MAYO

1

Por fin, a primeros de mayo, llegó a Escocia el buen tiempo. Durante demasiado tiempo, el invierno se había aferrado a la tierra con dedos de acero, negándose cruelmente a soltar su presa. Durante todo abril, había soplado el crudo viento del Noroeste arrancando las flores del zarzal y chamuscando las trompetas de los narcisos tempranos. La escarcha cubría los altos y se acumulaba en las cañadas, y los granjeros, desesperando de ver nuevos pastos, sacaban con los tractores el último forraje a los campos yermos en los que el ganado mugía, acurrucado junto al refugio de las paredes de piedra seca.

Incluso los gansos silvestres, que suelen levantar el vuelo a últimos de marzo, habían retrasado su vuelta a sus regiones del Ártico.

Los últimos habían marchado a mediados de abril, graznando hacia cielos desconocidos a tan gran altura que sus formaciones en punta de flecha parecían tenues telarañas ondeando al viento.

Entonces, de la noche a la mañana, el veleidoso clima de las Highlands se suavizó, el viento giró al Sur trocándose en dulces brisas y llegó el tiempo clemente que el resto del país llevaba semanas disfrutando, junto con el olor a tierra húmeda y a vegetación naciente. El campo adquirió una suave tonalidad verde, los blancos cerezos silvestres se repusieron del duro castigo, se animaron y cubrieron sus ramas de una bruma de blancos pétalos. De pronto, los huertos de los cottages adquirieron color, el amarillo del jazmín de invierno, el púrpura del azafrán y el azul intenso de los lirios. Los pájaros cantaban y el sol, por primera vez desde el otoño, empezaba a calentar.

Todas las mañanas de su vida, con lluvia o con sol, Violet Aird bajaba a pie al pueblo, a recoger del supermercado de Mrs. Ishak un litro y medio de leche, el Times y los comestibles y suministros que para su sustento necesita una señora mayor que vive sola. Únicamente de vez en cuando, en lo más crudo del invierno, cuando la nieve formaba ventisqueros y el hielo se hacía traicionero, renunciaba al ejercicio ateniéndose al principio de que la discreción era la mejor parte del valor.

No era un camino fácil. Medía milla de bajada por un sendero empinado entre sembrados que antes fueron el parque de Croy, la hacienda de Archie Balmerino y, al regreso, media milla de subida. Tenía coche y hubiera podido hacer el viaje en él, pero una de sus máximas era que, a medida que los años se te echan encima, si empiezas a usar el coche para los viajes cortos te expones a perder el uso de las piernas.

Durante los largos meses de invierno, Violet había tenido que abrigarse bien para la expedición, con botas forradas, jerséis, chaquetón impermeable, chal, guantes y gorro de lana encasquetado hasta las orejas. Aquella mañana llevaba una falda de cheviot, un cardigan y la cabeza descubierta. El sol le animaba y le hacía sentirse nuevamente joven y llena de vitalidad. La ropa más ligera le recordaba la grata sensación de la niñez, cuando se quitaba las medias de lana negra y sentía el aire fresco en las pantorrillas. La tienda del pueblo estaba muy concurrida aquella mañana y tuvo que esperar un poco. No le molestó la espera, porque le proporcionaba la ocasión de charlar con otros clientes, todos caras conocidas; elogiar el tiempo; preguntar por la madre de uno; observar como un niño, tras angustiosa indecisión, elegía un paquete de caramelos surtidos que pagaba con su propio dinero. Nadie le apremió. Mrs. Ishak aguardó amable y pacientemente a que tomara su decisión. Cuando por fin lo hizo, ella metió el paquete de caramelos en una bolsa de papel y se los cobró.

– No te los comas todos a la vez, si no quieres que se te caigan los dientes -le advirtió-. Buenos días, Mrs. Aird.

– Buenos días, Mrs. Ishak. Y que día tan espléndido.

– Esta mañana, cuando vi el sol, no podía creerlo. -Mrs. Ishak, que se había exiliado del sol implacable de Malawi a aquellas latitudes septentrionales, solía envolverse en varios jerséis y tenía una estufa de parafina detrás del mostrador, junto a la que se acurrucaba en cuanto había un momento de calma. Pero aquella mañana parecía mucho más contenta-. Espero que no vuelva el frío.

– No lo creo. Ya tenemos aquí el verano. ¡Oh!, gracias, la leche y el periódico. Y Edie me ha pedido cera para los muebles y un rollo de papel para la cocina. Me parece que también necesito media docena de huevos.

– Si le pesa, Mr. Ishak se lo llevará en el coche.

– No, muchas gracias. Yo puedo con el cesto.

– Anda usted mucho.

– Piense en lo bien que me sienta -sonrió Violet.

Cargada con la compra, emprendió el regreso a casa por la acera, pasando por delante de la hilera de cottages bajos, con las ventanas reluciendo al sol y las puertas abiertas al aire cálido y puro; después, cruzó la verja de Croy y empezó a subir la cuesta.

Era un sendero particular, el camino trasero de la casa grande y Pennyburn estaba a la mitad, hacia un lado, rodeado de campos en pronunciada pendiente. Se llegaba por un pulcro sendero bordeado por un recortado seto de hayas y siempre era un alivio llegar al recodo y saber que había acabado la ascensión.

Violet se cambió de mano el cesto, que ya empezaba a pesar, y empezó a planificar el día. Aquella mañana tenía a Edie ayudándola, lo cual significaba que podría desentenderse de la casa y dedicarse al jardín. Últimamente, había hecho tanto frío que ni siquiera Violet había podido permanecer fuera y todo estaba muy descuidado. El césped aparecía deslucido y ajado tras el largo invierno. Quizá le hiciera falta una pasada con el rodillo de púas, para ventilarlo. Después, habría que cargar el abono para los rosales en la carretilla. La idea le produjo una viva satisfacción. Estaba deseando ponerse a trabajar. Apretó el paso. Pero, entonces, vio el coche desconocido aparcado en la puerta y comprendió que el jardín, al menos por el momento, tendría que esperar. Una visita. ¡Qué contrariedad! ¿Quién sería? ¿Con quién tendría que ponerse a charlar en lugar de empezar a cavar?

El coche era un pequeño "Renault" muy reluciente que no revelaba la identidad de su dueño. Violet entró en la casa por la puerta de la cocina y encontró a Edie llenando la cafetera en el grifo.

Dejó la cesta encima de la mesa.

– ¿Quién es? -musitó, haciendo un ademán con el índice.

Edie contestó, también en un susurro:

– Mrs. Steynton, de Corriehill.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– Acaba de llegar. Le dije que esperara. Está en la sala. Dice que es un momento. -Entonces, Edie agregó con su voz normal-: Estoy preparándoles una taza de café. Se lo llevaré en cuanto esté.

Sin posibilidad de escabullirse, Violet fue al encuentro de su visitante. Verena Steynton estaba de pie junto a la ventana de la sala inundada de sol, mirando el jardín de Violet, y se volvió cuando entró Violet.

– ¡Oh, Violet! Perdona, me avergüenza esta intromisión. Le he dicho a Edie que vendría en otro momento, pero ella me ha asegurado que habías ido al pueblo y que volverías en seguida.

Era una mujer alta y esbelta de unos cuarenta años, siempre impecable y elegante, lo cual la distinguía de las restantes habitantes de la localidad, atareadas mujeres del campo la mayoría, sin tiempo ni ganas para preocuparse por su aspecto personal. Verena y Angus, su marido, eran recién llegados a aquellos parajes, pues no llevaban en Corriehill más que diez años. Antes, Angus había sido agente de Bolsa en Londres, donde había hecho fortuna, y cansado de todo aquel extenuante intríngulis se había trasladado al Norte con su esposa y su hija Katy y había buscado otra ocupación menos agotadora. Acabo comprando un negocio de maderas en Relkirk, que convirtió en una empresa lucrativa y próspera.

