TERCERA PARTE

Vuelta a empezar

32

Lo que vendrá

El hombre joven se recostó en los deliciosamente mullidos almohadones apoyados contra el cabezal y sonrió con placidez a la pantalla del portátil.

¿Dónde está mi Dickie Duck? -preguntó la mujer mayor que estaba a su lado en la cama.

Está en la cama planeando la muerte de los monstruos.

¿Estás escribiendo un poema?

Sí, madre.

Léelo en voz alta.

Aún no está acabado.

– Léelo en voz alta -repitió la mujer, como si hubiera olvidado lo que acababa de decir.

No es muy bueno. Necesita algo más-. Ajustó el ángulo de la pantalla.

Tienes una voz muy bonita -dijo ella, como de corrido, tocándose con aire ausente los rizos rubios de su peluca.

El cerró un momento los ojos. Entonces, como si estuviera a punto de tocar la flauta, se relamió un poco los labios. Cuando empezó a hablar, lo hizo en un medio susurro cadencioso:


Éstas son algunas de mis preferencias:

el mágico cambio que trae una bala,

la sangre que mana y salpica el suelo

hasta que se acaba,

el ojo por ojo, el diente por diente,

el final de todo, la verdad ahora,

todo el bien obrado con el arma del borracho…

Nada comparado con lo que vendrá.

Suspiró y miró la pantalla, arrugando la nariz.

La métrica falla.


La mujer mayor asintió con serena incomprensión y preguntó con su vocecita timorata de niña pequeña.

¿Qué hará mi Dickie Duck?

El estaba tentado de describir la limpieza inminente con todo el detalle con que la había imaginado. La muerte de todos los monstruos. Era tan colorida, tan excitante, tan… ¡satisfactoria! Pero también se enorgullecía de su realismo, de su comprensión de las limitaciones de su madre. Sabía que sus preguntas no requerían respuestas específicas, que olvidaba la mayoría de ellas en cuanto las pronunciaba, que sus palabras eran meros sonidos, sonidos que a ella le gustaban, que le resultaban reconfortantes. Podía decir cualquier cosa, contar hasta diez, recitar una canción de cuna. No había diferencia en lo que decía, mientras lo dijera con sentimiento y con ritmo. Siempre buscaba cierta riqueza en la inflexión. Disfrutaba complaciéndola.

33

Una noche de perros

De vez en cuando, Gurney tenía un sueño que era dolorosamente triste, un sueño que parecía la esencia misma de la tristeza. En esos sueños veía con una claridad que superaba las palabras que el pozo de tristeza era pérdida, y la mayor pérdida de todas era la pérdida de amor.

En la versión más reciente del sueño, poco más que una viñeta, su padre iba vestido como se había vestido para ir a trabajar cuarenta años antes, y en todos los sentidos parecía exactamente igual que entonces. La anodina chaqueta beis y los pantalones grises, las pecas mortecinas en el dorso de sus grandes manos y en la frente redondeada de incipiente calvicie, la expresión burlona en los ojos que parecían concentrados en una escena que ocurría en algún otro lugar, la sutil insinuación de una inquietud por marcharse, por estar en cualquier sitio menos donde estaba, el extraño hecho de que hablando tan poco conseguía transmitir con su silencio tanta insatisfacción; todas esas imágenes enterradas resucitaban en una escena que no duraba más de un instante. Y luego Gurney formaba parte de la escena como el niño que miraba con súplica a esa figura distante, rogándole que no se fuera, con lágrimas tibias que le resbalaban por las mejillas en la intensidad del sueño pese a que estaba seguro de que nunca había llorado en presencia de su padre, porque no podía recordar entre ellos ni una sola expresión de emoción desbordante, y después se despertaba sobresaltado, con la cara todavía bañada en lágrimas y una fuerte opresión en el pecho.

Estuvo tentado de despertar a Madeleine, de hablarle de su sueño, de mostrarle sus lágrimas. Pero no tenía nada que ver con ella. Ella apenas había conocido a su padre. Y al fin y al cabo, los sueños sólo eran sueños. En última instancia no significaban nada. Se preguntó qué día era. Era jueves. Con esta idea llegó esa rápida y práctica transformación de su paisaje mental en la que se había acostumbrado a confiar para que barriera el residuo de una noche inquietante y lo sustituyera con la realidad de lo que tenía que hacer a la luz del día. Jueves. El jueves lo dedicaría casi por completo a su viaje al Bronx, a un barrio no muy alejado del lugar donde se había criado.

34

Un día oscuro

Las tres horas al volante supusieron un viaje a lo antiestético y lo depresivo; una percepción que se amplificaba por la fría aguanieve que exigía un continuo ajuste de la velocidad intermitente del limpiaparabrisas. Gurney estaba deprimido y nervioso; en parte por el clima, y en parte, sospechaba, porque su sueño lo había dejado con un punto de vista crudo e hipersensible.

Odiaba el Bronx. Lo aborrecía todo del Bronx, desde el pavimento bacheado a las carrocerías quemadas de coches robados. Detestaba las vallas publicitarias chillonas que anunciaban escapadas a Las Vegas de cuatro días y tres noches. Odiaba el olor: un miasma en movimiento de humos de gasóleo, moho, asfalto y pescado, con un matiz que insinuaba algo metálico. Aún más que lo que veía, odiaba el recuerdo de su infancia, que le asaltaba cuando estaba en el Bronx: espantosos cangrejos de herradura, con su armadura prehistórica y colas como flechas, que acechaban en las marismas de Eastchester Bay.

Después de pasarse media hora avanzando a paso de tortuga por la atascada «vía rápida» hasta la última salida, se sintió aliviado al enfilar las pocas manzanas de la ciudad que lo separaban del lugar de cita convenido: el aparcamiento de la iglesia Holy Saints. Una alambrada rodeaba el aparcamiento y un cartel advertía que estaba reservado para las personas que trabajaban para la iglesia. El único vehículo del aparcamiento era un sedán Chevrolet sin distintivos, detrás del cual un hombre joven con el pelo muy corto peinado con gel hablaba por un teléfono móvil. Cuando Gurney aparcó su coche al lado del Chevrolet, el hombre puso fin a su conversación y se sujetó el teléfono en el cinturón.

La llovizna, que esa mañana lo había acompañado durante casi todo el trayecto, había amainado hasta convertirse en una especie de calabobos demasiado fino para verse; sin embargo, cuando Gurney bajó del coche, sintió sus frías agujas en la frente. Quizás el hombre joven también lo estaba notando, tal vez eso justificaba su expresión de ansiosa incomodidad.

– ¿Detective Gurney?

– Dave -dijo Gurney, extendiendo la mano.

– Randy Clamm. Gracias por venir. Espero que no sea una pérdida de tiempo. Sólo tratamos de cubrir todas las posibilidades, y nos hemos encontrado con este desquiciado moáus operandi que suena como el del caso en el que ustedes están trabajando. Podría no estar relacionado (o sea, no tiene mucho sentido que el mismo tipo quiera matar a un gurú famoso en el norte del estado y a un vigilante nocturno desempleado en el Bronx), pero todas esas cuchilladas en la garganta… No podía simplemente dejarlo estar. Tienes una corazonada con estas cosas. Piensas: «Dios, si no hago caso de mi instinto y resulta que era el mismo tipo…». Ya sabe a lo que me refiero.

Gurney se preguntó si la velocidad con la que hablaba Clamm, sin pausas para respirar, estaba impulsada por la cafeína, la cocaína, las presiones del trabajo, o era tan sólo la forma en que brotaba su manantial personal.

– Me refiero a que una docena de cuchilladas en la garganta no es tan común. Podría haber otras conexiones entre los casos. Quizá podríamos habernos enviado informes de un lado a otro entre aquí y el norte del estado, pero pensé que si venía a la escena y podía hablar con la esposa de la víctima, a lo mejor vería algo o preguntaría algo que tal vez allí no se le ocurriría. Eso era lo que esperaba. O sea, confío en que haya algo. Espero que no sea una pérdida de tiempo.

– Cálmese, hijo. Deje que le diga una cosa. He conducido hasta aquí hoy porque me parecía una cosa razonable. Quiere comprobar todas las posibilidades. Yo también. El peor escenario posible aquí es que eliminemos una de esas posibilidades, y eliminar posibilidades no es una pérdida de tiempo, forma parte del proceso. Así que no se preocupe por mi tiempo.

– Gracias, señor, sólo quiero decir…, o sea, sé que es un viaje muy largo. Se lo agradezco.

La voz y la actitud de Clamm se habían pausado. Todavía tenía una expresión nerviosa y acelerada, pero al menos no era tan exagerada como al principio.

– Hablando de tiempo -dijo Gurney-, ¿sería éste un buen momento para que me llevara a la escena?

– Perfecto. Mejor deje el coche aquí y venga en el mío. La casa de la víctima está en una zona un poco hacinada, algunas de las calles sólo te dejan cinco centímetros de margen a cada lado del coche.

– Parece Salmón Beach.

– ¿Conoce Salmón Beach?

Gurney asintió con la cabeza. Había estado allí una vez, de adolescente, en la fiesta de cumpleaños de una joven, la amiga de una chica con la que estaba saliendo.

– ¿Cómo es que conoce Salmón Beach? -preguntó Clamm al salir del aparcamiento en la dirección opuesta a la avenida principal.

– Crecí cerca de aquí, en City Island.

– ¿En serio? Pensaba que era del norte del estado.

– En este momento -dijo Gurney. Percibió la provisionalidad de la expresión. Delante de Madeleine no hubiera respondido de ese modo.

– Bueno, sigue siendo la misma horrible colonia de casitas. Con la marea alta, con un cielo azul, casi podrías pensar que estás en una playa. Luego baja la marea, el barro apesta y te acuerdas de que es el Bronx.

– Sí -dijo Gurney.

Cinco minutos después se detuvieron en una calle lateral polvorienta, junto a una abertura en otra alambrada como la que delimitaba el aparcamiento de la iglesia. Un cartel metálico pintado anunciaba que aquello era el Salmón Beach Club y que el aparcamiento era reservado. Una línea de orificios de bala casi había partido el cartel por la mitad.

La imagen de la fiesta de hacía tres décadas acudió a la mente de Gurney. Se preguntó si era la misma entrada que había usado entonces. Podía ver la cara de la chica de la cual se celebraba el cumpleaños, una chica gorda con coletas y aparatos.

– Es mejor aparcar aquí -dijo Clamm, refiriéndose otra vez a las calles imposibles de aquel enclave mugriento-. Espero que no le importe caminar.

– Joder, ¿tan viejo parezco?

Clamm respondió con una risa extraña y una pregunta tangencial al salir del coche.

– ¿Cuánto tiempo lleva en el trabajo?

Sin ganas de referirse a su jubilación y a su nuevo empleo, dijo simplemente:

– Veinticinco años.

– Es un caso raro -soltó Clamm, como si se tratara de una observación que se dedujera de la conversación anterior-. No sólo todas las heridas son de cuchillo. Hay más que eso.

– ¿Está seguro de que eran heridas de cuchillo?

– ¿Por qué lo pregunta?

– En nuestro caso fue una botella rota, una botella de whisky rota. ¿Encontraron algún arma?

– No. El tipo de la oficina del forense dijo «posibles heridas de cuchillo», aunque de doble filo, como una daga. Supongo que un trozo de cristal afilado puede hacer un corte como ése. Llevaban mucho retraso. Todavía no tenemos el resultado de la autopsia. Pero, como estaba diciendo, hay más que eso. La mujer… No lo sé, hay algo raro en la mujer.

– ¿Raro en qué sentido?

– En muchos. Para empezar es una especie de chalada religiosa. De hecho, eso es su coartada. Estaba en alguna reunión de plegarias de aleluya por la mañana.

Gurney se encogió de hombros.

– ¿Qué más?

– Toma mucha medicación. Ha de tomar algunas pastillas fuertes para recordar que éste es su planeta.

– Espero que siga tomándolas. ¿Algo más que le inquiete de ella?

– Sí -dijo Clamm, que se detuvo en medio de la calle estrecha por la que estaban caminando, más un callejón que una calle-. Está mintiendo en algo. Hay algo que no nos está contando. O quizás algo de lo que nos está contando es mentira. Puede que las dos cosas. Esa es la casa.

Clamm señaló un bungaló bajo que estaba justo delante, a la izquierda, retirado unos tres metros del callejón. La pintura que se desconchaba del lateral era de un verde bilioso. La puerta, de un marrón rojizo, le recordó el color de la sangre seca. La cinta amarilla de escena del crimen, atada a un montante portátil, rodeaba la decadente construcción. Sólo le faltaba un lazo delante para convertirla en un regalo del Infierno, pensó Gurney.

Clamm llamó a la puerta.

– Ah, otra cosa -dijo-. Es grande.

– ¿Grande?

– Ya la verá.

La advertencia no preparó del todo a Gurney para toparse con la mujer que abrió la puerta. Pesaría unos ciento cuarenta kilos, tenía los brazos como muslos; parecía fuera de lugar en aquella pequeña casa. Aún estaba más fuera de lugar la cara de niña en ese cuerpo tan grande, una cara de niña desequilibrada y aturdida. Llevaba el cabello corto peinado con raya, como un chico.

– ¿Puedo ayudarles? -preguntó, con aspecto de que ayuda era la última cosa en la Tierra que podía proporcionar.

– Hola, señora Schmitt. Soy el detective Clamm, ¿me recuerda?

– Hola -dijo la palabra como si estuviera leyéndola de un libro de frases de un idioma extranjero.

– Estuve aquí ayer.

– Me acuerdo.

– Necesito hacerle unas cuantas preguntas más.

– ¿Quieren saber más de Albert?

– Eso es una parte. ¿Podemos entrar?

Sin responder, la mujer se apartó de la puerta, cruzó el pequeño salón contiguo y se sentó en un sofá, que pareció encogerse bajo su enorme peso.

– Siéntense -dijo.

Los dos hombres miraron a su alrededor. No había sillas. Aparte del sofá, los únicos objetos de la sala eran una mesita de café de ornamentación ridícula en cuyo centro se alzaba un jarrón barato con flores rosas de plástico, una librería vacía y una televisión lo bastante grande para un salón de baile. El suelo de conglomerado estaba limpio, salvo por unas fibras sintéticas dispersas, lo que significaba, supuso Gurney, que se habían llevado al laboratorio la moqueta en la que se había hallado el cadáver para realizar un examen forense.

– No hemos de sentarnos -dijo Clamm-. No tardaremos mucho.

– A Albert le gustaban todos los deportes -dijo la señora Schmitt, sonriendo de un modo inexpresivo a la descomunal televisión.

De un arco situado a la izquierda del pequeño salón partía un pasillo con tres puertas. Los efectos de sonido de un videojuego de combate procedían de detrás de una de ellas.

– Ése es Jonah. Jonah es mi hijo. Ése es su dormitorio.

Gurney le preguntó qué edad tenía.

– Doce. En algunas cosas parece mayor; en otras, más pequeño -contestó la mujer, como si eso fuera algo que acabara de ocurrírsele por primera vez.

– ¿Estaba con usted? -preguntó Gurney.

– ¿Qué quiere decir si estaba conmigo? -preguntó ella, con una rara insinuación que a Gurney le provocó un escalofrío.

– Quiero decir -aclaró Gurney, tratando de que su voz no reflejara lo que estaba sintiendo- que si estaba con usted en el servicio religioso la noche que mataron a su marido.

– Ha aceptado a Jesucristo como su Señor y Salvador.

– ¿Significa eso que estaba con usted?

– Sí. Se lo dije al otro policía.

Gurney sonrió con expresión compasiva.

– En ocasiones ayuda examinar estas cosas más de una vez.

La mujer asintió como si estuviera plenamente de acuerdo y repitió:

– Ha aceptado a Jesucristo.

– ¿Su marido aceptó a Jesucristo?

– Creo que sí.

– ¿No está segura?

La señora Schmitt cerró los ojos con fuerza, como si estuviera buscando la respuesta en las caras interiores de sus pestañas.

– Satán es poderoso -dijo- y taimado en sus formas.

– Taimado de verdad, señora Schmitt -dijo Gurney.

Separó un poco la mesita de café con las flores rosas, la rodeó y se sentó en el borde del sofá, de cara a la mujer. Había aprendido que la mejor forma de hablar con alguien que se expresaba así era hacerlo del mismo modo, aunque no tuviera ni idea de adonde llevaría la conversación.

– Taimado y terrible -dijo, observándola de cerca.

– El Señor es mi pastor -dijo la señora Schmitt-. Nada me falta.

– Amén.

Clamm se aclaró la garganta y cambió el peso del cuerpo de un pie al otro.

– Dígame -continuó Gurney-, ¿de qué taimada manera alcanzó Satán a Albert?

– Es al hombre recto al que Satán persigue gritó con repentina insistencia, porque el hombre malvado ya está en su poder.

– ¿Y Albert era un hombre recto?

– ¡Jonah! -gritó la mujer aún más fuerte. Se levantó del sofá y se movió con sorprendente rapidez por el pasillo de la izquierda hasta una de las puertas, que empezó a aporrear con la palma de la mano.

– ¡Abre la puerta! ¡Ahora! ¡Abre la puerta!

– ¿Qué coño…? dijo Clamm.

– He dicho ahora, Jonah.

Se oyó una cerradura y la puerta se abrió hasta la mitad. Ante ellos apareció un chico obeso casi tan grande como la madre a la que se parecía hasta un extremo inquietante: incluso en la extraña sensación de desprendimiento en la mirada, que hizo que Gurney se preguntara si la causa era genética o si se debía a la medicación, o a ambas cosas. El chico llevaba el pelo corto teñido de blanco.

– Te he dicho que no cierres la puerta cuando estoy en casa. Baja el volumen. Parece como si hubieran asesinado a alguien aquí dentro.

Nadie dejó ver cómo era de llamativo aquel comentario, dadas las circunstancias. El chico miró a Gurney y a Clamm sin interés. Sin duda, reflexionó Gurney, estaba ante una de esas familias tan acostumbradas a la intervención de los servicios sociales que los extraños de aspecto oficial en el salón no merecían ninguna reflexión. El chico volvió a mirar a la madre.

– ¿Puedo tomarme mi helado ahora?

– Sabes que no te lo puedes tomar ahora. No subas el volumen o apagaré la consola.

– Vale -dijo con voz plana, y le cerró la puerta en las narices.

La mujer regresó a la sala y volvió a sentarse en el sofá.

– Está desconsolado por la muerte de Albert.

– Señora Schmitt -dijo Clamm a su manera de «vamos a seguir adelante»-, el detective Gurney necesita formularle unas preguntas.

– ¿No es una curiosa coincidencia? Yo tengo una tía Bernie. Precisamente he estado pensando en ella esta mañana.

– Gurney, no Bernie -dijo Clamm.

– Se parece bastante, ¿no? -Sus ojos parecían brillar.

– Señora Schmitt -dijo Gurney-, durante el mes pasado, ¿su marido le contó que estuviera preocupado por algo?

– Albert nunca se preocupaba.

– ¿Le parecía diferente de algún modo?

– Albert siempre era igual.

Gurney sospechaba que estas percepciones podían deberse tanto al efecto de neblina amortiguadora de la medicación como a una actitud real del difunto.

– ¿Alguna vez recibió una carta con una dirección manuscrita o algún escrito en tinta roja?

– En el correo sólo hay facturas y anuncios. Nunca lo miro.

– ¿Albert se encargaba del correo?

– Eran todo facturas y anuncios.

– ¿Sabe si Albert pagó alguna factura especial últimamente o extendió algún cheque inusual?

La señora Schmitt negó con la cabeza enfáticamente, haciendo que su rostro inmaduro apareciera asombrosamente infantil.

– Una última pregunta. Después de que descubriera el cadáver de su marido, ¿cambió o movió algo de la sala antes de que llegara la Policía?

Una vez más negó con la cabeza. Podría haber sido su imaginación, pero Gurney creyó captar un atisbo de algo nuevo en su semblante. ¿Había vislumbrado un destello de alarma en aquella mirada inexpresiva? Decidió arriesgarse.

– ¿El Señor le habla? preguntó.

Ahora había algo más en su expresión, no tanto alarma como reivindicación.

– Sí.

Reivindicación y orgullo, pensó Gurney.

– ¿El Señor le habló cuando encontró a Albert?

– El Señor es mi pastor -empezó, y continuó recitando todo el salmo

Gurney podía notar los tics de impaciencia y los guiños que salpimentaban el rostro de Clamm.

– ¿El Señor le dio instrucciones específicas?

– No oigo voces -dijo. Una vez más el mismo destello de alarma.

– No, no voces. Pero el Señor le habla, para ayudarla.

– Estamos en la Tierra para hacer lo que Él nos pida.

Gurney se inclinó hacia delante desde su posición, al borde de la mesita de café.

– ¿E hizo lo que el Señor le dictó?

– Hice lo que el Señor me dictó.

– Cuando encontró a Albert, ¿había algo que necesitara cambiarse, algo que no estuviera como debería, algo que el Señor quería que hiciera?

Los ojos grandes de la mujer se llenaron de lágrimas, y éstas corrieron por sus redondeadas e infantiles mejillas.

– Tenía que guardarla.

– ¿Guardarla?

– Los policías se la habrían llevado.

– ¿Qué se habrían llevado?

– Se llevaron todo lo demás, la ropa que vestía, su reloj, su billetera, el periódico que estaba leyendo, la silla en la que se sentó, la alfombra, sus gafas, el vaso del que estaba bebiendo… Se lo llevaron todo.

– No todo, verdad, señora Schmitt. No se llevaron lo que usted guardó.

– No podía dejarles. Era un regalo. El último regalo de Albert.

– ¿Puedo ver el regalo?

– Ya lo ha visto. Está detrás de usted.

Gurney se volvió y siguió la mirada de la mujer hasta el jarrón de flores rosas que había en medio de la mesa, o lo que, en una inspección más precisa, resultó ser un jarrón con una flor de plástico de pétalos tan grandes y vistosos que daba la impresión inicial de ser un ramo.

– ¿Albert le dio esa flor?

– Ésa era su intención -dijo después de una vacilación.

– ¿No llegó a dársela?

– No pudo, ¿no?

– Quiere decir porque lo mataron.

– Sabía que era para mí.

– Esto podría ser muy importante, señora Schmitt -dijo Gurney con voz pausada-. Por favor, dígame exactamente lo que encontró y qué hizo.

– Cuando Jonah y yo llegamos del Salón del Apocalipsis, oímos la televisión y no quisimos molestar a Albert. A Albert le gustaba la televisión. No le gustaba que nadie pasara por delante de la tele. Así que Jonah y yo entramos por la puerta trasera, que da a la cocina, para no tener que pasar por delante de él. Nos sentamos en la cocina, y Jonah se tomó su helado de la hora de acostarse.

– ¿Cuánto tiempo se quedó sentada en la cocina?

– No lo sé. Nos pusimos a hablar. Jonah es muy profundo.

– ¿Hablar de qué?

– Del tema favorito de Jonah, la tribulación del final de los tiempos. Dice en las Escrituras que al final de los tiempos habrá tribulación. Jonah siempre me pregunta si lo creo y cuánta tribulación creo que habrá, y qué clase de tribulación. Hablamos mucho sobre eso.

– ¿Así que hablaron de tribulación y Jonah se tomó su helado?

– Como siempre.

– ¿Qué más?

– Luego se hizo hora de que se fuera a dormir.

– ¿Y?

– Y entró en el salón desde la cocina para ir a su dormitorio, pero no pasaron ni cinco segundos antes de que volviera a la cocina, retrocediendo y señalando al salón. Yo traté de que dijera algo, pero sólo podía señalar. Así que vine yo misma, quiero decir, entré aquí -dijo mirando en torno a la sala.

– ¿Qué es lo que vio?

– A Albert.

Gurney esperó que continuara. Cuando no lo hizo, le insistió.

– ¿Albert estaba muerto?

– Había mucha sangre.

– ¿Y la flor?

– La flor estaba en el suelo, a su lado. Ve, debía de llevarla en la mano. Quería dármela cuando yo llegara a casa.

– ¿Qué hizo entonces?

– ¿Entonces? Oh. Fui a casa del vecino. No tenemos teléfono. Creo que llamaron a la Policía. Antes de que llegaran, recogí la flor. Era para mí dijo con la insistencia pura y repentina de un niño. Era un regalo. La puse en nuestro jarrón más bonito.

35

A tientas hasta la luz

Y aunque era hora de almorzar cuando por fin salieron de la casa de los Schmitt, Gurney no estaba de humor. No porque no tuviera hambre ni porque Clamm no le propusiera un lugar conveniente para comer. Estaba demasiado frustrado, sobre todo consigo mismo, para decir que sí a nada. Mientras el joven policía lo llevaba al aparcamiento de la iglesia donde había dejado su coche, hicieron un último intento poco entusiasta de cotejar los hechos de los casos para ver si había algo que pudiera relacionarlos. El intento no condujo a ninguna parte.

– Bueno -dijo Clamm, pugnando por darle al ejercicio una interpretación positiva-. Al menos no hay pruebas en este momento de que no estén relacionados. El marido podría haber recibido cartas que la mujer nunca vio, y no parece que existía demasiada comunicación en el matrimonio, así que es posible que no le dijera nada. Y en el infierno en el que está ella, no creo que se fijara en ningún cambio emocional ni en él ni en ella misma. Podría valer la pena volver a hablar con el chico. Sé que está tan tronado como ella, pero es posible que recuerde algo.

– Claro -dijo Gurney, sin la menor convicción-. Y estaría bien que comprobara si Albert tenía talonario de cheques y si hay algún resguardo con el nombre de Charybdis o Arybdis o Scylla. Es una posibilidad remota, pero qué diablos.

Camino de casa, en una especie de compasión morbosa con el estado de ánimo de Gurney, el tiempo empeoró. La llovizna de la mañana se había convertido en una lluvia constante, que reforzaba su evaluación negativa del viaje. No estaba claro que hubiera relación entre los asesinatos de Mark Mellery y Albert Schmitt, más allá del elevado número y la localización de los cortes. Ninguno de los rasgos de la escena del crimen de Peony estaban presentes en la de Salmón Beach: ni extrañas pisadas, ni silla plegable ni botella de whisky ni poemas. No había el menor rastro de juego alguno. Las víctimas no parecían tener nada en común. Que un asesino hubiera elegido como objetivos a Mark Mellery y Albert Schmitt carecía de sentido.

Estas ideas, junto con lo desagradable de conducir bajo una lluvia cada vez más intensa, sin duda contribuyeron a la expresión tensa que mostraba cuando entró por la puerta de la cocina de su casa, goteando.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Madeleine, tras levantar la cabeza de la cebolla que estaba troceando.

– ¿Qué quieres decir?

Madeleine se encogió de hombros e hizo otro corte en la cebolla.

La respuesta nerviosa de Gurney quedó flotando en el aire. Al cabo de un momento, susurró en tono de disculpa:

– He tenido un día agotador, un viaje de ida y vuelta de seis horas bajo la lluvia.

– ¿Y?

– ¿Y? Y todo probablemente para nada.

– ¿Y?

– ¿Eso no es suficiente?

Ella le dedicó una sonrisita de incredulidad.

– Para colmo, era en el Bronx -añadió malhumorado-. No hay ninguna experiencia que el Bronx no la convierta en un poco más desagradable.

Madeleine empezó a picar la cebolla en trozos más pequeños. Habló como si se estuviera dirigiendo a la tabla de cortar.

– Tienes dos mensajes en el teléfono: tu amiga de Ithaca y tu hijo.

– ¿Mensajes detallados o sólo piden que devuelva la llamada?

– No les he prestado tanta atención.

– ¿Con tu amiga de Ithaca te refieres a Sonya Reynolds?

– ¿Tienes más?

– ¿Más qué?

– Más amigas en Ithaca.

– No tengo amigos en Ithaca. Mi relación con Sonya Reynolds es de negocios, y apenas. ¿Qué quería, por cierto?

– Ya te he dicho que el mensaje está en el teléfono.

El cuchillo de Madeleine, que se había alzado sobre la pila de trozos de cebolla, cayó con particular fuerza.

– Dios, ¡ten cuidado con los dedos! -Las palabras salieron de la boca de Gurney con más rabia que preocupación.

Con el filo del cuchillo todavía apretado contra la tabla de cortar, Madeleine lo miró con curiosidad.

– Bueno, ¿qué ha pasado hoy? -preguntó, rebobinando la conversación al punto en el que se hallaba antes de irse al garete.

– Frustración, supongo. No lo sé.

Fue a la nevera y sacó una botella de Heineken. La abrió y la dejó en la mesa del rincón del desayuno, junto a la puerta cristalera. Entonces se quitó la chaqueta, la colgó en el respaldo de una de las sillas y se sentó.

– ¿Quieres saber qué ha pasado? Te lo contaré. A petición de un detective del Departamento de Policía de Nueva York con el ridículo nombre de Randy Clamm, he hecho un trayecto de tres horas hasta una triste casa del Bronx donde habían matado a un desempleado. Lo habían acuchillado en la garganta.

– ¿Por qué te llamó?

– Ah. Buena pregunta. Parece que el detective Clamm se enteró del asesinato de Peony. La similitud del método le hizo llamar a la Policía de Peony, que lo pasó a la comisaría central de la Policía regional, que lo pasó al capitán que supervisa el caso, un capullo lameculos llamado Rodríguez, cuyo cerebro es justo lo bastante grande para reconocer una pista de mierda.

– ¿Así que te lo pasó a ti?

– Al fiscal, que automáticamente me lo pasó a mí.

Madeleine no dijo nada, aunque la pregunta obvia estaba en su mirada.

– Sí, yo sabía que era una pista dudosa. Acuchillar en esa parte del mundo es sólo otra forma de discutir, pero por alguna razón pensé que podría encontrar algo que relacionara los dos casos.

– ¿Nada?

– No. Aunque durante un rato tuve esperanza. La viuda parecía callarse algo. Finalmente reconoció que había intervenido en la escena del crimen. Había una flor en el suelo que aparentemente le había comprado el marido. Ella temía que los agentes que recogían las pruebas se la llevaran y quería conservarla, es comprensible. Así que la recogió y la puso en un jarrón. Fin de la historia.

– ¿Esperabas que reconociera haber cubierto algunas huellas en la nieve o haber escondido una silla plegable?

– Algo así. Pero sólo resultó ser una flor de plástico.

– ¿De plástico?

– De plástico-. Tomó un largo y lento trago de la Heineken-. No es un regalo de muy buen gusto, supongo.

– No es ningún regalo -dijo Madeleine con cierta convicción.

– ¿Qué quieres decir?

– Las flores de verdad pueden ser un regalo, casi siempre lo son. Las flores artificiales son otra cosa.

– ¿Qué?

– Elementos de decoración, diría. Las posibilidades de que un hombre le compre flores de plástico a una mujer son las mismas a que le compre un rollo de papel de pared con flores.

– ¿Qué me estás diciendo?

– No estoy segura, pero si esa mujer encontró una flor de plástico en la escena del crimen y supuso que su marido se la había llevado, creo que se equivoca.

– ¿De dónde crees que salió?

– No tengo ni idea.

– La mujer parecía muy segura de que era un regalo para ella.

– Es lo que quería creer, ¿no?

– Quizá sí. Pero si él no la llevó a la casa, y suponiendo que el hijo estuviera fuera con ella toda la tarde como asegura la mujer, eso dejaría al asesino como única fuente posible.

– Supongo -dijo Madeleine, con interés decreciente.

Gurney sabía que su esposa trazaba una línea clara entre entender lo que una persona real haría bajo determinadas circunstancias y esbozar etéreas hipótesis respecto al origen de un objeto en una sala. Gurney sentía que acababa de cruzar esa línea, pero insistió de todos modos.

– Entonces, ¿por qué un asesino dejaría una flor junto a su víctima?

– ¿Qué clase de flor?

Siempre podía confiar en que ella plantearía una pregunta más específica.

– No estoy seguro de qué era. Sé lo que no era. No era una rosa, ni un clavel, ni una dalia. Pero era un poco similar a todas ellas.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, para empezar me recordó una rosa, pero era más grande, con muchos más pétalos, más juntos. Era casi del tamaño de un clavel grande o de una dalia, pero los pétalos eran más anchos, un poco como pétalos de rosa arrugados.

Por primera vez desde que él había llegado a casa, el rostro de Madeleine estaba animado por un interés real.

– ¿Se te ha ocurrido algo? -preguntó.

– Quizás…, hum…

– ¿Qué? ¿Sabes qué clase de flor es?

– Creo que sí. Y es una buena coincidencia.

– Dios, ¿vas a decírmelo?

– A no ser que me equivoque, la flor que acabas de describir se parece mucho a una peonía.

La botella de Heineken se le resbaló de la mano.

– ¡Dios santo!

Después de hacerle varias preguntas pertinentes sobre peonías a Madeleine, se fue al estudio para efectuar algunas llamadas.

36

Una cosa lleva a la otra

Cuando colgó el teléfono, Gurney ya había convencido al detective Clamm de que tenía que ser algo más que una coincidencia que la flor que daba nombre a la localidad donde se había producido el primer homicidio apareciera en la escena del segundo crimen.

También propuso que se tomaran varias medidas sin más dilación: llevar a cabo un registro completo de la casa de los Schmitt en busca de cartas o notas extrañas, cualquier cosa en verso, cualquier cosa manuscrita, cualquier cosa con tinta roja; alertar al forense de la combinación de disparo de pistola y cortes con una botella rota usado en Peony, por si querían efectuar un segundo examen del cadáver de Schmitt; peinar la casa en busca de pruebas de un disparo o material que pudiera haberse usado para amortiguarlo; rebuscar en el terreno del inmueble y de los inmuebles adjuntos y en caminos entre la casa y la alambrada en busca de botellas rotas, en especial botellas de whisky; y empezar a recopilar un perfil biográfico de Albert Schmitt para buscar posibles vínculos con Mark Mellery, conflictos o enemigos, complicaciones legales o problemas relacionados con el alcohol.

Cuando por fin se dio cuenta del tono perentorio de sus sugerencias, frenó y pidió disculpas.

– Lo siento, Randy. Me estoy pasando de la raya. El caso Schmitt es todo suyo. Usted es el responsable, así que el siguiente movimiento es cosa suya. Yo no estoy al mando, y lamento haberme comportado como si lo estuviera.

– No importa. Por cierto, tengo a un teniente Everly aquí que dice que estuvo en la academia con un tal Dave Gurney. ¿Es usted?

Gurney rio. Había olvidado que Bobby Everly había terminado en esa comisaría.

– Sí, ése soy yo.

– Bueno, señor, en ese caso, recibiré de buen grado cualquier sugerencia suya en cualquier momento. Y cuando quiera volver a hablar con la señora Schmitt, puede hacerlo. Creo que lo hizo muy bien con ella.

Si era sarcasmo, lo ocultó muy bien. Gurney decidió tomarlo como un cumplido.

– Gracias. No necesito hablar directamente con ella, pero deje que le haga una pequeña sugerencia: si volviera a estar cara a cara con ella, le preguntaría como si tal cosa qué le dijo el Señor que hiciera con la botella de whisky.

– ¿Qué botella de whisky?

– La que podría haberse llevado de la escena del crimen por razones que sólo ella conoce. Lo preguntaría como si ya supiera que la botella estaba allí y que ella la retiró a instancias del Señor, como si sólo tuviera curiosidad por saber dónde está. Por supuesto, puede que no hubiera ninguna botella de whisky; si tiene la sensación de que ella de verdad no tiene ni idea de lo que está hablando, pase a otra cosa y listo.

– ¿Cree que todo esto va a seguir el modelo del caso de Peony, y que debería haber una botella de whisky en algún sitio?

– Eso es lo que estoy pensando. Si no se siente cómodo abordándola de este modo, no pasa nada. Es cosa suya.

– Vale la pena intentarlo. No hay mucho que perder. Le informaré.

– Buena suerte.

La siguiente persona con la que Gurney tenía que hablar era Sheridan Kline. El tópico de que tu jefe nunca ha de enterarse por otra persona de lo que debería enterarse por ti era el doble de cierto en el mundo policial. Localizó a Kline cuando iba camino de una conferencia regional de fiscales del distrito en Lake Placid, y las frecuentes interrupciones, causadas por la desigual cobertura telefónica en las montañas del estado, hicieron que la relación de la peonía con el primer crimen fuera más difícil de explicar de lo que le habría gustado. Cuando hubo terminado, Kline tardó tanto en responder que Gurney temía que hubiera entrado en otra zona sin cobertura.

Finalmente dijo:

– Esta cuestión de la flor, ¿se siente a gusto con ella?

– Si es sólo una coincidencia -dijo Gurney-, es una coincidencia muy destacable.

– Pero no es muy sólida. Si tuviera que hacer de abogado del diablo, señalaría que su mujer no vio la flor (la flor de plástico) que le describió. Supongamos que no es una peonía. ¿Dónde estamos entonces? Aunque fuera una peonía, no es una prueba de nada concreto. Dios sabe que no es la clase de progreso que pueda defender en una conferencia de prensa. Dios, ¿por qué no podía ser una flor real, así habría menos dudas? ¿Por qué de plástico?

– Eso también me inquietaba -dijo Gurney, tratando de ocultar su irritación por la respuesta de Kline-, ¿por qué no una de verdad? Hace unos minutos, le pregunté a mi mujer por eso y me dijo que a los floristas no les gusta vender peonías. Tienen una flor muy pesada que no se aguanta recta en el tallo. Las venden para plantar, pero no en este momento del año. Así que una de plástico podría haber sido la única forma de enviarnos un mensajito. Creo que fue una cuestión de oportunismo, la vio en una tienda y le gustó la idea, el juego.

– ¿El juego?

– Se está mofando de nosotros, nos pone a prueba, juega con nosotros. Recuerde la nota que dejó en el cadáver de Mellery: venid y cogedme si podéis. Eso era lo que significaban esas pisadas hacia atrás. Este maniaco está poniéndonos mensajes delante de nuestras narices, y todos dicen lo mismo: «Pilladme si podéis, ¿a que no me pilláis?».

– Vale, lo entiendo, ya veo lo que está diciendo. Puede que tenga razón. Pero no hay forma de conectar públicamente estos casos basándonos en la corazonada de un hombre al ver una flor de plástico. Consígame algo real, lo antes posible.

Después de colgar el teléfono, Gurney se sentó junto a la ventana del estudio, en la penumbra del final de la tarde. Y si suponía, como había conjeturado Kline, que la flor no era una peonía. A Gurney le sorprendió darse cuenta de la fragilidad de este nuevo «vínculo» y de la mucha confianza que había depositado en él. Pasar por alto el deslumbrante defecto de una teoría era una señal evidente de excesiva vinculación emocional.

Cuántas veces había explicado ese punto a los estudiantes de Criminología en el curso que impartía en la universidad del estado, y allí estaba él: cayendo en la misma trampa. Era deprimente.

Los cabos sueltos del día dieron vueltas en su cabeza en forma de agotador bucle durante media hora, o quizá más.

– ¿Por qué estás sentado a oscuras?

Giró en su silla y vio la silueta de Madeleine en el umbral.

– Kline quiere conexiones más tangibles que una peonía dijo. Le he dado al tipo del Bronx unos pocos datos para buscar. Ojalá que encuentre algo.

– Parece que tienes dudas.

– Bueno, por un lado, está la peonía, o al menos lo que creemos que es una peonía. Por otro lado, es difícil imaginar a los Schmitt y a los Mellery relacionados de algún modo. Si alguna vez ha habido gente que vive en mundos diferentes…

– ¿Y si es un asesino en serie y no hay conexiones?

– Ni siquiera los asesinos en serie son aleatorios. Sus víctimas tienden a tener algo en común (todas rubias, todos asiáticos, todos homosexuales), alguna característica con un significado especial para el asesino. Así que aunque Mellery y Schmitt no participaran nunca en nada juntos, aún deberíamos buscar un punto en común entre ellos.

– Y si… -empezó Madeleine, pero el sonido del teléfono la interrumpió.

Era Randy Clamm.


– Lamento molestarle, señor, pero he pensado que le gustaría saber que tenía razón. He ido a ver a la viuda y le he hecho esa pregunta, como usted me dijo, como si tal cosa. Lo único que le dije fue: «¿Puede darme la botella de whisky que encontró?». Ni siquiera tuve que mencionar al Señor. Que me aspen si no dijo con la misma naturalidad que yo: «Está en la basura». Así que fuimos a la cocina y allí estaba, en el cubo de la basura, una botella de Four Roses rota. Me quedé de piedra, mirándola. No es que me sorprendiera que tuviera razón (no me interprete mal), pero, Dios, no esperaba que fuera tan fácil. Tan condenadamente obvio. En cuanto ordené mis ideas le pedí que me enseñara dónde la había encontrado exactamente. Pero entonces, de repente, ella se dio cuenta de la situación (tal vez porque no lo dije con tanta naturalidad) y se mostró muy inquieta. Le pedí que se relajara, que no se preocupara, que si podía decirme dónde estaba, que sería muy útil para nosotros, y que quizá, bueno, ya sabe, si le importaría decirme por qué demonios la había movido. No lo dije de esa forma, claro, pero era lo que estaba pensando. Así que me mira y ¿sabe lo que dice? Dice que a Albert le había ido muy bien con el problema de la bebida, que no había bebido desde hacía casi un año. El hombre va a Alcohólicos Anónimos, lo está haciendo bien, y cuando ella ve la botella a su lado, junto a la flor de plástico, lo primero que piensa es que ha empezado a beber otra vez y que se ha caído sobre la botella y que por eso se ha cortado la garganta y que es así como ha muerto. No se le ocurre inmediatamente que lo han asesinado, ni siquiera se le pasa por la cabeza hasta que llegan los policías y empiezan a hablar de eso. Pero antes de que lleguen, esconde la botella porque ha estado pensando que es de su marido, y no quiere que nadie sepa que ha recaído.

– E incluso después de que comprendiera que lo habían matado, ¿siguió sin querer hablar a nadie de la botella?

– No. Porque todavía cree que era su botella y no quiere que nadie sepa que está bebiendo, y menos sus buenos nuevos amigos de Alcohólicos Anónimos.

– ¡Dios santo!

– Así que resulta que todo es un lío patético. Por otro lado, tiene su prueba de que los crímenes están relacionados.

A Clamm se le notaba inquieto, lleno de sentimientos en conflicto con los que Gurney estaba demasiado familiarizado: los sentimientos que hacían que ser un buen poli fuera muy duro, que, en última instancia, desgastara mucho.

– Ha hecho un gran trabajo, Randy.

