él había mirado antes. Uno se titulaba Lo único que importa y tenía el subtítulo: «El poder de la conciencia para salvar vidas». El otro se titulaba Con toda sinceridad y el subtítulo rezaba: «La única forma de ser feliz».

– Puede que no hayas oído hablar de estos libros. Tuvieron un éxito moderado, pero no fueron lo que se dice superventas. Mellery sonrió con lo que parecía una imitación bien practicada de la humildad. No estoy sugiriendo que tengas que leerlos ahora mismo. -Volvió a sonreír como si eso le divirtiera. -No obstante, podrían darte una pista respecto a lo que está ocurriendo, o a por qué está ocurriendo, una vez que te explique mi problema…, o quizá debería decir mi problema aparente. Todo este asunto me tiene un poco perplejo.

«Y más que un poco asustado», pensó Gurney.

Mellery respiró hondo, hizo una pausa y empezó su relato como un hombre que camina con frágil determinación hacia una ola de agua helada.

– Primero debería hablarte de las notas que he recibido.

Buscó en su maletín y sacó dos sobres. Abrió uno, extrajo de él una hoja de papel en blanco con texto escrito a mano por una cara y otro sobre más pequeño del tamaño de una tarjeta de invitación. Le pasó el papel a Gurney.

– Ésta fue la primera comunicación que recibí, hace unas tres semanas.

Gurney cogió el papel y se apoyó en el respaldo de la silla para examinarlo. A la primera notó la pulcritud de la caligrafía. Las palabras estaban escritas de un modo preciso y elegante: de inmediato le vino a la mente la imagen de la hermana Mary Joseph mientras escribía en la pizarra de su escuela de primaria. Sin embargo, más extraño si cabe que la escrupulosa caligrafía era el hecho de que la nota se había escrito con pluma y tinta roja. ¿Tinta roja? El abuelo de Gurney había usado tinta roja. Tenía frasquitos redondos de tinta azul, verde y roja. Recordaba muy poco de su abuelo, pero recordaba la tinta. ¿Aún se vendía tinta roja para pluma?

Gurney leyó la nota torciendo el gesto, luego volvió a leerla. No había ni saludo ni firma.


¿Crees en el destino? Yo sí, porque pensaba que no volvería a verte y, de repente, un día, allí estaba. Todo volvió: cómo sonaba, cómo se movía, y más que ninguna otra cosa, cómo pensaba. Si alguien te pidiera que pensaras en un número, yo sé en qué número pensarías. ¿No me crees? Te lo demostraré. Piensa en cualquier número del uno al mil: el primero que se te ocurra. Imagínatelo. Ahora verás lo bien que conozco tus secretos. Abre el sobrecito.


Gurney emitió un gruñido evasivo y miró de manera inquisitiva a Mellery, que había estado observándolo mientras leía.

– ¿Tienes alguna idea de quién te envió esto?

– Ni la menor idea.

– ¿Alguna sospecha?

– No.

– Hum. ¿Participaste en el juego?

– ¿El juego? – Estaba claro que Mellery no lo consideraba así. – Si lo que quieres decir es si pensé en un número, sí. En esas circunstancias habría sido difícil no hacerlo.

– ¿Así que pensaste en un número?

– Sí.

– ¿Y?

Mellery se aclaró la garganta.

– El número en el que pensé era el seiscientos cincuenta y ocho.

Lo repitió, articulando los dígitos (seis, cinco, ocho), como si pudieran significar algo para Gurney. Cuando vio que no, respiró con nerviosismo y continuó.

– El número seiscientos cincuenta y ocho no tiene ningún significado especial para mí. Sólo fue el primero que se me ocurrió. Me he devanado los sesos, tratando de recordar algo que pudiera asociar con él, cualquier razón por la que pudiera haberlo elegido, pero no se me ha ocurrido nada. Es sólo el primero que se me ocurrió insistió con nerviosa sinceridad.

Gurney lo miró con creciente interés.

– ¿Y en el sobrecito…?

Mellery le pasó el sobre que acompañaba la nota y observó con atención mientras Gurney lo abría, sacaba un trozo de libreta y leía el mensaje escrito en el mismo estilo delicado y con la misma tinta roja.


¿Te sorprende que supiera que ibas a elegir el 658? ¿Quién te conoce tan bien? Si quieres la respuesta, primero has de devolverme los 289,87 dólares que me costó encontrarte. Envía esa cantidad exacta a: P. O. Box 49449, Wycherly, CT 61010 Envíame efectivo o un cheque nominativo Hazlo a nombre de X. Arybdis (Ése no siempre fue mi nombre.)


Después de volver a leer la nota, Gurney le preguntó si había contestado.

– Sí. Envié un cheque por el importe mencionado.

– ¿Porqué?

– ¿Qué quieres decir?

– Es mucho dinero. ¿Por qué decidiste mandarlo?

– Porque me estaba volviendo loco. El número, ¿cómo podía saberlo?

– ¿Han cobrado el cheque?

– No, lo cierto es que no – dijo Mellery. – He estado controlando mi cuenta a diario. Por eso envié un cheque en lugar de efectivo. Pensaba que podría ser una buena idea para averiguar algo respecto a ese tal Arybdis; al menos sabría dónde depositaba los cheques. Todo el asunto era muy inquietante.

– ¿Qué te inquietaba exactamente?

– ¡El número, por supuesto! gritó Mellery. ¿Cómo podía ese tipo saber algo así?

– Buena pregunta – dijo Gurney. – ¿Ese tipo?

– ¿Qué? Ah, ya veo a qué te refieres. Sólo pensaba…, no lo sé, es sólo lo que se me ocurrió. Supongo que X. Arybdis me sonaba masculino por alguna razón.

– X. Arybdis. Es un nombre muy extraño – dijo Gurney. -¿Significa algo para ti? ¿Te suena de algo?

– De nada.

El nombre no significaba nada para Gurney, pero tampoco le sonaba del todo ajeno. Se tratara de lo que se tratase estaba sepultado en su memoria.

– Después de que mandaras el cheque, ¿volvió a contactar contigo?

– ¡Ah, sí! – dijo Mellery, una vez más buscando en su maletín y sacando otras dos hojas de papel.

– Recibí esta nota hace diez días. Y esta otra el día después de que te enviara mi mensaje preguntando si nos podíamos reunir.

Se las pasó a Gurney, como un niño pequeño que le enseña a su padre dos nuevos moratones. Parecían estar escritas por la misma mano meticulosa y con la misma pluma que las dos primeras notas, pero el tono había cambiado.

La primera estaba compuesta por ocho breves líneas:


¿Cuántos ángeles brillantes bailan sobre un alfiler? ¿Cuántos anhelos se ahogan por el hecho de beber? ¿Has pensado alguna vez que el vaso era un gatillo y que un día te dirás: «Dios mío, cómo he podido»?


Las ocho líneas de la segunda eran igual de crípticas y amenazadoras:


Darás lo que has quitado al recibir lo dado. Sé todo lo que piensas, sé cuándo parpadeas, sé dónde has estado, sé adonde irán tus pasos. Vamos a vernos solos, señor 658.


A lo largo de los diez minutos siguientes, durante los cuales leyó cada nota media docena de veces, la expresión de Gurney se tornó más oscura, y la angustia de Mellery, más obvia.

– ¿Qué piensas? preguntó Mellery al fin.

– Tienes un enemigo listo.

– Me refiero a qué piensas de la cuestión del número.

– ¿Qué?

– ¿Cómo podía saber qué número se me ocurriría?

– De buenas a primeras, diría que no lo podía saber.

– ¡No podía saberlo, pero lo sabía! O sea, ésa es la clave, ¿no? No podía saberlo, pero lo sabía. Nadie podía saber que el número en el que pensaría sería el seiscientos cincuenta y ocho, pero no sólo lo sabía, sino que lo sabía al menos dos días antes que yo, cuando echó la maldita carta al correo.

Mellery, de repente, se levantó de la silla, caminó por el césped hacia la casa y volvió, pasándose las manos por el cabello.

– No hay forma científica de hacerlo. No hay forma concebible de lograrlo. ¿No te das cuenta de lo descabellado que es esto?

Gurney estaba apoyando la barbilla en las puntas de sus dedos en ademán pensativo.

– Hay un principio filosófico simple que me parece fiable al cien por cien. Si ocurre algo, tiene que haber una forma de que ocurra. Este asunto de los números ha de tener una explicación simple.

– Pero…

Gurney levantó la mano como el joven agente de tráfico que había sido durante sus primeros seis meses en el Departamento de Policía de Nueva York.

– Siéntate. Relájate. Estoy seguro de que conseguiremos averiguarlo.

5

Posibilidades desagradables

Madeleine trajo un par de tés helados y regresó a la casa. El olor de la hierba al sol impregnaba el aire. La temperatura era de veintiún grados. Un revuelo de pinzones purpúreos se posó sobre el comedero de semillas de cardo. El sol, los colores, los aromas eran intensos, pero pasaron desapercibidos para Mellery, cuyos pensamientos angustiosos parecían ocuparle por completo.

Mientras tomaban el té, Gurney trató de evaluar los motivos y la honestidad de su invitado. Sabía que etiquetar a alguien demasiado deprisa podía inducir a error, pero hacerlo solía ser irremediable. Lo principal era ser consciente de la falibilidad del juicio y estar dispuesto a revisar la etiqueta en el momento en que se contara con más información.

Su intuición le decía que Mellery era un farsante clásico, un fingidor a muchos niveles que hasta cierto punto creía en su propia falsedad. Su acento, por ejemplo, que recordaba de la época de la universidad, era un acento de ninguna parte, de algún lugar imaginario de cultura y refinamiento. Seguramente ya no era impostado era parte integrante de su persona, pero hundía sus raíces en un suelo imaginario. El caro corte de pelo, la piel hidratada, los dientes blanquísimos, el físico ejercitado y la manicura apuntaban a un telepredicador de primera. Sus maneras eran las de un hombre ansioso de parecer a gusto en el mundo, un hombre agraciado con la posesión de todo aquello de lo que carecen los humanos ordinarios. Gurney se dio cuenta de que todo ello había estado presente de forma incipiente veintiséis años atrás. Mark Mellery simplemente se había convertido en más de lo mismo, pues siempre había sido así.


– ¿Se te ha ocurrido acudir a la Policía? preguntó Gurney.

– Pensé que no serviría de nada. No creía que fueran a hacer nada. ¿Qué iban a hacer? No había amenaza específica, nada que no pudiera desdeñarse, ningún crimen real. No tengo nada concreto que llevarles. ¿Un par de poemitas desagradables? Un chico retorcido de instituto podría haberlos escrito, alguien con un sentido del humor raro. Y como la Policía no haría nada o, peor aún, lo tratarían como una broma, ¿por qué iba a perder el tiempo acudiendo a ellos?

Gurney asintió, sin estar convencido.

– Además -continuó Mellery, -la idea de que la Policía local se ocupe de esto y lance una investigación a gran escala, interrogando a gente, viniendo al instituto, fastidiando a huéspedes actuales y antiguos (algunos de nuestros huéspedes son gente sensible), haciéndose notar, armando toda clase de números, fisgoneando en cosas que no son asunto suyo, quizás implicando a la prensa… ¡Dios! Ya me imagino los titulares, «Autor espiritual amenazado de muerte», y la agitación que provocaría… – La voz de Mellery se fue apagando y negó con la cabeza como si las meras palabras no pudieran describir el daño que la Policía podía causar.

Gurney respondió con expresión de desconcierto.

– ¿Qué pasa? preguntó Mellery.

– Tus dos razones para no contactar con la Policía se contradicen.

– ¿Qué?

– No contactas con la Policía porque temes que no hagan nada y no contactas con ellos porque temes que hagan demasiado.

– Ah, sí…, pero las dos afirmaciones son ciertas. Lo que temo es que lo manejen con ineptitud. La ineficacia de la Policía puede adoptar la forma de un enfoque indolente o tener las consecuencias del elefante que entra en una cacharrería. Lasitud inoperante o agresividad inepta, ¿me entiendes?

Gurney tenía la sensación de que acababa de ver cómo alguien le pisaba el pie y lo convertía en una pirueta. No se lo creía. De acuerdo con su experiencia, cuando un hombre daba dos razones para una decisión, era probable que una tercera razón la real hubiera quedado oculta.

Como si sintonizara con la longitud de onda del pensamiento de Gurney, Mellery dijo de repente:

– He de ser más sincero contigo, más abierto respecto a mis preocupaciones. No puedo esperar que me ayudes, a menos que te muestre la imagen completa. En mis cuarenta y siete años, he llevado dos vidas muy diferentes. Durante los primeros dos tercios de mi existencia fui por el mal camino, sin hacer nada bueno, pero llegando deprisa. Empecé en la facultad. Después de la facultad, empeoró. Cada vez bebía más, cada vez había más caos. Me involucré en pasar drogas a una clientela rica y trabé amistad con algunos clientes. Uno estaba tan impresionado con mi capacidad de inventar una mentira que me dio trabajo en Wall Street, donde vendía acciones por teléfono a gente ambiciosa y lo bastante estúpida para creer que doblar su inversión en tres meses era una posibilidad real. Era bueno en eso, y gané un montón de dinero, y éste era el combustible de mi tren expreso hacia la locura. Hacía lo que tenía ganas de hacer, pero la mayoría de las cosas no las recuerdo, porque la mayor parte del tiempo estaba borracho como una cuba. Durante diez años trabajé para una retahila de ladrones tan brillantes como impresentables. Luego murió mi mujer. Supongo que no te enteraste, pero me casé al año de terminar los estudios.

Mellery buscó su vaso. Bebió con aire pensativo, como si el sabor fuera una idea que se formaba en su mente. Cuando el vaso quedó medio vacío, lo colocó en el brazo de la silla, lo miró un momento y reanudó su historia.

– Su muerte tuvo un efecto sobre mí mayor que todo lo ocurrido en nuestros quince años de matrimonio. Detesto admitirlo, pero sólo a través de su muerte, la vida de mi esposa tuvo un impacto real en mí.

Gurney tenía la impresión de que aquella clara ironía, narrada con paso vacilante, como si se le acabara de ocurrir, estaba siendo relatada por enésima vez.

– ¿Cómo murió?

– La historia completa está en mi primer libro, pero la versión breve y desagradable es ésta. Habíamos ido de vacaciones al Olympic Peninsula de Washington. Estábamos sentados en una playa desierta al atardecer. Erin decidió ir a nadar. Por lo general se adentraba treinta metros y nadaba en paralelo a la orilla, como si hiciera largos en una piscina. Era disciplinada con el ejercicio.- Hizo una pausa, cerrando los ojos.


– ¿Es eso lo que hizo esa noche?

– ¿Qué?

– Has dicho que era lo que hacía por lo general.

– Ah, sí. Creo que es lo que hizo esa noche. La verdad es, bueno, no estoy seguro, pues estaba borracho. Erin se fue al agua; yo me quedé en la playa con mi termo de martini. Había aparecido un tic en la comisura de su ojo izquierdo. Erin se ahogó. La gente que encontró su cadáver, que flotaba en el agua a quince metros de la orilla, también me encontró a mí, desmayado en la playa en un estupor alcohólico.

Después de una pausa continuó con un hilo de voz.

– Supongo que tuvo un calambre o…, qué sé yo…, pero imagino que… me llamaría… – Se interrumpió, cerró otra vez los ojos y masajeó el lugar donde tenía el tic. Cuando de nuevo abrió los ojos, miró a su alrededor como si viera por primera vez cuanto le rodeaba.

– Tienes una casa encantadora – dijo con una sonrisa triste.

– ¿Has dicho que su muerte tuvo un efecto poderoso en ti?

– Ah, sí, un efecto poderoso.

– ¿Inmediatamente o más tarde?

– Inmediatamente. Es un cliché, pero tuve lo que se llama un «momento de lucidez». Fue más doloroso, más revelador que nada que hubiera experimentado antes o después. Vi con claridad, por primera vez en mi vida, el camino en el que estaba y lo disparatadamente destructivo que era. No quiero compararme con Pablo al caer de su caballo en camino a Damasco, pero el hecho es que a partir de ese momento no quise dar ni un paso más por ese camino dijo con una convicción rotunda.

«Podría dar un curso de convicción rotunda», pensó Gurney.

– Me apunté a una terapia de desintoxicación, porque me parecía que era lo correcto. Después fui a terapia. Quería estar seguro de que había encontrado la verdad y de que no había perdido el juicio. La terapia fue alentadora. Terminé volviendo a la universidad y me saqué dos licenciaturas, una en Psicología y otra en Orientación. Uno de mis compañeros de clase era pastor de la Iglesia unitaria y me pidió que fuera a hablar de mi «conversión»; la palabra la puso él, no yo. La charla fue un éxito. A partir de ahí di una serie de conferencias en una docena de iglesias unitarias, y las conferencias se convirtieron en mi primer libro. El libro se transformó en la base de una serie en tres capítulos para la PBS. Luego se distribuyó en forma de cintas de vídeo.

»Ocurrieron muchas cosas de ese estilo: una retahila de coincidencias que me llevaron de una cosa buena a otra. Me invitaron a dar una serie de seminarios privados para algunas personas extraordinarias, y resultó que además eran extraordinariamente ricas. Eso llevó a la fundación del Instituto Mellery para la Renovación Espiritual. A la gente que va allí le encanta lo que hago. Sé que suena muy ególatra, pero es cierto. Hay personas que vienen año tras año a escuchar lo que, en el fondo, son las mismas conferencias, a realizar los mismos ejercicios espirituales. Titubeo al decirlo, porque suena muy pretencioso, pero como resultado de la muerte de Erin renací en una vida nueva y maravillosa.

Sus pupilas se movían con inquietud, por lo que daba la impresión de que estaba concentrado en un paisaje privado. Salió Madeleine, se llevó los vasos vacíos y preguntó si querían más. Ambos le dijeron que no. Mellery mencionó de nuevo que tenían una casa encantadora.

– Has dicho que querías ser más franco conmigo sobre tus preocupaciones – le instó Gurney.

– Sí, tiene que ver con mis años de bebedor. Era un bebedor empedernido. Tenía graves lagunas de memoria: algunas duraban una hora o dos; otras, más. En los años finales las tenía cada vez que bebía. Eso es mucho tiempo, muchas cosas que hice de las que no conservo recuerdo. Cuando estaba borracho, no tenía manías respecto a con quién estaba ni en relación con lo que hacía. Francamente, las referencias al alcohol de esas notitas que te he mostrado son la razón de mi inquietud. En los últimos días, mis emociones han estado vacilando entre la inquietud y el terror.

A pesar de su escepticismo, Gurney estaba asombrado porque había algo auténtico en el tono de Mellery.

– Cuéntame más dijo.

Durante la siguiente media hora quedó claro que no había mucho más que Mellery quisiera o pudiera contar. No obstante, regresó al punto que le obsesionaba.

– Por el amor de Dios, ¿cómo pudo saber en qué número pensaría? He repasado mentalmente a gente que he conocido, lugares en los que he estado, direcciones, códigos postales, teléfonos, fechas, cumpleaños, números de matrícula, incluso precios (cualquier cosa con números), y no hay nada que asocie con el seiscientos cincuenta y ocho. ¡Me está volviendo loco!

– Sería más útil concentrarse en cuestiones más simples. Por ejemplo…

Pero Mellery no estaba escuchando.

– No tengo ni idea de qué significa ese seiscientos cincuenta y ocho. Pero ha de querer decir algo. Y sea lo que sea que signifique, alguien más lo sabe. Alguien más sabe que seiscientos cincuenta y ocho significa para mí lo suficiente para que fuera el primer número que se me iba a ocurrir. No puedo pensar en otra cosa. ¡Es una pesadilla!

Gurney se quedó sentado en silencio y esperó a que el ataque de pánico de Mellery se consumiera por sí solo.

– Las referencias a la bebida significan que se trata de alguien que me conocía de los viejos y malos tiempos. Si tiene algún tipo de rabia (y parece que es así), la ha estado alimentando mucho tiempo. Podría ser alguien que me perdió la pista, que no tenía ni idea de dónde estaba, que luego vio uno de mis libros, vio mi foto, leyó algo sobre mí y decidió…, ¿qué decidió? Ni siquiera sé de qué tratan esas notas.

Gurney continuó sin decir nada.

– ¿Tienes alguna idea de cómo es tener un centenar, quizá dos centenares, de noches en tu vida de las que no recuerdas nada?

Mellery negó con la cabeza, aparentemente atónito ante su propia implacabilidad.

– Lo único que sé seguro de esas noches es que estaba lo bastante borracho (lo bastante loco) para hacer cualquier cosa. Eso es lo que tiene el alcohol: cuando te emborrachas tanto como lo hice yo, pierdes el miedo a las consecuencias. Tu percepción se deforma, tus inhibiciones desaparecen, tu memoria se apaga, y actúas por impulso: instinto sin control. – Se quedó en silencio, negando con la cabeza.

– ¿Qué crees que podrías haber hecho en uno de esos apagones de memoria?

Mellery lo miró.

– ¡Cualquier cosa! Dios, ésa es la cuestión: ¡cualquier cosa!

Gurney pensó que tenía el aspecto de un hombre que acaba de descubrir que el paraíso tropical de sus sueños, en el que ha invertido hasta el último centavo, está infestado de escorpiones.

– ¿Qué quieres que haga por ti?

– No lo sé. Quizás esperaba una deducción de Sherlock Holmes, misterio resuelto, autor de la carta identificado y reducido.

– Tú estás en mejor posición que yo para adivinar de qué trata esto.

Mellery negó con la cabeza. Entonces una esperanza frágil le abrió los ojos.

– ¿Podría ser una broma?

– Si es así, es más cruel que la mayoría de las bromas – replicó Gurney. ¿Qué más se te ocurre?

– ¿Chantaje? El autor sabe algo espantoso, algo que no puedo recordar, y los 280,87 dólares son sólo la primera exigencia.