También Verena era empresaria, pues formaba parte de una agencia llamada “Giras por Tierra de Escocia”. Durante los meses de verano, la empresa se dedicaba a pasear en autocar a los turistas norteamericanos y alojarlos en casas cuidadosamente seleccionadas, en calidad de huéspedes de pago. Isobel Balmerino había sido reclutada por la organización para desempeñar el duro trabajo de anfitriona. Violet no podía imaginar forma más agotadora de ganar un poco de dinero.

En el aspecto social, los Steynton habían supuesto un acierto para la comunidad, ya que eran amables, sencillos y hospitalarios y siempre estaban dispuestos a dedicar tiempo y esfuerzo a la organización de fiestas, gincanas y demás actos destinados a recaudar fondos.

Aún así, Violet no podía imaginar a que había ido a verla Verena.

– Me alegro de que me hayas esperado. Hubiera sentido no verte. Edie esta preparándonos café.

– Debí llamar por teléfono, pero iba camino de Relkirk y, de repente, pensé, mejor parar y probar. Ha sido un acto impulsivo. ¿No te importa?

– En absoluto -mintió Violet, con convicción-. Siéntate. Lamento que no esté encendido el fuego pero…

– ¡Oh! Cielos, ¿quién necesita fuego en un día como éste? ¿No es una delicia ver el sol?

Se sentó en el sofá y cruzó sus largas y elegantes piernas. Violet, con menos agilidad, se instaló en su amplio butacón.

Decidió no perder el tiempo en preámbulos.

– Me ha dicho Edie que querías hablarme.

– Se me ocurrió de pronto… Tú eres la persona más indicada para ayudarme.

Violet se alarmó al imaginar una tómbola, un concurso floral o un concierto para los que tendría que tejer tapetitos, presidir o vender entradas.

– ¿Ayudarte? -preguntó, con un hilo de voz.

– No; no se trata de ayudar sino de aconsejar. Verás, estoy pensando en dar un baile.

– ¿Un baile?

– Sí; para Katy. Va a cumplir veintiún años.

– Pero, ¿en qué puedo yo aconsejarte? Hace una eternidad que no participo en algo semejante. Harías mejor en preguntar a alguien que esté más al día. A Peggy Ferguson Crombie o a Isobel, por ejemplo.

– Es sólo que yo pensé… tú tienes mucha experiencia. Hace que vives aquí más tiempo que nadie que yo conozca. Quería conocer tu opinión.

Violet estaba atónita. Mientras pensaba que iba a contestar, vio con alivio entrar a Edie con la bandeja del café.

– ¿Querrán galletas?

– No, Edie, así está bien. Muchas gracias.

Edie salió y, al cabo de un momento, ya zumbaba el aspirador en el piso de arriba. Violet sirvió el café.

– ¿En qué tipo de fiesta piensas?

– ¡Oh! Pues… verás, bailes típicos. En fin, tú ya sabes.

Violet pensó que, en efecto, sabía.

– ¿Con casetes estéreo y un grupo de ocho bailarines en el vestíbulo?

– No; eso no. Un baile por todo lo alto. Con una carpa en el jardín y…

– A Angus debe de sobrarle el dinero.

Verena hizo caso omiso de la interrupción.

– … y una banda de música. Usaremos el vestíbulo, desde luego, pero para sentarnos, lo mismo que el salón. Y estoy segura de que Katy querrá una discoteca para todos sus amigos de Londres. Parece que es lo que se lleva. Quizás en el comedor. Podríamos convertirlo en una cueva o gruta…

Cuevas y grutas, pensó Violet. Evidentemente, Verena se había documentado. Claro que aquella mujer era una excelente organizadora. Violet repuso, blandamente:

– Veo que ya has hecho planes.

– Y Katy podría invitar a todos sus amigos del Sur… Tenemos que encontrar camas para todos, desde luego…

– ¿Has hablado con Katy de tu idea?

– No. Ya te lo he dicho, tú eres la primera a quien se lo explico.

– Quizás ella no desee un baile.

– Claro que querrá. Siempre le han encantado las fiestas.

Violet, que conocía a Katy, se dijo que probablemente era cierto.

– ¿Y para cuándo ha de ser?

– Creo que en septiembre. Es la época obligada. Habrá mucha gente para la temporada de caza, y muchos estarán aún de vacaciones. El dieciséis parece una buena fecha, porque para entonces muchos de los más pequeños ya abran vuelto al colegio.

– Pero estamos en mayo. Falta mucho para septiembre.

– Ya lo sé, pero nunca es pronto para fijar fecha y empezar a hacer previsiones. Habrá que reservar la carpa y buscar proveedores. Mandar imprimir las invitaciones… -Entonces, se le ocurrió otro hermoso detalle-. Violet, ¿no quedaría bien poner guirnaldas de luces de colores en la avenida de la casa?

Todo aquello parecía muy ambicioso.

– Será mucho trabajo para ti.

– No lo creas. La invasión turística habrá terminado, porque los huéspedes de pago dejan de llegar a últimos de agosto. Podré dedicarme por entero a organizarlo. Reconoce, Violet, que es una buena idea. Y piensa en toda la gente a la que debo una invitación, así quedamos bien con todos a la vez. Incluso con los Barwell.

– Me parece que no conozco a los Barwell.

– No; no son de tu estilo. Es un cliente de Angus. Nos han invitado a cenar dos veces. Dos noches de un aburrimiento total. Se te duerme la mandíbula de tanto ahogar bostezos. Y no los hemos invitado, sencillamente, porque no se nos ocurría a quien pedir que soportaran semejante prueba. Y hay otros muchos -recordó, plácidamente-. Cuando se lo recuerde a Angus, no tendrá inconveniente en firmar unos cuantos cheques.

– Violet sintió cierta compasión por Angus.

– ¿A quién más piensas invitar?

– A todo el mundo. A los Milburn. A los Ferguson Cromble, a los Buchanan Wright y a la vieja Lady Westerdale, y a los Brandon. Y a los Stafford. Todos sus hijos son ya mayores, por lo que también podemos invitarlos. Y los Middleton de Hampshire estarán aquí. Y los Luard, de Gloucestershire. Haremos una lista. Clavaré una hoja de papel en el tablero de la cocina y, cada vez que se me ocurra un nombre, lo escribiré. Y tú, Violet, naturalmente. Y Edmund y Virginia. Y Alexa. Y los Balmerino, Isobel organizará una cena, estoy segura…

De pronto, todo empezó a parecer muy divertido. Violet se puso a pensar en el pasado, en fiestas olvidadas que ahora recordaba. Un recuerdo traía otro. Sin pensar, dijo:

– Deberías mandar una invitación a Pandora. -Y entonces se preguntó por que había hecho una sugerencia tan impulsiva.

– ¿Pandora?

– La hermana de Archie Balmerino. Al pensar en fiestas, automáticamente te viene a la memoria Pandora. Claro, tú no llegaste a conocerla.

– Pero sé muchas cosas de ella. Por una u otra razón, su nombre sale a relucir en casi todas las cenas. ¿Tú crees que vendría? Si no ha estado en su casa desde hace más de veinte años.

– Es verdad. Fue una idea tonta. Pero, ¿por qué no probar? Sería una alegría para el pobre Archie. Y si algo puede atraer a esa errante criatura a Croy es el señuelo de un buen baile.