– Sólo he hecho lo que pidió -dijo Clamm a su manera rápida y agitada-. Después de guardar la botella, llamé al equipo de pruebas para que hiciera otra visita, para revisar toda la casa en busca de cartas, notas, cualquier cosa. Le pedí el talonario de cheques a la señora Schmitt. Me lo mencionó usted esta mañana. Me lo dio, pero no sabía nada de ello, lo cogió como si pudiera ser radioactivo, dijo que Albert se ocupaba de las facturas. Me explicó que no le gustaban los cheques porque tienen números, y hay que tener mucho cuidado con los números, los números pueden ser el mal; me contó un rollo sobre Satán y una locura religiosa. La cuestión es que eché un vistazo al talonario de cheques…, y va a hacer falta más tiempo para averiguarlo. Puede que Albert pagara las facturas, pero no guardaba muchos registros. No había referencia en ninguno de los resguardos de cheques extendidos a nadie llamado Arybdis o Charybdis o Scylla (eso es lo primero que miré), pero no quiere decir mucho porque la mayoría de los resguardos no tenían ningún nombre, sólo las cantidades, y algunos ni siquiera eso. En cuanto a extractos mensuales, ella no tenía ni idea de que hubiera en la casa, pero haremos un registro a conciencia, y le pediremos permiso para conseguir copias del banco. Entre tanto, ahora que sabemos que estamos en esquinas diferentes de un mismo triángulo, ¿hay algo que quiera compartir conmigo del caso Mellery?

Gurney pensó en ello.

– La serie de amenazas que Mellery había recibido antes de su muerte incluían vagas referencias a cosas que hizo cuando estaba borracho. Ahora resulta que Schmitt también tenía problemas con la bebida.

– ¿Está diciendo que estamos buscando a un tipo que va por ahí cargándose borrachos?

– No exactamente. Si fuera lo único que quiere hacer hay formas más fáciles de hacerlo.

– ¿Como tirar una bomba en una reunión de Alcohólicos Anónimos?

– Algo simple. Algo que aumentara la oportunidad y redujera el riesgo. Pero el esquema de este tipo es complicado e inconveniente. No hay nada fácil ni directo. Cualquier parte a la que miras plantea preguntas.

– ¿Como cuáles?

– Para empezar, ¿por qué elegir víctimas que están tan alejadas geográficamente, y en todo lo demás para el caso?

– ¿Para impedir que los relacionáramos?

– Pero él quiere que los relacionemos. Es la razón de la peonía. Quiere que nos fijemos. Quiere reconocimiento. No es el criminal normal en fuga. Este tipo quiere la batalla: no sólo con sus víctimas, también con la Policía.

– Hablando de eso, he de poner al día a mi teniente. No le hará gracia si se entera por otra vía.

– ¿Dónde está?

– Camino de la comisaría.

– ¿Tremont Avenue?

– ¿Cómo lo sabe?

– Por ese rugido de fondo del tráfico del Bronx. No hay nada que se le parezca.

– Ha de estar bien vivir en otro lugar. ¿Algún mensaje que quiera que le pase al teniente Everly?

– Mejor guardar los mensajes para después. Estará mucho más interesado en lo que tiene que contarle usted.

37

Las malas noticias llegan de tres en tres

Gurney sintió la urgencia de llamar a Sheridan Kline tras la aparición decisiva de la prueba que apoyaba el vínculo de la peonía, pero quería efectuar una llamada antes. Si los dos casos eran tan paralelos como de repente parecía, era posible no sólo que le hubieran pedido dinero a Schmitt, sino que hubiera pedido que lo mandaran a la misma oficina postal de Wycherly, Connecticut.

Gurney sacó su maletín delgado del cajón del escritorio y localizó la fotocopia de la breve nota que Gregory Dermott había enviado junto con el cheque que había devuelto a Mellery. El encabezado de GD Security Systems (formal, conservador, incluso un poco pasado de moda) incluía un teléfono con el prefijo de zona de Wycherly.

Al segundo tono, una voz que cuadraba con el estilo de la cabecera de la carta contestó la llamada.

– Buenas tardes. GD Security. ¿En qué puedo ayudarle?

– Me gustaría hablar con el señor Dermott, por favor. Soy el detective Gurney, de la oficina del fiscal del distrito.

– ¡Por fin! -La vehemencia que transformó la voz era sorprendente.

– ¿Disculpe?

– ¿Me está llamando por el cheque mal remitido?

– Sí, de hecho sí, pero…

– Lo denuncié hace seis días, ¡seis días!

– ¿Qué denunció hace seis días?

– ¿No acaba de decirme que llama por el cheque mal remitido?

– Empecemos otra vez, señor Dermott. Entiendo que Mark Mellery habló con usted hace aproximadamente diez días por un cheque que le devolvieron, un cheque extendido a X. Arybdis y enviado a su apartado postal. ¿Es verdad?

– Por supuesto que es verdad. ¿Qué clase de pregunta es ésa? -El hombre parecía furioso.

– Cuando dice que lo denunció hace seis días, me temo que no…

– ¡El segundo!

– ¿Recibió un segundo cheque?

– ¿No me llama por eso?

– En realidad, señor, iba a formularle esa misma pregunta.

¿Qué pregunta?

– Si había recibido también un cheque de un hombre llamado Albert Schmitt.

– Sí, Schmitt es el nombre del segundo cheque. Por eso llamé para denunciarlo. Hace seis días.

– ¿A quién llamó?

Gurney oyó un par de respiraciones largas y profundas, como si el hombre estuviera conteniéndose para no explotar.

– Mire, detective, aquí hay un nivel de confusión que no me gusta. Llamé a la Policía hace seis días para denunciar una situación problemática. Me han enviado a mi apartado de correos tres cheques dirigidos a un individuo del cual nunca he oído hablar. Ahora me llama, aparentemente en relación con estos cheques, pero resulta que no sabe de qué está hablando. ¿Qué me estoy perdiendo? ¿Qué demonios está pasando?

– ¿A qué departamento de Policía llamó?

– Al mío, por supuesto, al de Wycherly. ¿Cómo es que no lo sabe si me está llamando?

– La cuestión, señor, es que no le estoy devolviendo la llamada. Le llamo del estado de Nueva York en relación con el cheque original que le devolvió a Mark Mellery. No sabíamos nada de ningún otro cheque. ¿Dice que ha recibido dos más después del primero?

– Es lo que he dicho.

– Uno del señor Albert Schmitt, y otro más.

– Sí, detective. ¿Está claro ahora?

– Perfectamente claro. Pero ahora me estoy preguntando por qué tres cheques equivocados le inquietaron tanto como para llamar a la Policía local.

– Llamé a la Policía local porque la Policía postal, a la que se lo notifiqué primero, mostró una colosal falta de interés. Antes de que me pregunte por qué llamé a la Policía postal, déjeme decir que para ser policía tiene un sentido bastante difuso respecto a cuestiones de seguridad.

– ¿Por qué dice eso, señor?

– Trabajo en el ramo de la seguridad, agente… o detective, o lo que cuernos sea. En seguridad de datos informáticos. ¿Tiene idea de lo común que es el robo de identidad, o con cuánta frecuencia el robo de identidad implica la apropiación indebida de direcciones?

– Ya veo. ¿Y qué ha hecho la Policía de Wycherly?

– Menos que la postal, si eso es posible.

A Gurney no le costaba imaginar que las llamadas de Dermott recibieran una respuesta evasiva. Tres personas desconocidas enviando cheques a un apartado de correos no sonaba a peligro de alta prioridad.

– ¿Devolvió el segundo y el tercer cheque a sus remitentes, como en el caso de Mark Mellery?

– Desde luego que lo hice, incluí notas en las que preguntaba quién les dio mi número de apartado postal, pero ningún individuo tuvo la cortesía de responder.

– ¿Guarda el nombre y la dirección del tercer cheque?

– Por supuesto.

– Necesito el nombre y la dirección ahora mismo.

– ¿Por qué? ¿Ocurre algo más que yo no sepa?

– Mark Mellery y Albert Schmitt están muertos. Posibles homicidios.

– ¿Homicidios? ¿Qué quiere decir homicidios? -La voz de Dermott se había convertido en un chillido.

– Puede que los hayan asesinado.

– Oh, Dios mío. ¿Cree que hay relación con los cheques?

– La persona que les dio el número de su apartado postal es una persona de interés en el caso.

– Oh, Dios mío. ¿Por qué mi dirección? ¿Qué relación puede tener conmigo?

– Buena pregunta, señor Dermott.

– Pero yo nunca había oído hablar de nadie llamado Mark Mellery o Albert Schmitt.

– ¿Cuál era el nombre del tercer cheque?

– ¿El tercer cheque? Oh, Dios mío, me he quedado completamente en blanco.

– Ha dicho que tomó nota del nombre.

– Sí, sí, por supuesto que sí. Espere. Richard Kartch. Sí, eso es. Richard Kartch. Kartch. Iré a buscar la dirección. Espere, la tengo aquí. Es el 349 de Quarry Road, Sotherton, Massachusetts.

– Entendido.

– Mire, detective, puesto que parece que estoy envuelto en esto de algún modo, me gustaría que me contara lo que pueda. Ha de haber alguna razón para que hayan elegido mi apartado postal.

– ¿Está seguro de que es la única persona con acceso a ese apartado?

– Tan seguro como puedo estarlo. Pero Dios sabe cuántos trabajadores de correos tienen acceso a él. O quién podría haber duplicado una llave sin mi conocimiento.

– ¿El nombre de Richard Kartch significa algo para usted?

– Nada. Estoy seguro. Es la clase de nombre que recordaría.

– Muy bien, señor. Me gustaría darle un par de números de teléfono donde puede localizarme. Apreciaría tener noticias suyas de inmediato si se le ocurre cualquier cosa sobre los nombres de esas tres personas o acerca de cualquier forma de acceso que alguien pudiera tener a su correo. Y una última pregunta: ¿recuerda el importe del segundo y el tercer cheque?

– Es fácil. El segundo y el tercer cheque eran por el mismo importe que el primero: 289,87 dólares.

38

Un hombre difícil

Madeleine encendió una de las lámparas del estudio con el interruptor situado junto a la puerta. Durante la conversación de Gurney con Dermott, casi había anochecido y el estudio estaba prácticamente a oscuras.

– ¿Algún progreso?

– Progreso fundamental. Gracias a ti.

– Mi tía abuela Mimi tenía peonías -dijo ella.

– ¿Cuál era Mimi?

– La hermana de la madre de mi padre -dijo Madeleine, sin ocultar del todo su exasperación por el hecho de que un hombre tan experto en manejar los detalles de la investigación más compleja no pudiera recordar media docena de parentescos.

– Tu cena está lista.

– Bueno, en realidad…

– Está en el fuego. No te olvides.

– ¿Vas a salir?

– Sí.

– ¿Adonde?

– Te lo he contado dos veces la semana pasada.

– Recuerdo algo del jueves. Los detalles…

– ¿Se te escapan en este momento? Menuda novedad. Hasta luego.

– ¿No vas a decirme adonde…?

Sus pisadas ya estaban retrocediendo por la cocina hacia la puerta de atrás.


No constaba el número telefónico de Richard Kartch en el 349 de Quarry Road en Sotherton, pero, tras una búsqueda de mapa a través de Internet de las direcciones contiguas, Gurney consiguió los nombres y números de teléfono para el 329 y el 369.

La voz masculina pastosa que al final respondió con monosílabos la llamada al 329 negó conocer el nombre de Kartch, saber qué casa de la calle podía ser el número 349, o incluso saber cuánto tiempo llevaba él viviendo en la zona. Sonaba medio comatoso por el alcohol o los opiáceos, probablemente estaba tumbado como tenía por costumbre y, desde luego, no iba a resultar de ninguna ayuda.

La mujer del 369 de Quarry Road era más locuaz.

– ¿Se refiere al ermitaño? -Su forma de decirlo le dio a esa suerte de sobrenombre una patología siniestra.

– ¿El señor Kartch vive solo?

– Ah, sí, a menos que contemos las ratas que atrae su basura. Su mujer tuvo la suerte de escapar. No me sorprende que llame, ¿ha dicho que era agente de policía?

– Investigador especial de la Oficina del Fiscal del Distrito-. Sabía que debería, para ser más claro, mencionar el estado y el condado de jurisdicción, pero pensó que los detalles podían darse luego.

– ¿Qué ha hecho ahora?

– Nada que yo sepa, pero podría ayudar en una investigación, y necesitamos ponernos en contacto con él. ¿Sabe usted dónde trabaja o a qué hora vuelve de trabajar?

– ¿Trabajo? ¡Es una broma!

– ¿El señor Kartch es desempleado?

– Más bien «inempleable»-. Su voz destilaba veneno.

– Parece que tiene un problema con él.

– Es un cerdo, es estúpido, es sucio, es peligroso, está loco, apesta, va armado hasta los dientes y, por lo general, está borracho.

– Suena a vecino ejemplar.

– ¡El vecino del Infierno! ¿Tiene alguna idea de cómo es mostrar tu casa a un posible comprador mientras el simio borracho sin camisa de la puerta de al lado agujerea el cubo de basura con su escopeta?

Pese a que imaginaba cuál podría ser la respuesta, decidió plantear la siguiente pregunta de todos modos.

– ¿Querría dejarle al señor Kartch un mensaje de mi parte?

– ¿Está de broma? Lo único que me gustaría dejarle es un paquete bomba.

– ¿A qué hora es probable que esté en casa?

– Elija un momento, cualquier momento. Nunca he visto que ese perturbado salga de su propiedad.

– ¿Hay un número visible en la casa?

– ¡Ja! No necesitará número para reconocer la casa. Aún no estaba terminada cuando se fue su mujer, y todavía no lo está. No hay revestimiento. No hay césped. No hay escalones a la puerta de entrada. La casa perfecta para un loco de atar. El que vaya allí, mejor que vaya armado.

Gurney le dio las gracias y colgó.

¿Ahora qué?

Había varios individuos a los que poner en marcha con rapidez. Primero y principal, Sheridan Kline. Y, por supuesto, Randy Clamm. Por no mencionar al capitán Rodriguez y a Jack Hardwick. La cuestión era a quién llamar antes. Decidió que todos podían esperar unos minutos más y llamó a Información para pedir el número del Departamento de Policía de Sotherton, Massachusetts.

Habló con el sargento de guardia, un hombre de voz áspera de nombre Kalkan. Después de identificarse, Gurney explicó que un hombre de Sotherton llamado Richard Kartch era una persona de interés para una investigación de homicidio en el estado de Nueva York, que podría estar en peligro inminente, que aparentemente no tenía teléfono y que era importante que le llevaran un teléfono o que lo llevaran a él a un teléfono, para que pudiera hacerle unas preguntas y advertirle de su situación.

– Conocemos a Richie Kartch -dijo Kalkan.

– Suena a como si hubieran tenido problemas con él.

Kalkan no respondió.

– ¿Tiene antecedentes?

– ¿Quién ha dicho que era?

Gurney se lo volvió a decir, con un poco más de detalle.

– ¿Y esto forma parte de su investigación de qué?

– Dos homicidios, uno en el estado de Nueva York, el otro en el Bronx, mismo patrón. Antes de que los mataran, ambas víctimas recibieron ciertas notas del asesino. Tenemos pruebas de que Kartch ha recibido al menos una de esas mismas comunicaciones, y eso lo convierte en un posible tercer objetivo.

– ¿Así que quiere que el loco Richie se ponga en contacto con usted?

– Ha de llamarme de inmediato, preferiblemente en presencia de alguno de sus agentes. Después de hablar con él por teléfono, es posible que solicitemos un interrogatorio de seguimiento con él, con la cooperación de su departamento.

– Enviaremos un coche patrulla a su casa lo antes posible. Déme un número donde pueda localizarle.

Gurney le dio su número de móvil, para así dejar libre la línea de su casa para las llamadas que pretendía hacer a Kline, al DIC y a Clamm.

Kline ya se había ido a casa, igual que Ellen Rackoff, y la llamada fue automáticamente desviada a un teléfono que contestaron al sexto tono, cuando Gurney ya estaba a punto de colgar.

– Stimmel.

Gurney recordó al hombre que había acudido con Kline a la reunión del DIC, el hombre con la personalidad de un criminal de guerra mudo.

– Soy Dave Gurney. Tengo un mensaje para su jefe.

No hubo respuesta.

– ¿Está usted ahí?

– Aquí estoy.

Gurney supuso que era lo más parecido a una invitación que iba a conseguir. Así que siguió adelante y le contó lo de las pruebas que confirmaban la relación entre los crímenes uno y dos; el hallazgo, a través de Dermott, de una potencial tercera víctima; y las medidas que estaba tomando por medio del Departamento de Policía de Sotherton para localizarla.

– ¿Lo tiene todo?

– Sí.

– Después de informar al fiscal, ¿quiere pasar la información al DIC, o debo hablar yo directamente con Rodríguez?

Se produjo un breve silencio durante el cual Gurney supuso que el adusto y reacio hombre estaba calculando las consecuencias de ambas posibilidades. Conociendo la inclinación al control incorporada en la mayoría de los policías, estaba seguro al noventa por ciento de que recibiría la respuesta que finalmente obtuvo.

– Nos ocuparemos nosotros -dijo Stimmel.

Liberado de la necesidad de llamar al DIC, a Gurney le quedaba Randy Clamm.

Como de costumbre, respondió al primer tono.

– Clamm.

Y como de costumbre, parecía como si tuviera prisa y estuviera haciendo tres cosas mientras hablaba.

– Me alegro de que llame. Acabamos de elaborar una lista triple de problemas en el talonario de cheques de Schmitt (comprobantes de cheques con cantidades pero sin nombres, cheques extendidos pero sin ingresar, números de cheques salteados), desde el más reciente hacia atrás.

– ¿La cantidad de 289,87 dólares aparece en alguna de sus listas?

– ¿Qué? ¿Cómo lo sabe? Es uno de los cheques extendidos… y sin ingresar. ¿Cómo lo…?

– Es la cantidad que pide siempre.

– ¿Siempre? ¿Quiere decir más de dos veces?

– Enviaron un tercer cheque al mismo apartado postal. Estamos intentando ponernos en contacto con el remitente. Por eso llamaba, para que sepa que estamos siguiendo un patrón. Si las piezas se sostienen, la bala que está buscando en el búngalo de Schmitt es una treinta y ocho especial.

– ¿Quién es el tercer tipo?

– Richard Kartch, Sotherton, Massachusetts. Al parecer, una personalidad difícil.

– ¿Massachusetts? Caray, nuestro hombre está en todas partes. ¿Este tercer tipo sigue vivo?

– Lo sabremos dentro de unos minutos. El departamento de policía local ha mandado un coche a su casa.

– Vale. Agradecería que me informara de lo que tenga en cuanto pueda. Insistiré para que manden otra vez a nuestro equipo de pruebas a casa de los Schmitt. Le mantendré informado. Gracias por la llamada, señor.

– Buena suerte. Volveremos a hablar pronto.

El respeto de Gurney por el joven detective iba en aumento. Cuanto más le oía, más le gustaba lo que percibía: energía, inteligencia, dedicación. Y algo más. Algo honrado y sin estropear. Algo que le emocionaba.

Negó con la cabeza como un perro que se sacude el agua y respiró varias veces. Pensó que no se había dado cuenta de lo agotador que había sido el día desde el punto de vista emocional. O quizás algún residuo del sueño sobre su padre todavía le acompañaba. Se recostó en su silla y cerró los ojos.


Le despertó el teléfono, que al principio confundió con el despertador. Se descubrió todavía en la silla del estudio, con dolor de cuello. Según su reloj, había dormido casi dos horas. Levantó el teléfono y se aclaró la garganta.

– Gurney.

La voz del fiscal irrumpió como un caballo en el cajón de salida.

– Dave, acabo de recibir la noticia. Dios, esto es cada vez más grande. ¿Una tercera víctima potencial en Massachusetts? Esto podría ser el caso de homicidio más grande desde el Hijo de Sam, por no mencionar a nuestro Jason Strunk. ¡Es increíble! Sólo quiero oírlo de sus propios labios antes de hablar con los medios. Tenemos pruebas claras de que el mismo tipo mató a las dos primeras víctimas, ¿no?

– Los indicios lo sugieren con fuerza, señor.

– ¿Sugieren?

– Lo sugieren con fuerza.

– ¿Podrían ser más definitivas?

– No tenemos huellas. No tenemos ADN. Diría que es definitivo que los casos están relacionados, pero no podemos probar que fue el mismo individuo el que cortó las dos gargantas.

– ¿La probabilidad es alta?

– Muy alta.

– Su juicio en esto es lo bastante bueno para mí.

Gurney sonrió ante esta transparente simulación de confianza. Sabía mejor que bien que Sheridan Kline era la clase de hombre que valoraba su propio juicio muy por encima del de cualquier otra persona, pero siempre dejaba una puerta abierta para cargarle la culpa a otro en caso de que la situación se torciera.

– Diría que es hora de hablar con nuestros amigos de Fox News, lo que significa que he de contactar con el DIC esta noche y organizar una declaración. Manténgame informado, Dave, sobre todo de cualquier suceso en Massachusetts. Quiero saberlo todo-. Kline colgó sin molestarse en decir adiós.

De modo que, aparentemente, Kline estaba planeando salir a la luz pública a lo grande acelerar un circo mediático con él como maestro de ceremonias antes de que se le ocurriera al fiscal del Bronx, o al fiscal de cualquier otra jurisdicción donde la cadena de crímenes pudiera extenderse. Para él era una buena oportunidad de hacerse publicidad. Gurney esbozó una mueca de desagrado al imaginar las conferencias de prensa por venir.

– ¿Estás bien?

Sorprendido por la voz tan cerca de él, levantó la cabeza y vio a Madeleine en la puerta del estudio.

– Joder, ¿cómo demonios…?

– Estabas tan enfrascado en tu conversación que no me has oído entrar.

– Aparentemente no-. Parpadeó y miró el reloj-. Bueno, ¿adonde has ido?

– ¿Recuerdas lo que te he dicho cuando me iba?

– Has dicho que no ibas a decirme adonde ibas.

– He dicho que ya te lo había dicho dos veces.

– Pues muy bien. Bueno, tengo trabajo.

Como si fuera su aliado, sonó el teléfono.

La llamada era de Sotherton, pero no era de Richard Kartch, sino de un detective llamado Gowacki.

– Tenemos problemas -dijo-. ¿Cuánto tiempo cree que puede tardar en llegar?

39

Vamos a vernos solos, señor 658

Cuando Gurney le colgó el teléfono a Mike Gowacki, el de voz monocorde, eran las nueve y cuarto. Encontró a Madeleine ya en la cama, recostada contra los almohadones, con un libro en las manos. Guerra y paz. Llevaba tres años leyéndolo, cambiando intermitentemente entre ése y, de un modo incongruente, el Walden, de Thoreau.

– He de ir a la escena de un crimen.

Ella levantó la mirada del libro: con curiosidad, preocupada, solitaria.

Él sólo podía responder a la curiosidad.

– Otra víctima. Acuchillado en la garganta, pisadas en la nieve.

– ¿Muy lejos?

– ¿Qué?

– ¿Has de ir muy lejos?

– A Sotherton, Massachusetts. Tres, cuatro horas, quizá.

– Así que no volverás hasta mañana.

– A desayunar, espero.

Madeleine sonrió con su sonrisa de «¿a quién crees que estás engañando?».

David empezó a irse, luego se detuvo y se sentó al borde de la cama.

– Es un caso extraño dijo, dejando que su inseguridad se filtrara. Cada día más extraño.

Madeleine asintió, aplacada en cierto modo.

– ¿No crees que es el asesino en serie habitual?

– No la versión estándar, no.

– ¿Demasiada comunicación con las víctimas?

– Sí. Y demasiada diversidad entre las víctimas, tanto desde el punto de vista personal como desde el geográfico. El típico asesino en serie no se desplaza de los Catskills al East Bronx o al centro de Massachusetts persiguiendo autores famosos, vigilantes nocturnos jubilados y solitarios desagradables.

– Han de tener algo en común.

– Todos fueron bebedores, y las pruebas indican que el asesino está centrado en esta cuestión. Pero han de tener algo más en común, de lo contrario, ¿por qué tomarse las molestias de elegir víctimas separadas trescientos kilómetros una de otra?

Se quedaron en silencio. Gurney, con aire ausente, suavizó las arrugas de la colcha en el espacio que los separaba. Madeleine lo observó un rato, con las manos descansando en su libro.

– Será mejor que me vaya -dijo él.

– Ten cuidado.

– Sí-. Se levantó despacio, casi artríticamente-. Te veré por la mañana.

Madeleine lo miró con una expresión que él nunca podía traducir en palabras, ni siquiera sabía si era buena o mala, pero que conocía bien. Sintió su impacto, casi físico, en el centro del pecho.


Era bien pasada la medianoche cuando salió de la autopista de peaje de Massachusetts, y la una y media cuando conducía por la calle principal desierta de Sotherton. Diez minutos después, en una calle llena de surcos, Quarry Road, llegó hasta una reunión desordenada de vehículos de policía, uno de los cuales tenía los faros encendidos. Aparcó a su lado. Cuando bajó del coche, un policía uniformado de aspecto irritado salió del vehículo iluminado.

– Quieto. ¿Adonde cree que va? -No sólo parecía enfadado, sino también exhausto.

– Me llamo Gurney, he venido a ver al detective Gowacki.

– ¿Para qué?

– Me está esperando.

– ¿De qué se trata?

Gurney se preguntó si los nervios del tipo venían de un día largo o de una actitud pésima por naturaleza. No soportaba muy bien ese tipo de actitudes.

– Se trata de que me ha pedido que venga. ¿Quiere una identificación?

El policía encendió su linterna y la enfocó a la cara de Gurney.

– ¿Quién ha dicho que era?

– Gurney, de la oficina del fiscal, investigador especial.

– ¿Por qué cono no lo ha dicho?

Gurney sonrió sin ninguna emoción que semejara simpatía.

– ¿Va a decirle a Gowacki que estoy aquí?

Después de una pausa final de hostilidad, el hombre se volvió y se encaminó por el borde externo de un largo camino. Éste ascendía hacia una casa que parecía bajo la luz de generador que iluminaba el terreno para los técnicos de la escena del crimen a medio terminar. Sin que lo invitaran, Gurney lo siguió.

El sendero giraba a la izquierda al acercarse a la casa y llegaba a la abertura de un garaje en el sótano para dos vehículos, que en ese momento alojaba un coche. Al principio, Gurney pensó que las puertas del garaje estaban abiertas, hasta que se dio cuenta de que no había puertas. La capa de un dedo de nieve que cubría el sendero continuaba dentro. El policía se detuvo en la abertura, bloqueada por la cinta de la escena del crimen, y gritó:

– ¡Mike!

No hubo respuesta. El agente se encogió de hombros, como si hubiera hecho un esfuerzo honesto, hubiera fracasado y eso fuera el final de la cuestión. Entonces se oyó una voz cansada procedente del patio que había detrás de la casa.

– Aquí.

Sin esperar, Gurney se dirigió en esa dirección rodeando el perímetro de la cinta.

– Tenga cuidado de no pasar la cinta.

La advertencia del policía le sonó como el último ladrido de un perro testarudo.

Rodeando la esquina trasera de la casa, vio que la zona, brillante como el día bajo los focos, no era exactamente el «patio» que había esperado. Igual que la casa, combinaba de manera extraña lo inacabado con lo decrépito. Un hombre de constitución pesada y con problemas de alopecia estaba de pie en un tramo de improvisados escalones en la puerta de atrás. Los ojos del hombre examinaron los dos mil metros cuadrados de espacio abierto que separaban la casa del matorral de zumaque.

El terreno estaba lleno de baches, como si no lo hubieran nivelado desde que rellenaron los cimientos. Trozos de madera de encofrado apilados aquí y allá habían adquirido un tono gris por estar a la intemperie. La casa estaba revocada sólo en parte y el aislante plástico antihumedad sobre la cubierta de contrachapado estaba descolorido por el sol. La impresión no era la de una obra en progreso, sino la de una construcción abandonada.

Cuando la mirada del hombre corpulento se posó en Gurney, examinó a éste unos segundos antes de preguntar:

– ¿Usted es el hombre de los Catskills?

– Exacto.

– Camine otros tres metros por la cinta, luego pase por debajo y venga aquí, a la puerta de atrás. Tenga cuidado de no acercarse a esa fila de pisadas que van de la casa al sendero.

Presumiblemente era Gowacki, pero Gurney tenía aversión a adivinar, así que formuló la pregunta y obtuvo un gruñido de confirmación.

Al acercarse por el yermo que debería haber sido el patio trasero, se acercó lo bastante a las pisadas para observar que se parecían a las que habían hallado en el instituto.

– ¿Le resultan familiares? -preguntó Gowacki, que miró a Gurney con curiosidad.

No había nada grueso en la percepción del detective grueso, pensó Gurney. Asintió. Era su turno de ser perspicaz.

– ¿Esas pisadas le inquietan?

– Un poco -dijo Gowacki-. No las pisadas exactamente. Más bien la localización del cadáver en relación con las pisadas. Sabe algo, ¿no?

– ¿La localización del cadáver tendría más sentido si la dirección de las pisadas fuera la contraria?

– Si la dirección fuera… Espere un momento… Sí, joder, ¡todo el sentido! -Miró a Gurney. ¿Con qué coño estamos tratando aquí?

– Para empezar estamos tratando con alguien que ha matado a tres personas (tres que sepamos) en la última semana. Es un planificador y un perfeccionista. Deja muchos indicios, pero sólo los que quiere que veamos. Es extremadamente inteligente, probablemente bien educado, y quizá detesta a la Policía más de lo que odia a las víctimas. Por cierto, ¿el cuerpo sigue aquí?

Gowacki parecía estar asimilando la respuesta de Gurney.

– Sí, el cadáver está aquí dijo por fin. Quiero que lo vea. Pensaba que podría reparar en algo, a partir de lo que conoce de los otros dos casos. ¿Preparado para echar un vistazo?

La puerta de atrás de la casa llevaba a una zona pequeña sin terminar que probablemente pretendía ser un lavadero, dada la posición de las cañerías instaladas, pero no había lavadora ni secadora. Ni siquiera había un muro de mampostería sobre el aislamiento. La única iluminación la proporcionaba una bombilla desnuda en un portalámparas blanco clavado en una viga expuesta del techo.

El cadáver yacía boca arriba bajo esa luz dura y hostil; la mitad del cuerpo en el supuesto lavadero y la otra mitad en la cocina que se hallaba detrás del umbral sin pulir que los separaba.

– ¿Puedo verlo más de cerca? -preguntó Gurney, haciendo una mueca.

– Para eso ha venido.

El examen más atento reveló un charco de sangre coagulada que, desde las múltiples heridas en la garganta, se había extendido por el suelo de la cocina y bajo una mesa de desayuno de bazar benéfico. La cara de la víctima estaba cargada de rabia, pero las líneas más amargas marcadas en aquel rostro duro y grande eran el producto de toda una vida y no revelaban nada sobre la agresión final.

– Tiene pinta de infeliz -dijo Gurney.

– Un miserable hijo de puta es lo que era.

– Colijo que han tenido problemas en el pasado con el señor Kartch.

– Sólo problemas. Todos ellos innecesarios.

Gowacki miró al cadáver como si su violento y sangriento final no hubiera sido suficiente castigo.

Todas las ciudades tienen gente que causa problemas: borrachos cabreados, cerdos que convierten sus casas en pocilgas para joder a los vecinos, asquerosos cuyas mujeres han de pedir órdenes de alejamiento, capullos que dejan que sus perros ladren toda la noche, tipos raros cuyas madres no quieren a sus hijos a menos de un kilómetro. Aquí en Sotherton todos esos capullos se resumían en un tipo: Richie Kartch.

– Parece que era un gran hombre.

– Por curiosidad, ¿las otras dos víctimas eran algo parecido?

– La primera era lo opuesto de ésta. De la segunda todavía no tengo los detalles personales, pero dudo que se pareciera a este tipo-. Gurney volvió a fijarse en el rostro que lo miraba desde el suelo, tan airado en la muerte como aparentemente lo había estado durante la vida.

– Sólo pensaba que igual teníamos un asesino en serie que quería limpiar el mundo de capullos. Bueno, volviendo a sus comentarios sobre las pisadas en la nieve, ¿cómo sabe que tienen más sentido al revés?

– Así era en el primer asesinato.

Los ojos de Gowacki mostraron interés.

– La posición de la víctima indica que se enfrentó a un agresor que entró por la puerta de atrás. Sin embargo, las pisadas muestran que alguien entró por la puerta delantera y salió por detrás. No tiene sentido.

– ¿Le importa que eche un vistazo en la cocina?

– Adelante. Fotógrafo, forense y tipos que buscan huellas están allí. No mueva nada. Todavía están con sus posesiones personales.

– El forense ha dicho algo sobre quemaduras de pólvora.

– ¿Quemaduras de pólvora? Eso son heridas de cuchillo.

– Sospecho que hay una bala en medio de esta carnicería.

– ¿Ve algo que se me ha pasado?

– Creo que veo un pequeño agujero en la esquina de ese techo, encima de la nevera. ¿Alguno de sus hombres lo ha comentado?

Gowacki siguió la mirada de Gurney hasta el lugar.

– ¿Qué me está diciendo?

– Que primero dispararon a Kartch y luego lo acuchillaron.

– ¿Y las huellas en realidad van en la otra dirección?

– Exacto.

– Deje que me aclare. ¿Está diciendo que el asesino entró por la puerta de atrás, le disparó a Richie en la garganta, éste cayó, y luego el asesino lo acuchilló una docena de veces en la garganta como si estuviera ablandando un bistec?

– Eso es más o menos lo que ocurrió en Peony.

– Pero las huellas…

– Las pisadas pudo hacerlas pegando una segunda suela en las botas, hacia atrás, para que parezca que entró por delante y se fue por detrás, cuando en realidad entró por detrás y salió por delante.

– Joder, ¡eso es ridículo! ¿A qué coño está jugando?

– Ésa es la palabra.

– ¿Qué?

– Jugando. Un juego diabólico, pero es lo que está haciendo, y con ésta van tres veces. «No sólo os equivocáis, sino que vais al revés. Os doy pista tras pista y no podéis pillarme. Así de inútiles sois los polis.» Ése es el mensaje que nos está dejando en cada escena del crimen.

Gowacki evaluó a Gurney con la mirada, lentamente.

– Ve a este tipo con mucha claridad.

Gurney sonrió y rodeó el cadáver para llegar a una pila de papeles que había sobre la encimera.

– ¿Quiere decir que le resulta demasiado serio?

– No he de decirlo yo. No tenemos muchos asesinatos en Sotherton. Y aun los que tenemos, uno cada cinco años, son de los que se reducen a homicidio involuntario. Suelen implicar bates de béisbol o llaves para cambiar la rueda en el aparcamiento de un bar. Nada planeado. Y desde luego nada juguetón.

Gurney gruñó como muestra de compasión. Él había visto excesiva violencia ciega.

– Eso es sobre todo basura -dijo Gowacki, haciendo una señal hacia la pila de correo que Gurney estaba hojeando con mucho tiento.

Estaba a punto de asentir cuando debajo de todo de una pila desorganizada de Pennysavers, octavillas, revistas de armas, noticias de cobro de morosos y catálogos de excedentes militares, encontró un sobre pequeño y vacío, abierto descuidadamente por la solapa, dirigido a Richard Kartch. La caligrafía era hermosa y precisa. La tinta era roja.

– ¿Ha encontrado algo? -preguntó Gowacki.

– Debería poner esto en una bolsa de pruebas -dijo. Cogió el sobre por una esquina y lo colocó en un espacio libre de la encimera-. A nuestro asesino le gusta comunicarse con sus víctimas.

– Arriba hay más.

Gurney y Gowacki se volvieron hacia donde había surgido la nueva voz: un hombre joven y grande que se hallaba en el umbral del otro lado de la cocina.

– Debajo de un montón de revistas porno, en la mesita de al lado de la cama, hay otros tres sobres con tinta roja.

– Supongo que debería subir a echar un vistazo -dijo Gowacki, con la reticencia de un hombre con los suficientes kilos de más para pensárselo dos veces antes de subir un tramo de escaleras-. Bobby, él es el detective Gurney, del condado de Delaware, en Nueva York.

Bob Muffit se presentó el joven, que extendió la mano con nerviosismo hacia Gurney y evitó con la mirada el cadáver del suelo. El piso de arriba tenía el mismo aspecto a medio construir y medio abandonado que el resto de la casa. El rellano daba acceso a cuatro puertas. Muffit los condujo a la primera de la derecha. Era un caos incluso para la consideración de cutre que ya se había establecido. En aquellas porciones de la moqueta que no estaban cubiertas de ropa sucia o latas vacías de cerveza, Gurney observó lo que parecían manchas secas de vómito. El aire tenía un olor acre, a sudor. Las persianas estaban cerradas. La luz procedía de la única bombilla que funcionaba de un aplique de tres situado en el centro del techo.

Gowacki se acercó a la mesita que se hallaba junto a la cama sin hacer. Al lado de una pila de revistas porno había tres sobres con caligrafía roja y junto a ellos un cheque nominativo. Gowacki no tocó nada directamente, sino que deslizó los cuatro elementos sobre una revista llamada Hot Buns, que usó como bandeja.

– Vamos a bajar a ver que tenemos aquí dijo.

Los tres hombres volvieron sobre sus pasos a la cocina, donde Gowacki depositó los sobres y el cheque en la mesa de desayuno. Con una pluma y unas pinzas que sacó del bolsillo de la camisa, levantó la parte rasgada de cada sobre y sacó su contenido. Los tres sobres contenían poemas que parecían idénticos (hasta en su caligrafía de monja) a los poemas recibidos por Mellery.

La primera mirada de Mellery se posó en los versos:


«Darás lo que has quitado / al recibir lo dado… /Vamos a vernos solos, señor 658».


Lo que captó su atención durante más tiempo, no obstante, fue el cheque. Estaba extendido a nombre de X. Arybdis y firmado por R. Kartch. Era sin lugar a dudas el cheque que Gregory Dermott le había devuelto a Kartch sin ingresarlo. Estaba extendido por el mismo importe que el de Mellery y Schmitt: 289,87 dólares. El nombre y la dirección: «R. Kartch, 349 Quarry Road, Sotherton, Mass., 01055» aparecía en la esquina superior izquierda del cheque.

«R. Kartch.» Había algo en el nombre que inquietaba a Gurney.

Quizás era esa sensación que siempre tenía cuando miraba el nombre impreso de una persona muerta. Era como si el nombre en sí hubiera perdido el aliento de la vida, se hubiera empequeñecido, se hubiera soltado de lo que le había dado estatura. Era extraño, reflexionó, cómo puedes creer que estás en paz con la muerte, incluso creer que su presencia ya no te causa mucho efecto, que sólo es parte de tu profesión. Luego te llega de un modo tan extraño: en el detalle inquietante del nombre de un difunto. No importa lo mucho que uno trate de pasarla por alto, la muerte encuentra una forma de hacerse notar. Se filtra en tus sentimientos como el agua en la pared de un sótano.

Quizás era por eso por lo que algo en el nombre de R. Kartch le chocaba. ¿O había otra razón?

40

Un disparo a ciegas

Lark Mellery, Albert Schmitt, Richard Kartch. Tres hombres. Los habían elegido como objetivos, los habían torturado mentalmente, les habían disparado y los habían acuchillado tan repetidamente y con tanta fuerza que casi les habían cercenado las cabezas. ¿Qué habían hecho, juntos o por separado, para engendrar una venganza tan macabra?

¿Era una venganza? ¿La sugerencia de la venganza expresada por las notas podría ser como había propuesto Rodríguez una cortina de humo para ocultar un motivo más practico?

Cualquier cosa era posible.

Casi había amanecido cuando Gurney inició su trayecto de vuelta a Walnut Crossing. El aire era cortante y tenía el aroma de la nieve. Gurney había entrado en ese estado de conciencia tenso en el cual una profunda fatiga pugna con un estado de agitado desvelo. Las ideas y las imágenes caían en cascada por su cerebro sin progreso ni lógica.

Una de esas imágenes era el cheque del hombre muerto, el nombre R. Kartch, algo que acechaba bajo una trampilla inaccesible de su memoria, algo fuera de lugar. Como una estrella apenas visible, eludía una mirada directa y podría aparecer en su visión periférica cuando dejara de buscarla.

Se esforzó en concentrarse en otros aspectos del caso, pero su mente se resistía a funcionar de un modo ordenado. En cambio, vio el charco de sangre medio seca en el suelo de la cocina de Kartch, cuyo borde más alejado se extendía bajo la sombra de la mesa desvencijada. Miró fijamente la carretera que tenía delante, tratando de exorcizar la imagen, pero sólo tuvo éxito en parte, al sustituirla con una mancha de sangre de tamaño similar en el patio de piedra de Mark Mellery, que a su vez dio paso a una imagen de Mellery en un sillón de teca, inclinado hacia delante, pidiendo protección, liberación.

Inclinado hacia delante, pidiendo…

Gurney sintió la presión de las lágrimas que se acumulaban.

Se detuvo en un área de descanso. Sólo había otro coche en la pequeña zona de aparcamiento, y parecía más abandonado que aparcado. Gurney tenía la cara caliente, las manos frías. No ser capaz de pensar con claridad lo asustaba, se sentía impotente.

El agotamiento era una lente a través de la cual tendía a ver su vida como un fracaso: un fracaso que los elogios profesionales que iba acumulando hacían más doloroso. Saber que eso era un truco que le jugaba su mente cansada no hizo que le pareciera menos convincente. Al fin y al cabo, tenía su letanía de pruebas. Como detective, le había fallado a Mark Mellery. Como marido le había fallado a Karen, y ahora le estaba fallando a Madeleine. Como padre le había fallado a Danny, y ahora le estaba fallando a Kyle.

Su cerebro tenía sus límites, así que después de soportar otro cuarto de hora de esta laceración se desconectó. Cayó en un breve y reparador sueño.

No estaba seguro de cuánto tiempo duró, casi con certeza menos de una hora, pero cuando se despertó, la conmoción emocional había pasado y en su lugar había una claridad despejada. También sentía un terrible dolor en el cuello, pero parecía un pequeño precio que pagar.

Quizá porque ahora había espacio para ello, una nueva visión del misterio del apartado postal de Wycherly empezó a cobrar forma en su mente. Las dos hipótesis originales nunca le habían parecido del todo satisfactorias: a saber, que el apartado postal estuviera equivocado (improbable dada la atención por el detalle del asesino), o que fuera el apartado postal correcto, pero que algo hubiera salido mal, lo que había permitido que Dermott recibiera y devolviera, inocentemente, los cheques antes de que el asesino pudiera llevárselos con el ingenioso método que hubiera ideado.

Ahora Gurney tenía una tercera explicación. Supongamos, pensó, que fuera el apartado postal correcto y que nada hubiera salido mal. Supongamos que el propósito de pedir los cheques hubiera sido uno distinto al de cobrarlos. Supongamos que el asesino hubiera logrado acceso al buzón, hubiera abierto los sobres, hubiera mirado los cheques o hecho copias de ellos, y luego los hubiera vuelto a meter en sus sobres y los hubiera colocado otra vez en el buzón antes de que Dermott accediera a ellos.

Si este nuevo escenario se acercaba a la verdad si en realidad el asesino estaba usando el apartado postal de Dermott para sus propios propósitos, se abría una fascinante nueva vía. Gurney podía comunicarse directamente con el asesino. A pesar de que era una mera hipótesis, y a pesar de la confusión y depresión en las que estaba inmerso hasta un momento antes, la idea lo excitó tanto que pasaron varios minutos antes de que se diera cuenta de que había salido del área de descanso y que volaba hacia su casa a ciento treinta por hora.

