SEGUNDA PARTE

Juegos macabros

17

Un charco de sangre

Eran exactamente las 10.00 cuando Gurney llamó a la comisaría de Policía de Peony para comunicar su nombre, dirección, número de teléfono y ofrecer un breve resumen de su relación con la víctima. El agente con el que habló, el sargento Burkholtz, le dijo que la información se pasaría al equipo del Departamento de Investigación Criminal de la Policía del estado que se había encargado del caso.

Gurney supuso que podrían contactar con él en el curso de las siguientes veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Le sorprendió recibir la llamada al cabo de menos de diez minutos. La voz le resultaba familiar, pero no consiguió situarla de inmediato. Además, el hombre se presentó sin mencionar su nombre.

– Señor Gurney, habla el investigador jefe en la Escena del Crimen de Peony. Tengo entendido que tiene información para nosotros.

Gurney vaciló. Estaba a punto de pedir al agente que se identificara una cuestión de procedimiento normal cuando el timbre de voz, de repente, generó un recuerdo del rostro y el nombre que lo acompañaba. El Jack Hardwick que recordaba de un sensacional caso en el que habían trabajado juntos era un hombre enérgico y soez, de rostro colorado, con el pelo muy corto y prematuramente blanco, y con unos ojos claros de perro malamut. Era un bromista implacable, y pasar media hora con él podía parecerte medio día; de un día en que no parabas de desear que terminara. Sin embargo, también era listo, duro, incansable y políticamente incorrecto con ganas.

– Hola, Jack -dijo Gurney, disimulando su sorpresa.

– Cómo… ¡Coño! ¡ Alguien te lo ha dicho! ¿Quién coño te lo ha dicho?

– Tienes una voz memorable, Jack.

– ¡Voz memorable, las pelotas! ¡Si han pasado diez años, joder!

– Nueve.

La detención de Peter Possum Piggert había sido uno de los logros más sonados en la carrera de Gurney, el que le había valido su ascenso al preciado rango de detective de primer grado, y la fecha era de las que recordaba.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Nadie me lo ha dicho.

– ¡Y un cuerno!

Gurney se quedó en silencio, recordando la propensión de Hardwick a tener siempre la última palabra y las conversaciones estúpidas que se prolongaban indefinidamente hasta que lo conseguía.

Después de tres largos segundos, Hardwick continuó en un tono menos combativo.

– Nueve malditos años. Y de repente apareces de la nada, justo en medio de lo que podría ser el caso de homicidio más sensacional en el estado de Nueva York desde que pescaste la mitad de abajo de la señora Piggert en el río. Es una coincidencia de cojones.

– En realidad era la mitad de arriba, Jack.

Después de un breve silencio, el teléfono explotó con la larga risa de rebuzno, que era la marca de la casa de Hardwick.

– ¡Ah! -gritó sin aliento al final del rebuzno-. Davey, Davey, Davey, siempre tan detallista.

Gurney se aclaró la garganta.

– ¿Puedes decirme cómo murió Mark Mellery?

Hardwick vaciló, atrapado en el incómodo espacio que hay entre la relación personal y la normativa, allí donde los polis habitaban durante la mayor parte de sus vidas y se ganaban la mayor parte de sus úlceras. Optó por ser completamente sincero; no porque se requiriera decir la verdad sin tapujos (Gurney no tenía posición oficial en el caso y no tenía derecho a ninguna información), sino porque esa verdad era de lo más escabroso.

– Alguien le cortó el cuello con una botella rota.

Gurney gruñó como si le hubiera dado un puñetazo en el corazón. Su primera reacción, no obstante, fue rápidamente reemplazada por algo más profesional. La respuesta de Hardwick había colocado en su sitio una de las piezas sueltas en la mente de Gurney.

– ¿Era por casualidad una botella de whisky?

– ¿Cómo demonios lo sabes?- El tono de Hardwick viajó en cuatro palabras del asombro a la acusación.

– Es una larga historia. ¿Quieres que me pase por ahí?

– Será mejor que lo hagas.


El sol, que esa mañana era visible como un disco frío detrás de una capa gris de nubes invernales, había quedado oscurecido casi por completo por un cielo grumoso y plomizo. La luz sin sombras provocaba una sensación ominosa, el rostro de un universo frío, indiferente como el hielo.

A Gurney este hilo de pensamiento le parecía de lo más extravagante y lo dejó de lado al detener su coche detrás de la fila de vehículos policiales aparcados de manera irregular en el arcén cubierto de nieve, delante del Instituto Mellery para la Renovación Espiritual. La mayoría de ellos llevaban la insignia azul y amarilla de la Policía del estado de Nueva York, incluida una furgoneta del laboratorio forense regional. Dos eran coches blancos del Departamento del Sheriff y otros dos coches patrulla verdes de la Policía de Peony. Gurney recordó la broma de Mellery de que sonaba como el nombre de un cabaret gay, así como la expresión de su rostro en el momento en que lo había dicho.

Los macizos de ásteres, apretados entre los coches y el murete de pizarra, habían quedado reducidos por la severidad del invierno a una masa embarullada de brotes marrones que mostraban extraños florecimientos de nieve algodonosa. Gurney bajó del coche y se dirigió a la entrada. Un agente de ceño paramilitar y uniformado con pulcritud custodiaba la puerta de entrada. Gurney reparó en que quizá tenía uno o dos años menos que su propio hijo.

– ¿Puedo ayudarle, señor?

Las palabras eran educadas, pero la expresión no.

– Me llamo Gurney y he venido a ver a Jack Hardwick.

El joven parpadeó dos veces al oír aquellos dos nombres. Su expresión sugería que al menos uno de ellos le estaba provocando un reflujo ácido.

– Espere un momento -dijo, sacando un walkietalkie del cinturón-. Tendrán que escoltarle.

Al cabo de tres minutos llegó el escolta, un investigador del DIC que parecía un imitador de Tom Cruise. A pesar del frío del invierno, sólo llevaba un chaleco negro que le colgaba abierto por encima de una camisa negra y téjanos. Conociendo el estricto código de vestimenta de la Policía del estado, Gurney supuso que esa indumentaria informal significaba que lo habían hecho venir directamente a la escena del crimen cuando estaba fuera de servicio o en una actividad encubierta. El borde de una Glock de nueve milímetros en una funda de hombro de color negro mate, visible bajo el chaleco, parecía una afirmación de actitud tanto como una herramienta de trabajo.

– ¿Detective Gurney?

– Retirado -dijo Gurney, como si añadiera una nota al pie.

– ¿Sí? -dijo Tom Cruise sin interés-. Ha de estar bien. Sígame. Cuando siguió a su guía por el camino que rodeaba el edificio principal y se dirigía hacia la residencia que había detrás de éste, le sorprendió la diferencia que una nevada de diez centímetros había causado en la apariencia del lugar. Había creado un lienzo simplificado y había eliminado detalles superfluos. Caminar por el minimalismo del paisaje blanco era como pisar un planeta recién creado; una idea en absurda discordancia con la realidad enrevesada que tenía ante sí. Rodearon la vieja casa georgiana donde Mellery había vivido y se detuvieron de golpe al borde del patio cubierto de nieve donde había perdido la vida.

El lugar de su muerte era obvio. La nieve aún conservaba la impresión de un cuerpo, y en torno a la zona de la cabeza y los hombros de esa importa se extendía una enorme mancha de sangre. Gurney había visto antes ese asombroso contraste rojo y blanco. El recuerdo indeleble correspondía a la mañana de Navidad de su primer año en el cuerpo. Un policía alcohólico al que su mujer le había cerrado la puerta de su casa se suicidó disparándose en el corazón, sentado sobre un montón de nieve.

Gurney eliminó de su mente la vieja imagen y centró su aguzada mirada profesional en la escena que tenía ante sí.

Un especialista en huellas se había arrodillado junto a una fila de pisadas en la nieve, al lado de la mancha de sangre principal, y estaba rociándolas con algo. Desde su posición, Gurney no veía la etiqueta de la lata, pero suponía que era cera para huellas de nieve, un producto químico que se utilizaba para estabilizar las huellas en la nieve lo suficiente para la aplicación posterior de un compuesto para moldes dentales. Las huellas en la nieve eran extremadamente frágiles, pero cuando se trataban con cuidado proporcionaban un nivel de detalle extraordinario. Aunque había sido testigo del proceso con cierta frecuencia, no pudo menos que admirar la mano firme y la intensa concentración del especialista.

Habían colocado cinta policial amarilla en un polígono irregular en torno a la mayor parte del patio, incluida la puerta trasera de la casa. Habían establecido pasillos de la misma cinta amarilla a ambos lados del patio: para incluir y preservar las rutas de llegada y partida de un conjunto distinto de pisadas procedentes de la dirección del enorme granero situado al lado de la casa, que llegaban a la zona de la mancha de sangre y luego se alejaban del patio, por encima del césped cubierto con un manto de nieve, hacia el bosque.

La puerta trasera de la casa estaba abierta. Un miembro del equipo de la Escena del Crimen estaba en el umbral. Parecía estudiar el patio desde la perspectiva de la casa. Gurney sabía exactamente lo que el hombre estaba haciendo. Cuando estabas en la escena del crimen, tendías a pasar mucho tiempo sólo en captar una sensación, muchas veces intentando verla como podría haberla visto la víctima en sus momentos finales. Había reglas claras y bien entendidas para localizar y recoger indicios sangre, armas, huellas dactilares, huellas de pisadas, cabello, fibras, desconchaduras de pintura, sustancias minerales o vegetales fuera de lugar, etcétera, pero también había un problema de enfoque fundamental. Por decirlo de un modo sencillo, tenías que permanecer con la mente abierta respecto a lo que había ocurrido, dónde había ocurrido exactamente y cómo había ocurrido, porque si saltabas a conclusiones demasiado apresuradas, era fácil perderse indicios que no encajaban en tu visión del escenario. Al mismo tiempo, debías empezar a desarrollar al menos una hipótesis amplia para guiar tu búsqueda de pruebas. Uno podía cometer dolorosos errores por convencerse demasiado deprisa de cómo era el escenario de un crimen, pero también podía perderse mucho tiempo y recursos de personal peinando con un cepillo fino varios kilómetros cuadrados buscando Dios sabe qué.

Lo que hacían los buenos detectives lo que Gurney estaba seguro que estaba haciendo el detective del umbral era una especie de inconsciente ir adelante y atrás entre una perspectiva inductiva y otra deductiva. ¿Qué veo aquí y qué secuencia de hechos sugieren estos datos? Y, si ese escenario es válido, ¿qué pruebas adicionales debería buscar y dónde debería buscarlas?

La clave del proceso, según Gurney se había convencido después de mucho ensayo y error, estaba en mantener el justo equilibrio entre observación e intuición. El mayor peligro era el ego. Un detective supervisor que se queda indeciso sobre la posible explicación de los datos de una escena del crimen podría desperdiciar tiempo al no concentrar los esfuerzos del equipo en una dirección concreta lo bastante pronto, pero el tipo que sabe, el que a primera vista anuncia con agresividad lo que ha ocurrido exactamente en una habitación salpicada de sangre y pone a todo el mundo a probar que tiene razón, puede terminar causando problemas muy graves, entre los que la pérdida de tiempo sería el menos importante.

Gurney se preguntó qué enfoque prevalecería en ese momento.

Fuera de la barrera de cinta amarilla, en el lado más alejado de la mancha de sangre, Jack Hardwick estaba dando instrucciones a dos hombres jóvenes de aspecto demasiado serio: uno de ellos era el aspirante a Tom Cruise que acababa de conducirlo hasta allí, y el otro parecía su hermano gemelo. En los nueves años transcurridos desde que habían trabajado juntos en el infame caso Piggert, la edad de Hardwick parecía haberse duplicado. El rostro era más rojo y más gordo; el cabello, más escaso; y la voz había desarrollado esa clase de aspereza que es consecuencia del tabaco y del tequila.

– Hay veinte huéspedes -estaba diciendo a los dobles de los personajes de Top Gun-. Cada uno de vosotros se ocupa de nueve de ellos. Declaraciones preliminares, nombres, direcciones, números de teléfono. Verificad datos. Dejadme a Patty Cakes y al quiropráctico. También hablaré con la viuda. A las cuatro de la tarde me ponéis al día.

Intercambiaron más comentarios entre ellos en voz demasiado baja para que Gurney les oyera, puntuados por la risa crispante de Hardwick. El joven que lo había escoltado desde la puerta delantera hizo un último comentario, ladeando la cabeza significativamente en dirección a Gurney. Acto seguido, el dúo partió hacia el edificio principal.

Cuando se perdieron de vista, Hardwick se volvió y ofreció a Gurney un saludo a medio camino entre una sonrisa y una mueca. Sus extraños ojos azules, que habían sido brillantemente escépticos, parecían cargados de un cinismo cansado.

– Que me aspen si no es el profesor Dave -dijo con voz áspera, rodeando la zona encintada en dirección a Gurney.

– Sólo un humilde instructor -le corrigió Gurney, que se preguntó qué más habría tratado de averiguar Hardwick sobre su puesto de profesor de Criminología en la universidad estatal, que ocupaba después de dejar el Departamento de Policía de Nueva York.

– Ahórrate la humildad. Eres una estrella, amigo, y lo sabes.

Se estrecharon las manos sin demasiado afecto. A Gurney le sorprendió que la actitud bromista del viejo Hardwick se hubiera retorcido hasta convertirse en algo tóxico.

– No hay muchas dudas sobre el lugar de la muerte -comentó Gurney, que señaló con la cabeza hacia la mancha de sangre.

Estaba ansioso por ir al grano, informar a Hardwick de lo que sabía y largarse de allí.

– Hay dudas sobre todo -proclamó Hardwick-. Muerte y duda son las dos únicas certezas de la vida.

Al no obtener respuesta de Gurney, continuó:

– Te garantizo que habrá menos dudas sobre el lugar de la muerte que acerca de otras cosas. Maldito lunático. La gente de aquí habla de la víctima como si fuera del Deepdick Chopup en la tele.

– ¿Te refieres a Deepak Chopra?

– Sí, Dipcock o lo que sea. Dios, ¡dame un respiro!

A pesar de aquella incómoda reacción, que estaba ganando terreno en su interior, Gurney no dijo nada.

– ¿A qué demonios viene la gente a lugares como éste? ¿A escuchar a un capullo New Age con un RollsRoyce que habla sobre el significado de la vida?

Hardwick negó con la cabeza ante la estupidez humana, sin dejar de mirar con el ceño fruncido a la parte de atrás de la casa, como si la arquitectura del siglo xv tuviera buena parte de la culpa.

La irritación superó la reticencia de Gurney.

– Por lo que yo sé dijo con voz plana, la víctima no era ningún capullo.

– No he dicho que lo fuera.

– Me lo había parecido.

– Estaba haciendo una observación general. Estoy seguro de que tu colega era una excepción.

Hardwick le estaba sacando de quicio.

– No era mi colega.

– Tenía esa impresión por el mensaje que le dejaste a la Policía de Peony y que amablemente me pasaron. Parece que vuestra relación venía de lejos.

– Lo conocí en la universidad, no había tenido contacto con él desde hacía veinticinco años y recibí un mensaje suyo de correo electrónico hace dos semanas.

– ¿Sobre qué?

– Unas cartas que recibió en el buzón. Estaba inquieto.

– ¿Qué clase de cartas?

– Poemas, sobre todo. Poemas que sonaban como amenazas.

La revelación hizo que Hardwick se detuviera a pensar antes de continuar.

– ¿Qué quería de ti?

– Consejo.

– ¿Qué consejo le diste?

– Le aconsejé que llamara a la Policía.

– Supongo que no lo hizo.

El sarcasmo irritó a Gurney, pero se contuvo.

– Había otro poema -dijo Hardwick.

– ¿Qué quieres decir?

– Un poema, una sola hoja de papel que dejaron sobre el cadáver, con una roca como pisapapeles. Todo muy limpio.

– Es muy preciso. Un perfeccionista.

– ¿Quién?

– El asesino. Posiblemente muy trastornado, pero sin duda un perfeccionista.

Hardwick miró a Gurney con interés. La actitud socarrona había desaparecido, al menos temporalmente.

– Antes de que vayamos más allá, he de saber cómo supiste lo de la botella rota.

– Sólo una corazonada.

– ¿Sólo una corazonada de que era una botella de whisky?

– Four Roses, para ser más precisos -dijo Gurney, sonriendo con satisfacción cuando vio los ojos desorbitados de Hardwick.

– Explica cómo lo sabes -exigió Hardwick.

– Fue un poco un salto mental, basado en referencias en los poemas dijo Gurney. Lo verás cuando los leas-. En respuesta a la pregunta que se estaba formando en el rostro del otro hombre, agregó-: Encontrarás los poemas junto con otros dos mensajes en el cajón del escritorio del estudio. Al menos, ése fue el último sitio donde vi que los guardaba Mellery. Es la habitación con la chimenea grande, la que da al salón central.

Hardwick continuó mirándolo como si hacerlo fuera a resolver alguna cuestión importante.

– Ven conmigo -dijo al fin-, quiero enseñarte algo.

Lo guio con un silencio inusual hasta la zona de aparcamiento, situada entre el enorme granero y la calle, y se detuvo donde ésta se unía al sendero circular y donde empezaba un pasillo de cinta policial amarilla.

– Éste es el lugar más cercano a la calle donde podemos distinguir con claridad las huellas de pisadas que creemos que pertenecen al asesino. Pasó un quitanieves por la calle y por el sendero después de que la nevada parara en torno a las dos de la mañana. No sabemos si el criminal entró en la propiedad antes o después de que lo limpiaran. Si fue antes, cualquier huella en la calle exterior o en el sendero habría quedado borrada por el rastrillo. Si fue después, no habrían quedado huellas. Pero desde este punto, las huellas son perfectamente claras y fáciles de seguir por la parte de atrás del granero, al patio, a través de la zona abierta que lleva al bosque, por el bosque, hasta un manto de agujas de pino junto a Babble Road.

– ¿No hizo ningún esfuerzo por ocultarlas?

– No -dijo Hardwick, que parecía molesto-. Ninguno. A menos que se me esté escapando algo.

Gurney lo miró con curiosidad.

– ¿Cuál es el problema?

– Dejaré que lo veas tú mismo.

Caminaron a lo largo del pasillo de cinta amarilla, siguiendo las huellas hasta el otro lado del granero. Las pisadas, claramente marcadas en la por lo demás impoluta capa de ocho centímetros de nieve, eran de botas de montaña grandes (Gurney calculó que serían del número cuarenta y cinco o cuarenta y seis). A la persona que había llegado por ahí a altas horas de la mañana no le había importado que se fijaran en su recorrido.

Mientras rodeaban el granero por la parte de atrás, Gurney vio que habían vetado una zona más ancha con cinta amarilla. Un fotógrafo de la Policía estaba tomando fotos con una cámara de alta resolución mientras un especialista con traje protector blanco y un gorro en la cabeza esperaba su turno con un kit de recopilación de indicios. Cada foto se hacía al menos dos veces, con y sin regla en el marco para conocer la escala, y los objetos se fotografiaban a varias distancias focales: amplias para establecer la posición relativa con los demás objetos de la escena; normal para presentar el objeto; y de cerca para captar el detalle.

El centro de su atención era una silla plegable endeble de las que vendían en cualquier tienda de saldos. Las huellas conducían directamente a la silla. Delante de ella, clavadas en la nieve, había una docena de colillas de cigarrillo. Gurney se agachó para examinarlas y vio que eran de la marca Marlboro. Las huellas continuaban luego desde la silla, rodeando un matorral de rododendros hacia el patio donde todo parecía indicar que se había cometido el homicidio.

– Si: lo que estas pensando

– Dios mío -dijo Gurney-. Se quedó ahí sentado fumando.

– Sí. Un poco de relajación antes de cortarle el cuello a la víctima, según parece. Supongo que tu ceja levantada es una forma de preguntar de dónde ha salido la sillita de mierda. Yo también me lo pregunté.

– ¿Y?

– La mujer de la víctima aseguró que no la había visto antes. Parecía horrorizada por su baja calidad.

– ¿Qué? -Gurney usó la palabra como un látigo. Los comentarios desdeñosos de Hardwick se habían convertido en uñas en una pizarra.

– Sólo un poco de frivolidad-. Se encogió de hombros-. No puedes dejar que una degollación te deprima. Pero, en serio, probablemente fue la primera vez en su pija vida que Caddy SmytheWesterfield Mellery se acercaba tanto a una silla tan barata.

Gurney lo sabía todo del humor policial y de lo necesario que era para enfrentarse a los horrores rutinarios del trabajo, pero había ocasiones en que le crispaba los nervios. Me estás diciendo que el asesino llevó su propia silla de playa?

– Eso parece -dijo Hardwick, que hizo una mueca por lo absurdo.

– Y después de que terminara de fumar (¿cuántos?, ¿una docena de Marlboros?), ¿se acercó a la puerta trasera de la casa, atrajo a Mellery para que saliera al patio y le cortó la garganta con una botella rota? ¿Ésa es la reconstrucción hasta ahora?

Hardwick asintió con reticencia, como si empezara a sentir que el escenario del crimen sugerido por los indicios parecía un poco disparatado. Y la cosa iba a peor.

– En realidad -dijo-, decir que le cortó la garganta es expresarlo con suavidad. A la víctima la apuñalaron en la garganta al menos una docena de veces. Cuando los ayudantes del forense estaban trasladando el cadáver a la furgoneta para llevárselo a la autopsia, casi se les cayó la puta cabeza.

Gurney miró en dirección al patio y, aunque estaba completamente oscurecida por los rododendros, la imagen de la enorme mancha de sangre volvió a su mente tan llena de color y agudeza como si estuviera mirándola a la luz de los focos.

Hardwick lo observó durante un rato, mordiéndose el labio en pose reflexiva.

– De hecho -dijo por fin-, ésa no es la parte más rara. La parte rara de verdad viene después, cuando sigues las huellas.

18

Pisadas a ninguna parte

Lardwick acompañó a Gurney desde la parte de atrás del granero, pasando en torno a los setos y el patio, en dirección hacia donde las huellas del presunto agresor salían de la escena del crimen y continuaban por el césped cubierto de nieve que se extendía desde la parte trasera de la casa hasta el borde del bosque de arces, que estaba situado a varios centenares de metros.

No lejos del patio, mientras iban siguiendo las pisadas en dirección al bosque, se encontraron con otro técnico de pruebas, vestido con un mono de plástico hermético, gorro quirúrgico y una mascarilla diseñada para proteger los restos de ADN u otros indicios.

Estaba agachado a unos tres metros de las pisadas y levantaba con unas pinzas de acero inoxidable lo que al parecer eran unas astillas de cristal marrón. Ya había metido en bolsas otras tres piezas de cristal similares y un fragmento lo bastante grande de una botella de whisky para ser reconocible como tal.

– El arma homicida, probablemente -dijo Hardwick-, pero tú, as de los detectives, ya lo sabías. Hasta sabías que era Four Roses.

– ¿Qué hace aquí, en el jardín? -preguntó Gurney, sin hacer caso del tono punzante de Hardwick.

– Joder, pensaba que ya lo sabrías. Si hasta sabías cuál era la puta marca…

Gurney aguardó, cansado, como si estuviera esperando que se abriera un programa de ordenador lento.

– Parece -respondió Hardwick por fin- que se la llevó y la dejó aquí de camino al bosque. ¿Por qué lo hizo? Es una pregunta excelente. Quizá no se dio cuenta de que aún la tenía en la mano. No sé, había apuñalado a la víctima con ella una docena de veces. Eso podría haber absorbido su atención. Después, mientras camina por el césped, se fija en que aún la lleva y la tira. Al menos eso aún tiene algún sentido.

Gurney asintió, no del todo convencido, pero incapaz de ofrecer una explicación mejor.

– ¿Es éste el elemento raro de verdad que has mencionado?

– ¿Esto? -dijo Hardwick con una risa que más pareció un ladrido-. Todavía no has visto nada.

Al cabo de diez minutos, y después de recorrer ochocientos metros, los dos hombres llegaron a un lugar en el bosque de arces, muy cerca de una pequeña arboleda de pinos blancos.

Al principio, Gurney no estaba seguro de por qué Hardwick lo había llevado allí. De repente lo vio y empezó a estudiar el suelo de alrededor con creciente asombro. Lo que veía no tenía sentido. Las huellas que habían estado siguiendo simplemente se interrumpían. La clara progresión de pisadas en la nieve, una detrás de otra, con un recorrido de casi un kilómetro, simplemente terminaba. Toda la nieve de alrededor estaba prístina, inmaculada, sin tocar por ningún pie humano ni por objeto alguno. La senda de pisadas se detenía a unos tres metros del árbol más cercano. Los vehículos pasaban a al menos cien metros de distancia, por la carretera más cercana.

– ¿Me estoy perdiendo algo?

– Lo mismo que todos los demás -dijo Hardwick, sonando aliviado de que a Gurney no se le hubiera ocurrido una explicación sencilla que se le hubiera escapado a él y a su equipo.

Gurney examinó el terreno en torno a la huella final. Justo más allá de la bien definida huella había una pequeña zona de múltiples huellas solapadas, todas aparentemente hechas por el mismo par de botas de montaña que habían creado las claras pistas que habían estado siguiendo. Era como si el asesino hubiera caminado expresamente hasta ese lugar, se hubiera quedado quieto, pasando el peso del cuerpo de un pie al otro durante unos minutos, quizás esperando algo o a alguien y luego… se hubiera evaporado.

La lunática posibilidad de que Hardwick le estuviera gastando una broma se le pasó por la cabeza, pero la descartó.

Modificar la escena de un crimen para echarse unas risas sería extralimitarse demasiado, incluso para un personaje tan estrambótico como aquél.

Así que lo que estaban mirando era tal cual lo veían.

– Si los periódicos se enteran lo convertirán en una abducción extraterrestre -dijo Hardwick, como si las palabras tuvieran un gusto metálico en su boca-. Los periodistas se cernirán sobre esto como moscas en un cubo de mierda de vaca.

– ¿Tienes una teoría más presentable?

– Mis esperanzas están depositadas en la mente aguda del más reverenciado de los detectives de homicidios en la historia del Departamento de Policía de Nueva York.

– Déjate de historias -dijo Gurney-. ¿El equipo de registro ha encontrado algo?

– Nada que dé sentido a esto. Pero tomaron muestras de nieve del lugar donde aparentemente estaba de pie. No parece haber ninguna materia extraña visible, aunque quizá los técnicos de laboratorio encuentren algo. También comprobaron los árboles y la carretera que pasa por detrás de esos pinos. Mañana examinarán todo lo que haya a treinta metros la redonda.