Gurney asintió de un modo evasivo.

– ¿Alguna otra posibilidad? ¿Venganza? Por algo horrible que hice, pero no quiere dinero, quiere… Su voz se fue apagando lastimeramente.

– ¿Y no hay nada específico que recuerdes haber hecho que pudiera justificar esta respuesta?

– No, ya te lo he dicho. Nada que recuerde.

– Vale, te creo. Pero dadas las circunstancias, podría merecer la pena considerar unas pocas cuestiones simples. Sólo escríbelas tal y como te las pregunto, llévatelas a casa, dedícales veinticuatro horas y a ver qué se te ocurre.

Mellery abrió su elegante maletín y sacó una libretita de cuero y una pluma Montblanc.

– Quiero que hagas varias listas separadas, lo mejor que puedas. Lista número uno: posibles enemigos de negocios o profesionales, gente con la que te encontraras en algún momento en graves conflictos por dinero, contratos, promesas, posición, reputación. Lista número dos: conflictos personales no resueltos, ex amigos, ex amantes, socios en asuntos que terminaron mal. Lista tres: individuos directamente amenazadores, gente que haya formulado acusaciones contra ti o que te haya amenazado. Lista cuatro: individuos inestables, gente con la que hayas tratado que estuviera desequilibrada o preocupada de alguna manera. Lista cinco: cualquier persona de tu pasado con la que te hayas encontrado recientemente, por más inocente o accidental que pueda haberte parecido el encuentro. Lista seis: cualquier conexión que tengas con cualquiera que viva en Wycherly o cerca, porque ahí está el apartado postal de X. Arybdis, y de allí es el matasellos del sobre.

Mientras dictaba las preguntas, observó a Mellery, que negaba con la cabeza de manera reiterada, como para afirmar la imposibilidad de recordar ningún nombre relevante.

– Sé lo difícil que parece – dijo Gurney con firmeza paternal, – pero hay que hacerlo. Entre tanto, déjame las notas. Las examinaré mejor. Pero recuerda que no me dedico a la investigación privada y que poco podré hacer por ti.

Mellery se miró las manos con expresión sombría.

– Aparte de esas listas, ¿hay algo más que pueda hacer?

– Buena pregunta. ¿Se te ocurre algo?

– Bueno, quizá con algo de orientación por tu parte podría localizar a ese señor Arybdis de Wycherly, Connecticut, para tratar de conseguir información sobre él.

– Si por «localizar» te refieres a obtener la dirección de su casa en lugar de su apartado postal, la oficina de correos no te la dará. Para eso necesitarías la participación de la Policía, pero te niegas a eso. Puedes buscar en las páginas blancas de Internet, aunque no te llevará a ninguna parte con un nombre inventado, y probablemente lo es. De hecho en la nota dice que no es el nombre por el que lo conoces. – Gurney hizo una pausa. – Pero hay algo extraño en el cheque, ¿no crees?

– ¿Te refieres a la cantidad?

– Me refiero al hecho de que no lo cobrara. ¿Por qué pedir algo tan concreto (la cantidad exacta, a nombre de quién extenderlo, adonde enviarlo) para luego no cobrarlo?

– Bueno, si Arybdis es un nombre falso y no tiene identidad con ese nombre…

– Entonces, ¿por qué ofrecer la opción de enviar un cheque? ¿Por qué no pedir efectivo?

Los ojos de Mellery examinaron el suelo como si las posibilidades fueran minas terrestres.

– Quizá todo lo que quería era un documento con mi firma.

– Se me ha ocurrido – dijo Gurney, – pero conlleva dos dificultades. Primero, recuerda que también estaba dispuesto a cobrar en efectivo. Segundo, si el objetivo real era conseguir un cheque firmado, ¿por qué no pedir una cantidad menor, digamos, veinte dólares o incluso cincuenta? ¿Eso no habría aumentado las probabilidades de obtener una respuesta?

– Quizás Arybdis no es tan listo.

– No sé por qué, pero no creo que ése sea el problema.

Por la expresión de Mellery daba la sensación de que en cada célula de su cuerpo el agotamiento estaba batallando con la angustia, y que era una lucha cerrada.

– ¿Crees que corro un peligro real?

Gurney se encogió de hombros.

– La mayoría de las cartas amenazadoras son sólo cartas amenazadoras. El mensaje desagradable es en sí mismo el arma agresiva, por así decirlo. No obstante…

– ¿Éstas son diferentes?

– Podrían ser diferentes.

Los ojos de Mellery se ensancharon.

– Ya veo. ¿Les echarás otro vistazo?

– Sí. ¿Y empezarás con esas listas?

– No servirá de nada, pero sí, lo intentaré.

6

Por sangre que es tan roja como rosa pintada

Como no lo invitaron a comer, Mellery se había marchado a regañadientes en un AustinHealey azul pastel restaurado con meticulosidad: un deportivo descapotable clásico. Era un día perfecto para conducirlo, pero el hombre parecía tristemente ajeno.

Gurney regresó a su silla de teca y se quedó un buen rato sentado, casi una hora, esperando que la maraña de hechos empezara a organizarse por sí sola en algún orden, en alguna concatenación sensata. No obstante, lo único que le quedaba claro era que tenía hambre. Se levantó, entró en casa, se hizo un sandwich de havarti y pimientos asados y comió solo. Al parecer, Madeleine se había ido. Se preguntó si había olvidado algún plan del que ya le hubiera hablado. Mientras aclaraba su plato y miraba sin darse cuenta por la ventana, la divisó mientras subía por el campo desde el huerto, con la bolsa de lona llena de manzanas. Tenía ese aspecto de brillante serenidad que con mucha frecuencia era para ella una consecuencia automática de estar al aire libre.

Madeleine entró en la cocina y dejó las manzanas junto al fregadero al tiempo que exhalaba un sonoro suspiro de felicidad.

– Dios, ¡qué día! – exclamó. – En un día como éste, estar dentro de casa un minuto más de lo necesario es un pecado.

No es que Gurney estuviera en desacuerdo con ella; al menos desde un punto de vista estético, quizás estaba de acuerdo. Sin embargo, él tendía a la introspección, con el resultado de que, librado a sus propios dispositivos, pasaba más tiempo en la consideración de la acción que en la acción, más tiempo en su cabeza que en el mundo. Eso nunca había supuesto un problema en su profesión; en realidad, era la esencia de lo que lo hacía tan bueno.

En cualquier caso, no sentía ningún deseo imperioso de salir, ni era algo de lo que tuviera ganas de hablar o sobre lo que discutir, o por lo que sentirse culpable. Cambió de tema.

– ¿Qué te ha parecido Mark Mellery?

Madeleine respondió sin levantar la mirada de la fruta que estaba sacando de la bolsa para dejarla en la encimera y sin hacer siquiera una pausa para considerar la pregunta.

– Pagado de sí mismo y muerto de miedo. Un ególatra con complejo de inferioridad. Teme que el coco vaya a buscarlo. Quiere que lo proteja el Tío Dave. Por cierto, no estaba escuchando a propósito. Su voz se oye muy bien. Apuesto a que es un gran orador. Lo hizo sonar como un valor dudoso.

– ¿Qué opinas de la cuestión de los números?

– Ah – dijo tras una afectación teatral. – El Caso del Acechador que Lee la Mente.

Gurney contuvo su irritación.

– ¿Tienes idea de cómo podría hacerse? ¿Cómo la persona que escribió la nota podía saber qué número iba a elegir Mellery?

– No.

– No pareces perpleja por eso.

– En cambio, tú sí lo estás. – De nuevo habló con la mirada puesta en sus manzanas; la sonrisita irónica, cada vez más presente en los últimos días, pegada a la comisura de la boca reapareció.

– Has de reconocer que es enigmático – insistió él.

– Supongo.

– Gurney repetía los hechos clave con el nerviosismo de un hombre que no puede entender por qué no lo están entendiendo.

– Una persona te da un sobre cerrado y te dice que pienses en un número. Tú piensas en el seiscientos cincuenta y ocho. Él te dice que mires en el sobrecito y en la nota que contiene pone precisamente ese número.

Estaba claro que Madeleine no estaba tan impresionada como debería. Gurney continuó.

– Es algo destacable. Parecería imposible. Sin embargo, lo hizo. Me gustaría averiguar cómo lo logró.

– Y estoy segura de que lo harás – dijo ella con un leve suspiro.

David miró a través de la puerta cristalera, más allá de las tomateras y los pimientos marchitos por la primera helada de la temporada. (¿Cuándo fue eso? No lo recordaba. Le costaba mucho concentrarse en el factor temporal.) Más allá del jardín, más allá de los prados, su mirada se posó en el granero rojo. El viejo manzano Mclntosh apenas resultaba visible detrás de la esquina de esa construcción, con las frutas punteando las ramas a través de la masa de follaje como gotitas de una pintura impresionista. En este retablo se coló una sensación persistente de que tenía que estar haciendo algo. ¿De qué se trataba? ¡Por supuesto! La semana anterior había prometido que iría a buscar la escalera extensible y que recogería todas las frutas a las que Madeleine no podía llegar. Una minucia. Muy fácil de hacer. Un proyecto de media hora a lo sumo.

Al levantarse de la silla, henchido de buenas intenciones, sonó el teléfono. Madeleine atendió, en apariencia porque estaba de pie al lado de la mesita donde se hallaba el teléfono, pero ésa no era la razón real. Ella siempre contestaba las llamadas sin importar quién estuviera más cerca del aparato. Tenía menos que ver con la logística que con sus respectivos deseos de contactar con otra gente. Para ella, la gente en general era un plus, una fuente de estimulación positiva (con excepciones, como la depredadora Sonya Reynolds). Para Gurney, la gente en general era un menos, un derroche de energía (con excepciones, como la alentadora Sonya Reynolds).

– ¿Hola? – dijo Madeleine de esa forma agradablemente expectante con la que atendía todas las llamadas: como si le interesara mucho lo que podrían decirle.

Un segundo después su tono cayó a un registro menos entusiasta.

– Sí, está. Un momentito. – Movió el auricular hacia Gurney, lo dejó en la mesa y salió de la habitación.

Era Mark Mellery. Parecía aún más agitado que antes.

– Davey, gracias a Dios que estás ahí. Acabo de llegar a casa y tengo otra de esas malditas cartas.

– ¿En el correo de hoy?

La respuesta fue afirmativa, como suponía Gurney. Pero la pregunta tenía otro propósito. Había descubierto a lo largo de años de interrogar a infinidad de personas histéricas en escenas del crimen, en salas de urgencias, en toda clase de situaciones caóticas que la forma más fácil de calmarlas era empezar planteando preguntas fáciles a las que pudieran responder con un sí.

– ¿Parece la misma caligrafía?

– Sí.

– ¿Y la misma tinta roja?

– Sí, todo es igual, menos las palabras. ¿Te las leo?

– Adelante – dijo. – Léemelo despacio y dime dónde están los saltos de línea.

Las preguntas claras, las instrucciones sencillas y la voz tranquila de Gurney tuvieron el efecto predecible. Mellery sonó como si sus pies volvieran a pisar terreno firme al leer en voz alta el peculiar e inquietante poema, con pequeñas pausas para indicar los finales de las líneas:


No hice lo que hice por gusto ni dinero,

si no por unas deudas pendientes de saldar.

Por sangre que es tan roja

como rosa pintada.

Para que todos sepan:

lo que siembran, cosechan.


Después de anotarlo en el bloc que había junto al teléfono, Gurney lo releyó con atención, para tratar de comprender el sentido: la personalidad peculiar que acechaba detrás de un intento de venganza y la necesidad de expresarlo en forma de poema.

Mellery rompió el silencio.

– ¿En qué estás pensando?

– Estoy pensando que puede que sea el momento de que vayas a la Policía.

– Preferiría no hacerlo. – La agitación estaba reapareciendo.- Te lo expliqué.

– Sé que me lo explicaste. Pero si quieres oír mi mejor consejo, es ése.

– Entiendo lo que estás diciendo, pero te estoy pidiendo una alternativa.

– La mejor alternativa, si puedes costeártela, serían guardaespaldas las veinticuatro horas.

– ¿Te refieres a caminar por mi propia casa con un par de gorilas? ¿Cómo diablos explicaría eso a mis huéspedes?

– Puede que «gorilas» sea una exageración.

– Mira, la cuestión es que no miento a mis huéspedes. Si uno de ellos me pregunta quiénes son esas nuevas incorporaciones, tendría que admitir que son guardaespaldas, lo cual, como es natural, suscitaría más preguntas. Sería inquietante, tóxico para la atmósfera que trato de generar aquí. ¿Hay alguna otra táctica que me puedas sugerir?

– Eso depende. ¿Qué quieres lograr?

Mellery respondió con una risa amarga.

– Quizá podrías averiguar quién quiere algo de mí, y qué quiere hacerme, y luego impedir que lo haga. ¿Crees que podrías hacerlo?

Gurney estaba a punto de decir que no estaba seguro de si lo lograría cuando Mellery añadió con repentina intensidad:

– Davey, por el amor de Dios, estoy muerto de miedo. No sé qué demonios está pasando. Eres el tipo más listo que he conocido. Y eres la única persona que sé que no empeorará la situación.

Justo entonces, Madeleine pasó por la cocina con su bolsa de tejer. Recogió su sombrero de paja de jardinera del aparador junto con el último número de Mother Earth News y salió por la puerta cristalera con una rápida sonrisa que parecía encendida por el cielo brillante.

– Cuánto pueda ayudarte dependerá de cuánto puedas ayudarme tú – dijo Gurney.

– ¿Qué quieres que haga?

– Ya te lo he dicho.

– ¿Qué? Ah…, las listas…

– Cuando hayas avanzado, llámame. Veremos cuál será el siguiente paso.

– ¿Dave?

– ¿Sí?

– Gracias.

– No he hecho nada.

– Me has dado algo de esperanza. Ah, por cierto, he abierto el sobre de hoy con mucho cuidado. Como hacen en la tele. Así que si hay huellas dactilares, no las habré destruido. He usado pinzas y guantes de látex. He puesto la carta en una bolsa de plástico.

7

El agujero negro

Gurney no estaba del todo cómodo con haber aceptado implicarse en el problema de Mark Mellery. Sin duda le atraía el misterio, el desafío de desentrañarlo. Así pues, ¿por qué se sentía inquieto?

Se le ocurrió que debería ir al granero a buscar la escalera para recoger las manzanas, tal como había prometido, pero esta buena intención quedó reemplazada por la idea de que debería preparar su siguiente proyecto artístico para Sonya Reynolds, al menos cargar el retrato de ficha policial del infame Peter Piggert en el programa de retoque de su ordenador. Había estado esperando el desafío de capturar la vida interior de ese Eagle Scout, que no sólo había asesinado a su padre y quince años después a su madre, sino que lo había hecho por motivos relacionados con el sexo, razones que parecían más horrendas que los crímenes en sí.

Gurney fue a la sala que había preparado para su hobby de arte policial. Lo que había sido la despensa de la casa de labranza estaba ahora amueblado como un estudio e invadido con una luz fría y sin sombras procedente de una ventana ampliada en la pared orientada al norte. Contempló la bucólica vista. Un hueco en el bosquecillo de arces situado más allá del prado formaba un marco para las colinas azuladas que se desvanecían en la distancia. Le recordó de nuevo las manzanas y regresó a la cocina.

Mientras estaba embrollado en la indecisión, Madeleine entró con su bolsa de tejer.

– Bueno, ¿cuál es el siguiente paso con Mellery? preguntó.

– No lo he decidido.

– ¿Por qué no?

– Bueno…, no es la clase de cosa que quieres que termine haciendo, ¿no?

– Ese no es el problema – dijo Madeleine con una claridad que a él siempre le impresionaba.

– Tienes razón – admitió. – Creo que en realidad el problema es que todavía no puedo poner la etiqueta de normal en nada.

Madeleine esbozó una fugaz sonrisa de comprensión.

Animado, David continuó.

– Ya no soy detective de homicidios, y él no es una víctima. No estoy seguro de lo que soy ni de lo que es él.

– Un viejo compañero de la facultad.

– Pero ¿qué diablos es eso? Recuerda un nivel de camaradería entre nosotros que yo nunca sentí. Además, él no necesita un compañero, necesita un guardaespaldas.

– Quiere al Tío Da ve.

– Yo no soy ése.

– ¿Estás seguro?

David suspiró.

– ¿Quieres que me implique en este asunto de Mellery o no?

– Estás implicado. Puede que todavía no hayas ordenado las etiquetas. No eres un detective oficial, y él no es una víctima oficial de un crimen. Pero el enigma está ahí, y como que me llamo Madeleine que antes o después vas a juntar las piezas. Ése siempre ha sido el resumen, ¿no?

– ¿Es eso una acusación? Te casaste con un detective. Yo no simulé ser otra cosa.

– Pensaba que podría haber una diferencia entre un detective y un detective retirado.

– Llevo más de un año retirado. ¿Hago algo que sea propio de un trabajo de detective?

Ella negó con la cabeza, como para decir que la respuesta era dolorosamente obvia.

– ¿A qué actividad le dedicas más tiempo?

– No sé a qué te refieres.

– ¿Todo el mundo hace retratos de asesinos?

– Es un tema del que sé algo. ¿Quieres que pinte cuadros de margaritas?

– Mejor margaritas que psicópatas homicidas.

– Fuiste tú la que me metió en esto del arte.

– Ah, ya veo. Por mi culpa te pasas estas preciosas mañanas de otoño mirando a los ojos de asesinos en serie.

El broche que le sostenía el pelo levantado y lejos de la cara parecía estar soltándose, y varios mechones de cabello oscuro le caían delante los ojos lo cual ella, al parecer, no notó, y le daba una extraña expresión atribulada que le pareció conmovedora.

– ¿Por qué estamos discutiendo exactamente?

– Averigúalo. Tú eres el detective.

Mirándola, Gurney perdió interés en llevar la discusión más allá.

– Quiero enseñarte algo dijo. Vuelvo enseguida.

Salió del estudio y regresó al cabo de un minuto con su copia manuscrita del desagradable poemita que Mellery le había leído por teléfono.

– ¿Qué te parece esto?

Ella lo leyó tan deprisa que alguien que no la conociera habría podido pensar que no lo había llegado a leer.

– Suena serio dijo, devolviéndoselo.

– Estoy de acuerdo.

– ¿Qué crees que ha hecho?

– Ah, buena pregunta. ¿Te has fijado en eso?

Ella recitó los dos versos relevantes.


«No hice lo que hice / por gusto ni dinero.»


Gurney pensó que si Madeleine no tenía memoria fotográfica, poseía algo que se le parecía mucho.

– Entonces, ¿qué es exactamente lo que ha hecho y qué está planeando hacer? – continuó ella en un tono retórico que no invitaba a dar respuesta. – Estoy segura de que lo descubrirás. Puede que incluso termines con un asesinato que resolver, por la forma en que suena esa nota. Luego puedes recopilar los indicios, seguir las pistas, atrapar al asesino, pintar su retrato y dárselo a Sonya para su galería. ¿Cómo es el dicho? ¿No hay mal que por bien no venga?

La sonrisa de Madeleine parecía definitivamente peligrosa.

En momentos como ése, la pregunta que se le ocurría a David era la que menos quería considerar: ¿mudarse al condado de Delaware había sido un gran error?

Sospechaba que había accedido al deseo de ella de vivir en el campo para compensarla por toda la inmundicia que había tenido que tragar como mujer de un policía: siempre postergada por el trabajo. A ella le encantaban los bosques, las montañas, los prados y los espacios abiertos, y David sentía que le debía un nuevo entorno, una nueva vida, y había supuesto que él podría adaptarse a todo. Había un poco de orgullo en ello. O quizá de autoengaño. Tal vez un deseo de desembarazarse de su culpa por medio de un gran gesto. Estúpido, sin lugar a dudas. La verdad era que no se había adaptado bien al cambio. No era tan flexible como ingenuamente había imaginado. Mientras trataba de encontrar un lugar significativo para él mismo en medio de ninguna parte, seguía cayendo instintivamente en aquello en lo que era bueno; quizá demasiado bueno, de un modo obsesivo. Incluso en sus pugnas por apreciar la naturaleza. Los malditos pájaros, por ejemplo. La observación de las aves. Había logrado convertir el proceso de observación e identificación en una vigilancia. Tomaba notas de sus idas y venidas, de sus hábitos, de sus patrones de alimentación, de sus características de vuelo. A cualquiera le habría parecido un recién descubierto amor por las pequeñas criaturas de Dios. Pero no se trataba de eso en absoluto. No era amor, sino análisis. Era sondear.

Descifrar.

Dios santo, ¿de verdad estaba tan limitado?

¿De verdad era demasiado limitado, demasiado pequeño y rígido en su enfoque de la vida como para ser capaz de devolverle a Madeleine aquello de lo cual la había privado su devoción por el trabajo? Y mientras estaba considerando las dolorosas posibilidades, quizás había más cosas que enmendar que sólo cierta obsesión por su trabajo.

O quizá sólo una cosa más.

Aquello de lo que tanto les costaba hablar.

La estrella caída.

El agujero negro cuya terrible gravedad había retorcido su relación.

8

La espada y la pared

El radiante clima otoñal se deterioró esa misma tarde. Las nubes, que por la mañana se habían ceñido a ser las clásicas alegres bolas de algodón, se oscurecieron. Se oía un premonitorio fragor de truenos, tan alejados que no quedaba clara la dirección de la que procedían. Eran más como una presencia intangible en la atmósfera que el producto de una tormenta específica; la percepción se fortaleció al persistir durante varias horas, sin que aparentemente se acercaran y sin cesar por completo. Esa tarde, Madeleine fue a un concierto local con una de sus nuevas amigas de Walnut Crossing. No era un evento al que esperaba que asistiera Gurney, de modo que él no se sintió culpable por quedarse en casa para trabajar en su proyecto.