Madeleine había salido. Dave dejó la billetera y las llaves en la mesa de la cocina y cogió la nota que había allí. Estaba escrita en la caligrafía rápida y limpia de ella y, como de costumbre, era desafiantemente concisa: «He ido a yoga a las nueve. Vuelvo antes de la tormenta. 5 mensajes. ¿El pez era un salmón?».

¿Qué tormenta?

¿Qué pez?

Quería ir al estudio y escuchar los cinco mensajes de teléfono de los que suponía que estaba hablando su mujer, pero había algo que quería hacer antes, algo de mayor urgencia. La idea de que podía escribir al asesino enviarle una nota a través del apartado postal de Dermott le había dado un abrumador deseo de hacerlo.

Veía que todo era bastante precario, con suposiciones basadas en suposiciones, pero le seducía de todos modos. La oportunidad de hacer algo era muy excitante en comparación con lo frustrante de la investigación y la aterradora sensación de que cualquier progreso que estuvieran haciendo podía formar parte del plan del enemigo. Por impulsivo y poco razonable que fuera, la oportunidad de lanzar una granada por encima de la pared tras la cual podía estar acechando el enemigo era irresistible. Lo único que le faltaba era fabricar la granada.

Sin duda tenía que escuchar los mensajes. Podía haber algo urgente, importante. Se encaminó al estudio. Pero se le ocurrió una frase, una frase que no quería olvidar, un pareado, el inicio perfecto para una declaración al asesino. Con excitación, cogió el bloc y un bolígrafo que Madeleine había dejado en la mesa y empezó a escribir. Al cabo de quince minutos dejó el bolígrafo y leyó los ocho versos que había escrito con una caligrafía elaborada y decorativa.

Ya sé cómo lograste hacer tu fechoría, el andar al revés y el disparo en sordina. Acabará muy pronto tu miserable juego, la garganta cortada por amigo del muerto. Cuidado con el sol, cuidado con la nieve, con la noche y el día, porque escapar no puedes. Iré con aflicción a su tumba primero y luego al asesino enviaré al Infierno.

Satisfecho, borró sus huellas dactilares del papel. Era extraño siniestro, evasivo, pero se sacudió la sensación, cogió un sobre y lo dirigió a X. Arybdis, al apartado postal de Dermott, en Wycherly, Connecticut.

41

Regreso al mundo real

Gurney llegó al buzón a tiempo para entregar el sobre a Rhonda, que sustituía a Baxter, el cartero habitual, dos veces por semana. Cuando volvió a través del prado a su casa, la excitación ya estaba minada por el remordimiento que de un modo inevitable seguía a todas sus raras acciones instintivas.

Recordó sus cinco mensajes.

El primero era de la galería de Ithaca: «David, soy Sonya. Hemos de hablar de tu proyecto. Nada malo, todo va bien, pero hemos de hablar muy, muy pronto. Estaré en la galería hasta las seis esta tarde, o puedes llamarme a casa después».

El segundo era de Randy Clamm y parecía nervioso: «He intentado localizarle en el móvil, pero parece muerto. Hemos encontrado unas cartas en la casa de Schmitt que nos gustaría que mirara, a ver si le resultan familiares. Parece que Al también estaba recibiendo algunos poemas raros en el correo y que no quería que viera su mujer. Los tenía escondidos en el fondo de su caja de herramientas. Déme un número y se los mandaré por fax. Gracias».

El tercero era de Jack Hardwick, del DIC, y su actitud arrogante estaba desbocada: «Eh, Sherlock, corre la voz de que tu hombre tiene un par de muescas más en su revólver. Seguramente estabas muy ocupado para poner al día a tu viejo compañero. Por un momento estuve tentado de pensar que estaba por debajo de la dignidad del puto señor Sherlock Gurney llamar al humilde Jack Hardwick. Pero, por supuesto, no es la clase de persona que eres. ¡Debería darme vergüenza! Sólo para que veas que no tengo malos sentimientos, te aviso de una reunión programada para mañana: un informe de progreso del DIC en el caso Mellery, que incluirá una discusión de cómo recientes sucesos en el Bronx y en Sotherton deberían afectar a la investigación. El capitán Rod será el anfitrión del cónclave. Van a invitar al fiscal Kline, y él sin duda, a su vez, te invitará a ti. Sólo pensaba que a lo mejor querrías saberlo por adelantado. Al fin y al cabo, ¿para qué están los amigos?».

El cuarto mensaje era la previsible llamada de Kline. No era especialmente «invitadora». La energía de su voz se había convertido en agitación: «Gurney, ¿qué demonios pasa con su teléfono móvil? Hemos tratado de contactarle directamente, luego a través de la Policía de Sotherton. Me han dicho que había salido de allí hace dos horas y media. También me han dicho que ahora estamos tratando con el homicidio número tres del mismo individuo. Es un hecho importante, ¿no le parece? ¿Algo que debería contarme? Hemos de hablar lo antes posible. Hay que tomar decisiones, y hemos de contar con toda la información. Hoy a mediodía hay una reunión en el DIC. Es una prioridad. ¡Llámeme en cuanto reciba esto!».

El mensaje final era de Mike Gowacki: «Sólo quería que supiera que sacamos una bala de ese agujero en la pared de la cocina. Un treinta y ocho, como dijo. Además, hubo otro pequeño hallazgo después de que se marchara. Estábamos buscando en el buzón alguna otra nota de amor en tinta roja y encontramos un pez muerto. En el buzón. No mencionó que un pez muerto formara parte del modus operandi. Dígame si significa algo. No soy psicólogo, pero diría que nuestro asesino es un psicótico. Nada más por ahora. Me voy a casa a dormir un poco».

¿Un pez?

Volvió a la cocina, a la mesa del desayuno para echar otro vistazo a la nota de Madeleine.

«He ido a yoga a las nueve. Vuelvo antes de la tormenta. 5 mensajes. ¿El pez era un salmón?»

¿Por qué había preguntado eso? Miró la hora en el viejo reloj de péndulo que había sobre el aparador. Las nueve y media. Parecía más el amanecer, la luz que entraba por la cristalera tenía un tono gris gélido. «Vuelvo antes de la tormenta.» Daba la sensación de que iba a haber precipitaciones, probablemente nieve, ojalá no fuera lluvia congelada. Así que Madeleine volvería a casa a las diez y media, quizá a las diez, si le preocupaba el estado de las carreteras. Entonces le preguntaría por el salmón. Ella no era de las que se preocupaban en exceso, pero tenía fijación con las carreteras resbaladizas.

Estaba volviendo al estudio para devolver las llamadas cuando cayó en la cuenta. El primer crimen se había producido en la localidad de Peony, y el asesino había dejado una peonía en el cadáver de la segunda víctima. El segundo asesinato se había producido en el pequeño enclave del Bronx de Salmón Beach, lo que hacía que la suposición de Madeleine sobre el pez de la escena del crimen de la tercera víctima fuera característicamente perspicaz y, casi seguro, correcta.

Llamó a Sotherton. El sargento de guardia lo pasó al buzón de voz de Gowacki. Dejó dos mensajes: quería confirmar que el pez era un salmón y deseaba pedir fotos balísticas que pudieran confirmar que las balas de la pared de Kartch y las de la pared de Mellery habían salido de la misma arma. No tenía muchas dudas en ninguno de los dos puntos, pero la certeza era una cuestión sagrada.

A continuación llamó a Kline.

Esa mañana, estaba en el tribunal. Ellen Rackoff reiteró las quejas del fiscal y le riñó por lo difícil que era localizarlo y por el hecho de que no los hubiera informado. Le dijo que sería mejor que no se perdiera la gran reunión del día siguiente al mediodía en el DIC. Pero incluso en esa lectura consiguió expresar un matiz erótico. Gurney se preguntó si su falta de sueño no estaría volviéndole loco.

Llamó a Randy Clamm, le dio las gracias por la puesta al día y le proporcionó el número de teléfono de la fiscalía para que enviara por fax las cartas de Schmitt, más un número del DIC para que mandara otra copia a Rodríguez. A continuación, le informó de la situación de Richard Kartch, incluida la conexión del salmón y el hecho de que ahora el elemento del alcohol era obvio en los tres casos.

En cuanto a la llamada a Sonya, podía esperar. Tampoco tenía mucha prisa por llamar a Hardwick. Su mente no paraba de saltar a la reunión del día siguiente en el DIC. No le producía precisamente una gran alegría, nada más lejos. Odiaba las reuniones en general. Su mente trabajaba mejor cuando estaba solo. Pensar en grupo le daba ganas de marcharse de la sala. Y la granada en forma de poema que había lanzado de manera apresurada hacía que se sintiera incómodo respecto a esa reunión en concreto. No le gustaba tener secretos.

Se hundió en el mullido sillón de piel del rincón del estudio para organizar los hechos clave de los tres casos, pensar en qué hipótesis general se sostenía más y cómo ponerla a prueba. Sin embargo, su cerebro privado de sueño se negaba a cooperar. Cerró los ojos, y toda semejanza con un pensamiento lineal se disolvió. No estaba seguro de cuánto tiempo permaneció allí; sin embargo, cuando abrió los ojos, una intensa nevada había empezado a blanquear el paisaje, y en la singular calma alcanzó a oír un coche a lo lejos que se acercaba por el camino. Se levantó de la silla y fue a la cocina. Llegó a la ventana a tiempo de ver el coche de Madeleine, que desapareció detrás del granero en el extremo de la calle, presumiblemente para abrir el buzón. Al cabo de un momento sonó el teléfono. Cogió el supletorio que estaba en la encimera de la cocina.

– Suerte que estás ahí. ¿Sabes si ha llegado ya el cartero?

– ¿Madeleine?

– Estoy en el buzón. Tengo correo, pero si ya ha pasado lo echaré en el pueblo.

– De hecho era Rhonda, y ha estado aquí hace un rato.

– Maldita sea. Bueno, no importa. Me ocuparé luego.

Lentamente, su coche emergió de detrás del granero y enfiló el camino de hierba hacia la casa.

Entró por la puerta lateral de la cocina con la expresión tensa que dejaba en su rostro conducir con nieve. Enseguida se fijó en que el gesto de Dave era bien distinto.

– ¿Qué pasa?

Cautivado por una idea que se le había ocurrido durante la llamada de Madeleine desde el buzón, no respondió hasta que ella se hubo quitado el abrigo y los zapatos.

– Creo que acabo de descubrir algo.

– ¡Bien! -Sonrió y esperó los detalles, sacudiéndose copos de nieve del cabello.

– El misterio del número, el segundo. Sé cómo lo hizo, o cómo podría haberlo hecho.

– El segundo era…

– El del número diecinueve, el que grabó Mellery. Te hice escuchar la grabación.

– Lo recuerdo.

– El asesino le pidió a Mellery que pensara en un número y se lo susurrara.

– ¿Por qué le pidió que se lo susurrara? Por cierto, ese reloj va mal -dijo ella mirando el reloj de péndulo.

Dave la miró.

– Lo siento -se disculpó ella con ligereza-. Continúa.

– Creo que le pidió que lo susurrara porque añadía un extraño aditamento a la petición, algo que lo alejaría de un simple: «Dime el número».

– No te sigo.

– El asesino no tenía ni idea de en qué número pensaría Mellery. La única manera de saberlo era preguntárselo. Sólo quería arrojar un poco de humo en esa cuestión.

– Pero ¿no mencionaba ya el número en una carta que el asesino había echado en el buzón de Mellery?

– Sí y no. Sí, el número se mencionaba en la carta que Mellery encontró en el buzón al cabo de un momento, pero no, no estaba ya en el buzón. De hecho, ni la había impreso.

– Me he perdido.

– Supon que el asesino tiene una de esas mini impresoras conectada a su portátil, con el texto de la carta a Mellery completo, salvo el número correcto. Y supon que el asesino estaba sentado en su coche al lado del buzón de Mellery en esa oscura carretera comarcal que pasa junto al instituto. Llama a Mellery desde su móvil (igual que acabas de hacer tú desde nuestro buzón), lo convence de que piense en un número y luego lo «susurre», y en el instante en que Mellery dice el número, el asesino lo escribe en el texto de la carta y pulsa el botón de imprimir. Al cabo de medio minuto, mete la carta en un sobre, la echa en el buzón, y se larga. Con eso puede dar la impresión de que es un diabólico lector de mentes.

– Muy listo -dijo Madeleine.

– ¿El o yo?

– Obviamente los dos.

– Creo que tiene sentido. Y tiene sentido que grabara sonido de tráfico, para dar la impresión de que estaba en un sitio que no era esa tranquila carretera comarcal.

– ¿Ruido de tráfico?

– Grabó ruido de tráfico. Una técnica de laboratorio del DIC, muy inteligente, utilizó un programa que analiza el sonido con la cinta que Mellery grabó de la llamada telefónica y descubrió que había dos sonidos de fondo tras la voz del asesino: el motor de un coche y tráfico. El motor era de primera generación, es decir, el sonido estaba produciéndose en el mismo momento que el sonido de la voz, pero el tráfico era de segunda generación, lo que quería decir que una cinta de sonidos de tráfico se estaba reproduciendo detrás de la voz en vivo. Al principio no tenía sentido.

– Ahora sí -dijo Madeleine-, ahora que lo has averiguado. Muy bien.

Gurney la examinó, buscando el sarcasmo que con tanta frecuencia subyacía a sus comentarios cuando se implicaba en un caso, pero no lo encontró. Lo estaba mirando con admiración real.

– Lo digo en serio -aclaró ella, como si detectara su duda-. Estoy impresionada.

Un recuerdo le asaltó con sorprendente patetismo: con cuánta frecuencia lo había mirado así en los primeros años de su matrimonio, qué maravilloso había sido recibir tan a menudo y de formas tan diversas la aprobación amorosa de una mujer tan sumamente inteligente, qué valor incalculable tenía el vínculo que los unía. Y allí estaba otra vez, o al menos un delicioso atisbo de él, vivo en sus ojos. Y entonces ella se volvió un poco de lado hacia la ventana, y la luz gris atenuó su expresión. Madeleine se aclaró la garganta.

– Por cierto, ¿al final compramos un rastrillo nuevo? Están hablando de veinticinco o treinta centímetros de nieve antes de medianoche, y no quiero otra filtración en el armario de arriba.

– ¿Veinticinco o treinta centímetros?

Pareció recordar que había un viejo rastrillo en el granero, quizá reparable con suficiente cinta aislante…

Madeleine soltó un pequeño suspiro y se encaminó a la escalera.

– Vaciaré el armario.

A David no se le ocurrió ningún comentario sensato. El teléfono sonó en la encimera y lo salvó de decir alguna estupidez. Lo cogió al tercer tono.

– Gurney.

– Detective Gurney, soy Gregory Dermott-. La voz era educada pero tensa.

– Sí, diga, señor Dermott.

– Ha ocurrido algo. Quiero estar seguro de que alerto a las autoridades adecuadas.

– ¿Qué ha ocurrido?

– He recibido una comunicación peculiar. Creo que podría estar relacionada con las cartas que me dijo que habían recibido las víctimas de los crímenes. ¿Puedo leérsela?

– Primero dígame cómo la ha recibido.

– Cómo la he recibido es más inquietante que lo que dice. Dios, me pone la piel de gallina. Estaba pegada en la parte exterior de mi ventana, la ventana de la cocina, al lado de la mesita donde desayuno cada mañana. ¿Se da cuenta de lo que significa?

– ¿Qué?

– Significa que ha estado aquí, aquí mismo, tocando la casa, a menos de quince metros de donde estaba durmiendo. Y sabía en qué ventana pegarlo. Eso es lo que me aterra.

– ¿Qué quiere decir en qué ventana pegarlo?

– En la ventana donde me siento cada mañana. No es un accidente… Ha de saber que desayuno en esa mesa, lo que implica que me ha estado vigilando.

– ¿Ha llamado a la Policía?

– Por eso lo estoy llamando.

– Me refiero a la Policía local.

– Sé lo que quiere decir. Sí, los he llamado, y no se están tomando la situación en serio. Esperaba que una llamada suya ayudara. ¿Puede hacer eso por mí?

– Dígame qué dice la nota.

– Espere un momento. Aquí está. Sólo dos líneas, escritas con tinta roja: «Cae uno, caen todos, ahora mueren todos los necios».

– ¿Ha leído esto a la Policía?

– Sí. Les expliqué que podría estar relacionado con dos asesinatos y dijeron que mañana por la mañana vendría a verme un detective, lo cual me sonó a que no lo consideraban urgente.

Gurney sopesó los pros y los contras de decirle que ya no eran dos, sino tres, asesinatos, pero decidió que la noticia no haría nada más que aumentar el miedo, y la voz de Dermott delataba que ya estaba bastante asustado.

– ¿Significa ese mensaje algo para usted?

– ¿Significar? -La voz de Dermott estaba llena de pánico-. Sólo lo que dice. Dice que alguien va a morir. Ahora. Y el mensaje me lo ha entregado a mí. ¡Eso es lo que significa, por el amor de Dios! ¿Qué pasa con ustedes? ¿Cuántos cadáveres hacen falta para conseguir su atención?

– Trate de mantener la calma, señor. ¿Tiene el nombre del agente de Policía con el que ha hablado?

42

Boca abajo

Para cuando Gurney terminó una complicada conversación telefónica con el teniente John Nardo, del Departamento de Policía de Wycherly, había recibido una reticente promesa de que esa tarde se enviaría un agente a proporcionar protección a Gregory Dermott, al menos temporalmente; aunque todo estaba sujeto a la decisión final del capitán de turno.

La tormenta de nieve, entre tanto, se había convertido en una ventisca. Gurney llevaba en pie casi treinta horas y sabía que necesitaba dormir, pero decidió aguantar un poco más y prepararse un café. Dio un grito para preguntar si Madeleine quería uno. No pudo descifrar su respuesta monosilábica, aunque debería haberla intuido. Preguntó otra vez. En esta ocasión el «¡No!» fue alto y claro, más alto y más claro de lo necesario, pensó.

La nieve no estaba ejerciendo su habitual efecto tranquilizador en él. Los sucesos del caso se estaban apilando con demasiada rapidez, y echar su propia carta poética al buzón de correos de Wycherly con la esperanza de contactar con el asesino empezaba a antojársele un error. Le habían concedido cierto grado de autonomía en la investigación, pero se podría haber excedido con tales intervenciones «creativas». Mientras se preparaba el café, imágenes de la escena del crimen de Sotherton, incluido el salmón que imaginaba con la misma claridad que si lo hubiera visto luchaban por hacerse un hueco en su mente con la nota en la ventana de Dermott. «Cae uno, caen todos. Ahora mueren todos los necios.»

Buscando una ruta de salida de su ciénaga emocional, se le ocurrió que podía reparar el rastrillo roto o volver a estudiar el asunto del diecinueve para ver si podía llevarle a algún sitio. Eligió lo último.

Suponiendo que el engaño hubiera funcionado tal y como él creía, ¿qué conclusiones podía sacar? ¿Que el asesino era listo, imaginativo, frío bajo presión, juguetonamente sádico? ¿Que era un fanático del control, obsesionado con lograr que sus víctimas se sintieran impotentes? Todo lo dicho, pero esas cualidades ya eran obvias. Lo que no era tan evidente era por qué había elegido esa forma en particular. Se le ocurrió que lo más destacado del truco del diecinueve era que se trataba, precisamente, de un truco. Y el efecto que buscaba era causar la impresión de que el asesino conocía a la víctima lo bastante bien para saber lo que estaba pensando, aunque no supiera nada de él.

¡Dios!

¿Cuál era la frase en el segundo poema enviado a Mellery?

Gurney casi salió corriendo desde la cocina al estudio, cogió la carpeta del caso y la hojeó. ¡Allí estaba! Por segunda vez ese día sintió la emoción de tocar una parte de la verdad.


Sé todo lo que piensas, sé cuándo parpadeas, sé dónde has estado, sé adonde irán tus pasos.


¿Qué era lo que Madeleine había dicho en la cama? ¿Había sido esa noche o la noche anterior? Algo respecto a que los mensajes eran peculiarmente inespecíficos, que no había hechos en ellos, ni nombres, ni lugares, nada real.

En su excitación, Gurney sentía que las piezas fundamentales del rompecabezas encajaban en su lugar. La pieza central era una que había tenido todo el tiempo boca abajo. El conocimiento íntimo del asesino respecto a sus víctimas era, por fin parecía claro, falso. Una vez más, Gurney revisó su carpeta de notas y llamadas telefónicas recibidas por Mellery y las otras víctimas, y no logró encontrar ni un esbozo de prueba de que el asesino tuviera cualquier conocimiento específico de ellos más allá de sus nombres y direcciones. Sí parecía conocer que en un momento dado todos ellos habían bebido demasiado, pero ni siquiera en eso había detalle: ni incidente, ni persona, ni lugar, ni tiempo. Todo encajaba con un asesino que trata de dar a sus víctimas la impresión de que las conocía íntimamente cuando de hecho no las conocía en absoluto.

Esto planteaba una nueva pregunta: ¿por qué matar a desconocidos? Si la respuesta era que sentía un odio patológico hacia cualquiera con un problema de alcohol, entonces (como Gurney le había dicho a Randy Clamm en el Bronx), ¿por qué no arrojar una bomba en la reunión de Alcohólicos Anónimos más cercana?

Una vez más sus ideas empezaron a dar vueltas en círculos, al tiempo que el cansancio invadía su cuerpo y su mente. Con el cansancio llegaban las dudas de sí mismo. La euforia de darse cuenta de cómo pudo hacerse el truco del número y qué significaba eso respecto a las relaciones entre el asesino y sus víctimas quedó sustituida por la autocrítica: podría haberse dado cuenta antes. Después sintió miedo de que incluso eso pudiera convertirse en otro callejón sin salida.

– ¿Qué pasa ahora?

Madeleine estaba de pie en el umbral del estudio, sosteniendo una enorme bolsa de basura de plástico negro, despeinada tras llevar a cabo su misión de ordenar el armario.

– Nada.

Ella le dedicó una expresión de incredulidad y depositó la bolsa de basura en la puerta.

– Esto estaba en tu lado del armario.

Dave miró la bolsa.

Madeleine volvió a subir.

El viento produjo un suave silbido en la ventana, que necesitaba una nueva cinta aislante. Maldición. Había querido arreglar eso. Cada vez que el viento daba en la casa en ese ángulo…

Sonó el teléfono.

– Era Gowacki, de Sotherton.

– Sí, de hecho, es un salmón -dijo sin molestarse en decir hola-. ¿Cómo coño lo sabía?

Aquella confirmación le sacó de una suerte de pozo en el que su mente, somnolienta, había caído. Le dio la suficiente energía para llamar al irritante Jack Hardwick para hablar de una cuestión que le había estado molestando desde el principio.

Era la primera línea del tercer poema, que sacó de su carpeta al tiempo que marcaba el número de Hardwick.


No hice lo que hice por gusto ni dinero, sino por unas deudas pendientes de saldar. Por sangre que es tan roja como rosa pintada. Para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.


Como de costumbre, tuvo que soportar un largo minuto de maltrato aleatorio antes de conseguir que el detective del DIC escuchara su preocupación y respondiera a ella. La respuesta era típica de Hardwick.

– ¿Supones que el uso del pasado significa que el asesino ya había dejado atrás varias cabezas cortadas cuando se cargó a tu colega?

– Ése sería el significado obvio -dijo Gurney-, porque las tres víctimas que conocemos estaban vivas cuando escribió esto.

– Así pues, ¿qué quieres que haga?

– Podría ser buena idea enviar una petición de modus operandi similares.

– ¿Cómo de detallado quieres el modus operandi? -La entonación de Hardwick hizo que el término latino sonara a chiste. Su tendencia chovinista a sentir los idiomas extranjeros risibles siempre ponía de los nervios a Gurney.

– Depende de ti. En mi opinión, las heridas en la garganta son el elemento clave.

– Hum. ¿Te parece que esta petición vaya a Pensilvania, Nueva York, Connecticut, Rhode Island, Massachusetts, quizá a Nueva Hampshire y Vermont?

– No lo sé, Jack. Tú decides.

– ¿Marco temporal?

– ¿Últimos cinco años? Lo que te parezca.

– Últimos cinco años está tan bien como cualquier otro. Hizo que sonara tan mal como cualquier otro. ¿Estás listo para la reunión del capitán R? ¿Mañana?

– Claro, allí estaré.

Hubo una pausa.

– Así pues, ¿piensas que este zumbado lleva tiempo por ahí?

– Parece una posibilidad.

Otra pausa.

– ¿Estás consiguiendo algo en tu lado?

Gurney dio a Hardwick un resumen de los hechos y su nueva interpretación de ellos, y terminó con una sugerencia.

– Sé que Mellery estuvo en rehabilitación hace quince años. Podría ser interesante comprobar cualquier registro criminal o público sobre él, cualquier cosa relacionada con el alcohol. Lo mismo en el caso de Albert Schmitt y Richard Kartch. Los tipos de Homicidios de los casos Schmitt y Kartch están trabajando en las biografías de las víctimas. Puede que hayan sacado algo relevante. Ya que estás en ello, no vendría mal hurgar un poco más en el historial de Gregory Dermott. Está liado en esto de algún modo. El asesino eligió esa oficina postal de Wycherly por alguna razón, y ahora está amenazando a Dermott.

– ¿Qué?

Gurney le contó a Hardwick lo de la nota «Cae uno, caen todos, ahora mueren todos los necios», pegada a la ventana de Dermott y lo de su conversación con el teniente Nardo.

– ¿Qué crees que encontraremos en los historiales?

– Algo que dé sentido a los tres hechos. Primero, el asesino se centra en víctimas con un pasado alcohólico. Segundo, no hay pruebas de que las conociera personalmente. Tercero, eligió a víctimas que vivían separadas geográficamente, lo cual sugiere algún factor en la selección distinto del consumo excesivo de alcohol: un elemento que los relacione entre sí, con el asesino, y probablemente con Dermott. No tengo ni idea de lo que es, pero lo sabré cuando lo vea.

– ¿Es un hecho?

– Hasta mañana, Jack.

43

Madeleine

Esa «mañana» llegó con peculiar inmediatez. Después de su conversación con Hardwick, Gurney se había quitado los zapatos y se había arrellanado en el sofá del estudio. Durmió profundamente, durante el resto de la tarde y toda la noche. Cuando abrió los ojos era por la mañana.

Se levantó, se desperezó, miró por la ventana. El sol estaba subiendo sobre el risco marrón del lado este del valle, por lo que supuso que serían las siete de la mañana. No tenía que salir para su reunión hasta las 10.30. El cielo era perfectamente azul, y la nieve brillaba como si se hubiera mezclado con cristal astillado. La belleza y la paz de la escena se combinaron con el aroma de café recién hecho para lograr que por un momento la vida pareciera simple y fundamentalmente buena. Su largo descanso había sido muy reparador. Se sentía preparado para hacer las llamadas telefónicas que había estado posponiendo a Sonya y a Kyle, y sólo se detuvo al darse cuenta de que probablemente ambos estarían durmiendo. Se entretuvo unos segundos en la imagen de Sonya, luego fue a la cocina y decidió llamar justo después de las nueve.

La casa parecía vacía, como cuando Madeleine estaba fuera. Encontró una nota en la encimera: «Amanece. El sol a punto de salir. Increíblemente hermoso. En raquetas a Carlson Ledge. Café preparado. M.». Gurney fue al cuarto de baño, se lavó, se cepilló los dientes. Cuando se estaba peinando, se le ocurrió que podía ir tras ella. Su referencia a la inminente salida del sol significaba que había salido hacía unos diez minutos. Si usaba sus esquís nórdicos y seguía las huellas de sus raquetas, probablemente podría alcanzarla al cabo de veinte minutos.

Se puso pantalones de esquí y botas encima de los téjanos, se enfundó un grueso jersey de lana, se colocó los esquís y salió por la puerta de atrás a la nieve en polvo. La cresta, que ofrecía una amplia vista del valle norte y las filas de colinas de detrás, estaba a un kilómetro y medio de distancia y se accedía por un viejo camino de troncos que ascendía en una suave pendiente que se iniciaba en la parte de atrás de su propiedad. Era intransitable en verano, con sus marañas de matas de frambuesa, pero a final de otoño y en invierno las matas espinosas retrocedían.

Una familia de cornejas cautas, cuyos duros gritos eran el único sonido en el aire frío, emprendieron el vuelo desde las copas de árboles sin hojas, a unos cien metros delante de él, y enseguida desaparecieron al otro lado de la cumbre, y dejaron atrás un silencio aún más profundo.

Cuando Gurney emergió del bosque al promontorio que había encima de la granja de Carlson, vio a Madeleine. Estaba sentada muy quieta en una piedra, quizás a quince metros de él, mirando al paisaje que se desplegaba hacia el horizonte; sólo dos silos lejanos y una carretera serpenteante sugerían cualquier presencia humana. David se detuvo, traspuesto por la calma de su pose. Parecía tan…, tan absolutamente solitaria… y, sin embargo, tan intensamente conectada con su mundo. Era una especie de faro que lo atraía a un lugar justo más allá de su alcance.

Sin avisar, sin palabras que contuvieran el sentimiento, la visión le desgarró el corazón.

Dios bendito, ¿había sufrido un colapso? Por tercera vez en una semana, sus ojos se llenaron de lágrimas. Las sorbió y se limpió la cara. Sintiéndose mareado, separó los esquís para equilibrarse.

Quizá fue ese movimiento en la periferia de su campo de visión, o el sonido de los esquís en la nieve seca, lo que causó que ella se volviera. Observó mientras él se acercaba. Sonrió un poco, pero no dijo nada. El tuvo la peculiar sensación de que Madeleine podía leer su alma con la misma claridad que su cuerpo; aunque «alma» no era un concepto al que él le hubiera encontrado nunca el significado, no era un término que usara. Se sentó junto a ella en la roca plana y miró, sin verlo, el panorama de las colinas y los valles. Ella le enlazó el brazo y lo apretó hacia sí.

David le estudió la cara. No encontró palabras para describir lo que veía. Era como si todo el resplandor del paisaje cubierto de nieve se reflejara en su expresión, y como si ésta se reflejara en el paisaje.

Al cabo de un rato, no estaba seguro de cuánto tiempo había pasado, se encaminaron de regreso a casa dando un rodeo.

A medio camino, le preguntó.

– ¿En qué estás pensando?

– No estaba pensando en nada. Se entromete.

– ¿En qué?

– En el cielo azul, la nieve blanca.

David no volvió a hablar hasta que estuvieron otra vez en la cocina.

– No me tomé el café que me preparaste.

– Prepararé más.

Madeleine cogió una bolsa de café en grano de la nevera y puso cierta cantidad en el molinillo eléctrico.

– ¿Sí? -Ella lo miró con curiosidad, con el dedo en el botón.

– Nada -dijo. Sólo miraba.

Madeleine apretó el botón. El pequeño aparato eléctrico provocó un gran estruendo, que se fue suavizando a medida que los granos se fueron pulverizando. Ella volvió a mirarlo.

– Miraré el armario -dijo él, que sintió la necesidad de hacer algo.

Empezó a subir por la escalera, pero antes de que llegara al armario se detuvo en el rellano de la ventana que daba al campo de atrás, al bosque y a la senda que llevaba hasta la cornisa de Carlson. La imaginó sentada en la roca en su paz solitaria. Un sentimiento doloroso e intenso se apoderó de él. Pugnó por identificar el dolor.

Pérdida. Separación. Aislamiento.

Todo sonaba cierto, facetas distintas de la misma sensación.

El terapeuta al que había acudido en los últimos años de su adolescencia tras sufrir un ataque de pánico, y que le había dicho que el pánico surgía de una profunda hostilidad que albergaba hacia su padre y que su completa falta de cualquier emoción consciente por su progenitor era prueba de la fuerza y negatividad ocultas de la emoción; ese mismo terapeuta le había confiado un día cuál creía que era el propósito de la vida: «El propósito de una vida es acercarnos lo más que podamos a otras personas». Lo había dicho de un modo sorprendentemente directo, como si estuviera señalando, sin más, que los camiones eran un vehículo de transporte.

En otra ocasión le reveló del mismo modo impasible el corolario: «Una vida aislada es una vida malgastada».

A los diecisiete años, Gurney no estaba seguro de saber de qué hablaba aquel hombre. Le sonaba profundo, pero su profundidad era sombría, y no podía ver nada en ella. Todavía no lo comprendía del todo a los cuarenta y siete, al menos no de la misma forma que entendía la función de los camiones.

Volvió a bajar a la cocina. Al entrar desde el pasillo oscuro, la estancia le pareció intensamente brillante. El sol, ahora bien por encima de los árboles en un cielo sin nubes, brillaba directamente a través de la puerta cristalera orientada al sureste. La nieve recién caída había transformado el pasto en un reflector deslumbrante, que arrojaba luz a rincones de la estancia rara vez iluminados.

– Tu café está listo -dijo Madeleine. Llevaba una bola de papel de periódico y un puñado de astillas para la estufa de leña. La luz es tan mágica como la música.

Dave sonrió y asintió. En ocasiones envidiaba su capacidad para quedarse fascinada por la naturaleza. Se preguntó por qué una mujer tan entusiasta, tan fascinada por el mundo, una mujer tan en contacto con la gloria de las cosas se había casado con un detective tan poco espontáneo y tan cerebral. ¿Había imaginado que un día él dejaría de lado el gris capullo de su profesión? ¿Había contribuido él a esa fantasía imaginando un retiro bucólico donde él se convertiría en una persona diferente?

Pensó que eran una extraña pareja, aunque seguramente no más extraña que la que formaron sus padres. Su madre, con todas sus inclinaciones artísticas, todo su pequeño vuelo de fantasía esculturas de papel maché, fantásticas acuarelas, papiroflexia se había casado con su padre, un hombre con una esencial falta de gracia sólo interrumpida por destellos de sarcasmo, un hombre cuya atención siempre estaba en otro lado, cuyas pasiones eran desconocidas, y cuya partida al trabajo por la mañana parecía complacerle más que su regreso a casa por la tarde. Un hombre que en su búsqueda de paz estaba siempre saliendo.

– ¿A qué hora has de salir para tu reunión? preguntó Madeleine, mostrando su precisa sensibilidad respecto a los pensamientos pasajeros de su marido.

44

Argumentos finales

Deja vu

El procedimiento de entrada era el mismo que la otra vez. La recepción del edificio irónicamente diseñada para repeler a los visitantes era tan antiséptica como un depósito de cadáveres, aunque menos pacífica. Había un nuevo guardia en la cabina de seguridad, pero la iluminación le daba la misma palidez de quimioterapia que al último. Y, una vez más, el investigador Blatt, con el cabello peinado con gomina, condujo a Gurney a la claustrofóbica sala de conferencias.

Blatt entró primero en la estancia, que a Gurney le pareció más descuidada que la vez anterior. En la moqueta desteñida, había manchas en las que no se había fijado antes. El reloj, colgado no muy recto y demasiado pequeño para la pared, marcaba las doce del mediodía. Como de costumbre, Gurney llegaba justo a tiempo: menos una virtud que una neurosis. Tanto llegar tarde como llegar temprano le hacían sentirse incómodo.

Blatt se sentó a la mesa. Wigg y Hardwick ya estaban allí, en las mismas sillas que en la primera reunión. Una mujer con expresión tensa estaba de pie junto a la cafetera del rincón, obviamente contrariada por el hecho de que a Gurney no lo acompañara la persona a la que ella estaba esperando. Se parecía tanto a Sigourney Weaver que Gurney se preguntó si estaba haciendo un esfuerzo consciente por cultivar el parecido.

Las tres sillas más cercanas al centro de la mesa ovalada estaban inclinadas hacia delante, como en la otra ocasión. Cuando Gurney se dirigió a por el café, Hardwick sonrió como un tiburón.

– Detective de primera clase Gurney, tengo una pregunta para usted.

– Hola, Jack.

– O mejor aún, tengo una respuesta para usted. Veamos si adivina de qué pregunta se trata. La respuesta es «un cura apartado del sacerdocio en Boston». Para ganar el gran premio lo único que ha de hacer es adivinar la pregunta.

En lugar de responder, Gurney cogió una taza, se fijó en que no estaba muy limpia, volvió a guardarla, probó otra, luego una tercera y, al final, volvió a la primera.

Sigourney estaba dando golpecitos con el pie y mirando su Rolex en una parodia de impaciencia.

– Hola -dijo Gurney, llenando con resignación la taza manchada con lo que esperaba que fuera café antisépticamente caliente-. Soy Dave Gurney.

– Yo soy la doctora Holdenfield -respondió la mujer, como si estuviera mostrando una escalera de color como respuesta a una pareja de doses-. ¿Sheridan está en camino?

Algo complejo en el tono de la mujer captó la atención de Gurney. Y el nombre de Holdenfield le sonaba.

– No lo sé-. Se preguntó qué clase de relación podría existir entre el fiscal del distrito y la doctora-. Si no le importa que se lo pregunte, ¿qué clase de doctora es?

– Psicóloga forense -dijo con aire ausente, sin mirarlo a él, sino al suelo.

– Como he dicho, detective -intervino Hardwick, en voz demasiado alta para el tamaño de la sala-, si la respuesta es un cura de Boston apartado del sacerdocio, ¿cuál es la pregunta?

Gurney cerró los ojos.

– Por el amor de Dios, Jack, ¿por qué no me lo dices?

Hardwick arrugó la cara en expresión de desagrado.

– Entonces tendría que explicarlo dos veces, para ti y para el comité ejecutivo. Señaló con la cabeza hacia las sillas inclinadas.

La doctora miró otra vez su reloj. La sargento Wigg observó lo que ocurría en la pantalla de su portátil como respuesta a las teclas que estaba pulsando. Blatt parecía aburrido. La puerta se abrió y entró Kline, con aspecto preocupado, seguido por Rodríguez, que llevaba una gruesa carpeta y tenía un semblante más malévolo que nunca. También vio a Stimmel, con aspecto de rana pesimista. Cuando se sentaron, Rodriguez arqueó las cejas en ademán de interrogación.

– Adelante -dijo Kline.

Rodriguez fijó su mirada en Gurney, con los labios apretados en una línea fina.

– Ha ocurrido un suceso trágico. Un agente de policía de Connecticut enviado a casa de Gregory Dermott, según se me ha informado debido a su insistencia, ha sido asesinado.

Todos los ojos en la sala, con diversos grados de curiosidad desagradable, se volvieron hacia Gurney.

– ¿Cómo? -Formuló la pregunta con calma, sobreponiéndose a una punzada de ansiedad.

– Igual que su amigo-. Había algo agrio e insinuante en el tono de Rodriguez que Gurney decidió pasar por alto.

– Sheridan, ¿qué demonios está pasando aquí? -La doctora, que estaba de pie en un extremo de la mesa, sonó tan hostil como Sigourney en Alien, y Gurney decidió que tenía que hacerlo a propósito.

– ¡Becca! Lo siento, no te había visto. Estamos muy atareados. Una complicación de último momento. Aparentemente otro asesinato-. Se volvió hacia Rodriguez-. Rod, ¿por qué no pones a todos al corriente de lo ocurrido con el policía de Connecticut? -Sacudió rápidamente la cabeza, como si tuviera agua en los oídos-. ¡Es el caso más enrevesado que he visto jamás!

– Cierto -coincidió Rodriguez, abriendo la carpeta-. A las 11.25 de esta mañana hemos recibido una llamada del teniente John Nardo, del Departamento de Policía de Wycherly, Connecticut, en relación con un homicidio en la propiedad de un tal Gregory Dermott, conocido por nosotros como el propietario del apartado postal en el caso Mark Mellery. A Dermott se le había brindado protección policial temporal ante la insistencia del investigador especial David Gurney. A las ocho de esta mañana…

Kline levantó la mano.

– Espera un segundo, Rod. Becca, ¿conoces a Dave?

– Sí.

La fría y cortante respuesta afirmativa parecía concebida para evitar cualquier presentación más extensa, pero Kline continuó de todos modos.

– Vosotros dos tendréis mucho de qué hablar: la psicóloga con el historial de perfiles más preciso, y el detective con más detenciones por homicidio de la historia del Departamento de Policía de Nueva York.

El elogio pareció dejar a todo el mundo incómodo, pero también hizo que Holdenfield mirara a Gurney con cierto interés por vez primera. Y aunque él no era un entusiasta de los profilers profesionales, supo por qué su nombre le era familiar.

Kline continuó, al parecer decidido a destacar a sus dos estrellas.

– Becca lee sus mentes, Gurney les da caza: Cannibal Claus, Jason Strunk, Peter Possum «Como se llame»…

La doctora se volvió hacia Gurney, abriendo un poco más los ojos.

– ¿Piggert? ¿Fue su caso?

Gurney asintió.

– Una detención muy celebrada -dijo ella con un atisbo de admiración.

Gurney logró esbozar una sonrisita abstraída. Lo ocurrido en Wycherly y la pregunta respecto a que si el poema que había enviado por correo tenía alguna relación con la muerte del agente de policía lo estaba devorando.

– Continúa, Rod -dijo Kline de un modo abrupto, como si el capitán hubiera sido el causante de la interrupción.

– A las ocho de esta mañana, Gregory Dermott fue a la oficina postal de Wycherly acompañado por el agente Gary Sissek. Según Dermott, volvieron a las ocho y media. A esa hora preparó un poco de café y tostadas y revisó su correo, mientras el agente Sissek permanecía fuera para comprobar los perímetros de la propiedad y la seguridad externa de la casa. A las nueve, Dermott fue a buscar al agente Sissek y descubrió su cadáver en el porche de atrás. Llamó a Emergencias. Los primeros en responder protegieron la escena del crimen y encontraron una nota enganchada en la puerta de atrás, cerca del cadáver.

– ¿Bala y múltiples heridas de corte como los demás? preguntó Holdenfield.

– Heridas de corte evidentes, no se ha confirmado todavía lo de la bala.

– ¿Y la nota?

Rodríguez leyó de un fax en su carpeta.


«¿De dónde he venido? / ¿Adonde he ido? / ¿Habrá aún más muertos / por desconocerlo?»


– El mismo rollo extraño -dijo Kline. ¿Qué opinas, Becca?

– El proceso podría estar acelerándose.

– ¿El proceso?

– Hasta ahora todo había sido cuidadosamente planeado: la elección de las víctimas, la serie de notas, todo. Pero en esta ocasión es diferente, más reactivo que planificado.

Rodríguez se mostró escéptico.

– Es el mismo ritual de apuñalamiento, el mismo tipo de nota.

– Pero fue una víctima no planeada. Parece que el señor Dermott era el objetivo original, pero mataron a este policía por una cuestión de oportunidad.

– Sin embargo, la nota…

– La nota podría haber sido para colocarla en el cadáver de Dermott, si todo hubiera ido bien, o podría haberla compuesto sobre el terreno, dadas las circunstancias. Podría ser significativo que sólo tenga cuatro versos. ¿No tenían ocho las otras? -Miró a Gurney en busca de confirmación.

Éste asintió, todavía medio perdido en una especulación culpable. Se forzó a volver al presente.