– Entonces, ¿estás de acuerdo, Violet? ¿Crees que debo seguir adelante con la idea?

– Sí; creo que sí. Si tienes la energía necesaria y todo lo que hace falta, me parece una idea estupenda y generosa. Nos proporcionará a todos algo que esperar con ilusión.

– No digas nada hasta que yo tantee a Angus.

– Ni palabra.

Verena sonrió satisfecha y entonces se le ocurrió otra feliz idea.

– Será una buena excusa para encargar un vestido.

Violet no tenía este problema.

– Yo me pondré el de terciopelo negro -dijo.

2

La noche era corta y él no durmió. Pronto amanecería.

Había imaginado que quizá por una vez podría dormir, porque estaba cansado, roto. Agotado después de tres días en Nueva York donde hacía un calor impropio de la estación. días de reuniones a la hora del desayuno, almuerzos de trabajo, largas tardes de discusión, exceso de “CocaCola” y café, de reuniones y de trasnochar y falta de ejercicio y de aire puro.

Finalmente lo había conseguido, aunque no había sido fácil. Harvey Klein era duro de pelar y tuvo que ejercitar al máximo sus dotes de persuasión para convencerle de que su campana era la mejor, más: la única que le permitiría introducirse en el mercado inglés. La creativa campana que Noel, había llevado a Nueva York, presentada con calendario, facsímiles y fotografías, había sido aprobada y contratada. Con el contrato en el bolsillo, Noel podía ya volver a Londres. Hizo la maleta, hizo una última llamada telefónica, metió los papeles y la calculadora en la cartera, recibió otra llamada (Harvey Klein que le deseaba un buen viaje), bajó a recepción, pagó la cuenta, tomó un taxi y se dirigió al Kennedy. Al atardecer, Manhattan parecía un milagro, las torres luminosas se recortaban en la pálida incandescencia del cielo y, en las autopistas, se movían ríos de luces. Aquella ciudad ofrecía, a su manera un tanto adusta pero generosa, todos los deleites imaginables.

En visitas anteriores, Noel había probado todas las diversiones de la ciudad, pero esta vez no había podido aceptar ninguna invitación y ahora, al marcharse, sentía pesar, como si tuviera que dejar una fiesta estupenda antes de empezar a divertirse.

En el aeropuerto Kennedy, el taxi le dejo en la terminal de la BA. Noel hizo cola, se inscribió, dejo la maleta, volvió a hacer cola en Seguridad y, finalmente, se dirigió a la sección de Salidas. En la tienda libre de impuestos, compró una botella de escocés y, en el quiosco, el Newsweek y el Advertising Age. Desmadejado, se sentó a esperar el anuncio de su vuelo. Por cortesía de “Wenborn & Weinburg” viajaba en clase club donde, por lo menos, tenía espacio para estirar sus largas piernas, y había pedido asiento de ventanilla. Se quitó la chaqueta y se acomodó con ganas de beber algo.

Pensó que sería una suerte que nadie se sentara a su lado, pero su esperanza murió nada más nacer cuando un macizo individuo con un traje azul marino con finas rayas blancas reclamó la plaza, colocó varias bolsas y paquetes en el armarito y, por último, se arrellanó a su lado, rebosando un poco del asiento. El hombre ocupaba mucho espacio. El interior del avión estaba fresco, pero su vecino despedía mucho calor. El hombre sacó un pañuelo de seda y se enjugó el sudor, se revolvió buscando el cinturón, carraspeó y dio un doloroso codazo a Noel.

– Perdone. Parece que hoy vamos llenos.

Noel no tenía ganas de conversación. Sonrió, movió afirmativamente la cabeza y abrió elocuentemente su Newsweek.

Despegaron. Sirvieron unos cócteles y, después, la cena. Noel no tenía hambre pero cenó, porque no había nada más que hacer y así mataba el tiempo. El enorme 747 zumbaba sobre el Atlántico. Retiraron las bandejas y pasaron una película. Noel ya la había visto en Londres, de modo que pidió a la azafata un whisky con soda, que tomó despacio, haciéndolo durar. Se apagaron las luces y los pasajeros echaron mano de almohadas y mantas. El gordo juntó las manos sobre el vientre y empezó a roncar con estrépito. Noel cerró los ojos, pero le pareció que los tenía llenos de arena y volvió a abrirlos en seguida. Los pensamientos se sucedían vertiginosamente. Su cabeza había trabajado a marchas forzadas durante tres días y ahora se negaba a aminorar el ritmo. Las posibilidades de dormir se evaporaban.

Se preguntó por que no se sentía satisfecho, si había conseguido la preciosa cuenta y regresaba con la operación en las alforjas. Era una metáfora muy apropiada para “Saddlebags”. 1 Uno de esos nombres que cuanto más se repiten más ridículos suenan.

Pero la empresa no era ridícula, era inmensamente importante no sólo para Noel Keeling, sino también para “Wenborn & Weinburg”.

La empresa “Saddlebags” tenía sus raíces en Colorado, donde había iniciado el negocio años atrás fabricando artículos de piel de excelente calidad para rancheros. Sillas de montar, bridas, estribos, riendas y botas, todos los artículos llevaban grabada la prestigiosa marca de la herradura rodeando la letra “S”. Desde aquel modesto punto de partida, la reputación y las ventas de la compañía habían alcanzado nivel nacional, aventajando a todos los competidores. Se amplió la gama de fabricación con otros artículos, maletas, bolsos, calzado y otros accesorios. Todo de la mejor piel, cosido y acabado a mano. El logo de “Saddlebags” se convirtió en un símbolo de prestigio, compitiendo con Gucci y Ferragamo y con precios en consonancia. Su reputación creció de tal manera que el visitante que quería volver de los Estados Unidos con una compra de la que presumir elegía un bolso o un cinturón “Saddlebags” con hebilla de oro, cosido a mano.

Y entonces corrió el rumor de que “Saddlebags” pensaba introducirse en el mercado británico, a través de una o dos tiendas londinenses cuidadosamente elegidas. Charles Weinburg, el presidente de la compañía de Noel, se enteró durante una cena, por una frase cazada al vuelo. A la mañana siguiente, Noel, en su calidad de vicepresidente y director creativo, recibía instrucciones.

– Quiero esa cuenta, Noel. Hoy, en este país, sólo un puñado de personas ha oído hablar de "Saddlebags" por lo que va a necesitar una campaña en toda regla. Nosotros tenemos ventaja y, si conseguimos la cuenta, podremos instrumentarla como el caso requiere. Anoche mismo puse una conferencia a Nueva York y hablé con Harvey Klein, el presidente de “Saddlebags”. Está de acuerdo en mantener conversaciones con nosotros, pero quiere una presentación de campaña completa, programa, Prensa, eslóganes. Máxima difusión. Anuncios a toda pagina en color. Tienes dos semanas. Llama al Departamento de Arte y ponlos a trabajar. Y, por lo que más quieras, encuéntrame a un fotógrafo que consiga que un modelo masculino parezca un hombre y no un maniquí de escaparate, aunque tenga que contratar a un autentico jugador de polo. No importa cuanto pida…

Hacía nueve años que Noel Keeling había entrado a trabajar en “Wenborn & Weinburg”. En el mundo de la publicidad, permanecer nueve años en una misma empresa es mucho tiempo y, de vez en cuando, él mismo se asombraba de su constancia. Muchos compañeros de sus primeros tiempos se habían ido a otras compañías y algunos habían fundado sus propias agencias. Pero Noel se había quedado.