Poco después de la partida de Madeleine, David se descubrió sentado ante la pantalla de su ordenador, mirando el retrato de la ficha policial de Peter Possum Piggert. Lo único que había hecho hasta entonces era importar el archivo gráfico y configurarlo como un proyecto nuevo, al que le había puesto un nombre pésimamente resultón: El naufragio de Edipo.

En la versión de Sófocles de la antigua tragedia, Edipo mata a un hombre que resulta ser su padre, se casa con una mujer que resulta ser su madre y engendra dos hijas con ella, lo que causa gran desgracia a todos los implicados. Para la psicología freudiana, el relato griego es un símbolo de la fase de desarrollo vital de un niño en la cual desea la ausencia (desaparición, muerte) del padre, de modo que él pueda poseer en exclusiva el afecto de su madre. En el caso de Peter Possum Piggert, no obstante, no existía ni ignorancia exculpatoria ni ningún elemento de simbolismo. Sabiendo con exactitud qué estaba haciendo y a quién, Peter, a la edad de quince años, mató a su padre, comenzó una nueva relación con su madre y engendró dos hijas con ella. Pero no se detuvo ahí. Quince años después mató a su madre en una disputa sobre una nueva relación que él había iniciado con las hijas de ambos, a la sazón de trece y catorce años.

La participación de Gurney en la investigación había empezado cuando se descubrió la mitad del cuerpo de la señora Iris Piggert enredado en el mecanismo del timón de un barco que hacía un crucero diario por el Hudson y que se encontraba amarrado en un muelle de Manhattan, y terminó con la detención de Peter Piggert en un complejo de mormones tradicionalistas en el desierto de Utah, adonde había ido a vivir como marido de sus dos hijas.

A pesar de la depravación de los crímenes, macerada en sangre y horror familiar, Piggert siguió siendo una figura serena y taciturna en todos los interrogatorios, y a lo largo del proceso penal que se instruyó contra él, mantuvo bien oculto su Mr. Hyde y un aspecto más de mecánico deprimido que de polígamo parricida e incestuoso.

Gurney miró a Piggert en la pantalla, y éste le devolvió la mirada. Desde la primera vez que lo interrogó, y ahora todavía más, Gurney sentía que el rasgo más importante de aquel hombre era una necesidad (llevada a límites estrambóticos) de controlar su entorno. La gente, incluso la familia de hecho, más que nada la familia, formaba parte de ese entorno, y lograr que cumplieran sus deseos era esencial. Si tenía que matar a alguien para reafirmar su control, que así fuera. El sexo, como la gran fuerza impulsora que aparentaba ser, tenía más que ver con el poder que con la lujuria.

Al examinar el semblante impasible en busca de un vestigio del demonio, una ráfaga de viento levantó un remolino de hojas secas. Resbalaron, como si alguien en el patio las estuviera barriendo con una escoba; unas pocas tocaron suavemente en los cristales de la puerta. La agitación de las hojas, unida a los truenos intermitentes, hacía que le costara concentrarse. Le había seducido la idea de quedarse solo durante unas horas para progresar en el retrato, sin alzamientos de cejas ni preguntas desagradables. Sin embargo, se sentía inquieto. Examinó los ojos de Piggert, pesados y oscuros sin nada de la mirada feroz que había animado los ojos de Charlie Manson, el príncipe del sexo y el crimen de la prensa sensacionalista, pero de nuevo le distrajeron el viento y las hojas, y enseguida el trueno. Más allá del contorno de las colinas, hubo un tenue destello en el cielo oscuro. Dos versos de uno de aquellos poemas amenazadores se habían estado colando de un modo intermitente en su cerebro. Ahora volvieron a aparecer y se quedaron allí.

Darás lo que has quitado al recibir lo dado.

Al principio era un acertijo imposible. Las palabras eran demasiado generales; tenían demasiado significado y demasiado poco; aun así, no podía quitárselas de la cabeza.

Abrió el cajón del escritorio y sacó la secuencia de mensajes que le había dado Mellery. Cerró el ordenador y apartó el teclado para poder colocar los mensajes en orden, empezando por la primera nota

¿Crees en el destino? Yo sí, porque pensaba que no volvería a verte y, de repente, un día, allí estaba. Todo volvió: cómo sonaba, cómo se movía, y más que ninguna otra cosa, cómo pensaba. Si alguien te pidiera que pensaras en un número, yo sé en qué número pensarías. ¿No me crees? Te lo demostraré. Piensa en cualquier número del uno al mil: el primero que se te ocurra. Imagínatelo. Ahora verás lo bien que conozco tus secretos. Abre el sobrecito.

Aunque ya lo había hecho antes, examinó el sobre exterior, por dentro y por fuera, así como el papel en el que se había escrito el mensaje para comprobar que en ninguna parte había el menor rastro del número 658 ni siquiera una marca de agua, algo que pudiera proponer el número que parecía haber surgido de un modo espontáneo en la mente de Mellery. No había nada semejante. Después podrían realizarse tests más significativos, pero por el momento estaba convencido de que lo que fuera que había permitido al autor de la nota saber que Mellery elegiría el 658, no era una huella sutil en el papel.

El mensaje contenía una serie de afirmaciones que Gurney enumeró en un bloc:


Te conocía en el pasado, pero perdí contacto contigo.


Te volví a encontrar, recientemente.


Recuerdo muchas cosas de ti.


Puedo probar que conozco tus secretos anotando y metiendo en el sobre cerrado el siguiente número que se te ocurrirá.


El tono le asombraba por lo espeluznantemente juguetón, y la referencia a conocer los «secretos» de Mellery podía leerse como una amenaza, reforzada por la petición de dinero en el sobre más pequeño.


¿Te sorprende que supiera que ibas a elegir el 658? ¿Quién te conoce tan bien? Si quieres la respuesta, primero has de devolverme los 289,87 dólares que me costó encontrarte. Envía esa cantidad exacta a: P. O. Box 49449, Wycherly, CT 61010 Envíame efectivo o un cheque nominativo Hazlo a nombre de X. Arybdis (Ése no siempre fue mi nombre.)


Además de la inexplicable predicción del número, la pequeña nota reiteraba la afirmación de un íntimo conocimiento personal y especificaba 289,87 dólares como el coste acarreado por localizar a Mellery (aunque la primera mitad del mensaje lo hacía sonar como un encuentro casual) y como un requisito para que el autor revelara su identidad; ofrecía la alternativa de pagar la cantidad en cheque o en efectivo; daba un nombre para el cheque: X. Arybdis; ofrecía una explicación de por qué Mellery no reconocería el nombre, y proporcionaba un apartado postal en Wycherly al que enviar el dinero. Gurney anotó todo esto en su bloc amarillo, porque le resultaba útil para organizar sus pensamientos.

Había cuatro cuestiones principales. ¿Cómo podía explicarse la predicción numérica sin recurrir a la hipótesis de hipnosis de El mensajero del miedo o a fenómenos de percepción extrasensorial? El otro número específico en la nota, 289,87 dólares, ¿tenía algún significado más allá de lo dicho? ¿Por qué la opción de efectivo o cheque, que sonaba como una parodia de un anuncio de marketing directo? ¿Y qué tenía ese nombre, Arybdis, que continuaba resonando en un rincón oscuro de la memoria de Gurney? Anotó estas cuestiones junto con las otras notas.

A continuación situó los tres poemas en la secuencia marcada por sus sellos postales.


¿Cuántos ángeles brillantes bailan sobre un alfiler? ¿Cuántos anhelos se ahogan por el hecho de beber? ¿Has pensado alguna vez que el vaso era un gatillo y que un día te dirás: «Dios mío, cómo he podido»

Darás lo que has quitado al recibir lo dado.

Sé todo lo que piensas, sé cuándo parpadeas, sé dónde has estado, sé adonde irán tus pasos. Vamos a vernos solos, señor 658.

No hice lo que hice por gusto ni dinero, sino por unas deudas pendientes de saldar. Por sangre que es tan roja como rosa pintada. Para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.


Lo primero que le asombró fue el cambio en la actitud. El tono juguetón de los dos mensajes en prosa se había tornado de persecutorio en el primer poema, a abiertamente amenazador en el segundo, y a vengativo en el tercero. Dejando de lado la cuestión de la seriedad con que debía tomarse, el mensaje en sí era claro: el autor (¿X. Arybdis?) estaba diciendo que pretendía saldar cuentas con Mellery (¿matarlo?) por una fechoría del pasado relacionada con el alcohol. Mientras Gurney escribía la palabra «matarlo» en las notas que estaba tomando, su atención volvió a saltar a los dos primeros versos del segundo poema:

Darás lo que has quitado al recibir lo dado.

Ahora sabía con exactitud lo que significaban las palabras, y el significado era de una sencillez escalofriante. Por la vida que arrebataste, se te arrebatará la vida. Lo que hiciste a otros, se te hará a ti.

No estaba seguro de si el escalofrío que sentía le convenció de que tenía razón, o bien si saber que tenía razón provocó el escalofrío, pero, en cualquier caso, no tenía duda sobre el significado de los versos. No obstante, esto no respondía al resto de sus preguntas. Sólo las hacía más urgentes, y generaba otras nuevas.

¿La amenaza de un homicidio era sólo una amenaza, concebida para infligir el dolor de la aprensión, o era una declaración de intenciones reales? ¿A qué se estaba refiriendo el autor cuando decía «No hice lo que hice» en el primer verso del tercer poema? ¿Había hecho antes a alguien lo que ahora se proponía hacerle a Mellery? ¿Éste podría haber hecho algo en relación con alguien más con quien el autor ya había tratado? Gurney tomó nota para preguntarle a Mellery si algún amigo o conocido suyo había sido asesinado, asaltado o amenazado.

Ya fuera por el ambiente creado por los destellos de luz detrás de las colinas ennegrecidas, o ya fuera por la siniestra persistencia de los truenos, o por su propio cansancio, la cuestión era que la personalidad oculta detrás de los mensajes estaba emergiendo de las sombras. La indiferencia de la voz en esos poemas, el propósito sangriento, la sintaxis, el odio y el cálculo cuidadosos: antes ya había visto combinadas esas cualidades con un efecto atroz. Al mirar por la ventana del despacho, rodeado por la atmósfera inquietante de la tormenta que se avecinaba, sintió en esos mensajes la absoluta frialdad de un psicópata. Un psicópata que se hacía llamar X. Arybdis.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que estuviera equivocado. No sería la primera vez que cierto estado de ánimo, sobre todo por la tarde, en especial cuando estaba solo, provocaba que extrajera conclusiones erróneas.

Aun así…, ¿qué había en el nombre? ¿En qué cajón polvoriento de sus recuerdos rebullía levemente?

Decidió acostarse pronto, mucho antes de que Madeleine regresara del concierto, decidido a devolver las cartas a Mellery al día siguiente y a insistirle de nuevo en que acudiera a la Policía. Las apuestas eran demasiado altas; el riesgo, demasiado palpable. Sin embargo, una vez que estuvo en la cama, le resultó imposible descansar. Su mente era una pista de carreras sin línea de salida ni de meta. Era una sensación con la que estaba familiarizado: un precio que había pagado (eso había llegado a creer) por la intensa atención que dedicaba a cierta clase de desafíos. Una vez que su mente obsesionada caía en esta rutina circular, en lugar de caer vencida por el sueño, sólo le quedaban dos opciones: podía dejar que el proceso siguiera su curso, lo cual quizá se prolongaría tres o cuatro horas, o podía obligarse a levantarse de la cama y vestirse.

Al cabo de unos minutos, estaba en el patio, vestido con téjanos y con un cómodo jersey viejo de algodón. La luna llena detrás del cielo encapotado creaba una tenue iluminación que permitía ver el granero. Decidió caminar en esa dirección, por el camino lleno de surcos del césped.

Más allá del granero se hallaba el estanque. A medio camino se detuvo y oyó el sonido de un coche que subía por el camino desde el pueblo. Calculó que estaría a menos de un kilómetro. En ese tranquilo rincón de los Catskills, donde los esporádicos aullidos de coyotes constituían el sonido más fuerte de la noche, un vehículo podía oírse a gran distancia.

Pronto los faros del coche barrieron la maraña de solidago marchito que bordeaba el prado. Madeleine giró el vehículo hacia el granero, se detuvo en la gravilla crujiente y apagó los faros. Salió y caminó hacia él: con precaución, ajustando las pupilas a la semioscuridad.

– ¿Qué estás haciendo? – La pregunta sonó suave, amistosa.

– No podía dormir. La cabeza me iba a mil. Pensaba dar una vuelta por el estanque.

– Creo que va a llover. – Un rugido en el cielo puntuó la observación de Madeleine.

David asintió con la cabeza.

Ella se quedó de pie a su lado en el sendero y respiró profundamente.

– ¡Qué bien huele! Vamos a caminar un poco – propuso, cogiéndole del brazo.

Al llegar al estanque, el sendero se ensanchaba en una franja segada. En algún lugar del bosque, ululó un buho, o, más precisamente, se oyó un sonido familiar que ambos pensaron que podría ser un buho cuando lo oyeron por primera vez ese verano, y cada vez estaban más seguros de que se trataba de un buho. Se daba cuenta de que ese proceso de creciente convicción no tenía lógica, pero David también sabía que señalarlo, por interesante que este truco mental pudiera parecerle a él, sería un comentario incordiante y aburrido para ella. Así que no dijo nada, feliz de conocerla lo bastante bien para saber cuándo quedarse callado, y caminaron hasta el otro lado del estanque en un silencio cordial. Ella tenía razón con lo del olor: una maravillosa dulzura en el aire.

Disfrutaban de momentos así de vez en cuando, momentos de sencillo amor y de cercanía silenciosa que le recordaban los primeros años de su matrimonio, los años anteriores al accidente.

«El accidente.» Esa etiqueta densa y genérica con la cual envolvía el suceso en su memoria para impedir que sus detalles afilados le rebanaran el corazón. El accidente la muerte que eclipsó el sol y que convirtió su matrimonio en una combinación cambiante de hábito, deber, compañerismo nervioso y raros momentos de esperanza: extrañas ocasiones en que algo brillante y claro como un diamante llegaba hasta ellos, y le recordaba lo que había sido y lo que podría volver a ser posible.

Siempre pareces estar combatiendo con algo dijo ella, apretándole con los dedos en torno al interior de su brazo, justo encima del codo.

Acertaba otra vez.

– ¿Cómo ha ido el concierto? – preguntó al fin Gurney.

– La primera mitad fue barroco, encantador. La segunda mitad era del siglo xx, no tan encantador.

David estaba a punto de meter baza con su propia opinión negativa de la música moderna, pero se lo pensó mejor.

– ¿Qué te impide dormir? – preguntó ella.

– No estoy seguro.

Madeleine percibió su escepticismo. Se soltó de su brazo. Algo chapoteó en el estanque a unos metros de ellos.

– No podía quitarme de la cabeza el asunto de Mellery – dijo.

Madeleine no respondió.

– No paraba de darle vueltas en la cabeza a trozos y piezas de todo ese asunto sin llegar a ninguna parte, sólo conseguía sentirme incómodo, demasiado cansado para pensar con claridad.

Una vez más, ella no le ofreció nada, salvo un silencio reflexivo.

– He estado pensando en ese nombre de la nota. ¿X.Arybidis?

– ¿Cómo lo…? ¿Nos oíste mencionarlo?

– Tengo buen oído.

– Lo sé, pero siempre me sorprende.

– Podría no ser realmente X. Arybdis, ¿sabes? – dijo ella de ese modo casual que él sabía que era cualquier cosa menos casual.

– ¿Qué?

– Podría no ser X. Arybdis.

– ¿Qué quieres decir?

– Estaba sufriendo una de esas atrocidades atonales en la segunda mitad del concierto, pensando que algunos de los compositores modernos tienen que odiar el chelo. ¿Por qué forzar a un instrumento tan hermoso a hacer ruidos tan desagradables? Esos aullidos horribles y deshilvanados…

– ¿Y…? – dijo él en voz baja, tratando de impedir que su curiosidad sonara nerviosa.

– Y tendría que haberlo dejado en ese punto, pero no podía, porque tenía que llevar a Ellie.

– ¿Ellie?

– Ellie, la que vive al pie de la colina. Era mejor no coger dos coches. Pero ella parecía estar disfrutando, Dios sabe por qué.

– ¿Sí?

– Así que me pregunté: «¿Qué puedo hacer para pasar el tiempo y no matar a los músicos?».

Hubo otro chapoteo en el estanque, y ella se detuvo para escuchar. Medio vio, medio sintió su sonrisa. A Madeleine le gustaban las ranas.

– ¿Y?

– Y pensé que podía empezar a preparar mi lista de tarjetas de Navidad (casi estamos en noviembre), así que saqué mi pluma y, por detrás de mi programa, en la parte superior, escribí «Xmas Cards». No toda la palabra Christmas, sino la abreviación XMAS dijo, deletreándola.

En la oscuridad, David podía sentir más que ver la mirada inquisitiva de su esposa, como si estuviera preguntándole si lo estaba entendiendo.

– Continúa – dijo David.

– Cada vez que veo esa abreviación, me acuerdo del pequeño Tommy Milakos.

– ¿Quién?

– Tommy estaba enamorado de mí en noveno grado en Nuestra Señora de la Castidad.

– Pensaba que era Nuestra Señora de las Penas – dijo Gurney con una punzada de irritación.

Madeleine se detuvo para dejar que su chiste pudiera captarse, luego continuó.

– Da igual. Cierto día, la hermana Inmaculada, una mujer muy grande, empezó a gritarme porque abrevié «Christmas» como «Xmas» en un cuestionario del santoral católico. Ella decía que cualquiera que escribía de esa manera estaba voluntariamente tachando a Cristo de la Navidad. Estaba furiosa. Pensaba que iba a pegarme. Pero, justo entonces, Tommy (el dulce Tommy de ojos castaños) se levantó de un salto y gritó: «No es una X». La hermana Inmaculada se quedó asombrada. Fue la primera vez que alguien había osado interrumpirla. Ella se lo quedó mirando, pero Tommy le sostuvo la mirada, mi pequeño campeón. «No es una letra inglesa dijo. Es una letra griega. Es igual que la "ch" inglesa. Es la primera letra de Cristo en griego.» Y, por supuesto, Tommy Milakos era griego, así que nadie lo puso en duda.

Pese a la oscuridad, David pensó que podía verla sonriendo con dulzura al recordarlo, incluso sospechaba que había oído un pequeño suspiro. Quizá se equivocaba con el suspiro, eso esperaba. Y otra distracción, ¿había delatado Madeleine una preferencia personal por los ojos castaños sobre los azules? «Contente, Gurney, está hablando de noveno grado.»

Madeleine continuó.

– Así que quizá X. Arybdis es, en realidad, «Ch. Arybdis», o quizá «Charybdis». ¿No es eso algo de la mitología griega?

– Sí, lo es – dijo David, tanto para sus adentros como para ella. – Entre Scylla y Charybdis…

– Como entre la espada y la pared.

David asintió.

– Algo así.

– ¿Cuál es cuál?

David daba la impresión de que no había oído la pregunta, su mente se aceleraba al examinar las implicaciones que podía tener aquello de Charybdis, jugando con las posibilidades.

– ¿Eh? – Se dio cuenta de que Madeleine le había preguntado algo.

– Scylla y Charybdis – dijo ella. – Entre la espada y la pared. ¿Cuál es cuál?

– No es una traducción directa, sino una aproximación al significado. Scylla y Charybdis eran, en realidad, peligros reales cuando se navegaba por el estrecho de Messina. Los barcos tenían que pasar entre ellos y tendían a acabar destrozados. En la mitología, se personalizaban en demonios de destrucción.

– Cuando dices peligros…, ¿a qué te refieres?

– Scylla era el nombre de un saliente rocoso afilado contra el que los barcos chocaban y se hundían.

Al ver que él no continuaba de inmediato, Madeleine insistió.

– ¿Y Charybdis?

Gurney se aclaró la garganta. Algo de la idea de Charybdis le resultaba especialmente inquietante.

– Charybdis era una suerte de remolino. Un remolino muy poderoso. Una vez que un hombre quedaba atrapado en él, no lograba salir. Lo tragaba y lo despedazaba.

Recordaba con inquietante claridad una ilustración que había visto años antes en una edición de la Odisea que mostraba a un navegante atrapado en el violento torbellino, con el rostro contorsionado por el horror.

Una vez más oyeron esa especie de ululato procedente del bosque.

– Vamos – dijo Madeleine. – Entremos en casa. Se va a poner a llover en cualquier momento.

David se quedó quieto, perdido en sus pensamientos acelerados.

– Vamos – le instó ella. – Antes de que nos empapemos.

La siguió hasta el coche y Madeleine condujo despacio por el prado hasta la casa.

– ¿No piensas en todas las «X» que ves como una posible «CH», no?

– Por supuesto que no.

– Entonces ¿por qué…?

– Porque «Arybdis» sonaba griego.

– Claro. Por supuesto.

Madeleine miró hacia él, en el otro asiento, con expresión ilegible, tal vez inducida por la noche nublada. Al cabo de un rato, le dijo con una pequeña sonrisa en la voz.

– ¿Nunca dejas de pensar?

Entonces, tal y como ella había pronosticado, empezó a llover.

9

Destinatario desconocido

Después de quedar bloqueado varias horas en la periferia de las montañas, un frente frío invadió la zona, y trajo consigo el azote del viento y de la lluvia. Por la mañana, el suelo apareció cubierto de hojas y el aire estaba cargado con los olores intensos del otoño. Gotitas de agua en la hierba del prado fracturaban la luz del sol en destellos carmesí.

Cuando Gurney caminó hasta su coche, algo le despertó un recuerdo de infancia, el tiempo en que el olor dulce de la hierba era el olor de la paz y la seguridad. Luego desapareció: borrado por sus planes para el día.