– Pero de momento nada…

– Cero.

– Entonces, ¿qué te queda? ¿Preguntar a todos los huéspedes del instituto y a los vecinos si alguien vio un helicóptero que bajara una cuerda en el bosque?

– Nadie lo vio.

– ¿Lo has preguntado?

– Me he sentido como un idiota, pero sí. El hecho es que, esta mañana, alguien llegó caminando, casi con toda certeza el asesino. Se detuvo aquí. Si un helicóptero o la grúa más grande del mundo no se lo llevó, ¿dónde coño está?

– Así pues -empezó Gurney-, ni helicóptero, ni cuerdas, ni túneles secretos…

– Exacto -dijo Hardwick, cortándolo-. Y no hay pruebas de que se fuera saltando en un saltador de muelle.

– Lo cual nos deja…

– Lo cual nos deja con nada. Cero. Ni una puta posibilidad real. Y no me digas que una vez que el asesino llegó hasta aquí, volvió caminando hacia atrás, perfectamente, poniendo el pie en cada huella sin fallar ni una vez, sólo para volvernos locos-. Hardwick miró desafiante a Gurney, como si pudiera proponer exactamente eso-. Y aun si eso fuera posible, que no lo es, el asesino se habría encontrado con las dos personas que para entonces ya habían llegado a la escena. Caddy, la mujer, y Patty, el gánster.

– O sea, que es todo imposible -dijo Gurney como si tal cosa.

– ¿Qué es imposible? -preguntó Hardwick, listo para una pelea.

– Todo -dijo Gurney.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– Cálmate, Jack. Hemos de encontrar un punto de partida que tenga sentido. Lo que parece haber ocurrido no puede haber ocurrido. Por lo tanto, lo que parece que ha ocurrido no ha ocurrido.

– ¿Me estás diciendo que esto no son huellas de pisadas?

– Te estoy diciendo que hay algo mal en la forma en que lo estamos mirando.

– ¿Eso es una huella o no es una huella? -soltó Hardwick, exasperado.

– A mí me parece una huella -dijo Gurney en un tono agradable.

– Entonces, ¿qué estás diciendo?

Gurney suspiró.

– No lo sé, Jack. Sólo tengo la sensación de que estamos planteando las preguntas equivocadas.

Algo en la suavidad de su tono tranquilizó a Hardwick. Ningún hombre miró al otro ni dijo nada durante varios segundos. Entonces Hardwick levantó la mano como si hubiera recordado algo.

– Casi me olvido de enseñarte la guinda del pastel-. Metió la mano en el bolsillo lateral de su chaqueta de piel y sacó un sobre de recolección de pruebas.

A través del plástico transparente, en una hoja de papel blanco, Gurney vio la clara caligrafía en tinta roja.

– No la saques -dijo Hardwick-, sólo léela.

Gurney obedeció. Después la volvió a leer. Y una tercera vez, para aprendérsela de memoria.


Escapé por la nieve. Busca y rebusca, idiota. Pregunta: ¿adonde fui? Escoria de la Tierra, mira mi nacimiento: renace la venganza por los niños que lloran, por los desamparados.


– Es nuestro hombre -dijo Gurney, devolviéndole el sobre-. El tema de la venganza, ocho versos, vocabulario elitista, puntuación perfecta, caligrafía delicada. Igual que todos los demás, hasta cierto punto.

– ¿Hasta cierto punto?

– Hay un elemento nuevo en éste: una indicación de que el asesino odia a alguien más además de a la víctima.

Hardwick miró la nota guardada dentro de la bolsita, frunciendo el ceño ante la sugerencia de que se le había pasado algo significativo.

– ¿A quién? -preguntó.

– A ti -dijo Gurney, sonriendo por primera vez en todo el día.

19

Escoria de la tierra

Era injusto, por supuesto, una pequeña licencia teatral para decir que el asesino había puesto sus miras igualmente en Mark Mellery y en Jack Hardwick. Lo que Gurney quería decir, explicó mientras regresaban caminando a la escena del crimen desde el lugar donde estaban las huellas interrumpidas en el bosque, era que el asesino parecía apuntar parte de su hostilidad a la Policía que investigaba el crimen. Lejos de inquietar a Hardwick, el reto implícito lo cargó de energía. El destello combativo de su mirada gritaba. ¡Pedazo cabrón!

Entonces Gurney le preguntó si recordaba el caso de Jason Strunk.

– ¿Por qué?

– ¿No te suena Satanic Santa? ¿O, como lo llamaban otros genios de los medios, Cannibal Claus?

– Sí, sí, claro, me acuerdo. Aunque en realidad no era caníbal. Sólo arrancaba a mordiscos los dedos de los pies.

– Sí, pero eso no era todo, ¿no?

Hardwick esbozó una mueca.

– Me parece recordar que después de arrancar los dedos, cortaba los cuerpos con una sierra, metía los trozos en bolsas de plástico (muy pulcro), los ponía en cajas de regalo de Navidad y los enviaba por correo. Así se desembarazaba de ellos. No tenía problemas con la sepultura.

– ¿Y no recuerdas a quién se los enviaba?

– Eso fue hace veinte años. Ni siquiera estaba en el departamento. Lo leí en los periódicos.

– Los enviaba a direcciones particulares de detectives de homicidios del barrio en el que habían vivido las víctimas.

– ¿Direcciones particulares? -Hardwick dedicó a Gurney una mirada horrorizada-. Asesinato, canibalismo moderado y disección con una sierra podía perdonarse, pero no ese giro final.

– Odiaba a los polis -continuó Gurney-. Le encantaba sacarlos de quicio.

– Me doy cuenta de que mandarles un pie por correo podía conseguir ese objetivo.

– Es especialmente inquietante cuando tu mujer abre el buzón.

El tono extraño captó la atención de Hardwick.

– ¡Joder! Era tu caso. Te mandó un trozo de cadáver y ella abrió el buzón.

– Sí.

– ¡Joder! ¿Por eso se divorció de ti?

Gurney lo miró con curiosidad.

– ¿Te acuerdas de que mi primera mujer se divorció de mí?

– De algunas cosas me acuerdo. De lo que leo, poco. Pero si alguien me cuenta algo personal, de esa clase de cosas nunca me olvido. Igual que sé que eras hijo único, que tu padre nació en Irlanda, que la aborrecía, que nunca te contaba nada de allí, y que bebía demasiado.

Gurney lo miró a los ojos.

– Me lo contaste cuando estábamos trabajando en el caso Piggert.

Gurney no estaba seguro de si estaba más consternado por haber revelado esa peculiar información familiar, por olvidar que lo había hecho o porque Hardwick la recordara.

Siguieron caminando hacia la casa bajo un cielo que se iba oscureciendo, a través de la nieve polvo que una brisa intermitente había empezado a arremolinar. Gurney trató de sacudirse un escalofrío e intentó volver a concentrarse en la materia que lo ocupaba.

– Volviendo al tema -dijo-, la última nota de este asesino es una especie de desafío a la Policía y podría ser algo significativo.

Hardwick era la clase de hombre que sólo volvía al tema de su interlocutor cuando a él le venía en gana.

– Entonces, ¿por eso se divorció de ti? ¿Recibió la polla de un tío en una caja?

No era asunto de Hardwick, pero Gurney decidió responder.

– Teníamos un montón de problemas más. Podría darte una lista de mis quejas, y su lista sería aún más larga. Pero creo que, en resumen, se horrorizó al darse cuenta de lo que significaba estar casada con un poli. Algunas mujeres lo descubren poco a poco. La mía tuvo una revelación.

Habían llegado al patio de atrás. Dos técnicos de pruebas estaban sacando la nieve que había alrededor de la mancha de sangre, ahora más marrón que roja, y examinaban las losas que descubrían durante el proceso.

– Bueno, de todas maneras -dijo Hardwick, como si dejara de lado una complicación innecesaria-, Strunk era un asesino en serie, y éste no lo parece.

Gurney asintió de un modo vacilante. Sí, Jason Strunk era un asesino en serie típico, y quien había matado a Mark Mellery parecía cualquier cosa menos eso. Strunk tenía escaso o nulo conocimiento anterior de sus víctimas. Bien se podía decir que no tenía nada que se pareciera a una «relación» previa con ellas. Las elegía en función de si se adecuaban a ciertas características físicas y de su disponibilidad cuando necesitaba actuar: por una coincidencia de urgencia y oportunidad. El asesino de Mellery, no obstante, lo conocía lo bastante para torturarlo con alusiones a su pasado, incluso lo conocía lo suficiente para predecir qué número se le ocurriría en determinadas circunstancias. Parecía haber compartido una relación íntima con su víctima, lo cual no era propio de los asesinos en serie. Además, no había informes conocidos de asesinatos recientes similares, aunque eso habría que investigarlo con más atención.

– No parece un caso en serie -coincidió Gurney-. Dudo que empieces a encontrar pulgares en tu buzón. Pero hay algo desconcertante en que se dirija a ti, al agente al mando de la investigación, como «escoria de la Tierra».

Rodearon la casa hasta la puerta delantera para evitar entorpecer a los que examinaban la escena del crimen en el patio. Había un agente uniformado del Departamento del Sheriff apostado en el umbral para controlar el acceso a la casa. Allí el viento era más intenso, y el hombre estaba dando pisotones y aplaudiendo con las manos enguantadas para entrar un poco en calor. Su obvia incomodidad torció la sonrisa con la que saludó a Hardwick.

– ¿Hay café en camino?

– Ni idea. Pero eso espero -dijo Hardwick, que se sorbió sonoramente la nariz para que no le goteara. Se volvió hacia Gurney-. No te entretendré mucho más. Sólo quiero que me enseñes las notas que me has dicho que estaban en el estudio, y que te asegures de que están todas.

Dentro de la hermosa casa de suelo de castaño, todo estaba tranquilo. Más que nunca, la casa olía a dinero.

20

Un amigo de la familia

Un pintoresco fuego ardía en la chimenea de piedra y de ladrillos, y el aire de la sala estaba endulzado con una elegante nota de humo de cerezo. Una pálida pero serena Caddy Mellery compartía el sofá con un hombre bien vestido de setenta y pocos años.

Cuando entraron Gurney y Hardwick, el hombre se levantó del sofá con sorprendente facilidad para su edad.

– Buenas tardes, caballeros -dijo. Las palabras tenían una entonación refinada, vagamente del sur-. Soy Cari Smale, un viejo amigo de Caddy.

– Soy el investigador jefe Hardwick, y él es Dave Gurney, amigo del difunto marido de la señora Mellery.

– Ah, sí, el amigo de Mark. Caddy me lo estaba contando.

– Lamentamos molestarlos -dijo Hardwick, mirando en torno a la sala mientras hablaba. Sus ojos se fijaron en el pequeño escritorio Sheraton apoyado en la pared opuesta a la chimenea-. Hemos de acceder a algunos papeles, posiblemente relacionados con el crimen, y tenemos motivos para creer que están en ese escritorio. Señora Mellery, lamento importunarla con preguntas como ésta, pero ¿le importa que eche un vistazo?

La mujer cerró los ojos. No estaba claro que entendiera la pregunta.

Smale volvió a sentarse en el sofá, junto a ella, y colocó su mano sobre el antebrazo de la señora Mellery.

– Estoy seguro de que Caddy no tiene inconveniente.

Hardwick vaciló.

– ¿Está hablando… como representante de la señora Mellery?

La reacción de la señora Mellery fue casi invisible tan sólo arrugó levemente la nariz, como la respuesta de una mujer sensible a una palabra grosera durante un banquete.

La viuda abrió los ojos y habló a través de una sonrisa triste.

– Estoy seguro de que se da cuenta de que éste es un momento difícil. Confío en Cari. Diga lo que diga, es más sensato que cualquier cosa que pueda decir yo.

Hardwick insistió.

– ¿El señor Smale es su abogado?

Ella se volvió hacia Smale con una benevolencia que Gurney sospechaba que el Valium había ayudado a consolidar. Dijo:

– Ha sido mi abogado, mi representante en la enfermedad y en la salud, en los buenos y los malos tiempos, durante más de treinta años. Dios mío, Cari, ¿no es aterrador?

Smale sonrió con nostalgia a la viuda, luego se dirigió a Hardwick con una crispación nueva en su tono.

– Por supuesto, puede examinar esta sala para buscar materiales que pudieran estar relacionados con su investigación. Naturalmente nos gustaría recibir una lista de cualquier objeto que deseen llevarse.

Aquello de «esta sala» no se le escapó a Gurney. Smale no estaba concediendo a la Policía una orden de registro completa. Al parecer, tampoco se le había escapado a Hardwick, a juzgar por la dura mirada que dedicó al atildado hombrecillo del sofá.

– Todas las pruebas de las que tomamos posesión estarán perfectamente inventariadas.

El tono de Hardwick transmitía la parte no expresada del mensaje: «No le damos una lista de cosas que deseamos llevarnos. Le damos una lista de las cosas que nos estamos llevando».

Smale, que obviamente era capaz de percibir mensajes implícitos como aquél, sonrió. Se volvió hacia Gurney y preguntó con su voz cansina.

– Dígame, ¿es usted el mismísimo Dave Gurney?

– Soy el único que tuvieron mis padres.

– Bueno, bueno, bueno. ¡Un detective de leyenda! Es un placer conocerle.

Gurney, a quien de manera inevitable esta clase de reconocimiento le resultaba incómoda, no dijo nada.

Caddy Mellery rompió el silencio.

– Debo pedir disculpas, pero tengo una migraña terrible y he de acostarme.

– La comprendo -dijo Hardwick, pero necesito su ayuda con unos pocos detalles.

Smale miró a su cliente con preocupación.

– ¿No podría esperar una hora o dos? La señora Mellery está sufriendo.

– Mis preguntas no la ocuparán más de dos o tres minutos. Créame, preferiría no entrometerme, pero un retraso crearía problemas.

– ¿Caddy?

– No pasa nada, Cari. Ahora o después no cambia nada-. Cerró los ojos-. Le escucho.

– Lamento hacerle pensar en estas cosas -dijo Hardwick, ¿le importa que me siente aquí? -Señaló el sillón de orejas que estaba más cerca del lado del sofá que ocupaba Caddy.

– Adelante-. Aún tenía los ojos cerrados.

Hardwick se sentó en el borde del cojín. Interrogar a los allegados de la víctima era una labor incómoda para cualquier policía. Sin embargo, él no parecía demasiado molesto por la tarea.

– Quiero repasar algo que me ha contado esta madrugada para asegurarme de que no estoy confundido. Ha dicho que el teléfono sonó poco después de la una de la mañana, que usted y su marido estaban durmiendo en ese momento.

– Sí.

– ¿Y sabe la hora porque…?

– Miré el reloj. Me pregunté quién podía llamarnos a esa hora.

– ¿Y su marido contestó?

– Sí.

– ¿Qué dijo?

– Dijo «hola, hola, hola», tres o cuatro veces. Luego colgó.

– ¿Le dijo si el que llamaba había dicho algo?

– No.

– ¿Y al cabo de unos minutos, oyó un grito animal en el bosque?

– Un chillido.

– ¿Un chillido?

– Sí.

– ¿Qué diferencia hay entre chillar y gritar?

– Gritar… -Se detuvo y se mordió con fuerza el labio inferior.

– ¿Señora Mellery?

– ¿Va a haber muchas más preguntas así? -preguntó Smale.

– Sólo he de saber lo que oyó.

– Gritar es más humano. Gritar es lo que hago cuando… -Parpadeó como para quitarse una mota del ojo antes de continuar-. Era una especie de animal. Pero no fue en el bosque. Sonó más cerca de la casa.

– ¿Cuánto tiempo se prolongó ese grito…, chillido?

– Un minuto o dos, no estoy segura. Paró después de que Mark bajó.

– ¿Dijo lo que iba a hacer?

– Dijo que iba a ver qué era. Nada más. Sólo…- Paró de hablar y empezó a respirar lenta y profundamente.

– Lo siento, señora Mellery. Ya casi he terminado. Sólo quería ver de qué se trataba, nada más.

– ¿Oyó algo más?

Caddy Mellery se tapó la boca, agarrándose las mejillas y la mandíbula en un aparente esfuerzo por controlarse. Aparecieron manchas rojas y blancas, vio sus uñas debido a la fuerza de su agarre.

Cuando habló, las palabras sonaron en sordina a causa de la mano.

– Estaba medio dormida, pero sí oí algo, algo como un aplauso, como si alguien hubiera aplaudido. Nada más-. Continuó sosteniéndose la cara como si la presión fuera su único alivio.

– Gracias -dijo Hardwick, levantándose del sillón de orejas-. Reduciremos al mínimo nuestras intrusiones. Por ahora, lo único que he de hacer es examinar ese escritorio.

Caddy Mellery levantó la cabeza y abrió los ojos. Su mano cayó sobre el regazo. Dejó ver las marcas lívidas de sus dedos en las mejillas.

– Detective -dijo con voz frágil pero decidida-, puede llevarse todo lo que sea relevante, pero, por favor, respete nuestra intimidad. La prensa es irresponsable. El legado de mi marido es de suma importancia.

21

Prioridades

– Si nos empantanamos en esta poesía estaremos dando vueltas a una farola hasta el año que viene -dijo Hardwick.

Pronunció la palabra «poesía» como si fuera la peor clase de lodo.

Los mensajes del asesino estaban dispuestos en una gran mesa en medio de la sala de reuniones del instituto, ocupado por el equipo DIC. Aquélla era su ubicación sobre el terreno para la fase inicial intensiva de la investigación.

Estaba la carta inicial en dos partes de X. Arybdis en la que hacía la inexplicable predicción de que el número en el que pensaría Mellery sería el seiscientos cincuenta y ocho y en la cual solicitaba 289,87 dólares para cubrir los gastos que le había conllevado localizarlo. Estaban los tres poemas cada vez más amenazadores que habían ido llegando por correo. (El tercero era el que el propio Mellery había guardado en una bolsita de plástico, como le había dicho a Gurney, para preservar cualquier huella dactilar.) También estaban dispuestos en secuencia el cheque devuelto de 289,87 dólares junto con la nota de Gregory Dermott que indicaba que no existía ningún X. Arybdis en esa dirección; el poema que el asesino había dictado por teléfono al asistente de Mellery; una cinta de cásete de la conversación telefónica que el asesino había mantenido con Mellery esa misma tarde, durante la cual éste mencionaba el número diecinueve; la carta hallada en el buzón del instituto en la que se predecía que Mellery elegiría el diecinueve, y el poema final hallado junto al cadáver. Eran un buen número de pruebas.

– ¿Sabes algo de la bolsa de plástico? -preguntó Hardwick-. Sonó tan poco entusiasta respecto a ella como había sonado antes con la poesía.

– En ese momento, Mellery estaba muy asustado dijo Gurney. Me dijo que estaba tratando de conservar posibles huellas dactilares.

Hardwick negó con la cabeza.

– ¡Esa mierda de CSI! El plástico parece mejor que el papel. Pero si guardas pruebas en bolsas de plástico, se pudren, porque atrapan la humedad. Capullos.

Un policía uniformado con una placa de la Policía de Peony en la gorra y expresión agobiada apareció en la puerta.

– ¿Sí? -dijo Hardwick, desafiando al visitante a regalarle otro problema.

– El equipo técnico necesita acceso. ¿Está bien?

Hardwick asintió, pero su atención había vuelto a la colección de amenazas en forma de poema extendida sobre la mesa.

– Bonita caligrafía -dijo, arrugando el rostro en una mueca de desagrado-. ¿Qué te parece, Dave? ¿Crees que quizá tengamos una monja homicida entre manos?

Al cabo de medio minuto, los técnicos aparecieron en la sala de reuniones con sus bolsas de pruebas, un portátil y una impresora de código de barras para hacerse cargo de todos los elementos temporalmente dispuestos sobre la mesa y etiquetarlos. Hardwick solicitó que se hicieran fotocopias de cada uno de los elementos antes de que los enviaran al laboratorio de Albany para llevar a cabo una inspección de huellas y análisis de caligrafía, papel y tinta, con especial atención a la nota dejada sobre el cadáver.

Gurney se mantuvo en un discreto segundo plano, observando a Hardwick en acción en su papel de supervisor de la escena del crimen. La forma en que un caso se resolvía al cabo de meses, o incluso años, dependía de lo bien que el tipo al mando de la escena hacía su trabajo en las primeras horas del proceso. En opinión de Gurney, Hardwick estaba realizando un excelente trabajo. Lo observó debatiendo sobre la documentación de las imágenes y localizaciones del fotógrafo para asegurarse de que todas las zonas relevantes de la propiedad se habían cubierto, incluidas partes clave del perímetro, entradas y salidas, todas las huellas de pisadas e indicios físicos visibles (silla plegable, colillas, botella rota), el cuerpo mismo in situ y la nieve empapada de sangre que lo rodeaba. Hardwick también pidió al fotógrafo que encargara fotos aéreas del conjunto de la propiedad y de su entorno; no era una parte normal del proceso, pero, dadas las circunstancias, particularmente el conjunto de huellas que no conducían a ninguna parte, tenía sentido.

Además, Hardwick departió con los dos detectives más jóvenes para cerciorarse de que habían llevado a cabo los interrogatorios que les había asignado. Se reunió con el jefe técnico para revisar la lista de recolección de pruebas, luego dispuso que uno de sus detectives se encargara de que llevaran un perro a la escena a la mañana siguiente, lo cual para Gurney era una señal de que el problema de las pisadas estaba muy presente en la mente de Hardwick. Por último, examinó el registro de entrada y salida de la escena del crimen realizado por el agente apostado en la puerta principal para asegurarse de que no había personal inapropiado en el interior del perímetro. Tras observar que Hardwick asimilaba y evaluaba, priorizaba y dirigía, Gurney concluyó que todavía era tan competente bajo presión como lo había sido durante su anterior colaboración. Podía ser un cabrón con barba de tres días, pero no cabía duda de que era eficiente.

A las cuatro y cuarto, Hardwick le soltó:

– Ha sido un día largo, y ni siquiera cobras. ¿Por qué no te vas a tu casa de campo? Luego, como si de una reacción tardía se tratara, como si una idea le hubiera tendido una emboscada, dijo: Me refiero a que no te estamos pagando. ¿Te estaban pagando los Mellery? Mierda, apuesto a que sí. El talento famoso no sale barato.

– No tengo licencia. No podría cobrar ni aunque quisiera. Además, trabajar como detective privado es la última cosa que quiero hacer en este mundo.

Hardwick lo fulminó con una mirada de incredulidad.

– De hecho, ahora mismo creo que aceptaré tu sugerencia y terminaré por hoy.

– ¿Crees que podrías pasarte por la central regional mañana a mediodía?

– ¿Cuál es el plan?

– Dos cosas. Primero, necesitamos una declaración: tu historia con la víctima, la parte de hace mucho y la actual. Ya sabes de qué va. Segundo, me gustaría que vinieras a una reunión, una orientación para que todo el mundo esté en la misma frecuencia. Informes preliminares sobre la causa de la muerte, interrogatorios a testigos, sangre, huellas, arma homicida, etcétera. Teorías iniciales, prioridades, pasos que seguir. Un tipo como tú podría ser de gran ayuda para ponernos en la pista correcta e impedir que desperdiciemos dinero del contribuyente. Sería un crimen que no compartieras tu supersabiduría de la gran metrópoli con pringados como nosotros. Mañana a mediodía. Estaría bien que pudieras traer tu declaración.

Parecía que tenía que comportarse como un listillo. Definía su lugar en el mundo: listillo Hardwick, Unidad de Delitos Graves, Departamento de Investigación Criminal, Policía del Estado de Nueva York. Sin embargo, Gurney sentía que debajo de todas las tonterías, Hardwick de verdad quería su ayuda para un caso que estaba volviéndose más extraño de hora en hora.


Gurney condujo la mayor parte del camino de vuelta a casa ajeno a su entorno. Hasta que llegó a la parte alta del valle, más allá de la tienda de Abelard en Dillweed, no fue consciente de que las nubes que se habían formado por la mañana se habían disuelto, y en su lugar el sol que brillaba en su ocaso iluminaba la ladera oeste de las colinas. Los campos de maíz nevados que bordeaban el río serpenteante estaban bañados en una gama tan rica de tonos pastel que sus ojos se ensancharon al contemplar la vista. Después, con sorprendente velocidad, el sol de coral descendió por debajo de la cumbre opuesta, y el brillo quedó extinguido. Una vez más, los árboles sin hojas eran negros, la nieve de un blanco imperturbable.

Al frenar al acercarse a la salida, se fijó en un cuervo que estaba en el arcén. El cuervo se había posado en algo elevado unos centímetros del nivel del asfalto. Al situarse a la altura del ave, Gurney la miró más de cerca. El cuervo estaba encima de una zarigüeya muerta. Extrañamente, si se tenía en cuenta la habitual cautela de los cuervos, ni se alejó volando ni mostró ninguna señal de inquietud al ver el coche que pasaba. El ave inmóvil tenía un aspecto expectante, y daba al extraño retablo una cualidad onírica.

Gurney giró por el camino y redujo la marcha al enfilar el lento y serpenteante ascenso: su mente estaba ocupada por la imagen del cuervo negro posado sobre la zarigüeya muerta en el crepúsculo mortecino, vigilante, a la expectativa.

Estaba a tres kilómetros cinco minutos de la intersección con su propiedad. Cuando llegó al estrecho sendero de la granja que conducía del granero a la casa, la atmósfera se había tornado más gris y fría. Un espectral remolino de nieve avanzó hasta casi alcanzar el bosque oscuro antes de disolverse.

Aparcó más cerca de la casa de lo habitual, se subió el cuello para protegerse del frío y se apresuró a entrar por la puerta de atrás. En cuanto entró en la cocina, fue consciente de que el peculiar silencio señalaba la ausencia de Madeleine. Era como si ella llevara a su alrededor el tenue zumbido de una corriente eléctrica, una energía que llenaba un espacio cuando estaba presente y dejaba un vacío palpable cuando no lo estaba.

Había otra cosa más en el aire, además, el residuo emocional de esa mañana, la presencia oscura de la caja procedente del sótano, la caja que todavía permanecía sobre la mesita de café en el extremo oscuro de la sala, con su delicada cinta blanca.

Fue al cuarto de baño que había junto a la despensa y después directamente al estudio. Comprobó los mensajes de teléfono. Sólo había uno. La voz era la de Sonya, satinada, como un chelo: «Hola David. Tengo un cliente que está cautivado por tu obra. Le dije que estabas completando otra pieza, y me gustaría poder decirle cuándo estará disponible. Cautivado no es un término demasiado fuerte, y el dinero no parece que importe. Llámame lo antes que puedas. Hemos de pensar esto juntos. Gracias, David».