Las razones de su continuidad había que buscarlas en su vida privada. Cuando llevaba uno o dos años en la empresa, se planteó seriamente la posibilidad de marcharse. Estaba inquieto, insatisfecho y no se sentía motivado. Soñaba con pastos más verdes: establecerse por su cuenta o abandonar la publicidad para pasarse a la propiedad inmobiliaria o al comercio. Tenía planes para ganar un millón y sabía que sólo le frenaba la falta de capital. La frustración por las oportunidades perdidas le desesperaba.

Pero cuatro años atrás las cosas cambiaron radicalmente. Tenía treinta años, era soltero, contaba con una serie de amiguitas y no sospechaba que aquella situación de falta de responsabilidad pudiera acabarse, cuando su madre murió repentinamente y Noel se encontró dueño de un pequeño capital.

La muerte de su madre fue tan inesperada que le traumatizó. No podía aceptar que se hubiera ido para siempre. Noel la quería de una manera despegada y muy poco sentimental. Básicamente, la consideraba su constante proveedora de alojamiento, comida, bebida, ropa limpia y, cuando él lo solicitaba, apoyo moral. Él respetaba su independencia de criterio y le agradecía que se abstuviera de opinar sobre su vida privada. Por otra parte, sus pequeñas excentricidades le irritaban. Lo peor era aquella costumbre de rodearse de parásitos desarrapados. Todos eran amigos. Ella llamaba amigos a todos. Asquerosos chupones los llamaba Noel. Pero ella ignoraba la desaprobación de su hijo y seguía amparando a solteras en desgracia, viudas desamparadas, pintores desnutridos y actores en paro que acudían a ella como las mariposas a la llama. A él aquella generosidad indiscriminada le parecía insensata y desconsiderada, ya que nunca parecía haber dinero para las cosas que él consideraba de importancia primordial para la vida.

Cuando ella murió, su testamento reflejó esta bondad irresponsable. Dejó un legado considerable a un joven que nada tenía que ver con la familia y al que había tomado bajo su protección y, por alguna razón, deseaba ayudar.

Aquello fue un duro golpe para Noel. Con los sentimientos -y el bolsillo- heridos, se sintió acometido por un resentimiento totalmente impotente. De nada servía enfurecerse, ya que ella se había ido. No podía discutir, acusarla de deslealtad ni pedirle explicaciones. Su madre se había situado fuera de su alcance. La imaginaba a salvo de su ira, al otro lado de un abismo o de un río infranqueable, rodeada de sol, de prados, de árboles o de lo que fuera su personal concepto del cielo. Probablemente, ella, con aquella dulzura suya, se reía de su hijo y en sus oscuros ojos habría una luz de travesura, de diversión, imperturbable ante sus exigencias y reproches.

Con sólo dos hermanas a las que importunar, Noel se desentendió de la familia y se dedicó al único elemento estable que quedaba en su vida, su trabajo. Con cierta sorpresa y con asombro de sus superiores, descubrió que, a fin de cuentas, la publicidad no sólo le interesaba, sino que se le daba bien. Cuando se liquidó el patrimonio de su madre y su parte de la herencia estuvo segura en el Banco, sus fantasías juveniles de grandes proyectos lucrativos y rápidos beneficios se habían disipado para siempre. Al mismo tiempo, Noel comprendió que una cosa era hacer fortuna con capital ajeno y otra muy diferente exponer el dinero propio. Experimentaba un sentimiento protector hacia su cuenta bancaria, como si se tratara de una criatura, y no quería poner en peligro su seguridad. Lo que hizo fue cambiar de coche y empezar a buscar otra casa…

La vida seguía. Pero la juventud había pasado y aquella era otra vida. Poco a poco, Noel lo aceptó y, al mismo tiempo, descubrió que era incapaz de reprochar nada a su madre. Alimentar resentimiento era fatigoso e inútil. Al fin y al cabo, debía reconocer que no había salido tan mal parado. Además, la echaba de menos. Durante los últimos años la veía poco, retirada como vivía ella en lo más remoto del Gloucestershire, pero, no obstante, la sabía allí, al extremo de un hilo telefónico o al final de un largo viaje por carretera, cuando quería alejarse de las calurosas calles de Londres. No importaba que fuera solo o que llevara a media docena de amigos a pasar el fin de semana. Siempre había sitio, un recibimiento plácido, una comida deliciosa y muchas cosas, o absolutamente nada que hacer. Un alegre fuego en la chimenea, flores, baños calientes, camas mullidas, buenos vinos y conversación amena.

Todo esto acabó. La casa y el jardín se vendieron a personas extrañas. Ya no volvería a sentir el calor ni el aroma de la cocina, ni la grata sensación de que otra persona se encargaba de todo y no había que tomar ninguna decisión. Además, había desaparecido la única persona del mundo con la que no había que fingir ni disimular. A pesar de lo insoportable e imprevisible que a veces le parecía su madre, su muerte le dejó un gran vacío y necesitó mucho tiempo, ahora lo recordaba con tristeza, para acostumbrarse a vivir sin ella.

Suspiró. Todo parecía muy lejano. Otro mundo. había terminado el whisky y miraba la oscuridad. Recordó lo largas que se le hacían las noches cuando tuvo el sarampión, tan largas como toda una vida, como si cada minuto durase una hora y el amanecer tardara una eternidad.

Ahora, treinta años después, veía amanecer. El cielo se iluminaba y el sol que asomaba por el falso horizonte de las nubes tiñéndolo todo de rosa le deslumbraba. Contempló el alba, contento de que hubiera acabado la noche y no tuviera ya que intentar dormir.

Alrededor, la gente rebullía. Salieron las azafatas con unos zumos de naranja y unas toallas calientes. Se frotó la cara con la toalla y sintió el áspero roce de la barba. Había quien sacaba el neceser y se iba al tocador. Él se quedó donde estaba, ya se afeitaría en casa.

Llegó a casa tres horas después. Cansado y desaliñado, se apeó del taxi y pagó. El aire de la mañana era fresco, una bendición comparado con el de Nueva York. Lloviznaba. En Pembroke Square los árboles reverdecían y las aceras estaban mojadas. Aspiró al aire fresco y cuando el taxi se alejó se quedó quieto un momento, pensando que sería agradable dedicar el día a descansar. Dormir unas horas y dar un largo paseo. Pero no podía. El presidente le esperaba en el despacho. Noel cogió la maleta y la cartera, bajó los escalones y abrió la puerta. Vivía en un piso llamado con jardín porque en la parte de atrás tenía un balcón que daba a un minúsculo patio, su parte del jardín de la casa. Por la tarde daba el sol, pero a aquella hora estaba sombrío y en una de las tumbonas dormía enroscado el gato del piso de arriba que habría pasado allí la noche. El piso no era grande pero las habitaciones eran espaciosas: sala de estar, dormitorio, cocina y baño. Si alguien se quedaba por la noche, tenía que dormir en un complicado mueble que, bien manejado, se convertía en una cama de matrimonio. Mrs. Muspratt, la interina, había pasado por allí durante su ausencia y la casa estaba limpia y ordenada. Pero olía a cerrado. Abrió el balcón y echó al gato. En el dormitorio, corrió la cremallera de la maleta y sacó el neceser. Se desnudó dejando en el suelo su ropa arrugada. En el baño, se lavó los dientes, tomó una ducha caliente y se afeitó. Lo que ahora necesitaba más que nada era un café bien cargado. Envuelto en el albornoz y descalzo, entró en la cocina, llenó el cacharro del agua, lo conectó y puso el café en su cafetera francesa. El aroma resultó tonificante y delicioso.

Mientras se filtraba el café, recogió el correo, se sentó a la mesa de la cocina y fue revisando los sobres. Nada parecía urgente. había, sí, una postal de Gibraltar, de colores chillones. Le dio la vuelta. Había sido echada al correo en Londres y era de la esposa de Hugh Pennington, un ex compañero de colegio que vivía en Ovington Street.