Se estaba dirigiendo al Instituto de Renovación Espiritual. Si Mark Mellery iba a resistirse a informar a la Policía, Gurney quería discutir esa decisión con él cara a cara. No era que quisiera lavarse las manos. De hecho, cuanto más lo ponderaba, más curiosidad sentía respecto al lugar prominente que su antiguo compañero de clase ocupaba en el mundo y cómo podría relacionarse con quién y con qué lo estaba amenazando en ese momento. Siempre y cuando tuviera cuidado con no sobrepasar unos límites, Gurney imaginaba que en la investigación habría espacio tanto para él como para la Policía local.

Había llamado a Mellery para avisarle de su visita. Era una mañana perfecta para conducir a través de las montañas. La ruta a Peony lo llevó primero a Walnut Crossing, que, como muchos pueblos de los Catskills había crecido en el siglo xix en torno a un cruce de carreteras estatales importantes. El cruce permanecía, si bien su importancia había disminuido. El nogal que había dado nombre a la localidad había desaparecido hacía mucho tiempo, junto con la prosperidad de la región. Sin embargo, la depresión económica, pese a su gravedad, tenía una apariencia pintoresca: graneros y silos erosionados, arados oxidados y carros de heno, pastos abandonados en las colinas donde había crecido el solidago, ya casi marchito. La carretera de Walnut Crossing, que en última instancia conducía a Peony, se enroscaba por un valle de postal donde un puñado de viejas granjas buscaban formas innovadoras de sobrevivir. La de Abelard era una de ellas. Encajonada entre el pueblo de Dillweed y el río, estaba consagrada al cultivo ecológico de verduras sin pesticidas, que luego se vendían en el almacén de Abelard, junto con pan fresco, queso de los Catskills y muy buen café. Cuando Gurney aparcó en uno de los espacios de aparcamiento de tierra que había delante del combado porche delantero, sintió, de hecho, la necesidad urgente de tomarse uno de esos cafés.

Al otro lado de la puerta, en el espacio de techo alto, contra la pared de la derecha, Gurney vio una fila de tazas de café y se dirigió hacia ellas. Se llenó un recipiente de casi medio litro, sonriendo al percibir el rico aroma: mejor que el Starbucks y a mitad de precio.

Por desgracia, la idea de Starbucks iba aparejada con la imagen de cierta clase de joven y exitoso cliente de la famosa cadena, y eso inmediatamente le hizo pensar en Kyle, lo que le arrancó una pequeña mueca mental de dolor. Era su reacción estándar. Sospechaba que surgía del deseo frustrado de tener un hijo que pensara que un policía listo merecía admiración, el deseo de que le tuviera más en cuenta a la hora de tomar sus decisiones. Kyle, al que era imposible enseñarle nada, intocable en ese Porsche absurdamente caro que se había costeado con sus absurdamente elevados ingresos de Wall Street a la absurdamente temprana edad de veinticuatro años. Aun así, tenía que llamarlo, aunque el joven sólo quisiera hablarle de su último Rolex o de su viaje de esquí a Aspen.

Gurney pagó su café y regresó al coche. Mientras estaba pensando en la llamada que debía hacer, sonó su teléfono. No le gustaban las coincidencias y le alivió descubrir que no se trataba de Kyle, sino de Mark Mellery.

– Acabo de recibir el correo de hoy. Te he llamado a casa, pero habías salido. Madeleine me ha dado tu móvil. Espero que no te importe que llame.

– ¿Cuál es el problema?

– Me han devuelto el cheque. El tipo que tiene el apartado postal en Wycherly donde envié el cheque de 289,87 dólares a Arybdis me lo devolvió con una nota que dice que no hay nadie con ese nombre, que me había equivocado con la dirección. Pero la he comprobado otra vez. Era el número correcto. ¿Davey? ¿Estás ahí?

– Estoy aquí. Estoy tratando de entenderlo.

– Deja que te lea la nota: «Encontré la carta que adjunto en mi apartado postal. Tiene que haber un error en la dirección. Aquí no hay nadie llamado X. Arybdis». Y lo firma: Gregory Dermott. El encabezamiento de la hoja dice: «GD Security Systems», y hay una dirección y un número de teléfono de Wycherly.

Gurney estaba a punto de explicarle que estaba casi seguro de que X. Arybdis no era un nombre real, sino un curioso juego con el nombre de una especie de remolino mitológico que despedazaba a sus víctimas, pero decidió que la cuestión ya era bastante inquietante. Aquello podía esperar hasta que llegara al instituto. Le dijo a Mellery que estaría allí al cabo de una hora.

¿Qué demonios estaba pasando? No tenía sentido. ¿Cuál podía ser el propósito de exigir una cantidad de dinero concreta, pedir que extendieran el cheque a nombre de un oscuro personaje mitológico, y luego que lo enviaran a una dirección equivocada con la posibilidad de que lo devolvieran al remitente? ¿Por qué era necesario ese preámbulo tan complejo y en apariencia inútil a los desagradables poemas que siguieron?

Los aspectos desconcertantes del caso iban incrementándose, y también el interés de Gurney.

10

El lugar perfecto

Peony era una ciudad dos veces borrada de la historia que quería reflejar. Estaba al lado de Woodstock, y aspiraba al mismo pasado de camisetas teñidas y psicodelia de concierto de rock, aunque Woodstock, a su vez, nutría su propio sucedáneo de aura gracias a la asociación de su nombre con el concierto de neblina de marihuana que, en realidad, se había celebrado en una granja situada a ochenta kilómetros, en Bethel. La imagen de Peony era el producto de humo y espejos, y sobre estos cimientos quiméricos se habían alzado estructuras comerciales predecibles: librerías New Age, antros de tarotistas, emporios druídicos y Wicca, tiendas de tatuajes, espacios de performances artísticas, restaurantes vegetarianos. Constituía un centro de gravedad para niños del flower power que ya se acercaban a la senilidad, para panfilos en viejas furgonetas Volkswagen y chiflados eclécticos vestidos con cualquier cosa, desde piel hasta plumas.

Por supuesto, entre todos estos elementos de extraño colorido había multitud de oportunidades intercaladas para que los turistas se gastaran el dinero: tiendas y comedores cuyos nombres y decoración eran sólo un poco extravagantes y cuyas tarifas estaban concebidas para visitantes con dinero a los que les gustaba imaginar que estaban explorando la vanguardia cultural.

La red de carreteras que irradiaba del distrito comercial de Peony llevaba al dinero. Los precios de las propiedades inmobiliarias se habían duplicado o triplicado después del 11S, cuando los neoyorquinos de posibles y paranoia galopante quedaron cautivados por la fantasía de un santuario rural. Casas en las colinas que rodeaban el pueblo crecieron en tamaño y número, los Ford Bronco y los Chrevrolet Blazer dejaron paso a los Hummer y a los Land Rover, y quienes llegaban a pasar fines de semana en el campo iban vestidos con lo que Ralph Lauren les decía que llevaba la gente en el campo.

Cazadores, bomberos y maestros cedieron su lugar a abogados, banqueros de inversiones y mujeres de cierta edad cuyos acuerdos de divorcio financiaban sus actividades culturales, tratamientos cutáneos y participación en actividades de expansión mental con gurús de esto y lo otro. De hecho, Gurney sospechaba que el apetito de la población local por las soluciones a los problemas vitales basadas en gurús podría haber persuadido a Mark Mellery de establecer su negocio allí.

Salió de la autopista del condado justo antes del centro del pueblo, siguiendo sus instrucciones de Google Maps para llegar a Filchers Brook Road, que serpenteaba en su ascenso por una colina boscosa. Esto lo llevó en última instancia a un murete de pizarra autóctona de casi un metro veinte de altura situado al borde de la calle. El múrete iba en paralelo a la calle, retirado unos tres metros, durante casi medio kilómetro y estaba tapado en parte por un macizo de ásteres azul pálido. En medio de la extensión del pequeño muro había dos aberturas separadas unos quince metros, la entrada y la salida de un camino circular. Un discreto letrero de bronce fijado en la pared de la primera de estas aberturas rezaba:


Instituto Mellery

PARA LA RENOVACIÓN ESPIRITUAL.


Cuando dobló por el sendero de entrada pudo comprobar cuál era la estética del lugar. Allá donde miraba, Gurney tenía la impresión de perfección no planeada. Al lado del sendero de grava, las flores de otoño parecían crecer en azarosa libertad. Sin embargo, estaba seguro de que esta imagen despreocupada, no diferente de la de Mellery, recibía una cuidadosa atención. Como en muchas de las casas de ricos discretos, la nota entonada era de meticulosa informalidad, la naturaleza como debería ser, sin que quedara ninguna flor mustia sin podar. Siguiendo el sendero, Gurney llegó a la fachada de una gran mansión georgiana, tan bien cuidada como los jardines.

De pie delante de la casa había un hombre de aspecto altivo con barba pelirroja que lo miraba con interés. Gurney bajó la ventanilla y preguntó dónde se hallaba la zona de aparcamiento. El hombre respondió con acento británico de clase alta que tenía que seguir el camino hasta el final.

Desgraciadamente, éste condujo a Gurney a salir de nuevo a Filchers Brook Road por la otra abertura en el muro de piedra. Dio la vuelta para volver a entrar y siguió otra vez el camino hasta la fachada de la casa, donde el espigado inglés de nuevo lo miró con interés.

– El final del camino me llevó a la calle – dijo Gurney. – ¿No he entendido algo?

– ¡Qué estúpido soy! – gritó el hombre con exagerado disgusto que entraba en conflicto con su porte natural. – Creo que lo sé todo, pero la mayor parte del tiempo me equivoco.

Gurney tenía el palpito de que podría estar en presencia de un loco. También en ese punto se fijó en una segunda figura. A la sombra de un rododendro gigante, observándolos con intensidad, había un hombre bajo y fornido, con aspecto de que podría estar esperando para una prueba de Los Soprano.

– Ah – gritó el inglés, señalando con entusiasmo camino adelante, – allí tiene su respuesta. Sarah lo llevará bajo su ala protectora. ¡Es la persona adecuada para usted! – Dicho esto, con gran teatralidad, se volvió y se alejó, seguido a cierta distancia por el gánster de cómic.

Gurney siguió conduciendo hasta encontrarse con la mujer que estaba junto al sendero, con expresión solícita en su rostro regordete. Su voz exudaba empatia.

– Dios mío, Dios mío, lo hemos tenido conduciendo en círculos. No es una forma bonita de darle la bienvenida. – El nivel de preocupación en sus ojos era alarmante. – Deje que le aparque el coche, así podrá ir directo a la casa.

– No es necesario. ¿Podría decirme dónde está la zona de aparcamiento?

– ¡Por supuesto! Usted sígame. Me aseguraré de que no se pierda esta vez. – Su tono hacía que la tarea pareciera de mayores proporciones de lo que uno podría imaginar.

La mujer le hizo una señal a Gurney para que la siguiera. Fue un ademán amplio, como si estuviera guiando una caravana. En la otra mano, a un costado, llevaba un paraguas cerrado. Su ritmo deliberado expresaba preocupación ante la posibilidad de que Gurney la perdiera de vista. Al llegar a un hueco entre los arbustos, se hizo a un lado, y señaló a Gurney un estrecho desvío del sendero que pasaba a través de los arbustos. Cuando Gurney llegó a su altura, ella extendió el paraguas hacia su ventana abierta.

– ¡Cójalo! – gritó.

Gurney se detuvo, desconcertado.

– Ya sabe lo que dicen del clima de montaña – explicó ella.

– No me hará falta.

Gurney pasó junto a la mujer y accedió a la zona de aparcamiento, un lugar que parecía capaz de acomodar el doble de coches de los que había allí, que David cifró en dieciséis. El espacio rectangular estaba enclavado entre las ubicuas flores y arbustos. Una gran haya situada en un extremo separaba la zona de aparcamiento de un granero rojo de tres plantas, cuyo color era vivido bajo el sol inclinado.

Eligió un espacio entre dos gargantuescos monovolúmenes. Mientras estaba aparcando, reparó en una mujer que observaba el proceso desde detrás de un lecho de dalias. Al salir del coche, Gurney sonrió educadamente. Era una mujer primorosa como una violeta, de huesos pequeños y rasgos delicados, con un aspecto anticuado. Si fuera una actriz, pensó Gurney, sería una candidata natural para representar a Emily Dickinson en La bella de Armherst.

– Me preguntaba si podría decirme dónde puedo encontrar a Mark… – Pero la violeta lo interrumpió con su propia pregunta.

– ¿Quién coño le ha dicho que puede aparcar aquí?

11

Un peculiar ministerio

Desde la zona de aparcamiento, Gurney siguió un camino de adoquines rodeando la mansión georgiana que supuso que se utilizaría como oficina y centro de conferencias del instituto hasta una pequeña casa también de estilo georgiano situada unos ciento cincuenta metros detrás de la mansión. Un pequeño letrero dorado junto al camino anunciaba: Residencia Privada.

Mark Mellery abrió la puerta antes de que Gurney llamara. Vestía la misma clase de atuendo informal que había llevado en su visita a Walnut Crossing. Contra el fondo de la arquitectura y el paisaje del instituto, la indumentaria le daba un aura de caballero.

– ¡Me alegro de verte, Davey!

Gurney entró en un espacioso vestíbulo de suelo de castaño amueblado con antigüedades, y Mellery lo condujo hasta un estudio situado en la parte de atrás de la casa. Un fuego que crepitaba en la chimenea perfumaba la sala con un rastro de humo de cerezo.

Dos sillones de orejas situados uno frente a otro a derecha e izquierda de la chimenea y el sofá colocado de cara al hogar formaban una zona de asientos en forma de U. Cuando se hubieron acomodado en los sillones, Mellery le preguntó a Gurney si había tenido algún problema para encontrar el camino. Le contó las tres peculiares conversaciones que había tenido, y Mellery le explicó que los tres individuos eran huéspedes del instituto y que su conducta respondía a una parte de su terapia de autodescubrimiento.

– En el curso de su estancia – explicó Mellery, – cada huésped representa diez papeles diferentes. Un día puede ser el liante: parece que ése era el papel que Worth Partridge, el caballero británico, estaba representando cuando lo abordaste. Otro día él podría ser el Solícito, ése es el papel que representaba Sarah, que quería aparcarte el coche. Otro es el Confrontador. Parece que la última dama con la que te has encontrado estaba representando ese papel con un exceso de entusiasmo.

– ¿Cuál es el objetivo?

Mellery sonrió.

– La gente representa ciertos roles en sus vidas. El contenido de los roles (los guiones, si lo prefieres) es coherente y predecible, aunque, por lo general, es inconsciente y rara vez se ve como una cuestión de elección.

Estaba entusiasmándose con aquella explicación, a pesar de que la había pronunciado centenares de veces.

– Lo que hacemos aquí es simple, aunque muchos de nuestros huéspedes lo consideran profundo. Hacemos que cobren conciencia de los roles que desempeñan inconscientemente, de cuáles son los beneficios y costes de estos roles, y de cómo afectan a otros. Una vez que nuestros huéspedes ven sus patrones de conducta con claridad, los ayudamos a que comprendan que cada modelo es una elección. Pueden retenerlo o descartarlo. Después (y ésta es la parte más importante), les proporcionamos un programa de acción para sustituir modelos defectuosos por otros más sanos.

Gurney se fijó en que la ansiedad del hombre había retrocedido mientras hablaba. El tema en cuestión había puesto un brillo evangélico en su mirada.

– Por cierto, todo esto podría sonarte familiar. Modelo, elección y cambio son las tres palabras de las que más se abusa en el mundo raído de la autoayuda. Sin embargo, nuestros huéspedes nos cuentan que lo que hacemos aquí es diferente, el núcleo es diferente. Justo el otro día, uno de ellos me dijo: «Dios lleva este instituto de la mano».

Gurney trató de mantener su voz carente de escepticismo.

– La experiencia terapéutica que proporcionas ha de ser muy fuerte.

– A algunos se lo parece.

– He oído que algunas terapias fuertes buscan mucho la confrontación.

– Aquí no – dijo Mellery. – Nuestro enfoque es suave y cordial. Nuestro pronombre favorito es «nosotros», no «tú». Hablamos de nuestros fallos, temores y limitaciones. Nunca señalamos a nadie ni acusamos a nadie de nada. Creemos que las acusaciones tienden a fortalecer los muros de negación más que a romperlos. Después de que te mires alguno de mis libros, comprenderás mejor la filosofía.

– Sólo pensaba que en ocasiones podrían ocurrir cosas sobre el terreno, por así decirlo, que no formen parte de la filosofía.

– Lo que decimos es lo que hacemos.

– ¿Ninguna confrontación?

– ¿Por qué insistes tanto?

– Me pregunto si alguna vez le has dado a alguien una patada en las pelotas tan fuerte como para que desee devolvértela.

– Nuestra línea de actuación rara vez enfada a nadie. Además, sea quien sea mi amigo por correspondencia, forma parte de mi vida anterior a este instituto.

– Tal vez sí, tal vez no.

Una expresión de perplejidad apareció en el semblante de Mellery.

– Tiene fijación por mis días de bebida, algo que hice borracho, así que fue antes de que fundara el instituto.

– O bien podría ser alguien implicado contigo en el presente que leyera sobre tu alcoholismo en tus libros y que quiera asustarte.

Mientras la mirada de Mellery vagaba por una nueva lista de posibilidades, entró una mujer joven. Tenía unos ojos verdes de expresión inteligente y el cabello rojizo recogido en una cola de caballo.

– Siento interrumpir. Pensaba que tal vez querrías ver tus mensajes de teléfono.

Le entregó a Mellery una pequeña pila de notas rosas. Por la expresión de sorpresa del hombre, Gurney tuvo la sensación de que no lo interrumpían con frecuencia.

– Al menos – dijo ella, arqueando una ceja de manera elocuente, – puede que quieras mirar el de encima.

Mellery lo leyó dos veces, luego se inclinó hacia delante y le pasó el mensaje por encima de la mesa a Gurney, quien también lo leyó dos veces.

En la línea «A», se leía: señor Mellery. En la línea «De», decía: X. Arybdis. En el espacio asignado a «Mensaje», figuraban las siguientes líneas:


De todas las verdades que recordar no puedes, hay dos más verdaderas: todo acto tiene un precio, todo precio se paga. Te llamaré esta noche para verte en noviembre o, si no, en diciembre.


Gurney le preguntó a la joven si ella misma había tomado el mensaje. Ella miró a Mellery.

– Lo siento – dijo éste, – debería haberos presentado. Sue, éste es un viejo y buen amigo mío, Dave Gurney. Dave, te presento a mi maravillosa asistente, Susan MacNeil.

– Encantado, Susan.

Ella sonrió educadamente y dijo:

– Sí, fui yo quien tomó el mensaje.

– ¿Hombre o mujer?

Ella vaciló.

– Es extraño que lo pregunte. Mi primera impresión fue que era un hombre. Un hombre con una voz alta. Luego ya no estaba segura. La voz cambió.

– ¿Cómo?

– Al principio sonó como un hombre que trataba de parecer como una mujer. Después tuve la idea de que podría ser una mujer tratando de sonar como un hombre. Había algo no natural en la voz, algo forzado.

– Interesante – dijo Gurney. – Una cosa más, ¿anotó todo lo que dijo esta persona?

Ella vaciló.

– No estoy segura de haberle entendido.

– Me parece – dijo, sosteniendo la hojita rosa – que este mensaje le fue dictado cuidadosamente, incluso los saltos de línea.

– Exacto.

– Así que tuvo que decirle que la disposición de las líneas era importante, que tenía que escribirlas exactamente como él las dictaba.

– Oh, ya veo. Sí, me ha dicho dónde empezar cada línea nueva.

– ¿Dijo algo más que no esté escrito aquí?

– Sí…, bueno, dijo otra cosa. Antes de colgar, preguntó si trabajaba en el instituto directamente para el señor Mellery. Le dije que sí. Entonces él me contestó: «Debería buscar nuevas oportunidades de empleo. He oído que la renovación espiritual es una industria agonizante». Y se rio, como si le hiciera mucha gracia. Luego me dijo que me asegurara de que el señor Mellery recibía el mensaje enseguida. Por eso lo he traído desde el despacho. – Echó una mirada de preocupación a Mellery. – Espero que lo haya hecho bien.

– Sin duda – dijo Mellery, imitando a un hombre que controla la situación.

– Susan, me he fijado en que habla de «él» – dijo Gurney. – ¿Significa que está segura de que era un hombre?

– Eso creo.

– ¿Dio alguna indicación de a qué hora de esta noche planea llamar?

– No.

– ¿Hay algo más que recuerde, cualquier cosa, no importa lo trivial que sea?

Arrugó un poco el entrecejo.

– Me ha dado escalofríos, una sensación de que no era muy amable.

– ¿Parecía enfadado? ¿Duro? ¿Amenazador?

– No, no es eso. Era educado, pero…

Gurney esperó mientras ella buscaba las palabras adecuadas.

– Quizá demasiado educado. Quizás era la voz extraña. No estoy segura de qué me provocó esa sensación. Me asustó.

Después de salir para volver al despacho situado en el edificio principal, Mellery miró al suelo entre sus pies.

– Es hora de ir a la Policía – dijo Gurney, eligiendo este momento para manifestar su opinión.

– ¿La Policía de Peony? Dios, suena a un número de cabaret gay.

Gurney no hizo caso del endeble intento de soltar una gracia.

– No sólo estamos tratando con unas pocas cartas raras y una llamada de teléfono. Estamos ante alguien que te odia, que quiere saldar cuentas contigo. Estás en su punto de mira, y tal vez él está a punto de apretar el gatillo.

– ¿X. Arybdis?

– Más bien el inventor del alias X. Arybdis.

Gurney le explicó lo que había recordado, con la ayuda de Madeleine, sobre el letal Charybdis del mito griego. Además, había sido incapaz de encontrar el registro de ningún X. Arybdis en Connecticut o en cualquier estado vecino mediante ningún directorio o motor de búsqueda de Internet.

– ¿Un remolino? – preguntó Mellery con inquietud.