– Estoy de acuerdo con la doctora Holdenfield. No había pensado en el posible significado de los cuatro versos frente a los ocho, pero tiene sentido. Una cosa que añadiría es que, aunque no pudiera planificarlo del mismo modo que los demás, el elemento de odio a la Policía que forma parte de la mentalidad del asesino integra este crimen en el patrón general, al menos parcialmente, y podría dar cuenta de los aspectos rituales a los que se refería el capitán.

– Becca ha dicho algo sobre el ritmo acelerado -dijo Kline-. Ya tenemos cuatro víctimas. ¿Eso significa que vendrán más?

– Cinco, de hecho.

Todas las miradas convergieron en Hardwick.

El capitán levantó el puño y extendió un dedo como enunciando cada nombre: Mellery. Schmitt. Kartch. El agente Sissek. Eso son cuatro.

– El reverendo Michael McGrath es el quinto -dijo Hardwick.

– ¿Quién?

La pregunta salió al mismo tiempo de Kline (excitado), el capitán (vejado) y Blatt (consternado).

– Hace cinco años un párroco de la diócesis de Boston fue liberado de sus deberes pastorales debido a acusaciones relacionadas con abusos a varios monaguillos. Hizo algún pacto con el obispo, achacó al alcoholismo su conducta inapropiada, acudió a una larga terapia de rehabilitación, se perdió de vista, final de la historia.

– ¿Qué demonios pasó con la diócesis de Boston? -se mofó Blatt-. Joder, estaba repleta de pedófilos.

Hardwick no le hizo caso.

– Final de la historia hasta hace un año, cuando McGrath fue hallado muerto en su apartamento. Múltiples cortes en la garganta. Una nota sobre el cadáver. Era un poema de ocho líneas en tinta roja.

El rostro de Rodríguez se estaba ruborizando.

– ¿Desde cuándo sabes esto?

Hardwick miró su reloj.

– Desde hace media hora.

– ¿Qué?

– Ayer el investigador especial Gurney hizo una petición regional a todos los departamentos de los estados del noreste para buscar modus operandi similares al del caso Mellery. Esta mañana hemos recibido un resultado: el difunto padre McGrath.

– ¿Algún detenido o acusado por su asesinato? -preguntó Kline.

– No. El tipo de Homicidios de Boston con el que hablé… Tuve la impresión de que no le daban prioridad al caso.

– ¿Qué se supone que significa eso? -El capitán sonó petulante.

Hardwick se encogió de hombros.

– Un antiguo pedófilo muere acuchillado, el asesino deja una nota que se refiere vagamente a pasados errores. Parece que alguien ha decidido saldar cuentas. Quizá los polis pensaron que tenían otros marrones, un montón más de criminales que detener con motivos menos nobles que haberse tomado la justicia por su mano. Así que tal vez no prestaron demasiada atención.

Rodríguez tenía aspecto de sufrir una indigestión.

– Pero no lo dijo realmente.

– Por supuesto que no lo dijo.

– Así pues -dijo Kline en su voz de recapitulación-, al margen de lo que la Policía de Boston hizo o dejó de hacer, el hecho es que el padre McGrath es el número cinco.

– Sí, el número cinco… -intervino Hardwick-, aunque, en realidad, es el número uno, pues le rebanaron el cuello un año antes que a los otros cuatro.

– Así pues, Mellery, que pensábamos que era el primero, era en realidad el segundo -concluyó Kline.

– Lo dudo mucho -dijo Holdenfield. Cuando tuvo la atención de todos, continuó: No hay pruebas de que el cura fuera el primero (podría haber sido el décimo, por lo que sabemos), pero aunque fuera el primero, hay otro problema. Un asesinato hace un año, luego cuatro en menos de dos semanas: no es un patrón habitual. Esperaría otros en medio.

– A menos -la interrumpió Gurney con suavidad- que algún factor distinto de la psicopatología del asesino esté guiando el ritmo y la selección de las víctimas.

– ¿En qué está pensando?

– Creo que es algo que las víctimas tienen en común, además del alcoholismo, algo que todavía no hemos descubierto.

Holdenfield movió la cabeza especulativamente de un lado a otro y puso una cara que insinuaba que no estaba de acuerdo con la suposición de Gurney, pero que tampoco encontraba forma de rebatirla.

– Así que podríamos descubrir o no vínculos con viejos cadáveres -dijo Kline, con aspecto de no estar muy seguro de cómo se sentía al respecto.

– Por no mencionar algunos nuevos -dijo Holdenfield.

– ¿Qué se supone que significa eso? -Se estaba convirtiendo en la pregunta favorita de Rodríguez.

Holdenfield no mostró reacción al tono irritado.

– El ritmo de los crímenes, como había empezado a decir antes, sugiere que el juego final ha comenzado.

– ¿Juego final? -Kline entonó la expresión como si le gustara cómo sonaba.

Holdenfield continuó.

– En este caso más reciente, se vio impulsado a actuar de un modo no planeado. El proceso podría estar escapando a su control. Mi sensación es que no podrá controlarlo mucho tiempo.

– ¿Controlar qué? -Blatt deslizó la pregunta como planteaba la mayoría de sus preguntas, con una especie de hostilidad congénita.

Holdenfield lo consideró un momento sin mostrar ninguna expresión, luego miró a Kline.

– ¿He de ser muy didáctica?

– Estaría bien que abordaras un par de puntos clave. Corríjanme si me equivoco dijo, mirando en torno a la mesa y claramente sin esperar que le corrigieran, pero, con la excepción de Dave, no creo que los demás tengamos mucha experiencia en asesinatos en serie.

Rodríguez tenía aspecto de estar a punto de protestar por algo, pero se contuvo. Holdenfield esbozó una sonrisa triste.

– ¿Al menos todos conocen en líneas generales la tipología Holmes del asesinato en serie?

El surtido de murmullos y asentimientos en torno a la mesa fue, por lo general, afirmativo. Sólo Blatt planteó una pregunta.

– ¿Sherlock Holmes?

Gurney no estaba seguro de si era una broma estúpida o sólo una muestra de estupidez.

– Ronald M. Holmes, un poco más contemporáneo, y una persona real -dijo Holdenfield con un tono exageradamente bondadoso que Gurney no logró situar.

¿Era posible que estuviera imitando al televisivo señor Rogers dirigiéndose a un niño de cinco años?

– Holmes clasificó a los asesinos en serie según sus motivaciones: los que están guiados por voces imaginadas; el tipo con una misión para librar al mundo de un grupo de personas intolerables: negros, homosexuales, lo que quiera; el tipo que busca la dominación total; el que busca emociones y se excita matando; y el asesino sexual. Pero todos tienen una cosa en común… Todos están como putas cabras -dijo Blatt con una risa petulante.

– Buena observación, sargento -dijo Holdenfield con letal dulzura-, pero lo que realmente tienen en común es una terrible tensión interior. Matar a alguien les proporciona un alivio temporal de esa tensión.

– ¿Como el sexo?

– Investigador Blatt -dijo Kline enfadado-, quizá sea buena idea que se guarde sus preguntas hasta que Rebecca termine sus comentarios.

– Su pregunta es, en realidad, muy pertinente. Un orgasmo alivia la tensión sexual. No obstante, en una persona normal no crea una espiral descendente disfuncional que exige orgasmos cada vez más frecuentes y a un coste cada vez mayor. En ese sentido, creo que los asesinatos en serie tienen más en común con la drogodependencia.

– Adicción al crimen -dijo Kline despacio, de un modo especulativo, como si estuviera ensayando un titular para una conferencia de prensa.

– Es una frase dramática -intervino Holdenfield-, pero hay algo de verdad en ella. Más que la mayoría de la gente, el asesino en serie vive en su propio mundo de fantasía. Puede dar la sensación de que se mueve normalmente en sociedad. Sin embargo, no extrae ninguna satisfacción de su vida pública ni tiene interés en las vidas reales de otras personas. Vive sólo para sus fantasías, fantasías de control, dominación, castigo. Para él, estas fantasías constituyen una realidad, un mundo en el cual se siente importante, omnipotente, vivo. ¿Alguna pregunta en este sentido?

– Tengo una -dijo Kline-. ¿Tiene ya alguna idea de qué tipo de asesino en serie estamos buscando?

– Sí, pero me gustaría oír lo que el detective Gurney tiene que decir al respecto.

Gurney suponía que la seria expresión académica de Holdenfield era tan falsa como su sonrisa.

– Un hombre con una misión dijo.

– ¿Limpiando el mundo de alcohólicos? -Kline sonó medio curioso, medio escéptico.

– Creo que «alcohólicos» puede ser parte de la definición de las víctimas, pero hay más, a juzgar por su elección específica.

Kline respondió con un gruñido evasivo.

– En términos de un perfil más amplio, algo más que «un hombre con una misión», ¿cómo definiría a nuestro asesino?

Gurney decidió devolverle la moneda a la doctora.

– Tengo algunas ideas, pero me encantaría oír lo que la doctora Holdenfield tiene que decirnos sobre eso.

Holdenfield se encogió de hombros y luego habló deprisa y de manera improvisada.

– Varón blanco de treinta años, alto coeficiente intelectual, sin amigos, sin relaciones sexuales normales. Educado pero distante. Casi con certeza tuvo una infancia problemática, con un trauma central que influye en su elección de las víctimas. Puesto que sus víctimas son hombres de mediana edad, es posible que el trauma esté relacionado con su padre y una relación edípica con su madre…

Blatt la interrumpió.

– No está diciendo que este hombre literalmente… O sea, está diciendo que… ¿Con su madre?

– No necesariamente. Esto es todo cuestión de fantasía. Vive en y por su fantasía.

La voz de Rodríguez se afiló de impaciencia.

– Estoy teniendo un problema real con esa palabra, doctora. ¡Cinco cadáveres no son fantasías!

– Tiene razón, capitán. Para usted y para mí no son fantasías en absoluto. Son gente real, individuos con vidas únicas, merecedores de respeto, merecedores de justicia, pero no es lo que son para un asesino en serie. Para él son meros actores en su obra, no seres humanos como usted y yo entendemos el término. Son sólo atrezo bidimensional que él imagina: fragmentos de su fantasía, como los elementos rituales hallados en las escenas de los crímenes.

Rodríguez negó con la cabeza.

– Lo que está diciendo podría tener cierto sentido en el caso de un asesino en serie trastornado, pero ¿con eso qué? O sea, tengo otros problemas con todo este enfoque. Quiero decir, ¿quién decidió que era un caso de asesinatos en serie? Está siguiendo ese camino sin el menor… -Vaciló, al parecer al darse cuenta de repente de la estridencia de su voz y de lo poco oportuno de atacar a una de las asesoras favoritas de Sheridan Kline. Continuó en un registro más suave-. Me refiero a que los asesinatos secuenciales no son siempre obra de un asesino en serie. Hay otras formas de verlo.

Holdenfield parecía sinceramente desconcertada.

– ¿Tiene hipótesis alternativas?

Rodríguez suspiró.

– Gurney no deja de hablar de algún otro factor además de la bebida que cuenta en la elección de las víctimas. Un factor obvio podría ser su implicación común en alguna acción pasada, accidental o intencional, que hiriera al asesino, y lo único que estamos viendo aquí es la venganza sobre el grupo responsable de esa herida. Podría ser tan simple como eso.

– No digo que un escenario como ése sea imposible argumentó Holdenfield, pero la planificación, los poemas, los detalles, el ritual…, todo parece demasiado patológico para una simple venganza.

– Hablando de patológico -dijo con voz áspera Jack Hardwick, como un hombre que se está muriendo con entusiasmo de cáncer de garganta-, éste podría ser el momento perfecto para poner a todo el mundo al día de los últimos indicios.

Rodríguez lo fulminó con la mirada.

– ¿Otra pequeña sorpresa?

Hardwick continuó sin mostrar la menor reacción.

– A petición de Gurney, enviamos a un equipo de técnicos al hostal donde él pensaba que el asesino podría haber pasado la noche anterior al asesinato de Mellery.

– ¿Quién lo autorizó?

– Yo lo hice, señor -dijo Hardwick-. Parecía orgulloso de su transgresión.

– ¿Por qué no he visto ningún documento sobre eso?

– Gurney no creía que hubiera tiempo -mintió Hardwick.

Se llevó la mano al pecho con una curiosa y afligida expresión de «creo que me va a dar un ataque al corazón» y soltó un explosivo regüeldo. Blatt, espabilado de un ensueño privado, se separó de golpe de la mesa con tanta energía que su silla casi cayó hacia atrás.

Antes de que Rodríguez, crispado por la interrupción, pudiera centrarse de nuevo en su preocupación burocrática, Gurney cogió la bola de Hardwick y la lanzó en forma de explicación de por qué quería un equipo de recogida de pruebas en The Laurels.

– En la primera carta que el asesino envió a Mellery usó el nombre X. Arybdis. En griego, la X es equivalente a una CH inglesa, y Charybdis es el nombre de un remolino asesino en la antigua mitología griega, relacionado con otro peligro fatal llamado Scylla. La noche antes del asesinato de Mellery, un hombre y una mujer mayor que usaban el apellido Scylla se alojaron en ese hostal. Me sorprendería mucho que eso fuera una coincidencia.

– ¿Un hombre y una mujer mayor? -Holdenfield parecía intrigada.

– Posiblemente el asesino y su madre, aunque el registro, de manera extraña, estaba firmado «señor y señora». ¿Quizás eso apoya el elemento edípico de su perfil?

Holdenfield sonrió.

– Es casi demasiado perfecto.

Una vez más la frustración del capitán estuvo a punto de estallar, pero Hardwick habló primero, retomando el asunto donde Gurney lo había dejado.

– Así que enviamos al equipo de pruebas a esa extraña cabaña que está decorada como un templo en homenaje a El mago de Oz. Se metieron a fondo (por dentro, por fuera, boca abajo) y ¿qué encontraron? Cero. Nada. Ni una puta cosa. Ni un pelo, ni un borrón de huella, ni un ápice de nada que señalara que un ser humano hubiera estado en algún momento en esa habitación. La jefa del equipo no podía creerlo. Me llamó, me dijo que no había ni rastro de huellas dactilares en lugares donde siempre hay huellas dactilares: escritorios, encimeras, pomos, tiradores de cajones, cierres de ventanas, teléfonos, mandos de ducha, grifos de lavabo, controles remotos de la tele, interruptores, una docena de otros lugares donde siempre encuentras huellas. Nada. Ni una. Ni siquiera una parcial. Así que le dije que empolvaran todo (todo), paredes, suelo, hasta el puto techo. La conversación se puso complicada, pero fui convincente. Entonces empieza a llamarme cada media hora para decirme que siguen sin encontrar nada y lo mucho que le estoy haciendo perder su precioso tiempo. Pero la tercera vez que llama hay algo diferente en su voz: está un poco más calmada. Me dice que han encontrado algo.

Rodríguez se esforzó en ocultar su decepción, pero Gurney lo notó. Hardwick continuó después de otra pausa dramática.

– Encontraron una palabra en la parte exterior de la puerta del cuarto de baño. Una palabra: «Redrum».

– ¿Qué? -bramó Rodríguez, no tan cauteloso en ocultar su incredulidad.

– Redrum-. Hardwick repitió la palabra despacio, dando a entender que ya lo sabía, como si fuera la clave de algo.

– ¿Redrum? ¿Como en la película? -preguntó Blatt.

– Espera un momento, espera un momento -dijo Rodríguez, pestañeando con frustración-. ¿Me estás diciendo que tu equipo de investigación necesitó, cuánto, tres, cuatro horas para encontrar una palabra escrita a la vista de todos en una puerta?

– No a la vista -dijo Hardwick-. La escribió del mismo modo que usó para dejarnos los mensajes invisibles en las notas a Mark Mellery, ¿recuerda?

El capitán le dirigió una mirada silenciosa.

– Vi eso en el archivo del caso dijo Holdenneld. Unas palabras que escribió en la parte de atrás de las notas con el aceite de su propia piel. ¿Es eso posible?

– No hay ningún problema -dijo Hardwick. De hecho, las huellas dactilares no son otra cosa que aceite. Simplemente utilizó ese recurso para su propósito. Quizá se frotó los dedos en la frente para que tuvieran más aceite. Pero sin duda funcionó entonces y volvió a hacerlo en The Laurels.

– Pero estamos hablando del «redrum» de la peli, ¿no? -repitió Blatt.

– ¿Peli? ¿Qué peli? ¿Por qué estamos hablando de una peli? -Rodríguez estaba pestañeando otra vez.

El resplandor -dijo Holdenneld con creciente excitación-. Una famosa escena. El niño escribe la palabra «redrum» en una puerta del dormitorio de su madre.

– Redrum es murder escrito al revés -anunció Blatt.


Asesinato, en inglés. Tomado de una escena de la película de Stanley Kubrick El resplandor, basada en la novela homónima de Stephen King. (N. del T)


Dios, ¡es todo tan perfecto! -dijo Holdenfield.

– Supongo que todo este entusiasmo significa que tendremos una detención en las próximas veinticuatro horas-. Rodríguez parecía estar tensándose para expresar el máximo sarcasmo.

Gurney no le hizo caso y se dirigió a Holdenfield.

– Es interesante que quisiera recordarnos el «redrum» de El resplandor.

Los ojos de ella brillaron.

– La palabra perfecta de la película perfecta.

Kline, que durante un buen rato había estado observando el juego de la mesa como un aficionado miraría uno de los partidos de squash de su club, finalmente intervino.

– Muy bien, señores, es hora de que me cuenten el secreto. ¿Qué demonios es tan perfecto?

Holdenfield miró a Gurney:

– Usted le cuenta lo de la palabra, yo le contaré lo de la película.

– La palabra está escrita hacia atrás. Es tan sencillo como eso. Ha sido así desde el principio del caso. Igual que la senda de pisadas hacia atrás en la nieve. Y, por supuesto, es la palabra murder la que está al revés. Nos está diciendo que todo el caso está al revés. «Poli necio vil.»

Kline fulminó a Holdenfield con su mirada de contrainterrogatorio.

– ¿Estás de acuerdo con eso?

– Básicamente sí.

– ¿Y la película?

– Ah, sí, la película. Trataré de ser tan concisa como el detective Gurney-. Pensó unos momentos y habló como si eligiera con cuidado cada una de sus palabras-. La película trata de una familia en la cual una madre y su hijo están aterrorizados por un padre loco. Éste resulta ser un alcohólico con un historial de borracheras violentas.

Rodríguez negó con la cabeza.

– ¿Nos está diciendo que un padre loco, violento y alcohólico es nuestro asesino?

– Oh, no, no. No el padre, sino el hijo.

– ¿El hijo? -La expresión de Rodríguez se había retorcido en nuevos extremos de incredulidad.

Mientras continuaba, Holdenfield deslizó su tono a algo cercano a la voz del señor Rogers.

– Creo que el asesino nos está diciendo que tuvo un padre como el padre de El resplandor. Creo que podría estar explicándose.

– ¿Explicándose? -La voz de Rodríguez estaba próxima a un petardeo.

– Todo el mundo quiere presentarse según sus propios términos, capitán. Estoy seguro de que se encuentra con eso a todas horas en su trabajo. A mí, sin duda, me pasa. Todos tenemos una justificación de nuestra propia conducta, por extraña que pueda ser. Todo el mundo quiere que se reconozca su justificación, incluso los mentalmente trastornados, quizá sobre todo los mentalmente trastornados.

En la sala se impuso un silencio general, que al final rompió Blatt.

– Tengo una pregunta. Usted es psiquiatra, ¿no?

– Consultora en psicología forense-. El señor Rogers se metamorfoseó en Sigourney Weaver.

– Exacto, lo que sea. Sabe cómo funciona la mente. Así que ésta es la pregunta: este tipo sabía en qué número pensaría alguien antes de que lo pensara, ¿cómo lo hizo?

– No lo hizo.

– Y tanto que lo hizo.

– Aparentemente lo hizo. Supongo que se está refiriendo a los incidentes que leí en el archivo del caso en relación con los números 658 y 19. Pero no hizo realmente lo que está diciendo. Es simplemente imposible saber de antemano qué número se le ocurrirá a otra persona en circunstancias no controladas. Por consiguiente, no lo hizo.

– Pero sí lo hizo -insistió Blatt.

– Hay al menos una explicación -dijo Gurney.

– Procedió a describir el escenario que se le había ocurrido cuando Madeleine lo estaba llamando al móvil desde su buzón, a saber, cómo el asesino podría haber usado una impresora portátil para imprimir la carta con el número diecinueve en su coche después de que Mark Mellery lo hubiera dicho por teléfono.

Holdenfield parecía impresionada. Blatt se mostró decepcionado, una clara señal, pensó Gurney, de que acechando en algún lugar de ese cerebro crudo y cuerpo sobre ejercitado había un romántico enamorado de lo raro y lo imposible. Pero la decepción fue sólo momentánea.

– ¿Qué ocurre con el 658? -preguntó Blatt, con su mirada combativa danzando entre Gurney y Holdenfield-. No hubo ninguna llamada telefónica entonces, sólo una carta. ¿Cómo podía saber que Mellery iba a pensar en ese número?

– No dispongo de una respuesta para eso -dijo Gurney-, pero tengo una pequeña anécdota que podría ayudar a alguien a encontrar una respuesta.

Rodríguez mostró cierta impaciencia, pero Kline se inclinó hacia delante, interesado, lo que pareció contener al capitán.

– El otro día tuve un sueño sobre mi padre -empezó Gurney.

Vaciló involuntariamente. Su propia voz le sonaba diferente. Oyó en ella un eco de la profunda tristeza que el sueño le había generado. Holdenfield lo miró con curiosidad, pero no de manera desagradable. Se obligó a continuar.

– Después de despertarme, me descubrí pensando en un truco de cartas que mi padre solía hacer cuando venía gente a casa por Año Nuevo y se había tomado unas copas, lo que siempre le daba energías. Abría un mazo e iba por la sala pidiendo a tres o cuatro personas que eligieran una carta. Luego se concentraba en una de esas personas y le decía que mirara bien la carta que había elegido y que volviera a dejarla en el mazo. Entonces le daba el mazo a esa persona y le pedía que barajara. Después empezaba con toda su charla de que leía la mente, que podía durar otros diez minutos, y al final terminaba revelando teatralmente cuál era la carta, lo cual, por supuesto, ya sabía desde el momento en que la elegían.

– ¿Cómo? -preguntó Blatt, desconcertado.

– Cuando estaba preparando la baraja al principio, justo antes de abrir las cartas en abanico, lograba identificar al menos una carta y luego controlar su posición en el abanico.

– ¿Supongamos que no la elegía nadie? -preguntó Holdenfield, intrigada.

Si nadie la elegía, encontraba una razón para interrumpir el truco al crear alguna clase de distracción (recordando de repente que tenía que poner la tetera o algo así), de manera que nadie podía darse cuenta de que había un problema en el truco en sí. Pero casi nunca tenía que hacerlo. Por la forma en que presentaba el abanico, la primera o la segunda o la tercera persona a la que se lo ofrecía casi siempre elegía la carta que él quería. Y si no, sólo tenía que hacer su pequeña rutina en la cocina. Después volvía y empezaba con el truco otra vez. Y por supuesto siempre tenía una forma perfectamente plausible de eliminar a la gente que elegía las cartas equivocadas, de manera que nadie podía darse cuenta de lo que estaba pasando en realidad.

Rodríguez bostezó.

– ¿Esto está relacionado de algún modo con el asunto del 658?

– No estoy seguro -dijo Gurney-, pero la idea de alguien pensando que está eligiendo una carta al azar, cuando en realidad ese azar está controlado…

La sargento Wigg, que había estado escuchando con creciente interés, intervino.

– Su truco de cartas me recuerda esa estafa de detective privado de finales de los noventa.

Ya se debiera a su voz inusual, situada en un registro en el que lo masculino y lo femenino se solapaban, o al hecho poco frecuente de que estuviera hablando, la cuestión es que captó la atención instantánea de todos.

– El destinatario recibe una carta de una supuesta empresa de detectives privados en la que ésta se disculpa por una invasión de intimidad. La compañía «confiesa» que en el curso de una vigilancia habían seguido por error a este individuo durante varias semanas y lo habían fotografiado en diversas situaciones. Aseguran que la legislación les exige devolver todas las copias existentes de estas fotos. Entonces llega la pregunta trampa: como algunas de las fotos parecen ser de naturaleza comprometedora, ¿el individuo querría que le enviaran las fotos a un apartado postal en lugar de a su casa? En ese caso, tendrá que enviarles cincuenta dólares para cubrir los gastos adicionales.

– Alguien lo bastante estúpido para caer en eso se merece perder los cincuenta dólares -se burló Rodríguez.

– Oh, alguna gente perdió mucho más que eso -dijo Wigg plácidamente-. No se trataba de cobrar los cincuenta dólares. Era sólo una prueba. El que hizo la trampa envió más de un millón de esas cartas, y el único propósito de la petición de cincuenta dólares era crear una lista refinada de personas que se sintieran lo bastante culpables sobre su conducta para no querer que cayeran fotos de sus actividades en manos de sus esposas. A esos individuos se los sometía entonces a una serie de peticiones económicas mucho más exorbitantes relacionadas con la devolución de las fotografías comprometedoras. Algunos terminaron pagando hasta quince mil dólares.

– ¡Por fotos que nunca existieron! -exclamó Kline con una amalgama de indignación y admiración por el ingenio de la estafa.

– La estupidez de la gente nunca deja de asom… -empezó Rodríguez, pero Gurney lo interrumpió.

– ¡Cielo santo! ¡Eso es! Eso era la petición de 289 dólares. Es lo mismo. ¡Es un test!

Rodríguez parecía desconcertado.

– ¿Un test de qué?

Gurney cerró los ojos para visualizar mejor la carta que Mellery había recibido.

Torciendo el gesto, Kline se volvió hacia Wigg.

– Ese timador, ¿has dicho que envió un millón de cartas?

– Esa es la cifra que recuerdo de los informes de prensa.

– Entonces, obviamente, es una situación muy diferente. Aquello era básicamente una campaña de marketing directo fraudulento, una gran red arrojada para pillar a unos pocos peces culpables. No es de eso de lo que estamos hablando. Estamos hablando de notas manuscritas escritas a un puñado de personas, personas para las que el número seiscientos cincuenta y ocho tenía algún significado personal.

Gurney abrió lentamente los ojos y miró a Kline.

– Pero no lo tenía. Al principio yo lo supuse, porque ¿de qué otra manera se le pudo ocurrir? Así que no dejé de plantearle a Mark Mellery esa pregunta, ¿qué significaba el número para él? ¿A qué le recordaba? ¿Lo había visto escrito alguna vez? ¿Era el precio de algo, una dirección, la combinación de una caja fuerte? Pero no dejaba de insistir en que el número no significaba nada para él, que simplemente se le había ocurrido de manera aleatoria. Y creo que estaba diciendo la verdad. Así que tiene que haber otra explicación.

– Eso significa que vuelve al punto de partida -dijo Rodríguez, poniendo los ojos en blanco con exagerado cansancio.

– Quizá no. Tal vez la estafa que nos ha contado la sargento Wigg está más cerca de la verdad de lo que pensamos.

– ¿Está tratando de decirme que nuestro asesino mandó un millón de cartas? ¿Un millón de cartas manuscritas? Eso es ridículo, por no decir imposible.

– Estoy de acuerdo en que un millón de cartas sería imposible, a menos que contara con mucha ayuda, lo cual parece poco probable. Pero ¿qué número sería posible?

– ¿Qué quiere decir?

– Supongamos que nuestro asesino tenía un plan que requería enviar cartas a un montón de personas, cartas manuscritas, para que cada destinatario tuviera la impresión de que su carta era una comunicación personal única. ¿Cuántas cartas cree que podría haber escrito en, digamos, un año?

El capitán levantó las manos, dando a entender que la pregunta no era sólo imposible de responder, sino también frivola. Kline y Hardwick parecían más serios, como si estuvieran realizando alguna clase de cálculo. Stimmel, como siempre, proyectaba una inescrutabilidad anfibia. Rebecca Holdenfield estaba observando a Gurney con creciente fascinación. Blatt tenía aspecto de que estaba tratando de determinar la fuente de un mal olor.

Wigg fue la única que habló.

– Cinco mil -dijo-. Diez mil, si estuviera muy motivado. Hasta quince mil, pero eso sería difícil.

Kline la observó con los ojos entrecerrados, con expresión de abogado escéptico.

– Sargento, ¿en qué se basan exactamente esos números?

– Para empezar, un par de suposiciones razonables.

Rodríguez negó con la cabeza, dando a entender que nada en este mundo era más falible que las suposiciones razonables de otras personas. Si Wigg se fijó, no le importó lo suficiente para dejar que la distrajeran.

– Primero está la suposición de que el modelo de la estafa del detective privado es aplicable. Si lo es, se deduce que la primera comunicación, la que pedía el dinero, sería enviada al máximo número de personas, y las comunicaciones posteriores sólo a las personas que respondieron. En nuestro caso, sabemos que la primera comunicación consistía en dos notas de ocho líneas, un total de dieciséis líneas cortas, más una dirección de tres líneas en el sobre exterior. Salvo por las direcciones, las cartas serían todas iguales, lo que haría que la escritura fuera repetitiva y rápida. Calculo que cada una tardaría en completarse unos cuatro minutos. Eso serían quince por hora. Si dedicaba sólo una hora al día, habría redactado más de cinco mil en un año. Dos horas: casi once mil. En teoría, podría hacer muchas más, pero existen límites incluso para la persona más obsesiva.

– De hecho -dijo Gurney al darse cuenta del nerviosismo de un científico que finalmente ve un patrón en un mar de datos-, once mil serían más que suficientes.

– ¿Suficientes para qué? -preguntó Kline.

– Suficientes para hacer el truco del seiscientos cincuenta y ocho, para empezar -dijo Gurney-. Y ese pequeño truco, si lo hizo como estoy pensando que lo hizo, también explicaría la petición de 289,87 dólares en la primera carta a cada una de las víctimas.

– Guau -dijo Kline, levantando la mano-. Frene. Está yendo demasiado deprisa.

45

Para descansar en paz, actúa ahora

Gurney se lo pensó todo una vez más. Era demasiado simple, y quería estar seguro de que no pasaba por alto ningún problema obvio que agujereara su elegante hipótesis. Se fijó en una variedad de expresiones faciales en torno a la mesa mezclas de excitación, impaciencia y curiosidad mientras todos esperaban a que él hablara. Respiró hondo antes de hablar.

– No puedo decir a ciencia cierta que fue así exactamente como se hizo. No obstante, es el único escenario creíble que se me ha ocurrido en todo el tiempo que he estado devanándome los sesos con esos números, y eso se remonta al día en que Mark Mellery vino a mi casa y me mostró la primera carta. Mellery estaba desconcertado y aterrado por la idea de que el autor de la carta lo conocía tan bien que era capaz de predecir en qué número pensaría al pedirle que pensara en cualquier número entre uno y mil. Noté el pánico en él, la sensación de fatalidad. Sin duda lo mismo tuvo que ocurrirles a las otras víctimas. Ese pánico era el objetivo del juego. ¿Cómo podía saber en qué número pensaría? ¿Cómo podía saber algo tan íntimo, tan personal, tan privado como un pensamiento? ¿Qué más sabía? Imagino que estas preguntas lo torturaron, que, literalmente, le volvían loco.

– Francamente, Dave -dijo Kline con mal disimulada agitación-, me están volviendo loco también a mí, y cuanto antes puedas responder, mejor.

– Condenadamente cierto -coincidió Rodríguez-. Vamos al grano.

– Si puedo expresar una opinión ligeramente contraria -dijo Holdenfield con preocupación-, me gustaría que el detective nos diera su explicación como crea conveniente, a su ritmo.

– Es embarazosamente simple -dijo Gurney-. Embarazoso para mí porque cuanto más pensaba en el problema, más impenetrable me parecía. Y averiguar cómo pudo hacer este truco con el número diecinueve no proyectó ninguna luz sobre cómo podía funcionar el asunto del seiscientos cincuenta y ocho. La solución obvia nunca se me ocurrió, hasta que la sargento Wigg contó su historia.

No estaba claro si la mueca en el rostro de Blatt era resultado de un esfuerzo por detectar el elemento clave de todo aquello, o si se debía a que tenía gases en el estómago.

Gurney hizo un gesto de agradecimiento a Wigg antes de continuar.

– Supongamos, como la sargento ha sugerido, que nuestro obsesionado asesino dedicó dos horas al día a escribir cartas y que al final de un año había completado once mil, y que entonces las envió a una lista de once mil personas.

– ¿Qué lista? -La voz de Jack Hardwick tenía la aspereza intrusiva de una verja oxidada.

– Es una buen pregunta, quizá la pregunta más importante de todas. Volveré sobre eso dentro de un minuto. Por el momento supongamos que la carta original (la misma carta idéntica) se envió a once mil personas pidiéndoles que pensaran en un número entre uno y mil. La teoría de la probabilidad predeciría que aproximadamente once personas elegirían correctamente. En otras palabras, hay una posibilidad estadística de que once de esas once mil personas que pensaran en un número al azar eligieran el número seiscientos cincuenta y ocho.

La mueca de Blatt estaba adquiriendo proporciones cómicas.

Rodríguez negó con la cabeza con incredulidad.

– ¿No estamos cruzando la línea desde la hipótesis a la fantasía?

– ¿A qué fantasía se está refiriendo? -Gurney sonó más desconcertado que ofendido.

– Bueno, estos números que está lanzando, no tiene ninguna base real. Son todos imaginarios.

Gurney sonrió con paciencia, aunque por dentro sentía una cosa bien distinta. Por un momento lo distrajo pensar en cómo él mismo era capaz de ocultar sus emociones. Era un hábito de toda la vida: ocultar la irritación, la frustración, la rabia, el miedo, la duda. Le había servido en miles de interrogatorios, tan bien que había llegado a creer que se trataba de un talento, de una técnica profesional, pero por supuesto en la raíz no había nada de eso. Era una forma de enfrentarse a la vida que había formado parte de él desde siempre, al menos desde que tenía memoria. «Entonces tu padre no te prestaba atención, David. ¿Te hizo sentir mal?» «¿Mal? No, mal no. En realidad no sentía nada al respecto.»

Y aun así, en un sueño, uno podía ahogarse en tristeza.

Cielo santo, ahora no hay tiempo para la introspección.

Gurney volvió a concentrarse a tiempo para oír a Rebecca Holdenfield diciendo en esa voz seria de Sigourney Weaver.

– Personalmente, no creo que la hipótesis del detective Gurney sea fantasiosa. De hecho, me resulta convincente y pediría otra vez que le permitieran completar su explicación.

Dirigió su solicitud a Kline, quien levantó las palmas de las manos como para decir que ésa era la intención obvia de todos.

– No estoy diciendo -dijo Gurney- que exactamente once personas de once mil eligieran el número seiscientos cincuenta y ocho, sólo digo que once es el número más probable. No sé suficiente de estadística para recurrir a las fórmulas de probabilidad, pero quizás alguien pueda ayudarme con eso.

Wigg se aclaró la garganta.

– La probabilidad relacionada con un rango sería mucho más alta que la de un número específico en el rango. Por ejemplo, no apostaría la casa a que once personas entre once mil elegirían un número concreto, pero si añadiéramos un rango de más o menos, pongamos, siete en cada dirección, estaría muy tentada de apostar a que el número de personas que lo elegirían caería en ese rango. En este caso, que seiscientos cincuenta y ocho sería el número elegido por, al menos, cuatro personas, y por no más de dieciocho.

Blatt miró a Gurney con ojos entrecerrados.

– ¿Está diciendo que ese tipo envió cartas a once mil personas y que el mismo número secreto estaba escondido dentro de esos sobrecitos cerrados?

– Ésa es la idea general.

Los ojos de Holdenfield se ensancharon de asombro al expresar en voz alta sus pensamientos.

– Y fueran los que fueran, cada persona que eligiera el seiscientos cincuenta y ocho por cualquier razón, y luego abriera ese sobrecito interior y encontrara la nota en la que decía que el autor lo conocía lo bastante bien para saber que elegiría el seiscientos cincuenta y ocho… Dios mío, ¡qué impacto tendría!

– Porque -añadió Wigg- nunca se le ocurriría que no era el único que había recibido esa carta. Nunca se le ocurriría que era la persona de entre cada mil que elegía ese número. La escritura manuscrita era la guinda del pastel. Hizo que todo pareciera totalmente personal.

– Dios -gruñó Hardwick-, lo que nos está diciendo es que tenemos un asesino en serie que usa una campaña de marketing directo para elegir víctimas.

– Es una manera de verlo -dijo Gurney.

– Esto podría ser lo más loco que haya oído nunca -dijo Kline, más desconcertado que incrédulo.- Nadie escribe once mil cartas a mano- declaró finalmente Rodríguez.

– Nadie escribe once mil cartas a mano -repitió Gurney. Ésa es exactamente la reacción en la que confiaba. Y si no hubiera sido por la historia de la sargento Wigg, no creo que se me hubiera ocurrido nunca esa posibilidad.

– Y si no hubiera descrito el truco de cartas de su padre -dijo Wigg, no habría pensado en la historia.

– Pueden felicitarse mutuamente después -dijo Kline-. Todavía tengo preguntas. Por ejemplo, ¿por qué el asesino pidió 289,87 dólares? ¿Por qué pidió que lo enviaran al apartado postal de otra persona?

– Pidió dinero por la misma razón que el estafador de la sargento pedía el dinero, para conseguir que los objetivos correctos se identificaran. El estafador quería saber qué personas de esa lista estaban seriamente preocupadas por cómo podrían haberles fotografiado. Nuestro asesino quería saber qué personas de esa lista habían elegido el seiscientos cincuenta y ocho y estaban lo suficientemente turbados por la experiencia como para pagar dinero con tal de averiguar quién los conocía tambien para predecirlo. Creo que la cantidad era lo bastante grande para distinguir a los aterrorizados (y Mellery era uno de ellos) de los curiosos.

Kline se estaba recostando tanto en la silla que apenas estaba en ella.

– Pero ¿por qué esa cantidad exacta de dólares y céntimos?

– Eso me inquietó desde el principio, y todavía no estoy seguro, pero al menos hay una posible razón: para asegurarse de que la víctima enviaría un cheque y no el dinero en efectivo.

– Eso no era lo que decía la primera carta -señaló Rodríguez-. Decía que el dinero se enviara en cheque o en efectivo.

– Lo sé, y esto suena tremendamente sutil -dijo Gurney-, pero creo que la aparente elección pretendía distraer la atención de la necesidad vital de que fuera un cheque. Y la cantidad compleja estaba pensada para desalentar el pago en efectivo.

Rodríguez puso los ojos en blanco.

– Mire, sé que la palabra fantasía no es muy popular aquí hoy, pero no sé cómo más llamar a eso.

– ¿Por qué era vital que el pago se enviara en forma de cheque? -preguntó Kline.

– El dinero en sí no le importaba al asesino. Recuerde que los cheques no se cobraron. Creo que tuvo acceso a ellos en algún momento del proceso de entrega al buzón de Gregory Dermott, y eso era lo único que quería.

– Lo único que quería, ¿a qué se refiere?

– ¿Qué hay en el cheque, además de la cantidad y el número de cuenta?

Kline pensó un momento.

– ¿El nombre del titular de la cuenta y la dirección?

– Exacto -dijo Gurney-. Nombre y dirección.

– Pero ¿por qué…?

– Tenía que lograr que la víctima se identificara. Al fin y al cabo, había enviado miles de cartas. Pero cada víctima potencial estaría convencida de que la carta que había recibido era únicamente para él, y que procedía de alguien que lo conocía muy bien. ¿Y si se limitaba a enviar un sobre con el efectivo solicitado? No habría tenido ningún motivo para incluir su nombre y dirección, y el asesino no podía pedirle de un modo específico que lo incluyera, porque eso destruiría por completo la premisa «conozco tus secretos más íntimos». Conseguir esos cheques era una forma sutil de obtener los nombres y las direcciones de los que respondían. Y quizá, si averiguaba lo que deseaba en la oficina postal, la forma más fácil de desembarazarse de los cheques después era simplemente pasarlos en sus sobres originales al buzón de Dermott.

– Pero el asesino tendría que abrirlos con vapor y volver a cerrar los sobres -dijo Kline.

Gurney se encogió de hombros.

– Una alternativa sería tener algún tipo de acceso después de que Dermott abriera él mismo los sobres, pero antes de que tuviera ocasión de devolver los cheques a sus remitentes. Eso no requeriría vapor ni volver a cerrarlos, pero plantea otros problemas y preguntas, cosas que hemos de investigar en relación con la rutina de Dermott, individuos con posible acceso a su casa y demás.

– Lo cual -gruñó Hardwick en voz alta- nos devuelve a mi pregunta, que Sherlock Gurney aquí presente ha calificado como la pregunta más importante de todas. A saber, ¿quién coño está en esa lista de once mil candidatos a víctimas de homicidio?

Gurney levantó la mano en el gesto habitual del policía de tráfico.

– Antes de que intentemos responder a eso, dejen que recuerde a todos que once mil es sólo una estimación. Es una cifra posible y apoya estadísticamente nuestra tesis respecto del seiscientos cincuenta y ocho. En otras palabras, es un número que funciona. Pero como ha señalado la sargento Wigg, el número real podría estar en cualquier lugar entre cinco mil y quince mil. Cualquier cantidad entre ésas sería lo bastante pequeña para que fuera factible y lo bastante grande para producir un puñado de personas que eligieran al azar el seiscientos cincuenta y ocho.

– A no ser, por supuesto, que se esté equivocando por completo -señaló Rodríguez-, y que toda esta especulación sea una colosal pérdida de tiempo.

Kline se volvió hacia Holdenfield.

– ¿Qué te parece, Becca? ¿Vamos bien? ¿Nos estamos equivocando?

– Hay aspectos de la teoría que me resultan absolutamente fascinantes, pero me gustaría reservarme mi opinión final hasta que oiga la respuesta a la pregunta del sargento Hardwick.

Gurney sonrió, esta vez de un modo genuino.

– Rara vez plantea una pregunta sin tener antes una buena idea de la respuesta. ¿Te importa compartirla, Jack?

Hardwick se masajeó el rostro con las manos durante varios segundos, otro de los incomprensibles tics que tanto habían irritado a Gurney cuando trabajaban juntos en el caso de matricidio parricidio de Piggert.

– Si nos detenemos en la característica más significativa que todas las víctimas tienen en común (a la que se refieren los poemas amenazadores), podríamos concluir que sus nombres formaban parte de una lista de personas con problemas graves con la bebida. -Hizo una pausa-. La pregunta es: ¿qué lista es ésa?

– ¿La lista de miembros de Alcohólicos Anónimos? -propuso Blatt.

Hardwick negó con la cabeza.

– No existe semejante lista. Se toman la chorrada del anonimato muy en serio.

– ¿Y una lista compilada de datos públicos? -dijo Kline-. Arrestos relacionados con el alcohol, condenas.