«Noel, he intentado hablar contigo, sin conseguirlo. Si no tienes inconveniente, te esperamos a cenar el trece. Entre siete y medía y ocho. Traje de calle. Afectuosamente, Delia.»

Noel suspiró. Esta noche. Si no tienes inconveniente. En fin, probablemente para entonces ya se habría despejado. Y siempre sería más divertido que ver la televisión. Dejó caer la postal en la mesa, se levantó pesadamente y fue a servirse el café.

Noel estuvo desconectado del mundo exterior, encerrado en el despacho y reunido durante la mayor parte del día. Cuando al fin salió y se sentó al volante para volver a casa a la hora punta, lo que significaba avanzar a paso de caracol artrítico, observó que la brisa había barrido las nubes de la mañana y que hacía un anochecer de mayo perfecto. Para entonces se encontraba en ese estado situado más allá del cansancio, en el que todo aparece luminoso, claro y etéreo, y la idea de dormir le resultaba casi tan lejana como la muerte. En lugar de acostarse, tomó otra ducha, se puso ropa limpia y se sirvió una copa. Y no cogería el coche sino que iría andando hasta Ovington Street. El aire puro y el ejercicio le abrirían el apetito para la excelente cena que sin duda le esperaba. Casi no recordaba cuando había sido la ultima vez que se había sentado a una mesa a comer algo que no fuera un bocadillo.

La idea del paseo resultó buena. Cruzó calles arboladas, plazoletas residenciales y jardines en los que florecían las magnolias y las glicinas se asían a las fachadas de lujosas residencias londinenses. Al salir a Brompton Road, cruzó junto al edificio Michelín y torció por Walton Street. Aquí aflojó el paso y se detuvo a contemplar los exquisitos escaparates de unos decoradores y de la galería de arte que vendía grabados de escenas de cacería y óleos de fieles perros de Labrador corriendo por la nieve con faisanes en la boca. había un Thorburn que le interesaba. Permaneció mirando más tiempo del que pensaba. Quizá mañana llamara a la galería para preguntar el precio. Al fin, siguió andando.

Cuando llegó a Ovington Street eran las ocho menos veinticinco. Las aceras estaban bordeadas por los coches de los vecinos y varios niños ya mayorcitos recorrían la calzada en bicicleta. La casa de los Pennington estaba hacía la mitad de la calle. Una muchacha venía en sentido contrario por la acera, con un pequeño terrier escocés blanco sujeto de una correa. Debía de ir al buzón porque llevaba una carta en la mano. La miró. Vestía unos tejanos y una camiseta gris y tenía el pelo del color de la mejor mermelada de naranja. No era alta ni muy delgada. Ni por asomo, el tipo de Noel. No obstante, cuando pasó junto a él volvió a mirarla, porque tenía algo vagamente familiar, aunque era difícil adivinar dónde podían haberse visto antes. En alguna fiesta, quizás. Aquel pelo era muy llamativo…

La caminata le había cansado y tenía ganas de tomar una copa. Con cosas mejores en que pensar, olvidó a la chica, subió las escaleras y, tras pulsar ligeramente el timbre, hizo girar el picaporte con un saludo preparado. Hola, Delia. Aquí estoy.

Pero nada. La puerta permaneció firmemente cerrada, lo cual resultaba extraño e impropio. Delia, sabiendo que él estaba al llegar la habría dejado abierta. Volvió a tocar el timbre. Esperó.

Más silencio. Se decía que no podía ser, pero tenía la terrible certidumbre de que nadie iba a contestar al timbre y que los Pennington, maldita sea su estampa, no estaban en casa.

– Hola.

Se volvió de espaldas a la inhóspita puerta. Abajo, en la acera, estaba la chica llenita con su perro, que volvía de echar la carta.

– Hola.

– ¿Busca a los Pennington?

– Tenían que darme de cenar.

– Han salido. Los vi irse en el coche.

Noel, en lúgubre silencio, digirió la confirmación de lo que ya sabía. Defraudado y desairado, se sintió irritado con la muchacha como suele ocurrir cuando una persona nos dice algo realmente horrible. Entonces, pensó que no debía de resultar muy divertido ser mensajero en la Edad Medía. Tenías todas las posibilidades de acabar sin cabeza o de servir de proyectil humano de una monstruosa catapulta. Estaba esperando que ella se fuera. Pero no se iba. Mierda, pensó y, resignado, metió las manos en los bolsillos y bajó las escaleras.

Ella se mordió los labios.

– Qué lata. Cómo revientan estas cosas.

– No me explico que ha podido suceder.

– Lo peor es cuando te equivocas de fecha -prosiguió ella, con la expresión del que esta decidido a ver el lado bueno de las cosas-, te presentas cuando menos te esperan. Me ocurrió una vez y me hubiera gustado que se me tragara la tierra. La invitación era para otro día.

Esto no contribuyó a animarle.

– ¿Piensa que me he equivocado de fecha?

– Es fácil.

– Recibí la postal esta mañana. Hoy, día trece.

– Hoy es doce.

– No. -Respondió él con firmeza-. Es trece.

– Lo siento mucho, pero hoy es doce. Jueves, doce de mayo. -Ella lo repitió en tono de disculpa, como si la confusión fuera suya-. Mañana es trece.

Lentamente, el embotado cerebro de Noel procesó la información. Martes, miércoles… pues tenía razón la maldita muchacha. Los días se habían sucedido sin solución de continuidad y había perdido la cuenta. Se sintió ridículo e inmediatamente empezó a buscar excusas para su estupidez.

– Mucho trabajo. El viaje en avión. He estado en Nueva York. He regresado esta mañana. La diferencia horaria ataca al cerebro de un modo terrible.

Ella le miraba, compadecida. El perro le olfateaba los bajos del pantalón y Noel se apartó, no fuera a meársele encima. El pelo de la chica era asombroso a la luz de la tarde. Tenía los ojos grises con puntitos verdes y su cutis era blanco y rosa.

La había visto antes. Pero, ¿dónde? Frunció el ceño.

– ¿Nos hemos visto antes?

– Sí -sonrió ella-. Hará unos seis meses. En el cóctel de los Hathaway, en Lincoln Street. Pero había un millón de personas, por lo que no es de extrañar que no se acuerde.

No; no podía acordarse. Porque ella no era de la clase de mujeres que llamaban su atención para cultivar su trato o siquiera para charlar. Además, a aquella fiesta había ido con Vanessa y se pasó el tiempo tratando de localizarla y de impedir que se fuera a cenar con otro.

– Es extraordinario, -dijo él-. Lo siento. Es usted una buena fisonomista.

– Además, nos vimos otra vez. -Él empezó a temer haber cometido otra descortesía- Usted trabaja en “Wenborn & Weinburg”, ¿verdad?. Hará unas seis semanas, les serví un almuerzo de trabajo. Pero no es de extrañar que no se fijara en mí, porque yo llevaba bata blanca y servía los platos. Nadie se fija en cocineras ni camareras. Es una sensación rara, como si fueras invisible.

Él se dijo que tenía razón. Ahora se sentía mejor dispuesto hacia ella y le preguntó su nombre.

– Alexa Aird.

– Noel Keeling.

– Lo sé. Lo recuerdo de la fiesta de los Hathaway y del almuerzo, porque tuve que escribir las tarjetas.

– Noel hizo memoria y recordó con detalle el buen ágape que ella había servido. Salmón ahumado, filete a la parrilla en su punto y ensalada de sandía y sorbete de limón. El recuerdo de aquellas delicias le hacía la boca agua. Entonces recordó que tenía un hambre canina.