Estaba empezando a reproducir el mensaje cuando oyó que la puerta de atrás se abría y se cerraba. Apretó el botón de stop en la máquina para impedir que la voz de Sonya se reprodujera y preguntó:

– ¿Eres tú?

No hubo respuesta, lo cual le molestó.

– Madeleine -dijo, más alto de lo que necesitaba.

Oyó una voz que le respondía, pero era demasiado baja para entender lo que decía. Era una voz que, en sus momentos hostiles, había calificado de «pasiva agresivamente baja». Su primera inclinación fue la de quedarse en el escritorio, pero le pareció infantil, así que fue a la cocina.

Madeleine se volvió hacia él desde el perchero del otro lado de la estancia, donde estaba colgando su parka naranja. Todavía tenía salpicaduras de nieve en los hombros, lo cual significaba que había estado caminando entre los pinos.

– Está precioso fuera -dijo, pasándose los dedos por su grueso cabello castaño, atusándoselo donde la capucha de la parka se lo había chafado.

Entró en la despensa, salió al cabo de un minuto y miró por las encimeras.

– ¿Dónde has puesto las pacanas?

– ¿Qué?

– ¿No te pedí que compraras pacanas?

– Me parece que no.

– Quizá no. ¿O quizá no me oíste?

– No tengo ni idea -dijo David. Le estaba costando mucho seguir la conversación, dadas las circunstancias-. Te traeré algunas mañana.

– ¿De dónde?

– De Abelard.

– ¿En domingo?

– Dom…, sí, es verdad, está cerrado. ¿Para qué las necesitas?

– Me toca hacer el postre.

– ¿Qué postre?

– Elizabeth prepara la ensalada y hornea el pan; Jan hace el chili, y yo cocino el postre-. Se le oscurecieron los ojos-. ¿Te has olvidado?

– ¿Van a venir aquí mañana?

– Exacto.

– ¿A qué hora?

– ¿Tiene importancia?

– He de presentar mi declaración por escrito al equipo del DIC a mediodía.

– ¿En domingo?

– Es una investigación de homicidio -dijo con apatía, y esperaba que sin sarcasmo.

Madeleine asintió con la cabeza.

– Así que estarás todo el día fuera.

– Parte del día.

– ¿Qué parte?

– Dios, ya sabes cómo son estas cosas.

La tristeza y la rabia que competían entre sí en los ojos de Madeleine le dolieron más que una bofetada.

– O sea, que supongo que mañana llegarás a casa a la hora que llegues, y quizá cenarás con nosotros, o quizá no -dijo Madeleine.

– He de entregar una declaración firmada como testigo antefacto en un caso de homicidio. No es algo que quiera hacer-. Su voz se levantó de un modo abrupto, asombroso, escupiéndole las palabras-. Hay algunas cosas en la vida que hay que hacer. Se trata de una obligación legal, no de una cuestión de preferencia. ¡Yo no escribí la maldita ley!

Madeleine lo miró con un cansancio tan repentino como la furia de él.

– Aún no te das cuenta, ¿verdad?

– ¿De qué?

– De que tu cerebro está tan ocupado con el asesinato, el caos, la sangre, los monstruos, los mentirosos y los psicópatas que no te queda sitio para nada más.

22

Dejando las cosas claras

Esa noche pasó dos horas leyendo y corrigiendo su declaración. Contaba de un modo sencillo sin adjetivos, emociones ni opiniones su relación con Mark Mellery: su amistad ocasional en la universidad y cómo habían contactado de nuevo, el mensaje de correo electrónico de Mellery en el que le solicitaba una reunión o su inflexible negativa a poner el asunto en manos de la Policía.

Se tomó dos tazas de café fuerte mientras preparaba la declaración y, como resultado, durmió fatal. Tenía frío, sudor, nervios, sed, un dolor huidizo que pasaba inexplicablemente de una pierna a la otra; la sucesión de incomodidades de la noche proporcionó un maligno semillero para pensamientos que le inquietaban, sobre todo relativos al dolor que había advertido en los ojos de Madeleine.

Sabía que todo procedía de la idea que ella tenía acerca de cuáles eran las verdaderas prioridades de su marido. Madeleine se estaba quejando de que cuando los roles de su vida chocaban, Dave, el detective, siempre se imponía a Dave, el marido. Su jubilación no había traído ninguna diferencia. Estaba claro que ella había confiado, y quizás había creído, en lo contrario. Pero ¿cómo podía dejar de ser lo que era? ¿Cómo podía convertirse en alguien que no era? Su mente trabajaba de manera excepcional en determinado sentido, y las mayores satisfacciones de su vida procedían de la aplicación de ese don intelectual. Poseía un cerebro de una lógica privilegiada y una antena bien sintonizada para la discrepancia. Estas cualidades lo convertían en un detective formidable. También creaban el cojín de abstracción que le permitía mantener una tolerable distancia con los horrores de su profesión. Otros policías disponían de otros cojines: alcohol, solidaridad fraternal, cinismo. El escudo de Gurney era su capacidad para entender las situaciones como retos intelectuales y los crímenes como ecuaciones por resolver. Así era David Gurney. No era algo que pudiera dejar de ser simplemente por retirarse. En eso estaba pensando cuando por fin se quedó dormido una hora antes del alba.

Situada cien kilómetros al este de Walnut Crossing, quince kilómetros más allá de Peony, en un risco con vistas al Hudson, la comisaría central de la Policía del estado daba la impresión de ser una fortaleza recién erigida. Su enorme fachada de piedra gris y estrechas ventanas parecía diseñada para resistir el Apocalipsis. Gurney se preguntó si la arquitectura estaba influida por la histeria del 11S, que había generado proyectos incluso más estúpidos que las comisarías inexpugnables.

Dentro, la luz fluorescente potenciaba al máximo el aspecto severo de los detectores de metales, cámaras cenitales, garitas de vigilancia a prueba de balas y suelo de hormigón pulido. Había un micrófono para comunicarse con el guardia de la garita, que en realidad era más una sala de control que contenía una fila de monitores correspondientes a las distintas cámaras de seguridad. Las luces, que proyectaban un brillo frío en todas las superficies duras, daban al guardia una palidez de agotamiento. Incluso su pelo incoloro se percibía enfermo por la iluminación antinatural. Parecía que estuviera a punto de vomitar.

Gurney habló al micrófono, conteniendo la urgencia de preguntarle al guardia si estaba bien.

– Soy David Gurney. Tengo una cita con Jack Hardwick.

El guardia le entregó un pase temporal para las instalaciones, así como una hoja de visitas que debía firmar y devolverle a través de una estrecha ranura situada en la base de la formidable pared de cristal que iba desde el techo hasta el mostrador que los separaba. El hombre levantó el teléfono, consultó una lista pegada con celo en un lateral del mostrador, marcó una extensión de cuatro dígitos, dijo algo que Gurney no pudo oír y volvió a dejar el teléfono en su lugar.

Al cabo de un minuto, se abrió una puerta gris de acero situada en la pared al lado de la cabina y apareció el mismo policía de paisano que lo había escoltado el día anterior en el instituto. Hizo una señal a Gurney sin dar la menor indicación de que lo hubiera reconocido y lo condujo por un pasillo gris y anodino hasta otra puerta de acero, que abrió.

Entraron en una gran sala de conferencias sin ventanas: sin ventanas sin duda para mantener a los reunidos a salvo del vuelo de cristales en caso de atentado terrorista. Gurney era un poco claustrofóbico y odiaba los espacios sin ventanas, detestaba a los arquitectos que pensaban que eso era una buena idea.

Su lacónico guía fue derecho a la cafetera del rincón. La mayoría de los asientos de la alargada mesa de conferencias ya estaban destinados a personas que todavía no estaban en la sala. Había chaquetas colgadas de los respaldos en cuatro de las diez sillas, y otras tres habían sido reservadas, pues estaban inclinadas hacia la mesa. Gurney se quitó la parka fina que llevaba y la colocó en el respaldo de una de las sillas libres.

Se abrió la puerta y Hardwick entró, seguido por una mujer pelirroja de aspecto aplicado, vestida con un traje unisex, y el otro aspirante de Tom Cruise, que fue a reunirse con su colega junto a la cafetera. La mujer, que llevaba un ordenador portátil y una gruesa carpeta, se sentó en una silla libre y colocó sus cosas en la mesa delante de ella. Hardwick se acercó a Gurney, con el semblante en un extraño punto medio entre la anticipación y el desdén.

– Tengo una sorpresa para ti, colega -susurró de un modo crispante-. Nuestro precoz fiscal del distrito, el más joven en la historia del condado, nos honrará con su presencia.

Gurney sintió ese antagonismo reflejo hacia Hardwick, y no era desproporcionado, teniendo en cuenta la acidez sin sentido del hombre. A pesar de su esfuerzo por no dejar entrever reacción alguna, sus labios se tensaron al hablar:

– ¿Acaso no era de esperar que se implicara en un caso así?

– No he dicho que no lo esperara -murmuró Hardwick-. Sólo he dicho que tenía una sorpresa para ti.

Miró las tres sillas inclinadas en el centro de la mesa y, con el labio curvado que se estaba convirtiendo en parte de su fisonomía, comentó a nadie en particular.

Los tronos de los tres sabios.

Justo entonces, se abrió la puerta y entraron tres hombres.

Hardwick los identificó sotto voce al oído de Gurney. Parecía que tenía una vocación frustrada por la ventriloquia, teniendo en cuenta su habilidad para hablar sin mover los labios.

– Capitán Rod Rodríguez, capullo servicial -dijo el susurro incorpóreo, al tiempo que un hombre achaparrado con bronceado de salón, sonrisa floja y ojos malevolentes entraba en la sala y sostenía la puerta al hombre más alto que iba detrás: un tipo delgado y alerta cuya mirada barrió la sala y se posó durante no más de un segundo en cada individuo-. Fiscal del distrito Sheridan Kline -dijo el susurro-, quiere ser el gobernador Kline.

El tercer hombre, que se movía furtivamente detrás de Kline, prematuramente calvo y que irradiaba todo el encanto de un bol de chucrut frío, era:

Stimmel, el segundo de Kline.

Rodríguez los condujo hasta las sillas inclinadas y le ofreció el lugar central a Kline, quien lo tomó como algo normal. Stimmel se sentó a la izquierda del fiscal; Rodríguez, a su derecha. Este último miró el resto de las caras de los presentes a través de unas gafas de fina montura metálica. El cabello grueso y negro, que crecía desde la frente en una inmaculada mata, estaba obviamente teñido. Dio unos golpecitos en la mesa con los nudillos, mirando a su alrededor para asegurarse de que captaba la atención de todos.

– Nuestra agenda dice que esta reunión empieza a las doce del mediodía y el reloj dice que son las doce del mediodía. Si son tan amables de tomar asiento…

Hardwick se sentó al lado de Gurney. El grupo de la cafetera se acercó a la mesa y en cuestión de medio minuto todos habían ocupado sus sillas. Rodríguez miró a su alrededor con acritud, como para sugerir que los verdaderos profesionales no habrían tardado tanto en conseguirlo. Al ver a Gurney, su boca se retorció de un modo que podía interpretarse como una sonrisa rápida o una mueca de dolor. Su expresión acre se profundizó ante la visión de la única silla vacía. Enseguida continuó.

– No hace falta que les diga que un caso de homicidio de perfil alto ha caído en nuestras manos. Estamos aquí para asegurarnos de que estamos todos aquí-. Hizo una pausa, como para comprobar quién era capaz de apreciar su ingenio zen. Luego lo tradujo para las mentes obtusas-. Estamos aquí para asegurarnos de que estamos todos en la misma longitud de onda desde el primer día en este caso.

– Segundo día -murmuró Hardwick.

– ¿Disculpa? -dijo Rodríguez.

Los gemelos Cruise intercambiaron expresiones de confusión equivalentes.

– Hoy es el segundo día, señor. Ayer fue el primer día, y fue un día de perros.

– Obviamente, estaba utilizando una figura retórica. A lo que me refiero es a que tenemos que estar en la misma onda desde el principio de este caso. Hemos de marchar todos al mismo paso. ¿Me estoy explicando?

Hardwick asintió inocentemente. Rodríguez le dio la espalda de un modo teatral para dirigir sus comentarios a las personas más serias de la mesa.

– Por lo poco que sabemos en este punto, el caso promete ser difícil, complejo, sensible y potencialmente escandaloso. Me han dicho que la víctima era un autor y conferenciante de éxito. La familia de su esposa tiene fama de ser inmensamente rica. Entre la clientela del Instituto Mellery se cuentan personajes ricos, obstinados y que suelen dar problemas. Cualquiera de estos factores podría crear un circo mediático. Si juntamos los tres nos encontramos con un enorme reto. Las cuatro claves para el éxito serán organización, disciplina, comunicación y más comunicación. Lo que vean, lo que oigan, lo que concluyan es inútil si no queda registrado e informado de manera adecuada. Comunicación y más comunicación.

Miró a su alrededor. Sus ojos se entretuvieron más tiempo en Hardwick, identificándolo de manera no demasiado sutil como el principal infractor de las normas de registrar e informar. Hardwick estaba examinándose una peca en el dorso de su mano derecha.

– No me gusta la gente que dobla las normas -continuó Rodríguez-. A largo plazo, quienes doblan las normas causan más problemas que aquellos que las rompen. Quienes doblan las normas siempre aseguran que lo hacen para cumplir con el trabajo. La realidad es que lo hacen por su propia conveniencia.

Lo hacen porque carecen de disciplina, y la falta de disciplina destruye las organizaciones. Así que escúchenme, alto y claro: en este caso vamos a seguir las normas. Usaremos nuestras listas de verificación. Rellenaremos los informes con detalle. Los entregaremos a tiempo. Todo irá por los canales adecuados. Todas las cuestiones legales se dirigirán a la oficina del fiscal del distrito Kline antes (repito, antes) de acometer ninguna acción cuestionable. Comunicación, comunicación, comunicación.

Lanzó las palabras como una sucesión de obuses de artillería a una posición enemiga. Como pensó que había sofocado toda resistencia, se volvió con empalagosa deferencia al fiscal del distrito, quien se había mostrado cada vez más inquieto durante la arenga, y dijo:

– Sheridan, sé que quieres implicarte en este caso de un modo muy personal. ¿Hay algo que quieras decirle a nuestro equipo? -Kline sonrió ampliamente, con lo que, a gran distancia, podía tomarse equivocadamente por cariño. De cerca, lo que se percibía era el narcisismo radiante de un político. Lo único que quiero decir es que estoy aquí para ayudar. Ayudar en lo que pueda. Ustedes son los profesionales. Profesionales formados, experimentados y de talento. Ustedes conocen su trabajo. Es su función.

El atisbo de una risa alcanzó el oído de Gurney. Rodríguez pestañeó. ¿Era posible que sintonizara tan bien la frecuencia de Hardwick?

– Pero estoy de acuerdo con Rod. Puede ser un gran espectáculo, un espectáculo muy difícil de manejar. No cabe la menor duda de que saldrá por la tele, y va a haber mucha gente observando. Prepárense para los titulares sensacionalistas: «Sangriento asesinato de un gurú New Age». Nos guste o no, caballeros, es un candidato para los diarios sensacionalistas. No quiero que parezcamos capullos como los que jodieron el caso JonBenét en Colorado o como los capullos que jodieron el caso Simpson. Vamos a tener muchas bolas en el aire en esta investigación, y si empiezan a caer, vamos a tener un buen lío en las manos. Esas bolas…

La curiosidad de Gurney sobre su disposición final quedó insatisfecha. Kline se calló por la intrusión de la llamada de un teléfono móvil, que atrajo la atención de todos y diversos grados de irritación. Rodriguez miró mientras Hardwick buscaba en su bolsillo, sacaba el aparato ofensivo y recitaba con seriedad el mantra del capitán:

– Comunicación, comunicación, comunicación.

Luego pulsó el botón y habló al teléfono.

– Aquí Hardwick… Adelante… ¿Dónde?… ¿Coinciden con las pisadas?… ¿Alguna indicación de cómo llegaron allí?… ¿Alguna idea de por qué lo hizo?… Muy bien, llévalas al laboratorio cuanto antes… No hay problema-. Pulsó el botón de colgar y miró pensativamente el teléfono.

– ¿Y bien? -dijo Rodriguez, con su mirada torcida por la curiosidad.

Hardwick dirigió su respuesta a la mujer pelirroja con el traje unisex que tenía el portátil abierto sobre la mesa y que lo estaba observando con expectación.

– Noticias de la escena del crimen. Han encontrado las botas del asesino, o al menos unas botas de montaña que coinciden con las huellas de pisadas que se alejan del cadáver. Las botas van de camino a tu gente del laboratorio.

La pelirroja asintió y empezó a escribir en su teclado.

– Pensaba que me habías dicho que las huellas iban a la mitad de ninguna parte y se interrumpían -dijo Rodriguez, como si hubiera pescado a Hardwick en alguna clase de mentira.

– Sí -respondió Hardwick, sin mirarlo.

– Entonces, ¿dónde encontraron estas botas?

– En medio de la misma ninguna parte. En un árbol cercano al lugar donde terminaban las huellas. Colgadas de una rama.

– ¿Me estás diciendo que nuestro asesino se subió a un árbol, se quitó las botas y las dejó allí?

– Eso parece.

– Bueno…, dónde…, quiero decir, ¿qué hizo entonces?

– No tenemos ni la más remota idea. Quizá las botas nos señalen la dirección correcta.

A Rodriguez se le escapó una risa nerviosa.

– Esperemos que algo lo haga. Entre tanto, hemos de volver a nuestra agenda. Sheridan, creo que te han interrumpido.

– Con las bolas en el aire -dijo el susurro de ventrílocuo.

– No me han interrumpido en realidad -dijo Kline con la inequívoca sonrisa de que podía sacar ventaja de cualquier cosa-. La verdad es que prefiero escuchar, sobre todo noticias que llegan de la escena del crimen. Cuanto mejor comprenda el problema, más podré ayudar.

– Como gustes, Sheridan. Hardwick, parece que has concitado la atención de todos. Podrías informarnos del resto de los hechos, con la máxima brevedad posible. El fiscal del distrito está siendo generoso con su tiempo, pero tiene muchos asuntos entre manos. Tenlo en cuenta.

– Muy bien, señores, hemos oído al jefe. Ésta es la versión comprimida, por una sola vez. Ni ensoñaciones ni preguntas estúpidas. Escuchen.

– ¡Uf! -Rodríguez levantó las dos manos-. No quiero que nadie sienta que no puede hacer preguntas.

– Es una figura retórica, señor. Me refiero a que no quiero robarle más tiempo del necesario al fiscal del distrito-. El nivel de respeto con que articuló el título de Kline era lo bastante exagerado como para, al mismo tiempo, sugerir un insulto y permanecer ambiguamente seguro.

– Muy bien, muy bien -dijo Rodríguez con ademán de impaciencia-. Adelante.

Hardwick citó de forma rotunda los datos disponibles.

– Durante un periodo de tres o cuatro semanas antes del homicidio, la víctima recibió varias comunicaciones escritas de tono inquietante o amenazador, así como dos llamadas telefónicas: una tomada y transcrita por la recepcionista del instituto; la otra tomada y grabada por la víctima. Se distribuirán copias de estas comunicaciones. La mujer de la víctima, Cassandra (llamada Caddy), informa que en la noche del homicidio ella y su marido se despertaron a la una a causa de una llamada de teléfono de alguien que colgó.

Cuando Rodríguez estaba abriendo la boca, Hardwick respondió anticipándose a la pregunta.

– Estamos en contacto con la compañía telefónica para acceder a los registros de llamadas de fijo y de móvil de la noche del crimen y de los momentos de las dos llamadas anteriores. No obstante, dado el nivel de planificación implícito en la ejecución de este crimen, me sorprendería que el asesino dejara una pista telefónica útil.

– Ya veremos -dijo Rodríguez.

Gurney concluyó que el capitán era un hombre cuyo máximo imperativo era dar la sensación de que controlaba cualquier situación o conversación en la que se viera inmerso.

– Sí, señor -dijo Hardwick con ese toque de exagerada deferencia, demasiado sutil para que lo acusaran, a la que era adepto.

– En cualquier caso, al cabo de un par de minutos les molestaron sonidos cercanos a la casa, sonidos que ella describe como chillidos animales. Cuando volví y le pregunté otra vez sobre ello, dijo que podrían ser unos mapaches que se peleaban. Su marido acudió a investigar. Al cabo de un minuto, ella oyó lo que describe como una bofetada ahogada, y poco después ella misma fue a investigar. Encontró a su marido tumbado en el patio, junto a la puerta de atrás. La sangre se extendía en la nieve desde las heridas que tenía en la garganta. Ella gritó (al menos cree que gritó), trató de detener la hemorragia, no lo consiguió y corrió a la casa para llamar a Emergencias.

– ¿Sabes si cambió la posición del cuerpo cuando trató de detener la hemorragia? -Rodríguez hizo que sonara como una pregunta trampa.

– Dice que no lo recuerda.

Rodríguez se mostró escéptico.

– Yo la creo -dijo Hardwick.

Rodríguez se encogió de hombros de un modo que concedía escaso valor a las creencias de otros hombres. Mirando sus notas, Hardwick continuó con su relato carente de emoción.

– La Policía de Peony fue la primera en llegar a la escena, seguida por un coche del Departamento del Sheriff y por el agente Calvin Maxon, de la comisaría local. Se contactó con el DIC a la 1.56. Yo llegué a la escena a las 2.20, y el forense llegó a las 3.25.

– Hablando de Thrasher -dijo Rodríguez, enfadado-, ¿ha llamado a alguien para decir que llegaría tarde?

Gurney examinó la fila de rostros de la mesa. Parecían tan habituados al extraño nombre del forense que nadie reaccionó. Nadie mostró tampoco ningún interés en la pregunta, dando a entender que el médico forense era una de esas personas que llegan siempre tarde. Rodríguez miró a la puerta de la sala de conferencias, por la cual Thrasher debería haber entrado diez minutos antes, montando en cólera por perturbar su agenda.

Como si hubiera estado acechando detrás de ella, esperando a que el humor del capitán hirviera, la puerta se abrió y entró en la sala un hombre desgarbado con un maletín bajo el brazo, un vaso de café en la mano y al parecer en medio de una frase.

– … retrasos en la construcción, hombres trabajando. ¡Aja! Eso decían los carteles. Sonrió con brillantez a varias personas. Aparentemente la palabra trabajar significa estar allí de pie rascándose la entrepierna. Mucho rato. No veía que nadie cavara o pavimentara. Yo no lo he visto. Un montón de zopencos incompetentes que bloqueaban la calle-. Miró a Rodríguez por encima de unas gafas de lectura torcidas. ¿No se supone que la Policía del estado debería hacer algo al respecto, capitán?

Rodríguez reaccionó con la sonrisa cansada de un hombre serio que se ve obligado a tratar con idiotas.

– Buenas tardes, doctor Thrasher.

El forense dejó maletín y café en la mesa, delante de la silla libre. Su mirada vagó por la sala hasta posarse en el fiscal del distrito.

– Hola, Sheridan -dijo con cierta sorpresa-. Empiezas pronto con éste, ¿eh?

– ¿Tienes alguna información interesante para nosotros, Walter?

– Sí, la verdad es que sí. Al menos una pequeña sorpresa.

Rodríguez estaba ansioso por mantener el control de la reunión.

– Entonces, sólo para llevarla a un lugar hacia el que ya se encaminaba -dijo teatralmente.

– Bueno, veo aquí una oportunidad de sacar partido del retraso del doctor. Hemos estado escuchando un resumen de todo lo relacionado con el descubrimiento del cadáver. El último dato que he oído tenía que ver con la llegada del forense a la escena. Bueno, como acaba de llegar aquí, ¿por qué no incorporarlo a la narración?

– Gran idea -dijo Kline, sin retirar la mirada de Thrasher.

El forense empezó a hablar como si desde el primer momento su intención hubiera sido presentar su exposición en el momento de su llegada.

– Recibirán el espantoso informe escrito dentro de una semana, caballeros. Hoy les voy a dar el esqueleto.

Si aquello pretendía ser un chiste, caviló Gurney, pasó sin ser apreciado. Quizá lo repetía con tanta frecuencia que el público se había vuelto sordo.

– Un homicidio interesante -continuó Thrasher, estirándose hacia su vaso de café.

Tomó un largo y reflexivo sorbo y volvió a dejar el vaso en la mesa. Gurney sonrió. Esa cigüeña arrugada de cuello largo tenía gusto por la sincronía y el drama.

– Las cosas no son exactamente como parecían al principio continuó el forense.

Hizo una pausa hasta que la sala estuvo al borde de explotar de impaciencia.

– El examen inicial del cadáver in situ inducía a la hipótesis de que la causa de la muerte había sido el seccionamiento de la arteria carótida por múltiples cortes y heridas de punción, infligidos con una botella rota, descubierta posteriormente en la escena. Sin embargo, los resultados iniciales de la autopsia indican que la causa de la muerte fue el corte de la arteria carótida por una sola bala disparada casi a quemarropa en el cuello de la víctima. Las heridas de la botella rota fueron posteriores al disparo y se infligieron después de que la víctima hubiera caído al suelo. Hubo un mínimo de catorce heridas de punción, quizás hasta veinte, varias de las cuales dejaron astillas de vidrio en el tejido del cuello. Cuatro de ellas atravesaron por completo los músculos y la tráquea, y aparecieron por la parte posterior del cuello.

Hubo un silencio en la mesa, acompañado de varias miradas intrigadas y de desconcierto. Rodríguez juntó las yemas de los dedos en forma de campana. Fue el primero en hablar.

– ¿Un disparo?

– Un disparo -dijo Thrasher, con el alivio de un hombre que amaba descubrir lo imprevisible.

Rodríguez miró acusadoramente a Hardwick.

– ¿Cómo es que ninguno de tus testigos oyó el disparo? Me has dicho que había al menos veinte huéspedes en la propiedad. Además, ¿cómo es que no lo oyó la mujer?

– Lo oyó.

– ¿Qué? ¿Desde cuándo lo sabes? ¿Por qué no me lo habías dicho?

– Ella lo oyó, pero no sabía que lo había oído -dijo Hardwick-. Dijo que oyó algo como una bofetada ahogada. En ese momento no sabía qué había oído realmente, y a mí tampoco se me ocurrió hasta este preciso instante.