– Podría elaborarse una lista así, pero dos de las víctimas no figurarían en ella. Mellery no tiene historial de detenciones. El cura pederasta sí, pero el cargo era poner en peligro la moral de un menor, nada sobre alcohol en el registro público, aunque el detective de Boston con el que hablé me dijo que el buen padre después logró que desestimaran los cargos a cambio de declararse culpable de un delito menor, pues achacó su conducta a su alcoholismo y accedió a someterse a una larga rehabilitación.

Kline entrecerró los ojos en ademán reflexivo.

– Bueno, entonces, ¿podría ser una lista de pacientes en esa rehabilitación?

– Es concebible -dijo Hardwick, que retorció el gesto de un modo que venía a decir que no lo era.

– Quizá deberíamos investigarlo.

– Claro. -El tono casi insultante de Hardwick creó un silencio incómodo que rompió Gurney.

– En un intento por ver si podía establecer una conexión entre las víctimas, empecé a pensar en su rehabilitación. Por desgracia, no lleva a ninguna parte. Albert Schmitt pasó veintiocho días en un centro del Bronx hace cinco años, y Mellery pasó veintiocho días en un centro de Queens hace quince años. Ninguno de los centros ofrece terapias de larga duración, lo cual significa que el cura tuvo que ir a otro distinto. Así que aunque nuestro asesino trabajara en uno de esos centros y su trabajo le diera acceso a miles de registros de pacientes, cualquier lista elaborada de esa manera incluiría el nombre de sólo una de las víctimas.

Rodríguez se volvió en su silla y se dirigió directamente a Gurney.

– Su teoría depende de la existencia de una lista gigante, quizá cinco mil nombres, tal vez once mil. He oído que Wigg dice que quizá quince mil, da igual, parece que no para de cambiar. Pero no hay ninguna fuente para esa lista. Así pues, ¿ahora qué?

– Paciencia, capitán -dijo Gurney con voz tranquila-. Yo no diría que no existe esa lista, simplemente no la hemos encontrado. Parece que yo tengo más fe en sus capacidades que usted mismo.

A Rodríguez le subió la sangre a la cara.

– ¿Fe en mis capacidades? ¿Qué se supone que significa eso?

– ¿En un momento u otro todas las víctimas fueron a rehabilitación? -preguntó Wigg sin hacer caso del exabrupto del capitán.

– No lo sé a ciencia cierta en el caso de Kartch -dijo Gurney, contento de volver al tema-, pero no me sorprendería.

Hardwick intervino.

– El Departamento de Policía de Sotherton nos envió sus antecedentes por fax. El retrato de un auténtico capullo. Agresiones, acoso, borrachera en público, alcohol y desorden, amenazas, amenazas con arma de fuego, conducta obscena, tres detenciones por conducir con exceso de alcohol, dos condenas estatales, por no mencionar una docena de visitas a los calabozos del condado. El material relacionado con el alcohol, sobre todo las detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol, hacen que sea prácticamente seguro que lo mandaran a rehabilitación al menos una vez. Puedo pedir a Sotherton que lo averigüe.

Rodríguez se alejó de la mesa.

– Si las víctimas no se conocieron en rehabilitación o ni siquiera fueron al mismo centro en momentos diferentes, ¿qué diferencia habría en que estuvieran en rehabilitación o no? La mitad de los desempleados y de los artistas del mundo van ahora a rehabilitación. Es una estafa subvencionada por Medicaid, un timo para los contribuyentes. ¿Qué demonios significa que todos estos tipos fueran a rehabilitación? ¿Que era probable que los asesinaran? No creo. ¿Que eran borrachos? ¿Y qué? Eso ya lo sabíamos.

La rabia se había convertido en la emoción continua de Rodríguez, y pasaba de una cuestión a otra como si tal cosa.

Wigg, objeto de la andanada, no parecía afectada.

– El investigador Gurney dijo en cierta ocasión que creía que era probable que todas las víctimas estuvieran relacionadas por algún factor común además de la bebida. Pensaba que la asistencia a rehabilitación podía ser ese factor, o al menos parte de él.

Rodríguez rio de un modo burlón.

– Quizás esto, quizá lo otro. Estoy oyendo muchos quizá, pero ninguna conexión real.

Kline parecía frustrado.

– Vamos, Becca, dinos lo que piensas. ¿Cómo de firme es el terreno que pisamos?

– Es una pregunta difícil de responder. No sabría por dónde empezar.

– Lo simplificaré. Crees en la teoría de Gurney, ¿sí o no?

– Sí, creo en ella. La imagen que ha dibujado de Mark Mellery como mentalmente torturado por las notas que estaba recibiendo… Puedo verlo como parte plausible de cierta clase de asesinato ritual.

Pero no pareces del todo convencida.

– No es eso, es sólo… la singularidad del método. Torturar a la víctima es un elemento bastante común de la patología del asesino en serie, pero nunca había visto un caso en que se llevara a cabo desde tanta distancia, de un modo tan frío y metódico. El componente de tortura de estos homicidios suele basarse en infligir dolor físico de manera directa para aterrorizar a la víctima; de este modo, el asesino tiene la sensación de poder definitivo y de control que ansia. En este caso, en cambio, el dolor era completamente psicológico.

Rodríguez se inclinó hacia ella.

– ¿Está diciendo que no encaja en el modelo de asesino en serie? -Sonó como un abogado que ataca a un testigo hostil.

– No. El patrón está ahí. Estoy diciendo que tiene una forma de ejecutarlo singularmente fría y calculadora. La mayoría de los asesinos en serie están por encima de la media en inteligencia. Algunos, como Ted Bundy, muy por encima de la media. Este individuo podría ser único.

– Demasiado listo para nosotros, ¿es lo que está diciéndome?

– No es esto lo que yo digo -replicó Holdenfield con inocencia-, pero probablemente tiene razón.

– ¿En serio? Deje que apunte esto -dijo Rodríguez, con la voz tan quebradiza como una capa de hielo fino-. ¿Su opinión profesional es que el DIC es incapaz de detener a este maniaco?

– Una vez más, eso no es lo que he dicho. -Holdenfield sonrió-. Pero una vez más, probablemente tiene razón.

La piel amarillenta de Rodríguez se puso roja de rabia, pero Kline intervino.

– Seguramente, Becca, no estás queriendo decir que no hay nada que hacer.

Holdenfield suspiró con la resignación de un maestro al que le han tocado los estudiantes más tontos de la escuela.

– Los hechos del caso hasta el momento apoyan tres conclusiones. Primero, el hombre que estamos buscando juega con nosotros, y es muy bueno. Segundo, está intensamente motivado, preparado y concentrado, y es muy concienzudo. Tercero, sabe quién es el siguiente de la lista, y nosotros no.

Kline parecía dolorido.

– Pero volviendo a mi pregunta…

– Si estás buscando una luz al final del túnel, hay una pequeña posibilidad a nuestro favor. Por rígidamente organizado que esté, cabe la posibilidad de que se derrumbe.

– ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué quiere decir «que se derrumbe»?

Cuando Kline formuló la pregunta, Gurney sintió una opresión en el pecho. La sensación cruda de ansiedad llegó como una escena cinematográficamente clara en su imaginación, la mano del asesino, que agarra la hoja de papel con los ocho versos que Gurney había echado tan impulsivamente al correo el día anterior:

Ya sé cómo lograste hacer tu fechoría, el andar al revés y el disparo en sordina. Acabará muy pronto tu miserable juego, la garganta cortada por amigo del muerto. Cuidado con el sol, cuidado con la nieve, con la noche y el día, porque escapar no puedes. Iré con aflicción a su tumba primero y luego al asesino enviaré al Infierno.

Metódicamente, con visible desprecio, la mano arrugaba el papel en una bola cada vez más pequeña, y cuando ésta era increíblemente pequeña, no más grande que un chicle gastado, la mano se abría muy despacio y la dejaba caer al suelo. Gurney trató de quitarse de la cabeza esa imagen inquietante, pero la escena no había concluido. Ahora la mano del asesino sostenía el sobre en el cual se había enviado el poema, con la dirección boca arriba y el matasellos claramente visible, el matasellos de Walnut Crossing.

El matasellos de… «¡Oh, Dios!» Un escalofrío se extendió desde la boca del estómago de Gurney por las piernas. ¿Cómo podía haber pasado por alto un problema tan obvio? «Dios, cálmate. Piensa.» ¿Qué podía hacer el asesino con esa información? ¿Podía llevarlo hasta la dirección real de su casa, a Madeleine? Gurney sentía que se le ensanchaban las pupilas, que estaba cada vez más pálido. ¿Cómo podía haberse centrado tan obsesivamente en enviar su patética nota? ¿Cómo no había previsto el problema con el matasellos? ¿A qué peligro había expuesto a Madeleine? Su mente derrapó por la última pregunta como un hombre que corre en torno a una casa quemada. ¿Hasta qué punto era real el peligro? ¿Hasta qué punto era inminente? ¿Debería llamarla, alertarla? ¿Alertarla de qué exactamente? ¿Y darle un susto de muerte? Dios, ¿qué más? ¿Qué más había pasado por alto? ¿La seguridad de quién más, la vida de quién más, estaba pasando por alto por su tozudez a la hora de ganar la partida? Las preguntas eran mareantes.

Una voz interrumpió su pánico. Trató de aferrarse a ella, de usarla para recuperar equilibrio.

Holdenfield estaba hablando.

– … un planificador obsesivo compulsivo con una necesidad patológica de lograr que la realidad se ajuste a sus planes. El objetivo que lo obsesiona por completo es poseer un control absoluto de los demás.

– ¿De todos? -preguntó Kline.

– Su foco es actualmente muy reducido. Siente que ha de dominar completamente, a través del terror y el asesinato, a los miembros de su «grupo objetivo de víctimas», que parece ser algún subconjunto de varones alcohólicos de mediana edad. Otras personas son irrelevantes para él. No son de interés o importancia.

– Entonces, ¿dónde entra el asunto del «derrumbe»?

– Bueno, cometer un asesinato para mantener una sensación de omnipotencia es un proceso con un defecto fatal. Como solución al ansia de control, el asesino en serie es profundamente disfuncional, el equivalente de perseguir la felicidad fumando crac.

– ¿Cada vez necesitan más?

– Cada vez más para conseguir cada vez menos. El ciclo emocional se vuelve más y más comprimido e incontrolable. Ocurren cosas que se suponía que no tenían que ocurrir. Sospecho que algo de esta naturaleza ha sucedido esta mañana, con el resultado de que ha matado al policía en lugar de a su señor Dermott. Estos sucesos imprevistos crean serios temblores emocionales en un asesino obsesionado con el control, y tales distracciones conducen a más errores. Es como una máquina con un eje desequilibrado. Cuando alcanza cierta velocidad, la vibración destroza la máquina.

– ¿Y eso qué significa exactamente?

– El asesino se vuelve más frenético e impredecible.

Frenético. Impredecible. Otra vez el temor frío se extendió desde la boca del estómago de Gurney, en esta ocasión a su pecho y su garganta.

– ¿Significa que la situación va a empeorar? preguntó Kline.

– En cierto modo va a mejorar, y en cierto modo va a empeorar. Si un asesino que solía acechar en un callejón oscuro para matar de cuando en cuando a alguien con un picahielos irrumpe, de repente, en Times Square con un machete, es probable que lo pillen. Pero en ese caos final, un montón de gente podría perder la vida.

– ¿Crees que nuestro hombre podría estar entrando en la fase del machete? -Kline parecía más excitado que sublevado.

Gurney se sintió mareado. El tono de macho bravucón que la gente de las fuerzas del orden usaba para protegerse del horror no funcionaba en ciertas situaciones. Ésa era una de ellas.

– Sí.

La plana simplicidad de la respuesta de Holdenfield produjo un silencio en la sala. Al cabo de un rato, el capitán habló con su predecible antagonismo.

– Entonces, ¿qué se supone que hemos de hacer? ¿Publicar un aviso sobre un educado señor de treinta años con un eje que vibra y un machete en la mano?

Hardwick sonrió retorcidamente. Blatt soltó una carcajada.

– En ocasiones un gran final forma parte del plan -dijo Stimmel.

Captó la atención de todos salvo de Blatt, que seguía riendo. Cuando éste se calmó, Stimmel continuó.

– ¿Alguien recuerda el caso de Duane Merkly?

Nadie.

– Veterano de Vietnam -dijo Stimmel. Tenía problemas con la agrupación de veteranos. Problemas con la autoridad. Era dueño de un asqueroso perro guardián akita inu que se comió uno de los patos del vecino. Al mes siguiente, el akita se comió al beagle del vecino. El vecino le pegó un tiro al akita. Hubo una escalada en el conflicto y cada vez más problemas. Un día el veterano de Vietnam toma al vecino de rehén. Dice que quiere cinco mil dólares por el akita o que va a matar al tipo. Llega la Policía local, llega el equipo SWAT. Toman posiciones en torno al perímetro de la casa. La cuestión es que nadie miró la hoja de servicio de Duane. Así que nadie sabía que era especialista en demoliciones. Duane se especializó en la detonación a distancia de minas de tierra.

Stimmel se quedó en silencio, dejando que su público imaginara el resultado.

– ¿Quiere decir que el cabrón hizo volar a todo el mundo por los aires? -preguntó Blatt, impresionado.

– No a todo el mundo. Seis muertos, seis incapacitados permanentes.

Rodríguez tenía cara de frustración.

– ¿Cuál es el sentido de todo esto?

– El sentido es que había adquirido los componentes para las minas dos años antes. El gran final siempre había sido el plan.

Rodríguez negó con la cabeza.

– No veo la relevancia.

Gurney sí la vio y se sintió inquieto.

Kline miró a Holdenfield.

– ¿Qué te parece, Becca?

– ¿Si creo que nuestro hombre tiene grandes planes? Es posible. Hay una cosa que sí sé…

Entonces alguien llamó a la puerta, que se abrió. Un sargento uniformado entró hasta el centro de la sala y se dirigió a Rodríguez.

– ¿Señor? Lamento interrumpir. Tiene una llamada del teniente Nardo, de Connecticut. Le he dicho que estaba en una reunión. Pero insiste en que es una emergencia, que necesita hablar con usted ahora.

Rodríguez suspiró como quien ha de soportar el peso de un hombre cargado injustamente.

– Lo cogeré aquí -dijo, señalando con la cabeza el teléfono que había en el mueble bajo, que estaba apoyado contra la pared de detrás de él.

El sargento se retiró. Al cabo de dos minutos sonó el teléfono.

– Capitán Rodríguez al habla.

Durante otros dos minutos mantuvo el teléfono pegado a la oreja con una expresión de tensa concentración.

– Es muy extraño -dijo al fin-. De hecho, es tan extraño, teniente, que me gustaría que se lo repitiera palabra por palabra a nuestro equipo de investigación. Voy a poner el altavoz. Adelante, por favor, cuénteles exactamente lo que me ha dicho.

La voz que sonó en el teléfono al cabo de un momento era tensa y dura.

– Soy John Nardo, Departamento de Policía de Wycherly. ¿Me oyen?

Rodríguez dijo que sí. Nardo continuó.

– Como saben, uno de nuestros agentes ha muerto en acto de servicio esta mañana en casa de Gregory Dermott. Ahora mismo estamos en la casa con un equipo que está registrando la escena del crimen. Hace veinte minutos se ha recibido una llamada para el señor Dermott. El que llamaba ha dicho, cito: «Eres el siguiente de la lista y después de ti será el turno de Gurney».

«¿Qué?» Gurney no estaba seguro de haber oído bien.

Kline pidió a Nardo que repitiera el mensaje de teléfono y éste lo hizo.

– ¿Ha recibido algo ya de la compañía telefónica sobre la fuente? -preguntó Hardwick.

– Llamada de teléfono móvil. Sin datos GPS, sólo la localización de la torre de control. Y obviamente sin identificador de llamada.

– ¿Quién recibió la llamada? preguntó Gurney.

Sorprendentemente, la amenaza directa lo había calmado, quizá porque cualquier cosa específica, cualquier cosa con nombres estaba más limitado y, por lo tanto, era más manejable que enfrentarse a un número infinito de posibilidades. Y tal vez porque ninguno de los nombres era el de Madeleine.

– ¿Qué quiere decir? preguntó Nardo.

– Ha dicho que se recibió una llamada para el señor Dermott, no que la recibiera él.

– Ah, sí, ya veo. Bueno, resulta que Dermott estaba tumbado con migraña cuando sonó el teléfono. Ha estado bastante incapacitado desde que encontró el cadáver. Uno de los técnicos respondió la llamada en la cocina. El que llamaba preguntó por Dermott, dijo que era un amigo íntimo.

– ¿Qué nombre dio?

– Un nombre extraño. Carbis… Caberdis… No, espere un momento, aquí lo tengo, el técnico lo anotó: Charybdis.

– ¿Algo extraño en la voz?

– Es curioso que lo pregunte. Estaban tratando de describirla. Después de que Dermott fue al teléfono, dijo que pensaba que sonaba con acento extranjero, pero nuestro agente pensaba que era falso, un hombre que trataba de disimular la voz. O quizás era una mujer, ninguno de los dos estaba seguro. Miren, señores, lo siento, pero he de volver al trabajo. Sólo quería darles los datos básicos. Volveremos a ponernos en contacto cuando tengamos algo nuevo.

Después del sonido de desconexión, un silencio inquieto se apoderó de la sala. Por fin, Hardwick se aclaró la garganta tan ruidosamente que Holdenfield se estremeció.

– Bueno, -Davey gruñó-, una vez más eres el centro de atención. «Es el turno de Gurney.» ¿Tienes un imán para los asesinos en serie? Lo único que hemos de hacer es ponerte en una cuerda y esperar que piquen.

¿Madeleine corría el mismo peligro? Quizá todavía no. Con un poco de suerte, todavía no. Al fin y al cabo, Dermott y él estaban en primera fila. Suponiendo que el chiflado estuviera diciendo la verdad. En ese caso, le daría algo de tiempo, quizá tiempo para tener suerte. Tiempo para compensar lo que había pasado por alto. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Idiota.

Kline parecía inquieto.

– ¿Cómo ha conseguido convertirse en objetivo?

– Sé tan poco como usted -dijo Gurney con falsa ligereza.

Su culpa hizo que tuviera la impresión de que tanto Kline como Rodríguez lo estaban mirando con curiosidad hostil. Desde el principio había tenido recelos sobre escribir y mandar ese poema, pero los había sepultado sin definirlos ni articularlos. Estaba asombrado de su capacidad para pasar por alto el peligro, incluido el que se podía cernir sobre otros. ¿Qué había sentido en ese momento? ¿El riesgo de Madeleine se había acercado a su conciencia? ¿Había tenido una idea y la había descartado? ¿Había sido tan insensible? «Por favor, Dios, no.»

En medio de su angustia, estaba seguro de al menos una cosa: estar sentado en esa sala de conferencias discutiendo la situación ya no era una opción tolerable. Si Dermott era el siguiente en la lista del asesino, entonces ésa era la mejor oportunidad para atraparlo y terminar con todo aquello. Y si él mismo era el siguiente después de Dermott, entonces ésa era una batalla que quería librar lo más lejos posible de Walnut Crossing. Apartó la silla de la mesa y se levantó.

– Si me disculpan, hay un lugar al que debo ir.

Al principio esto generó sólo miradas inexpresivas en torno a la mesa. Hasta que Kline comprendió el significado.

– Dios -gritó-, ¿no estará pensando en ir a Connecticut?

– Tengo una invitación y voy a aceptarla.

– Es una locura. No sabe dónde podría meterse.

– De hecho -dijo Rodríguez con una mirada desdeñosa en dirección a Gurney-, una escena del crimen plagada de policías es un lugar muy seguro.

– Eso podría ser así -dijo Holdenfield-, a menos… Dejó que la idea flotara, como si estuviera caminando en torno a una imagen para examinarla desde diferentes ángulos.

– A menos… soltó Rodríguez.

– A menos que el asesino sea un policía.

46

Un plan sencillo

Parecía demasiado fácil.

Matar a veinte agentes de Policía bien preparados en veinte segundos tendría que requerir un plan mucho más complejo. Un acto de tal magnitud debería ser más difícil. Al fin y al cabo, sería el mayor logro de esas características jamás logrado, al menos en Estados Unidos, al menos en la época moderna.

Que nadie lo hubiera hecho antes, a pesar de su aparente simplicidad, lo estimulaba y lo inquietaba al mismo tiempo. La idea que finalmente dio descanso a su mente fue pensar que para un hombre de intelecto inferior al suyo o poderes menos formidables de concentración, el proyecto podría ser desalentador, pero no para él, no con su claridad y su lucidez. Todo era relativo. Un genio podía bailar entre obstáculos en los que se enredarían irremisiblemente hombres ordinarios.

La facilidad con la que podían adquirirse los productos químicos daba risa: muy baratos y legales al cien por cien. Ni siquiera en grandes cantidades suscitaban sospecha, porque se vendían en masa todos los días para aplicaciones industriales. Aun así, había comprado prudentemente cada uno de ellos (sólo había dos) a un proveedor distinto para evitar cualquier pista sobre su posible combinación, y había adquirido los dos depósitos de doscientos litros a un tercer proveedor.


En ese momento, mientras estaba dando los últimos toques con un soldador eléctrico a un trozo de tubo, para combinar y dispersar la mezcla letal, se le ocurrió una idea emocionante, un posible escenario con una imagen culminante. La idea incitó tanto su imaginación que apareció una sonrisa radiante en su rostro. Sabía que no era probable que ocurriera loque estaba imaginando la química era demasiado imprevisible, pero podía ocurrir. Al menos era concebible.

En la página web de riesgos químicos había una advertencia que se sabía de memoria. Aparecía en un recuadro rojo rodeado de signos de exclamación: «Esta mezcla de cloro y amoniaco no sólo produce un gas tóxico letal, sino que en la proporción indicada es muy inestable y con el catalizador de una chispa podría explotar». La imagen que había hecho sus delicias era la de todo el Departamento de Policía de Wycherly pillado en su trampa, inhalando involuntariamente los humos venenosos en sus pulmones justo cuando se aplicaba la chispa catalizadora. Los hacía pedazos a todos. Al imaginarlo, hizo algo muy poco habitual en él: se rio en voz alta.

Si al menos su madre pudiera entender el humor, la belleza, la gloria de esa imagen. Pero quizás eso era pedir demasiado. Y, por supuesto, si los policías volaban en pedazos minúsculos pequeños pedazosno podría cortar sus gargantas. Y estaba deseando cortar sus gargantas.

Nada en este mundo era perfecto. Siempre había pros y contras. Uno tenía que sacar el máximo provecho de la manoque le habían repartido. Ver el vaso medio lleno.

47

Bienvenidos a Wycherly

Después de librarse de las predecibles protestas y preocupaciones en relación con su viaje, Gurney fue a su coche y llamó al Departamento de Policía de Wycherly para pedir la dirección de la casa de Gregory Dermott, pues lo único que tenía era el número del apartado postal en la cabecera de la carta de Dermott. Tardó un rato en explicar a la agente de servicio quién era exactamente, e incluso entonces tuvo que esperar hasta que la joven llamó a Nardo y consiguió permiso para divulgar la dirección. Resultó que ella era la única persona del pequeño departamento que no estaba ya en la escena del crimen. Gurney introdujo la dirección en su GPS y se dirigió al puente de KingstonRhinecliff.

Wycherly estaba en la zona centro norte de Connecticut. El viaje le llevó un poco más de dos horas, la mayor parte de las cuales se las pasó culpándose por no haber pensado en la seguridad de su mujer. El lapsus lo molestaba y deprimía tanto que estaba desesperado por centrarse en otra cosa, y empezó a examinar la principal hipótesis desarrollada en la reunión del DIC.

La idea de que el asesino había compilado, o había conseguido, una lista de varios miles de individuos con un historial de problemas con el alcohol individuos que sufrían temores profundamente asentados y la culpa que se derivaba de ese pasado alcohólico y que luego había logrado cautivar a un puñado de ellos mediante ese simple truco numérico para atormentarlos con la serie de siniestros poemas y terminar con sus asesinatos rituales… El proceso entero, por estrafalario que fuera, ahora le parecía completamente creíble. Recordó haber descubierto que los asesinos en serie solían sentir en su infancia placer torturando insectos y pequeños animales, por ejemplo, quemándoles con la luz del sol concentrada a través de una lupa. Cannibal Claus, uno de los asesinos más famosos de entre los muchos que había detenido, había cegado a su gato exactamente de ese modo cuando tenía cinco años. Le había quemado la retina con una lupa. Parecía inquietantemente similar al hecho de seleccionar una víctima, centrarse en su pasado e intensificar sus temores hasta que se estremecía de dolor.

Ver un patrón, encajar las piezas del rompecabezas, era un proceso que normalmente lo había exaltado, pero esa tarde en el coche no se sentía tan bien como de costumbre. Quizás era la obstinada percepción de su incompetencia, de sus pasos en falso. La idea quemaba como ácido en su pecho.

Se concentró vagamente en la carretera, en el capó de su coche, en sus manos en el volante. Era extraño. No reconocía sus propias manos. Parecían sorprendentemente viejas, como las manos de su padre. Las pequeñas pecas habían crecido en número y tamaño. Si sólo un minuto antes le hubieran enseñado fotografías de una docena de manos, no habría sido capaz de identificar las suyas entre ellas. Se preguntó cuál podía ser el motivo. Quizá los cambios que ocurrían con regularidad no se percibían hasta que se hacían más que evidentes. Fue más allá de eso.

¿Significaba que hasta cierto punto siempre vemos las cosas familiares tal y como eran antes? ¿Estamos anclados al pasado, no sólo por simple nostalgia o por las ilusiones, sino por un atajo que nuestro sistema neuronal produce en el procesamiento de datos? Si lo que uno «veía» era suministrado en parte desde los nervios ópticos y en parte desde la memoria si lo que uno «percibía» en un momento dado era, en realidad, un compuesto de impresiones inmediatas e impresiones almacenadas, eso daba un nuevo significado a vivir en el pasado. Éste ejercería una peculiar tiranía sobre el presente al proporcionarnos datos obsoletos en forma de experiencia sensorial. ¿Podría eso estar relacionado con la situación de un asesino en serie guiado por un trauma del pasado? ¿Hasta qué punto podía estar distorsionada su visión?

La teoría lo excitó momentáneamente. Dar la vuelta a una nueva idea, probar su solidez, siempre reforzaba su sensación de control, le hacía sentir un poco más vivo, pero ese día esos sentimientos eran difíciles de sostener. Su GPS le alertó de que estaba a doscientos metros de la salida de Wycherly.

Giró a la derecha. La zona era un batiburrillo de campos de labranza, casas idénticas entre sí, centros comerciales y fantasmas de otra era de placeres estivales: un ruinoso autocine, el cartel indicador de un lago con un nombre iroqués.

Le recordó otro lago con un nombre que también sonaba indio, un lago cuya senda circundante había caminado con Madeleine un fin de semana, cuando estaban buscando su lugar perfecto en los Catskills. Recordó la imagen del rostro animado de su mujer cuando se quedaron al borde de un pequeño acantilado, de la mano, sonriendo, contemplando el agua rizada por la brisa. El recuerdo le llegó acompañado por una cuchillada de culpa.

Todavía no la había llamado para contarle lo que estaba haciendo, lo que iba a hacer, para decirle que probablemente llegaría tarde a casa. Todavía no estaba seguro de cuánto debía contarle. ¿Debía mencionar lo del matasellos? Decidió llamarla en ese momento, sin prepararlo más. «Dios, ayúdame a decir lo correcto.»

Considerando el nivel de tensión que ya estaba sintiendo, pensó que sería sensato aparcar para hacer la llamada. El primer lugar que pudo encontrar era una descuidada zona de aparcamiento pedregosa situada delante de un puesto de venta de verduras cerrado durante el invierno. La palabra que identificaba el número de su casa en el sistema de marcación activado por la voz, eficaz aunque poco imaginativa, era «Casa».

Madeleine respondió al segundo tono con esa voz optimista que las llamadas telefónicas siempre lograban sacarle.

– Soy yo -dijo David, y su propia voz reflejó apenas una fracción del entusiasmo de la de su esposa.

Hubo un instante de pausa.

– ¿Dónde estás?

– Por eso te llamo. Estoy en Connecticut, cerca de un pueblo llamado Wycherly.

La pregunta obvia habría sido por qué, pero Madeleine no hacía las preguntas obvias. Esperó.

– Ha ocurrido algo en el caso -dijo David-. Las cosas podrían llegar al final

– Ya veo.

Gurney oyó una respiración lenta y controlada.

– ¿Vas a decirme algo más que eso? -preguntó.

Miró fuera del coche al puesto de verduras sin vida. Más que cerrado por la temporada parecía abandonado.

– El hombre que buscamos se está inquietando -dijo-. Podría ser una oportunidad para detenerlo.

– ¿El hombre que buscamos? -Ahora la voz de ella era quebradiza, fisurada.

Él no dijo nada, enervado por la respuesta.

Madeleine continuó, de un modo abiertamente airado.

– ¿No te refieres al asesino sanguinario, al hombre que nunca falla, al que dispara a la gente en las arterias del cuello y les corta la garganta? ¿Es de quien estamos hablando?

– El hombre que estamos buscando, sí.

– ¿No hay suficientes policías en Connecticut para ocuparse de eso?

– Parece enfocado en mí.

– ¿Qué?

– Al parecer me ha identificado como alguien que trabaja en el caso, y podría estar tratando de hacer algo estúpido, y eso podría darnos la ocasión que necesitamos. Es nuestra oportunidad de luchar con él en lugar de hacer limpieza después de un asesinato tras otro.

– ¿Qué? -Esta vez la palabra era menos una pregunta que una exclamación de dolor.

– No me va a pasar nada -dijo David con escasa convicción-. Está empezando a derrumbarse. Va a autodestruirse. Sólo hemos de estar allí cuando eso ocurra.

– Cuando era tu trabajo, tenías que estar allí. Ahora no tienes que estar.

– Madeleine, por el amor de Dios. ¡Soy policía! -Las palabras explotaron en él como un objeto obstruido que sale disparado de repente-. ¿Por qué demonios no puedes entenderlo?

– No, David -respondió ella con tranquilidad-. Eras policía. Ahora ya no lo eres. No has de estar allí.

– Ya estoy aquí. -En el silencio que siguió, su furia decreció como una marea que baja-. Está bien. Sé lo que hago. No me ocurrirá nada.

– David, ¿qué pasa contigo? ¿Sigues corriendo hacia las balas? Hasta que una te atraviese la cabeza. ¿Es eso? ¿Ese es el patético plan para el resto de nuestras vidas? ¿Yo espero y espero y espero hasta que te maten? -Su voz se quebró con una emoción tan pura en la palabra «maten» que David se quedó sin palabras.

Fue Madeleine la que habló finalmente, con tanta suavidad que él casi no logró distinguir las palabras.

– ¿De qué se trata esto?

«¿De qué se trata esto?» La pregunta le golpeó desde un ángulo extraño. Se sintió desequilibrado.

– No entiendo la pregunta.

El intenso silencio de su mujer desde casi doscientos kilómetros pareció rodearle, cernirse sobre él.

– ¿Qué quieres decir? -insistió David. Notaba que su ritmo cardiaco aumentaba.

Pensó que la oyó tragar saliva. Sintió, en cierto modo lo supo, que estaba tratando de tomar una decisión. Cuando Madeleine respondió, lo hizo con otra pregunta, una vez más pronunciada en voz tan baja que él apenas la oyó.

– ¿Se trata de Danny?

David sintió el latido del corazón en el cuello, en la cabeza, en las manos.

– ¿Qué? ¿Qué tiene que ver con Danny? -No quería una respuesta, al menos en ese momento, cuando tenía tanto que hacer.

– Oh, David.

Podía imaginarla mientras sacudía la cabeza con tristeza, decidida a abordar el tema más difícil de todos. Una vez que Madeleine abría una puerta, invariablemente la cruzaba.

Ella respiró someramente e insistió.

– Antes de que mataran a Danny, tu trabajo era la parte más importante de tu vida. Después, fue la única parte. La única parte. No has hecho nada más que trabajar en los últimos quince años. En ocasiones siento que estás tratando de compensar algo, de olvidar algo…, de resolver algo. -Su inflexión tensa hizo que la palabra «resolver» sonara como el síntoma de una enfermedad.

Procuró mantener el equilibrio aferrándose a los hechos que tenía a mano.

– Voy a ir a Wycherly a ayudar a capturar al hombre que mató a Mark Mellery.

Oyó su voz como si perteneciera a otra persona alguien mayor, aterrorizado, rígido, alguien que trataba de parecer razonable.

Madeleine no hizo caso de lo que él dijo y continuó su propio hilo de pensamiento.

– Esperaba que si abríamos la caja, si mirábamos sus dibujos…, podríamos despedirnos de él juntos. Pero tú no dices adiós, ¿verdad? Nunca dices adiós a nada.

– No sé de qué estás hablando -protestó.

Pero no era verdad. Cuando habían estado a punto de trasladarse desde la ciudad a Walnut Crossing, Madeleine había pasado horas diciendo adiós. No sólo a los vecinos, sino también a la casa, a cosas que dejaban atrás, plantas de interior. A Gurney le sacó de quicio. Se quejó de su sentimentalismo, dijo que hablar a objetos inanimados era raro, una pérdida de tiempo, una distracción que sólo estaba complicando su partida. Pero era algo más que eso. Su conducta estaba tocándole una fibra que no quería que le tocaran, y ahora ella había vuelto a poner el dedo en la llaga, al referirse a la parte de él que nunca quería decir adiós, que no podía afrontar la separación.

– Guardas las cosas para no verlas -estaba diciendo ella. -Pero no se han ido, la verdad es que no las has soltado. Has de mirar la vida de Danny y soltarla. Pero obviamente no quieres hacerlo. Sólo quieres… ¿qué, David? ¿Qué? ¿Morir?

Hubo un largo silencio.

– Quieres morir -repitió ella. -Es eso, ¿no?

Él sintió la clase de vacío que imaginaba propio del ojo de un huracán, una emoción que se siente como un vacío.

– Tengo trabajo que hacer-. Era una respuesta banal, estúpida, en realidad. No sabía por qué se molestaba en decirla.

Siguió un largo silencio.

– No -dijo ella suavemente, tragando otra vez-. No has de seguir haciendo esto-. Luego, de un modo apenas audible, añadio-: O quizá sí. Quizá mi esperanza era vana.

David no encontraba las palabras, no encontraba las ideas.

Se quedó sentado un buen rato, con la boca entreabierta, respirando deprisa. En cierto momento no estaba seguro de cuándo, la conexión telefónica se había interrumpido. Esperó en una especie de caos vacío a que se le ocurriera una idea tranquilizadora, una idea que pudiera convertir en acción.

Sin embargo, lo que percibió fue una sensación de absurdo patética: la idea de que incluso en el momento en que él y Madeleine estaban emocionalmente desnudos, aterrorizados, se hallaban literalmente a cientos de kilómetros de distancia, en estados diferentes, expuestos al espacio vacío, a teléfonos móviles.

Lo que también se le ocurrió era que había fracasado al no mencionarlo, al no revelarlo. No había dicho ni una palabra sobre su estupidez, sobre el matasellos, aquello que podía señalar al asesino dónde vivían, no le explicó que el descuido se derivaba de su concentración obsesiva en la investigación. Con esa idea llegó un eco repugnante: se dio cuenta de que quince años atrás una preocupación similar por una investigación había sido determinante en la muerte de Danny, quizá la causa última. Era notorio que Madeleine hubiera relacionado esa muerte con su reciente obsesión. Notorio e inquietantemente agudo.

Sentía que tenía que llamarla otra vez, reconocer su error el peligro que había creado para advertirla. Marcó su número, esperó la voz de bienvenida. El teléfono sonó, sonó y sonó. Por fin oyó la voz de su propio mensaje grabado un poco cortante, casi adusto, poco afable luego el bip.

– ¿Madeleine? ¿Madeleine estás ahí? Por favor, cógelo si estás ahí.

Sintió náuseas. No se le ocurrió nada que decir que tuviera sentido con un mensaje de un minuto, nada que no fuera a causar más daño del que podía impedir, nada que no creara pánico y confusión. Lo que terminó diciendo fue:

– Te quiero. Ten cuidado. Te quiero.

Entonces hubo otro bip y una vez más se perdió la conexión.

Se quedó sentado, dolorido y confundido, y miró el puesto de verduras destartalado. Sentía que podía dormir un mes o más. Para siempre sería mejor. Pero eso no tenía sentido. Era la clase de idea peligrosa que causaba que los hombres agotados se tumbaran en la nieve del Ártico y murieran congelados.

Tenía que recuperar la concentración. Debía seguir moviéndose. Empujarse hacia delante. Poco a poco, sus ideas empezaron a focalizarse en la tarea inacabada que lo esperaba. Había trabajo que hacer en Wycherly. Un loco al que detener. Vidas que salvar. La de Gregory Dermott, la suya, quizás incluso la de Madeleine. Puso en marcha el coche y siguió conduciendo.


La dirección a la cual finalmente lo condujo el GPS pertenecía a una casa corriente, de estilo colonial, situada al fondo de un enorme aparcamiento, en una carretera secundaria con escaso tráfico y sin aceras. Un alto y denso seto rodeaba los lados izquierdo, trasero y derecho de la propiedad, lo que proporcionaba intimidad a la casa. Un seto de boj, hasta la altura del pecho, recorría la parte delantera, salvo la abertura del sendero de entrada. Había coches de Policía por todas partes más de una docena, calculó Gurney, estacionados ante el seto en todos los ángulos y obstruyendo parcialmente la carretera. La mayoría de ellos llevaban la insignia del Departamento de Policía de Wycherly. Tres no llevaban ese distintivo, sólo luces rojas destellantes encima de los salpicaderos. Se echaba en falta algún vehículo de la Policía estatal de Connecticut, aunque quizá no era tan sorprendente. Si bien podría no ser el enfoque más inteligente o el más eficaz, Gurney comprendía que un departamento local quisiera mantener el control cuando la víctima era uno de los suyos. Cuando con su vehículo enfiló un pequeño hueco de césped libre al borde del asfalto, un enorme policía uniformado empezó a señalarle con una mano una ruta en torno a los coches patrullas aparcados al tiempo que con la otra le indicaba con urgencia que saliera del lugar donde estaba tratando de aparcar. Gurney bajó del coche y sacó su identificación cuando se acercó el agente mamut, tenso y con los labios apretados. Los enormes músculos del cuello, en guerra con una camisa una talla demasiado pequeña, daban la sensación de extenderse hasta sus mejillas.

Examinó la tarjeta en la cartera de Gurney durante un minuto largo con creciente incomprensión.

– Aquí pone estado de Nueva York anunció al fin.

– Estoy aquí para ver al teniente Nardo -dijo Gurney.

El policía le clavó una mirada tan dura como los pectorales que se marcaban bajo su camisa, luego se encogió de hombros.

– Está dentro.

Al inicio del largo sendero, en un palo de la misma altura que el buzón de correos, había un letrero de metal beis con letras negras: GD Security Systems. Gurney pasó por debajo de la cinta policial amarilla con la que habían rodeado toda la propiedad. Curiosamente, fue la frialdad de la cinta al rozarle el cuello lo que le hizo pensar por primera vez en el frío que hacía aquel día. Era crudo, gris, sin viento. Trozos de nieve, previamente fundida y congelada de nuevo, se acumulaban en las zonas de sombra, a los pies de los setos de boj y tuya. A lo largo del camino había placas de hielo que llenaban los pequeños baches en la superficie asfaltada.

Había una versión más discreta del cartel GD Security Systems fijado en el centro de la puerta de la casa. En un lateral, un adhesivo indicaba que la casa estaba protegida por Axxon Silent Alarms. Al alcanzar los escalones de ladrillo del porche de entrada con columnas, se abrió la puerta que tenía delante. No fue un gesto de bienvenida. De hecho, el hombre que abrió la puerta salió y cerró tras de sí. Sólo percibió de manera periférica la presencia de Gurney mientras hablaba con sonora irritación por un teléfono móvil. Era compacto, de complexión atlética, de unos cincuenta años, con un rostro duro y afilado, de mirada airada. Llevaba un cazadora negra con la palabra Policía escrita en grandes letras amarillas en la espalda.

– ¿Me oyes? -Se alejó del porche hacia el césped mustio y congelado-. ¿Me oyes ahora…? Bien. He dicho que necesito otro técnico en la escena lo antes posible… No, eso no sirve, he dicho que necesito uno ahora mismo… Ahora, antes de que anochezca. Ahora, ahora. ¿Qué parte de la palabra no entiendes? Bien. Gracias. Te lo agradezco.

Pulsó el botón de desconectar la llamada y negó con la cabeza.

– Idiota. -Miró a Gurney-. ¿Quién coño es usted?

Gurney no reaccionó al tono agresivo. Comprendía de dónde salía. Siempre había una concentración de emociones exaltadas en la escena del crimen de un policía asesinado, una suerte de rabia tribal apenas controlada. Además, reconoció la voz del hombre que había enviado al agente a la casa de Dermott: John Nardo.

– Soy Dave Gurney, teniente.

Un montón de cosas parecieron pasar muy deprisa por la mente de Nardo, la mayoría de ellas negativas. Lo único que dijo fue:

– ¿A qué ha venido?

Una pregunta muy sencilla. Y Gurney no estaba seguro de saber ni siquiera una fracción de la respuesta. Decidió optar por la brevedad.

– Dice que nos quiere matar a Dermott y a mí. Bueno, Dermott está aquí. Ahora yo estoy aquí. Todo el cebo que ese cabrón puede desear. Quizás intente actuar y podamos acabar con esto.

– ¿Eso le parece? -El tono de Nardo estaba lleno de hostilidad sin un objetivo claro.

– Si quiere -dijo Gurney-puede ponerme al corriente de lo que ha descubierto aquí.

– ¿Lo que he descubierto aquí? He descubierto que el policía que envié a esta casa a petición suya está muerto. Gary Sissek. A dos meses de la jubilación. He descubierto que su cabeza estaba casi cortada por una botella de whisky rota. He descubierto un par de botas al lado de una puta silla plegable detrás del seto. Hizo un ademán un poco exagerado hacia la parte de atrás. Dermott nunca había visto la silla antes. Su vecino tampoco la había visto nunca. Entonces, ¿de dónde coño ha salido? ¿Este loco de atar se ha traído una silla plegable?

Gurney asintió.

– De hecho, la respuesta es que es muy probable que sí. Parece formar parte de un único modus operandi. Como la botella de whisky. ¿Por casualidad era Four Roses?

Nardo lo miró, inexpresivo al principio, como si hubiera un ligero retraso en la transmisión de la cinta.

– Joder -dijo-, será mejor que entre.

La puerta daba a un amplio pasillo vacío. Sin muebles, sin alfombras, sin imágenes en las paredes, sólo un extintor y un par de alarmas de incendio. Al final del pasillo estaba la puerta trasera, detrás de la cual, supuso Gurney, se hallaba el porche donde Gregory Dermott había descubierto esa mañana el cadáver del policía. Voces solapadas sugerían que el equipo que estaba registrando la escena del crimen todavía estaba ocupado, en el patio de atrás.

– ¿Dónde está Dermott? -preguntó Gurney.