– ¿Para quién trabaja?

– Trabajo por mi cuenta.

Lo dijo con orgullo. Noel pensó que ojalá no le diera por empezar a contarle la historia de su carrera. No se sentía con fuerzas para permanecer allí de pie, escuchando. Necesitaba comer y, sobre todo, beber. Tenía que encontrar una excusa, despedirse y librarse de ella. Ya abría la boca para realizar este propósito, pero ella habló antes que él.

– Imagino que no querrá a entrar a tomar una copa.

La invitación fue tan inesperada que tardó en responder. Miró a la muchacha, vio su mirada ansiosa y entonces advirtió que era extremadamente tímida y que le había costado un gran esfuerzo hacer aquella sugerencia. Además, no sabía si le invitaba a entrar en el pub de la esquina o en alguna especie de ático cavernoso repleto de compañeras, una de las cuales, inevitablemente, habría acabado de lavarse el pelo.

Mejor no comprometerse. Obrar con cautela.

– ¿Dónde?

– Vivo dos puertas más abajo. Y usted parece necesitar un trago.

Abandonó su cautela.

– Es verdad.

– No hay nada peor que equivocarse de día y de sitio y saber que es culpa tuya. -También hubiera podido decirlo con más tacto. Pero la chica era muy amable.

– Es usted muy amable. -Se decidió-. Estaré encantado de aceptar.

3

La casa era idéntica a la de los Pennington, salvo en que la puerta no era negra sino azul oscuro y tenía al lado un laurel en una jardinera. Ella se adelantó, abrió la puerta y él la siguió. Ella cerró y se agachó para soltar la correa del perro. El animal se puso a beber copiosamente en un tazón colocado al pie de la escalera, en el que se leía PERRO.

– Siempre hace lo mismo al volver a casa -explicó ella-. Por lo visto, le parece que ha dado un paseo larguísimo.

– ¿Cómo se llama?

– Larry.

Los lengüetazos del perro llenaban el silencio que se hizo cuando, por primera vez en su vida, Noel Keeling se quedó sin palabras. Le habían pillado desprevenido. No estaba seguro de lo que había esperado encontrar, pero, desde luego, aquello no: una impresión instantánea de acogedora opulencia que aunaba la riqueza y el buen gusto. Aquello era una suntuosa mansión londinense en miniatura. Observó el pequeño recibidor, la empinada escalera y la bruñida barandilla. Alfombras de color miel, de pared a pared; una consola antigua, con una maceta de azaleas de color rosa; un espejo ovalado con marco labrado. Y, además, y esto acabó de pasmarle, el olor. Conmovedoramente familiar. Cera de muebles manzanas, un toque de café recién hecho. Potaje, quizás, y flores. Olor de nostalgia, olor de la niñez. El olor de los hogares que su madre había creado para sus hijos.

¿Quién era la responsable de este asalto de los recuerdos? ¿Y quién era Alexa Aird? Era el momento de escudarse en la charla trivial, pero a Noel no se le ocurría que decir. Quizá fuera preferible. Se quedó de pie, esperando lo que fuera a ocurrir después. Quizás ella le llevase a una minúscula habitación alquilada o a una buhardilla. Pero ella dejó la correa del perro encima de la mesa.

– Pase -dijo, con acento de anfitriona, conduciéndole a la habitación contigua.

La casa era una replica de la ocupada por los Pennington, pero mil veces más impresionante. Aquella habitación alargada se extendía hasta el fondo de la casa. La parte de la calle era el salón -demasiado ostentoso para llamarlo salita de estar- y en el otro extremo estaba el comedor. Aquí había un balcón de hierro forjado con macetas de geranios.

Todo era oro y rosa. Las cortinas, guateadas como edredones, formaban drapeados y pliegues. Los sofás y los sillones tenían fundas de la mejor cretona y, esparcidos al azar, había algunos almohadones de punto de cruz. En las vitrinas empotradas se veía la porcelana azul y blanca y en el canterano abombado, abierto, los papeles e impresos de una activa profesional.

Todo era elegante y sofisticado y no encajaba en absoluto con aquella muchacha corriente y borrosa de los tejanos y la camiseta.

Noel carraspeó.

– Qué preciosa habitación.

– Sí, es bonita, ¿verdad? Debe de estar cansado. -Ahora que estaba en su propio terreno no parecía tan insegura-. El desfase horario mata. Mi padre, cuando vuelve de Nueva York, viene en “Concorde”, porque odia los vuelos nocturnos.

– En seguida estaré bien.

– ¿Qué desea tomar?

– ¿Tiene whisky?

– Desde luego. ¿”Grouse” o “Haig’s”?

Casi no podía creer en su buena suerte.

– ¡”Grouse”!

– ¿Hielo?

– Si tiene…

– Lo traeré de la cocina. Si quiere usted servirse… ahí tiene los vasos… y todo lo demás. No tardo ni un minuto…

Le dejó solo. La oyó hablar con el perro y, después, sus pasos ligeros bajando al sótano. Silencio. Seguramente, el perro había bajado con ella. Un trago. Se acercó al otro extremo de la habitación donde había un envidiable aparador bien provisto de botellas. De las paredes colgaban bonitas pinturas al óleo, bodegones y escenas campestres. Sus ojos, vagando, calibrando, se posaron en el faisán de plata del centro de la mesa ovalada y en las hermosas vinagreras georgianas. Se acercó a la ventana y miró al jardín, un patio pequeño con rosales que trepaban por las paredes de ladrillo y alhelíes amarillos. Había una mesa blanca de hierro forjado con cuatro sillas a juego que sugerían cenas al aire libre, vino fresco…

Un trago. En el aparador había seis pesados vasos, bien alineados. Alargó el brazo hacía la botella de “Grouse”, se sirvió, agregó soda y volvió a la otra habitación. Solo y más curioso que un gato, empezó a deambular por la habitación. Levantó el fino visillo de malla y miró a la calle, luego se acercó a la librería y observó los títulos de los libros, tratando de encontrar un indicio de la personalidad de la dueña de aquella deliciosa casa. Novelas, biografías, un libro de jardinería, otro sobre el cultivo de rosas.

Se paró a reflexionar. Sumando dos y dos, sacó la conclusión evidente. Ovington Street pertenecía a los padres de Alexa. El padre sería un empresario lo bastante importante como para volar en “Concorde” habitualmente y llevaría consigo a su esposa. Decidió que en aquel momento el matrimonio debía encontrarse en Nueva York. Probablemente, una vez terminado el trabajo o la convención, volarían a Barbados o a las Islas Vírgenes para descansar al sol durante una semana. Todo perfectamente lógico.

Y Alexa estaba guardando la casa, para que no entraran ladrones. Eso explicaba que estuviera sola y pudiera ser generosa con el whisky de papá. Cuando ellos regresaran, bronceados y cargados de regalos, ella volvería a su propia vivienda. Un pisito o un cottage en Wandsworth o en Clapham, compartido con alguna amiga.

Una vez todo ordenado en su cerebro, Noel se sintió mejor y lo bastante seguro de si como para proseguir su ronda de investigación. La porcelana azul y blanca era de Sajonia. En el suelo, junto a un sillón, había un cesto con lanas de colores y un tapiz a medio hacer. Encima del canterano, varías fotografías. Parejas de novios, personas con bebes en brazos, grupos de picnic con termos y perros. Nadie reconocible. Una de las fotografías le llamó la atención y la cogió para mirarla mejor. Una mansión eduardina de considerables proporciones, cubierta de hiedra de Virginia. A un lado, sobresalía un invernadero y había ventanas corredizas y una hilera de buhardas en el tejado. Unas escaleras conducían a la puerta principal, que estaba abierta, y, en lo alto, dos soberbios perros spaniels posaban con elegancia. En el fondo se veían algunos árboles invernales, la torre de una iglesia y la ladera de una montaña.