– ¿Ahogada? -dijo Rodríguez con incredulidad-. ¿Me estás diciendo que usó un silenciador?

El nivel de atención de Sheridan Kline subió un peldaño.

– ¡Eso lo explica! -gritó Thrasher.

– ¿Qué explica? -preguntaron al unísono Rodríguez y Hardwick.

Los ojos de Thrasher brillaron de triunfo.

– Los rastros de plumas de ganso en la herida.

– Y en las muestras de sangre de la zona que rodeaba el cadáver-. La voz de la pelirroja era tan poco específica en cuanto a su sexo como su traje.

Thrasher asintió.

– Por supuesto, también estaría allí.

– Todo esto es muy sugerente -dijo Kline-. ¿Alguno de los que entienden lo que se ha dicho puede tomarse un momento para explicármelo?

– Plumas -atronó Thrasher, como si Kline fuera duro de oído.

La expresión de profunda perplejidad de Kline empezó a petrificarse.

Hardwick habló como si acabara de comprender la verdad.

– El amortiguamiento de los disparos combinado con la presencia de plumas sugiere que el efecto silenciador podría haberse producido envolviendo la pistola en alguna clase de material acolchado, tal vez una chaqueta de esquí o una parka.

– ¿Estás diciendo que un arma puede silenciarse sólo metiéndola dentro de una chaqueta de esquí?

– No exactamente. Lo que estoy diciendo es que si empuño la pistola en una mano y la envuelvo una y otra vez (sobre todo en torno al cañón) con un material acolchado lo bastante grueso, es posible que alguien diga que el disparo suena como un bofetón, si lo escucha desde el interior de una casa bien aislada con las ventanas cerradas.

La explicación pareció satisfacer a todo el mundo menos a Rodríguez.

– Quiero ver los resultados de algunos test antes de creerme eso.

– ¿No crees que fuera un silenciador real? Kline sonó decepcionado.

– Podría haberlo sido dijo Thrasher. Pero entonces tendríamos que explicar todas esas partículas microscópicas de alguna otra forma.

– Así pues -dijo Kline-, el asesino dispara a la víctima a bocajarro.

– No a bocajarro -lo interrumpió Thrasher-. A bocajarro implica contacto entre el cañón y la víctima, y no hay indicios de eso.

– Entonces, ¿desde qué distancia?

– Es difícil decirlo. Había unas cuantas quemaduras de pólvora de punto único en el cuello, que situarían el arma a un metro y medio, pero las quemaduras no eran lo bastante numerosas para formar un patrón. La pistola podría haber estado incluso más cerca, con las quemaduras de pólvora minimizadas por el material que envolvía el cañón.

– Creo que no se ha recuperado ninguna bala-. Rodríguez dirigió su crítica a un punto en el aire situado entre Thrasher y Hardwick.

La mandíbula de Gurney se tensó. Había trabajado para hombres como Rodríguez, hombres que confundían su obsesión por el control con liderazgo y su negatividad con tenacidad.

Thrasher respondió primero.

– La bala no dio en las vértebras. En el tejido del cuello en sí no hay mucho que pueda frenarla. Tenemos un orificio de entrada y otro de salida; ninguno de los cuales fue fácil de encontrar, por cierto, con todas las heridas infligidas después.

Si estaba esperando cumplidos, pensó Gurney, no era el lugar adecuado. Rodríguez pasó su mirada inquisitiva a Hardwick, cuyo tono se situó de nuevo al borde de la insubordinación.

– No buscamos una bala. No teníamos razones para pensar que hubiera una bala.

– Bueno, ahora las tienes.

– Excelente observación, señor -dijo Hardwick con un atisbo de burla.

Sacó su teléfono móvil, marcó un número y se alejó de la mesa. A pesar de su voz baja, estaba claro que estaba hablando con un agente de la Escena del Crimen y solicitando que, de un modo prioritario, buscaran la bala. Cuando regresó a la mesa, Kline preguntó si había alguna posibilidad de recuperar una bala disparada en el exterior.

– Normalmente no -dijo Hardwick-, pero en este caso hay posibilidades. Considerando la posición del cadáver, probablemente le dispararon con su espalda dando a la casa. Si no se desvió mucho, podremos encontrarla en el lateral de madera.

Kline asintió lentamente.

– Pues muy bien, como empezaba a decir hace un minuto, sólo para que me quede claro: el asesino dispara a la víctima desde una corta distancia, ésta cae al suelo, con la arteria carótida seccionada; le brota sangre del cuello. Entonces el asesino saca una botella rota, se agacha junto al cadáver y lo apuñala con ella catorce veces. ¿Es ésa la imagen? preguntó con incredulidad.

– Al menos catorce veces -dijo Thrasher-, probablemente más. Cuando se solapan los cortes resulta difícil contarlos.

– Lo entiendo, pero a lo que voy es a por qué.

– ¿El móvil? -dijo Thrasher, como si el concepto fuera en el mismo par científico que la interpretación de los sueños-. No es mi área. Pregúnteles a mis amigos del DIC.

Kline se volvió hacia Hardwick.

– Una botella rota es un arma de conveniencia, un arma del momento, un sustituto de barra de bar de un cuchillo o una pistola. ¿Por qué un hombre que ya tenía una pistola cargada sintió la necesidad de usar una botella rota, y por qué la usó después de que ya había matado a su víctima con la pistola?

– ¿Para asegurarse de que estaba muerto? -ofreció Rodríguez.

– Entonces, ¿por qué no dispararle otra vez? ¿Por qué no dispararle en la cabeza? ¿Por qué no le disparó en la cabeza para empezar? ¿Por qué en el cuello?

– ¡Quizá fue un disparo pésimo.

– ¿Desde un metro y medio? -Kline se volvió hacia Thrasher-. Estamos seguros de la secuencia. ¿Primero el disparo y después los cortes?

– Sí, hasta un nivel razonable de certeza profesional, como decimos en un juicio. Las quemaduras de pólvora, aunque limitadas, son claras. Si la zona del cuello ya hubiera estado cubierta de sangre de los cortes en el momento del disparo, es poco probable que pudieran haberse producido quemaduras tan marcadas.

– Y habríais encontrado la bala.

La pelirroja lo dijo de un modo tan de pasada que sólo unas pocas personas lo oyeron. Kline era una de ellas. Gurney era otra. Se había estado preguntando cuándo se le iba a ocurrir eso a alguien. Hardwick era difícil de interpretar, pero no parecía sorprendido.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Kline.

La mujer respondió sin levantar la mirada de la pantalla del portátil.

– Si lo acuchillaron catorce veces en el cuello como parte del asalto inicial, con cuatro de las heridas atravesándolo por completo, difícilmente habría permanecido de pie. Y si le dispararon desde arriba cuando él ya estaba con la espalda en el suelo, la bala habría estado justo debajo de él.

Kline le dedicó una mirada de evaluación. A diferencia de Rodríguez, pensó Gurney, era lo bastante lúcido para respetar la inteligencia.

Rodríguez hizo un esfuerzo por recuperar las riendas.

– ¿De qué calibre de bala estamos hablando, doctor?

Thrasher miró por encima de las gafas de leer que le resbalaban por la nariz.

– ¿Qué he de hacer para que entiendan los rudimentos de la patología?

– Ya lo sé, ya lo sé -dijo Rodríguez malhumorado-, la carne es flexible, se contrae, se expande, no puede ser exacto, etcétera, etcétera. Pero qué diría, estaba cerca de un veintidós o de un cuarenta y cuatro… Haga una estimación.

– No me pagan para calcular. Además, nadie recuerda durante más de cinco minutos que era sólo una estimación. Lo que recuerdan es que el forense dijo algo de un veintidós y que resulta que se equivocó-. Hubo un frío destello de recuerdo en sus ojos, pero lo único que dijo fue-: Cuando saquen la bala de la parte de atrás de la casa y la lleven a balística, lo sabrán…

– Doctor -lo interrumpió Kline como un niño pequeño que pregunta al señor Sabio-, ¿es posible estimar el intervalo exacto entre el disparo y las subsiguientes cuchilladas?

El tono de la pregunta pareció aplacar a Thrasher.

– Si el intervalo entre ambos fuera sustancial, y ambas heridas sangraran, habríamos encontrado sangre en dos estadios diferentes de coagulación. En este caso, diría que los dos tipos de heridas se produjeron en una secuencia lo bastante corta para hacer que esa clase de comparación resulte imposible. Lo único que puedo decir es que el intervalo fue relativamente corto, pero sería difícil determinar si fue de diez segundos o de diez minutos. Pero es una buena pregunta de patología concluyó, para diferenciarla de la pregunta del capitán.

La boca del capitán se retorció.

– Si es lo único que tiene para nosotros por el momento, doctor, no lo entretendré más. ¿Recibiré el informe escrito dentro de no más de una semana desde hoy?

– Creo que es lo que he dicho.

Thrasher recogió su abultado maletín de la mesa, saludó al fiscal del distrito con una sonrisa de labios finos y abandonó la sala.

23

Sin rastro

– Por ahí sale un grano en el culo patológico -dijo Rodríguez.

Examinó los rostros de las personas que estaban sentadas a la mesa, en busca de alguien que apreciara su ingenio, pero sólo las perennes sonrisas de los gemelos Cruise se acercaron a proporcionar algo semejante. Kline puso fin al silencio pidiendo a Hardwick que continuara la narración de la escena del crimen en la que estaba inmerso antes de que hubiera aparecido el forense.

– Exactamente lo que estaba pensando, Sheridan -intervino Rodríguez-. Hardwick, sigue donde lo has dejado y cíñete a los hechos clave-. La advertencia insinuaba que eso no era algo que Hardwick hiciera normalmente.

Gurney reparó en lo previsible que eran las actitudes del capitán: hostil con Hardwick, adulador con Kline, presuntuoso en general.

Hardwick habló con rapidez.

– El rastro más visible del asesino era un conjunto de huellas de pisadas que entraban por la puerta principal, atravesaban la zona de aparcamiento, rodeaban el granero por detrás, donde se interrumpían ante una silla de playa…

– ¿En la nieve? -preguntó Kline.

– Exacto. Se encontraron colillas de cigarrillo en el suelo delante de la silla.

– Siete -dijo la pelirroja del portátil.

– Siete -repitió Hardwick-. Las huellas continuaban desde la silla…

– Discúlpeme, detective, pero ¿los Mellery tienen sillas de camping en la nieve? -preguntó Kline.

– No, señor. Parece que el asesino se trajo la silla.

– ¿Se la trajo?

Hardwick se encogió de hombros.

Kline negó con la cabeza.

– Lamento interrumpir. Adelante.

– No lo lamentes, Sheridan. Pregúntale lo que quieras. Mucho de este material tampoco tiene sentido para mí -dijo Rodríguez, con una expresión que le atribuía la carencia de sentido a Hardwick.

– Las huellas de pisadas siguen desde la silla hasta el lugar de encuentro con la víctima.

– ¿Se refiere al lugar donde mataron a Mellery, señor? -preguntó Kline.

– Sí, señor. Y desde allí pasan por una abertura en el seto, recorren el prado y se adentran en el bosque, donde finalmente terminan a casi un kilómetro de la casa.

– ¿Qué quiere decir «terminan»?

– Se detienen. No van más allá. Hay una pequeña zona donde la nieve está pisada, como si el individuo se quedara allí un buen rato, pero no hay más huellas, ni de salida ni de llegada de ese lugar. Como ha oído hace un rato, las botas que dejaron las huellas se encontraron colgadas de un árbol cercano, sin ninguna señal de lo que había ocurrido al individuo que las llevaba.

Gurney estaba observando la cara de Kline y vio en ella una combinación de desconcierto ante el enigma y la sorpresa por esta incapacidad de ver cualquier solución. Hardwick estaba abriendo la boca para continuar cuando la pelirroja habló otra vez con una voz pausada y sin inflexiones, una voz perfectamente situada a medio camino de lo masculino y lo femenino.

– En este punto deberíamos decir que el dibujo de las suelas de las botas coincide con las huellas en la nieve. El laboratorio determinará si las huellas son suyas.

– ¿Puede ser tan definitivo con las huellas dejadas en la nieve? -preguntó Kline.

– Ah, sí -dijo con su primer atisbo de entusiasmo-. Las huellas en la nieve son las mejores de todas. La nieve comprimida puede capturar detalles demasiado finos para ser percibidos a simple vista. Nunca mate a nadie en la nieve.

– Lo recordaré -dijo Kline-. Lamento otra vez interrumpir, detective. Por favor, continúe.

– Éste podría ser un buen momento para informar sobre las pruebas recogidas hasta ahora. ¿Le parece bien, capitán?

Una vez más, a Gurney, el tono de Hardwick le sonó como una sutil falta de respeto.

– Me gustaría disponer de algunos datos -dijo Rodríguez.

– Un momento, que abro el archivo -dijo la pelirroja, pulsando unas pocas teclas en su ordenador-. ¿Quiere los elementos en algún orden en especial?

– ¿Qué tal por orden de importancia?

Sin mostrar ninguna reacción al tono condescendiente del capitán, la mujer empezó a leer de la pantalla del ordenador.

– Elemento probatorio número uno: una silla de playa, hecha de tubos de aluminio ligero con tejido de plástico. El examen inicial de materiales extraños descubrió unos pocos milímetros de Tyvek atrapado en el pliegue entre el asiento y el apoyabrazos.

– ¿Se refiere al material con el que aislan las casas? -preguntó Kline.

– Es una barrera antihumedad que se aplica sobre planchas de conglomerado, pero también en otros productos, en especial en monos de pintor. Ése fue el único material extraño descubierto, el único indicador de que se había usado la silla.

– ¿Ni huellas, ni pelo, ni sudor, ni saliva, ni abrasiones, nada de nada? -preguntó Rodríguez, como si sospechara que su gente no había mirado lo bastante bien.

– Ni huellas, ni pelo, ni sudor, ni saliva, ni abrasiones, pero yo no diría nada de nada -respondió ella, que pareció dejar que el tono de la pregunta del capitán pasara sin tocarla, como el puñetazo de un borracho-. La mitad de la tela de la silla ha sido sustituida, todas las tiras horizontales.

– Pero has dicho que nunca se había usado.

– No hay ninguna señal de uso, pero las cinchas sin duda han sido sustituidas.

– ¿Qué posible razón puede haber para eso?

Gurney estuvo tentado de ofrecer una explicación, pero Hardwick la expresó en palabras antes.

– Ella ha dicho que todas las cinchas eran blancas. Esa clase de silla normalmente tiene dos colores de cinchas entrelazadas para crear un patrón: azul y blanco, verde y blanco, algo así. Quizá no quería ningún color.

Rodríguez mascó la idea como si fuera un chicle rancio.

– Adelante, sargento Wigg. Tenemos mucho que hacer antes de comer.

– Elemento número dos: siete colillas de cigarrillos de la marca Marlboro, también sin rastros humanos.

Kline se inclinó hacia delante.

– ¿No hay rastros de saliva? ¿No hay huellas dactilares parciales? ¿Ni siquiera aceite de piel?

– Nada.

– ¿No es extraño?

– Extremadamente. Elemento número tres: una botella de whisky rota, incompleta, marca Four Roses.

– ¿Incompleta?

– Aproximadamente la mitad de la botella estaba de una sola pieza. Eso y todos los restos recuperados suman algo menos de dos tercios de una botella completa.

– ¿No hay huellas? preguntó Rodríguez.

– No hay huellas; en realidad no es una sorpresa, considerando la ausencia de huellas en la silla y los cigarrillos. Había una sustancia presente, además de la sangre de la víctima: una minúscula huella de detergente en una fisura a lo largo del borde roto del cristal.

– ¿Qué significa? -preguntó Rodríguez.

– La presencia del detergente y la ausencia de una porción de la botella sugiere que la rompieron en algún otro sitio y la lavaron antes de llevarla a la escena.

– Entonces, ¿ese alocado apuñalamiento fue tan premeditado como el disparo?

– Eso parece. ¿Continúo?

– Por favor -dijo Rodríguez, haciendo que la palabra sonara ruda.

– Elemento número cuatro: la vestimenta de la víctima, incluida ropa interior, bata y mocasines, todo manchado con su propia sangre. Tres cabellos extraños hallados en la bata, posiblemente de la mujer de la víctima, aún sin identificar. Elemento número cinco: muestras de sangre recogidas del suelo que había alrededor del cadáver. Se están llevando a cabo las pruebas: hasta el momento todas las muestras coinciden con la sangre de la víctima. Elemento número seis: trozos de cristal roto tomados de la losa de debajo del cuello de la víctima. Esto es coherente con el hallazgo de la autopsia inicial: cuatro heridas de punción de la botella de cristal atravesaron el cuello de delante atrás, y la víctima estaba en el suelo en el momento del acuchillamiento.

Kline tenía los ojos entrecerrados, como un hombre que conduce de cara al sol.

– Me está dando la impresión de que alguien ha cometido un crimen extremadamente violento, un crimen que implica disparar, apuñalar (más de una docena de heridas profundas, algunas causadas con gran fuerza) y, aun así, el asesino consiguió hacer todo esto sin dejar ni un solo rastro, no intencionado, de sí mismo.

Uno de los gemelos Cruise habló por primera vez, en una voz sorprendentemente aguda en relación con su aspecto de hombre.

– ¿Qué ocurre con la silla de playa, la botella, las huellas de pisadas, las botas?

El rostro de Kline se retorció con impaciencia.

– He dicho rastros no intencionados. Esas cosas las dejó allí a propósito.

El joven se encogió de hombros como si fuera un truco de sofistería.

– El elemento número siete se divide en subcategorías -dijo la sargento sin género Wigg (aunque tal vez no sin sexo, observó Gurney, notando los interesantes ojos y la boca finamente esculpida)-. El artículo número siete incluye comunicaciones recibidas por la víctima que podrían ser relevantes para el crimen, incluida la nota final hallada en el cadáver.

– He hecho copias de todas ellas -anunció Rodríguez-. Las entregaré en el momento apropiado.

– ¿Qué están buscando en ellas? -le preguntó Kline a Wigg.

– Huellas dactilares, hendiduras en el papel…

– ¿Como impresiones de un cuaderno?

– Correcto. También estamos haciendo un test de identificación de tinta en las cartas manuscritas y un segundo test de identificación de impresión en la carta que se generó con un procesador de textos: la última recibida antes del asesinato.

– También tenemos expertos examinando la caligrafía, el vocabulario y la sintaxis- intervino Hardwick-, y estamos consiguiendo un análisis de huella de sonido de la conversación telefónica grabada por la víctima. Wigg ya tiene una impresión preliminar, y la revisaremos hoy mismo.

– También examinaremos las botas que se han encontrado hoy, en cuanto lleguen al laboratorio. Es todo por ahora -concluyó Wigg, que pulsó una tecla de su ordenador-. ¿Alguna pregunta?

– Yo tengo una -dijo Rodriguez-. Como hemos discutido presentar estos indicios en orden de importancia, me estaba preguntando por qué has puesto la silla en primer lugar.

– Sólo es una corazonada, señor. No podemos saber cómo encaja todo hasta que encaje. En este momento es difícil decir qué pieza del puzle…

– Pero has puesto la silla plegable en primer lugar -la interrumpió Rodriguez. ¿Por qué?

– Parecía ilustrar el rasgo más asombroso del caso.

– ¿Qué significa eso?

– La planificación -dijo Wigg con suavidad.

Gurney pensó que tenía la habilidad de responder al interrogatorio del capitán como si se tratara de una serie de preguntas objetivas hechas sobre papel, sin hacer caso de las expresiones faciales arrogantes ni de las entonaciones insultantes. Había una curiosa pureza en esa carencia de implicación emocional, en esa inmunidad a la provocación mezquina. Y captaba la atención de la gente. Gurney se fijó en que todos los presentes, salvo Rodriguez, estaban inconscientemente inclinados hacia delante.

– No sólo la planificación -continuó ella-, sino lo extraño de ella. Llevar una silla plegable a un asesinato. Fumarse siete cigarrillos sin tocarlos ni con los dedos ni con los labios. Romper una botella, lavarla y llevarla a la escena para apuñalar con ella un cadáver. Por no mencionar las pisadas imposibles y cómo el autor del crimen desapareció en el bosque. Es como si el hombre fuera una especie de genio del crimen. No es sólo una silla de playa, sino una silla con la mitad de las cinchas retiradas y sustituidas. ¿Por qué? ¿Porque lo quería todo blanco? ¿Porque sería menos visible en la nieve? ¿Porque sería menos visible contra el traje de pintor de Tyvek que probablemente llevaba? Pero si era una cuestión de visibilidad, ¿por qué se sentó en una silla de playa a fumar cigarrillos? No estoy segura de por qué, pero no me sorprendería que la silla resultara ser clave para desenredar todo esto.

Rodríguez negó con la cabeza.

– La clave para resolver este crimen será la disciplina policial, el procedimiento y la comunicación.

– Apuesto por la silla -susurró Hardwick, guiñando un ojo a Wigg.

El comentario tuvo efecto en el rostro del capitán, pero antes de que éste pudiera hablar se abrió la puerta de la sala de conferencias y entró un hombre que sostenía un disco de ordenador brillante.

– ¿Qué es? soltó Rodríguez.

– Me ha dicho que le traiga cualquier resultado de huellas dactilares en cuanto lo tuviera, señor.

– ¿Y?

– Los tenemos -dijo, sosteniendo el disco-. Será mejor que echen un vistazo. Quizá la sargento Wigg podría…

Extendió el disco tentativamente hacia el portátil de Wigg. Ella lo insertó y pulsó un par de teclas.

– Interesante -dijo.

– Prekowski, ¿te importaría explicar qué tenemos aquí?

– Krepowski, señor.

– ¿Qué?

– Me llamo Krepowski.

– Bueno, bien. Ahora, ¿puedes hacer el favor de contarnos si han encontrado alguna huella?

El hombre se aclaró la garganta.

– Bueno, sí y no dijo.

Rodríguez suspiró.

– ¿Quieres decir que son demasiado borrosas para ser útiles?

– Son mucho más que borrosas dijo el hombre. De hecho, no son huellas.

– Bueno, ¿qué son?

– Supongo que podríamos llamarlas manchas. Parece que el tipo usó las yemas de los dedos para escribir, usando el aceite de la piel de sus dedos como si fuera tinta invisible.

– ¿Para escribir? ¿Escribir qué?

– Mensajes de una sola palabra. Uno en la parte de atrás de cada uno de los poemas que envió a la víctima. Una vez que logramos químicamente que las palabras fueran visibles, las fotografiamos y copiamos las imágenes en el disco. Se ve muy claro en pantalla.

Con un leve rastro de diversión en los labios, la sargento Wigg rotó lentamente su portátil hasta que la pantalla quedó directamente frente a Rodriguez. Había tres hojas de papel en la foto, colocadas una junto a la otra: eran las caras de atrás de las hojas en las que se habían escrito los tres poemas, ordenados en la secuencia en que se había recibido. En cada una de las tres hojas había una única palabra con letras manchadas mayúsculas.


POLI NECIO

24

Crimen del año

– ¿Qué coño…? -dijeron los chicos Cruise, excitados al mismo tiempo.

Rodríguez torció el gesto.

– ¡Joder! -gritó Kline-. Esto se pone más interesante a cada minuto que pasa. Este tipo está declarando la guerra.

– Es un chalado -dijo Cruise I.

– Un chalado listo y despiadado que quiere plantear batalla a la Policía. Estaba claro que a Kline todo aquello le resultaba excitante.

– ¿Y qué? dijo Cruise II.

– He dicho antes que era probable que este crimen generara el interés de los medios. Borren eso. Puede ser el crimen del año, quizás el crimen de la década. Todos los elementos de este asunto son un imán para los medios.

Los ojos de Kline destellaron con las posibilidades. Estaba tan inclinado hacia delante en su silla que tenía las costillas apoyadas en el borde de la mesa. Entonces, tan de repente como se había encendido su entusiasmo, lo contuvo, recostándose con expresión reflexiva, como si una alarma privada le hubiera advertido de que un asesinato era un asunto trágico y que debía tratarse como tal.

– El elemento antipolicial podría ser significativo dijo con sobriedad.

– No cabe duda -coincidió Rodríguez-. Me gustaría saber si alguno de los huéspedes del instituto tenía ideas antipoliciales. ¿Qué me dices de eso, Hardwick?

El investigador jefe musitó una carcajada de una sola sílaba.

– ¿Qué tiene tanta gracia?

– La mayoría de los huéspedes que interrogamos sitúan a la Policía a medio camino entre agentes del fisco y lombrices de tierra.

Gurney se maravilló de que, de algún modo, Hardwick hubiera conseguido expresar que eso era exactamente lo que pensaba él del capitán.

– Me gustaría ver esas declaraciones.

– Están en su buzón de entrada. Pero puedo ahorrarle un poco de tiempo. Las declaraciones son inútiles. Nombre, rango y número de serie. Todos estaban dormidos. Nadie vio nada. Nadie oyó nada, salvo Pasquale Villadi, alias Doughboy, alias Patty Cakes. Dice que no podía dormir. Abrió la ventana para que entrara un poco de aire fresco y oyó aquella «bofetada ahogada», y supuso lo que era-. Hardwick pasó una pila de papeles que tenía en su carpeta y sacó uno, al tiempo que Kline volvía a echarse adelante en su asiento-. «Sonó como si hubieran disparado a alguien», dijo. Lo dijo como si tal cosa, como si fuera un ruido familiar para él.

Los ojos de Kline estaban brillando otra vez.

– ¿Me está diciendo que había un tipo de la mafia presente en el momento del crimen?

– Presente en la propiedad, no en la escena del crimen -dijo Hardwick.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque despertó al instructor ayudante de Mellery, Justin Bale, un joven que tiene una habitación en el edificio que alberga los dormitorios de los huéspedes. Villadi le dijo que había oído un ruido procedente de la dirección de la casa de Mellery. Pensaba que podría tratarse de un intruso y le sugirió echar un vistazo. Cuando se hubieron vestido y tras cruzar los jardines hasta la casa, Caddy Mellery ya había descubierto el cuerpo de su marido y había entrado para llamar a Emergencias.

– ¿Villadi no le dijo a ese Bale que había oído un disparo? -Kline estaba empezando a sonar como si estuviera en la sala de un tribunal.

– No. Nos lo dijo a nosotros cuando lo interrogamos al día siguiente. Pero para entonces ya habíamos encontrado la botella ensangrentada y todos esos cortes tan evidentes, pero ninguna herida de bala visible y ninguna otra arma, así que no seguimos la cuestión del disparo enseguida. Supusimos que Patty era el típico tipo que piensa en pistolas y que podría haber sacado esa conclusión precipitada.