Gurney asintió.

– Dios santo – dijo Mellery.

– ¿Qué ocurre?

– Mi peor fobia es morir ahogado.

12

La importancia de la honradez

Mellery estaba de pie junto a la chimenea, recolocando con la ayuda de un atizador los troncos que ardían.

– ¿Por qué devolvieron el cheque? – preguntó, volviendo al tema como la lengua vuelve a un diente afilado. – El tipo es muy meticuloso (Dios mío, mira la caligrafía, como la de un contable), no es la clase de persona que se equivoca al escribir la dirección. Así que lo hizo a propósito. ¿Qué propósito? – Se volvió -. Davey, ¿qué demonios está pasando?

– ¿Puedo ver la nota con la que se devolvió el cheque, la que me leíste por teléfono?

Mellery se acercó a un pequeño escritorio estilo Sheraton situado al otro lado de la habitación, llevando consigo el atizador, pero sin reparar en él hasta que estuvo allí.

– Dios mío – musitó, mirando a su alrededor, frustrado. Encontró un lugar en la pared donde podía apoyarlo antes de coger un sobre del cajón del escritorio y llevárselo a Gurney.

Dentro de un sobre exterior grande dirigido a Mellery estaba el sobre que Mellery le había enviado a X. Arybdis al apartado postal 49449 de Wycherly, y dentro de ese sobre había un cheque nominativo por importe de 289,87 dólares. El sobre exterior contenía asimismo una hoja de papelería de calidad con encabezado de GD Security Systems que incluía un número de teléfono, con el breve mensaje impreso que Mellery le había leído antes a Gurney por teléfono. La carta estaba firmada por Gregory Dermott, sin indicación de su título.

– ¿No has hablado con el señor Dermott? – preguntó Gurney.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Quiero decir, si la dirección está equivocada, está equivocada. ¿Qué tiene que ver con él?

– Sólo Dios lo sabe – dijo Gurney -. Pero vale la pena hablar con él. ¿Tienes un teléfono a mano?

Mellery sacó el último modelo de BlackBerry que llevaba enganchado en el cinturón y se lo pasó. Gurney introdujo el número del encabezado. Tras dos tonos estaba conectado con una grabación: «Esto es GD Security Systems, al habla Greg Dermott. Deje su nombre, su número y la hora que mejor le vaya para que le devuelva la llamada y un breve mensaje. Puede empezar ahora». Gurney apagó el teléfono y se lo devolvió a Mellery.

– Lo que he de decir sería difícil de explicar en un mensaje – dijo Gurney -. No soy tu empleado ni un representante legal, ni siquiera detective privado con licencia, y no trabajo en la Policía. Y respecto a esto último, la Policía es lo que necesitas: aquí mismo, ahora mismo.

– Pero supongamos que ése es su objetivo: inquietarme lo suficiente para que llame a la Policía, armar follón, avergonzar a mis huéspedes. Quizá que llame a la Policía y crear agitación es lo que quiere, precisamente, este psicópata. Llevar los elefantes a la cacharrería y observar todo lo que se rompe.

– Si es todo lo que quiere -dijo Gurney -, da gracias.

Mellery reaccionó como si le hubieran abofeteado.

– ¿De verdad crees que está planeando hacer… algo serio?

– Es muy posible.

Mellery asintió lentamente, como si la deliberación del gesto pudiera tapar su miedo.

– Hablaré con la Policía -dijo-, pero no hasta que reciba la llamada esta noche de Charybdis, o de como quiera que se llame.

Viendo el escepticismo de Gurney, continuó:

– Quizá la llamada telefónica lo aclarará todo; quizá nos permita saber con quién estamos tratando, qué es lo que quiere. Puede que al final no tengamos que implicar a la Policía, e incluso si lo hacemos, tendremos más información para darles. En cualquier caso, tiene sentido esperar.

Gurney sabía que tener a la Policía presente para monitorizar la llamada real podría ser importante, pero también sabía que en ese punto ningún argumento racional convencería a Mellery. Decidió avanzar a un detalle táctico.

– En el caso de que Charybdis llamara esta noche, sería útil grabar la conversación. ¿Tienes alguna clase de dispositivo de grabación (aunque sea un cásete) que podamos usar para conectar con un supletorio?

– Tenemos algo mejor -dijo Mellery-. Todos nuestros teléfonos tienen memoria de grabación. Puedes grabar cualquier llamada con sólo pulsar un botón.

Gurney lo miró con curiosidad.

– ¿Te preguntas por qué hay tal sistema? Tuvimos un huésped difícil hace unos años. Se formularon algunas acusaciones, y nos acosaron con llamadas de teléfono que eran cada vez más trastornadas. Para abreviar una larga historia, nos aconsejaron que grabáramos las llamadas-. Algo en la expresión de Gurney lo detuvo-. Oh, no, ¡veo lo que estás pensando! Créeme, ese lío no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo ahora. Se resolvió hace mucho.

– ¿Estás seguro?

– El individuo implicado está muerto. Suicidio.

– ¿Recuerdas las listas en las que te pedí que trabajaras? Listas de relaciones que impliquen conflictos graves o acusaciones.

– No tengo ni un solo nombre que pueda leer en conciencia.

– Acabas de mencionar un conflicto, al final del cual alguien se suicidó. ¿No te parece eso un conflicto grave?

– Era un individuo con problemas. No hubo ninguna relación entre su disputa con nosotros, que era producto de su imaginación, y su suicidio.

– ¿Cómo lo sabes?

– Mira, es una historia complicada. No todos nuestros huéspedes son el paradigma de la salud mental. No voy a apuntar el nombre de cada persona que alguna vez haya expresado un sentimiento negativo en mi presencia. ¡Es una locura!

Gurney se apoyó en su silla y se frotó con suavidad los ojos, que se le estaban empezando a resecar por el fuego.

Cuando Mellery volvió a hablar, su voz dio la impresión de proceder de un lugar diferente dentro de sí mismo, un lugar menos custodiado.

– Hay una palabra que usaste cuando me enumeraste las listas. Dijiste que debería escribir los nombres de gente que conocía con la que tenía problemas no resueltos. Bueno, me he estado diciendo a mí mismo que los conflictos del pasado se han resuelto. Quizá no lo están. Tal vez por resuelto sólo significaba que no pensaba más en ellos. Negó con la cabeza. Dios, Davey, ¿qué sentido tienen estas listas en todo caso? No te ofendas, pero ¿qué pasa si algunos polis guiados por los músculos más que por la cabeza empiezan a hacer preguntas, y remueven viejos resentimientos? ¡Dios! ¿Alguna vez has sentido que el suelo resbalara bajo tus pies?

– De lo único que hemos estado hablando es de poner nombres en un papel. Es una forma de poner los pies en el suelo. No has de mostrar los nombres a nadie si no quieres. Confía en mí, es un ejercicio útil.

Mellery, aturdido, hizo un gesto de asentimiento.

– Has dicho que no todos tus huéspedes son modelos de salud mental.

– No quería dar la impresión de que estamos dirigiendo una institución psiquiátrica.

– Lo entiendo.

– O incluso que nuestros huéspedes tienen un número inusual de problemas emocionales.

– Entonces, ¿quién viene aquí?

– Gente con dinero que busca paz mental.

– ¿Lo consiguen?

– Creo que sí.

– Además de «rico» y «angustiado», ¿qué otras palabras describen a tu clientela?

Mellery se encogió de hombros.

– Inseguros, a pesar de la personalidad agresiva que acompaña al éxito. No se gustan a sí mismos: es lo principal que estamos tratando.

– ¿Cuál de tus huéspedes actuales crees que es capaz de hacerte daño físicamente?

– ¿Qué?

– ¿Cuánto sabes a ciencia cierta de cada persona que actualmente está aquí, o de la gente que tiene reservas para el mes que viene?

– Si estás hablando de comprobaciones de sus historiales, no es algo que hagamos. Lo que sabemos es lo que ellos nos cuentan, o lo que nos cuenta la gente que los deriva. Parte de ello es superficial, pero no curioseamos. Tratamos con lo que están dispuestos a contarnos.

– ¿Qué clase de personas hay aquí ahora mismo?

– Un inversor inmobiliario de Long Island, un ama de casa de Santa Bárbara, un hombre que podría ser el hijo de un hombre que podría ser el cabeza de una familia del crimen organizado, un encantador quiropráctico de Hollywood, una estrella de rock de incógnito, un banquero de inversiones retirado de treinta y tantos años…, y una docena más.

– ¿Están aquí para conseguir una «renovación espiritual»?

– De un modo o de otro, han descubierto las limitaciones del éxito. Todavía sufren miedos, obsesiones, culpa, vergüenza. Han descubierto que ni todos los Porsche ni todo el Prozac del mundo les dan la paz que están buscando.

Gurney sintió una pequeña puñalada al acordarse del Porsche de Kyle.

– Entonces tu misión es llevar serenidad a los ricos y famosos.

– Es fácil hacer que suene ridículo. Pero no estaba persiguiendo el olor del dinero. Puertas abiertas y corazones abiertos me llevaron aquí. Mis clientes me encontraron, no al revés. No lo preparé para ser el gurú de Peony Mountain.

– Aun así, te juegas mucho.

Mellery asintió.

– Aparentemente, eso incluye mi vida-. Miró al fuego menguante-. ¿Puedes darme algún consejo para manejar la llamada de esta noche?

– Haz que hable todo lo posible.

– ¿Así se podrá localizar la llamada?

– La tecnología ya no funciona así. Has visto películas viejas. Hazle hablar, porque cuantas más cosas diga, más podría revelar y más posibilidades podrías tener de reconocer su voz.

– Si lo hago, ¿debo decirle que sé quién es?

– No. Saber algo que él no cree que sabes podría ser una ventaja para ti. Sólo manten la calma y alarga la conversación.

– ¿Estarás en casa esta noche?

– Planeo estarlo, por el bien de mi matrimonio como mínimo. ¿Por qué?

– Porque acabo de acordarme de que nuestros teléfonos tienen otra característica curiosa que nunca usamos. El nombre comercial es «conferencia rebotada». Lo que te permite invitar a otro participante a una conferencia después de que alguien te haya llamado.

– ¿Y?

– Con una teleconferencia ordinaria, todos los participantes necesitan ser llamados desde la fuente inicial. Pero el sistema de rebote supera eso. Si alguien te llama, puedes añadir a otros participantes al llamarlos desde tu número sin desconectar con la persona que te llamó, de hecho, sin que sepa que lo estás haciendo. Según me explicaron, la llamada a la parte añadida sale por una línea separada; después de que se establece la conexión, se combinan las dos señales. Probablemente estoy equivocado respecto a la explicación técnica, pero la cuestión es que cuando Charybdis llame esta noche, puedo llamarte y tú podrás oír la conversación.

– Bien. Seguro que estaré en casa.

– Genial. Te lo agradezco-. Sonrió como un hombre que experimenta un alivio momentáneo de un dolor crónico.

Fuera sonó varias veces una campana. Tenía el timbre fuerte y metálico de una vieja campana de barco. Mellery miró el delgado reloj de oro de su muñeca.

– He de prepararme para la conferencia de la tarde- dijo con un pequeño suspiro.

– ¿Cuál es el tema?

Mellery se levantó de su sillón de orejas, alisó unas pocas arrugas de su jersey de cachemir y, no sin cierto esfuerzo, esbozó una sonrisa genérica.

– La importancia de la honradez.


El clima había seguido borrascoso sin llegar nunca a templarse. Hojas marrones revoloteaban sobre la hierba. Mellery había ido al edificio principal después de dar las gracias a Gurney una vez más. Le había insistido en que mantuviera la línea del teléfono libre esa noche, se había disculpado por su agenda y le había extendido una invitación de última hora.

– Mientras estás aquí por qué no te das una vuelta y te haces una idea del lugar.

Gurney, de pie en el elegante porche de Mellery, se subió la cremallera de la chaqueta. Decidió aceptar la sugerencia y dirigirse al aparcamiento dando un rodeo, siguiendo la amplia curva de los jardines que rodeaban la casa. Un sendero de musgo lo llevó por detrás de la casa a un césped esmeralda, más allá del cual un bosque de arces se adentraba en el valle. Un muro de mampostería formaba una línea de demarcación entre la hierba y el bosque. En el punto medio del muro, una mujer y dos hombres parecían ocupados en la actividad de plantar y cubrir con mantillo.

Mientras Gurney caminaba hacia ellos por el amplio césped, vio que los hombres, que llevaban sendas palas, eran jóvenes y latinos, y que la mujer, vestida con botas verdes hasta las rodillas y una cazadora marrón, era mayor y estaba al mando. Había varias bolsas de bulbos de tulipán, cada una de un color diferente, abiertas sobre un carro de jardín plano. La mujer estaba mirando a sus trabajadores con impaciencia.

– ¡Carlos! -gritó-. Roja, blanca, amarilla… Roja, blanca, amarilla le dijo en español. Luego lo repitió en inglés, pero sin dirigirse a nadie en particular. Roja, blanca, amarilla… Roja, blanca, amarilla. No es una secuencia tan difícil, ¿no?

Suspiró filosóficamente ante la ineptitud de los sirvientes y luego sonrió con benignidad cuando se le acercó Gurney.

– Creo que una flor que se abre es la visión más sanadora de la Tierra- anunció con el acento característico de la clase alta de Long Island-. ¿No está de acuerdo?

Antes de que Gurney tuviera ocasión de responder, ella le tendió la mano y dijo:

– Soy Caddy.

– Dave Gurney.

– ¡Bienvenido al Cielo en la Tierra! Creo que no le había visto antes.

– Sólo he venido a pasar el día.

– ¿En serio? -Algo en el tono parecía estar exigiendo una explicación.

– Soy amigo de Mark Mellery.

La mujer torció el gesto.

– ¿Ha dicho Dave Gurney?

– Sí.

– Bueno, estoy segura de que ha mencionado su nombre, pero no me suena. ¿Conoce a Mark desde hace mucho?

– Desde la facultad. ¿Puedo preguntar qué está haciendo aquí?

– ¿Qué hago aquí?- Levantó las cejas asombrada-. Vivo aquí. Es mi casa. Soy Caddy Mellery. Mark es mi marido.

13

Nada de lo que sentirse culpable

Aunque era mediodía, las nubes cada vez más gruesas daban al valle la sensación de un anochecer de invierno. Gurney puso en marcha la calefacción del coche porque tenía las manos heladas. Cada año las articulaciones de sus dedos se le estaban poniendo más sensibles, lo que le recordaba la artritis de su padre. Las flexionó abriéndolas y cerrándolas sobre el volante.

«Un gesto idéntico.»

Recordaba haberle preguntado en una ocasión a ese hombre taciturno e inalcanzable si le dolían los nudillos hinchados.

Es sólo la edad, no hay nada que hacer le había contestado su padre, en un tono que desalentaba la discusión.

Su mente vagó de nuevo hacia Caddy. ¿Por qué Mellery no le había hablado de su nueva esposa? ¿No quería que hablara con ella? Y si no había mencionado que estaba casado, ¿qué más podría haber omitido?

Y entonces, por una oscura asociación mental, se preguntó por qué la sangre era roja como una rosa pintada. Trató de recordar el texto completo del tercer poema:


«No hice lo que hice / por gusto ni dinero, / sino por unas deudas / pendientes de saldar. / Por sangre que es tan roja / como rosa pintada. / Para que todos sepan: / lo que siembran, cosechan».


Una rosa era un símbolo del color rojo. ¿Qué añadía al llamarla «rosa pintada»? ¿Se suponía que eso tenía que hacerla sonar más roja? ¿O más parecida a la sangre?

La ansiedad de Gurney para llegar a casa se intensificó por el hambre. Era media tarde, y lo único que había tomado en todo el día era el café de la mañana en Abelard.

A Madeleine, pasar demasiado tiempo sin comer le hacía sentir náuseas; a él lo volvía más sentencioso, un estado mental difícil de reconocer en uno mismo. Gurney había descubierto algunos barómetros para calibrar su humor, y uno de ellos estaba localizado en el lado occidental de la carretera, a las afueras de Walnut Crossing. La Camel's Hump era una galería de arte que presentaba el trabajo de pintores, escultores y otros espíritus creativos locales. Su función barométrica era simple. Una mirada a la ventana le producía, cuando estaba de buen humor, una apreciación de la excentricidad de sus vecinos artísticos; cuando estaba de mal humor le daba una comprensión nítida de su vacuidad. Aquél era un día de vacuidad: una advertencia justa al girar por la carretera que iba a llevarlo hacia el hogar y la esposa, un motivo para pensárselo dos veces antes de expresar opiniones fuertes.

Las señales de la nevada de la mañana, desaparecidas hacía mucho de la autopista del condado y las partes bajas del valle, estaban presentes en parches de nieve dispersos a lo largo del camino de tierra que se elevaba a través de una depresión en las colinas y terminaba en el granero y el prado de Gurney. Las franjas de nubes daban al prado una sensación monótona e invernal. Vio con una chispa de irritación que habían conducido el tractor desde el granero y lo habían aparcado junto al cobertizo que albergaba sus accesorios: la segadora, el perforador, el quitanieves. La puerta del cobertizo había quedado abierta, señalando de manera irritante el trabajo por hacer.

David entró en la casa por la puerta de la cocina. Madeleine estaba sentada junto a la chimenea en el otro extremo de la sala. La bandeja en la mesita de café con su corazón de manzana, cabos y semillas de uvas, cascara de queso cheddar y migas de pan sugería que acababa de consumir un agradable almuerzo. Aquello le recordó el hambre que tenía. Madeleine levantó la mirada del libro, le ofreció una sonrisita.

David fue al lavabo y dejó correr el agua hasta que la temperatura descendió al nivel gélido que a él le gustaba. Era consciente de una sensación de transgresión un desafío a la opinión de Madeleine de que beber agua demasiado fría no era bueno, seguida por otra de vergüenza, al darse cuenta de que podía ser lo bastante mezquino, hostil e infantil para saborear un combate tan delirante. Tenía la urgencia de cambiar de tema, hasta que reparó en que no había ningún tema que cambiar. Habló de todos modos.

– Veo que has llevado el tractor hasta el cobertizo.

– Quería ponerle el quitanieves.

– ¿Hubo algún problema?

– Pensaba que sería mejor tenerlo colocado antes de que hubiera una tormenta de nieve de verdad.

– Me refería a cuál es el problema de colocarlo.

– Es pesado. Pensaba que, si esperaba, podrías ayudarme.

Él asintió de un modo ambiguo, pensando: «Ya estás otra vez presionándome para hacer un trabajo que has empezado tú, aunque sabías que yo tendré que acabarlo». Consciente de los peligros de su humor, pensó que lo más sensato sería no decir nada. Llenó el vaso con agua muy fría del grifo y se la bebió despacio.

Mirando a su libro, Madeleine dijo:

– Ha llamado esa mujer de Ithaca.

– ¿Mujer de Ithaca?

Ella no hizo caso de la pregunta.

– ¿Te refieres a Sonya Reynolds? – preguntó David.

– Exacto-. Su voz era tan aparentemente desinteresada como la de él.

– ¿Qué quería?- preguntó.

– Buena pregunta.

– ¿Qué quiere decir «buena pregunta»?

– Quiero decir que no especificó qué quería. Dijo que podías llamarla a cualquier hora antes de medianoche.

David detectó una pulla clara en la última palabra.

– ¿Ha dejado un número?

– Aparentemente cree que ya lo tienes.

David volvió a llenarse el vaso con agua helada y se la bebió, deteniéndose a reflexionar entre trago y trago. La situación de Sonya era emocionalmente problemática, pero no veía forma de tratar con eso, a no ser que fuera abandonando el proyecto de arte de los retratos policiales que formaba la base de su relación con la galería, y no estaba dispuesto a hacerlo.

Tomando cierta distancia de estas extrañas conversaciones con Madeleine, descubrió que su propia incomodidad y su falta de confianza eran desconcertantes. No dejaba de ser curioso que un hombre tan profundamente racional como él se enredara tan sin remedio, que fuera tan emocionalmente frágil. Sabía de sus cientos de entrevistas con sospechosos de crímenes que los sentimientos de culpa siempre subyacen en esa clase de enredos, en esa clase de confusión. Pero la verdad era que no había hecho nada de lo que sentirse culpable.

«Nada de lo que sentirse culpable.» Ahí radicaba el problema, en lo absoluto de esa afirmación. Quizá no había hecho nada recientemente por lo que sentirse culpable nada sustancial, nada que se le ocurriera de inmediato, pero si el contexto se extendía a quince años, su declaración de inocencia sonaría dolorosamente falsa.

Dejó el vaso de agua en el fregadero, se secó las manos, caminó hasta la puerta cristalera y miró al mundo gris. Un mundo entre el otoño y el invierno. La nieve fina volaba como arena en el patio. Si alargaba la vista a los últimos quince años, difícilmente podría alegar inocencia, porque tendría que recordar el accidente. Como si se apretara una herida para juzgar el estado de la infección, se obligó a sustituir la expresión «el accidente» por las palabras específicas que tanto le costaba pronunciar:

«La muerte de nuestro hijo de cuatro años».

Dijo las palabras en voz muy baja, para sus adentros, poco más que un susurro. La voz en sus propios oídos sonó erosionada y hueca, como la voz de otra persona.

No podía soportar los pensamientos y las sensaciones que acompañaban a esas palabras. Trató de apartarlas aferrándose a la siguiente distracción.

Tras aclararse la garganta y volverse desde la puerta cristalera hacia Madeleine, que estaba al otro lado de la sala, dijo con un exceso de entusiasmo.

– ¿Y si nos ocupamos del tractor antes de que oscurezca?

Madeleine levantó la mirada de su libro. Si aquella alegría artificial de su tono le había sonado inquietante o reveladora, no lo dejó entrever.