Nardo levantó el pulgar hacia el techo.

– En la habitación. Tiene migrañas, y éstas le dan náuseas. No está de muy buen humor que digamos. Bastante mal estaba antes de la llamada telefónica que le decía que era el siguiente, pero entonces… ¡Jesús!

Gurney tenía preguntas, a montones, pero parecía mejor dejar que Nardo marcara el ritmo. Miró a su alrededor y observó lo que se veía del piso de abajo. Al otro lado del umbral que tenía a su derecha había una gran habitación con paredes blancas y suelo de madera. Vio media docena de ordenadores colocados uno al lado del otro en una larga mesa en el centro de la sala. Teléfonos, faxes, impresoras, escáneres, discos duros auxiliares y otros periféricos cubrían otra larga mesa situada contra la pared del fondo. En la misma pared del fondo también había otro extintor. En lugar de una alarma de humos, había un sistema incorporado de rociadores antiincendios. Sólo había dos ventanas, demasiado pequeñas para el espacio, una en la parte delantera y otra en la trasera, lo que daba una sensación de túnel a pesar de la pintura blanca.

– Dirige su empresa de informática desde aquí y vive arriba. Usaremos la otra sala -dijo Nardo, que indicó una puerta situada al otro lado del pasillo.

La sala, de similar aspecto inhóspito y puramente funcional, era la mitad de larga que la otra y sólo tenía una ventana a un lado, lo cual daba más la sensación de cueva que de túnel. Nardo pulsó un interruptor cuando entraron y cuatro bombillas empotradas en el techo convirtieron la cueva en una caja blanca que contenía archivadores contra una pared, una mesa con dos ordenadores contra la otra pared, una mesa con una cafetera y un microondas contra una tercera pared, así como una mesa cuadrada vacía con dos sillas en medio del cuarto. La habitación tenía tanto sistema de rociadores como sensor de humos. Le recordó a Gurney una versión más limpia de la sombría sala de interrogatorios de su última comisaría. Nardo se sentó en una de las sillas e hizo un gesto a Gurney para que tomara asiento en la otra. Se masajeó las sienes durante un minuto largo, como si tratara de sacudirse la tensión. A juzgar por la expresión de sus ojos, el masaje no estaba funcionando.

– No me creo ese rollo del cebo -dijo, arrugando la nariz como si la palabra «cebo» oliera mal.

Gurney sonrió.

– Es cierto en parte.

– ¿Cuál es la otra parte?

– No estoy seguro.

– ¿Viene aquí para ser un héroe?

– No lo creo. Tengo la sensación de que mi presencia aquí puede ayudar.

– ¿Sí? ¿Y si yo no comparto esa sensación?

– Es su caso, teniente. Si quiere que me vaya a casa, me voy.

Nardo le dedicó otra mirada cínica. Al final pareció cambiar de idea, al menos de un modo tentativo.

¿La botella de Four Roses forma parte del modus operandu

Gurney asintió.

Nardo respiró hondo. Tenía aspecto de que le dolía todo el cuerpo, o de que le dolía todo el mundo.

– Muy bien, detective. Quizá será mejor que me cuente todo lo que no me ha contado.

48

Una casa con historia

Gurney habló de las huellas hacia atrás en la nieve, de los poemas, de la voz antinatural en el teléfono, de los dos inquietantes trucos numéricos, del pasado de alcoholismo de las víctimas, de su tortura mental, de los retos hostiles a la Policía, de el mensaje «redrum» en la pared y del registro del «señor y señora Scylla» en The Laurels, de la elevada inteligencia y del orgullo desmedido del asesino. Continuó proporcionando detalles de los tres asesinatos hasta que le pareció que Nardo estaba a punto de dejar de prestarle atención. Entonces concluyó con lo que consideraba más importante:

– Quiere probar dos cosas. Primero, que tiene el poder de controlar y castigar a los borrachos. Segundo, que los policías son tontos de solemnidad. Sus crímenes están construidos de manera intencionada como elaborados juegos, enigmas. Es brillante, obsesivo, meticuloso. Hasta el momento no ha dejado ni una sola huella dactilar inadvertida, ningún pelo ni gota de saliva ni fibra de ropa o huella no planificada. No ha cometido ningún error que hayamos descubierto. El hecho es que sabemos muy poco de él que no haya decidido revelarnos, de sus métodos, de sus motivos. Con una posible excepción.

Nardo levantó una ceja cauta pero curiosa.

– Cierta doctora Holdenfield, que ha escrito el estudio más actual sobre asesinos en serie, cree que ha alcanzado una fase crítica en el proceso y que está a punto de acometer algún tipo de acción culminante.

Los músculos de la mandíbula de Nardo se tensaron. Habló con feroz contención.

– ¿Lo que convertiría el asesinato de mi amigo en el porche de atrás en una vuelta de calentamiento?

No era la clase de pregunta que uno pudiera o debiera responder. Los dos hombres se quedaron sentados en silencio hasta que un ligero sonido, quizás el de una respiración irregular, atrajo simultáneamente la atención de los dos hombres hacia el umbral. Era el gigantón tamaño NFL que antes había estado custodiando el sendero de entrada. Parecía que le estuvieran arrancando una muela.

Nardo se dio cuenta de lo que se avecinaba.

– ¿Qué, Tommy?

– Han encontrado a la mujer de Gary.

– Oh, Dios mío. Vale. ¿Dónde está?

– De camino a casa desde el garaje municipal. Conduce el autobús escolar.

– Sí, sí. ¡Mierda! Debería ir yo, pero no puedo salir de aquí ahora mismo. ¿Dónde coño está el jefe? ¿Aún no lo ha encontrado nadie?

– Está en Cancún.

– Joder, ya sé que está en Cancún, pero ¿por qué coño no revisa sus mensajes?- Nardo respiró hondo y cerró los ojos-. Hacker y Picardo probablemente eran los más cercanos a la familia. ¿Picardo no es primo de la mujer? Cielo santo, envía a Hacker y Picardo. Pero dile a Hacker que venga a verme antes.

El joven y gigante policía se fue con el mismo silencio con que había entrado.

Nardo volvió a respirar hondo. Empezó hablando como si le hubieran dado una patada en la cabeza y esperara que hablar fuera a ayudarle a aclarar sus ideas.

– Así que me está diciendo que eran todos alcohólicos. Bueno, Gary Sissek no era alcohólico, ¿qué significa esto?

– Era policía. Quizá con eso baste. O tal vez se interpuso en el ataque planeado a Dermott. O quizás haya otra conexión.

– ¿Qué otra conexión?

– No lo sé.

La puerta de atrás se cerró de golpe, se oyeron pisadas que se acercaban con rapidez y un hombre nervudo de paisano apareció en la puerta.

– ¿Quería verme?

– Lamento hacerte esto, pero necesito que tú y Picardo…

– Lo sé.

– Bueno. Bien. Da información sencilla. Lo más sencilla que puedas: «Acuchillado fatalmente cuando protegía a víctima de un ataque. Muerte heroica». Algo así, por el amor de Dios. Lo que quiero decir es que omitas detalles espantosos. Nada de charcos de sangre. ¿Entiendes lo que trato de decirte? Los detalles puede conocerlos después, si es preciso. Pero por el momento…

– Lo entiendo, señor.

Bien. Mira, siento no poder hacerlo yo. La verdad es que no puedo salir. Dile que pasaré por su casa esta noche.

– Sí, señor.

El hombre hizo una pausa en el umbral hasta que quedó claro que Nardo no tenía nada más que decir; luego regresó por el mismo camino por el que había venido y cerró la puerta tras de sí, esta vez más silenciosamente.

Una vez más, Nardo se concentró en su conversación con Gurney.

– ¿Me estoy perdiendo algo o se está basando en hipótesis? No sé, corríjame si me equivoco, pero no he oído nada de una lista de sospechosos, de hecho, no se ha seguido ninguna pista concreta.

– Más o menos.

– Y esta cantidad de indicios físicos (sobres, notas, tinta roja, botas, botellas rotas, huellas de pisadas, llamadas telefónicas grabadas, registro de transmisiones de torres de móviles, cheques devueltos, incluso mensajes escritos en aceite de piel de las yemas de los dedos de este chiflado), ¿nada de eso condujo a ninguna parte?

– Es una manera de verlo.

Nardo negó con la cabeza de una manera que se estaba convirtiendo en hábito.

– En resumen, no sabe a quién está buscando ni cómo encontrarlo.

Gurney sonrió.

– Quizá por eso estoy aquí.

– ¿Por qué?

– Porque no tengo ni idea de adonde más ir.

Era un reconocimiento simple de un hecho simple. La satisfacción intelectual que proporcionaba comprender los detalles del modus operandi del asesino era poco importante en relación con el estancamiento de la cuestión central, tal y como de un modo tan claro había expresado Nardo. Gurney tenía que afrontar el hecho de que a pesar de su ingeniosa percepción de los misterios secundarios del caso, estaba casi igual de lejos de identificar y capturar al asesino como lo había estado la mañana en que Mark Mellery le llevó aquellas primeras notas desconcertantes y le pidió su ayuda.

Hubo un pequeño cambio en la expresión de Nardo, una relajación de la tensión.

– Nunca hemos tenido un asesinato en Wycherly -dijo-. Al menos no uno de verdad. Un par de homicidios, un par de muertos en carretera, un accidente de caza cuestionable. Nunca hubo aquí un homicidio que no implicara al menos a un capullo completamente ebrio. Al menos en los últimos veinticuatro años.

– ¿Ése es el tiempo que lleva en la Policía?

– Sí. Sólo un tipo en el departamento llevaba más tiempo que yo y es…, era… Gary. Estaba a punto de cumplir veinticinco. Su mujer quería que se retirara a los veinte, pero supuso que si se quedaba otros cinco años… ¡Maldición! -Nardo se limpió los ojos-. No perdemos a muchos hombres en acto de servicio -dijo, como si sus lágrimas necesitaran una explicación.

Gurney estuvo tentado de decir que sabía lo que era perder un compañero. Había perdido dos en una detención que salió mal. En cambio, se limitó a asentir de modo compasivo.

Al cabo de alrededor de un minuto, Nardo se aclaró la garganta.

– ¿Tiene algún interés en hablar con Dermott?

– La verdad es que sí. Pero no quiero interponerme.

– No lo hará -dijo Nardo con voz forzada, compensando, supuso Gurney, su momento de debilidad. Luego añadió en un tono más normal-: Ha hablado con este tipo por teléfono, ¿verdad?

– Claro.

– Así que sabe quién es.

– Sí.

– O sea, que no me necesita en la habitación. Sólo infórmeme cuando termine.

– Como quiera, teniente.

– Puerta de la derecha en lo alto de la escalera. Buena suerte.

Al subir por la escalera de roble, Gurney se preguntó si la planta de arriba revelaría más cosas sobre la personalidad del ocupante que la planta baja, que no tenía más calidez o estilo que el equipamiento informático que albergaba. El rellano de lo alto de la escalera repetía la decoración del piso de abajo: un extintor en la pared, una alarma de humos y rociadores en el techo. Gurney estaba formándose la impresión de que Gregory Dermott era sin duda un tipo obsesionado con la seguridad. Llamó a la puerta que Nardo le había indicado.

– ¿Sí? -La respuesta sonó dolorida, brusca, impaciente.

– Investigador especial Gurney, señor Dermott. ¿Puedo verle un momento?

Hubo una pausa.

– ¿Gurney?

– Dave Gurney. Hemos hablado por teléfono.

– Pase.

Gurney abrió la puerta y entró en una habitación oscurecido da por persianas medio cerradas. Estaba amueblada con una cama, una mesita de noche, una cómoda, un sillón y un escritorio apoyado contra la pared con una silla plegable delante de él. Toda la madera era oscura. El estilo era contemporáneo, de gama alta. La colcha y la alfombra eran grises, marrón claro, prácticamente sin color. El ocupante de la habitación estaba en el sillón situado frente a la puerta, sentado ligeramente inclinado hacia un lado, como si hubiera encontrado una posición extraña que mitigara su malestar. A Gurney le pareció el típico técnico informático. Con la escasa luz, su edad era menos definible. Treinta y tantos sería una hipótesis razonable.

Después de examinar los rasgos de Gurney como si tratara de discernir en ellos la respuesta a una pregunta, Dermott preguntó en voz baja.

– ¿Se lo han contado?

– ¿Contarme qué?

– La llamada telefónica… del asesino loco.

– He oído eso. ¿Quién contestó la llamada?

– ¿Responder? Supongo que uno de los agentes. Uno de ellos vino a buscarme.

– ¿El que llamaba preguntó por usted, por su nombre?

– Supongo…, no lo sé… Qué sé yo, supongo que sí. El agente dijo que la llamada era para mí.

– ¿Había algo familiar en la voz del que llamaba?

– No era normal.

– ¿Qué quiere decir?

– Desequilibrada. Subía y bajaba, alta como la voz de una mujer, luego grave. Acentos extraños. Como si fuera una broma siniestra, pero también seria. Se presionó las sienes con las yemas de sus dedos. Dijo que yo era el siguiente…, y después usted. Parecía más exasperado que aterrorizado.

– ¿Había algún sonido de fondo?

– ¿Qué?

– ¿Oyó algo más aparte de la voz del que llamaba? ¿Música, tráfico, otras voces?

– No. Nada.

Gurney asintió, echando un vistazo a la habitación.

– ¿Le importa que me siente?

– ¿Qué? No, adelante-. Dermott hizo un gesto amplio, como si la habitación estuviera llena de sillas.

Gurney se sentó al borde de la cama. Tenía la intensa sensación de que Gregory Dermott tenía la clave del caso. Si al menos se le ocurriera la pregunta adecuada. El tema adecuado que sacar. Por otro lado, en ocasiones lo mejor era no decir nada. Crear un silencio, un espacio vacío, y ver cómo el otro tipo elegía llenarlo. Se sentó un buen rato mirando la moqueta. Era un método que requería paciencia. También precisaba juicio para saber cuándo más silencio vacío ya sería una pérdida de tiempo. Estaba llegando a ese punto cuando habló Dermott.

– ¿Por qué yo?

El tono era nervioso, enfadado, una queja, no una pregunta, y Gurney eligió no responder. Al cabo de unos segundos, Dermott continuó.

– Pensaba que podría tener algo que ver con esta casa-. Hizo una pausa-. Deje que le pregunte algo, detective. ¿Conoce personalmente a alguien del Departamento de Policía de Wycherly?

– No. -Estuvo a punto de preguntar la razón de la pregunta, pero supuso que enseguida la descubriría.

– ¿A nadie, ni en el presente ni en el pasado?

– A nadie. -Viendo algo en los ojos de Dermott que parecía exigir más garantías, añadio-: Antes de que viera en la carta a Mark Mellery las instrucciones para enviar el cheque, ni siquiera sabía que existiera Wycherly.

– ¿Y nadie le dijo nada de algo que ocurrió en esta casa?

– ¿Algo que ocurrió?

– En esta casa. Hace mucho tiempo.

– No -dijo Gurney, intrigado.

Su incomodidad parecía exceder los efectos del dolor de cabeza.

– ¿Qué fue lo que ocurrió?

– Es todo información indirecta -dijo Dermott-, pero justo después de que compré esta casa, uno de los vecinos me dijo que hace veintitantos años hubo una pelea horrible aquí, al parecer entre marido y mujer, y acuchillaron a la mujer.

– ¿Y ve alguna conexión…?

– Podría ser coincidencia, pero…

– ¿Sí?

– Casi lo había olvidado. Hasta hoy. Esta mañana cuando encontré… -Sus labios se estiraron en una especie de espasmo de náusea.

– Tómese su tiempo -dijo Gurney.

Dermott colocó ambas manos en sus sienes.

– ¿Lleva una pistola?

– Tengo una.

– Quiero decir encima.

– No. No he llevado pistola desde que abandoné el Departamento de Policía de Nueva York. Si le preocupa la seguridad, hay más de una docena de policías armados a cien metros de esta casa dijo Gurney.

No pareció particularmente tranquilizado.

– Estaba diciendo que recordó algo.

Dermott asintió.

– Me había olvidado de ello, pero me acordé cuando vi… toda esa sangre.

– ¿Qué recordó?

– A la mujer a la que acuchillaron en esta casa, la acuchillaron en el cuello.

49

Matarlos a todos

Habian pasado hacía «veintitantos años», lo que significaba que la cifra bien podría ser inferior a veinticinco, y eso, a su vez, implicaría que tanto John Nardo como Gary Sissek habrían estado en el cuerpo de Policía en el momento de la agresión. Aunque la imagen distaba mucho de ser clara, Gurney sintió que otra pieza del puzle giraba para colocarse en su sitio. Tenía más preguntas para Dermott, pero podían esperar hasta que obtuviera respuestas del teniente.

Lo dejó allí, sentado con rigidez en su silla, junto a las persianas corridas, con aspecto de estar tenso e incómodo. Cuando empezó a bajar la escalera, se topó con una mujer con un mono de investigadora de escena del crimen y guantes de látex. Estaba en el pasillo de abajo, preguntando a Nardo qué hacer a continuación con las zonas del exterior de la casa que habían sido examinadas en busca de indicios.

– No retiréis la cinta, por si acaso hemos de volver a ellas. Llevaos a comisaría la silla, la botella y todo lo que tengáis. Preparad la parte de atrás de la sala como archivo.

– ¿Y todo lo que hay encima de la mesa?

– Dejadlo en el despacho de Colbert por el momento.

– No le va a gustar.

– Me importa un… Mira, ocúpate de ello.

– Sí, señor.

– Antes de irte, dile a Big Tommy que se quede en la puerta de la casa, y a Pat que esté junto al teléfono. Quiero a todos los demás yendo de puerta en puerta. Quiero saber si alguien del barrio vio u oyó algo fuera de lo común en los últimos dos días, sobre todo anoche a última hora o a primera hora de hoy: desconocidos, coches aparcados donde no suelen estar aparcados, cualquiera que estuviera paseando, alguien con prisa, lo que sea.

– ¿Qué radio hemos de cubrir?

Nardo miró su reloj.

– Lo que podáis abarcar en seis horas. Entonces decidiremos qué hacer. Si surge algo de interés, quiero que me informéis de inmediato.

Al tiempo que ella partía a cumplir su misión, Nardo se volvió hacia Gurney, que estaba al pie de la escalera.

– ¿Ha descubierto algo útil?

– No estoy seguro -dijo Gurney en voz baja, haciendo una seña a Nardo para que lo siguiera a la sala en la que se habían sentado antes-. A lo mejor puede ayudarme.

Se sentó en la silla orientada hacia la puerta. Nardo se quedó de pie detrás de la silla que estaba al otro lado de la mesa cuadrada. Su expresión era una combinación de curiosidad y de algo indescifrable.

– ¿Sabe que acuchillaron a alguien en esta casa?

– ¿De qué demonios está hablando?

– Poco después de que Dermott comprara la casa, un vecino le dijo que una mujer que había vivido aquí había sido agredida por su marido.

– ¿Cuántos años hace de eso?

Gurney estaba seguro de que había visto un destello de reconocimiento en los ojos de Nardo.

– Quizá veinte, quizá veinticinco. Más o menos.

Al parecer era la respuesta que esperaba. Suspiró y negó con la cabeza.

– No había pensado en eso desde hace mucho tiempo. Sí, hubo una agresión doméstica, veinticuatro años atrás. Poco después de que ingresara en el departamento. ¿Qué ocurre con eso?

– ¿Recuerda los detalles?

– Antes de meternos por el callejón de los recuerdos, ¿le importa decirme la relevancia de esta cuestión?

– A la mujer que agredieron la acuchillaron en la garganta.

– ¿Y se supone que eso significa algo? -Hubo un giro en la comisura de la boca de Nardo.

– Han agredido a dos personas en esta casa. De todas las formas en que alguien puede ser atacado, me suena a notable coincidencia que a las dos personas las acuchillaran en la garganta.

– Está haciendo que estas cosas suenen igual por la forma en que las dice, pero no tienen nada en común. ¿Qué demonios tiene que ver un agente de policía asesinado en labores de protección hoy con un altercado doméstico de hace veinticuatro putos años?

Gurney se encogió de hombros.

– Si supiera algo más del altercado tal vez podría decírselo.

– Bien. Vale. Le diré lo que sé, que no es mucho-. Nardo hizo una pausa, mirando la mesa, o quizá al pasado-. No estaba de servicio esa noche.

«Un obvio descargo de responsabilidad pensó Gurney. ¿Por qué la historia requiere ese descargo?»

– Así que sobre todo es de oídas -continuó Nardo-. Como en la mayoría de los casos de violencia doméstica, el marido estaba borracho como una cuba, discutió con su mujer, aparentemente cogió una botella y le golpeó con ella. Creo que la botella se rompió, ella se cortó, eso es todo.

Gurney sabía perfectamente que eso no era todo. La única cuestión era cómo soltar el resto de la historia. Una de las reglas no escritas del trabajo era decir lo menos posible, y Nardo estaba obedeciendo a la perfección esa regla. Sintiendo que no había tiempo para un enfoque sutil, Gurney decidió tirarse de cabeza.

– Teniente, eso es una gilipollez -dijo, apartando la mirada en ademán de asco.

– ¿Una gilipollez? -La voz de Nardo había subido amenazadoramente sólo por encima del susurro.

– Estoy seguro de que lo que me ha contado es verdad. El problema es lo que me estoy perdiendo.

– A lo mejor lo que se está perdiendo no es asunto suyo. -Nardo aún sonaba duro, pero parte de la confianza había desaparecido de la escena.

– Mire, no soy un capullo entrometido de otra jurisdicción. Gregory Dermott ha recibido una llamada esta mañana en la que se amenaza mi vida. Mi vida. Si hay alguna posibilidad de que lo que está pasando aquí esté relacionado con su llamado altercado doméstico de hace veinticuatro años, será mejor que lo sepa ahora mismo.

Nardo se aclaró la garganta y levantó la mirada al techo como si allí pudieran aparecer las palabras adecuadas, o como si hubiera una salida de emergencia.

Gurney añadió en un tono más suave.

– Puede empezar por decirme los nombres de las personas implicadas.

Nardo asintió con la cabeza, apartó la silla junto a la cual había estado de pie y se sentó.

– Jimmy y Felicity Spinks. -Sonó resignado a una verdad desagradable.

– Ha dicho los nombres como si los conociera muy bien.

– Sí, bueno. La cuestión… -En algún lugar de la casa sonó un teléfono. Nardo pareció no oírlo-. La cuestión es que Jimmy bebía un poco. Más que un poco, supongo. Una noche llegó borracho a casa, se enzarzó en una pelea con Felicity. Como he dicho, terminó por cortarle con una botella rota. Ella perdió mucha sangre. Yo no lo vi, no estaba de servicio esa noche, pero los tipos que estaban de servicio hablaron de la sangre durante una semana. -Nardo estaba otra vez mirando la mesa.

– ¿Ella sobrevivió?

– ¿Qué? Sí, sí, sobrevivió por los pelos. Daños cerebrales.

– ¿Qué le ocurrió?

– ¿Qué le ocurrió? Creo que la llevaron a una clínica.

– ¿Y al marido?

Nardo vaciló. Gurney no sabía si estaba pasando un mal rato al recordarlo, o si simplemente no quería hablar de ello.

– Alegó defensa propia -lo dijo con evidente desagrado-. Terminó aceptando un acuerdo. Sentencia reducida. Perdió el trabajo. Se fue de la ciudad. Los Servicios Sociales se ocuparon de su hijo. Fin de la historia.

La intuición de Gurney, sensibilizada por millares de interrogatorios, le decía que aún le faltaba algo. Esperó, observando el desasosiego de Nardo. De fondo oyó una voz intermitente, quizá la voz de la persona que había respondido al teléfono, pero no logró distinguir las palabras.

– Hay algo que no entiendo -dijo-: ¿cuál es el problema con esta historia? ¿Por qué se muestra reticente?

Nardo miró a los ojos a Gurney.

– Jimmy Spinks era policía.

El estremecimiento que recorrió el cuerpo de Gurney trajo consigo media docena de preguntas urgentes, pero antes de que pudiera responder ninguna de ellas, una mujer de mandíbula cuadrada y con el cabello rubio rojizo muy corto apareció de repente en el umbral. Llevaba téjanos y un polo oscuro. Tenía una Glock en una funda sin cierre bajo la axila izquierda.

– Señor, acabamos de recibir una llamada de la que ha de estar informado. Un «inmediatamente» no pronunciado destelló en sus ojos.

Con aspecto aliviado por aquella interrupción, Nardo dedicó toda su atención a la recién llegada y esperó a que continuara. En lugar de hacerlo, ella miró con incertidumbre hacia Gurney.

– Está con nosotros -dijo Nardo sin placer-. Adelante.

Echó una segunda mirada a Gurney, no más amistosa que la primera, luego avanzó hasta la mesa y dejó una grabadora digital en miniatura delante de Nardo. Era del tamaño de un iPod.

– Está todo aquí, señor.

Él vaciló un momento, miró el aparato con ojos entrecerrados y pulsó un botón. La reproducción se inició de inmediato. La calidad era excelente.

Gurney reconoció la primera voz como la de la mujer que se hallaba de pie delante de él.

GD Security Systems. Aparentemente la habían instruido para que respondiera el teléfono de Dermott como si fuera una empleada.

La segunda voz le era extraña y perfectamente familiar, pues la había escuchado en la llamada de Mark Mellery. Parecía que había pasado mucho tiempo. Cuatro muertes de distancia, asesinatos que habían sacudido su noción del tiempo: Mark en Peony, Albert Schmitt en el Bronx, Richard Kartch en Sotherton (Richard Kartch, ¿por qué ese nombre siempre llevaba consigo una sensación incómoda?) y el agente Gary Sissek en Wycherly.

No había lugar a dudas en el extraño cambio de tono y acento.


– Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría? preguntó la voz con la amenazadora entonación del villano de una película de terror.

– ¿Disculpe? -La policía de la grabación sonó desconcertada.

La voz repitió con más insistencia.

– Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría?

– Lo siento, ¿puede repetir eso? Creo que tenemos una mala conexión. ¿Está usando un móvil?


La agente intercaló un rápido comentario dirigido a Nardo.

– Sólo estaba tratando de prolongar la llamada, como usted dijo, hacerle hablar lo más posible.

El policía asintió. La grabación continuó.


– Si pudiera oír a Dios, ¿qué me diría?

– No lo entiendo, señor. ¿Puede explicar qué quiere decir?

La voz, de repente atronadora, anunció:

– Dios me diría que los mate a todos.

– ¿Señor? Estoy desconcertada. ¿Quiere que anote este mensaje y se lo pase a alguien?

Hubo una risa aguda, como celofán arrugado.

Es el Día del Juicio, todo acabó. / Dermott, espabila; Gurney, más veloz. / El limpiador ya llega. Tac, toe, tac, toe.

50

Segundo registro

El primero en hablar fue Nardo.

– ¿Eso fue toda la llamada?

– Sí, señor.

Se recostó en la silla y se masajeó las sienes.

– ¿Aún no sabemos nada del jefe Meyers?

– Seguimos dejándole mensajes en el hotel, señor, y en su móvil. Todavía nada.

– ¿Supongo que el identificador de llamada estaba bloqueado?

– Sí, señor.

– Que los mate a todos, ¿eh?

– Sí, señor, ésas fueron sus palabras. ¿Quiere volver a oír la grabación?

Nardo negó con la cabeza.

– ¿A quién cree que se refiere?

– ¿Señor?

– Que los mate a todos. ¿A quién?

La agente parecía perdida. Nardo miró a Gurney.

– Sólo es una hipótesis, teniente, pero diría que es, o bien a todos los que quedan en su lista (suponiendo que la haya), o bien a todos los que estamos en la casa.

– Y ¿qué es eso de que el limpiador ya llega? -dijo Nardo-, ¿por qué el limpiador?

Gurney se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Quizá le gusta la palabra, encaja con su noción patológica de lo que está haciendo.

Los rasgos de Nardo se arrugaron en una expresión involuntaria de desagrado. Volviéndose a la agente de Policía, se dirigió a ella por su nombre por primera vez. Pat, te quiero fuera de la casa con Big Tommy. Ocupad las esquinas en diagonal, así entre los dos tendréis vigiladas todas las puertas y ventanas. Además, corre la voz: quiero a todos los agentes preparados para reunirse en esta casa al cabo de un minuto si oyen un disparo o cualquier sonido extraño. ¿Preguntas?

– ¿Estamos esperando un ataque armado, señor? Sonó esperanzada.

– No diría «esperando», pero es más que posible.

– ¿De verdad cree que ese loco cabrón sigue en la zona? -Había fuego de acetileno en sus ojos.

– Es posible. Informa a Big Tommy de la última llamada del sospechoso. Que esté superalerta.

La agente asintió con la cabeza y se marchó.

Nardo se volvió con gesto adusto hacia Gurney.

– ¿Qué le parece? ¿Cree que he de llamar a la caballería, avisar a la Policía del estado de que tenemos una situación de emergencia? ¿O esa llamada de teléfono era una bravuconada?

– Considerando el número de víctimas que hemos tenido hasta ahora, sería arriesgado suponer que es una bravuconada.

– No estoy suponiendo una puta mierda -dijo Nardo, con los labios apretados.

La tensión en la conversación condujo a un silencio.

El silencio se quebró por una voz ronca que llamaba desde el piso de arriba.

– ¿Teniente Nardo? ¿Gurney?

Nardo esbozó una mueca, como si algo se estuviera poniendo agrio en su estómago.

Quizá Dermott ha recordado algo que quiere compartir. Se hundió más en su silla.

– Iré a ver -dijo Gurney.

Salió al pasillo. Dermott estaba de pie en la puerta de su dormitorio, en lo alto de la escalera. Parecía impaciente, airado, exhausto.

– ¿Puedo hablar con ustedes…, por favor? -El «por favor» no lo dijo con amabilidad.

Parecía demasiado nervioso como para bajar la escalera, de manera que Gurney subió. Al hacerlo, se le ocurrió la idea de que aquello no era realmente una casa, era sólo una oficina con dormitorios añadidos. En el barrio en el que había nacido, era una disposición común: los tenderos vivían encima de sus tiendas, como el desdichado charcutero cuyo odio por la vida parecía incrementarse con cada nuevo cliente, o el sepulturero relacionado con la mafia con su mujer gorda y sus cuatro hijos gordos. Sólo pensar en eso le dio escalofríos.

En la puerta del dormitorio, dejó de lado esa sensación y trató de descifrar el cuadro de inquietud en el rostro de Dermott.

El hombre miró en torno a Gurney y hacia el pie de la escalera.

– ¿Se ha marchado el teniente Nardo?

– Está abajo. ¿En qué puedo ayudarle?

– He oído coches que se marchan -dijo Dermott en tono acusador.

– No van muy lejos.

Dermott asintió con expresión insatisfecha. Obviamente tenía algo in mente, pero no parecía tener prisa por llegar a la cuestión. Gurney aprovechó la oportunidad para plantear unas preguntas.

– Señor Dermott, ¿cómo se gana la vida?

– ¿Qué? -Sonó al mismo tiempo desconcertado y enfadado.

– Exactamente, ¿qué clase de trabajo hace?

– ¿Mi trabajo? Seguridad. Creo que ya hemos tenido esta conversación.

– Ya, ya -dijo Gurney, pero tal vez debería darme algunos detalles.

El suspiro expresivo de Dermott sugería que veía la petición como una irritante pérdida de tiempo.

– Mire -dijo-, he de sentarme. -Regresó a su sillón, se acomodó en él con cautela-. ¿Qué clase de detalles?

– El nombre de su compañía es GD Security Systems. ¿Qué clase de seguridad proporcionan esos sistemas y para quién?

Después de otro sonoro suspiro, dijo:

– Ayudo a las empresas a proteger información confidencial.

– Y esa ayuda, ¿de qué manera la proporciona?

– Aplicaciones de protección de bases de datos, cortafuegos, protocolos de acceso limitado, sistemas de verificación de identificación… Estas categorías cubrirían la mayoría de los proyectos que manejamos.

– ¿Manejamos?

– ¿Disculpe?

– ¿Se ha referido a proyectos que «manejamos»?

– No lo decía de un modo literal -dijo Dermott con desdén-. Es sólo una expresión corporativa.

– ¿Hace que GD Security Systems suene mayor de lo que es?

– Ésa no es la intención, se lo aseguro. A mis clientes les encanta el hecho de que trabaje solo.

Gurney asintió como si estuviera impresionado.

– Me doy cuenta de cómo eso puede ser un plus. ¿Quiénes son esos clientes?

– Clientes para los que la confidencialidad es un elemento fundamental.

Gurney sonrió de un modo inocente al tono brusco de Dermott.

– No le estoy pidiendo que revele ningún secreto. Sólo me estoy preguntando a qué clase de negocio se dedican sus clientes.

– Negocios cuyas bases de datos de clientes implican asuntos de intimidad complicados.

– Por ejemplo…

– Información personal.

– ¿Qué clase de información personal?

Por el gesto de Dermott, cualquiera habría pensado que estaba evaluando los riesgos contractuales en los que podría incurrir si iba más lejos.

– La clase de información recopilada por las compañías de seguros, compañías de servicios financieros, mutuas de salud.

– ¿Datos médicos?

– Mucho de eso, sí.

– ¿Datos de tratamientos?

– Hasta el punto en que constan en los sistemas básicos de codificación médica. ¿Qué sentido tiene esto?

– Suponga que fuera usted un hacker que quisiera acceder a una base médica muy grande, ¿cómo lo haría?

– No es una pregunta que se pueda responder.

– ¿Por qué?

Dermott cerró los ojos de una manera que expresaba frustración.

– Demasiadas variables.

– ¿Como cuáles?

– ¿Como cuáles? -Dermott repitió la pregunta como si fuera el máximo exponente de la pura estupidez. Al cabo de un momento continuó con sus ojos aún cerrados-. El objetivo del hacker, el nivel de experiencia, su conocimiento del formato de datos, la estructura de la base de datos en sí, el protocolo de acceso, la redundancia del sistema de cortafuegos y alrededor de una docena de otros factores que dudo que pueda comprender, ya que carecerá de los conocimientos técnicos.

– Estoy seguro de que tiene razón en eso -dijo Gurney con suavidad. Pero digamos, sólo a modo de ejemplo, que un hacker con talento está tratando de compilar una lista de personas que fueron tratadas de una enfermedad en concreto…

Dermott levantó las manos en ademán de exasperación, pero Gurney siguió presionando.

– ¿Sería muy difícil?

– Una vez más, no es una pregunta que se pueda responder. Algunas bases de datos son tan porosas que lo mismo daría que estuvieran colgadas en Internet. Otras podrían derrotar a los ordenadores de rotura de códigos más sofisticados del mundo. Todo depende del talento del diseñador del sistema.

Gurney captó una nota de orgullo en la última afirmación y decidió fertilizarla.

– Me apostaría la pensión a que no hay muchas personas mejores que usted.

Dermott sonrió.

– He cimentado mi carrera en superar a los hackers más astutos del planeta. Ninguno de mis protocolos de protección de datos se ha quebrado nunca.

El alarde planteaba una nueva posibilidad. ¿Podría ser que la capacidad de ese hombre para obstaculizar la entrada del asesino en ciertas bases de datos tuviera algo que ver con la decisión de éste de implicarlo en el caso a través de su apartado postal? La idea merecía ser considerada, aunque generaba más preguntas que respuestas.

Ojalá la Policía local pudiera afirmar el mismo grado de competencia.

El comentario sacó a Gurney de su especulación.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Qué quiero decir? -Dermott dio la impresión de meditar largo y tendido la respuesta-. Un asesino me está acosando, y no confío en la capacidad de la Policía para protegerme. Hay un loco suelto en el barrio, un loco que pretende matarme, luego matarle a usted, y usted responde haciéndome preguntas hipotéticas sobre hipotéticos hackers que acceden a hipotéticas bases de datos. No tengo ni idea de lo que está tratando de hacer, pero si está tratando de calmar mis nervios distrayéndome, le aseguro que no me está ayudando. ¿Por qué no se concentra en el peligro real? El problema no es una cuestión académica sobre el software. El problema es un chiflado que nos acecha con un cuchillo ensangrentado en la mano. Y la tragedia de esta mañana es prueba fehaciente de que la Policía es peor que inútil.

El tono enfadado del discurso se había descontrolado al final y eso hizo que Nardo subiera por la escalera y entrara en la habitación. Miró primero a Dermott, luego a Gurney y, por último, de nuevo a Dermott.

– ¿Qué diablos está pasando?

Dermott se volvió y miró a la pared.

– El señor Dermott no se siente adecuadamente protegido -dijo Gurney.

– Adecuadamente prote… -soltó Nardo enfadado, luego se detuvo y empezó otra vez de una manera más razonable-. Señor, las posibilidades de que una persona no autorizada entre en esta casa, y mucho menos «un chiflado con un cuchillo ensangrentado», si no le he oído mal, son menos que cero.

Dermott continuó mirando hacia la pared.

– Deje que lo exprese de este modo -continuó Nardo-: si el hijo de puta tiene cojones de aparecer aquí, está muerto. Si trata de entrar, me comeré a ese cabrón para cenar.

– No quiero que me dejen solo en esta casa. Ni un minuto.

– No me está escuchando -gruñó Nardo-. No está solo. Hay policías en todo el barrio. Alrededor de toda la casa. No va a entrar nadie.

Dermott se volvió hacia Nardo y dijo desafiante:

– Suponga que ya está dentro.

– ¿De qué demonios está hablando?

– ¿Y si ya está en la casa?

– ¿Cómo demonios podría estar ya en la casa?

– Esta mañana, cuando he salido a buscar al agente Sissek, suponga que mientras estaba rodeando el patio…, él entró por la puerta que no estaba cerrada. Podría haberlo hecho, ¿no?

Nardo lo miró con incredulidad.

– ¿Y adonde habría ido?

– ¿Cómo voy a saberlo?

– ¿Qué cree, que está escondido debajo de su cama?

– Es una buena pregunta, teniente. Pero la cuestión es que no conoce la respuesta. Porque en realidad no ha registrado la casa a conciencia, ¿verdad? Así que podría estar debajo de la cama.

– Dios mío -gritó Nardo-. Basta de gilipolleces.

Dio dos largas zancadas hacia los pies de la cama, agarró la parte de abajo y con un feroz gruñido levantó el borde de la cama en el aire y lo sostuvo a la altura de los hombros.

– ¿Vale? -gruñó. -¿Ve a alguien debajo? -Soltó la cama, que rebotó con un estruendo.

Dermott lo fulminó con la mirada.

– Lo que quiero, teniente, es competencia, no teatralidad infantil. ¿Un registro cuidadoso de la casa es demasiado pedir?

Nardo miró a Dermott con frialdad.

– Dígame, ¿dónde podría esconderse alguien en esta casa?

– ¿Dónde? No lo sé. ¿En el sótano? ¿En el desván? ¿En armarios? ¿Cómo voy a saberlo?

– Sólo para que conste, señor, los primeros agentes que vinieron a la escena registraron la casa. Si hubiera estado aquí, lo habrían encontrado, ¿de acuerdo?

– ¿Registraron la casa?

– Sí, señor, mientras estaban interrogándole a usted en la cocina.

– ¿Incluidos el desván y el sótano?

– Exacto.

– ¿Incluido el trastero?

– Revisaron todo.

– ¡No han podido revisar el trastero! -gritó Dermott, desafiante-. Está cerrado con candado, y yo tengo la llave, y nadie me la ha pedido.

– Lo cual significa -replicó Nardo- que si sigue cerrado con candado nadie ha entrado. Es decir, que sería una pérdida de tiempo comprobarlo.

– No, eso significa que miente cuando afirma que ha registrado toda la casa.

La reacción de Nardo sorprendió a Gurney, que estaba preparándose para una explosión. En cambio, el teniente dijo con voz calmada:

– Déme la llave, señor. Iré a mirar ahora mismo.

– Así pues -concluyó Dermott como si fuera un abogado-, admite que se le pasó por alto, ¡que la casa no fue registrada como es debido!

Gurney se preguntó si esa repulsiva tenacidad era producto de la migraña de Dermott, un arranque de furia en su temperamento o la simple conversión del temor en agresividad.

Nardo parecía calmado de un modo no natural.

– ¿La llave, señor?

Dermott murmuró algo algo ofensivo a juzgar por su expresión y se levantó de la silla. Cogió el llavero del cajón de la mesita de noche, sacó una llave más pequeña que el resto y la arrojó sobre la cama. Nardo la cogió sin mostrar ninguna reacción visible y salió del dormitorio sin decir ni una palabra más. Sus pisadas se alejaron con lentitud por la escalera. Dermott soltó las llaves que le quedaban en el cajón y empezó a cerrarlo, pero se detuvo.

– ¡Mierda! -susurró.

Cogió de nuevo las llaves y empezó a sacar una segunda del apretado aro que las contenía. Una vez que la sacó, se dirigió a la puerta. No había dado más de un paso cuando tropezó con la alfombrilla de al lado de la cama y se golpeó la cabeza contra la jamba de la puerta. Un grito ahogado de rabia salió de entre sus dientes apretados.

– ¿Está bien, señor? -preguntó Gurney, caminando hacia él.

– ¡Bien! ¡Perfecto! -Las palabras salieron con furia.

– ¿Puedo ayudarle?

Dermott daba la sensación de que trataba de calmarse.

– Tome -dijo-. Llévele esta llave. Hay dos candados. Con toda la confusión ridicula…

Gurney cogió la llave.

– ¿Se encuentra bien?

Dermott hizo un gesto de indignación con la mano.

– Si me hubieran preguntado en primer lugar como deberían… -Su voz se fue apagando.

Gurney echó una última mirada de evaluación al hombre de aspecto desdichado y se dirigió al piso de abajo.

Como en la mayoría de las casas de las afueras, la escalera al sótano descendía desde detrás y debajo de la escalera al primer piso. Había una puerta que conducía a ella, que Nardo había dejado abierta. Gurney vio una luz abajo.

– ¿Teniente?

– ¿Sí?

La fuente de la voz parecía situada a cierta distancia del pie de la escalera de madera gastada, así que Gurney bajó con la llave. El olor una combinación húmeda de cemento, tuberías metálicas, madera y polvo despertó un vivido recuerdo del sótano del edificio de pisos de su infancia, el almacén de doble llave donde los inquilinos guardaban bicicletas y cochecitos de bebé que no se usaban, cajas de trastos; la luz mortecina que proyectaban unas pocas bombillas con telarañas; las sombras que nunca dejaban de ponerle la piel de gallina.

Nardo estaba de pie junto a una puerta de acero de color gris, al otro extremo de una habitación sin terminar de cemento, con vigas, paredes manchadas de humedad, un calentador de agua, dos tanques de aceite, una caldera, dos alarmas de humos, dos extintores y un sistema de rociadores.

– La llave sólo encaja en el candado -dijo-. También hay una cerradura. ¿Qué le pasa a este maniático de la seguridad? ¿Y dónde demonios está la otra llave?

Gurney se la entregó.

– Dice que se olvidó. Le ha echado la culpa.