– ¿Por qué no le dijo a Bale que pensaba que había sido un disparo?

– Dijo que no quería asustarlo.

– Muy considerado -dijo Kline con sorna. Miró al estoico Stimmel, sentado a su lado. Este hizo remedo de la sorna-. Si hubiera…

– Pero te lo dijo a ti -interrumpió Rodríguez-. Lástima que no prestaras atención.

Hardwick reprimió un bostezo.

– ¿Qué demonios está haciendo un tipo de la mafia en un sitio que vende «renovación espiritual»? -preguntó Kline.

Hardwick se encogió de hombros.

– Dice que le encanta ese sitio. Va una vez al año a calmar los nervios. Dice que es un pedazo de cielo y que Mellery era un santo.

– ¿De verdad dijo eso?

– De verdad lo dijo.

– ¡Este caso es asombroso! ¿Algún otro huésped interesante?

El destello irónico que a Gurney le resultaba tan inexplicablemente desagradable asomó a los ojos de Hardwick.

– Si se refiere a chalados arrogantes, infantiles, podridos por las drogas, sí, hay unos cuantos «huéspedes interesantes», además de la viuda Onassis.

Mientras sopesaba, quizá, cómo se comportarían los medios en relación con una escena del crimen tan sensacional, la mirada de Kline se posó en Gurney, que estaba sentado en diagonal a él, al otro lado de la mesa. Al principio su expresión permaneció tan desconectada como si estuviera mirando una silla vacía. Luego inclinó la cabeza con curiosidad.

– Un momento -dijo-. Dave Gurney, policía de Nueva York. Rod me dijo quién iba a asistir a esta reunión, pero acabo de registrar el nombre. ¿No es usted el tipo del que la revista New York publicó un artículo hace unos años?

Hardwick respondió primero.

– Es nuestro chico. El titular hablaba de un «superdetective».

– Ahora me acuerdo -exclamó Kline-. Resolvió esos grandes casos de asesinos en serie: el lunático de la Navidad que enviaba trozos de cadáveres y Porky Pig, o como demonios se llamara.

– Peter Possum Piggert -aclaró Gurney con voz suave.

Kline lo miró con abierto asombro.

– ¿Así que este Mellery al que han asesinado resulta que es el mejor amigo del detective estrella del Departamento de Policía de Nueva York encargado de atrapar a asesinos en serie?- El interés que aquello podía despertar en los medios se hacía más importante por momentos.

– Participé hasta cierto punto en ambos casos -dijo Gurney con una voz tan carente de entusiasmo como cargada lo estaba la de Kline-. Igual que mucha otra gente. En cuanto a que Mellery era mi mejor amigo, sería triste de ser cierto, considerando que no habíamos hablado desde hacía veinticinco años, e incluso entonces…

– Pero -lo interrumpió Kline- cuando se vio en apuros, recurrió a usted-.Gurney asimiló las caras de la mesa, que mostraban diversos grados de respeto y envidia, y se maravilló del poder seductor de una narración tan simplificada. «Asesinato sangriento del amigo de un gran policía» apelaba de manera instantánea a esa parte del cerebro a la que le gustan los dibujos animados y que odia la complejidad.

– Sospecho que acudió a mí porque era el único policía que conocía.

Kline tenía aspecto de no estar dispuesto a abandonar tan fácilmente, podría volver sobre el tema más tarde, pero por el momento quería seguir adelante.

– Fuera cual fuese su relación, su contacto con la víctima le otorga un punto de vista del que nadie más disfruta.

– Por eso lo quería aquí hoy -dijo Rodríguez en su estilo de aquí mando yo.

Una erupción de carcajada empezó a salir de la garganta de Hardwick, seguido por un susurro que apenas captó el oído de Gurney.

– Odiaba la idea hasta que le ha gustado a Kline.

Rodriguez continuó.

– Lo tengo programado para que nos dé su declaración a continuación y conteste a las preguntas que puedan surgir, que podrían ser bastantes. Para evitar eventuales interrupciones, tomémonos cinco minutos para ir al lavabo.

– Se caga en ti, Gurney -dijo el susurro incorpóreo, perdido en medio del sonido de sillas que se separaban de la mesa.

25

Interrogando a Gurney

Gurney tenía la teoría de que en los lavabos los hombres se comportaban como si estuvieran en vestuarios o en ascensores, es decir, o bien con ruidosa familiaridad, o bien con incómoda distancia. Ése era un grupo de ascensor. Hasta que no volvieron todos a la sala de conferencias, nadie habló.

– Bueno, ¿cómo se hizo tan famoso un tipo tan modesto? -preguntó Kline, sonriendo con un encanto ensayado.

– No soy tan modesto, y estoy seguro de que no soy tan famoso -dijo Gurney.

– Si todos se sientan -intervino Rodríguez con brusquedad-, verán que tienen delante los mensajes que la víctima recibió. Mientras nuestro testigo presenta su relato, pueden consultar los mensajes que se estén discutiendo-. Tras una breve señal con la cabeza a Gurney, concluyó-. Cuando esté preparado.

A Gurney ya no le sorprendía la excesiva diligencia del hombre, pero todavía le escocía. Miró en torno a la mesa, para establecer contacto visual con todos menos con su guía en la escena del crimen, que estaba pasando ruidosamente su pila de papeles, y Stimmel, el ayudante del fiscal, que estaba sentado mirando al espacio como un sapo ensimismado.

– Como ha indicado el capitán, hay mucho que tratar. Creo que será mejor que haga un resumen de los hechos en orden cronológico, y que reserven sus preguntas hasta que haya terminado-. Vio la cabeza de Rodríguez levantándose para protestar, pero se contuvo en el momento en que Kline asentía aprobatoriamente al procedimiento propuesto.

Con su claridad y sencillez habituales (le habían dicho más de una vez que podría haber sido profesor de lógica), Gurney resumió en veinte minutos toda la historia, desde lo del mensaje de correo en el que Mellery pedía verlo, pasando por la serie de desconcertantes comunicados y las reacciones de la víctima, hasta la llamada telefónica del asesino y la nota en el buzón (la que mencionaba el número diecinueve).

Kline escuchó extasiado todo el tiempo y fue el primero en hablar cuando terminó.

– ¡Es una historia de venganza épica! El asesino estaba obsesionado con saldar cuentas con Mellery por algo horrible que hizo años atrás cuando estaba borracho.

– ¿Por qué esperar tanto? -preguntó la sargento Wigg, que a Gurney le resultaba más interesante cada vez que hablaba.

Los ojos de Kline brillaban con posibilidades.

– Quizá Mellery reveló algo en uno de sus libros. Tal vez fue así como el asesino descubrió que era responsable de algún suceso trágico que no había relacionado con él antes. O quizás el éxito de Mellery fue la gota que colmó el vaso, lo que el asesino no pudo soportar. O quizá, como decía la primera nota, el asesino sólo se lo encontró un día por la calle. Un resentimiento en ascuas volvió a cobrar vida. El enemigo se cruza en el visor del rifle y… bang.

– Bang las pelotas -soltó Hardwick.

– ¿Tiene una opinión diferente, investigador jefe Hardwick? -inquirió Kline con una sonrisa nerviosa.

– Cartas cuidadosamente compuestas, misterios numéricos, instrucciones para enviar el cheque a una dirección equivocada, una serie de poemas cada vez más amenazadores, mensajes ocultos a la Policía que sólo podían descubrirse a través de química de dactiloscopia, colillas de cigarrillo quirúrgicamente limpias, una herida de bala oculta, un rastro de pisadas imposible y una puta silla de playa, ¡por el amor de Dios! Es un bang muy retrasado.

– No pretendía excluir la premeditación -dijo Kline-. Pero en este punto estoy más interesado en el motivo básico que en los detalles. Quiero comprender la relación entre el asesino y su víctima. Comprender la conexión es normalmente la clave de una condena.

Esta respuesta de sermón generó un incómodo silencio que Rodríguez se encargó de romper.

– ¡Blatt! -espetó al guía de Gurney, que estaba mirando sus copias de los dos primeros mensajes como si hubieran caído en su regazo desde el espacio exterior-. Pareces perdido.

– No lo entiendo. El criminal envía una carta a la víctima, le dice que piense en un número y que luego mire en un sobre cerrado. Piensa en el seiscientos cincuenta y ocho, mira en el sobre y allí está: seiscientos cincuenta y ocho. ¿Están diciendo que ocurrió de verdad?

Antes de que nadie pudiera responder, su compañero intervino.

– Y dos semanas después el tipo vuelve a hacerlo, esta vez por teléfono. Le dice que piense en un número y que luego mire en el buzón. La víctima piensa en el número diecinueve, mira en el buzón, y allí está el número en medio de una carta del criminal. Es raro de cojones.

– Tenemos la grabación que hizo la víctima de la llamada real -intervino Rodríguez, que lo dijo como si fuera un logro personal-. Pon la parte del número, Wigg.

Sin hacer comentarios, la sargento pulsó unas pocas teclas, y tras un intervalo de dos o tres segundos la llamada entre Mellery y su acosador la que Gurney había escuchado a través del chisme de llamada de conferencia de Mellery sonó. Quienes estaban sentados a la mesa se quedaron absortos por el acento extraño de la voz del que llamaba, por el miedo tenso que desprendía la de Mellery.


– Susurra el número.

– ¿Que lo susurre?

– Sí.

– Diecinueve.

– Bien, muy bien.

– ¿Quién eres?

– ¿Aún no lo sabes? Tanto dolor y no tienes ni idea. Pensaba que esto podría ocurrir. He dejado algo para ti antes. Una notita. ¿Seguro que no la tienes?

– No sé de qué estás hablando.

– Ah, pero sabías que el número era el diecinueve.

– Me has dicho que piense en un número.

– Pero era el número correcto, ¿no?

– No lo entiendo.


Al cabo de un momento, la sargento Wigg pulsó dos teclas y dijo:

– Nada más.

Gurney se sintió apenado, enfadado y mareado.

Blatt puso las palmas hacia arriba, en un gesto de confusión.

– ¿Qué diablos era eso, un hombre o una mujer?

– Casi con certeza, un hombre -dijo Wigg.

– ¿Cómo demonios lo sabe?

– Realizamos un análisis de voz esta mañana, y la impresión muestra más tensión a medida que aumenta la frecuencia.

– ¿Y?

– El tono varía de manera considerable de una fase a otra, incluso de palabra a palabra, y en cada caso la voz es mesurablemente menos tensa en frecuencias más graves.

– ¿Lo que significa que la persona que llamaba se estaba tensando para hablar en un registro alto y que los tonos más bajos le salían con más naturalidad? -preguntó Kline.

– Exacto -contestó Wigg en su voz ambigua, pero no carente de atractivo-. No es una prueba concluyente, pero es lo que sugiere con fuerza.

– ¿Y el ruido de fondo? -preguntó Kline.

También era una pregunta que Gurney tenía in mente. Había apreciado varios sonidos de vehículos, lo situaba la llamada en una zona abierta, quizás en una calle concurrida o en el exterior de un centro comercial.

– Sabremos más después de que mejoremos el sonido, pero ahora mismo parece que hay tres niveles: la conversación, el tráfico y el zumbido de algún tipo de motor.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó Rodríguez.

– Depende de la complejidad de los datos capturados -dijo Wigg-. Calculo que entre doce y veinticuatro horas.

– Que sean doce.

Después de un silencio embarazoso, algo para lo que Rodríguez tenía talento, Kline formuló una pregunta a la sala.

– ¿Y el asunto de los susurros? ¿Quién se suponía que no tenía que oír a Mellery diciendo el número diecinueve?- Se volvió hacia Gurney-. ¿Alguna idea?

– No. Pero dudo que tenga nada que ver con que alguien lo oyera.

– ¿Por qué lo dice? -lo retó Rodríguez.

– Porque susurrar es una forma torpe de que no te oigan susurró Gurney, de un modo bastante audible para subrayar su tesis. Es como otros elementos peculiares del caso.

– ¿Como qué? -insistió Rodríguez.

– Bueno, por ejemplo, ¿por qué la incertidumbre de la nota de referirse a noviembre o diciembre? ¿Por qué una pistola y una botella rota? ¿Por qué el misterio en las pisadas? Y otro pequeño detalle que no se menciona, ¿por qué no hay huellas de animales?

– ¿Qué? -Rodríguez parecía desconcertado.

– Caddy Mellery dijo que ella y su marido oyeron sonidos de animales que chillaban, como si pelearan detrás de la casa, por eso él fue al piso de abajo y miró por la puerta de atrás. Pero no había huellas de animales cerca, y habrían sido muy obvias en la nieve.

– Nos estamos encallando. No veo qué importancia puede tener la presencia o ausencia de huellas de mapaches o de lo que estemos hablando.

– Dios -dijo Hardwick, sin hacer caso a Rodríguez y dedicando a Gurney una sonrisa de admiración-. Tienes razón. No había ni una señal en esa nieve que no estuviera hecha por la víctima o el asesino. ¿Por qué no me fijé en eso?

Kline se volvió hacia su ayudante.

– Nunca he visto un caso con tantos indicios y que tan pocos tengan sentido-. Negó con la cabeza-. O sea, ¿cómo demonios consiguió el asesino hacer eso con los números? ¿Y por qué dos veces? -Miró a Gurney-. ¿Está seguro de que los números no tenían ningún sentido para Mellery?

– Seguro al noventa por ciento, lo más seguro que puedo estar de algo.

– Volviendo a la imagen global -dijo Rodríguez-, estaba pensando en la cuestión del motivo que has mencionado antes, Sheridan…

El teléfono de Hardwick sonó. Lo sacó del bolsillo y se lo llevó a la oreja antes de que Rodríguez pudiera protestar.

– Mierda -dijo, después de escuchar unos diez segundos-. ¿Estás seguro? -Miró en torno a la mesa-. No hay bala. Han revisado el muro de atrás de la casa centímetro a centímetro. Nada.

– Que miren dentro de la casa -dijo Gurney.

– Pero dispararon fuera.

– Ya lo sé, pero probablemente Mellery no cerró la puerta. Una persona ansiosa en una situación como esa preferiría dejar la puerta abierta. Diles a los técnicos que consideren las posibles trayectorias y cualquier pared interior que hubiera estado en la línea de fuego.

Hardwick transmitió rápidamente las instrucciones y colgó.

– Buena idea -dijo Kline.

– Muy buena -secundó Wigg.

– Respecto a esos números -intervino Blatt, cambiando abruptamente de asunto-, casi seguro que ha de ser algún tipo de hipnosis o percepción extrasensorial.

– No creo -dijo Gurney.

– Pero ha de serlo. ¿Qué más podría ser?

Hardwick compartía la opinión de Gurney al respecto y respondió antes.

– Dios, Blatt, ¿cuándo fue la última vez que la Policía del estado investigó un crimen que implicara un control mental místico?

– ¡Pero sabía lo que el tipo estaba pensando!

Esta vez Gurney respondió antes, a su manera conciliadora.

– Parece que alguien sabía exactamente lo que Mellery estaba pensando, pero apuesto a que nos estamos saltando algo y que resultará ser mucho más simple que leer la mente.

– Deje que le pregunte algo, detective Gurney. Rodríguez se estaba recostando en su silla, con el puño derecho metido en la palma izquierda delante de su pecho. Se estaban acumulando con rapidez, a través de una serie de cartas amenazadoras y llamadas telefónicas, pruebas que indicaban que Mark Mellery era el objetivo de un acosador homicida. ¿Por qué no llevó estas pruebas a la Policía antes del asesinato?

El hecho de que Gurney hubiera anticipado la pregunta y estuviera preparado para responderla no disminuyó su picor.

– Agradezco el título de detective, capitán, pero entregué ese título junto con mi placa y mi arma hace dos años. En cuanto a informar del asunto a la Policía mientras estaba ocurriendo, no se podía hacer nada práctico sin la cooperación de Mark Mellery, y dejó claro que él no colaboraría.

– ¿Está diciendo que no podría haber puesto la situación en conocimiento de la Policía sin su permiso? -La voz de Rodríguez estaba subiendo, su actitud parecía más tensa.

– Me dejó claro que no quería a la Policía implicada, que consideraba la idea de la intrusión policial en el asunto más destructiva que útil y que tomaría todas las medidas necesarias para impedirlo. Si yo hubiera informado del asunto, él habría puesto impedimentos y se habría negado a seguir comunicándose conmigo.

– Sus posteriores conversaciones con usted no le hicieron mucho bien, ¿no?

– Desgraciadamente, capitán, tiene razón en eso.

La suavidad, la ausencia de resistencia en la respuesta de Gurney dejó a Rodríguez momentáneamente desequilibrado. Sheridan Kline entró en el espacio vacío.

– ¿Por qué se oponía a que la Policía se implicara?

– Consideraba que la Policía era demasiado torpe e incompetente, incapaz de lograr algo positivo. Creía que era poco probable que lo hicieran sentir más seguro, y que, en cambio, era muy probable que perjudicaran la imagen de su instituto.

– Eso es ridículo dijo Rodríguez, -ofendido.

– Elefantes en una cacharrería, eso es lo que siempre repetía. Estaba decidido a no cooperar con la Policía, no quería que ésta entrara en su propiedad, no quería el contacto policial con sus huéspedes, ni informar personalmente. Parecía dispuesto a tomar medidas legales ante el menor atisbo de interferencia policial.

– Bien, sin embargo, lo que me gustaría saber… -empezó Rodríguez, pero lo cortó otra vez el familiar tono del teléfono de Hardwick.

– Hardwick… Sí… ¿Dónde…? Fantástico… Vale, bien. Gracias-. Se puso el teléfono en el bolsillo y le anunció a Gurney en una voz lo bastante alta para que todos lo oyeran-: Han encontrado la bala. En una pared interior. De hecho, en el centro del salón de la casa, en una línea directa desde la puerta de atrás, que estaba aparentemente abierta cuando dispararon.

– Felicidades -le dijo la sargento Wigg a Gurney. Luego, dirigiéndose a Hardwick, añadio-: ¿Alguna idea del calibre?

– Creen que es un trescientos cincuenta y siete, pero esperaremos a Balística.

Kline parecía preocupado. Dirigió una pregunta a nadie en particular.

– ¿Mellery podría haber tenido otras razones para no querer a la Policía cerca?

Blatt, con expresión aturdida, añadió su propia pregunta:

– ¿Qué demonios significa eso de unos elefantes en una cacharrería?

26

Un cheque en blanco

Cuando Gurney llegó a su granja de las afueras de Walnut Crossing, después de conducir a lo largo de los Catskills, el agotamiento lo había envuelto en una niebla emocional en la que se confundían hambre, sed, frustración, tristeza y dudas sobre sí mismo. Noviembre caminaba hacia el invierno y los días se hacían inquietantemente más cortos, sobre todo en los valles, donde las montañas circundantes propiciaban anocheceres tempranos. El coche de Madeleine no estaba en su sitio junto a la cabana del jardín. La nieve, parcialmente fundida por el sol de mediodía y congelada de nuevo por el frío de la tarde, crujía bajo los zapatos.

La casa estaba sumida en un silencio sepulcral. Gurney encendió la lámpara de encima de la mesita de la cocina. Recordó que Madeleine había dicho algo sobre la cancelación de su cenafiesta prevista debido a alguna reunión a la que todas las mujeres querían asistir, pero los detalles se le escapaban. Así que, al fin y al cabo, no había ninguna necesidad de las malditas pacanas. Puso un saquito de té Darjeeling en una taza, la llenó en el grifo y la metió en el microondas. Movido por el hábito, se dirigió a su sillón, situado en el otro lado de la cocina rústica. Se hundió en él y apoyó los pies en un taburete de madera. Dos minutos después, el sonido del timbre del microondas quedó absorbido en la textura de un sueño en sombras.

Lo despertó el sonido de las pisadas de Madeleine. Era una percepción hipersensible, quizá, pero algo en las pisadas sonaba a enfado. Le parecía que su dirección y su proximidad indicaban que debía de haberlo visto en la silla, pero que no había querido hablar con él.

Abrió los ojos a tiempo de verla salir de la cocina y dirigirse a su dormitorio. Se estiró, se levantó de las profundidades del sillón, fue al aparador a buscar un pañuelo de papel y se sonó la nariz. Oyó que se cerraba la puerta de un armario, con un exceso de ímpetu, y al cabo de un minuto Madeleine regresó a la cocina. Se había cambiado la blusa de seda por un jersey suelto.

– Estás despierto -dijo.

A David le pareció una crítica por haberse quedado dormido.

Madeleine encendió una fila de luces situadas sobre la encimera y abrió la nevera.

– ¿Has comido? -Sonó como una acusación.

– No, he tenido un día agotador. Cuando he llegado a casa sólo me he hecho una taza de… Oh, mierda, se me olvidó.

Se acercó al microondas, sacó una taza de té oscuro y frío y la vació con bolsita y todo en el fregadero.

Madeleine fue al fregadero, recogió la bolsa de té y, haciéndose notar, la tiró a la basura.

– Yo también estoy muy cansada-. Negó con la cabeza en silencio un momento-. No entiendo por qué esos estúpidos del pueblo creen que es buena idea construir una prisión horrorosa, rodeada por alambre de púas, en medio del condado más hermoso del estado.

Entonces David lo recordó. Ella le había dicho que por la mañana pensaba asistir a una reunión en el pueblo en la cual debía discutirse otra vez sobre aquella controvertida propuesta. La cuestión era si el pueblo debería competir para convertirse en sede de una instalación que para sus oponentes era una «prisión», pero que para quienes la apoyaban era un «centro de tratamiento». La batalla de la nomenclatura surgía del lenguaje burocrático ambiguo que autorizaba ese proyecto piloto para una nueva clase de institución. Iba a ser conocido como ETCE (Entorno Terapéutico Correccional del Estado) y su propósito dual consistía en la encarcelación y rehabilitación de personas condenadas por delitos relacionados con las drogas. De hecho, el lenguaje burocrático era impenetrable y dejaba mucho espacio para la interpretación y la discusión.

Era un tema demasiado delicado como para que pudieran hablar de él. No porque él no compartiera el deseo de Madeleine de mantener el ETCE fuera de Walnut Crossing, sino porque no se estaba uniendo a la batalla con la intensidad con que ella pensaba que debería hacerlo.

– Probablemente hay media docena de personas a las que les vendría de fábula -dijo adustamente-, y todos los demás en el valle (y todos los que tengan que pasar por el valle) tendrían que sufrir la presencia de ese miserable adefesio durante el resto de sus vidas. ¿Y por qué? Por la «rehabilitación» de una panda de camellos. ¡Dame un respiro!

– Hay otras ciudades que compiten por ello. Con un poco de suerte, alguna ganará.

Madeleine sonrió sombríamente.

– Claro, si sus ayuntamientos son aún más corruptos que el nuestro, podría ocurrir.

Pensó que su indignación era una forma de presionarle, así que David decidió intentar cambiar de tema.

– ¿Quieres que haga una par de tortillas? -Vio que el hambre de Madeleine pugnaba brevemente con su rabia residual. Ganó el hambre.

– Sin pimiento verde -le advirtió-. No me gusta.

– ¿Por qué compras?

– No lo sé. Desde luego, para las tortillas no.

– ¿Quieres escalonias?

– Sin escalonias.

Madeleine puso la mesa mientras él batía los huevos y calentaba las sartenes.

– ¿Quieres tomar algo? -preguntó David.

Ella negó con la cabeza. David sabía que ella nunca bebía nada durante las comidas, pero lo preguntó de todos modos. Una manía peculiar, pensó, seguir haciendo esa pregunta.

Ninguno de los dos soltó más de unas pocas palabras, hasta que ambos terminaron de comer y apartaron los platos vacíos hacia el centro de la mesa con un empujoncito ritual.

– Cuéntame cómo te ha ido el día -dijo ella.

– ¿El día? ¿Te refieres a mi reunión con el superequipo de homicidios?

– ¿No te han impresionado?

– Ah, me han impresionado. Si alguien quiere escribir un libro sobre dinámica disfuncional, dirigida por el capitán infernal, basta con que ponga una grabadora en ese sitio y transcriba la cinta palabra por palabra.

– ¿Peor que cuando te retiraste?

Tardó en responder, no porque no estuviera seguro de la respuesta, sino por la entonación cargada que había detectado en la palabra «retiraste». Decidió responder a las palabras en lugar de al tono.

– Había cierta gente difícil en la ciudad, pero el capitán infernal opera con una arrogancia y una inseguridad completamente distintas. Está desesperado por impresionar al fiscal del distrito, no tiene respeto por su propia gente ni interés real en el caso. Cada pregunta, cada comentario, era hostil o parecía fuera de lugar; por lo general las dos cosas.

Ella lo miró de un modo especulativo.

– No me sorprende.

– ¿Qué quieres decir?

Madeleine se encogió de hombros ligeramente. Daba la sensación de que estuviera serenándose para expresar lo menos posible.

– Sólo que no me sorprende. Si hubieras vuelto a casa y me hubieras dicho que habías pasado el día con el mejor equipo de homicidios que habías conocido, eso sí me habría sorprendido. Eso es todo.

David sabía mejor que bien que eso no era todo. Pero era lo bastante lúcido para darse cuenta de que ella era más lista que él y que no había forma de convencerla para que dijera más de lo que estaba dispuesta a decir.

– Bueno -dijo-, el hecho es que fue agotador y poco alentador. Ahora mismo intento quitármelo de la cabeza y hacer algo completamente diferente.

Lo dijo sin premeditación alguna. Y lo siguió un blanco mental. Pasar a algo completamente diferente no era tan fácil como decirlo. Las dificultades del día continuaban arremolinándose ante él, junto con la reacción enigmática de Madeleine. En ese momento, la opción que durante la semana anterior había estado poniendo a prueba su resistencia, la opción que de manera desesperada había mantenido lejos de su vista, pero no del todo lejos de su mente, se interpuso de nuevo. Esta vez, de manera inesperada, sintió una inyección de determinación para acometer aquello que había estado evitando.

– La caja… -dijo.

Tenía la garganta cerrada. La voz le salió áspera al sacar a relucir el tema antes de que el temor pudiera volver a atraparlo, antes de que supiera siquiera cómo terminar la frase.

Madeleine levantó la cabeza desde su plato vacío calmada, curiosa, atenta, esperando que continuara.

– Sus dibujos… Qué… O sea, ¿por qué…? -Pugnó por sonsacar una pregunta racional de la confusión que le atenazaba el corazón.

El esfuerzo era innecesario. La capacidad de Madeleine para leerle sus pensamientos con sólo mirarle siempre excedía su capacidad de articularlos.