Montar la pala quitanieves supuso una hora de resoplar, dar golpes, tirar, engrasar y ajustar, después de lo cual Gurney continuó hasta pasar una segunda hora partiendo troncos para la pila de leña mientras Madeleine preparaba una cena de sopa de calabaza y costillas de cerdo a la brasa con zumo de manzana. Luego hicieron fuego, se sentaron uno al lado del otro en el sofá en la acogedora sala de estar contigua a la cocina y se dejaron llevar a la clase de serenidad somnolienta que sigue al trabajo duro y la buena comida.

Ansiaba creer que estos pequeños oasis de paz presagiaban un retorno a la relación que habían tenido, que las evasiones emocionales y colisiones de años recientes eran, en cierto modo temporales, pero era una creencia que le costaba sostener. En ese mismo momento, esa esperanza frágil estaba siendo suplantada, trozo a trozo, momento a momento, por la clase de ideas en las que su mente de detective se concentraba con mayor comodidad: ideas sobre la prevista llamada telefónica de Charybdis y la tecnología de teleconferencias que le permitiría escuchar.

– Es una noche perfecta para hacer fuego- dijo Madeleine, que se apoyó suavemente en él.

David sonrió y trató de volver a concentrarse en las llamas naranjas y en la calidez simple y suave del brazo de su esposa. El cabello de Madeleine tenía un olor maravilloso, y David tuvo la fantasía pasajera de que podía perderse en él para siempre.

– Sí – respondió-. Perfecto.

Cerró los ojos, deseando que la bondad del momento contrarrestara esas energías mentales que siempre lo conducían a resolver enigmas. Para Gurney, lograr incluso una pequeña satisfacción era irónicamente una lucha. Envidiaba el apego entusiasta de Madeleine por el instante fugaz y el placer que encontraba en ello. Para él, vivir el momento siempre era nadar contracorriente: su mente analítica prefería de un modo natural los reinos de la probabilidad y la posibilidad.

Se preguntaba si era una forma de escape heredada o aprendida. Probablemente ambas cosas se reforzaban entre sí. Posiblemente…

¡Dios santo!

Se sorprendió a sí mismo en el acto absurdo de analizar su propensión al análisis. Otra vez se arrepintió y trató de estar presente en la sala. «Que Dios me ayude a estar aquí», se dijo, aunque tenía poca fe en la plegaria. Esperaba que no lo hubiera dicho en voz alta.

Sonó el teléfono. Lo sintió como una moratoria, un permiso para darse un respiro de la batalla.

Se levantó del sofá y fue al estudio a responder.

– Davey, soy Mark.

– ¿Sí?

– He estado hablando con Caddy. Me ha dicho que se ha encontrado contigo hoy, en el jardín de meditación.

– Sí.

– Ah…, bueno…, la cuestión es… Me siento avergonzado, ¿sabes?, por no habértela presentado-. Hizo una pausa, como si esperara respuesta, pero Gurney no dijo nada.

– ¿Dave?

– Estoy aquí.

– Bueno…, en fin, quería pedirte disculpas por no presentarte. Ha sido irreflexivo por mi parte.

– No hay problema.

– ¿Estás seguro?

– Seguro.

– No pareces contento.

– No estoy descontento, sólo un poco sorprendido de que no la mencionaras.

– Ah…, sí…, supongo que tenía tantas cosas en la cabeza que no se me ocurrió. ¿Sigues ahí?

– Estoy aquí.

– Tienes razón, debe parecer peculiar que no la mencionara. No se me ocurrió-. Hizo una pausa, luego añadió con una risa extraña. -Supongo que a un psicólogo le parecería interesante que alguien olvide mencionar que está casado.

– Mark, deja que te pregunte algo. ¿Me estás diciendo la verdad?

– ¿Qué? ¿Por qué me preguntas esto?

– Me estás haciendo perder el tiempo.

Hubo un prolongado silencio.

– Mira -dijo Mellery con un suspiro-, es una larga historia. No quería involucrar a Caddy en este…, en este lío.

– ¿De qué lío estamos hablando exactamente?

– Las amenazas, las insinuaciones.

– ¿No sabe nada de las cartas?

– ¿Para qué? Sólo se asustaría.

– Ha de conocer tu pasado. Está en tus libros.

– Hasta cierto punto. Pero estas amenazas son otra historia. Sólo quería ahorrarle la preocupación.

Eso le sonó casi plausible. Casi.

– ¿Hay algún elemento en concreto de tu pasado que estés especialmente ansioso de ocultar a Caddy, a la Policía o a mí?

Esta vez la indecisión, antes de que Mellery dijera que no, contradecía de un modo tan evidente la negativa que Gurney se rió.

– ¿Qué tiene tanta gracia?

– No sé si eres el peor mentiroso que he conocido, Mark, pero estás entre los elegidos.

Después de otro largo silencio, Mellery empezó a reír también: una risa suave, compungida, que sonó más como un sollozo ahogado. Dijo con voz desinflada:

– Cuando todo lo demás falla, es el momento de decir la?verdad. La verdad es que, poco antes de que Caddy y yo nos casáramos, tuve una breve aventura con una mujer que se alojaba aquí. Pura locura por mi parte. Salió mal, como cualquier persona cuerda podría haber predicho.

– ¿Y?

– Y eso fue todo. Sólo de pensarlo… Me recuerda a todo el ego subido, a la lujuria y al pésimo juicio de mi pasado.

– Quizá me estoy perdiendo algo -dijo Gurney-. ¿Qué tiene eso que ver con no decirme que estabas casado?

– Vas a pensar que estoy paranoico. Pero llegué a pensar que la aventura podría estar relacionada en cierto modo con este asunto de Charybdis. Temía que si sabías de Caddy, querrías hablar con ella, y… la última cosa en el mundo que quiero es que ella quede expuesta a lo que podría estar relacionado con mi ridicula e hipócrita aventura.

– Ya veo. Por cierto, ¿quién es el dueño del instituto?

– ¿El dueño? ¿En qué sentido?

– ¿Cuántos sentidos hay?

– En espíritu, yo soy el dueño del instituto. El programa está basado en mis libros y cintas.

– ¿En espíritu?

– Legalmente, Caddy es la dueña de todo: de la propiedad inmobiliaria y de otros activos tangibles.

– Interesante. Así que tú eres el artista del trapecio, pero Caddy es la dueña del circo.

– Podrías decirlo así -replicó Mellery con frialdad-. Ahora he de colgar. Puedo recibir la llamada de Charybdis en cualquier momento.

Y la llamada llegó justo tres horas después.

14

Compromiso

Madeleine había llevado su bolsa de tejer al sofá y estaba absorta en uno de los tres proyectos que mantenía en distintos estados de finalización. Gurney se había acomodado en un sillón contiguo y estaba hojeando las seiscientas páginas del manual del usuario del software de manipulación fotográfica, pero le costaba concentrarse en ello. Los troncos de la estufa de leña se habían reducido a brasas, de las cuales se alzaban llamitas rosas que temblaban y desaparecían.

Cuando sonó el teléfono, Gurney se apresuró a ir al estudio?y levantó el aparato.La voz de Mellery sonaba baja y nerviosa.

– ¿Dave?

– Estoy aquí.

– Está en la otra línea. La grabadora está en marcha. Voy a conectarte. ¿Preparado?

– Adelante.

Al cabo de un momento, Gurney oyó una extraña voz a media frase.


… lejos durante cierto tiempo. Pero quiero que sepas quién soy.

El tono de voz era alto y tenso; el ritmo del habla, extraño y artificial. Había un acento, parecía extranjero, pero no específico, como si las palabras se pronunciaran mal con el objeto de disfrazar la voz.

– Esta tarde te he dejado algo. ¿Lo tienes?

– ¿Qué? -La voz de Mellery sonó quebradiza.

– ¿Todavía no lo tienes? Lo recibirás. ¿Sabes quién soy?

– ¿Quién eres?

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Por supuesto. ¿De qué te conozco?

– ¿El número seiscientos cincuenta y ocho no te dice quién soy?

– No tiene ningún sentido para mí.

– ¿En serio? Pero lo elegiste, de entre todos los números que podrías haber elegido.

– ¿Quién demonios eres?

– Hay un número más.

– ¿Qué? -La voz de Mellery se elevó a causa del miedo y la exasperación.

– He dicho que hay un número más-. La voz parecía divertida, sádica.

– No lo entiendo.

– Piensa en otro número, que no sea el seiscientos cincuenta y ocho.

– ¿Por qué?

– Piensa en un número, que no sea el seiscientos cincuenta y ocho.

– De acuerdo. He pensado un número.

– Bien. Estamos haciendo progresos. Ahora, susurra el número.

– Lo siento, ¿qué?

– Susurra el número.

– ¿Que lo susurre?

– Sí.

– Diecinueve-. El susurro de Mellery sonó alto y áspero.

Fue recibido con una larga risa carente de humor.

– Bien, muy bien.

– ¿Quién eres?

– ¿Aún no lo sabes? Tanto dolor y no tienes ni idea. Pensaba que esto podría ocurrir. He dejado algo para ti antes. Una notita. ¿Seguro que no la tienes?

– No sé de qué estás hablando.

– Ah, pero sabías que el número era el diecinueve.

– Me has dicho que piense en un número.

– Pero era el número correcto, ¿no?

– No lo entiendo.

– ¿Cuándo has mirado el buzón?

– ¿Mi buzón? No lo sé. Esta tarde.

– Será mejor que mires otra vez. Recuerda, te veré en noviembre o, si no, en diciembre-. Las palabras fueron seguidas por un sonido suave de desconexión.

– Hola -gritó Mellery-. ¿Estás ahí? ¿Estás ahí?- Cuando habló otra vez, parecía estar exhausto-. ¿Dave?

– Estoy aquí -dijo Gurney-. Cuelga, mira el correo y vuelve a llamarme.

En cuanto Gurney colgó, el teléfono volvió a sonar. Lo levantó.

– ¿Sí?

– ¿Papá?

– ¿Perdón?

– ¿Eres tú?

– ¿Kyle?

– Sí. ¿Estás bien?

– Bien. Es que estoy en medio de algo.

– ¿Va todo bien?

– Sí. Perdona que sea tan brusco. Estoy esperando una llamada que he de recibir dentro de un minuto. ¿Puedo llamarte?luego?Claro. Sólo quería ponerte al día de algunas cosas, cosas que me han pasado, cosas que estoy haciendo. No hemos hablado desde hace mucho tiempo.

– Te llamaré en cuanto pueda.

– Claro, de acuerdo.

– Perdón. Gracias. Te llamo enseguida.

Gurney cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Dios, las cosas tenían una curiosa manera de apilarse. Por supuesto, era culpa suya, por dejar que sucediera tal cosa. Su relación con Kyle era un desastre, fría y distante.

Kyle era fruto de su primer matrimonio, su breve historia con Karen; recordar aquella relación, veintidós años después del divorcio, todavía le inquietaba. Su incompatibilidad resultó obvia desde el principio para cualquiera que los conociera, pero una determinación rebelde (o incapacidad emocional, tal como pensaba a altas horas de la madrugada en las noches de insomnio) los había conducido a una unión desafortunada.

Kyle se parecía a su madre, tenía sus mismos instintos manipuladores y su ambición material, y, por supuesto, el nombre que ella había insistido en ponerle: Kyle. Gurney nunca había logrado sentirse a gusto con eso. A pesar de la inteligencia del joven y de su precoz éxito en el mundo financiero, Kyle aún le parecía como un nombre ensimismado de niño bonito de culebrón. Además, la existencia de su hijo era un recordatorio constante del matrimonio, le recordaba que había allí una parte poderosa de sí mismo que no lograba entender: la parte que había querido casarse con Karen.

Cerró los ojos, deprimido por no entender qué le impulsó a todo aquello y por haber reaccionado negativamente ante su propio hijo.

Sonó el teléfono. Levantó el auricular, temeroso de que fuera otra vez Kyle, pero era Mellery.

– ¿Davey?

– Sí.

– Había un sobre en el correo. Mi nombre y mi dirección están escritos en él, pero no hay sello ni matasellos. Deben de haberlo dejado en mano. ¿He de abrirlo?

– ¿Parece que haya algo que no sea papel?

– ¿Como qué?

– Lo que sea, cualquier cosa que no sea una carta.

– No. Parece completamente plano, como si no hubiera nada dentro. No hay ningún objeto extraño, si es a eso a lo que te refieres. ¿He de abrirlo?

– Adelante, pero detente si ves algo que no sea papel.

– Vale. Lo he abierto. Sólo una hoja. Mecanografiada. Blanca, sin encabezamiento. Hubo unos segundos de silencio-. ¿Qué? ¿Qué demonios…?

– ¿Qué es?

– Es imposible. No hay forma…

– Léemela.

Mellery la leyó con voz incrédula.


«Te dejo esta nota por si te pierdes mi llamada. Si aún no sabes quién soy, sólo piensa en el número diecinueve. ¿Te recuerda a alguien? Y recuerda: te veré en noviembre, o si no, en diciembre.»


– ¿Nada más?

– Nada más. Es lo que dice: «sólo piensa en el número diecinueve». ¿Cómo diablos podía saberlo? ¡No es posible!

– Pero ¿es lo que dice?

– Sí. Pero lo que estoy diciendo es… No sé lo que estoy diciendo… Quiero decir…, no es posible… Dios, Davey, ¿qué demonios está pasando?

– No lo sé. Todavía no. Pero vamos a averiguarlo.

Algo había encajado: no la solución, todavía se hallaba lejos de eso, pero algo dentro de él se había movido. Ahora estaba comprometido completamente con aquel caso.

Madeleine estaba de pie en el umbral del estudio, y lo vio. Vio el brillo en los ojos de su marido el fuego de esa mente incomparable y, como siempre, eso la llenó de asombro y soledad.

El reto intelectual que presentaba el nuevo misterio del número y la inyección de adrenalina que generó mantuvo a Gurney despierto hasta bien pasada la medianoche, pese a que se había acostado a las diez. Dio vueltas, inquieto, hacia uno y otro lado de la cama. Su mente no conseguía evadirse de aquel problema, como el hombre que sueña que no puede encontrar la llave de su casa, y que la rodea y trata repetidamente de abrir cada puerta y ventana cerradas.

Entonces empezó a volver a notar el gusto de la nuez moscada de la sopa de calabaza que habían tomado para cenar, y que se añadía a esa sensación de pesadilla.

«Si aún no sabes quién soy, piensa en el número diecinueve.» Y ése era el número en el que pensó Mellery. El número que pensó antes de abrir la carta. Imposible. Pero había ocurrido.

El problema de la nuez moscada seguía empeorando. Se levantó tres veces a beber agua, pero la nuez moscada se resistía a ceder. Y entonces la mantequilla también se convirtió en un problema. Mantequilla y nuez moscada. Madeleine usaba mucho esas dos cosas para preparar su sopa de calabaza. Ya se lo había mencionado al terapeuta de ambos. Su antiguo terapeuta. En realidad, un terapeuta al que sólo habían visto dos veces, cuando estaban discutiendo acerca de si David debería retirarse y pensaron (incorrectamente, como resultó) que una tercera parte podría aportar mayor claridad a sus deliberaciones. David trató de recordar ahora cómo había surgido la cuestión de la sopa, cuál era el contexto, por qué se había sentido dispuesto a mencionar algo tan nimio.

Fue la sesión en que Madeleine había hablado de él como si no estuviera en la sala. Había empezado hablando de cómo dormía. Le había contado al terapeuta que una vez que se dormía, rara vez se despertaba hasta la mañana. Ah, sí, eso era. Fue entonces cuando él dijo que la única excepción eran las noches en que ella hacía sopa de calabaza y él no dejaba de notar en la boca el gusto de la mantequilla y la nuez moscada. Sin embargo, ella continuó, sin hacer caso de la estúpida interrupción, dirigiendo sus comentarios al terapeuta, como si fueran adultos discutiendo ante un niño.

Madeleine repitió que en cuanto se dormía, rara vez se despertaba hasta la mañana, y que eso no le sorprendía porque sólo ser quién era parecía implicar un esfuerzo diario extenuante. Nunca se sentía cómodo ni a gusto. Era un hombre tan bueno, tan decente y, sin embargo, tan cargado de culpa por ser humano… Tan torturado por sus errores e imperfecciones. El registro sin par de éxitos en su profesión quedaba oscurecido en su mente por un puñado de fracasos. Siempre estaba pensando. Pensando sin tregua en los problemas uno detrás de otro, como Sísifo mientras empujaba la roca montaña arriba, una y otra vez. Se aferraba a la vida como si ésta fuera un extraño enigma por resolver. Pero no todo en la vida era un enigma, había dicho ella, mirándolo, dirigiéndose por fin a él en lugar de al terapeuta. Había cosas que se abordaban de otras maneras. Misterios, no enigmas. Cosas que amar, no que descifrar.

Recordar los comentarios de Madeleine mientras yacía en la cama tuvo un extraño efecto en él. Estaba completamente absorto por el recuerdo, al mismo tiempo inquieto y exhausto por ello. Al final, el recuerdo se desvaneció junto con el sabor de la mantequilla y la nuez moscada, y David se deslizó a un sueño inquieto.

Hacia la mañana, Madeleine medio lo despertó al levantarse de la cama. Se sonó la nariz con suavidad en silencio. Por un segundo, David se preguntó si había estado llorando, pero era una idea nebulosa, fácilmente sustituible por la más probable explicación de que estaba sufriendo una de sus alergias de otoño. Era vagamente consciente de que ella había ido al lavabo y que se había puesto el albornoz. Poco después, oyó o imaginó no estaba seguro de cuál de las dos cosas sus pisadas en las escaleras del sótano. Poco después de eso, ella pasó de largo en silencio junto a la puerta del dormitorio. Cuando la primera luz del alba se extendió por la habitación hasta el pasillo, ella apareció, como un espectro, con algo en las manos, algún tipo de caja.

A él todavía le pesaban los párpados por el agotamiento y dormitó una hora más.

15

Dicotomias

Cuando se levantó, no fue porque sintiera que había descansado ni siquiera estaba del todo despierto, sino porque levantarse parecía preferible a hundirse de nuevo en un sueño que lo había dejado sin ningún recuerdo de sus detalles, pero con una sensación clara de claustrofobia. Era como una de las resacas que había experimentado en sus días de facultad.

Se obligó a ducharse, lo cual sólo mejoró levemente su humor; luego se vistió y fue a la cocina. Le alivió ver que Madeleine había preparado suficiente café para los dos. Ella estaba sentada a la mesa del desayuno, pensativa, mirando por la puerta cristalera y sosteniendo su gran taza esférica humeante con ambas manos, como para calentárselas. Se sirvió una taza de café y se sentó frente a ella.

– Buenos días -dijo.

Ella esbozó una vaga sonrisita por toda respuesta.

David siguió la mirada de su esposa por el jardín hasta la ladera boscosa situada al otro extremo del pasto. Un viento enfurecido estaba desnudando los árboles de las pocas hojas que les quedaban. Por lo general, los vientos fuertes ponían nerviosa a Madeleine, desde que un enorme roble cayó en la carretera delante de su coche el día que se habían mudado a Walnut Crossing, pero esa mañana parecía demasiado preocupada para fijarse.

Al cabo de un minuto o dos, Madeleine se volvió hacia él, y su expresión se intensificó como si acabara de reparar en algo de su atuendo o de su porte.

– ¿Adonde vas? -preguntó.

David vaciló.

– A Peony. Al instituto.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? -La voz de David sonó áspera por la irritación-. Porque Mellery todavía se niega a informar de su problema a la policía local, y quiero empujarle un poco más en esa dirección.

– Eso puedes hacerlo por teléfono.

– No tan bien como cara a cara. Además, quiero recoger copias de todos los mensajes escritos y una copia de su grabación de la llamada de anoche.

– ¿No está FedEx para eso?

Él la miró.

– ¿Qué problema hay en que vaya al instituto?

– El problema no es adonde vas, sino por qué vas.

– ¿Para convencerlo de que acuda a la Policía? ¿Para recoger los mensajes?

– ¿De verdad crees que vas a conducir hasta Peony sólo para eso?

– ¿Por qué demonios más?

Ella le dedicó una mirada larga, casi compasiva, antes de responder.

– Vas dijo porque te has enganchado a esto y no puedes soltarlo. Vas porque no puedes quedarte al margen.

Entonces ella cerró los ojos muy despacio. Era como el difuminado del final de una película.

David no sabía qué decir. Con mucha frecuencia, Madeleine terminaba así las discusiones, diciendo o haciendo algo que parecía saltar por encima del hilo de sus ideas y dejándolo en silencio.

Esta vez pensó que conocía la razón del efecto que le causaba, al menos parte de la razón. En su tono había oído un eco de su discurso al terapeuta, el discurso que de manera tan vivida había recordado unas horas antes. La coincidencia le resultaba inquietante. Era como si el presente y el pasado de Madeleine, se hubieran unido contra él para susurrarle uno en cada oído.

Se quedó un buen rato en silencio.

Al final, Madeleine llevó las tazas de café al fregadero y las lavó. A continuación, en lugar de dejarlas en el escurreplatos como solía hacer, las secó y volvió a colocarlas en el armarito que había sobre el aparador.

Sin dejar de mirar en el armarito, como si hubiera olvidado por qué estaba allí, preguntó.

– ¿A qué hora te vas?

Él se encogió de hombros y miró por la estancia como si la respuesta adecuada pudiera estar en una de las paredes. Al hacerlo, su mirada se vio atraída por un objeto situado en la mesita de café que había delante de la chimenea, al fondo de la sala. Era una caja de cartón, del mismo tamaño y forma de las que podían conseguirse en una licorería. Sin embargo, lo que de verdad captó su atención y la retuvo fue la cinta blanca que rodeaba la caja y quedaba anudada por encima con un sencillo lazo blanco.

Dios bendito. Eso era lo que ella había traído del sótano.

Aunque la caja parecía más pequeña de cómo la recordaba de hacía tantos años y el cartón de un marrón más oscuro, la cinta era inconfundible, inolvidable. Los hindúes tenían razón: el blanco y no el negro era el color natural para penar.