La casa solariega.

Ella volvía. Sus pasos ligeros sonaban en la escalera. Dejó la fotografía cuidadosamente en su sitio y se volvió hacía la puerta. Ella entró con una bandeja en la que traía una cubitera, una copa, una botella de vino blanco destapada y un bol de nueces de las Antillas.

– Muy bien, veo que ya se ha servido. -Puso la bandeja en la mesa que había detrás del sofá, apartando unas revistas. El pequeño terrier la seguía a todas partes devotamente-. Lo siento, sólo encontré estas nueces…

– Por el momento -dijo él, levantando el vaso-, esto es todo lo que necesito.

– Pobre. -Cogió un puñado de cubitos y se los echó en el vaso.

– Mientras estaba aquí solo, he tratado de digerir la amarga verdad de que soy un imbécil.

– No sea tan severo. -Ella se sirvió el vino-. Eso le ocurre a cualquiera. Y ahora tiene una buena cena en perspectiva para mañana. Y entonces estará descansado y será el alma de la fiesta. ¿Por que no se sienta? Esa butaca es la mejor, grande y cómoda…

Lo era. Era una dicha poder recostarse en aquellos suaves almohadones y dejar descansar al fin sus doloridos pies, con un trago en la mano. Alexa se instaló en la butaca de enfrente, de espaldas a la ventana. Al momento, el perro le saltó al regazo y se puso a dormir.

– ¿Cuánto tiempo ha estado en Nueva York?

– Tres días.

– ¿Le gusta aquello?

– Generalmente, el regreso es agotador.

– ¿Qué fue a hacer allí?

Se lo contó. Le habló de “Saddlebags” y de Harvey Klein. Ella estaba impresionada.

– Yo tengo un cinturón de “Saddlebags”. Me lo trajo mi padre el año pasado. Es muy bonito. Una piel muy buena, gruesa, suave.

– Pronto podrá comprarse otro igual en Londres, si no le importa pagar el precio.

– ¿Quién se encarga de la campaña de publicidad?

– Eso lo hago yo. Soy director creativo.

– Parece algo muy importante. Debe de hacerlo muy bien. ¿Le gusta?

Noel reflexionó.

– Creo que si no me gustara no lo haría bien.

– Muy cierto. Para mí no hay cosa peor que trabajar en algo que a uno no le agrade.

– ¿A usted le gusta la cocina?

– Sí, muchísimo. Y es una suerte, porque es casi lo único que sé hacer. Para los estudios era un desastre. Sacaba muy malas notas. Mi padre quería que hiciera secretariado o diseño pero acabó por darse cuenta de que sería perder el tiempo y tirar el dinero y me dejó ser cocinera.

– ¿Siguió algún curso?

– ¡Oh! Sí, sé preparar toda clase de platos exóticos.

– ¿Siempre ha trabajado por su cuenta?

– No. Empecé en una agencia. después me asocie a otra. Pero sola es más divertido. Tengo una pequeña empresa que marcha bastante bien. No hago únicamente almuerzos de directores sino también cenas particulares y bodas y platos para tener en el congelador. Hago el reparto con una furgoneta.

– ¿Y guisa aquí?

– Casi todo. Las cenas son un poco más complicadas, porque tienes que trabajar en cocinas que no conoces. Y las cocinas de los demás son un misterio. Yo siempre me llevo mis cuchillos.

– Eso suena muy sanguinario.

– Para picar la verdura -rió ella-. No para asesinar a la anfitriona. Tiene el vaso vació. ¿Quiere otro trago?

Noel advirtió que, efectivamente, el vaso estaba vacío y respondió que con mucho gusto, pero antes de que él pudiera moverse Alexa ya estaba de pie, después de depositar suavemente al perro en el suelo. Le tomó el vaso de la mano y desapareció a su espalda.

Hasta los oídos de Noel llegaron gratos tintineos. El siseo de la soda. había un gran sosiego. La brisa nocturna agitaba los visillos. En la calle un coche se puso en marcha y se alejó, y los niños que iban en bicicleta ya habían entrado a acostarse. La frustrada cena había dejado de tener importancia y Noel se sentía como el caminante del desierto que tropieza de pronto con un fresco oasis bordeado de palmeras.

Volvió a sentir el frío vaso en la mano.

– Siempre he pensado que esta era una de las calles más agradables de Londres.

Alexa regresó a su butaca y se sentó con los pies debajo del cuerpo.

– ¿Usted dónde vive?

– En Pembroke Gardens.

– ¡Oh! Pues también es muy bonito. ¿Vive solo?

La pregunta le pilló desprevenido, pero también le divirtió aquel ataque tan directo. Probablemente, ella recordaba la fiesta de los Hathaway y su persistente persecución de la espectacular Vanessa.

– Casi siempre -sonrió.

Ella ni se enteró de la evasiva.

– ¿Vive en un piso?

– Sí. Una planta baja sin mucho sol, pero estoy poco en casa por lo que en realidad no importa. Casi nunca paso el fin de semana en Londres.

– ¿Tiene una casa en el campo?

– No. Pero la tienen mis amigos.

– ¿Y tiene también hermanos?

– Dos hermanas. Una vive en Londres y la otra en el Condado de Gloucester.

– Alguna vez irá a verla, imagino.

– Procuro evitarlo. -Ya era suficiente. Ya había contestado bastantes preguntas-. ¿Y usted? ¿Va al campo los fines de semana?

– No. Muchos fines de semana trabajo. La gente suele dar cenas los sábados y almuerzos los domingos. además, no merece la pena irse hasta Escocia para un fin de semana nada más.

Escocia.

– ¿Es qué vive en Escocia?

– No. Vivo aquí. Pero la casa de la familia esta en el Condado de Relkirk.

“Yo vivo aquí”.

– Pero creí que su padre… -Se interrumpió, porque lo que el pensara no eran más que conjeturas.

¿Era posible qué hubiera ido tan desencaminado?

– Perdone, pero me dio la impresión de que…

– Él trabaja en Edimburgo. Está en “Sanford Cubben”. Es el director de su delegación en Escocia.

“Sanford Cubben”, una gran financiera internacional. Noel hizo varios reajustes mentales.

– Ya. Qué tontería. No sé por que lo había imaginado en Londres.

– Ah, será por lo que le dije de sus viajes a Nueva York. Pero eso no es nada. Viaja por todo el mundo. Tokio, Hong Kong. Pasa poco tiempo aquí.

– Entonces, no le verá mucho, ¿verdad?

– A veces, cuando está de paso en Londres. No viene aquí, porque se aloja en el piso de la empresa, pero siempre me llama y, si hay tiempo, me lleva a cenar al “Connaught” o al “Claridge’s”. Es fantástico. Hago acopio de ideas culinarias.

– Supongo que es un motivo tan bueno como el que más para ir al “Claridge’s”. Pero… -“No viene aquí” – ¿de quién es esta casa?

– Mía -respondió Alexa, sonriendo con toda inocencia.

– ¡Ah…! -Imposible disimular su incredulidad.

El perro volvía a estar en el regazo de la muchacha. Ella acariciaba su cabeza y jugaba con sus orejas peludas y puntiagudas.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

– Unos cinco años. Era la casa de mi abuela materna. Siempre estuvimos muy unidas. Yo solía pasar con ella una parte de mis vacaciones escolares. Cuando vine a Londres a seguir los cursos de cocina, ella era viuda y vivía sola. De manera que me vine a vivir con ella. Y cuando murió, ahora hace un año, me dejó la casa en herencia.