– Hemos de decir adiós-. Su voz era suave, relajada.

Miró la mesa. Nada en la mente de David se estaba formando en palabras.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo-. Danny ya no está, y nunca le dijimos adiós.

David asintió, de un modo casi imperceptible. Su sentido del tiempo se estaba disolviendo, su mente estaba extrañamente vacía.

Cuando sonó el teléfono, sintió como si lo estuvieran despertando, tirando de él para devolverlo al mundo, un mundo de problemas familiares, mensurables, descriptibles. Madeleine aún estaba en la mesa con él, pero no estaba seguro de cuánto tiempo habían estado sentados allí.

– ¿Quieres que lo coja yo? -preguntó.

– No importa. Yo lo cojo-. Vaciló, como un ordenador que recarga información, luego se levantó, un poco tambaleante, y fue al estudio.

– Gurney.

Responder al teléfono de esa manera, de la forma en que lo había hecho durante muchos años en Homicidios, era un hábito que le resultaba difícil de romper.

La voz que lo saludó era clara, agresiva, artificialmente afectuosa. Le recordó la vieja norma de la técnica de ventas: sonríe siempre cuando hables por teléfono porque hace que tu voz suene más cordial.

– Dave, me alegro de que esté ahí. Soy Sheridan Kline. Espero no interrumpir su cena.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– Iré al grano. Creo que es usted la clase de persona con la que puedo ser completamente sincero. Conozco su reputación. Esta tarde me ha parecido ver por qué goza de ella. Me ha impresionado. Espero que no se esté ruborizando.

Gurney se estaba preguntando adonde quería ir a parar.

– Está siendo muy amable.

– Amable no. Sincero. Le llamo porque este caso requiere a alguien de su capacidad y me encantaría encontrar una forma de sacar partido de su talento.

– Sabe que estoy retirado, ¿no?

– Eso me dijeron. Y estoy seguro de que volver a la vieja rutina es lo último que desea. No estoy sugiriendo nada por el estilo. Tengo la sensación de que este caso se va a volver muy grande, y me encantaría contar con usted.

– No estoy seguro de qué me está pidiendo que haga.

– Idealmente -dijo Kline-, me gustaría que descubriera quién mató a Mark Mellery.

– ¿No es eso lo que hace el DIC de la Unidad de Delitos Graves?

– Claro. Y con un poco de suerte, al final tienen éxito.

– Pero…

– Pero me gustaría aumentar mis posibilidades. Este caso es demasiado importante para dejarlo a merced de los procedimientos habituales. Quiero disponer de un as en la manga.

– No veo cómo encajaría yo.

– ¿No se ve trabajando para el DIC? No se preocupe. Supongo que Rod no es su tipo. No, me informaría a mí personalmente. Podemos tratarlo como algún tipo de investigador adjunto o consultor de mi oficina, lo que usted prefiera.

– ¿De qué cantidad de mi tiempo estamos hablando?

– Depende de usted.

Como Gurney no respondía, continuó.

– Estoy seguro de que Mark Mellery le admiraba y confiaba en usted. Le pidió que le ayudara con un depredador. Yo le estoy pidiendo que me ayude con el mismo depredador. Le estaré agradecido con lo que pueda darme-. «Este tipo es raro pensó Gurney. Tiene la lección de la sinceridad bien aprendida.»

– Hablaré con mi mujer de esto. Le llamaré por la mañana. Déme un número donde pueda localizarle dijo.

La sonrisa en la voz era enorme.

– Le daré el teléfono de mi casa. Tengo la sensación de que se levanta temprano, como yo. A partir de las seis de la mañana, puede llamarme.

Cuando regresó a la cocina, Madeleine estaba sentada a la mesa, pero su humor había cambiado. Estaba leyendo el Times. Él se sentó frente a ella en ángulo recto, de manera que estaba de cara a la vieja estufa Franklin. Miró hacia ella sin verla realmente y empezó a masajearse la frente como si la decisión que debía tomar tuviera algo que ver con un nudo en un músculo.

– No es tan difícil, ¿no? -soltó Madeleine, sin levantar la mirada del periódico.

– ¿Qué?

– Lo que estás pensando.

– El fiscal del distrito parece ansioso por que le ayude.

– ¿Y por qué no iba a estarlo?

– Normalmente no harían participar a un outsider en algo como esto.

– Pero tú no eres cualquier outsider.

– Supongo que mi relación con Mellery marca la diferencia.

Ella inclinó la cabeza, como si lo escrutara con su visión de rayos X.

– Ha sido muy halagador -dijo Gurney, tratando de no sonar complacido.

Probablemente sólo estaba describiendo tu talento con precisión.

– Comparado con el capitán Rodriguez, todo el mundo pinta bien.

Ella sonrió ante su extraña humildad.

– ¿Qué te ha ofrecido?

– Un cheque en blanco, en realidad. Trabajaría a través de su oficina. Aunque tendré que ir con mucho cuidado de no pisarle el juanete a nadie. Le dije que lo habría decidido mañana por la mañana.

– ¿Decidir qué?

– Si quiero hacer esto o no.

– ¿Estás de broma?

– ¿Crees que es una mala idea?

– Quiero decir que si estás de broma cuando dices que todavía no lo has decidido.

– Hay mucho en juego.

– Más de lo que crees, pero es obvio que vas a hacerlo-. Volvió a su diario.

– ¿Qué quiere decir eso de más de lo que creo? -preguntó al cabo de un buen rato.

– A veces las elecciones tienen consecuencias que no prevemos.

– ¿Como qué?

Su mirada triste le dijo a David que era una pregunta estúpida.

Al cabo de una pausa, afirmó:

– Creo que le debo algo a Mark.

Un destello de ironía se añadió a la mirada de Madeleine.

– ¿Por qué pones esa cara? Es la primera vez que te oigo llamarle por el nombre.

27

Conociendo al fiscal

El edificio de la oficina del fiscal del distrito, que ostentaba esa insulsa denominación desde 1935, había sido anteriormente el manicomio Bumblebee, fundado en 1899 por la generosidad (y locura temporal, según argumentaron en vano sus familiares desheredados) del británico sir George Bumblebee. El edificio de ladrillo rojo, oscurecido por un siglo de hollín, se alzaba con aspecto siniestro en la plaza del pueblo. Se hallaba a un kilómetro y medio de la comisaría central de la Policía del estado y a una hora y cuarto de Walnut Crossing.

El interior era aún menos atractivo que el exterior, por la razón opuesta. En la década de los sesenta lo habían modernizado, aunque habían mantenido la estructura externa. Candelabros sucios y zócalos de madera de arce fueron sustituidos por fluorescentes deslumbrantes y muros de mampostería blancos. A Gurney se le ocurrió que la dura iluminación moderna podría servir para mantener a raya los fantasmas desquiciados de sus anteriores inquilinos; una extraña idea en la que pensar para un hombre que iba de camino a negociar los detalles de un contrato laboral, así que se concentró en lo que Madeleine le había dicho esa mañana cuando estaba saliendo:

Él te necesita a ti más que tú a él.

Sopesó la frase mientras esperaba a pasar por el elaborado sistema de seguridad del vestíbulo. Franqueada esa barrera, siguió una serie de flechas hasta una puerta en cuyo panel de vidrio esmerilado se leían las palabras fiscal del distrito en elegantes letras negras.

Dentro, la mujer del escritorio de recepción le sostuvo la mirada cuando entró. Gurney sabía que el hecho de que un hombre eligiera a una mujer como asistente se basaba en competencia, sexo o prestigio. La mujer que tenía delante parecía ofrecer esas tres cosas. A pesar de que rondaría los cincuenta años, su cabello, piel, maquillaje, ropa y figura estaban tan bien cuidados que sugerían una atención al aspecto físico que era casi eléctrico. Su mirada de valoración era fría al mismo tiempo que sensual. Un pequeño rectángulo de latón colocado sobre su mesa indicaba que se llamaba Ellen Rackoff.

Antes de que ninguno de los dos hablara, se abrió una puerta situada a la derecha del escritorio y Sheridan Kline entró en la sala de recepción. Saludó con algo parecido al afecto.

– ¡Las nueve en punto clavadas! No me sorprende. Me da la sensación de que es una persona que hace exactamente lo que dice que va a hacer.

– Es más fácil que la alternativa.

– ¿Qué? Ah, sí, sí, por supuesto-. Sonrisa más grande, pero menos afectuosa-. ¿Té o café?

– Café.

– Yo también. Nunca he entendido el té. ¿Es más de perros o de gatos?

– De perros, supongo.

– ¿Se ha fijado alguna vez en que la gente a la que le gustan los perros toma café? ¿El té es para los amantes de los gatos?

Gurney no creía que valiera la pena reflexionar sobre ello. Kline hizo un gesto para que lo siguiera a su oficina, luego extendió el gesto en dirección a un sofá de piel de estilo contemporáneo, se acomodó en un sillón a juego situado al otro lado de una mesa baja de cristal y sustituyó su sonrisa por una expresión de seriedad casi cómica.

– Dave, deje que le diga lo contento que estoy de que haya decidido ayudarnos.

– Suponiendo que haya un papel adecuado para mí.

Kline pestañeó.

– La cuestión territorial es muy delicada -dijo Gurney.

– No podría estar más de acuerdo. Deje que le sea franco, que hable con la bata abierta, como se dice.

Gurney disimuló una mueca en una sonrisa educada.

– La gente que conozco en el Departamento de Policía de Nueva York me cuenta cosas impresionantes de usted. Fue el investigador principal en algunos de los casos más sonados, el hombre clave, el tipo que lo comprendió todo; sin embargo, cuando llegó el momento de las felicitaciones, siempre cedió el mérito a otro. Se dice que tenía el mayor talento y el menor ego del departamento.

Gurney sonrió, no por el cumplido, que sabía que era calculado, sino por la expresión de Kline, que parecía sinceramente desconcertado por la noción de reticencia a aceptar las medallas.

– Me gusta el trabajo. No me gusta ser el centro de atención.

Kline miró un buen rato como si estuviera tratando de identificar un aroma esquivo en su comida; al final se rindió.

Se inclinó hacia delante.

– Dígame, ¿cómo cree que puede ser importante en este caso?

Esa era la cuestión crítica. Pensar en una buena respuesta le había ocupado la mayor parte del trayecto desde Walnut Cros.

– Como analista consultor.

– ¿Qué significa eso?

– El equipo de investigación del DIC es responsable de recopilar, inspeccionar y preservar pruebas, interrogar testigos, seguir pistas, comprobar coartadas y formular hipótesis de trabajo en relación con la identidad, los movimientos y motivos del asesino. Esa última pieza es crucial, y es en la que creo que puedo ayudar.

– ¿Cómo?

– Examinar los hechos de una situación compleja y desarrollar una narración razonable es la única parte de mi trabajo en la que era bueno.

– Lo dudo.

– Otras personas son mejores a la hora de interrogar a sospechosos, descubrir indicios en la escena…

– ¿Como balas que nadie más sabía dónde buscar?

– Eso ha sido suerte. Normalmente, hay alguien mejor que yo en cada pequeño elemento de una investigación. Ahora bien, cuando se trata de encajar las piezas, de ver lo que importa y lo que no, eso puedo hacerlo. En el departamento no siempre tenía razón, pero la tenía con bastante frecuencia para marcar una diferencia.

– Así que tiene un ego, al fin y al cabo.

– Si quiere llamarlo así. Conozco mis limitaciones y mis virtudes.

También sabía de sus años de interrogatorios que ciertas personalidades respondían a ciertas actitudes, y no se equivocaba con Kline. La mirada del hombre reflejaba una comprensión más cómoda de ese aroma exótico que había estado tratando de etiquetar.

– Deberíamos discutir la compensación -dijo Kline. Había pensado en una tarifa horaria que hemos establecido con ciertas categorías de consultores en el pasado. Puedo ofrecerle setenta y cinco dólares por hora, más gastos (gastos dentro de lo razonable) a partir de ahora mismo.

– Está bien.

Kline tendió su mano de político.

– Estoy ansiando trabajar con usted. Ellen ha reunido un paquete de formularios, declaraciones juradas y acuerdos de confidencialidad. Tardará un rato si quiere leer lo que firma. Ella le llevará a un despacho libre. Hay detalles que tendremos que trabajar sobre la marcha. Personalmente le pondré al día de cualquier información que reciba del DIC o de mi propia gente, y le incluiré en las reuniones generales como la de ayer. Si ha de hablar con personal de investigación, hágalo a través de mi oficina. Para hablar con testigos, sospechosos, personas de interés, lo dicho, a través de mi oficina. ¿Le parece bien?

– Sí.

– No malgasta palabras. Yo tampoco. Ahora que estamos trabajando juntos, deje que le pregunte algo. Kline se recostó y juntó los dedos, dando más peso a su pregunta. ¿Por qué dispararía a alguien antes y luego lo acuchillaría catorce veces?

– Un número alto suele apuntar a un acto de rabia o a un esfuerzo a sangre fría de crear una apariencia de rabia. La cifra exacta podría no ser significativa.

– Pero dispararle antes…

– Sugiere que el propósito de los cortes con el cristal era distinto al homicidio.

– No le sigo -dijo Kline, que inclinó la cabeza como un ave curiosa.

– A Mellery le dispararon de cerca. La bala le seccionó la arteria carótida. No había señales en la nieve de que dejaran caer la pistola o la arrojaran al suelo. Por lo tanto, el asesino debió de tomarse su tiempo para quitar el material con el que había envuelto el cañón para amortiguar el sonido y luego guardarse el arma en un bolsillo o en una cartuchera antes de pasar a la botella rota y colocarse en situación de apuñalar a la víctima, ahora tendida inconsciente en la nieve. La herida de la arteria estaría salpicando mucha sangre en ese momento. Así pues, ¿por qué molestarse con la botella? No era para matar a la víctima, que a efectos prácticos ya estaba muerta. No, el objetivo del asesino tuvo que ser, o bien eliminar las pruebas del disparo…

– ¿Por qué? -preguntó Kline, moviéndose hacia delante en su silla.

– No sé por qué. Es sólo una posibilidad. Pero es más probable, dado el contenido de las notas que precedieron a la agresión y las molestias que se tomó llevando la botella rota, que el apuñalamiento tenga algún significado ritual.

– ¿Satánico? -La expresión de terror convencional de Kline apenas ocultaba su apetito por el potencial mediático de semejante móvil.

– Lo dudo. Por locas que parezcan las notas, no me suenan tan locas en ese sentido particular. No, me refiero a «ritual» en el sentido de que cometer el asesinato de un modo específico era importante para él.

– ¿Una fantasía de venganza?

– Podría ser -dijo Gurney. No sería el primer asesino en pasar meses o años imaginando cómo sería saldar cuentas con alguien.

Kline parecía preocupado.

– Si la parte clave del ataque era el apuñalamiento, ¿por qué molestarse con la pistola?

– Incapacitación instantánea. Quería asegurarse, y una pistola es una forma más segura que una botella rota para incapacitar a la víctima. Después de toda la planificación que acompañaba este asunto, no quería que algo saliera mal.

Kline asintió, luego saltó a otra pieza del rompecabezas.

– Rodríguez insiste en que el asesino es uno de los huéspedes.

Gurney sonrió.

– ¿Cuál?

– No está preparado para decirlo, pero apostaría su dinero en ello. ¿No está de acuerdo?

La idea no es completamente absurda. Los huéspedes se alojan en los terrenos del instituto, lo cual los pone a todos, si no en la escena, al menos convenientemente cerca de ella. Son, sin lugar a dudas, un grupo extraño: drogadictos, emocionalmente erráticos, al menos uno con relaciones con la mafia.

– Pero…

– Hay problemas prácticos.

– ¿Cómo cuáles?

– Huellas de pisadas y coartadas, para empezar. Todos coinciden en que la nevada empezó alrededor del anochecer y continuó hasta la medianoche. Las huellas de las pisadas del asesino entraron en la propiedad desde la calle después de que la nevada hubiera cesado por completo.

– ¿Cómo puede estar seguro de eso?

– Las huellas están en la nieve, pero no hay nieve nueva en las huellas. Para que uno de los huéspedes hubiera dejado esas huellas, tendría que haber salido del edificio principal antes de que cayera la nevada, porque no hay huellas en la nieve que se alejen de la casa.

– En otras palabras…

– En otras palabras, habrían echado en falta a alguien ausente desde el anochecer a la medianoche. Pero eso no ocurrió.

– ¿Cómo lo sabe?

– Oficialmente no lo sé. Digamos que oí un rumor de Jack Hardwick. Según los resúmenes de los interrogatorios, cada individuo es visto por al menos otros seis individuos en distintos momentos de la tarde. Así que, a menos que todos estén mintiendo, nadie se ausentó.

Kline parecía reticente a dejar de lado la posibilidad de que todos estuvieran mintiendo.

– Quizás alguien de la casa contó con ayuda dijo.

– ¿Quiere decir que alguien de la casa contrató a un sicario?

– Algo así.

– Si fuera así, ¿para qué estar allí?

– No le sigo.

– La única razón de que los huéspedes sean sospechosos en cualquier grado es su proximidad física al asesinato. Si alguien contrató a un sicario para que cometiera el crimen, ¿por qué ponerse tan cerca para empezar?

– ¿Excitación?

– Supongo que es concebible -dijo Gurney con una obvia falta de entusiasmo.

– Muy bien, olvidémonos de los huéspedes por el momento -dijo Kline-. ¿Qué tal un golpe mañoso preparado por alguien que no fuera uno de los huéspedes?

– ¿Es la segunda teoría de Rodríguez?

– Cree que es una posibilidad. Por su expresión, intuyo que no comparte esta opinión.

– No le veo la lógica. No creo que se le hubiera ocurrido?siquiera si Patty Cakes no fuera uno de los huéspedes. Primero, ahora mismo no se sabe nada de Mark Mellery que pudiera convertirlo en el objetivo de la mafia

– Espere un momento. Supongamos que el gurú persuasivo consiguiera que uno de sus huéspedes (alguien como Patty Cakes) le confesara algo, ya sabe, en pro de la armonía interior o de la paz espiritual o del rollo que Mellery le estuviera vendiendo a esta gente.

– ¿Y?

– Y quizá después, cuando llega a casa, el tipo se pone a pensar que a lo mejor ha sido un poco impulsivo con tanta honradez y franqueza. La armonía con el universo puede ser algo fantástico, pero quizá no merezca el riesgo de que alguien posea información que podría causarte graves problemas. Quizá cuando está lejos del encanto del gurú, el tipo vuelve a pensar de un modo más pragmático. Tal vez contrata a alguien para eliminar el riesgo que le preocupa.

– Es una hipótesis interesante.

– Pero…

– Pero no hay ningún sicario en el mundo que se moleste con la clase de enigmas que tenemos en este asesinato. Los hombres que matan por dinero no se molestan en colgar las botas en las ramas de árboles ni dejan poemas en los cadáveres.

Kline dio la impresión de que podría rebatir tal opinión, pero se detuvo cuando alguien abrió la puerta tras una somera llamada. La elegante criatura de la recepción entró con una bandeja lacada en la cual había dos tazas de porcelana con sus correspondientes platitos, una elegante cafetera, un delicado azucarero, una jarrita de leche y un plato Wedgwood con cuatro galletas. Puso la bandeja en la mesita de café.

– Ha llamado Rodríguez -dijo la mujer, mirando a Kline. Luego, como si respondiera a una pregunta telepática, añadio-: Está en camino, ha dicho que llegaría dentro de cinco minutos.

Kline miró a Gurney como si estuviera tratando de interpretar su reacción.

– Rod me ha llamado antes -explicó-. Parecía ansioso por manifestar algunas opiniones sobre el caso. Le sugerí que se pasara mientras usted seguía aquí. Quiero que todo el mundo sepa lo mismo al mismo tiempo. Cuanto más sepamos, mejor. Sin secretos.

– Buena idea -dijo Gurney, sospechando que Kline quería tenerlos allí al mismo tiempo por una razón que nada tenía que ver con la franqueza, más bien por su afición a controlarlo todo mediante el conflicto y la confrontación.

La asistente de Kline salió del despacho, pero no antes de que Gurney captara la sonrisa de Mona Lisa en su rostro, que confirmaba lo que había pensado.

Kline sirvió sendos cafés. La porcelana parecía antigua y cara; sin embargo, él la manejaba sin ningún orgullo ni preocupación, lo cual reforzaba en Gurney la impresión de que el maravilloso fiscal del distrito era de buena cuna y de que las fuerzas del orden constituían un paso hacia algo más consecuente con su origen patricio. ¿Qué era lo que Hardwick le había susurrado en la reunión del día anterior? Algo sobre un deseo de ser gobernador. Quizás el viejo y cínico Hardwick tuviera razón otra vez. O puede que Gurney estuviera viendo demasiadas cosas sólo en la manera en que un hombre sostenía una taza.

– Por cierto -dijo Kline, apoyándose en la silla-, que la bala en la pared, la que pensaban que era una trescientos cincuenta y siete, no lo era. Era sólo una hipótesis basada en el tamaño del agujero en la pared. Balística dice que es una treinta y ocho especial.

– Es raro.

– Muy común, en realidad. El arma estándar en la mayoría de departamentos de Policía hasta los años ochenta.

– Calibre común, pero elección rara.

– No le sigo.

– El asesino se tomó muchas molestias para amortiguar el sonido del disparo, para hacerlo lo más silencioso posible. Si el ruido era una preocupación, una treinta y ocho especial era una elección de arma rara. Una veintidós habría tenido mucho más sentido.

– Quizás es la única arma que tenía.

– Quizá.

– Pero ¿no lo cree?

– Es un perfeccionista. Tuvo que asegurarse bien de que contaba con la pistola adecuada.

Kline dedicó a Gurney su mirada de contrainterrogatorio en un juicio.

– Se está contradiciendo. Primero ha dicho que las pruebas muestran que quería que el disparo fuera lo más silencioso posible. Luego que eligió el arma equivocada para eso. Ahora está diciendo que no es la clase de tipo que elegiría un arma equivocada.

– Un disparo silencioso era importante. Pero quizás algo era más importante.

– ¿Como qué?

– Si hay un aspecto ritual en este asunto, la elección de la pistola formaría parte de ello. La obsesión por cometer el crimen de determinada manera podría ser prioritaria sobre el problema del sonido. El asesino lo haría del modo en que se sentía obligado a hacerlo y se ocuparía del sonido lo mejor posible.

– Cuando dice ritual, oigo psicópata. ¿Cómo de loco cree que está este tipo?

– Loco no es un término que me resulte útil -dijo Gurney-. Jeffrey Dahmer fue considerado legalmente sano, y se comía a sus víctimas. A David Berkowitz le juzgaron legalmente sano, y mataba a gente porque su perro satánico le decía que lo hiciera.

– ¿Cree que es con eso con lo que estamos tratando?

– No exactamente. Nuestro asesino es vengativo y obsesivo; obsesivo hasta el punto de la perturbación emocional, pero probablemente no hasta el punto de comerse partes de cadáveres ni de seguir las órdenes de un perro. Es obvio que está muy enfermo, pero no hay nada en las notas que refleje los criterios del DSM para la psicosis.

Alguien llamó a la puerta.

Kline torció el gesto en ademán reflexivo, frunció los labios, pareció sopesar la opinión de Gurney, o quizá sólo estaba tratando de dar la impresión de ser un hombre que no se distraía con facilidad por una simple llamada a la puerta.

– Adelante -dijo finalmente en voz alta.

La puerta se abrió, y entró Rodríguez. El capitán no logró ocultar por completo su desagrado al ver a Gurney.

– ¡Rod! -bramó Kline-. Qué bien que hayas venido. Siéntate.

Eligió un sillón situado de cara a Kline, tras evitar de forma llamativa el sofá en el que estaba sentado Gurney.

El fiscal del distrito sonrió de buena gana. Gurney supuso que era por la perspectiva de ser testigo de un choque entre dos puntos de vista bien diferentes.

– Rod quería venir a compartir su perspectiva actual sobre el caso. Parecía un arbitro que presenta un boxeador a otro.

– Estoy deseando oírlo -dijo Gurney con voz tranquila.

No lo bastante tranquila para evitar que Rodríguez la interpretara como una provocación encubierta. No requería que lo instaran más a compartir su punto de vista.

– Todo el mundo se ha concentrado en los árboles -dijo, en voz lo bastante alta para hacerse oír en una sala mucho más grande que la oficina de Kline-. ¡Estamos olvidando el bosque!

– ¿El bosque es…? -preguntó Kline.

– El bosque tiene que ver con la enorme cuestión de la oportunidad. Todo el mundo se estaba liando con especulaciones y con la locura de pequeños detalles del método. Nos estamos distrayendo de la cuestión número uno: una casa llena de drogadictos y otros repugnantes criminales con fácil acceso a la víctima.

Gurney se preguntó si la reacción era resultado de la sensación del capitán de que su control del caso estaba amenazado o si había algo más.

– ¿Qué está sugiriendo que podría hacerse? -preguntó Kline.

– He ordenado que se vuelva a interrogar a todos los huéspedes, y he encargado un análisis de antecedentes más profundo. Vamos a estudiar a fondo las vidas de esos locos cocainómanos. Creo que puedo afirmar que uno de ellos lo hizo, y es sólo cuestión de tiempo hasta que descubramos quién fue.

– ¿Qué le parece, Dave? -El tono de Kline era demasiado informal, como si estuviera tratando de ocultar el placer derivado de provocar una batalla.

– Volver a los interrogatorios y realizar comprobaciones de historial podría ser útil -dijo Gurney sin entusiasmo.

– ¿Útil pero no necesario?

– No lo sabremos hasta que lo hayamos hecho. También podría ser útil considerar la cuestión de la oportunidad o del acceso a la víctima en un contexto más amplio. Por ejemplo, los hoteles o los hostales cercanos podrían ser un lugar casi tan conveniente como los cuartos de huéspedes del instituto.

– Apuesto a que fue un huésped -dijo Rodríguez-. Cuando un nadador desaparece en aguas infestadas de tiburones, no es porque lo haya secuestrado un tipo que pasaba haciendo esquí acuático-. Miró a Gurney, cuya sonrisa interpretó como un reto-. ¡Pongámonos serios!

– ¿Estamos mirando los hostales, Rod? -preguntó Kline.

– Estamos mirándolo todo.

– Bien. Dave, ¿hay algo más que pueda estar en su lista de prioridades?