Sintió un vacío en los pulmones, como si la gravedad le estuviera dejando sin aliento, y atrajera su alma hacia abajo. Danny. Los dibujos de Danny. «Mi pequeño Danny.» David tragó saliva y apartó la mirada, la desvió de tan inmensa pérdida. Se sentía demasiado débil para moverse. Miró a través de la puerta cristalera, tosió, se aclaró la garganta, trató de sustituir recuerdos agitados con sensaciones inmediatas, trató de regir la mente diciendo algo, oyendo su propia voz, quebrando el espantoso silencio.

– No creo que llegue tarde -dijo-. Le hizo falta toda su fuerza, toda su voluntad, para levantarse de la silla. Debería estar en casa a tiempo para comer añadió sin sentido, sin apenas saber lo que estaba diciendo.

Madeleine lo observó con una sonrisa lánguida que no llegaba a ser una sonrisa y no dijo nada.

– Será mejor que me vaya -dijo él-. He de llegar a tiempo a esto.

A ciegas, casi tropezando, la besó en la mejilla y se dirigió al coche. Se olvidó de coger la chaqueta.


El paisaje era diferente esa mañana, más invernal, con el color del otoño casi desaparecido de los árboles. Claro que él apenas lo notó. Estaba conduciendo maquinalmente, casi sin ver, consumido por la imagen de la caja, por el recuerdo de su contenido, por el significado de su presencia en la mesa.

¿Por qué? ¿Por qué ahora, después de tantos años? ¿Con qué fin? ¿En qué estaba pensando Madeleine? Había atravesado Dillweed, había pasado por Abelard sin apenas fijarse. Se sentía mareado. Tenía que concentrarse en otra cosa, calmarse.

Concéntrate en adonde vas, en por qué vas. Trató de forzar su mente en la dirección de los mensajes, los poemas, el número diecinueve. Mellery pensando en el número diecinueve. Encontrándolo en la carta. ¿Cómo podía haberlo hecho? Era la segunda vez que Arybdis o Charybdis o como fuera que se llamara lograba algo imposible. Había ciertas diferencias entre los dos casos, pero el segundo era tan desconcertante como el primero.

La imagen de la caja en la mesita del café le desconcertaba sin piedad, así como el contenido de la caja: recordaba haberlo empaquetado hacía tanto tiempo… Los garabatos a lápiz de Danny. Oh, Dios. La hoja de cositas naranjas que Madeleine había insistido en que eran caléndulas. Y el gracioso dibujo que podría haber sido un globo verde o quizás un árbol o un chupachup. Oh, Jesús.

Antes de darse cuenta, estaba aparcando en la cuidada zona de estacionamiento de gravilla del instituto, sin que apenas hubiera registrado el recorrido en su conciencia. Miró a su alrededor, tratando de centrarse, batallando por colocar su mente en el mismo lugar que su cuerpo.

Poco a poco se relajó, sintiéndose casi adormilado, con la vacuidad que solía seguir a una emoción intensa. Miró su reloj. La cuestión es que había llegado justo a tiempo. Al parecer, esa parte de él funcionaba sin intervención consciente, como un sistema nervioso autónomo. Cerró el coche, preguntándose si el frío habría llevado al interior a los jugadores de rol, y enfiló el serpenteante camino que conducía a la casa. Como en su anterior visita, Mellery abrió la puerta antes de que él llamara.

Gurney entró para refugiarse del viento.

– ¿Alguna novedad?

Mellery negó con la cabeza y cerró la antigua y pesada puerta, pero no antes de que media docena de hojas secas se deslizaran al otro lado del umbral.

– Vamos al despacho -dijo-. Hay café, zumo…

– Un café está bien -dijo Gurney.

Una vez más eligieron los sillones de orejas situados junto al fuego. En la mesa baja que había entre ellos se hallaba un gran sobre de papel Manila. Haciendo un gesto hacia él, Mellery dijo:

– Fotocopias de los mensajes escritos y una grabación de la llamada. Ahí lo tienes todo.

Gurney cogió el sobre y se lo colocó en el regazo.

Mellery lo miró con expectación.

– Deberías ir a la Policía -dijo Gurney.

– Ya hemos discutido eso antes.

– Hemos de volver a hacerlo.

Mellery cerró los ojos y se masajeó la frente como si le doliera. Cuando abrió de nuevo los ojos, parecía haber tomado una decisión.

– Ven a mi conferencia esta mañana. Es la única forma de que lo entiendas-. Habló rápidamente como para desalentar cualquier objeción-. Lo que ocurre aquí es muy sutil, muy frágil. Enseñamos a nuestros huéspedes qué es la conciencia, la paz, la claridad. Ganarnos su confianza es fundamental. Los estamos exponiendo a algo que puede cambiar sus vidas. Pero es como escribir en el cielo. En un cielo en calma es legible, pero a la que haya un poco de viento se vuelve un galimatías. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

– No estoy seguro.

– Tú ven a la conferencia -le rogó Mellery.


Eran exactamente las 10.00 cuando Gurney siguió a Mellery a una gran sala situada en la planta baja del edificio principal. Parecía la sala de estar de un caro hotel rural. Había una docena de sillones y media docena de sofás orientados hacia una gran chimenea. La mayoría de los veinte asistentes ya estaban sentados. Unos pocos se entretuvieron en un aparador en el que había una cafetera de plata y una bandeja con croissants.

Mellery caminó con aire desenvuelto hasta un lugar situado delante de la chimenea y se encaró a su público. Los que estaban junto al aparador se apresuraron a ocupar sus asientos y todos se sumieron en un silencio expectante. Mellery señaló a Gurney un sillón situado junto a la chimenea.

– Os presento a David -anunció Mellery, que sonrió en dirección a Gurney-. Quiere saber más sobre lo que hacemos, de modo que le he invitado a sentarse con nosotros en nuestra reunión matinal.

Varias voces ofrecieron amables saludos, y todas las caras exhibieron sonrisas, la mayoría de las cuales parecían auténticas. El captó la mirada de la mujer de aspecto frágil que lo había abordado de manera obscena el día anterior. Parecía recatada e incluso se ruborizó un poco.

– Los roles que han dominado nuestras vidas -empezó Mellery sin más preámbulo- son aquellos en los que no reparamos. Las necesidades que nos arrastran de un modo más implacable son aquellas de las que somos menos conscientes. Para ser felices y libres hemos de ver los roles que desempeñamos por lo que son, y sacar a la luz del día nuestras necesidades ocultas.

Estaba hablando de un modo calmado y directo que captaba por completo la atención de su público.

– El primer escollo en nuestra búsqueda es el de suponer que ya nos conocemos, que conocemos nuestros motivos, que sabemos por qué nos sentimos de este modo frente a las circunstancias y la gente que nos rodea. Para poder progresar, necesitaremos tener una mente más abierta. Para descubrir la verdad en mí mismo, debo dejar de insistir en que ya la conozco. Nunca quitaré la roca de mi camino si no logro verla tal y como es.

Justo cuando Gurney estaba pensando que esta última observación estaba expandiendo la niebla New Age, la voz de Mellery se alzó con brusquedad.

– ¿Sabéis cuál es esa roca? Esa roca es la imagen que tenemos de nosotros mismos, de quien creemos que somos. La persona que creo que soy mantiene encerrada a la persona que soy en realidad, sin luz ni comida ni amigos. La persona que creo que soy ha estado tratando de asesinar a la persona que soy en realidad desde el nacimiento de ambas.

Mellery hizo una pausa, aparentemente sobrecogido por una emoción desesperada. Miró a su público, y ellos apenas parecían respirar. Cuando reanudó el discurso, su voz había bajado a un tono de conversación, pero todavía estaba cargado de sentimiento.

– La persona que creo que soy está aterrorizada de la persona que soy en realidad, aterrorizada de lo que los demás puedan pensar de esa persona. ¿Qué me harían si supieran qué clase de persona soy realmente? ¡Es mejor estar a salvo! ¡Es mejor esconder la persona real, matar de hambre a la persona real, enterrar a la persona real!

De nuevo hizo una pausa y dejó que el fuego errático de su mirada remitiera.

– ¿Cuándo empieza todo? ¿Cuándo nos convertimos en ese conjunto de gemelos disfuncionales: la persona inventada en nuestra cabeza y la persona real encerrada y agonizante? Creo que empieza muy pronto. Sé que en mi propio caso los gemelos estaban bien establecidos, cada uno en su propio lugar inquieto, cuando tenía nueve años. Os contaré una historia y pido disculpas a aquellos que ya me la han oído contar.

Gurney echó un vistazo por la sala, notando entre los rostros atentos unas cuantas sonrisas de reconocimiento. La perspectiva de escuchar una de las historias de Mellery por segunda o tercera vez, lejos de aburrir o molestar a nadie, sólo parecía incrementar su anticipación. Era como la respuesta de un niño pequeño a la promesa de que iban a volver a explicarle su cuento favorito.

– Un día, cuando me iba a la escuela, mi madre me dio un billete de veinte dólares para que hiciera unas compras al volver a casa por la tarde: una botella de leche y una barra de pan. Cuando salí de la escuela a las tres, me detuve en un pequeño puesto que había junto al patio de la escuela y me compré una CocaCola antes de ir al colmado. Era un lugar al que iban algunos de los chicos después de clase. Puse el billete de veinte dólares sobre el mostrador para pagar la CocaCola, pero antes de que el hombre del mostrador lo cogiera para darme el cambio, uno de los otros chicos se acercó y lo vio: «Eh, Mellery, ¿de dónde has sacado los veinte pavos?», dijo. Bueno, resulta que el chico era el más fuerte de cuarto, que era el curso en el que estaba. Yo tenía nueve años, y él, once. Había repetido dos veces y daba miedo, no era alguien con el que debería salir o hablar siquiera. Se metía en un montón de peleas, y contaban que se colaba en casas ajenas para robar. Cuando me preguntó de dónde había sacado el dinero, iba a decirle que me lo había dado mi madre para comprar leche y pan, pero temía que se burlara de mí, que me llamara niño de mamá, y quise decir algo que lo impresionara, así que dije que lo había robado. Me miró con interés, lo cual me hizo sentir bien. Entonces me preguntó a quién se lo había robado, y le dije lo primero que se me ocurrió. Le dije que se lo había robado a mi madre. El asintió, sonrió y se alejó. Bueno, yo me sentí aliviado e incómodo al mismo tiempo. Al día siguiente, me había olvidado. Pero al cabo de una semana, se me acercó en el patio y me dijo: «Eh, Mellery, ¿has robado más dinero a tu madre?». Le dije que no. Y él me contestó: «¿Por qué no le robas otros veinte pavos?». Yo no sabía qué decir, me limité a mirarlo. Entonces él puso una sonrisa que daba miedo y me soltó: «Róbale veinte dólares y dámelos, o le contaré a tu madre que le robaste veinte dólares la semana pasada». Sentí que se me helaba la sangre.

– Dios mío -dijo una mujer con cara de caballo que estaba en un sillón color borgoña, al otro lado de la chimenea, mientras otros murmullos de empática rabia hacían eco en la sala.

– ¡Qué capullo! -gruñó un hombre corpulento con mirada asesina.

Sentí pánico. Imaginaba que acudía a mi madre y le contaba que le había robado veinte dólares. Lo absurdo de aquello (lo improbable que era que ese pequeño gánster se acercara a mi madre) nunca se me ocurrió. Mi mente estaba demasiado sobrecargada de miedo, miedo a que se lo contara y miedo a que mi madre lo creyera. No tenía ninguna confianza en la verdad. Así pues, en este estado de pánico irreflexivo, tomé la peor decisión posible. Robé veinte dólares del bolso de mi madre esa noche y se los di a él al día siguiente. Por supuesto, la semana siguiente me volvió a pedir lo mismo. Y también la siguiente. Y así sucesivamente durante seis semanas, hasta que por fin mi padre me pilló in fraganti mientras cerraba el cajón de arriba de la cómoda de mi madre con un billete de veinte dólares en la mano. Confesé. Les conté a mis padres toda la historia horrible y vergonzosa. Pero la cosa empeoró. Llamaron a nuestro pastor, monseñor Reardon, y me llevaron a la rectoría de la iglesia para que volviera a contar la historia. La noche siguiente, el pastor nos hizo acudir otra vez para que nos reuniéramos con el pequeño chantajista y con sus padres, y volver a contar la historia. Ni siquiera eso fue el final. Mis padres me dejaron sin paga semanal durante un año para que les devolviera el dinero que había robado. Cambió la forma en que me veían. El chantajista inventó una versión de los hechos para contársela a todo el mundo en la escuela. Tal historia lo dejaba a él como a una especie de Robin Hood, y a mí, como una rata chivata. Y de cuando en cuando, me hacía una mueca gélida que sugería que algún día podría empujarme desde el tejado de un bloque de pisos.

Mellery se detuvo en su relato y se masajeó la cara con las palmas de las manos, como si soltara los músculos que habían estado tensos por el recuerdo.

El hombre fornido negó con la cabeza sombríamente y repitió:

– ¡Qué capullo!

– Eso era exactamente lo que pensé -dijo Mellery-. ¡Qué capullo manipulador! Cuando me acordaba de ese lío, mi siguiente idea era siempre: «¡Qué capullo!». Era todo lo que podía pensar.

– Tenías razón -dijo el hombre fornido con una voz que sonaba acostumbrada a que lo escucharan-. Eso es exactamente lo que era.

– Eso es exactamente lo que era -coincidió Mellery, aumentando la intensidad-, exactamente lo que era. Pero yo nunca pasé de lo que él era para preguntarme qué era yo. Era tan obvio lo que era él que nunca me pregunté lo que era yo. ¿Quién diantre era aquel niño de nueve años y por qué hizo lo que hizo? No basta con decir que estaba asustado. ¿Asustado de qué, exactamente? ¿Y quién se creía que era?

Gurney se sorprendió al descubrirse atrapado por el relato. Mellery había captado su atención por completo, como la del resto de los presentes en la sala. Había pasado de ser un observador a ser un participante en esta repentina búsqueda de sentido, motivo, identidad. Mellery había empezado a pasearse por delante del enorme hogar mientras hablaba, como si lo impulsaran recuerdos y preguntas que no lo dejaban tranquilo. Las palabras salieron trastabillando de su boca.

– Cuando pensaba en ese chico (en mí a la edad de nueve años), pensaba en él como una víctima, una víctima de chantaje, una víctima de su propio deseo inocente de amor, admiración, aceptación. Lo único que quería era caerle bien al chico grande. Era una víctima de un mundo cruel. Pobre niño, pobre ovejita en las fauces de un tigre.

Mellery dejó de pasear y se volvió para mirar a su público. Ahora habló con voz suave.

– Pero ese niño era también algo más. Era un mentiroso y un ladrón.

El público estaba dividido entre los que parecían querer protestar y los que asentían con la cabeza.

– Mintió cuando le preguntaron de dónde había sacado los veinte dólares. Aseguró que era un ladrón para impresionar a alguien al que suponía un ladrón. Luego, enfrentado a la amenaza de que lo acusaran de ladrón ante su madre, se convirtió en un ladrón real antes de que ella pensara que lo era. Lo que más le preocupaba era controlar lo que la gente pensaba de él. En comparación con lo que pensaban los demás, no le importaba mucho si era un mentiroso o un ladrón, ni qué efecto tendría su conducta en la gente a la que mentía o robaba. Dejad que lo exprese de este modo. No le importaba lo suficiente para impedir que mintiera o robara. Sólo le importaba lo suficiente para corroerle como ácido su autoestima cuando mentía y robaba. Únicamente le importaba lo suficiente para hacer que se odiara a sí mismo y deseara estar muerto.

Mellery se quedó unos segundos en silencio para dejar que sus comentarios calaran y luego continuó.

– Esto es lo que quiero que hagáis. Elaborad una lista de gente a la que no soportáis, de gente con la que estáis enfadados, de gente que os ha hecho daño, y preguntaos: «¿Cómo me metí en esa situación? ¿Cómo me metí en esa relación? ¿Cuáles eran mis motivos? ¿Qué le habrían parecido mis acciones en la situación a un observador imparcial?». No os concentréis, repito, no os concentréis en las cosas terribles que hizo la otra persona. No estamos buscando a alguien a quien culpar. Eso lo hemos hecho toda la vida y no nos ha llevado a ninguna parte. Lo único que logramos fue una lista larga e inútil de gente a la que culpar por todo lo que nos fue mal. La verdadera pregunta, la única pregunta que importa es: «¿Dónde estaba yo en todo esto? ¿Cómo abrí la puerta que daba a la habitación?». Cuando tenía nueve años abrí la puerta a mentir para ganar admiración. ¿Cómo abristeis vosotros la puerta?

La mujer pequeña que había insultado a Gurney estaba cada vez más desconcertada. Levantó la mano con incertidumbre y preguntó.

– ¿No ocurre en ocasiones que una persona mala hace algo terrible a una persona inocente, entra en su casa y roba, por ejemplo? Eso no sería culpa de la persona inocente, ¿no?

Mellery sonrió.

– Les ocurren cosas malas a buenas personas. Pero esas buenas personas no se pasan el resto de sus vidas sintiendo rabia y reproduciendo una y otra vez su resentida cinta de vídeo del robo. Las confrontaciones personales que más nos inquietan, aquellas de las que no podemos desprendernos, son en las que desempeñamos un papel que no estamos dispuestos a reconocer. Por eso el dolor dura, porque nos negamos a mirar su fuente. No podemos separarnos, porque nos negamos a mirar al punto de vinculación.

Mellery cerró los ojos, al parecer reuniendo fuerzas para continuar.

– El peor dolor en nuestras vidas procede de los errores que nos negamos a reconocer: cosas que hemos hecho que están tan en desarmonía con quienes somos que no podemos contemplarlas. Nos convertimos en dos personas en una sola piel, dos personas que no se soportan. El mentiroso y la persona que desprecia a los mentirosos. El ladrón y la persona que desprecia a los ladrones. No hay dolor como el dolor de esa batalla, que arde bajo el nivel de conciencia. Salimos corriendo para huir, pero corre con nosotros. Allá adonde vayamos, la batalla nos acompaña.

Mellery caminó adelante y atrás por delante de la chimenea.

– Haced lo que os he dicho. Confeccionad una lista de personas a las que culpáis por los problemas de vuestra vida. Cuanto más enfadados estéis con ellos, mejor. Anotad sus nombres. Cuanto más convencidos estéis de vuestra propia inocencia, mejor. Anotad lo que hicieron y cómo os hirieron. Luego preguntaos cómo abristeis la puerta. Si vuestra primera idea es que este ejercicio no tiene sentido, preguntaos por qué estáis tan ansiosos de rechazarlo. Recordad que no se trata de absolver a otras personas de sus culpas. No tenéis poder para absolverlas. La absolución corresponde a Dios, no a vosotros. Vuestra tarea se reduce a una pregunta: «¿Cómo abrí la puerta?».

Hizo una pausa y miró por la sala, para establecer contacto visual con el máximo posible de huéspedes.

– ¿Cómo abrí yo la puerta? La felicidad para el resto de vuestras vidas depende de lo honradamente que respondáis esta pregunta.

Se detuvo, en apariencia exhausto, y anunció una pausa «para tomar café, té, el aire, ir al lavabo, etcétera». Cuando la gente se levantó de los sofás y sillones y fue saliendo, Mellery miró inquisitivamente a Gurney, que permaneció sentado.

– ¿Ha ayudado algo? preguntó.

– Ha sido impresionante.

– ¿En qué sentido?

– Eres un orador excepcional.

Mellery asintió, de un modo ni modesto ni inmodesto.

– ¿Has visto lo frágil que es todo esto?

– ¿Te refieres a la relación de comunicación que estableces con tus huéspedes?

– Supongo que «relación de comunicación» es una expresión tan buena como otra cualquiera, siempre y cuando te refieras a una combinación de confianza, identificación, conexión, apertura, fe, esperanza y amor; y siempre y cuando entiendas lo delicadas que son estas flores, sobre todo cuando empiezan a abrirse.

Gurney estaba pasándolo mal tomando una decisión sobre Mark Mellery. Si el tipo era un charlatán, era el mejor con el que se había encontrado.

Mellery levantó una mano y llamó a una mujer joven que estaba junto a la cafetera.

– Ah, Keira, ¿puedes hacerme un favor enorme y llamar a Justin?

– ¡Por supuesto! -dijo ella sin vacilar, hizo una pirueta y partió en su búsqueda.

– ¿Quién es Justin? -preguntó Gurney.

– Un joven sin el que cada vez soy más incapaz de estar. En un principio llegó aquí como huésped cuando tenía veintiún años, es el más joven que admitimos. Volvió tres veces, y la tercera vez ya no se fue.

– ¿Qué hace?

– Supongo que podrías decir que hace lo mismo que yo.

Gurney miró a Mellery con expresión socarrona.

– Justin, desde su primera visita aquí, estaba en la longitud de onda correcta, siempre entendía lo que se estaba diciendo, los matices, todo. Es un joven perspicaz, contribuye de manera asombrosa en todo lo que hacemos. El mensaje del instituto estaba hecho para él, y él estaba hecho para el mensaje. Tiene futuro con nosotros, si quiere.

– Mark Jr. -dijo Gurney, más para sí mismo que otra cosa.

– ¿Disculpa?

– Suena al hijo ideal. Absorbe y aprecia todo lo que ofreces.

Un joven de aspecto delgado e inteligente entró en la sala y se dirigió hacia ellos.

– Justin, quiero presentarte a un viejo amigo, Da ve Gurney.

El joven extendió la mano con una combinación de afectuosidad y timidez.

Después de estrecharse las manos, Mellery llevó a Justin a un lado y habló con él en voz baja.

– Quiero que te ocupes del siguiente tramo de media hora, dales varios ejemplos de dicotomías internas.

– Encantado -dijo el joven.