Nardo la cogió con un gruñido de asco y la metió directamente en la cerradura.

– Enano cabrón dijo, al tiempo que abría la puerta. No puedo creer que esté mirando… ¿Qué coño…?

Nardo, seguido por Gurney, caminó a tientas desde el umbral hasta la habitación que había detrás, que era considerablemente más grande que un trastero.

Al principio nada de lo que vieron tenía sentido.

51

¿Qué es esto?

Lo primero que Gurney pensó fue que habían entrado por la puerta equivocada. Claro que eso tampoco tenía ningún sentido. Aparte de la que había en lo alto de la escalera, era la única puerta del sótano. Pero aquello no era un simple almacén.

Estaban de pie en el rincón de un gran dormitorio, tenuemente iluminado, amueblado de un modo tradicional, con una gruesa moqueta. Delante de ellos había una cama queensize con colcha de flores y borde de volantes que se extendía alrededor de la base. Tenía varios almohadones mullidos con los mismos volantes a juego apoyados contra el cabecero. A los pies de la cama, había un arcón de cedro y encima de éste una gran ave de peluche hecha con algún tipo de tela de retazos. Una característica extraña en la pared de la izquierda atrajo la atención de Gurney: una ventana que a primera vista parecía proporcionar una visión de un campo abierto, pero la vista, se dio cuenta enseguida, era una transparencia en color tamaño póster, iluminada desde atrás, que presumiblemente pretendía aliviar la atmósfera claustrofóbica. Al mismo tiempo cayó en la cuenta del zumbido grave de algún tipo de sistema de circulación de aire.

– No lo entiendo -dijo Nardo.

Gurney estaba a punto de coincidir con él cuando se fijó en una mesita situada un poco más lejos, en la pared de la ventana falsa. Sobre la mesa había una lámpara de bajo consumo en cuyo círculo de luz ámbar vio tres marcos negros sencillos de los que se usan para exhibir diplomas. Se acercó para verlo mejor. En cada marco había una fotocopia de un cheque nominativo. Todos los cheques estaban extendidos a nombre de X. Arybdis. Todos eran por un importe de 289,87 dólares. De izquierda a derecha, estaban los firmados por Mark Mellery, Albert Schmitt y R. Kartch. Eran copias de los cheques originales que Gregory Dermott afirmaba haber recibido; los originales los había enviado sin cobrar a sus remitentes. Pero ¿por qué hacer copias antes de devolverlos? Y, más inquietante, ¿por qué demonios los había enmarcado? Gurney los cogió de uno en uno, como si una inspección más atenta pudiera proporcionar respuestas.

Entonces, de repente, mientras estaba mirando la firma del tercer cheque R. Kartch, la incontrolable sensación que había tenido sobre el nombre volvió a aflorar. Salvo que esta vez no sólo notó el desasosiego, sino que también averiguó la razón que la causaba.

– ¡Maldición! murmuró ante su ceguera.

De manera simultánea, Nardo emitió un ruido abrupto. Gurney lo miró, luego siguió la dirección de la mirada asombrada del teniente hasta el otro rincón de la amplia estancia. Allí, apenas visible entre las sombras, lejos del alcance de la débil luz proyectada por la lámpara de la mesa sobre los cheques enmarcados, parcialmente oculta por las orejas de un sillón Reina Ana y camuflada con un camisón del mismo tono rosado que la tapicería, distinguió a una mujer frágil sentada con la cabeza doblada hacia delante sobre su pecho.

Nardo soltó el clip de una linterna de cinturón y enfocó a la mujer.

Gurney suponía que su edad estaría situada en cualquier punto entre los cincuenta y los setenta años. La piel tenía una palidez mortal. El cabello rubio, peinado con profusión de rizos, no podía ser otra cosa que una peluca. Pestañeando, la mujer levantó la cabeza de manera tan gradual que apenas parecía estar moviéndose, girándola hacia la luz con una gracia curiosamente heliotrópica.

Nardo miró a Gurney, luego volvió a mirar a la mujer de la silla.

– He de hacer pis -dijo la mujer.

Su voz era alta, áspera, imperiosa. La altanera inclinación de la barbilla reveló una desagradable cicatriz en el cuello.

– ¿Quién diablos es? -susurró Nardo, como si Gurney tuviera que saberlo.

De hecho, Gurney estaba seguro de que sabía exactamente quién era. También sabía que bajarle la llave a Nardo al sótano había sido un error garrafal.

Se volvió con rapidez hacia la puerta abierta, pero Gregory Dermott ya estaba allí de pie, con una botella de Four Roses en una mano y una 38 especial en la otra. No había rastro del hombre enfadado y voluble aquejado de migraña. Los ojos, que ya no se retorcían en una imitación de dolor y acusación, habían vuelto a lo que, suponía Gurney, era su estado normal: el derecho, entusiasta y determinado; el izquierdo, oscuro y frío como el plomo.

Nardo también se volvió.

– ¿Qué…? empezó a decir, pero dejó que la pregunta muriera en su garganta. Se quedó muy quieto, mirando, alternativamente, al rostro de Dermott y a la pistola.

El tipo dio un paso hacia el interior del dormitorio, echó un pie atrás con destreza, enganchó con éste el borde de la puerta y la cerró de golpe a su espalda. Se oyó un pesado clic metálico al encajar el cierre. Una tenue sonrisa inquieta se extendió en la comisura de la boca de Dermott.

– Solos al fin -dijo, mofándose del tono de un hombre que espera una charla agradable-. Tanto que hacer añadió, tan poco tiempo.

Al parecer, la situación le resultaba divertida. La sonrisa fría se ensanchó un momento como una lombriz que se estira para contraerse enseguida.

– Quiero que sepan de antemano cuánto aprecio su participación en mi pequeño proyecto. Su cooperación mejorará todo. Primero, un detalle menor. Teniente, ¿puedo pedirle que se tumbe boca abajo en el suelo? En realidad no era ninguna pregunta.

Gurney leyó en los ojos de Nardo una especie de cálculo rápido, pero no sabía qué opciones estaba considerando. Ni siquiera sabía si tenía idea de lo que realmente estaba ocurriendo.

Creyó interpretar algo en la mirada de Dermott: la paciencia de un gato que vigila a un ratón que no cuenta con ninguna escapatoria.

– Señor -dijo Nardo, que fingió algún tipo de dolorosa preocupación-, sería una buena idea que bajara la pistola.

Dermott negó con la cabeza.

– No tan buena como piensa.

Nardo parecía desconcertado.

– Sólo deje la pistola, señor.

– Eso es una opción. Pero hay una complicación. Nada en la vida es sencillo, ¿no?

– ¿Complicación?

Nardo estaba hablando con Dermott como si éste fuera un ciudadano inofensivo que temporalmente había dejado la medicación.

– Planeo dejar la pistola después de dispararle. Si quiere que la deje ahora mismo, entonces tendré que dispararle ahora mismo. No quiero hacer eso, y estoy seguro de que usted tampoco lo desea. ¿Se da cuenta del problema?

Mientras Dermott hablaba, levantó el revólver hasta un punto en el cual apuntaba a la garganta de Nardo. Ya fuera por la firmeza de la mano o por la calma burlona en la voz, algo en las maneras de Dermott convenció a Nardo de que necesitaba intentar una estrategia diferente.

– Si dispara ese arma -dijo-, ¿qué cree que ocurrirá a continuación?

Dermott se encogió de hombros; la estrecha línea de su boca se estaba ampliando de nuevo.

– Usted muere.

Nardo asintió de manera vacilante, como si un estudiante le hubiera dado una respuesta obvia pero incompleta.

– ¿Y? ¿Luego qué?

– ¿Qué diferencia hay? -Dermott volvió a encogerse de hombros. El cañón de su arma apuntó al cuello de Nardo.

El teniente parecía estar haciendo un esfuerzo por mantener el control, por encima de su furia o su miedo.

– No mucha para mí, pero un montón para usted. Si aprieta el gatillo, al cabo de menos de un minuto tendrá dos docenas de policías encima. Le harán pedazos.

Dermott parecía divertido.

– ¿Cuánto sabe de los cuervos, teniente?

Nardo bizqueó ante la incongruencia.

– Los cuervos son increíblemente estúpidos -dijo Dermott-. Cuando le disparas a uno, viene otro. Cuando disparas a ése, viene otro, y luego otro, y otro. Sigues disparando y siguen llegando.

Era algo que Gurney había oído antes, eso de que los cuervos no dejaban que uno de los suyos muriera solo. Si un cuervo estaba muriendo, otros llegaban para situarse a su lado y acompañarlo. La primera vez que había oído esa historia, de labios de su abuela cuando tenía diez u once años, tuvo que salir de la habitación porque sabía que iba a llorar. Fue al cuarto de baño. Le dolía el corazón.

– Una vez vi una foto de un cuervo al que dispararon en una granja de Nebraska -dijo Dermott con una mezcla de asombro y desprecio-. Un granjero con una escopeta estaba de pie junto a una pila de cuervos muertos que le llegaba a la altura del hombro.

Hizo una pausa como para darle a Nardo tiempo para apreciar el absurdo impulso suicida de los cuervos y la relación entre sus destinos.

Nardo negó con la cabeza.

– ¿De verdad cree que puede quedarse ahí sentado y disparar a un policía detrás de otro a medida que vayan entrando sin que le vuelen la cabeza? Eso no va a ocurrir.

– Por supuesto que no. ¿Nunca le ha dicho nadie que una mente literal es una mente pequeña? Me gusta la historia de los cuervos, teniente, pero hay formas más eficaces de exterminar alimañas que dispararles de una en una. Gasearlas, por ejemplo. Gasear es muy eficaz si cuentas con el sistema de propagación adecuado. Quizá se haya fijado en que todas las habitaciones de esta casa tienen rociadores. Todas salvo ésta. Hizo una pausa otra vez, su ojo más animado centelleó con autofelicitación. Así pues, si le disparo a usted y todos los cuervos vienen volando, yo abro dos pequeñas válvulas en dos pequeñas tuberías y veinte segundos después… Su sonrisa adoptó un tono angelical. ¿Tiene idea del efecto que tiene el cloro concentrado en el pulmón humano? ¿Y de lo rápido que es?

Gurney observó a Nardo pugnando por calibrar a ese hombre aterrador y sereno, así como su amenaza de gasear. Durante un inquietante momento, pensó que el orgullo y la rabia del policía iban a impulsarlo a un fatal salto adelante; sin embargo, Nardo se limitó a respirar varias veces, lo cual pareció aliviar parte de la tensión, y habló con voz que sonó sincera y ansiosa.

– Los compuestos de cloro son peligrosos. Trabajé con ellos en una unidad antiterrorista. Un tipo obtuvo accidentalmente un poco de tricloruro de nitrógeno como producto secundario de otro experimento. Ni siquiera se dio cuenta. Se voló el pulgar. Puede que no sea tan fácil como cree pasar sus productos químicos por un sistema de ventilación. No estoy seguro de que pueda hacerlo.

– No pierda el tiempo tratando de engañarme, teniente. Suena como si estuviera intentando seguir una técnica de manual policial. ¿Qué dice? ¿«Exprese escepticismo en relación con el plan del criminal, cuestione su credibilidad, provóquelo para que proporcione detalles adicionales»? Si quiere saber más, no hay necesidad de que me engañe, basta con que me pregunte. No tengo secretos. Lo que tengo, sólo para que lo sepan, son dos depósitos de alta presión de doscientos litros, llenos de cloro y amoniaco, y un compresor industrial conectado directamente con la tubería del rociador principal que alimenta el sistema general de la casa. Hay dos válvulas cerradas en esta estancia que unirán el combinado de cuatrocientos litros, y que soltarán una enorme cantidad de gas en forma altamente concentrada. En cuanto a la improbable formación periférica de tricloruro de nitrógeno y la explosión resultante, lo consideraría un plus delicioso, pero me contentaré con la simple asfixia del Departamento de Policía de Wycherly. Sería muy divertido verlos volar en pedazos a todos, pero uno ha de conformarse. La avaricia rompe el saco.

– Señor Dermott, ¿de qué demonios trata todo esto?

Dermott arrugó el entrecejo en una parodia de alguien que podría estar considerando la pregunta en serio.

– Recibí una nota en el correo esta mañana: «Cuidado con el sol, cuidado con la nieve, / con la noche y el día, porque escapar no puedes». -Citó las palabras del poema de Gurney con sarcástico histrionismo, echándole una mirada inquisitiva al hacerlo-. Amenazas huecas, pero debo dar las gracias a quien lo envió. Me recordó lo corta que puede ser la vida: nunca hay que dejar para mañana lo que puedas hacer hoy.

– No entiendo lo que dice -contestó Nardo con sinceridad.

– Sólo haga lo que le digo y terminará entendiéndolo perfectamente.

– Bien, no hay problema. Pero no quiero que nadie resulte innecesariamente herido.

– No, por supuesto que no-. La sonrisa estirada, como de gusano, vino y se fue-. Nadie quiere eso. De hecho, para evitar heridas innecesarias, necesito que se tumbe boca abajo en el suelo ahora mismo.

Estaban de nuevo en el mismo punto. La pregunta era: ¿ahora qué? Gurney estaba mirando la cara de Nardo en busca de signos legibles. ¿Cuánto había entendido el teniente? ¿Había comprendido ya quién podía ser la mujer de la cama, o el psicópata sonriente con la botella de whisky y la pistola?

Al menos tenía que haberse dado cuenta, como mínimo, de que Dermott era el asesino del agente Sissek. Eso explicaría el odio en su mirada, algo que no podía ocultar. De repente, volvía a estar tenso. Nardo parecía cargado de adrenalina, con una emoción primitiva de «al cuerno las consecuencias» mucho más poderosa que la razón. Dermott también lo vio, pero lejos de acobardarle, pareció ponerle eufórico, renovar su energía. Su mano apretó suavemente la empuñadura del revólver; por primera vez, la sonrisa reveló un atisbo de los dientes.

Menos de un segundo antes de que una bala de calibre 38 acabara sin duda con la vida de Nardo, y menos de dos segundos antes de que una segunda bala terminara con la suya, Gurney rompió la situación con un furioso grito gutural:

– ¡Hágalo que dice! ¡Túmbese en el puto suelo! ¡Al suelo, joder!

El efecto fue asombroso. Los dos hombres se quedaron paralizados; el arrebato de Gurney hizo añicos el impulso de la confrontación larvada.

El hecho de que nadie hubiera muerto le convenció de que estaba en la vía correcta, pese a que no estaba seguro de qué vía era exactamente. Le pareció que Nardo se sentía traicionado. Bajo su exterior más opaco, Dermott estaba desconcertado, pero se esforzaba, sospechó Gurney, por no permitir que la interrupción minara su control.

– Un consejo muy sensato de su amigo -le dijo Dermott a Nardo-. Yo en su lugar lo seguiría ahora mismo. El detective Gurney tiene una mente prodigiosa. Es un hombre muy interesante. Un hombre famoso. Puedes aprender mucho de una persona de una simple búsqueda en Internet. Le sorprendería la clase de información que aparece con un nombre y un código postal. La intimidad ya no existe.

El tono malvado de Dermott le provocó una arcada. Trató de recordarse que la especialidad de aquel tipo era persuadir a la gente de que sabía más de ellos de lo que realmente sabía. Sin embargo, la idea de que su error al no prever el problema del matasellos podía haber puesto en peligro a Madeleine era invasiva y casi insoportable.

Nardo se echó al suelo con reticencia y terminó tumbado sobre el estómago en la posición de un hombre que está a punto de hacer unas flexiones. Dermott le ordenó que pusiera las manos detrás de la nuca, «si no es mucho pedir». Durante un momento terrible, Gurney pensó que podría ejecutarlo de inmediato. En cambio, después de mirar al suelo con satisfacción al teniente, Dermott dejó la botella de whisky que llevaba en la mano en el arcón de cedro, al lado del gran ave de peluche, o mejor dicho, como ahora se dio cuenta Gurney, del gran ganso de peluche. Con un escalofrío recordó un detalle de los informes de laboratorio. Plumas de ganso. Entonces Dermott se agachó junto al tobillo derecho de Nardo, sacó una pequeña pistola automática de una funda que llevaba allí y se la colocó en su propio bolsillo. Una vez más, la sonrisa carente de humor destelló y se desvaneció.

– Saber dónde están todas las armas de fuego -explicó con una honradez aterradora- es la clave para evitar una tragedia. Hay demasiadas pistolas. Demasiadas pistolas en las manos equivocadas. Por supuesto, se argumenta muchas veces que las pistolas no matan, es la gente la que mata. Y han de admitir que hay cierta verdad en eso. La gente mata gente. Pero ¿quién va a saberlo mejor que los hombres de su profesión?

Gurney añadió a la corta lista de cosas que sabía con certeza el hecho de que esos discursos con aire de superioridad dirigidos a una audiencia cautiva la pose educada, la gentileza amenazadora, los mismos elementos que habían caracterizado sus notas a sus víctimas tenían un propósito vital: alimentar su propia fantasía de omnipotencia.

Probando que Gurney tenía razón, Dermott se volvió hacia él y como un acomodador servil susurró: ¿Le importaría sentarse junto a aquella pared?

Indicó una silla de respaldo alto situada a la izquierda de la cama, junto a la mesita con los cheques enmarcados. Gurney fue a la silla y se sentó sin vacilar.

Dermott miró a Nardo y su expresión gélida contradijo el tono alentador.

– Lo tendremos todo preparado dentro de un momento. Sólo necesitamos un participante más. Aprecio su paciencia.

En el lado de la cara de Nardo visible para Gurney, el músculo de la mandíbula se tensó y un rubor rojo se elevó desde el cuello a la mejilla.

Dermott se movió con rapidez por la habitación hasta el otro rincón, se inclinó sobre el sillón de orejas y susurró algo a la mujer sentada.

– He de hacer pis -dijo ella, levantando la cabeza.

– La verdad es que no, ¿saben? -intervino Dermott mirando de nuevo a Gurney y Nardo-. Es una irritación creada por el catéter. Hace muchos años que lleva catéter. Una molestia por un lado, pero una conveniencia real por otro, también. El Señor da y el Señor quita. Cara y cruz. No puede haber la una sin la otra. ¿No era eso una canción?

Se detuvo como si tratara de situar algo, tarareó una tonada familiar con animada entonación y, sin soltar la pistola que sostenía en su mano derecha, ayudó a la mujer mayor a levantarse de la silla con la mano izquierda.

– Ven aquí, es hora de acostarse.

Al conducirla con sus pequeños pasos titubeantes por la habitación hasta la cama y ayudarla a ponerse en una posición semirreclinada contra las almohadas rectas, no dejó de repetir con su voz de niño pequeño:

– A rorro, a rorro, a rorro.

Mientras mantenía la pistola apuntando a una zona intermedia entre Nardo, en el suelo, y Gurney, en la silla, miró con pausa la estancia, pero nada en particular. Era difícil saber si estaba viendo lo que había allí o una capa superpuesta correspondiente a otra escena de otro tiempo o lugar. Acto seguido miró a la mujer en la cama del mismo modo y dijo con una especie de convicción fantasiosa de Peter Pan:

– Todo será perfecto. Todo será como siempre tuvo que ser.

Empezó a tararear unas pocas notas inconexas. Al continuar, Gurney reconoció la tonada de una canción de cuna: En torno a la morera. Quizá fue por la reacción incómoda que siempre experimentaba ante la falta de lógica de las canciones de cuna, o por las imágenes absurdas de ésa en concreto, o por la colosal falta de pertinencia de la música en un momento así, la cuestión es que oír esa melodía en esa estancia le dio ganas de vomitar.

Entonces Dermott añadió la letra, pero no la letra adecuada. Cantó como un niño: «Vamos a la cama otra vez, a la cama otra vez, a la cama otra vez. Vamos a la cama otra vez, temprano por la mañana».

– He de hacer pis -dijo la mujer.

Dermott continuó cantando su extraña tonadilla como si fuera una canción de cuna. Gurney se preguntó si el hombre estaba lo bastante distraído para permitir un salto por encima de la cama. Pensó que no. ¿Más adelante dispondría de un momento más apropiado? Si la historia del gas de cloro de Dermott era un plan de acción y no sólo una fantasía para dar miedo, ¿cuánto tiempo les quedaba? Suponía que no mucho.

Encima de ellos, la casa permanecía en completa calma. No había ninguna indicación de que ninguno de los otros policías de Wycherly hubiera descubierto la ausencia del teniente o de que, si alguien lo había hecho, se hubiera dado cuenta de qué implicaba. Gurney reparó en que no había voces altas, ni pies que se arrastraban, ningún atisbo de actividad exterior en absoluto, lo cual significaba que salvar la vida de Nardo, y la suya, probablemente dependería de lo que pudiera ocurrírsele a él en los siguientes cinco o diez minutos para desbaratar los planes del psicópata que estaba ahuecando los almohadones de la cama.

Dermott dejó de cantar. Caminó de lado por el borde de la cama hasta un punto desde el cual pudiera apuntar con igual facilidad a Nardo y a Gurney. Empezó a mover el arma adelante y atrás como si fuera un bastón, rítmicamente; apuntaba a uno y luego al otro, y vuelta a empezar. A Gurney se le ocurrió, quizá por el movimiento de sus labios, que Dermott estaba moviendo la pistola al ritmo de una canción. La posibilidad de que esa recitación silenciosa fuera puntuada al cabo de pocos segundos por una bala en una de sus cabezas parecía abrumadoramente real, lo bastante real para impulsar a Gurney a lanzar una pulla verbal.

Con la voz más tranquila y despreocupada posible, preguntó:

– ¿Se pone alguna vez los chapines de rubí?

Los labios de Dermott dejaron de moverse, y su expresión facial se trasnformó en un vacío profundo y peligroso. Su pistola perdió el ritmo. La dirección del cañón se posó lentamente en Gurney como la bola de una ruleta que se detiene en un número perdedor.

No era la primera vez que estaba encañonado por un arma, pero nunca en sus cuarenta y siete años de vida se había sentido tan cerca de la muerte. Notaba una sensación de sequedad en la piel, como si la sangre se le estuviera retirando a un lugar más seguro. Luego, de manera extraña, sintió calma. Recordó los relatos que había leído de hombres sobre un mar helado, la tranquilidad alucinatoria que sentían antes de perder la conciencia. Miró a través de la cama a Dermott, a aquellos ojos emocional mente asimétricos: uno como el de un cadáver de una antigua batalla; el otro encendido de odio. En ese segundo ojo percibió que se desarrollaba un rápido cálculo. Quizá la referencia de Gurney a los chapines robados en The Laurels había cumplido su propósito: plantear preguntas que requerían solución. Quizá Dermott se estaba preguntando cuánto sabía y cómo ese conocimiento podía afectar al desenlace de aquella situación.

El psicópata resolvió sus dudas con desalentadora rapidez. Sonrió, mostrando por segunda vez un atisbo de dientes pequeños y perlados.

– ¿Recibió mis mensajes? -preguntó de un modo juguetón.

La paz que había envuelto a Gurney se estaba desvaneciendo. Sabía que responder la pregunta mal crearía un problema mayor. Y lo mismo no responderla. Esperaba que Dermott sólo se estuviera refiriendo a las dos cosas que parecían mensajes que había encontrado en The Laurels.

– ¿Se refiere a la pequeña cita de El resplandor!

– Ése es uno -dijo Dermott.

– Obviamente apuntarse como «señor y señora Scylla». Gurney sonó aburrido.

– Ese el segundo, pero el tercero era el mejor, ¿no le parece?

– El tercero me pareció estúpido -dijo Gurney, desesperadamente bloqueado, repasando sus recuerdos de la excéntrica posada y su medio propietario Bruce Wellstone.

Su comentario produjo un destello de rabia en Dermott, seguido de una especie de cautela.

– Me pregunto si de verdad sabe de qué estoy hablando, detective.

Gurney reprimió su urgencia de protestar. Había descubierto que con frecuencia el mejor farol es el silencio. Y era más fácil pensar cuando no estabas hablando.

La única cosa peculiar que podía recordar era que Wellstone había mencionado algo de unos pájaros, y que algo no tenía sentido en esa época del año. ¿Qué diablos de pájaros eran? ¿Y qué pasaba con el número? Algo respecto al número de pájaros…

Dermott estaba perdiendo la paciencia. Era el momento de otro golpe.

– Los pájaros -dijo Gurney con astucia.

Al menos esperaba que sonara a astucia y no a estupidez. Algo en los ojos de Dermott le decía que el golpe podía haber conectado. Pero ¿cómo? ¿Y entonces qué? ¿Qué importaba de los pájaros? ¿Cuál era el mensaje? ¿La parte incorrecta del año? ¿Para qué? Camachuelos de pecho rosa. Eso es lo que eran. ¿Y qué? ¿Qué tenían que ver esos camachuelos de pecho rosa con nada?

Decidió seguir con el farol y ver adonde le llevaba.

– Camachuelos de pecho rosa dijo con una mueca enigmática.

Dermott trató de ocultar un destello de sorpresa bajo una sonrisa paternalista. Gurney deseaba saber de qué se trataba, quería saber qué estaba simulando saber. ¿Cuál era el maldito número que había mencionado Wellstone? No tenía ni idea de qué decir a continuación, de cómo responder a una pregunta directa si ésta se producía. No se produjo.

– Tenía razón con usted -dijo Dermott con petulancia-, desde nuestra primera conversación telefónica, supe que era más listo que la mayoría de su grupo de babuinos.

Hizo una pausa, asintiendo para sus adentros con aparente placer.

– Está bien -continuó-. Un mono inteligente. Será capaz de apreciar lo que está a punto de ver. De hecho, creo que seguiré su consejo. Al fin y al cabo, es una noche especial, una noche perfecta para unos zapatos mágicos.

Mientras seguía hablando, iba retrocediendo hacia una cajonera apoyada contra la pared del otro lado de la sala. Sin apartar la mirada de Gurney, abrió el cajón de arriba y sacó, con llamativo cuidado, un par de zapatos. El estilo le recordó a los zapatos de vestir de medio tacón y abiertos por detrás que se ponía su madre para ir a la iglesia, salvo que esos zapatos estaban hechos de cristal de color rubí, cristal que brillaba como sangre translúcida en la luz tenue.

Dermott cerró el cajón con el codo y volvió a la cama con los zapatos en una mano y la pistola en la otra, todavía apuntando a Gurney.

– Agradezco su aportación, detective. Si no hubiera mencionado los zapatos, no habría pensado en ellos. La mayoría de los hombres en su situación no serían tan serviciales.

Gurney supuso que la burla no sutil en el comentario pretendía hacerle ver que el asesino poseía un control tan absoluto de la situación que podía fácilmente sacar provecho de cualquier cosa que otro pudiera decir o hacer. Se inclinó sobre la cama, le quitó las viejas zapatillas gastadas de pana a la mujer y las sustituyó por los chapines de color rojo brillante. Sus pies eran pequeños, y los zapatos se deslizaron con suavidad.

– ¿Dickie Duck se va a acostar? -preguntó la anciana, como un niño que recita su parte favorita de un cuento de hadas.

– Matará a la serpiente y le cortará la cabeza, luego Dickie Duck se irá a dormir -replicó él con voz cantarína.

– ¿Dónde ha estado mi pequeño Dickie?

– Matando al gallo para salvar a la gallina.

– ¿Por qué Dickie hace lo que hace?

– Por sangre que es tan roja como rosa pintada, para que todos sepan: lo que siembran, cosechan.

Dermott miró a la anciana con expectación, como si la conversación ritual no hubiera terminado. Se inclinó hacia ella, para ayudarla con un susurro audible.

– ¿Qué hará Dickie esta noche?

– ¿Qué hará Dickie esta noche? -preguntó ella con el mismo susurro.

– Llamará a los cuervos hasta que estén todos muertos, luego Dickie Duck se irá a dormir.

La mujer movió las puntas de los dedos de manera ensimismada por los rizos de su peluca, como si imaginara que se peinaba de un modo etéreo. La sonrisa de su rostro le recordó a Gurney la de un heroinómano.

Dermott también la estaba observando. Su mirada era repugnantemente no filial, la punta de la lengua se movía adelante y atrás entre sus labios como un pequeño parásito resbaladizo. Entonces pestañeó y miró a su alrededor.

– Creo que estamos listos para empezar -dijo con brío.

Se aupó a la cama y trepó por encima de las piernas de la mujer hasta el otro lado, cogiendo el ganso del arcón al hacerlo. Se apoyó contra las almohadas al lado de ella y colocó el peluche en su regazo.

– Ya casi estamos.

El tono alegre del comentario habría sido apropiado para alguien que coloca una vela en un pastel de cumpleaños. En cambio, lo que estaba haciendo era meter el revólver, con el dedo todavía en el gatillo, en un bolsillo profundo cortado en la parte de atrás del ganso.

«Dios santo pensó Gurney. ¿Fue así como le disparó a Mark Mellery? ¿Fue así como el residuo de relleno de plumas terminó en la herida del cuello y en la sangre del suelo? ¿Es posible que en el momento de su muerte Mellery estuviera mirando un puto ganso?»

La imagen era tan grotesca que tuvo que contener una necesidad de reír. ¿O era un espasmo de terror? Fuera cual fuese la emoción, era brusca y poderosa. Se había enfrentado a muchos enajenados sádicos, asesinos sexuales de toda calaña, sociópatas con piolets, incluso caníbales, pero nunca antes se había visto forzado a idear una solución para escapar de una pesadilla tan compleja, a sólo un movimiento de dedo de que una bala acabara alojada en su cerebro.

– Teniente Nardo, levántese, por favor. Es la hora de su entrada-. El tono de Dermott era ominoso, teatral, irónico.

En un susurro tan bajo que Gurney no estaba seguro de haberlo oído o imaginado, la vieja mujer empezó a murmurar.

– Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. Dickie, Dickie, Dickie Duck. -Parecía más el tictac de un reloj que una voz humana.

Gurney observó que Nardo descruzaba las manos, estirando y apretando los dedos. Se levantó del suelo, a los pies de la cama, con la elasticidad de un hombre en muy buena forma. Su mirada dura pasó de la extraña pareja en la cama a Gurney y de nuevo a la cama. Si algo de esa escena le sorprendió, su rostro pétreo no lo delató. La única cosa obvia, por la forma en que miraba al ganso y al brazo de Dermott detrás de él, era que había adivinado dónde estaba la pistola.

En respuesta, Dermott empezó a acariciar la espalda del ganso con la mano libre.

– Una última pregunta, teniente, en relación con sus intenciones antes de que empecemos. ¿Piensa hacer lo que le diga?

– Claro.

– Interpretaré la respuesta literalmente. Voy a darle una serie de instrucciones y usted las sigue con precisión. ¿Está claro?

– Sí.

– Si fuera un hombre menos confiado, podría poner en duda su seriedad. Espero que valore la situación. Deje que ponga todas mis cartas sobre la mesa para impedir cualquier mal entendido. He decidido matarle. Es algo que ya no se puede alterar. La única cuestión que queda abierta es cuándo lo mataré. Esa parte de la ecuación depende de usted. ¿Me sigue hasta ahora?

– Usted me mata, pero yo decido cuándo-. Nardo habló con una especie de desprecio aburrido que a Dermott le pareció gracioso.

– Exacto, teniente. Usted decide cuándo. Pero sólo hasta cierto punto, por supuesto, porque en última instancia todos tendrán un fin apropiado. Hasta entonces puede permanecer vivo diciendo lo que yo le ordene que diga y haciendo lo que yo le ordene que haga. ¿Aún me sigue?

– Sí.

– Por favor, recuerde que, en cualquier momento, tiene la opción de morir al instante con el sencillo recurso de no seguir mis instrucciones. La obediencia añadirá momentos preciosos a su vida. La resistencia los restará. ¿Podría ser más simple?

Nardo lo miró sin pestañear.

Gurney deslizó los pies unos centímetros hacia las patas de su silla para situarse en la mejor posición posible para abalanzarse sobre la cama, esperando que la dinámica emocional entre los dos hombres explotara en cuestión de segundos.

Dermott dejó de acariciar el ganso.

– Por favor, vuelva a colocar los pies donde los tenía dijo sin apartar la mirada de Nardo.

Gurney hizo lo que le ordenaron, con un nuevo respeto por la visión periférica de Dermott.

– Si vuelve a moverse, los mataré a los dos sin decir ni una palabra más. Ahora, teniente -continuó plácidamente Dermott-, escuche con atención cuál es su papel. Es usted un actor en una obra. Su nombre es Jim. La función es sobre Jim, su mujer y su hijo. La función es corta y sencilla, pero tiene un gran final.

– He de hacer pis -dijo la mujer con voz ausente, acariciando otra vez los rizos rubios con las yemas de los dedos.

– No pasa nada, madre -respondió sin mirarla-. Todo irá bien. Todo será como siempre debería haber sido.

Dermott ajustó la posición del ganso ligeramente en su regazo, para apuntar, supuso Gurney, hacia Nardo.

– ¿Todo listo?

Si la mirada firme de Nardo fuera veneno, Dermott ya habría muerto tres veces. En cambio, sólo había un pequeño destello en la comisura de su boca que podría ser una sonrisa, una mueca o tal vez un atisbo de excitación.

– Por esta vez, tomaré su silencio por un sí. Pero le haré una advertencia amistosa. Cualquier posterior ambigüedad en sus respuestas resultará en el inmediato final de la obra y de su vida. ¿Me entiende?

– Sí.

– Bien. Se alza el telón. Empieza la obra. Estamos a finales de otoño. El momento del día es al caer la tarde, ya ha oscurecido. Ambiente inhóspito, un poco de nieve en la calle, un poco de hielo. De hecho, la noche se parece mucho a ésta. Es su día libre. Ha pasado el día en un bar del pueblo, bebiendo todo el día, con sus colegas borrachos. Llega a casa cuando empieza la función. Entra tambaleándose en el dormitorio de su mujer. Tiene la cara colorada y está enfadado. Sus ojos son apagados y estúpidos. Tiene una botella de whisky en la mano. Dermott señaló la Four Roses que estaba en el arcón. Puede usar esa botella de ahí. Cójala.

Nardo se acercó y la cogió. Dermott asintió de manera aprobadora.

– De un modo instintivo la ha evaluado como arma potencial. Está muy bien, es muy apropiado. Tiene una simpatía natural con la personalidad de su personaje. Ahora, con esa botella en la mano, se queda de pie, y la mueve de un lado a otro a los pies de la cama de su mujer. La mira con rabia estúpida a ella y a su hijo pequeño y a su ganso de peluche. Muestra los dientes como un estúpido perro rabioso. -Dermott hizo una pausa y examinó el rostro de Nardo-. Enséñeme los dientes.

Los labios de Nardo se tensaron y se separaron. Gurney se dio cuenta de que no había nada artificial en la rabia de esa expresión.

– ¡Muy bien! se entusiasmó Dermott. ¡Perfecto! Tiene un talento auténtico para esto. Ahora se queda ahí con los ojos inyectados en sangre, con saliva en los labios, y le grita a su mujer, que está en la cama: «¿Qué coño está haciendo aquí?». Me señala a mí. Mi madre dice: «Calma, Jim, estaba enseñándonos su cuento a Dickie Duck y a mí». Usted dice: «Yo no veo ningún puto cuento». Mi madre le dice: «Mira, está aquí mismo, en la mesita». Pero usted tiene una mente sucia, algo que refleja en su cara sucia. Sus pensamientos sucios supuran como el sudor aceitoso en su apestosa piel. Mi madre le dice que está borracho y que debería irse a dormir a la otra habitación. Pero usted empieza a quitarse la ropa. Yo le grito que salga. Pero usted se quita toda la ropa y se queda ahí desnudo, mirándonos lascivamente. A mí me dan ganas de vomitar. Mi madre le grita, le grita que no sea tan asqueroso, que salga de la habitación. Usted dice: «¿A quién coño le estás hablando, zorra asquerosa?». Entonces parte la botella de whisky en el cabezal de la cama, salta sobre ella como un mono desnudo, con la botella rota en la mano. El nauseabundo hedor del whisky impregna la habitación. Su cuerpo apesta. Llama a mi madre zorra y…

– ¿Cómo se llama? -le interrumpió Nardo.

Dermott parpadeó dos veces.

– Eso no importa.

– Claro que importa.

– He dicho que no importa.

– ¿Por qué no?

Dermott parecía desconcertado por la pregunta, aunque sólo un poco.

– No importa cómo se llama porque nunca la llama por su nombre. La llama de distintas maneras, de maneras desagradables, pero nunca usa su nombre. Nunca le muestra ningún respeto. Quizás hace tanto tiempo que no usa su nombre que se le ha olvidado.

– Pero usted conoce su nombre, ¿verdad?

– Por supuesto que sí. Es mi madre. Por supuesto que conozco el nombre de mi madre.

– Entonces, ¿cuál es?

– No le importa. A usted le da igual.

– Aun así, me gustaría saber cuál es.

– No quiero que su nombre esté en su sucio cerebro.

– Si he de simular ser su marido, he de saber su nombre.

– Ha de saber lo que yo quiero que sepa.

– No puedo hacerlo si no sé quién es esa mujer. No me importa lo que diga, para mí no tiene ningún sentido no conocer el nombre de mi propia esposa.

Gurney no tenía claro adonde quería ir a parar Nardo.

¿Se había dado cuenta finalmente de que iban a dirigirle para que representara la agresión de Jimmy Spinks sobre su esposa, Felicity, para que representara lo que había ocurrido veinticuatro años antes? ¿Había caído en la cuenta de que ese Gregory Dermott que un año antes había comprado esa casa podría muy bien ser el hijo de Jimmy y Felicity, el chico de ocho años al que los Servicios Sociales habían tomado bajo custodia tras el desastre familiar? ¿Se le había ocurrido que la mujer que estaba en la cama con una cicatriz en la garganta era casi con total seguridad Felicity Spinks, a la que su hijo había sacado del centro donde había permanecido ingresada desde hacía tanto tiempo?

¿Nardo tenía la esperanza de cambiar la dinámica homicida de la pequeña «obra» que se estaba desarrollando revelando de qué se trataba? ¿Estaba tratando de crear una distracción psicológica con la esperanza de encontrar una vía de escape? ¿O sólo estaba caminando a tientas en la oscuridad, tratando de retrasar lo más posible, como fuera posible, lo que Dermott tenía en la mente?

Por supuesto, cabía otra posibilidad. Lo que Nardo estaba haciendo, y la manera en que estaba reaccionando Dermott, podría no tener ningún sentido. Tal vez era la clase de disputa ridiculamente trivial por la cual los niños pequeños se pegan con palas de plástico en un arenero y por la cual los hombres airados se pegan y se matan en peleas de bar. Desanimado, sospechó que esa última hipótesis era tan buena como cualquier otra.

– Que piense que no tiene sentido no tiene importancia -dijo Dermott, de nuevo ajustando medio centímetro el ángulo del ganso, con la mirada fija en la garganta de Nardo-. Nada de lo que piense usted tiene la menor importancia. Es hora de que se quite la ropa.

– Primero dígame su nombre.

– Es hora de que se quite la ropa, rompa la botella y salte en la cama como un mono desnudo. Como un estúpido, baboso y horrible monstruo.

– ¿Cómo se llama?

– Es la hora.

Gurney vio un leve movimiento en el músculo del antebrazo de Dermott, lo cual significaba que su dedo se estaba tensando en el gatillo.

– Sólo dígame el nombre.

Cualquier duda que le quedara de lo que estaba ocurriendo había desaparecido. Nardo había trazado su línea en la arena y había apostado toda su hombría de hecho su vida a lograr que su adversario respondiera la pregunta. Dermott, por su parte, había invertido todo en mantener el control. Gurney se preguntó si Nardo tenía alguna idea de lo importante que era tener el control para el hombre al que estaba tratando de enfrentarse. Según Rebecca Holdenfield de hecho, en opinión de cualquiera que supiera algo de los asesinos en serie, el control era lo que merecía todo, cualquier riesgo. El control absoluto con la sensación de omnisciencia omnipotencia que generaba era la euforia definitiva. Amenazar ese objetivo de frente, sin una pistola en la mano, era suicida.

Parecía que la ceguera ante ese hecho había puesto una vez más a Nardo a un milímetro de la muerte, y esta vez Gurney no podía salvarlo gritándole que se sometiera. Esa táctica no funcionaría una segunda vez.

Ahora el homicidio estaba a punto de producirse, su momento llegaba como una veloz nube de tormenta en los ojos de Dermott. Gurney nunca se había sentido tan impotente. No se le ocurría ninguna forma de detener ese dedo en el gatillo.

Fue entonces cuando oyó la voz, limpia y fría como plata pura. Era, sin lugar a dudas, la voz de Madeleine, que le decía algo que le había dicho años atrás en cierta ocasión cuando él se sentía irremisiblemente frustrado por el caso Jason Strunk.

«Sólo hay una salida de un callejón sin salida.»

Por supuesto, pensó. Qué absurdamente obvio, caminar en sentido contrario.

Si pretendes detener a un hombre que tiene una abrumadora necesidad de controlarlo todo de matar para obtener ese control precisas hacer exactamente lo contrario de lo que te dicte el instinto. Tras reflexionar sobre la frase de Madeleine, se dio cuenta de lo que necesitaba hacer. Era atroz, patentemente irresponsable y legalmente indefendible, si no funcionaba. Pero sabía que funcionaría.

– Ahora, vamos, Gregory susurró. ¡Dispárele!

Hubo un momento de incomprensión compartida en el que ambos hombres pugnaron por asimilar lo que acababan de escuchar, como si pudieran pugnar por comprender un trueno en un día sin nubes. Dermott vaciló. La dirección del arma en el ganso se movió un poco hacia Gurney, hacia la silla situada contra la pared.

Los labios de Dermott se extendieron hacia ambos lados en su imitación mórbida de una sonrisa.

– ¿Perdón?

En la afectada indiferencia, Gurney sintió un temblor de inquietud.

– Ya me ha oído, Gregory -dijo-. Le he dicho que le dispare.

– ¿Usted me ha dicho… a mí?

Gurney suspiró con elaborada impaciencia.

– Me está haciendo perder tiempo.

– ¿Perder…? ¿Qué demonios cree que está haciendo? -La pistola en el ganso se movió más en la dirección de Gurney. Su indiferencia había desaparecido.

Nardo tenía los ojos como platos. A Gurney le costaba calibrar las emociones que se mezclaban detrás del asombro. Como si fuera Nardo quien le exigía saber lo que estaba pasando, Gurney se volvió hacia él y dijo, con la máxima naturalidad que pudo:

– A Gregory le gusta matar a gente que le recuerda a su padre.

Hubo un sonido ahogado en la garganta de Dermott, como el principio de una palabra o un grito que se quedó encajado ahí. Gurney permaneció decididamente concentrado en Nardo y continuó con el mismo tono insulso.

– El problema es que necesita que le den un empujoncito de cuando en cuando. Se queda empantanado en el proceso. Y, por desgracia, comete errores. No es tan listo como cree. ¡Oh, Cielo santo! -Hizo una pausa y sonrió de manera especulativa a Dermott, cuyos músculos de la mandíbula estaban ahora visibles-. ¿Tiene posibilidades, verdad? El pequeño Gregory no es tan listo como cree. ¿Qué le parece, Gregory? ¿Cree que podría empezar un nuevo poema así? -Casi le guiñó el ojo, pero pensó que eso podría ser ir demasiado lejos.