– Nada que no esté ya proyectado. Trabajo de laboratorio con la sangre; fibras extrañas en el cadáver y el entorno de la víctima; marca, disponibilidad y cualquier peculiaridad de las botas; coincidencias balísticas en el proyectil; análisis de la grabación de la llamada del sospechoso a Mellery, con mejoras en los sonidos de fondo, e identificación del origen de la torre de transmisión, si fue una llamada de móvil; registros de llamadas de fijos y móviles de los actuales huéspedes; análisis caligráfico de las notas, con identificación de papel y tinta; perfil psicológico basado en las comunicaciones y el modus operandi del asesino; comprobación cruzada de las cartas amenazadoras en la base de datos del FBI. Creo que eso es todo. ¿Me he olvidado de algo, capitán?

Antes de que Rodriguez pudiera responder, lo cual no parecía tener prisa por hacer, la asistente de Kline abrió la puerta y entró en el despacho.

– Disculpe, señor -dijo con una deferencia que parecía destinada al consumo público-. Está aquí la sargento Wigg para ver al capitán.

Rodriguez torció el gesto.

– Que pase -dijo Kline, cuyo apetito para la confrontación parecía no tener límites.

La pelirroja sin género de la comisaría central del DIC llevaba el mismo vestido azul liso y el mismo portátil.

– ¿Qué quieres, Wigg? -preguntó Rodriguez, más enfadado que curioso.

– Hemos descubierto algo, señor, y creo que es importante informarle.

– ¿Y bien?

– Es sobre las botas, señor.

– ¿Las botas?

– Las botas del árbol, señor.

– ¿Qué pasa con ellas?

– ¿Puedo poner esto en la mesa de café? -preguntó Wigg, en referencia a su portátil.

Rodriguez miró a Kline. Este le dio su permiso.

Treinta segundos y unas pocas pulsaciones después, los tres hombres estaban mirando en una pantalla partida dos fotos de huellas de botas aparentemente idénticas.

– Las de la izquierda son las huellas reales de la escena. Las de la derecha son las huellas hechas en la misma nieve con las botas recuperadas del árbol.

– Así que las botas que marcaron la senda son las que encontramos al final de la senda. No hacía falta que vinieras hasta esta reunión para decírnoslo.

Gurney no pudo resistirse a interrumpir.

– Creo que la sargento Wigg ha venido a decirnos lo contrario.

– ¿Está diciendo que las botas del árbol no eran las botas que llevaba el asesino? -preguntó Kline.

– Eso no tiene ningún sentido -dijo Rodríguez.

– Pocas cosas tienen sentido en este caso dijo Kline. ¿Sargento?

– Las botas son de la misma marca, del mismo estilo, del mismo número. Ambos pares son nuevos. Pero son sin duda pares distintos. La nieve, especialmente la nieve a cinco grados bajo cero, proporciona un medio excelente para inspeccionar el detalle. El detalle relevante en este caso es una minúscula deformidad en esta porción de las pisadas.

La sargento señaló con un lápiz afilado a una casi imperceptible mancha en el tacón de la bota de la derecha, la del árbol.

– Esta deformidad, que probablemente se produjo durante el proceso de manufactura, aparece en todas las huellas que hicimos con esta bota, pero no así en ninguna de las huellas de la escena. La única explicación plausible es que las hicieron botas diferentes.

– Seguramente podría haber otras explicaciones -dijo Rodríguez.

– ¿Cuál se le ocurre, señor?

– Sólo estoy señalando la posibilidad de que algo esté siendo pasado por alto.

Kline se aclaró la garganta.

– Por el bien de la discusión, supongamos que la sargento Wigg tiene razón y estamos tratando con dos pares: un par que llevaba el asesino y otro que deja colgado en el árbol al final de la senda. ¿Qué cuernos significa? ¿Qué nos dice?

Rodríguez miró la pantalla del ordenador con resentimiento.

– Nada que nos sirva para encontrar al asesino.

– ¿Dave?

– Me dice lo mismo que la nota dejada sobre el cadáver. Es sólo otra clase de nota. Dice: «Pilladme si podéis, pero no podréis, porque soy más listo que vosotros».

– ¿Cómo demonios un segundo par de botas le dice eso? -Había rabia en la voz de Rodríguez.

Gurney respondió con una calma casi adormilada; aquélla era su reacción característica frente a la ira, al menos desde que tenía uso de razón.

– Solas no me dirían nada. Pero si las añadimos a los otros detalles peculiares, la imagen completa parece cada vez más un juego elaborado.

– Si es un juego, el objetivo es distraernos, y está teniendo éxito -se burló Rodríguez.

Cuando Gurney no respondió, Kline lo azuzó.

– Tiene aspecto de no estar de acuerdo con eso.

– Creo que el juego es más que una distracción. Creo que es lo principal.

Rodríguez se levantó de su silla con cara de asco.

– A menos que me necesites para algo, Sheridan. He de volver a mi oficina.

Después de estrechar la mano de Kline de un modo adusto, se marchó. Kline ocultó cualquier posible reacción a la abrupta partida.

– Bueno, dígame -continuó al cabo de un momento, inclinándose hacia Gurney-, ¿qué deberíamos hacer que no estemos haciendo? Está claro que no ve la situación igual que Rod.

Gurney se encogió de hombros.

– No hay nada malo en investigar con más atención a los huéspedes. Habría que hacerlo, en algún momento. Pero el capitán ha depositado más esperanzas que yo en que eso conduzca a una detención.

– ¿Está diciendo que es básicamente una pérdida de tiempo?

– Es un proceso de eliminación necesario. Simplemente no creo que el asesino sea uno de los huéspedes. El capitán sigue enfatizando la importancia de la oportunidad, la supuesta conveniencia de que el asesino estuviera en la propiedad. Pero yo lo veo como un inconveniente: demasiadas opciones de que lo vean saliendo de su habitación o volviendo a ella, demasiadas cosas que ocultar. ¿Dónde guardaría la silla plegable, las botas, la botella, la pistola? Los riesgos y complicaciones serían inaceptables para esta clase de individuo.

Kline alzó una ceja con curiosidad, y Gurney continuó.

– En una escala de personalidad desorganizada a organizada, este tipo revienta la escala de la organización. Su atención al detalle es extraordinaria.

– ¿Se refiere e cambiar las cinchas de la silla de playa para hacer que sea toda blanca y reducir su visibilidad en la nieve?

– Sí, también es muy tranquilo bajo presión. No salió corriendo de la escena del crimen, se fue caminando. Las huellas de pisadas desde el patio al bosque muestran tan poca prisa que parece que estuviera paseando.

– Ese furioso apuñalamiento de la víctima con una botella de whisky rota no me suena tranquilo.

– Si hubiera ocurrido en un bar, tendría razón. Pero recuerde que la botella estaba cuidadosamente preparada de antemano, incluso lavada y limpia de huellas dactilares. Diría que la aparición de la furia estaba tan planificada como todo lo demás.

– Muy bien -coincidió lentamente Kline-. Tranquilo, calmado, organizado, ¿qué más?

– Un perfeccionista en la forma de comunicarse. Educado, con gusto por el lenguaje y la métrica. Sólo entre nosotros, no es más que una conjetura, diría que los poemas tienen una extraña formalidad que percibo como el afectado refinamiento que en ocasiones se ve en la sofisticación de primera generación.

– ¿De qué demonios está hablando?

– Hijo educado de padres no educados, desesperado por distinguirse. Pero como he dicho, es sólo una conjetura y no tengo ninguna prueba sólida.

– ¿Algo más?

– Buenos modales por fuera, cargado de odio por dentro.

– ¿Y no cree que sea uno de los huéspedes?

– No. Desde su punto de vista, la ventaja de una mayor proximidad quedaría superada por la desventaja de un mayor riesgo.

– Es usted un hombre muy lógico, detective Gurney. ¿Cree que el asesino es tan lógico?

– Oh, sí. Tan lógico como enfermizo. Se sale de la escala en las dos cosas.

28

Regreso a la escena del crimen

La ruta de Gurney desde la oficina de Kline a su casa pasaba por Peony, de modo que decidió hacer una parada en el instituto.

La identificación temporal que la asistente de Kline le había proporcionado le sirvió para que el policía de la verja le dejara pasar sin formular ninguna pregunta. Mientras Gurney respiraba el aire gélido, reflexionó que el día era siniestramente similar al de la mañana posterior al crimen. La capa de nieve, que en los días anteriores se había fundido en parte, había aparecido nuevamente. Las precipitaciones nocturnas, comunes en las cotas altas de los Catskills, habían refrescado y blanqueado el paisaje.

Gurney decidió volver a recorrer la ruta del asesino, pensando que podría reparar en algo de los alrededores que se le hubiera pasado. Continuó por la senda, a través de la zona de aparcamiento, rodeó la parte trasera del granero donde habían encontrado la silla de playa. Miró a su alrededor, tratando de comprender por qué el asesino había elegido ese lugar para sentarse. El ruido de una puerta que se abría y se cerraba con fuerza y una voz severa y familiar interrumpieron su concentración.

¡Dios! Tendríamos que lanzar un ataque aéreo y arrasar esa puta casa.

Pensando que era mejor dar a conocer su presencia, Gurney pasó a través del alto seto que separaba la zona del granero del patio trasero de la casa. El sargento Hardwick y el investigador Tom Cruise Blatt lo saludaron con miradas hostiles.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -preguntó Hardwick.

– Un contrato temporal con el fiscal. Sólo quería echar otro vistazo a la escena. Lamento interrumpir, pero pensaba que te gustaría saber que estaba aquí.

– ¿En los arbustos?

– Detrás del granero, en el lugar en el que se sentó el asesino.

– ¿Para qué?

– Sería mejor preguntarse para qué estaba él ahí.

Hardwick se encogió de hombros.

– ¿Acechando en las sombras? ¿Fumándose un cigarrillo en su puta silla de playa? ¿Esperando el momento adecuado?

– ¿Qué haría que el momento fuera adecuado?

– ¿Qué diferencia habría?

– No estoy seguro. Pero ¿por qué esperar ahí? ¿Y por qué llegar tan pronto a la escena como para que hiciera falta llevar una silla?

– Quizá quería esperar hasta que los Mellery se fueran a dormir. Tal vez deseaba vigilar hasta que se apagaran todas las luces.

– Según Caddy Mellery, se fueron a acostar y apagaron las luces horas antes. Y la llamada de teléfono que los despertó fue, casi a ciencia cierta, del asesino, lo cual significa que los quería despiertos, no dormidos. Y si quería saber cuándo se apagarían las luces, ¿por qué situarse en uno de los pocos lugares desde donde no se ven las ventanas del piso de arriba? De hecho, desde la posición de la silla, apenas se ve la casa.

– ¿Qué demonios se supone que significa todo esto? -bravuconeó Hardwick, traicionado por una expresión de inquietud en los ojos.

– Significa, o bien que un criminal muy listo y muy cuidadoso se tomó muchas molestias para hacer algo sin sentido, o bien que nuestra reconstrucción de lo que ocurrió aquí está equivocada.

Blatt, que había seguido la conversación como si fuera un partido de tenis, miró a Hardwick. Éste tenía pinta de estar saboreando un gusto amargo en la boca.

– ¿Alguna posibilidad de que consigas algo de café?

Blatt frunció los labios a modo de queja, pero retrocedió hacia la casa, presumiblemente para hacer lo que le habían pedido.

Hardwick se tomó su tiempo para encender un cigarrillo.

– Hay algo más que no tiene sentido. Estaba mirando un informe sobre los datos de las huellas de pisadas. El espacio entre las huellas que vienen de la calle hasta la posición de la silla que estaba detrás del granero promedia ocho centímetros más que entre las huellas que iban del cadáver al bosque.

– ¿Significa que el criminal caminó más deprisa cuando llegó que cuando se fue?

– Exactamente eso.

– O sea, ¿que tenía más prisa para llegar al granero y sentarse a esperar que para alejarse de la escena después del crimen?

– Ésa es la interpretación de los datos que hace Wigg, y no se me ocurre ninguna otra.

Gurney negó con la cabeza.

– Te estoy diciendo, Jack, que nuestras lentes están desenfocadas. Y por cierto, hay otro dato extraño que me inquieta. ¿Dónde se encontró exactamente la botella de whisky?

– A unos treinta metros del cadáver, siguiendo las huellas que se alejaban.

– ¿Por qué allí?

– Porque es allí donde la dejó. ¿Cuál es el problema?

– ¿Por qué llevarla? ¿Por qué no dejarla junto al cadáver?

– Un descuido. En el calor del momento no se dio cuenta de lo que tenía en la mano. Cuando cayó en la cuenta, la tiró. No veo el problema.

– Quizá no lo hay. Pero las pisadas son muy regulares, relajadas, sin prisa: como si estuviera siguiendo un plan.

– ¿Adonde cono quieres ir a parar? -Hardwick estaba mostrando la frustración de un hombre que trata de que no se le caiga la compra de una bolsa rota.

– En este caso, todo ajusta a la perfección, todo está bien planeado, todo es muy cerebral. Mi instinto me dice que todo está donde está por alguna razón.

– ¿Me estás diciendo que llevó el arma treinta metros y la soltó allí por una razón premeditada?

– Eso diría.

– ¿Qué maldita razón podría tener?

– ¿Qué efecto tuvo en nosotros?

– ¿De qué estás hablando?

– Este tipo está tan centrado en la Policía como lo estaba en Mark Mellery. ¿Se te ha ocurrido que las singularidades de la escena del crimen podrían formar parte de un juego que está jugando con nosotros?

– No, no se me ha ocurrido. Francamente, es bastante descabellado.

Gurney contuvo las ganas de formular su hipótesis:

– Entiendo que el capitán Rod todavía piensa que nuestro hombre es uno de los huéspedes.

– Sí, «uno de los lunáticos del manicomio» es como lo ha dicho.

– ¿Estás de acuerdo?

– ¿En que son lunáticos? Completamente. ¿En que uno de ellos es el asesino? Quizá.

– ¿Y quizá no?

– No estoy seguro, pero no se lo digas a Rodríguez.

– ¿Tiene algún candidato favorito?

– Cualquiera de los drogadictos le serviría. Ayer continuaba con que el Instituto Mellery para la Renovación Espiritual no era más que un centro de rehabilitación no regulado para capullos ricos.

– No veo la conexión.

– ¿Entre qué?

– ¿Qué tiene que ver exactamente la drogadicción con el asesinato de Mark Mellery?

Hardwick dio una última calada pensativa al cigarrillo, luego lanzó la colilla a la tierra húmeda, bajo el seto de hojas de acebo. Gurney reflexionó que era algo que no haría nadie en la escena de un crimen, ni siquiera después de que la hubieran peinado, pero era exactamente la clase de cosas de Hardwick a las que se había acostumbrado en su anterior colaboración. Tampoco le sorprendió que se acercara al seto para apagar la colilla en ascuas con la punta del zapato. Ésa era la forma que tenía de darse tiempo para pensar en lo que iba a decir, o a no decir, a continuación. Cuando la colilla quedó apagada y bien enterrada en el suelo, Hardwick habló.

– Probablemente no tiene mucho que ver con el asesinato, pero sí mucho que ver con Rodríguez.

– ¿Algo de lo que puedas hablar?

– Tiene una hija en Greystone.

– ¿El hospital mental de Nueva Jersey?

– Sí. Daño permanente. Drogas de club, metanfetamina, crac. Se frió unos cuantos circuitos cerebrales y trató de matar a su madre. Según la forma en que lo ve Rodríguez, cualquier drogadicto en el mundo es responsable de lo que le haya ocurrido. No es un tema con el que pueda ser razonable.

– Entonces, ¿cree que un adicto mató a Mellery?

– Eso es lo que quiere que haya ocurrido, y eso es lo que piensa.

Una ráfaga de aire húmedo, aislada, barrió el patio desde el seto cubierto de nieve. Gurney sintió un escalofrío y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.

– Pensaba que sólo quería impresionar a Kline.

– Eso también. Para lo capullo que es, es bastante complicado. Fanático del control. Un repugnante manojo de ambiciones. Completamente inseguro. Obsesionado con castigar a los adictos. Y no está muy contento contigo, por cierto.

– ¿Por alguna razón específica?

– No le gustan los desvíos del procedimiento estándar. No le gustan los tipos listos. No le gusta que haya nadie más cerca de Kline que él. A saber qué más no le gusta.

– No parece el marco mental ideal para dirigir una investigación.

– Sí, bueno, ¿qué más novedades hay en el mundo de la justicia criminal? Pero sólo porque un tipo sea un capullo no significa que siempre se equivoque.

Gurney aceptó este elemento de sabiduría hardwickiana sin hacer comentarios, luego cambió de tema.

– ¿El foco en los huéspedes significa que se están descuidando otras vías?

– ¿Como cuáles?

– Como hablar con gente de la zona. Moteles, posadas, hostales…

– No se está descuidando nada -dijo Hardwick, que de repente se puso a la defensiva-. Se contactó con los hogares (no hay tantos, menos de una docena en la carretera entre el pueblo y el instituto) en las primeras veinticuatro horas, en un esfuerzo que no produjo ninguna información. Nadie oyó nada, nadie vio nada ni recordó nada. Un par de personas creyeron oír coyotes. Un par más pensaron haber oído ulular un buho.

– ¿A qué hora fue eso?

– ¿A qué hora fue qué?

– Lo del buho.

– No tengo ni idea, porque ellos no tenían ni idea. En plena noche, fue lo más que se aproximaron.

– ¿Alojamientos?

– ¿Qué?

– ¿Alguien ha comprobado los alojamientos de la zona?

– Hay un motel justo a la salida del pueblo, un edificio destartalado que frecuentan los cazadores. Estaba vacío esa noche. Los únicos otros lugares en un radio de cinco kilómetros son dos hostales. Uno está cerrado en invierno. El otro, si no recuerdo mal, tenía una habitación reservada la noche del crimen: un avistador de pájaros y su madre.

– ¿Un avistador de pájaros en noviembre?

– Me pareció extraño, así que consulté algunas webs de avistamiento de aves. Parece que los que van en serio prefieren el invierno: no hay hojas en las ramas, mejora la visibilidad, hay muchos faisanes, buhos, perdices nivales, carboneros capirotados, bla, bla, bla.

– ¿Hablaste con ellos?

– Blatt habló con uno de los propietarios, una pareja de maricas con nombres idiotas, ninguna información útil.

– ¿Nombres idiotas?

– Uno de ellos era Peachpit o algo así.

– ¿Peachpit?

– Algo así. No…, Plumstone, eso es. Paul Plumstone, ¿Puedes creerlo?

– ¿Alguien habló con los observadores de pájaros?

– Creo que se marcharon antes de que Blatt pasara por alli, pero no estoy seguro.

– ¿Nadie hizo el seguimiento?

– Joder. ¿Qué coño iban a saber? Si quieres visitar a los Peachpit, adelante. El sitio se llama The Laurels, está dos kilómetros montaña abajo desde el instituto. Tengo una cantidad limitada de hombres asignados a este caso y no puedo perder el tiempo persiguiendo a cualquier persona que haya pasado por Peony.

– Claro.

El significado de la respuesta de Gurney era, a lo sumo, vaga, pero pareció apaciguar un poco a Hardwick, que dijo en un tono casi cordial:

– Hablando de personal, he de volver al trabajo. ¿Qué has dicho que estabas haciendo aquí?

– Pensaba que si me paseaba otra vez sobre el terreno se me podría ocurrir algo.

– ¿Ésa es la metodología del as de la resolución de crímenes del Departamento de Policía de Nueva York? ¡Es patético!

– Lo sé, Jack, lo sé. Pero ahora mismo es lo mejor que puedo hacer.

Hardwick volvió a entrar en la casa negando con la cabeza en un exagerado gesto de incredulidad.

Gurney inhaló el olor húmedo de la nieve y, como siempre, éste desplazó por un momento todos los pensamientos racionales, agitando una poderosa emoción infantil para la cual no tenía palabras. Enfiló el césped blanco hacia el bosque. El olor de la nieve lo arrulló con recuerdos; recuerdos de historias que su padre le había leído cuando tenía cinco o seis años, historias de su padre que eran más vividas para él que cualquier otra cosa de su vida real, historias de pioneros, cabañas en el monte, sendas en el bosque, indios buenos, indios malos, ramitas rotas, huellas de mocasines en la hierba, el tallo roto de un helécho que ofrecía indicios cruciales del paso del enemigo y los gritos de los pájaros del bosque, algunos reales, otros imitados por los indios a modo de comunicaciones en código: imágenes muy concretas, ricas en detalles. Era irónico, pensó, que los recuerdos de las historias que su padre le había contado en su infancia hubieran sustituido la mayoría de sus recuerdos del hombre mismo. Por supuesto, además de contarle historias, su padre nunca había tenido mucho que ver con él. Más que nada, su padre trabajaba. Trabajaba e iba a lo suyo.

Trabajaba e iba a lo suyo. Una frase capaz de resumir una vida. De hecho, describía su propia conducta con la misma precisión que la de su padre. En las barreras que había erigido para no reconocer esas similitudes estaban apareciendo, últimamente, grandes fisuras. Sospechaba no sólo que se estaba convirtiendo en su padre, sino que lo había hecho hacía tiempo.

Trabajaba e iba a lo suyo. Qué pequeño y gélido el sentido de su vida. Qué humillante era ver cuánto de su tiempo en la Tierra podía incluirse en una frase tan corta. ¿Qué clase de marido era si sus energías estaban tan circunscritas? ¿Y qué clase de padre? ¿Qué clase de padre está tan absorto en sus prioridades profesionales que…? No, basta de eso.

Gurney se adentró en el bosque, siguiendo la que recordaba que era la ruta de las pisadas, ahora medio borrada por la nieve fresca. Cuando estuvo en el bosque de árboles de hoja perenne, donde, de manera inverosímil, terminaba la senda, inhaló la fragancia de pino, escuchó el profundo silencio del lugar y esperó la inspiración. No le llegó. Disgustado tras haber esperado lo contrario, se forzó a revisar por vigésima vez lo que sabía en realidad de los sucesos de la noche del crimen. ¿Que el asesino había entrado a pie en la propiedad desde la calle? ¿Que llevaba una 38 especial de la Policía, una botella de Four Roses rota, una silla plegable, un par de botas extra y un reproductor de sonido con los chillidos animales que sacaron a Mellery de la cama? ¿Que llevaba un mono de Tyvek, guantes y una gruesa chaqueta de pluma que podría haber usado para amortiguar el ruido? ¿Que se sentó detrás del granero a fumar cigarrillos? ¿Que hizo salir a Mellery al patio, lo mató de un tiro y luego se encarnizó apuñalándolo con una botella al menos catorce veces? ¿Que luego caminó tranquilamente por el césped y se dirigió ochocientos metros hacia el bosque, colgó un par de botas adicional en la rama de un árbol y desapareció sin dejar rastro?

El rostro de Gurney se había convertido en una mueca, en parte por el deprimente frío húmedo del día, y en parte porque ahora, con más claridad que nunca, se dio cuenta de que lo que «sabía» del crimen no tenía el menor sentido.

29

Hacia atrás

Noviembre era el mes que menos le gustaba, un mes de luz menguante, un mes de incertidumbre que se arrastraba entre el otoño y el invierno.

Esta percepción parecía exacerbar la sensación de que estaba dando tumbos en la niebla en el caso Mellery, sin que pudiera ver algo que tenía delante de sus narices.

Cuando llegó a casa desde Peony ese día, decidió, de manera atípica, compartir su confusión con Madeleine, que estaba sentada a la mesa de pino con unos restos de té y pastel de arándanos.

– Me gustaría conocer tu input de algo -dijo, lamentando de inmediato haber elegido esa palabra. A Madeleine no le gustaban las palabras como input.

Ella inclinó la cabeza con curiosidad, que David tomó como una invitación.

– El Instituto Mellery ocupa cuarenta hectáreas entre Filchers Brook Road y Thornbush Lañe, en la colina que domina el pueblo. Hay treinta y pico hectáreas de bosque, quizá cuatro hectáreas de jardines, macizos de flores, una zona de aparcamiento y tres edificios: el centro de conferencias principal, que también incluye las oficinas y las habitaciones de huéspedes, la residencia privada de Mellery y un granero para el material de mantenimiento.

Madeleine levantó la mirada hacia el reloj colgado en la pared de la cocina, y él se apresuró:

– Los agentes encargados encontraron un conjunto de pisadas que entraban en la propiedad por Filchers Brook Road y conducían a una silla que había detrás del granero. Desde la silla continuaban hasta el lugar donde mataron a Mellery y desde allí a un punto situado a ochocientos metros en dirección al bosque, donde se detenían. No hay más pisadas. No hay rastro de cómo el individuo que dejó esas huellas pudo salir sin dejar más rastros.

– ¿Es una broma?

– Estoy describiendo las pruebas reales de la escena.

– ¿Y qué hay de la otra calle que mencionaste?

– Thornbush Lañe está a treinta metros de la última huella.

– El oso ha vuelto -dijo Madeleine, después de un breve silencio.

– ¿Qué? -Gurney la miró, sin comprenderla.

– El oso-. Hizo una señal hacia la ventana lateral.

Entre la ventana y sus jardineras aletargadas, con los bordes incrustados de escarcha, el soporte curvado de acero de un comedero de pájaros estaba caído, y el comedero en sí, partido por la mitad.

– Me ocuparé de eso después -dijo Gurney, enfadado por el comentario irrelevante-. ¿Qué te parece el problema de la pisada?

Madeleine bostezó.

– Creo que es estúpido, y la persona que lo hizo está loca.

– Pero ¿cómo lo hizo?

– Es como el truco de los números.

– ¿Qué quieres decir?

– O sea, ¿qué importa cómo lo hiciera?

– Cuéntame más -dijo Gurney, con su curiosidad en un nivel ligeramente más alto al de su irritación.

– El cómo no importa. La cuestión es por qué, y la respuesta es obvia.

– ¿Y la respuesta obvia es…?

– Quería demostrar que sois un montón de idiotas.

La respuesta le produjo dos sensaciones contrapuestas: complacido porque ella estuviera de acuerdo con él en que la Policía era un objetivo en el caso, pero no tan contento por el énfasis que puso en la palabra «idiotas».

– Tal vez caminó hacia atrás -sugirió encogiéndose de hombros-. Quizás el lugar al que pensáis que llegan las huellas es el lugar desde el que salen, y el lugar del que creéis que salen es el lugar al que llegan.

– Estaba entre las posibilidades que Gurney había considerado y descartado.

– Hay dos problemas. Primero, sólo traslada la cuestión de cómo las huellas se detienen en medio de ninguna parte a cómo pueden empezar en medio de ninguna parte. En segundo lugar, las huellas están espaciadas de un modo muy uniforme. Es difícil imaginar a alguien caminando hacia atrás ochocientos metros por el bosque sin tropezar ni una vez.