Gurney esperó hasta que Justin fue al aparador a buscar café, y luego le dijo a Mellery.

– Si tienes tiempo, hay una llamada que me gustaría que hagas antes de que me vaya.

– Volvamos a la casa.

Estaba claro que Mellery quería poner distancia entre sus huéspedes y cualquier cosa que pudiera estar relacionada con sus dificultades presentes.


Por el camino, Gurney le dijo que quería que llamara a Gregory Dermott y le pidiera más detalles sobre la historia y seguridad de su apartado postal, así como sobre cualquier recuerdo adicional que pudiera tener en relación con el cheque de 289,87 dólares, extendido a nombre de X. Arybdis, que había devuelto. En concreto, ¿había alguien más en la empresa de Dermott autorizado a abrir el correo? ¿La llave estaba siempre en su posesión? ¿Había una segunda llave? ¿Cuánto tiempo llevaba alquilando ese apartado? ¿Alguna vez había recibido un cheque por error? ¿Los nombres de Arybdis o Charybdis, o de Mark Mellery, tenían algún significado para él? ¿Alguien le había dicho alguna vez algo sobre el Instituto de Renovación Espiritual?

Al ver que Mellery estaba empezando a parecer sobrecargado, Gurney sacó una ficha del bolsillo y se la entregó.

– Las preguntas están todas aquí. Puede que el señor Dermott no tenga ganas de responderlas, pero merece la pena intentarlo.

Mientras caminaban, entre lechos de flores marchitas, Mellery parecía hundirse cada vez más en sus preocupaciones. Cuando alcanzaron el patio que había detrás de la casa elegante, se detuvo y habló en el tono bajo de quien teme que lo escuchen.

– No dormí nada anoche. Esa cuestión del «diecinueve» ha estado volviéndome completamente loco.

– ¿No se te ha ocurrido ninguna relación? ¿Ningún posible significado?

– Nada. Tonterías. Un terapeuta me dio una vez un cuestionario de veinte preguntas para descubrir si tenía problemas con la bebida y puntué diecinueve. Mi primera mujer tenía diecinueve años cuando nos casamos. Cosas así: asociaciones aleatorias, nada que nadie pudiera predecir qué pensaría, por muy bien que me conociera.

– Sin embargo, alguien lo hizo.

– ¡Eso es lo que me está volviendo loco! Mira los hechos. Dejan un sobre cerrado para mí en mi buzón. Recibo una llamada telefónica en la que se me dice que está ahí y que piense en el número que quiera. Pienso en el diecinueve. Voy al buzón a coger el sobre y la carta del sobre menciona el número diecinueve. Exactamente el número en el que he pensado. Podía haber sido el 71.951. Pero pensé en el diecinueve, y ése era el número que salía en la carta. Dices que las experiencias extrasensoriales son una chorrada, pero ¿cómo puedes explicarlo de otro modo?

Gurney replicó en un tono tan calmado como agitado era el de Mellery.

– Se nos escapa algo. Estamos mirando el problema de un modo que nos está haciendo formular la pregunta equivocada.

– ¿Cuál es la pregunta correcta?

– Cuando lo descubra, serás el primero en saberlo. Pero te garantizo que no tendrá nada que ver con las experiencias extrasensoriales.

Mellery negó con la cabeza; el gesto recordaba más un temblor que una forma de expresión. Luego miró atrás, a su casa y al patio en el que estaba. Su mirada inexpresiva decía que no estaba seguro de cómo habían llegado allí.

– ¿Podemos entrar? -sugirió Gurney.

Mellery volvió a concentrarse y dio la sensación de que recordaba algo.

– Se me había olvidado (lo siento) que Caddy está en casa esta tarde. No puedo… O sea, sería mejor que…, lo que quiero decir es que no podré hacer ahora mismo la llamada a Dermott. Tendré que hacerla sobre la marcha.

– Pero ¿la harás hoy?

– Sí, sí, por supuesto. Sólo he de buscar el momento adecuado. Te llamaré en cuanto hable con él.

Gurney asintió, mirando en los ojos de su antiguo compañero, viendo en ellos el temor que provoca una vida que se derrumba.

– Una pregunta antes de irme. He oído que le pedías a Justin que hablara de dicotomías internas y me estaba preguntando a qué te referías.

– No te has perdido gran cosa -dijo Mellery torciendo un poco el gesto-. Dicotomía se refiere a una división, una dualidad con algo. Lo uso para describir los conflictos internos.

– ¿Como el doctor Jekill y Mr. Hyde?

– Sí, pero va más allá. Los seres humanos estamos cargados de conflictos internos. Forman nuestras relaciones, crean nuestras frustraciones, arruinan nuestras vidas.

– Dame un ejemplo.

– Puedo darte un centenar. El conflicto más simple es el conflicto entre la forma en que nos vemos nosotros mismos y la forma en que nos ven los demás. Por ejemplo, si estamos discutiendo y tú me gritas, vería la causa en tu incapacidad de controlar tu temperamento. En cambio, si yo te grito a ti, no veré la causa en mi temperamento, sino en tu provocación, algo en ti frente a lo cual mi grito es una respuesta apropiada.

– Interesante.

– Parece que tendemos a creer que mi situación causa mis problemas y, en cambio, es tu personalidad la que causa los tuyos. Esto crea problemas. Mi deseo de tenerlo todo a mi manera parece tener sentido, mientras que tu deseo de tenerlo todo a tu manera parece infantil. Un mejor día sería uno en el que yo me sienta bien y tú te comportes mejor. La forma en que veo las cosas es la forma en que son. La forma en que las ves tú está sesgada por tus planes.

– Ya lo entiendo.

– Esto es sólo el principio, apenas araña la superficie. La mente es una masa de contradicciones y conflictos. Mentimos para conseguir que otros confíen en nosotros. Escondemos nuestro verdadero ser en una persecución de la intimidad. Perseguimos la felicidad de formas que nos alejan de ella. Cuando nos equivocamos, luchamos a brazo partido por demostrar que tenemos razón-. Absorto en el contenido de su programa, Mellery hablaba con brío y elocuencia. Incluso en medio de su presente tensión, tenía el poder de concentrarse.

– Tengo la impresión -dijo Gurney- de que estás hablando de una fuente de dolor personal, no sólo de la condición humana en general.

Mellery asintió lentamente.

– No hay dolor peor que tener a dos personas viviendo en un cuerpo.

16

El final del principio

Gurney tenía una sensación incómoda. Le había acompañado de manera intermitente desde la visita inicial de Mellery a Walnut Crossing. Ahora se dio cuenta con desazón de que respondía al anhelo de la relativa claridad de un crimen real; de una escena del crimen que pudiera peinar y examinar, medir y diagramar, de huellas dactilares y de pisadas, de cabellos y fibras que analizar e identificar; de testigos que interrogar, sospechosos que localizar, coartadas que comprobar, relaciones que investigar, un arma que hallar, proyectiles para balística. Nunca antes se había sentido tan frustrantemente comprometido en un problema tan ambiguo desde el punto de vista legal, con tantas obstrucciones al procedimiento normal.

Durante el trayecto de descenso de la montaña desde el instituto al pueblo, especuló con los temores de Mellery: por un lado, un acechador malevolente; por otro, una intervención policial perjudicial para sus huéspedes. La convicción de Mellery de que el remedio sería peor que la enfermedad mantenía la cuestión en el limbo.

Gurney se preguntó si Mellery sabía más de lo que contaba. ¿ Sabía de algo que hubiera hecho en el pasado que pudiera ser la causa de la presente campaña de amenazas e insinuaciones? ¿El doctor Jekyll sabía lo que había hecho Mr. Hyde?

El tema de la conferencia de Mellery, de dos mentes en guerra dentro de un mismo cuerpo, le interesaba por otras razones. Resonaba en él desde hacía años la percepción de que esas divisiones del alma son con frecuencia evidentes en el rostro, y más patentes aún en los ojos, y sus esfuerzos artísticos con los retratos policiales habían reforzado esa sensación. Una y otra vez había visto caras que eran, en realidad, dos caras. El fenómeno resultaba más fácil de observar en una fotografía. Lo único que tenías que hacer era cubrir de manera alternativa cada mitad de la cara con una hoja de papel, pasando por el centro de la nariz, de manera que sólo vieras un ojo cada vez. Luego anotabas una descripción del carácter de la persona que veías a la izquierda, y otra de la que veías a la derecha. Era asombroso lo diferentes que podían ser esas descripciones. Un hombre podría parecer pacífico, tolerante y sabio en un lado, y resentido, frío y manipulador en el otro. En las caras en las que se podía observar un destello de malicia que conducía al asesinato, ese destello muchas veces estaba presente en un ojo y ausente del otro. Quizá nuestros cerebros estaban preparados para combinar las características dispares de los dos ojos, haciendo que las diferencias entre ellos resultaran difíciles de ver, pero en las fotografías lo difícil era pasarlas por alto.

Gurney recordó la foto de Mellery que aparecía en la cubierta de su libro. Tomó nota mentalmente de examinar mejor los ojos cuando llegara a casa. También recodaba que tenia que devolver la llamada de Sonya Reynolds que Madeleine había mencionado con cierta malicia. A unos kilómetros de Peony, aparcó en una zona de gravilla y hierba que separaba la carretera del Esopus Creek, sacó el móvil y marcó el número de la galería de Sonya. Después de cuatro tonos, una voz suave lo invitó a dejar un mensaje tan largo como deseara.

Sonya, soy Dave Gurney. Sé que te prometí un retrato esta semana, y espero llevártelo el sábado, o al menos enviarte por mail un archivo gráfico del que puedas imprimir una muestra. Casi está terminado, pero todavía no estoy satisfecho. Hizo una pausa, consciente del hecho de que su voz había bajado a ese registro más suave que provocaba una mujer atractiva, un hábito que le había señalado Madeleine en cierta ocasión. Se aclaró la garganta y continuó. La esencia de todo esto es el carácter. La cara debería ser consistente con el asesinato, sobre todo los ojos. En eso estoy trabajando. Por eso tardo tanto.

Hubo un clic en la línea y apareció la voz de Sonya, sin aliento.

– David, estoy aquí. No he llegado al teléfono, pero he oído lo que has dicho. Y entiendo perfectamente que necesitas hacerlo bien. Pero sería genial que pudieras entregarlo el sábado. Hay un festival el domingo, mucho tráfico en la galería.

– Lo intentaré. Puede que sea a última hora.

– ¡Perfecto! Cerraré a las seis, pero estaré trabajando aquí otra hora más. Ven entonces. Tendremos tiempo de hablar.

Le sorprendió que la voz de Sonya pudiera hacer que cualquier cosa sonara como una proposición sexual. Por supuesto, sabía que estaba poniendo demasiada imaginación en la situación. También sabía que estaba siendo estúpido.

– A las seis está bien -se oyó decir, al tiempo que recordaba que la oficina de Sonya con sus grandes sofás y alfombras afelpadas estaba amueblada más como una sala íntima que como un negocio.

Dejó el teléfono de nuevo en la guantera y se sentó mirando el valle. Como de costumbre, la voz de Sonya había interrumpido sus pensamientos racionales, y su mente parecía ir de un lado a otro: la oficina demasiado acogedora de Sonya, la inquietud de Madeleine, la imposibilidad de que alguien supiera por adelantado el número en el que pensaría otra persona, rojo como la sangre, como una rosa pintada, tú y yo tenemos una cita señor 658, Charybdis, el apartado postal equivocado, el temor de Mellery a la Policía, Peter Piggert (el cabrón asesino en serie), Justin (el joven encantador), la rica y entrada en años Caddy, doctor Jekyll y Mr. Hyde, y esto y lo otro, sin venir a cuento, vueltas y más vueltas. Bajó la ventanilla del lado del pasajero, el que daba al río, se recostó, cerró los ojos y trató de concentrarse en el sonido del agua que discurría por el lecho rocoso.

Le espabiló una llamada en la ventanilla cerrada, junto a su oreja. Levantó la cabeza y se encontró con una cara inexpresiva y rectangular, con los ojos ocultos detrás de unas gafas de espejo, el semblante ensombrecido por el ala rígida de un sombrero gris de policía. Bajó la ventanilla.

– ¿Algún problema, señor?- La pregunta sonó más amenazadora que solícita y el «señor» más rutinario que educado.

– No, gracias. Sólo necesitaba cerrar los ojos un momento-. Miró el reloj del salpicadero. El momento, vio, había durado quince minutos.

– ¿Adonde se dirige?

– A Walnut Crossing.

– Ya veo. ¿Ha bebido algo hoy, señor?

– No, agente, no he bebido.

El hombre asintió y dio un paso atrás para mirar por encima del coche. La boca, el único rasgo visible que podía traicionar su actitud, era desdeñosa, como si considerara la negativa de Gurney respecto a la bebida una mentira transparente y pronto fuera a encontrar pruebas que lo corroboraran. Caminó con exagerada pausa en torno a la parte de atrás del coche, luego por el lado del pasajero, rodeó la parte delantera y al fin volvió a la ventanilla de Gurney. Después de un largo silencio evaluativo, habló con una amenaza contenida más apropiada de una obra de Harold Pinter que de una comprobación de rutina de un vehículo.

– ¿Es consciente de que ésta no es una zona de aparcamiento autorizado?

– No me he dado cuenta -dijo Gurney sin levantar la voz-. Sólo pretendía parar un minuto o dos.

– ¿Puedo ver su carné de conducir y sus papeles, por favor? -Gurney los sacó de su cartera y se los pasó por la ventanilla. No era su hábito en tales situaciones presentar pruebas de su estatus de detective de primer grado retirado del Departamento de Policía de Nueva York, con las conexiones que eso podría implicar, pero percibió, cuando el agente se volvía caminando hacia su coche patrulla, una arrogancia que se salía de lo habitual y una hostilidad que se traduciría como mínimo en un retraso injustificable. De modo que sacó reticentemente otra tarjeta de la cartera.

– Espere un momento, agente, ésta también podría ser útil.

El agente cogió la tarjeta con precaución. Entonces Gurney vio un atisbo de cambio en las comisuras de la boca del policía, y no en la dirección de la amistad. Parecía una combinación de decepción y rabia. El policía se lo devolvió todo, tarjeta, carné de conducir y papeles por la ventanilla con expresión desdeñosa.

– Que pase un buen día, señor -dijo en un tono que expresaba el sentimiento opuesto. Volvió a su vehículo, dio un rápido giro de ciento ochenta grados y se alejó por donde había venido.

No importaba lo sofisticadas que fueran las pruebas psicológicas, pensó Gurney, ni lo elevados que fueran los requisitos educativos, no importaba lo rigurosa que fuera la formación en la academia, siempre habría policías que no deberían ser policías. En este caso, el policía no había cometido ninguna infracción específica, pero había algo duro y lleno de odio en él, Gurney podía sentirlo, verlo en su semblante, y era sólo cuestión de tiempo antes de que colisionara con su imagen especular. Entonces ocurriría algo terrible. Entre tanto, mucha gente se vería retrasada e intimidada sin objetivo alguno. Era uno de esos policías que hacía que a la gente no le gustara la Policía.

Quizá Mellery tuviera cierta razón.


Durante los siguientes siete días, el invierno llegó al norte de los Catskills. Gurney pasó la mayor parte de su tiempo en el estudio, alternando entre el proyecto de las fotos policiales y un minucioso examen de las notas de Charybdis, moviéndose con soltura entre esos dos mundos y desviándose repetidamente de las ideas de los dibujos de Danny y del caos interior que los acompañaban. Lo obvio habría sido hablar de ello con Madeleine, descubrir por qué había decidido plantear la cuestión literalmente sacarla del sótano y por qué estaba esperando con esa paciencia tan peculiar a que él dijera algo. Pero no podía reunir la determinación necesaria. Así que lo apartaba de su mente y volvía a la cuestión de Charybdis. Al menos en eso podía pensar sin sentirse perdido, sin que se le acelerara el pulso.

Reflexionaba con frecuencia, por ejemplo, sobre la tarde siguiente a su última visita al instituto. Como había prometido, Mellery lo había llamado a casa esa noche y le había relatado la conversación que había mantenido con Gregory Dermott de GD Security Systems. Dermott había sido lo bastante amable como para responder a todas sus preguntas las que había escrito Gurney, pero la información no llevaba a ninguna parte. El hombre tenía alquilado el apartado postal desde hacía aproximadamente un año, desde que había trasladado su negocio de consultoría de Hartford a Wycherly; nunca había tenido ningún problema antes, y desde luego ni cartas ni cheques mal dirigidos; era la única persona con acceso al buzón; los nombres Arybdis, Charybdis y Mellery no significaban nada para él; nunca había oído hablar del instituto. Al insistirle sobre la cuestión de si alguien más de su compañía podía haber usado el buzón de manera no autorizada, Dermott había explicado que eso era imposible, porque no había nadie más en su compañía. GD Security Systems y Gregory Dermott eran una sola cosa. Era consultor de seguridad de muchas empresas con bases de datos sensibles que requerían protección contra los hackers. Nada de lo que dijo arrojó ninguna luz sobre la cuestión del cheque mal dirigido.

Y tampoco las búsquedas de historial de Internet que había realizado Gurney. Las fuentes concurrían en los puntos principales: Gregory Dermott tenía una licenciatura en Ciencias por el MIT, una reputación sólida como experto en informática y una lista de clientes de primer orden. Ni él ni GD Security estaban relacionados en modo alguno con ningún pleito, juicio, embargo, ni tenían mala prensa, ni en el presente ni en el pasado. En resumen, era una presencia impoluta en un campo impoluto. Sin embargo, alguien, por alguna razón todavía impenetrable, se había apropiado de su número de apartado postal. Gurney no dejaba de plantearse la misma pregunta desconcertante: ¿por qué pedir que se envíe un cheque a alguien que casi con toda seguridad lo va a devolver?

Le deprimía no parar de pensar en ello, seguir caminando por ese callejón sin salida como si a la décima vez fuera a descubrir algo que no había descubierto a la novena. Pero era mejor que pensar en Danny.

La primera nevada importante de la temporada se produjo el primer viernes de noviembre. Empezó con unos copos dispersos que cayeron al anochecer, y fue incrementándose en las siguientes dos horas, para luego disminuir. Paró en torno a medianoche.

Cuando Gurney estaba volviendo a la vida con su café del sábado por la mañana, el disco pálido del sol se estaba elevando sobre un risco boscoso a un par de kilómetros al este. No había soplado viento durante la noche, y todo lo que había fuera, desde el patio al tejado del granero, estaba cubierto con casi diez centímetros de nieve.

No había dormido bien. Se había quedado atrapado durante horas en un bucle interminable de preocupaciones enlazadas. Algunas, que ahora se disolvían a la luz del día, implicaban a Sonya. En el último momento, él había pospuesto su planeado encuentro afterhours. La incertidumbre de lo que podría ocurrir allí su incertidumbre sobre lo que quería que ocurriera le habían hecho aplazarlo.

Se sentó, como había hecho durante la semana anterior, de espaldas a la sala donde la caja atada con una cinta que contenía los dibujos de Danny descansaba sobre la mesita. Dio un sorbo al café y miró el prado, cubierto por un manto blanco.

La visión de la nieve siempre le recordaba su olor. En un impulso fue a la puerta cristalera y la abrió. La sensación gélida del aire le arrancó una cadena de recuerdos: nieve apilada hasta la altura del pecho en las calles; sus manos rosadas, que le dolían de tanto hacer bolas; trozos de hielo metidos en la lanade los puños de la chaqueta; ramas de árboles que se combaban hasta el suelo; coronas de Navidad en las puertas; calles vacías; luminosidad allí donde miraba.

Era una cosa curiosa del pasado: cómo se apilaba esperándote, en silencio, invisible, casi como si no estuviera allí. Podías verte tentado a pensar que había desaparecido, que ya no existía. Entonces, como un faisán que sale al descubierto, rugiría en una explosión de sonido, color y movimiento, asombrosamente vivo.

Quería rodearse del olor de la nieve. Descolgó su chaqueta de la percha que había junto a la puerta, se la puso y salió. La capa de nieve era demasiado gruesa para los zapatos normales que llevaba, pero no quería cambiárselos en ese momento. Caminó hacia el estanque. Cerró los ojos y respiró hondo. Había caminado menos de cien metros cuando oyó que se abría la puerta de la cocina y la voz de Madeleine que lo llamaba.

– ¡David, vuelve!

Se dio la vuelta y vio a su mujer a medio salir por la puerta, con expresión de alarma. Empezó a regresar.

– ¿Qué pasa?

– ¡Corre! -dijo ella-. En la radio… ¡Mark Mellery está muerto!

– ¿Qué?

– Mark Mellery ha muerto, acaban de decirlo por la radio. ¡Lo han asesinado!- Retrocedió hasta la casa.

– Dios mío -dijo Gurney, que sintió una opresión en el pecho. Corrió los últimos metros hasta la casa y entró en la cocina sin quitarse los zapatos cubiertos de nieve-. ¿Cuándo ha sido?

– No lo sé. Esta mañana, anoche, no lo sé. No lo han dicho.

Escuchó. La radio seguía encendida, pero el locutor había pasado a otra noticia, algo relacionado con una bancarrota corporativa.

– ¿Cómo ha sido?

– No lo han dicho. Sólo han dicho que aparentemente ha sido un homicidio.

– ¿Alguna otra información?

– No. Sí. Algo sobre el instituto donde ocurrió. El Instituto Mellery para la Renovación Espiritual, en Peony, Nueva York. Han dicho que la Policía está allí.

– ¿Nada más?

– Creo que no. ¡Qué espantoso!

Gurney asintió lentamente, pero su mente volaba.

– ¿Qué vas a hacer? preguntó ella.

Contempló las diversas opciones que tenía, y desechó todas, menos una.

– Informar al oficial al mando de mi relación con Mellery. Lo que ocurra después es cosa suya.

Madeleine respiró profundamente y pareció tratar de esbozar una sonrisa que aparentase valentía, pero apenas lo logró.

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