Dermott lo miró con odio, confusión y algo más. Esperaba que ese algo más fuera un remolino de interrogantes que un obseso por el control se vería obligado a resolver antes de matar al único hombre capaz de ayudarle a hacerlo. La siguiente palabra de Dermott, con su entonación tensa, le dio esperanza.

– ¿Errores?

Gurney asintió con aire apesadumbrado.

– Unos cuantos, me temo.

– Es usted un mentiroso, detective. Yo no cometo errores.

– ¿No? ¿Cómo los llama entonces, si no los llama errores? ¿Cagadas de Dickie Duck?

Incluso en el momento de decirlo se preguntó si no había dado el paso fatal. En ese caso, en función de dónde le diera la bala, podría no saberlo nunca. Fuera como fuese, no quedaba una ruta de retirada segura. Gurney detectó una serie de minúsculas vibraciones en las comisuras de los labios de Dermott. Reclinado incongruentemente en esa cama, pareció mirar a Gurney desde una atalaya en el Infierno.

Gurney en realidad sólo sabía de un error que hubiera cometido Dermott, un error relacionado con el cheque de Kartch que finalmente había encajado en su lugar sólo un cuarto de hora antes, cuando había visto la copia enmarcada de ese cheque en la mesita. Pero suponiendo que pudiera afirmar que había reconocido el error y su significado desde el principio, ¿qué efecto habría tenido en el hombre que estaba tan desesperado por creer que poseía el control total?

Una vez más, la máxima de Madeleine llegó a su mente, marcha atrás. Si no puedes retroceder, adelante a toda velocidad. Se volvió hacia Nardo, como si pudiera no hacer caso del asesino en serie que estaba en la sala.

– Una de sus cagadas más tontas fue cuando me dio los nombres de los hombres que le habían enviado los cheques. Uno de los nombres era Richard Kartch. La cuestión es que éste envió el cheque en un sobre en blanco, sin nota alguna. La única identificación era el nombre impreso en el mismo cheque. El nombre que aparecía en el cheque era «R. Kartch», y ésa era también la forma en que firmaba. La R podría haber sido de Robert, Ralph, Randolph, Rupert y una docena de nombres más. Pero Gregory (aunque al mismo tiempo decía que no conocía de nada ni había tenido ningún contacto con el remitente, salvo por el nombre y la dirección en el cheque en sí) sabía que era Richard, lo cual yo vi en el buzón de la casa de Kartch en Sotherton. Así que, en ese momento, supe que estaba mintiendo. Y la razón era obvia.

Esto fue demasiado para Nardo.

– ¿Lo sabía? Entonces, ¿por qué demonios no nos lo dijo para que pudiéramos detenerlo?

– Porque sabía lo que iba a hacer y por qué iba a hacerlo, y no tenía interés en detenerlo.

Nardo tenía aspecto de haber entrado en un universo alternativo, donde las moscas daban manotazos a las personas.

Un sonido agudo atrajo la atención de Gurney hacia la cama. La mujer mayor estaba entrechocando sus chapines de cristal rojos como Dorothy al salir de Oz de camino a Kansas. La pistola en el ganso apuntaba directamente a Gurney. Dermott estaba haciendo un esfuerzo (al menos Gurney esperaba que requiriera un esfuerzo) para dar la impresión de no inmutarse por la revelación de Kartch. Articuló las palabras con peculiar precisión.

– Sea cual sea el juego al que está jugando, detective, voy a terminarlo yo.

Gurney, con toda la experiencia interpretativa que pudo aprovechar, trató de hablar con la confianza de quien está apuntando con una Uzi al pecho de su enemigo.

– Antes de formular una amenaza dijo con voz suave, asegúrese de que comprende la situación.

– ¿Situación? Si disparo, usted muere. Si disparo otra vez, él muere. Los babuinos entran por la puerta y mueren. Ésa es la situación.

Gurney cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la pared, con un suspiro profundo.

– ¿Tiene idea…, alguna idea? -empezó, luego negó con la cabeza, cansado-. No, no, por supuesto que no. ¿Cómo iba a tenerla?

– ¿Una idea de qué, detective? -Dermott usó el título con exagerado sarcasmo.

Gurney rio. Fue una suerte de risa trastornada, concebida para plantear nuevas preguntas en la mente de Dermott, pero en realidad estaba cargada con la energía de un creciente caos emocional que se apoderaba de su interior.

– ¿Sabe a cuántos hombres he matado? -Susurró, mirando a Dermott con salvaje intensidad, rezando para que el hombre no reconociera el propósito de consumir tiempo de su desesperada improvisación, rezando para que los policías de Wycherly se dieran cuenta de la ausencia de Nardo. ¿Cómo diablos no se habían dado cuenta todavía? ¿O lo habían hecho? El cristal seguía entrechocando.

– Los polis estúpidos matan gente todo el tiempo -dijo Dermott, me importa bien poco.

– No me refiero a hombres. Me refiero a hombres como Jimmy Spinks. Adivine a cuántos hombres como Jimmy Spinks he matado.

Dermott pestañeó.

– ¿De qué demonios está hablando?

– Estoy hablando de matar borrachos. De limpiar el mundo de animales alcohólicos, de acabar con la escoria de la Tierra.

Una vez más hubo una vibración casi imperceptible en la boca de Dermott. Había captado su atención, de eso no cabía duda. ¿Ahora qué? Qué otra cosa salvo deslizarse sobre la ola. No había otra salida. Improvisó:

– Una noche, en la terminal de autobuses de la autoridad portuaria, cuando era un poli novato, me pidieron que sacara a unos indigentes de la entrada trasera. Uno no se quería ir. Olía a whisky desde tres metros de distancia. Le volví a decir que saliera del edificio, pero en lugar de dirigirse a la puerta empezó a caminar hacia mí. Sacó un cuchillo de cocina del bolsillo, un cuchillo pequeño con el filo de sierra de los que usas para pelar una naranja. Blandió el cuchillo de manera amenazadora y no hizo caso de mi orden de soltarlo. Dos testigos que vieron la confrontación desde la escalera mecánica juraron que disparé en defensa propia. Hizo una pausa y sonrió. Pero no es cierto. Si hubiera querido, podría haberlo reducido sin despeinarme siquiera. En cambio, le disparé en la cara y los sesos le salieron por la parte de atrás de la cabeza. ¿Sabe por qué lo hice, Gregory?

– Dickie, Dickie, Dickie Duck dijo la mujer con un ritmo más rápido que el entrechocar de sus zapatos.

La boca de Dermott se empezó a abrir, pero no dijo nada.

– Lo hice porque se parecía a mi padre -dijo Gurney con una voz alta, enfadada-, se parecía a mi padre la noche que rompió una tetera en la cabeza de mi madre, una puta tetera estúpida con un puto payaso estúpido en ella.

– Su padre no era un gran padre -dijo Dermott con frialdad-, pero, claro, detective, usted tampoco.

Aquella acusación le despejó cualquier duda sobre lo que aquel tipo sabía sobre su vida. En ese momento consideró seriamente la opción de encajar una bala con tal de poner sus manos en torno a la garganta de Dermott.

La mirada lasciva se intensificó. Quizá Dermott captó la incomodidad de Gurney.

– Un buen padre debería proteger a su hijo de cuatro años, no dejar que lo atropellen, no dejar que el tipo que lo atropello huyera.

– Hijo de puta -masculló Gurney.

Dermott, sonrió, aparentemente enloquecido de placer.

– Vulgar, vulgar, vulgar, y yo que pensaba que era un compañero poeta. Esperaba que pudiéramos seguir intercambiando versos. Tenía una tonadilla preparada para nuestro siguiente intercambio. Dígame qué le parece.


«Un atropello sin una pista, / cayó sin red el equilibrista. / Si el detective vuelve sólito, / ¿qué dirá la madre del niñito?»


Un siniestro sonido animal surgió del pecho de Gurney, una erupción de rabia estrangulada. Dermott estaba paralizado.

Nardo, aparentemente, había estado esperando el momento de máxima distracción. Su musculoso brazo derecho, con un poderoso movimiento circular, lanzó la botella de Four Roses sin abrir con una fuerza extraordinaria a la cabeza de Dermott. Cuando éste sintió el movimiento y empezó a mover la pistola en el ganso hacia Nardo, Gurney se abalanzó de cabeza sobre la cama y aterrizó con el pecho sobre el ganso, justo cuando la gruesa base de cristal de la botella llena de whisky alcanzaba de pleno la sien de Dermott. El revólver descargó una bala debajo de Gurney, y llenó el aire que lo rodeaba con una explosión de plumas atomizadas. La bala pasó por debajo de Gurney en dirección a la pared donde había estado apoyado, e hizo añicos la lámpara de la mesita que había proporcionado la única luz en la habitación. En la oscuridad oyó a Nardo respirando con dificultad entre dientes. La mujer empezó a emitir un llanto contenido, un sonido trémulo que sonó como una medio recordada canción de cuna. Entonces se oyó el sonido de un impacto terrorífico. La pesada puerta de metal de la habitación se abrió, giró sobre los goznes y golpeó la pared. De inmediato apareció la enorme figura de un hombre que entraba a toda velocidad y una figura más pequeña detrás.

– ¡Quietos! gritó el gigante.

52

Muerte antes del alba

La caballería había llegado por fin; un poco tarde, pero era una buena noticia. Considerando la buena puntería de Dermott y su ansiedad por apilar cuervos, era posible que no sólo la caballería, sino también Nardo y Gurney, hubieran terminado con balas en la garganta. Y luego, cuando los disparos hubieran atraído a la casa a todo el departamento, el psicópata habría abierto la válvula, para dispersar el cloro y amoniaco presurizados a través del sistema de rociadores…

En cambio, la única baja importante además de la lámpara y el marco de la puerta era el propio Dermott. La botella, propulsada por toda la rabia de Nardo, le había impactado con suficiente fuerza como para dejarlo, por lo menos, inconsciente. Por otro lado, una astilla de cristal se había incrustado en la cabeza de Gurney, en la línea de nacimiento del cabello.

– Oímos un disparo. ¿Qué coño está pasando aquí? gruñó el hombre enorme, que miró alrededor de la sala casi oscurecida.

– Todo está bajo control, Tommy -dijo Nardo, cuya voz irregular sugería que todavía no lo acababa de comprender todo.

En la tenue luz procedente del otro lado del sótano, Gurney se dio cuenta de que la figura más pequeña que había entrado corriendo siguiendo los pasos de Big Tommy era Pat, la de pelo corto y los ojos de azul acetileno. Se acercó a la otra esquina de la habitación, con una pistola de nueve milímetros preparada. Examinó la desagradable escena de la cama y encendió la lámpara que se alzaba al lado del sillón de orejas donde había estado sentada la anciana.

– ¿Le importa que me levante? -dijo Gurney, que todavía estaba tumbado sobre el regazo de Dermott.

Big Tommy miró a Nardo.

– Claro -dijo Nardo, con los dientes todavía apretados-. Que se levante.

Cuando Gurney se incorporó con prudencia de la cama, la sangre empezó a resbalarle por la cara, y probablemente esa visión contuvo a Nardo de agredir de inmediato al hombre que minutos antes había alentado a un asesino en serie demente a dispararle.

– ¡Joder! -soltó Big Tommy al ver la sangre.

La sobrecarga de adrenalina había hecho que Gurney no se diera cuenta de la herida. Se tocó la cara y la encontró sorprendentemente húmeda; acto seguido, se examinó la mano y la encontró sorprendentemente roja.

Pat miró el rostro de Gurney sin emoción.

– ¿Quiere que pida una ambulancia? -le dijo a Nardo.

– Sí. Claro. Llámala -dijo sin convicción.

– ¿Para ellos también? -preguntó, haciendo un rápido gesto hacia la extraña pareja de la cama. Los zapatos de cristal rojo captaron su atención. Entrecerró los ojos como para desvanecer una ilusión óptica.

Después de una larga pausa, Nardo murmuró asqueado:

– Sí.

– ¿Quiere que llamemos a los coches? -preguntó la agente, que torció el gesto ante los zapatos que parecían desconcertantemente reales después de todo.

– ¿Qué? -dijo Nardo después de otra pausa. Estaba mirando los restos de la lámpara destrozada y el agujero de bala en la pared de atrás.

– Tenemos coches de patrulla y gente haciendo preguntas puerta por puerta. ¿Quiere que los llamemos?

Dio la impresión de que le resultaba difícil tomar una decisión simple.

– Sí, llámalos -contestó al fin.

– Bien -dijo ella, y salió del sótano a grandes zancadas.

Big Tommy estaba observando con evidente desagrado la herida en la sien de Dermott. La botella de Four Roses había quedado descansando boca arriba en la almohada, entre Dermott y la anciana, cuya peluca rubia se había movido de manera que daba la impresión de que le hubieran desenroscado un cuarto de vuelta la parte superior de la cabeza.

Cuando Gurney miró la etiqueta floral de la botella, comprendió la respuesta que se le había escapado antes. Recordó lo que había dicho Bruce Wellstone. Dijo que Dermott (alias señor Scylla) había afirmado ver cuatro camachuelos de pecho rosa y que había hecho especial hincapié en el número cuatro. La traducción de cuatro camachuelos de pecho rosa golpeó a Gurney con la misma rapidez que las palabras. ¡Four Roses! Como firmar el registro «Señor y señora Scylla», el mensaje era sólo otro pequeño gesto para dejar bien a las claras su ingenio: Gregory Dermott pretendía mostrar la facilidad con la que podía jugar con los polis necios y viles. «Pilladme si podéis.»

Al cabo de un minuto, la eficiente aunque sombría Pat regresó.

– Ambulancia en camino. Coches avisados. Llamadas puerta a puerta canceladas.

La agente miró a la cama con frialdad. La mujer estaba haciendo sonidos esporádicos que se situaban en un punto intermedio entre el lamento y el tarareo. Dermott permanecía inmóvil y pálido.

– ¿Está seguro de que está vivo? -preguntó ella sin preocupación evidente.

– No tengo ni idea -dijo Nardo-. Quizá deberías comprobarlo.

Pat apretó los labios al acercarse para buscarle el pulso.

– Aja, está vivo. ¿Qué pasa con ella?

– Es la mujer de Jimmy Spinks. ¿Has oído hablar de Jimmy Spinks?

Pat negó con la cabeza.

– ¿Quién es Jimmy Spinks?

Nardo se quedó un momento pensando.

– Olvídalo.

Pat se encogió de hombros, como si olvidar cosas como ésa fuera una parte normal del trabajo.

Nardo inspiró hondamente.

– Necesito que Tommy y tú subáis para garantizar la seguridad de este lugar. Ahora que sabemos que éste es el cabrón que los mató a todos, el equipo forense tendrá que volver y pasar la casa por un cedazo.

Pat y Tommy intercambiaron miradas de inquietud, pero salieron de la estancia sin protestar. Cuando Tommy pasó junto a Gurney, le dijo con la misma naturalidad que si comentara una mancha de caspa:

– Tiene un trozo de cristal clavado en la cabeza.

Nardo esperó a que las pisadas terminaran de subir la escalera y a que la puerta del sótano se cerrara.

– Retroceda. Su voz era un poco nerviosa.

Gurney sabía que en realidad le estaba diciendo que se alejara de las armas el revólver de Dermott en lo poco que quedaba del relleno del ganso, la pistola de tobillo de Nardo en el bolsillo de Dermott y la formidable botella de whisky en la almohada, pero cumplió sin protestar.

– Muy bien -dijo Nardo, tratando de aparentar control de sí mismo-. Le voy a dar una oportunidad de explicarse.

– ¿Le importa que me siente?

– Como si quiere hacer el pino. ¡Hable! ¡Ahora!

Gurney se sentó en la silla, junto a la lámpara rota.

– Estaba a punto de dispararle. Estaba a dos segundos de tener una bala en la garganta, o en la cabeza o en el corazón.Sólo había una forma de detenerlo.

– No le dijo que parara. Le dijo que me disparara-. Nardo tenía los puños tan apretados que Gurney vio puntos blancos en los nudillos.

– Pero no lo hizo, ¿verdad?

– Pero usted le dijo que lo hiciera.

– Porque era la única forma de detenerlo.

– La única forma de detenerlo… ¿Se ha vuelto loco? -Nardo tenía la mirada de un perro asesino al que estaban a punto de soltar.

– El hecho es que está vivo.

– ¿Está diciendo que estoy vivo porque le dijo que me matara? ¿Qué clase de locura es ésta?

– Los asesinos en serie son obsesos del control. Control total. Para Gregory eso significaba controlar no sólo el presente y el futuro, sino también el pasado. La escena que quería que representara era la tragedia que ocurrió en esta casa hace veinticuatro años, con una diferencia fundamental. Entonces el pequeño Gregory no pudo impedir que su padre cortara la garganta de su madre. Ella nunca llegó a recuperarse, y él tampoco. El Gregory adulto quería rebobinar la cinta y empezar otra vez para poder cambiarlo. Quería que usted hiciera todo lo que hizo su padre hasta el momento de levantar la botella. Entonces iba a matarle, para desembarazarse del horrible borracho, para salvar a su madre. Eso es lo que fueron los otros asesinatos, intentos de controlar y matar a Jimmy Spinks, controlando y matando a otros borrachos.

– Gary Sissek no era un borracho.

– Quizá no. Pero Gary Sissek estaba en el cuerpo al mismo tiempo que Jimmy Spinks, y apuesto a que Gregory lo reconoció como amigo de su padre. Quizás incluso como compañero de copas ocasional. Y el hecho de que usted también estuviera en el cuerpo entonces probablemente lo convertía en la mente de Gregory en un perfecto sustituto; la forma perfecta para que él pudiera volver al pasado y cambiar la historia.

– Pero ¡le dijo que me disparara! -El tono de Nardo seguía siendo de discusión; sin embargo, para alivio de Gurney, la convicción estaba debilitándose.

– Le dije que le disparara porque la única forma de detener a un asesino obsesionado por el control, cuando tu única arma son las palabras, es decir algo que le haga dudar de que de verdad tiene el control. Parte de la fantasía de este tipo de psicópata es que está tomando todas las decisiones, que es todopoderoso y que nadie tiene el poder de superarlo. Has de hacerle pensar en la posibilidad de que esté obrando exactamente como tú quieres que actúe. Si te opones directamente a él, te matará. Si ruegas por tu vida, te matará. En cambio, decirle que haga exactamente lo que está a punto de hacer le funde el circuito.

Nardo parecía estar intentando descubrir un fallo en la historia.

– Sonaba muy… auténtico. Había odio en su voz, como si de verdad me quisiera muerto.

– Si no hubiera sido convincente, no estaríamos teniendo esta conversación.

Nardo cambió de plano.

– ¿Y lo del tiroteo en la autoridad portuaria?

– ¿Qué?

– ¿Disparó a un tipo porque le recordaba a su padre borracho?

Gurney sonrió.

– ¿Qué es lo que tiene gracia?

– Dos cosas. Primero: nunca he trabajado cerca de la autoridad portuaria. Segundo: en veinticinco años en el departamento, nunca disparé el arma. Ni una sola vez.

– ¿Era todo mentira?

– Mi padre bebía demasiado. Eso era… complicado. Aun cuando estaba allí, no estaba allí. Pero disparar a un extraño no habría ayudado mucho.

– Entonces, ¿cuál era el motivo de contar toda esa mierda?

– ¿El motivo? Hacer que ocurriera lo que ha sucedido.

– ¿Qué coño quiere decir?

– Por el amor de Dios, teniente, estaba tratando de atraer la atención de Dermott el tiempo suficiente para darle una oportunidad de hacer algo con esa botella de casi un kilo que tenía en la mano.

Nardo lo miró sin comprender, como si la información no encajara del todo con los espacios en blanco en su cerebro.

– Esa historia del niño al que atropello el coche… ¿Eso también era mentira?

– No, eso era verdad. Se llamaba Danny-. La voz de Gurney se hizo áspera.

– ¿Nunca pillaron al conductor?

Gurney negó con la cabeza.

– ¿No había pistas?

– Un testigo dijo que el coche que atropello a mi hijo, un BMW rojo, había estado aparcado toda la tarde delante de un bar de esa misma calle y que el tipo que salió del bar y se metió en el coche estaba obviamente borracho.

Nardo pareció reflexionar sobre aquello.

– ¿Nadie en el bar pudo identificarlo?

– Aseguraron que nunca lo habían visto antes.

– ¿Cuánto tiempo hace que pasó?

– Catorce años y ocho meses.

Se quedaron un rato en silencio; entonces Gurney volvió a hablar en voz baja y vacilante.

– Estaba llevándolo a los juegos del parque. Una paloma caminaba por la acera y Danny la estaba siguiendo. Yo sólo estaba allí a medias. Tenía la cabeza en un caso de homicidio. La paloma bajó de la acera a la calzada y Danny la siguió. Cuando me di cuenta de lo que estaba ocurriendo ya era demasiado tarde. Había terminado.

– ¿Tiene otros hijos?

Gurney vaciló.

– No con la madre de Danny.

Entonces cerró los ojos y ninguno de los hombres dijo nada durante un buen rato. Finalmente, Nardo rompió el silencio.

– ¿Así que no queda duda de que Dermott es el hombre que mató a su amigo?

– No hay duda -dijo Gurney. Le sorprendió el agotamiento en ambas voces.

– ¿Y a los otros también?

– Eso parece.

– ¿Por qué ahora?

– ¿Eh?

– ¿Por qué esperar tanto?

– Oportunidad. Inspiración. Casualidad. Mi hipótesis es que se encontró diseñando un sistema de seguridad para una gran base de datos de seguros médicos. Tal vez se dio cuenta de que podía escribir un programa para extraer todos los nombres de hombres que habían sido tratados por alcoholismo. Ése sería el punto de partida. Sospecho que se obsesionó con las posibilidades. Al final se le ocurrió su ingeniosa idea para encontrar en las listas a hombres lo bastante asustados y vulnerables para enviar esos cheques. Hombres a los que podía torturar con sus pequeños poemas. En algún momento del proceso, sacó a su madre de la residencia donde la había internado el estado después de quedar discapacitada.

– ¿Dónde estuvo todos estos años, antes de aparecer?

– De niño, o bien en una institución del estado, o bien en una casa de acogida. Probablemente era un niño muy introvertido, sin amigos, pero muy listo. Debió de interesarse por la tecnología informática en algún momento, le fue bien, posiblemente fue a la universidad.

– ¿Y cuando tuvo la mayoría de edad se cambió el apellido?

– Quizá no soportaba llevar el apellido del padre. No me sorprendería descubrir que Dermott sea el nombre de soltera de Felicity Spinks.

– ¿Por qué volvió a Wycherly, el hijo de perra?

– ¿Porque fue el escenario de la agresión a su madre hace veinticuatro años? Quizá porque la idea delirante de reescribir el pasado le estaba dominando. Tal vez se enteró de que la vieja casa estaba en venta y no pudo resistirse. Quizá le ofreció una oportunidad para saldar cuentas no sólo con borrachos, sino también con el Departamento de Policía de Wycherly… A menos que elija explicarnos toda la historia, nunca lo sabremos a ciencia cierta. No creo que Felicity pueda ser de mucha ayuda.

– No mucho -coincidió Nardo, pero tenía otra cosa in mente. Parecía inquieto.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gurney.

– ¿Qué? Nada. Nada, en realidad. Sólo me preguntaba…, ¿cuánto le molestaba realmente que alguien estuviera matando borrachos?

Gurney no supo qué decir. La respuesta adecuada habría tenido algo que ver con no juzgar el valor de la víctima. La respuesta cínica podría ser que le preocupaba más el reto del juego que la ecuación moral, más el juego que la gente. En cualquier caso, no tenía ganas de discutirlo con Nardo. Pero sentía que debía decir algo.

– Si lo que está preguntando es si estaba disfrutando de los placeres de una venganza indirecta sobre el conductor borracho que mató a mi hijo, la respuesta es no.

– ¿Está seguro de eso?

– Estoy seguro.

Nardo lo miró con escepticismo, luego se encogió de hombros. La respuesta no parecía convencerle, pero tampoco parecía querer seguir con el asunto.

El teniente explosivo al parecer había sido desactivado. El resto de la tarde estuvo ocupado con el proceso de selección de las prioridades inmediatas y los detalles de rutina para concluir una gran investigación de homicidio.


Gurney fue trasladado al hospital general de Wycherly junto con Felicity Spinks (nacida Dermott) y Gregory Dermott (nacido Spinks). Mientras la madre, con los chapines de rubí todavía en los pies, era examinada por un auxiliar médico, Dermott fue trasladado, todavía inconsciente, a Radiología.

Entre tanto, una enfermera, cuyas maneras parecían inusualmente íntimas (impresión potenciada en parte por una voz casi jadeante y por lo cerca de él que había estado mientras se ocupaba con esmero de la cabeza de Gurney), había limpiado, cosido y vendado la herida de Gurney. Le dio una impresión de disponibilidad inmediata que le resultó incongruentemente excitante dadas las circunstancias. Aunque era sin duda un camino peligroso, por no decir descabellado, por no decir patético, decidió aprovecharse de la simpatía de la enfermera de otro modo. Le dio su número de móvil y le pidió que lo llamara directamente si se producía algún cambio significativo en el estado de salud de Dermott. No quería estar desinformado y no se fiaba de que Nardo le dijera nada al respecto. La enfermera accedió con una sonrisa, después de lo cual un joven y taciturno policía de Wycherly lo llevó de nuevo a la casa de Dermott.

Por el camino llamó a la línea de emergencia nocturna de Sheridan Kline y saltó una grabación. Dejó un sucinto mensaje en el que relataba los puntos esenciales. Luego llamó a casa, le salió su propio contestador, y dejó un mensaje para Madeleine para contarle todo lo sucedido, salvo lo de la bala, la botella, la sangre y los puntos de sutura. Se preguntó si ella habría salido o estaba allí de pie, escuchando mientras él dejaba el mensaje sin querer hablar con su marido. Gurney carecía del asombroso instinto de su esposa en tales cuestiones y no tenía idea de cuál era la respuesta correcta.

Cuando volvieron a la casa de Dermott, había transcurrido casi una hora y la calle estaba llena de vehículos de la Policía de Wycherly, del condado y del estado. Big Tommy y Pat estaban de guardia en el porche. Gurney fue dirigido a la pequeña sala que daba al pasillo central, donde había tenido su primera conversación con Nardo. Éste volvía a estar allí, sentado a la misma mesa. Dos especialistas dedicados a registrar la escena del crimen con su mono blanco, botines y guantes de látex acababan de abandonar la sala para dirigirse a las escaleras del sótano.

Nardo pasó a Gurney un bloc amarillo y un bolígrafo barato por encima de la mesa. Si quedaba alguna emoción peligrosa en el hombre, estaba bien oculta bajo una gruesa capa de embrollo burocrático.

– Siéntese, necesitamos una declaración. Empiece por el momento de su llegada aquí esta tarde, la razón de su presencia. Incluya todas sus acciones relevantes y las observaciones directas de acciones de otros. Incluya un cronograma, en el que indique en qué puntos se basa en información específica y en qué puntos es estimada. Puede concluir la declaración en el momento en que lo escoltaron hasta el hospital, a no ser que durante su tratamiento en el hospital haya salido a la luz nueva información relevante. ¿Alguna pregunta?

Gurney pasó los siguientes cuarenta y cinco minutos siguiendo estas directrices. Nardo se mantuvo fuera de la sala casi todo el tiempo. Llenó cuatro páginas rayadas con caligrafía pequeña y precisa. Gurney usó la fotocopiadora que estaba sobre la mesa apoyada en el otro lado de la habitación para hacerse dos copias de la declaración firmada y fechada antes de entregarle el original a Nardo.

Lo único que dijo el teniente fue:

– Estaremos en contacto-. Su voz era profesional, neutra. No le ofreció la mano.

53

Final, principio

Cuando Gurney cruzó el puente de Tappan Zee y enfiló su trayecto por la Ruta 17, la nieve estaba cayendo con más intensidad, y parecía encoger en la práctica el mundo visible. Cada pocos minutos abría la ventanilla para que una ráfaga de aire helado mantuviera su mente en el presente.

A pocos kilómetros de Goshen casi se salió de la carretera. Sólo la fuerte vibración de los neumáticos en la banda sónica impidió que se estrellara en la cuneta.

Trató de no pensar en nada más que el coche, el volante y la carretera, pero era imposible. Empezó a imaginar el interés de los medios por el caso. Habría una conferencia de prensa en la cual Sheridan Kline, sin lugar a dudas, se felicitaría por el papel de su equipo de investigación, por hacer del país un lugar más seguro y por terminar con la carrera sanguinaria de un criminal demoniaco. Los medios ponían a Gurney de los nervios. Su estúpida cobertura de un crimen era un crimen a su vez. Lo convertían en un juego. Por supuesto, a su propia manera, él también lo hacía. Por lo general, veía un homicidio como un enigma por resolver, a un asesino como a un oponente al que vencer. Estudiaba los hechos, imaginaba los ángulos, salvaba las trampas y entregaba su presa a las fauces de la maquinaria judicial. Luego pasaba a la siguiente muerte por causas no naturales que exigiera una mente inteligente que la aclarara. Sin embargo, en ocasiones veía las cosas de un modo muy diferente, cuando le superaba el cansancio de la caza, cuando la oscuridad hacía que todas las piezas del rompecabezas se volvieran similares o que ni siquiera parecieran piezas, cuando su cerebro atribulado vagaba desde su cuadrícula geométrica y seguía sendas más primitivas, que le daban atisbos del verdadero horror de la tragedia que le ocupaba y en la cual había decidido zambullirse.

En un lado, estaba la lógica de la ley, la ciencia de la criminología, las sentencias. En el otro, estaban Jason Strunk, Peter Possum Piggert, Gregory Dermott, dolor, rabia homicida, muerte. Y entre estos dos mundos surgía la cuestión peliaguda, inquietante, ¿qué tenían que ver uno y otro?

Abrió de nuevo la ventanilla y dejó que la nieve le golpeara en la cara de perfil.

Preguntas profundas y sin sentido, diálogos internos que no conducían a ninguna parte: era algo tan familiar en su paisaje interior como para otro hombre podía serlo calcular las posibilidades de victoria de los Red Sox de Boston. Esta forma de pensar era una mala costumbre y no auguraba nada bueno. En las ocasiones en que había insistido tozudamente en exponérsela a Madeleine, se había topado con aburrimiento o impaciencia.

¿En qué estás pensando de verdad? decía ella, dejando su labor de punto y mirándolo a los ojos.

¿Qué quieres decir? preguntaba él en respuesta, de un modo poco sincero, pues sabía exactamente qué quería decir.

No puede preocuparte de verdad ese sinsentido. Averigua lo que te preocupa de verdad.

«Averigua lo que te preocupa de verdad.»

Era más fácil decirlo que hacerlo.

¿Qué le preocupaba? ¿La inmensa incompetencia de la razón ante las pasiones salvajes? ¿El hecho de que el sistema de justicia era una jaula que no podía mantener al demonio cautivo más que una veleta podía detener el viento? Lo único que sabía era que había algo allí, en la parte de atrás de su mente, mordiendo sus otras ideas y sentimientos como una rata.

Cuando trataba de identificar el problema más corrosivo en medio del caos, se encontraba perdido en un mar de imágenes desbocadas.

Cuando trataba de vaciar su mente, de relajarse y de no pensar en nada, había dos imágenes que no desaparecían.

Una era el cruel placer en los ojos de Dermott cuando recitó su horrible rima sobre la muerte de Danny. La otra era el eco de la furia acusatoria en sí mismo, con la que había difamado a su propio padre cuando había contado cómo, supuestamente, había agredido a su madre. No era sólo una actuación. Una ira terrible se elevaba desde algún lugar interior y lo saturaba. ¿Esa autenticidad significaba que de verdad odiaba a su padre? ¿Era la rabia que había explotado al contar esa horrible historia, la rabia reprimida del abandono: el feroz resentimiento de un niño hacia un padre que no hacía otra cosa que trabajar, dormir y beber, un padre que siempre estaba alejándose, siempre inalcanzable? Gurney estaba asombrado de lo mucho y lo poco que tenía en común con Dermott.

¿O era al revés, una pantalla de humo que cubría la culpa que sentía por haber abandonado a ese hombre frío y cerrado en su edad anciana, por haber tenido la mínima relación posible con él?

¿O era un autodesprecio desplazado que surgía de su propio doble fracaso como padre: su fatal falta de atención hacia un hijo y cómo evitaba al otro?

Madeleine probablemente habría dicho que la respuesta podía ser cualquiera de las mencionadas o ninguna de las mencionadas, pero que, fuera cual fuese, no era importante. Lo que era trascendente tenía que ver con lo que uno creía en su interior que era lo correcto, aquí y ahora. Y a menos que la idea le resultara desalentadora, ella le sugeriría que empezara por devolver la llamada a Kyle. No es que Madeleine tuviera un especial aprecio por él de hecho, no parecía que le cayera bien en absoluto: su Porsche le resultaba estúpido; su mujer, pretenciosa, pero para ella la química personal era algo secundario respecto a hacer lo correcto. Gurney se maravillaba de que una persona tan espontánea pudiera también llevar una vida tan regida por los principios. Era lo que la hacía ser como era. Era lo que la convertía en un faro en el cenagal de su propia existencia.

Lo correcto, ahora mismo.

Inspirado, se detuvo en la amplia entrada abandonada de una vieja granja y sacó su cartera para buscar el número de Kyle. (Nunca se había molestado en introducir el nombre de su hijo en el sistema de reconocimiento de voz, una omisión que le dio una punzada en su conciencia.) Llamarlo a las tres de la mañana parecía una locura, pero la alternativa era peor. Lo pospondría, lo pospondría otra vez y luego encontraría una explicación racional para no llamarlo.


– ¿Papá?

– ¿Te he despertado?

– La verdad es que no. Estaba levantado. ¿Estás bien?

– Estoy bien. Yo, eh…, sólo quería hablar contigo, devolverte la llamada. No lo he hecho muy bien, parece que llevas tiempo tratando de localizarme.

– ¿Seguro que estás bien?

– Sé que es una hora extraña para llamar, pero no te preocupes, estoy bien.

– Vale.

– He tenido un día difícil, pero ha terminado bien. La razón de que no respondiera a tus llamadas antes… He estado metido en un lío complicado, pero no es excusa. ¿Necesitabas algo?

– ¿Qué clase de lío?

– ¿Qué? Ah, lo habitual, una investigación de homicidios.

– Pensaba que te habías retirado.

– Lo estaba. Bueno, lo estoy. Pero me implicaron en un caso. Conocía a una de las víctimas. Es una larga historia. Te la contaré la próxima vez que te vea.

– Guau. ¿Lo has vuelto a hacer?

– ¿Qué?

– Has pillado a otro asesino en serie, ¿eh?

– ¿Cómo lo sabes?

– Víctimas. Has dicho víctimas, en plural. ¿Cuántas eran?

– Cinco que sepamos, planeaba matar a veinte más.

– Y tú lo has pillado. ¡Caray! Los asesinos en serie no tienen ni la menor oportunidad contigo. Eres como Batman.

Gurney rio. No se había reído mucho últimamente. Y no podía recordar la última vez que lo había hecho en una conversación con Kyle. Pensándolo bien, era una conversación inusual también por otros motivos: llevaban al menos dos minutos hablando sin que Kyle mencionara algo que acabara de comprar o que estuviera a punto de adquirir.

– En este caso, Batman ha tenido mucha ayuda -dijo Gurney-, pero no llamaba por eso. Quería devolverte tus llamadas, enterarme de qué estaba pasando contigo. ¿Alguna novedad?

– No mucho -dijo Kyle con sequedad-. He perdido mi empleo. Kate y yo hemos roto. Puede que cambie de carrera y vaya a la Facultad de Derecho. ¿Qué opinas?

Al cabo de un segundo de asombrado silencio, Gurney rio aún más fuerte.

– ¡Dios mío! dijo. ¿Qué demonios ha pasado?

– La industria financiera se ha derrumbado (como habrás oído), junto con mi trabajo, mi matrimonio, mis dos casas y mis tres coches. Aunque es gracioso lo deprisa que puedes adaptarte a una catástrofe inimaginable. En cualquier caso, lo que me estaba preguntando es si debería ir a la Facultad de Derecho. Eso es lo que quería preguntarte. ¿Crees que tengo la mente adecuada para eso?

Gurney propuso a Kyle que viniera de la ciudad el fin de semana, y así podrían hablar sobre la situación con todo el detalle que quisiera durante todo el tiempo que quisiera. Su hijo accedió, incluso parecía contento con ello. Cuando colgó el teléfono, Gurney se quedó sentado unos buenos diez minutos, asombrado.

Había otras llamadas que quería hacer. Por la mañana llamaría a la viuda de Mark Mellery y le contaría que todo había terminado por fin, que Gregory Dermott Spinks estaba bajo custodia y que las pruebas de su culpabilidad eran claras, concretas y abrumadoras. Probablemente ella ya habría recibido una llamada personal de Sheridan Kline y quizá también de Rodríguez. Sin embargo, debía llamarla, aunque sólo fuera por su relación con Mark.

Luego estaba Sonya Reynolds. Según su acuerdo, le debía al menos uno de sus retratos especiales de ficha policial. Se le antojó poco importante, una pérdida de tiempo trivial. Aun así, la llamaría y al menos hablaría de ello y terminaría haciendo aquello a lo que se había comprometido originalmente. Pero nada más. La atención de Sonya era agradable, gratificante para el ego, incluso quizás un poco excitante, pero conllevaba un precio excesivamente alto, era demasiado peligrosa para cosas que importaban más.

El viaje de doscientos cincuenta kilómetros desde Wycherly a Walnut Crossing se prolongó cinco horas en lugar de tres, por culpa de la nieve. Cuando Gurney salió de la autovía del condado al camino que serpenteaba por la montaña hasta su casa, había caído en una especie de estupor de piloto automático. La ventana, abierta un resquicio durante la última hora, había proporcionado bastante frío a su cara y oxígeno a sus pulmones para posibilitar la conducción. Al llegar al prado que en suave pendiente separaba el granero de la casa, se fijó en que los copos de nieve que antes el viento había impulsado en horizontal por las carreteras estaban cayendo rectos. Condujo despacio por el césped, girando hacia el este justo antes de detenerse ante la casa, para que después, cuando la tormenta hubiera pasado, el calor del sol impidiera que se formara hielo en el parabrisas. Se quedó sentado, casi incapaz de moverse.

Estaba tan profundamente exhausto que cuando sonó su teléfono, tardó varios segundos en reconocer el sonido.

– ¿Sí? -Su saludo podría haberse confundido con un silbido.

– ¿Habla David? -La voz femenina le sonaba familiar.

– Sí, soy David.

– Ah, sonabas… extraño. Soy Laura. Del hospital. Querías que llamara… si pasaba algo añadió con una pausa suficiente para dar a entender cierta esperanza en que su petición tuviera raíces más profundas que la razón que le había dado.

– Exacto. Gracias por acordarte.

– Es un placer.

– ¿Ha ocurrido algo?

– El señor Dermott ha fallecido.

– ¿Disculpa? ¿Puedes repetírmelo?

– Gregory Dermott, el hombre del que querías estar informado, murió hace diez minutos.

– ¿Causa de la muerte?

– Nada oficial, todavía, pero el escáner que le hicieron en el ingreso mostraba fractura de cráneo con hemorragia masiva.

– Sí. Supongo que no es una sorpresa con una lesión de ese tipo-. Le parecía que estaba sintiendo algo, pero la sensación era lejana e imposible de definir.

– No, no con esa clase de herida.

La sensación era débil pero inquietante, como un pequeño grito en medio de un viento rugiente.

– No. Bueno, gracias, Laura. Ha estado bien que llames.

– Claro. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

– Creo que no dijo él.

– Será mejor que duermas un poco.

– Sí. Buenas noches, y gracias otra vez.

Primero colgó el teléfono, luego apagó los faros del coche y volvió a hundirse en el asiento, demasiado agotado para moverse. Con la ausencia repentina de la luz de los faros, todo lo que le rodeaba le pareció impenetrablemente oscuro.

Lentamente, mientras sus pupilas se adaptaban, la absoluta negrura del cielo y el bosque cambió a un gris oscuro y el pasto cubierto de nieve a un gris más suave. Al este, donde a duras penas alcanzaba a discernir la cumbre, donde el sol se levantaría al cabo de una hora, parecía distinguirse un aura tenue. La nieve había dejado de caer. La casa de al lado del coche era inmensa, fría y tranquila.

Trató de analizar lo que había ocurrido en los términos más simples. El niño en el dormitorio con una madre solitaria y un padre demente y borracho. Los gritos y la sangre y la impotencia. El terrible daño físico y mental permanente. Los delirios homicidas de venganza y redención. El pequeño Spinks creció para convertirse en el loco Dermott que había asesinado a, por lo menos, cinco hombres y había estado a punto de matar a veinte más. Gregory Spinks, cuyo padre le había cortado la garganta a su esposa. Gregory Dermott, al que le habían aplastado fatalmente el cráneo en la casa donde todo había empezado.

Gurney miró afuera, a la silueta apenas visible de la colina. Sabía que había una segunda historia que considerar, una que necesitaba comprender mejor, la de su propia vida: el padre que no le hizo caso; el hijo crecido al que él, a su vez, no hizo caso; la obsesiva carrera profesional que le había dado tanta fama y tan poca paz; el hijo pequeño que había muerto cuando él no estaba mirando; y Madeleine, que parecía comprenderlo todo. Madeleine, la luz que casi había perdido. La luz que había puesto en peligro.

Estaba demasiado cansado para mover incluso un dedo, tenía demasiado sueño para sentir algo. En su mente apareció un vacío compasivo. Durante un rato, no estaba seguro de cuánto, fue como si no existiera, como si todo en él se hubiera reducido a un punto sin dimensión, un alfiler de conciencia y nada más.

Abrió los ojos de repente, justo cuando el borde ardiente del sol empezaba a brillar a través de las copas desnudas de los árboles, en la cumbre. Observó la uña radiante de luz que se hinchaba lentamente en un gran arco blanco. Entonces reparó en otra presencia.

Madeleine, con su parka naranja brillante la misma que había llevado el día que él la había seguido hasta el mirador, estaba de pie junto a la ventanilla del coche, mirándolo. Se preguntó cuánto tiempo llevaba allí. Minúsculos cristales de hielo brillaron en el borde algodonoso de su capucha. Bajó la ventanilla.

Al principio no dijo nada, pero en su rostro vio vio, sintió, notó, no sabía cómo le había alcanzado la emoción una amalgama de aceptación y amor. Aceptación, amor y un profundo alivio de que una vez más hubiera vuelto a casa vivo.

Le preguntó con una naturalidad llena de emoción si quería desayunar.

Con la vitalidad de una llama saltarina, la parka naranja de Madeleine capturó el sol que ascendía. David salió del coche y la rodeó con sus brazos, para aferrarse a ella como si Madeleine fuera la vida misma.

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