Luego se le ocurrió que incluso el más leve signo de interés por parte de Madeleine era algo que quería alentar, así que añadió con afecto:

– Pero en realidad es una idea muy interesante, así que, por favor, no dejes de pensar en ello.


A las dos de la madrugada, mientras miraba por el rectángulo de la ventana de su habitación, apenas iluminada por un cuarto de luna tras una nube, era Gurney el que todavía estaba pensando; y todavía le daba vueltas a la observación de Madeleine de que la dirección en la cual las pisadas señalaban y la dirección del movimiento eran cuestiones independientes. Eso era cierto, pero ¿cómo ayudaba a la interpretación de los datos? Incluso si alguien pudiera caminar tanto hacia atrás por un terreno irregular sin dar un solo traspié, que nadie podía, esa hipótesis sólo servía para convertir el inexplicable final de una senda en un inexplicable comienzo.

¿O sí ayudaba?

«Supongamos…»

«Pero eso sería poco probable. Aun así, sólo supon por el momento…»

Por citar a Sherlock Holmes: «Cuando has eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad».

– ¿Madeleine?

– ¿Hum?

– Perdona que te despierte. Es importante.

Su respuesta fue un gran suspiro.

– ¿Estás despierta?

– Ahora sí.

– Escucha. Supon que el asesino no entra en la propiedad desde la calle principal, sino desde la calle de atrás. Supon que llega varias horas antes del crimen, de hecho, justo antes de que empiece a nevar. Supon que camina hasta la pequeña pineda desde la calle de atrás con su sillita plegable y la otra parafernalia, se pone su mono de Tyvek y sus guantes de látex, y espera.

– ¿En el bosque?

– En la pineda, en el lugar donde pensamos que terminan las pisadas. Se sienta allí y aguarda hasta que deja de nevar, poco después de medianoche. Entonces se levanta, coge su silla, su botella de whisky, su pistola y su minigrabadora con los chillidos de animales y camina ochocientos metros hasta la casa. Por el camino, llama a Mellery desde el móvil para asegurarse de que esté lo bastante despierto como para oír los chillidos animales…

– Espera un momento. Pensaba que habías dicho que no podía caminar hacia atrás en el bosque.

– No lo hizo. No tenía que hacerlo. Tenías razón en separar la orientación punta talón de las pisadas de su dirección real, pero hemos de hacer otra separación. Supongamos que las suelas de los zapatos estuvieran separadas de la parte superior.

– ¿Cómo?

– Lo único que tenía que hacer el asesino era arrancar las suelas de un par de botas y pegarlas en el otro: al revés. Así pudo caminar fácilmente hacia delante y dejar una limpia senda de huellas tras de sí que parecieran ir en la dirección de la que venía.

– ¿Y la silla plegable?

– Se la lleva al patio. Quizá pone los distintos elementos encima mientras envuelve la pistola con la parka, a modo de silenciador parcial. Entonces reproduce la cinta de los chillidos animales para atraer a Mellery a la puerta de atrás. Hay variaciones sobre la forma exacta en que podría hacerlo, pero el resumen es que consigue tener a Mellery en el patio, le apunta y le dispara. Cuando Mellery cae, el asesino coge la botella rota y lo apuñala repetidamente con ella. Luego vuelve a lanzar la botella hacia las huellas de pisadas que hizo en su camino al patio: pisadas que, aparentemente, se alejan de éste.

– ¿Por qué no dejarla junto al cadáver, o llevársela?

– No se la llevó porque quería que la encontráramos. La botella de whisky forma parte del juego, es parte del argumento de todo esto. Y apuesto a que la lanzó hacia las huellas de pisadas que parecían alejarse para poner la guinda en el pastel de ese pequeño engaño particular.

– Es un detalle muy sutil.

– Como sutil es el detalle de dejar un par de botas en lo que aparentemente sería el final de la senda, pero, por supuesto, las dejó allí al empezar.

– Entonces, ¿no eran las botas que dejaron las huellas?

– No, pero eso ya lo sabíamos. El laboratorio del DIC encontró una minúscula diferencia entre la suela de una de las botas y las huellas dejadas en la nieve. Al principio no tenía sentido. Pero encaja en esta versión revisada de los hechos, a la perfección.

Madeleine no dijo nada durante unos momentos, pero David casi podía sentir su mente absorbiendo, evaluando, probando el nuevo escenario en busca de puntos débiles.

– ¿Y después de lanzar la botella, qué?

– Entonces va desde el patio a la parte de atrás del granero, pone allí la silla plegable y lanza un puñado de colillas en el suelo delante de ella para que parezca que ha estado sentado allí antes del crimen. Se quita el mono de Tyvek y los guantes de látex, se pone la parka, rodea la parte de atrás del granero (dejando esas malditas pisadas al revés), sale a Filchers Brook Road, donde la brigada municipal ha quitado la nieve, de manera que no deja huellas allí, y camina hasta su coche en Thornbush Lane, o baja al pueblo, o lo que sea.

– ¿La Policía de Peony vio a alguien cuando subían por la carretera?

– Aparentemente no, pero podría haberse metido fácilmente por el bosque o… Hizo una pausa para considerar las opciones.

– ¿O…?

– No es la posibilidad más probable, pero me han dicho que hay un hostal en la montaña que se supone que iba a investigar el DIC. Suena extraño después de casi decapitar a su víctima, pero nuestro maniaco homicida podría simplemente haber vuelto paseando hasta ese acogedor hostal.

Se quedaron tumbados en silencio uno al lado del otro en la oscuridad durante varios minutos, con la mente de Gurney yendo y viniendo con velocidad por su reconstrucción del crimen como un hombre que acaba de botar una canoa casera y está comprobándola con atención en busca de posibles fugas. Cuando estuvo seguro de que no tenía agujeros importantes, le preguntó a Madeleine qué pensaba.

– El adversario perfecto -dijo ella.

– ¿Qué?

– El adversario perfecto.

– ¿Qué significa?

– Te encantan los enigmas. A él también. Es un matrimonio divino.

– ¿O infernal?

– Lo que sea. Por cierto, hay algo raro en esas notas.

– Raro…, ¿en qué?

Madeleine tenía una forma de saltar en su cadena de asociaciones libres que en ocasiones lo dejaba muy rezagado.

– Las notas que me enseñaste, las que el asesino le envió a Mellery, las dos primeras y luego los poemas. Estaba tratando de recordar exactamente qué decía cada una.

– ¿Y?

– Y me estaba costando, aunque tengo buena memoria. Hasta que me di cuenta de por qué. No hay nada real en ellas.

¿Qué quieres decir?

– No hay nada específico. Ninguna mención de lo que Mellery hizo en realidad ni de quién resultó herido. ¿Por qué ser tan vago? No hay nombres, ni fechas, ni referencias concretas a nada. Es peculiar, ¿no?

– Los números seiscientos cincuenta y ocho y diecinueve son muy específicos.

– Pero no significaban nada para Mellery, salvo por el hecho de que pensó en ellos. Y eso ha de ser un truco.

– Si lo era, no he logrado descubrirlo.

– Ah, pero lo harás. Eres muy bueno conectando los puntos-. Bostezó-. Nadie es mejor que tú en eso-. No había ironía detectable en su voz.

Gurney se quedó tumbado en la oscuridad al lado de su mujer, relajándose aunque fuera por un instante en la comodidad de su elogio. Entonces su mente empezó a examinar a conciencia las notas del asesino, revisando su lenguaje a la luz de la observación de Madeleine.

– Eran lo bastante específicas para asustar a Mellery -dijo.

Suspiró somnoliento.

– O lo bastante inespecíficas.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé. Quizá no había ningún suceso específico sobre el cual ser específico.

– Pero si Mellery no hizo nada, ¿por qué lo mató?

Ella emitió un ruidito con la garganta que era el equivalente a encogerse de hombros.

– No lo sé. Sólo sé que hay algo que no cuadra en esas notas. Es hora de dormir.

30

Cabaña Esmeralda

Cuando se levantó, al alba, pensó que hacía semanas, meses quizá, que no se sentía tan reconfortado. Podría ser una exageración decir que había desentrañado el misterio de la bota y que así había tirado la primera ficha de dominó, pero era eso lo que sentía al conducir por el condado hacia el este, en dirección al sol naciente, de camino al hostal de Filchers Brook Road, en Peony.

Se le ocurrió que interrogar a «los maricas» sin hablar antes con la oficina de Kline o con el DIC podría considerarse una interpretación laxa de las reglas. Pero qué demonios, si alguien quería darle una colleja después, sobreviviría. Además, tenía la sensación de que las cosas empezaban a irle de cara. «Hay una marea en los asuntos de los hombres…»

A un kilómetro del cruce de Filchers Brook, sonó su teléfono. Era Ellen Rackoff.

– El fiscal del distrito tiene una información que quiere que le transmita. Me ha pedido que le diga que la sargento Wigg del laboratorio del DIC ha mejorado la cinta que grabó Mark Mellery de la llamada telefónica que recibió del asesino. ¿Conoce la llamada?

– Sí -dijo Gurney, recordando la voz camuflada y que Mellery pensó en el número diecinueve y luego descubrió que ese número estaba en la carta que el asesino le había dejado en el buzón.

– El informe de la sargento Wigg dice que el análisis de la onda de sonido muestra que los ruidos de fondo del tráfico en la cinta estaban regrabados.

– ¿Repítalo?

– Según Wigg, la cinta contiene dos generaciones de sonido. La voz del que llamaba y el sonido de fondo de un motor (que ella dice que sin duda es el motor de un automóvil) eran la primera generación. O sea, eran sonidos en vivo, del momento de la transmisión de la llamada. Pero los otros sonidos de fondo, sobre todo los del tráfico que pasaba, eran de segunda generación. O sea, estaban siendo reproducidos en una grabadora durante la llamada en vivo. ¿Está usted ahí, detective?

– Sí, sí, sólo estaba… tratando de entender algo de eso.

– ¿Quiere que se lo repita?

– No, la he oído. Es… muy interesante.

– El fiscal del distrito Kline opinaba que podría pensar eso. Le gustaría que usted lo llamara cuando averigüe qué significa.

– Seguro que lo haré.

Dobló por Filchers Brook Road y al cabo de un kilómetro y medio localizó un letrero a su izquierda que proclamaba que la perfectamente cuidada propiedad de detrás era The Laurels. El cartel era una graciosa placa oval, con letras de caligrafía delicada. Un poco más allá del cartel había un espaldar en forma de arco sobre el que crecía laurel de montaña. Un estrecho sendero pasaba a través del arco. Aunque las flores habían desaparecido meses atrás, cuando Gurney pasó conduciendo por la abertura, una jugarreta mental añadió un aroma floral, y un posterior salto le recordó el comentario del rey Duncan sobre el castillo de Macbeth, donde esa noche sería asesinado: «Este castillo tiene un agradable emplazamiento…».

Detrás del espaldar había una pequeña zona de aparcamiento de gravilla tan bien rastrillada como en un jardín zen. Una senda de la misma gravilla prístina conducía desde la zona de aparcamiento hasta la puerta delantera de una inmaculada casa de tejas de cedro. En lugar de timbre, había una antigua aldaba de hierro. Cuando Gurney fue a cogerla, la puerta se abrió y reveló la presencia de un hombre pequeño de ojos alerta e inquisidores. Todo en él parecía recién lavado, desde el polo de color lima a su piel rosada, pasando por un cabello de tono demasiado rubio para aquel rostro de mediana edad.

– Ah -dijo con la satisfacción nerviosa de un hombre cuyo pedido de pizza llega, por fin, veinte minutos tarde.

– ¿Señor Plumstone?

– No, yo no soy el señor Plumstone -dijo el hombrecillo-. Soy Bruce Wellstone. La aparente armonía entre los nombres es pura coincidencia.

– Ya veo -dijo Gurney, desconcertado.

– Y usted, supongo que es policía.

– Investigador especial Gurney, de la oficina del fiscal. ¿Quién le dijo que venía?

– El policía que llamó por teléfono. No tengo buena memoria para los nombres. Pero ¿por qué estamos en el umbral? Pase.

Gurney lo siguió por un corto pasillo hasta una zona de asientos amueblada con recargado estilo Victoriano. Se preguntaba quién podría haber sido el policía del teléfono, y dejó ver en su mirada un atisbo de duda.

– Lo siento -dijo Wellstone, evidentemente malinterpretando la expresión de Gurney-. No estoy familiarizado con el procedimiento en casos como éste. ¿Preferiría ir directamente a la Cabaña Esmeralda?

– ¿Disculpe?

– A la Cabana Esmeralda.

– ¿Qué cabaña esmeralda?

– La escena del delito.

– ¿Qué delito?

– ¿No le han dicho nada?

– ¿De qué?

– De por qué está aquí.

– Señor Wellstone, no quiero ser rudo, pero quizá debería empezar por el principio y decirme de qué está hablando.

– ¡Esto es exasperante! Se lo conté todo al sargento por teléfono. De hecho, se lo conté todo dos veces, porque no parecía entender lo que le estaba diciendo.

– Ya veo su frustración, señor, pero quizá podría decirme qué le dijo.

– Que me habían robado mis chapines de rubí. ¿Tiene idea de lo que cuestan?

– ¿Sus chapines de rubí?

– Dios mío, no le han dicho nada, ¿verdad? -Wellstone empezó a respirar profundamente como si tratara de contener algún tipo de ataque. Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, parecía reconciliado con la ineptitud de la policía y le habló a Gurney con la voz de un maestro de escuela primaria-. Me robaron mis chapines de rubí, que valen mucho dinero, de la Cabaña Esmeralda. Aunque no tengo pruebas, no me cabe duda de que los robó el último huésped que la ocupó.

– ¿Esta cabanña esmeralda forma parte del establecimiento?

– Por supuesto que sí. Toda la propiedad se llama The Laurels por razones obvias. Hay tres edificios: la casa principal, en la que estamos, más dos cabanas, que son la Cabana Esmeralda y la Cabana Miel. La decoración de la primera de ellas se basa en El mago de Oz, la mejor película que se ha rodado jamás. El brillo en sus pupilas parecía retar a Gurney a mostrar su desacuerdo. El elemento central de la decoración era una espléndida reproducción de los zapatos mágicos de Dorothy. Esta mañana los he echado en falta.

– ¿Y denunció esto a…?

– A ustedes, por supuesto, porque aquí está.

– ¿Llamó al Departamento de Policía de Peony?

– Desde luego que no llamé al Departamento de Policía de Chicago.

– Tenemos dos problemas distintos aquí, señor Wellstone. La Policía de Peony sin duda vendrá en relación con el robo. Pero yo no estoy aquí por eso. Estoy investigando un asunto diferente, y necesito plantearle algunas preguntas. A un detective de la Policía del estado que pasó el otro día le dijeron (un tal señor Plumstone, creo) que hace tres noches se alojó aquí una pareja de avistadores de aves, un hombre y su madre.

– ¡Ese fue!

– ¿Qué?

– ¡El que me robó los chapines de rubí!

– ¿El avistador de aves le robó los zapatos?

– El avistador de aves, el ladrón, el cabrón manilargo, sí, él.

– ¿Y la razón de que no se lo mencionara al detective de la Policía del estado…?

– No lo mencioné porque no lo sabía. Le he dicho que no he descubierto el robo hasta esta mañana.

– Entonces, ¿no ha estado en la cabaña desde que el hombre y su madre pidieron la cuenta?

– No pidieron la cuenta, simplemente se fueron en algún momento del día. Habían pagado por adelantado, así que, ya ve, no había necesidad de nada más. Nos esforzamos para que exista cierta civilizada informalidad aquí, lo cual por supuesto hace que la traición de nuestra confianza resulte mucho más irritante-. Hablar de ello había llevado a Wellstone al borde de ahogarse en su propia bilis.

– ¿Es normal esperar tanto antes de…?

– ¿Antes de preparar una habitación? Es normal en esta época del año. Noviembre es nuestro mes más flojo. La siguiente reserva de la Cabaña Esmeralda es para la semana de Navidad.

– ¿El hombre del DIC no pasó por la cabana?

– ¿El hombre del DIC?

– El detective que estuvo aquí hace dos días, del Departamento de Investigación Criminal.

– Ah, bueno, habló con el señor Plumstone, no conmigo.

– ¿Quién es exactamente el señor Plumstone?

– Ésa es una excelente pregunta. Es una pregunta que yo mismo me he estado planteando-. Lo dijo con amargura, luego negó con la cabeza-. Lo siento. No debo permitir que cuestiones emocionales no pertinentes se entrometan en un asunto policial. Paul Plumstone es mi socio. Somos los dueños de The Laurels. Al menos somos socios en este momento.

– Ya veo -dijo Gurney-. Volviendo a mi pregunta, ¿el hombre del DIC fue a la cabaña?

– ¿Por qué iba a hacerlo? Es decir, aparentemente estaba aquí por ese horrible crimen en el instituto. Quería saber si habíamos visto a algún personaje sospechoso merodeando. Paul (el señor Plumstone) le dijo que no y el detective se fue.

– ¿No le insistió para que le diera información específica sobre sus huéspedes?

– ¿Los avistadores de aves? No, por supuesto que no.

– ¿Por supuesto que no?

– La madre era casi inválida y el hijo, aunque resultó ser un ladrón, no era el tipo de persona que provoca una matanza encarnizada.

– ¿Qué clase de persona diría que era?

– Diría que era del lado frágil. Sin duda del lado frágil. Tímido.

– ¿Diría que era gay?

Wellstone se mostró pensativo.

– Interesante cuestión. Casi siempre estoy seguro, de que sí o de que no, pero en este caso no lo estoy. Tuve la impresión de que quería darme la impresión de que era gay. Pero eso no tiene mucho sentido, ¿no?

«No a menos que todo el personaje fuera una actuación», pensó Gurney.

– Además de frágil y tímido, ¿de qué otra manera lo describiría?

– Ladrón.

– Me refiero a cómo era físicamente.

Wellstone torció el gesto.

– Bigote. Gafas tintadas.

– ¿Tintadas?

– Como gafas de sol, lo bastante oscuras para que no se le vieran los ojos (odio hablar con alguien cuando no puedo verle los ojos, ¿usted no?), pero lo bastante ligeras para poder llevarlas en un interior.

– ¿Algo más?

– Sombrero de fieltro, una de esas cosas peruanas en la cara, como una bufanda, un abrigo abultado.

– ¿Cómo tuvo la impresión de que era frágil?

El ceño de Wellstone se tensó en una especie de consternación.

– ¿Su voz? ¿Sus modales? Bueno, no estoy seguro. Lo único que recuerdo haber visto, visto de verdad, era un enorme abrigo acolchado y sombrero, gafas de sol y un bigote-. Sus ojos se abrieron como si, de repente, se hubiera sentido ofendido-. ¿Cree que era un disfraz?

¿Gafas de sol y bigote? A Gurney le sonaba más a una parodia de disfraz. Pero incluso ese giro extra podía encajar en la extrañeza del modelo. ¿O estaba pensando demasiado? En cualquier caso, si era un disfraz, era un disfraz efectivo, pues los dejaba sin descripción física útil.

– ¿Recuerda algo más sobre él? ¿Cualquier cosa?

– Obsesionado con nuestros amigos emplumados. Tenía unos prismáticos enormes, parecían de esos de infrarrojos que ves en las pelis de comandos. Dejó a su madre en la cabaña y pasó todo su tiempo en el bosque, buscando camachuelos, camachuelos de pecho rosa.

– ¿Le dijo eso?

– Ah, sí.

– Es sorprendente.

– ¿Por qué?

– No hay camachuelos de pecho rosa en los Catskills en invierno.

– Pero incluso dijo… ¡Cabrón mentiroso!

– Dijo incluso ¿qué?

– La mañana antes de irse, entró en el edificio principal y no podía dejar de deshacerse en elogios con los malditos camachuelos. No paraba de repetir que había visto cuatro camachuelos de pecho rosa. Cuatro, cuatro camachuelos de pecho rosa, decía, como si yo lo pusiera en duda.

Tal vez quería asegurarse de que lo iba a recordar respondió Gurney casi para sus adentros.

– Pero me ha dicho que no pudo haberlos visto porque no hay. ¿Por qué querría que recordara algo que no ocurrió?

– Buena pregunta, señor. ¿Puedo echar un rápido vistazo a la cabaña ahora?

Desde la sala de estar, Wellstone lo condujo a través de un comedor de estilo igualmente Victoriano, lleno de sillas de roble ornamentadas y espejos, y salieron por una puerta lateral a un sendero cuyos inmaculados adoquines de color crema, aunque no exactamente iguales, le recordaron el camino de baldosas amarillas de El mago de Oz. El sendero terminaba en una cabaña de cuento cubierta de hiedra, de color verde brillante, a pesar de la estación del año.

Wellstone metió la llave y abrió la puerta; se quedó a un costado. En lugar de entrar, Gurney miró desde el umbral. La estancia que vio era en parte sala de estar y en parte un templo a la película, con su colección de carteles, un sombrero de bruja, una varita mágica, figuras del León Cobarde y el Hombre de Hojalata y una réplica en peluche de Toto.

– ¿Quiere entrar y ver la caja de exhibición de la que se llevaron los chapines?

– Mejor no -dijo Gurney, retrocediendo al sendero-. Si es la única persona que ha estado dentro desde que se fueron sus invitados, preferiría mantenerlo así hasta que podamos traer a un equipo de procesamiento de pruebas.

– Pero ha dicho que no estaba aquí para…, un momento, ha dicho que estaba aquí por «otro asunto», ¿no es eso lo que ha dicho?

– Sí, señor, es correcto.

– ¿De qué clase de «procesamiento de pruebas» está hablando? O sea, qué… Oh, no, ¿no estará pensando que mi avistador de pájaros de manos largas es su Jack el Destripador?

– Francamente, señor, no tengo ninguna razón para pensar que lo sea. Pero he de contemplar todas las posibilidades, y sería prudente que examináramos con más atención la cabana.

– Oh, Dios mío. No sé qué decir. Si no es un crimen, es otro. Bueno, supongo que no puedo impedir el proceso policial, por estrambótico que parezca. Y no hay mal que por bien no venga. Aunque todo esto no tenga nada que ver con el horror de la colina, podría terminar descubriendo una pista que me ayudase a recuperar mis chapines robados.

– Siempre es una posibilidad -dijo Gurney con una sonrisa educada-. Mañana vendrá un equipo de especialistas en recogida de pruebas. Entre tanto, mantenga la puerta cerrada. Ahora deje que se lo pregunte una vez más, porque es muy importante, ¿está seguro de que nadie más que usted ha estado en la cabaña en los dos últimos días, ni siquiera su compañero?

– La Cabaña Esmeralda fue mi creación y es de mi responsabilidad exclusiva. El señor Plumstone es responsable de la Cabaña Miel, incluida su desafortunada decoración.

– ¿Perdón?

– El motivo de la Cabaña Miel es una historia ilustrada de la apicultura que le dejaría ciego. ¿He de decir algo más?

– Una última pregunta, señor. ¿Tiene el nombre y la dirección del avistador de pájaros en su registro de invitados?

– Tengo el nombre y la dirección que me dio. Considerando el robo, dudo de su autenticidad.

– Será mejor que vea el registro y tome nota de todos modos.

– Oh, no es necesario mirar el registro. Lo recuerdo con perfecta y dolorosa claridad. Señor y señora (una extraña manera de que un caballero se describa a sí mismo y a su madre, ¿no le parece?), señor y señora Scylla. La dirección era un apartado de correos en Wycherly, Connecticut. Puedo darle incluso el número del apartado postal.

31

Una llamada de rutina del Bronx

Gurney estaba sentado en la inmaculada zona de aparcamiento de gravilla. Había completado su llamada al DIC para que enviaran un equipo de pruebas a The Laurels lo antes posible, y estaba guardándose el teléfono en el bolsillo cuando sonó. Era otra vez Ellen Rackoff. Primero, Gurney le dio la noticia de la pareja Scylla y del peculiar robo para que se lo transmitiera a Kline. Luego le preguntó por qué había llamado. Ella le dio un número de teléfono.

– Es un detective de Homicidios del Bronx que quiere hablar con usted sobre un caso en el que está trabajando.

– ¿Quiere hablar conmigo?

– Quiere hablar con alguien del caso Mellery, del que ha leído algo en el diario. Llamó a la Policía de Peony, que lo remitió al DIC, que lo remitió al capitán Rodríguez, que lo remitió al fiscal del distrito que lo remitió a usted. Su nombre es detective Clamm. Randy Clamm.

– ¿Es una broma?

– No que yo sepa.

– ¿Cuánta información ha dado de su propio caso?

– Cero. Ya sabe cómo son los policías. Sobre todo quería saber cosas de nuestro caso.

Gurney llamó al número. Respondieron al primer tono.

– Clamm.

– Dave Gurney, le devuelvo la llamada. Trabajo para el fiscal…

– Sí, señor, lo sé. Le agradezco la rápida respuesta.

Aunque no contaba con casi nada en lo que basarse, Gurney tenía una vivida impresión del policía que se encontraba al otro lado: un multitarea que pensaba rápido, alguien que, con mejores conexiones, podría haber terminado en West Point en lugar de en la Academia de Policía.

– Entiendo que está trabajando en el homicidio de Mellery -continuó con rapidez la voz tensa del joven.

– Exacto.

– ¿Múltiples cuchilladas en el cuello de la víctima?

– Correcto.

– La razón de mi llamada es que tenemos un homicidio similar aquí, y queríamos descartar cualquier posibilidad de conexión entre los dos crímenes.

– Con similar, quiere decir…

– Múltiples cortes en la garganta.

– Mi recuerdo de las estadísticas de apuñalamientos en el Bronx es que allí hay más de mil incidentes al año. ¿Ha buscado conexiones más cerca?

– Estamos buscando. Pero hasta ahora su caso es el único con más de una docena de heridas en la misma parte del cuerpo.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Depende de lo que esté dispuesto a hacer. Estaba pensando que podría ayudarnos a los dos si pudiera venir a pasar el día aquí, observar la escena del crimen, sentarse en una sala de interrogatorios con la viuda, hacer preguntas, ver si algo le llama la atención.

Era la definición de «posibilidad remota»: más inverosímil que muchas pistas tenues con las que había perdido el tiempo en sus años en el Departamento de Policía de Nueva York. Sin embargo, para Dave Gurney era una imposibilidad constitucional pasar por alto una posibilidad, por remota que pareciera.

Accedió a reunirse con el detective Clamm en el Bronx a la mañana siguiente.

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