– Debía de quererla mucho.

– Yo la quería mucho. Ello causó cierta tensión en la familia. El que viviera con ella quiero decir. A mi padre no le gustaba. quería mucho a la abuela, desde luego, pero pensaba que yo debía tener más independencia. Hacer amistades de mi misma edad, instalarme en un piso con otra muchacha. Pero yo no quise. Soy terriblemente perezosa para esas cosas y la abuela Cheriton… -Ella se interrumpió. Sus ojos se encontraron. Noel no dijo nada y, después de una pausa, ella prosiguió con naturalidad sin darle importancia-… se hacía vieja. Hubiera sido triste para ella quedarse sola.

Otro silencio. Luego Noel dijo:

– ¿Cheriton?

– Sí -suspiró Alexa, como si confesara un crimen.

– Un nombre poco corriente.

– Sí.

– Y también famoso.

– Sí.

– ¿Sir Rodney Cheriton?

– Era mi abuelo. No quería decírselo. Se me escapó.

Conque era eso. El enigma estaba resuelto. Eso explicaba el dinero, la opulencia, las valiosas antigüedades. Sir Rodney Cheriton, ya fallecido, fundador de un imperio financiero a escala mundial que, durante los años sesenta y setenta, intervino en tantas opas y corporaciones que su nombre aparecía en casi todos los números del Financial Times. Aquella era la casa de Lady Cheriton y la amable y sencilla cocinera que estaba sentada en aquella butaca con los pies recogidos bajo el cuerpo como una colegiala era su nieta.

Noel estaba atónito.

– ¡Bueno! ¡Quién lo iba a imaginar!

– No lo digo a casi nadie, porque no me enorgullezco de ello.

– Pues debería hacerlo. Era un gran hombre.

– No es que no le quisiera. Siempre fue muy cariñoso conmigo. Es que no me gustan las operaciones monstruo ni que las empresas sean cada vez más grandes. Yo preferiría que fueran cada vez más pequeñas. A mi me encanta la tienda de la esquina y esas carnicerías en las que el dueño te saluda por tu nombre. No me gusta pensar que pueda ser absorbida o que pierda la identidad o que quede sobrante.

– Ya no podemos dar marcha atrás.

– Lo sé. Eso me dice mi padre. Pero cada vez que veo derribar las casas de la vecindad para poner en su lugar otro feo bloque de oficinas, de ventanas negras, como una de esas granjas modernas en las que ponen los pollos en batería. Eso es lo que me gusta de Escocia. Strathcroy, nuestro pueblo, casi no ha cambiado. Sólo Mrs. McTaggart, la dueña de la tienda de comestibles, traspasó el negocio porque ya no podía estar tantas horas de pie y ahora la tienda es de unos paquistaníes. Se llaman Ishak y son unas bellísimas personas, y ella lleva unos vestidos preciosos de seda de colores. ¿Ha estado en Escocia?

– He estado en Sutherland, pescando en el Oykel.

– ¿Quiere ver una foto de la casa?

No dejó traslucir que ya había echado un vistazo.

– Me encantaría.

Nuevamente, Alexa dejó el perro en el suelo y se puso en pie. El perro, molesto por tanto movimiento, se sentó en la estera delante de la chimenea con expresión ofendida. Ella cogió la foto y se la tendió a Noel.

Él, después de una pausa adecuada, dijo:

– Parece muy cómoda.

– Es muy hermosa. Y esos son los perros de mi padre.

– ¿Cómo se llama su padre?

– Edmund. Edmund Aird. -Volvió a dejar la foto en su sitio. Al girarse, su mirada tropezó con el reloj de oro que estaba en el centro de la repisa-. Son casi las ocho y media -dijo.

– Caramba. -Comprobó la hora en su reloj-. Es verdad. Tengo que irme.

– No es necesario. Quiero decir que podría prepararle algo, darle de cenar.

La sugerencia era tan tentadora que Noel se sintió obligado a protestar tímidamente.

– Es muy amable, pero…

– Seguro que en Pembroke Gardens no tiene comida. Como acaba de regresar de Nueva York… Y no es ninguna molestia. Me gustaría que se quedara. -Por su expresión, él comprendió que estaba deseando que se quedara. Y él estaba hambriento-. Tengo chuletas de cordero.

Aquello acabó de decidirle.

– No se me ocurre nada que me apeteciera más.

A Alexa se le iluminó la cara. Era tan transparente como un manantial en primavera.

– Magnífico. Me hubiera sentido muy poco hospitalaria dejándole marchar sin nada en el estómago. ¿Quiere quedarse aquí o prefiere bajar a la cocina a ver cómo guiso?

Si se quedaba en la butaca, se dormiría. Además, deseaba ver algo más de la casa. Se levantó.

– Bajaré a ver cómo guisa.

La cocina de Alexa no tenía nada de extraordinario ni moderno, pero era muy hogareña y sencilla, como si no hubiera sido proyectada sino que, simplemente, se hubiera ido formando con el paso de los años. Tenía el suelo de mosaico con un par de esteras y los armarios eran de madera de pino. había un hondo fregadero de barro delante de la ventana, que daba a un pequeño patio, en el que unas escaleras subían a la calle. Sobre el fregadero había unas baldosas holandesas azules y blancas, las mismas baldosas que cubrían las paredes entre los armarios. Las herramientas del oficio estaban a la vista: una gruesa tabla de picar, una batería de sartenes y cacerolas de cobre y un mármol para amasar la pasta. Había estantes con hierbas, manojos de cebollas y un ramo de perejil en una jarrita.

Ella se puso sobre la gruesa camiseta un delantal de carnicero a rayas azules y blancas que la hacía parecer más llena y acentuaba la redondez de su trasero cubierto por los tejanos. Noel preguntó si podía ayudarla.

– La verdad, no -respondió ella mientras conectaba el asador y abría unos cajones-. Mejor dicho, puede abrir una botella de vino. ¿Tomará usted?

– ¿Y encontraré la botella de vino?

– Hay un botellero ahí dentro… -Movió la cabeza para señalar, ya que tenía las manos ocupadas-. En el suelo. No tengo bodega y es el sitio más fresco.

Noel fue en busca del vino. Al fondo de la cocina había un arco que conducía a lo que probablemente había sido un pequeño fregadero. También tenía el suelo de mosaico y contenía numerosos electrodomésticos blancos y relucientes. Un lavavajillas, una lavadora, una alta nevera y un enorme congelador horizontal. Al fondo, una puerta semividriera conducía directamente al pequeño jardín. Junto a la puerta, al estilo campesino, había un par de botas de goma y una cuba de madera llena de herramientas de jardinería. Un vetusto impermeable y un deformado sombrero de fieltro colgaban de un gancho.

Encontró el botellero al lado del congelador. Se agachó y examinó varías botellas. Tenía un excelente surtido. Eligió un “Beaujolais” y volvió a la cocina.

– ¿Qué le parece esto?

Ella miró.

– Perfecto. Es un buen año. En ese cajón hay un sacacorchos. Si lo destapa ahora, el vino tendrá tiempo de respirar.

Sacó el sacacorchos y destapó la botella. El tapón salió limpia y suavemente y él dejó la botella abierta encima de la mesa. Sin nada más que hacer, se sentó a la mesa de la cocina, a saborear el resto del whisky.

Ella había sacado las chuletas del frigorífico, reunido los ingredientes de una ensalada y puesto encima de la mesa una barra de pan francés. Ahora, tras colocar las chuletas en la plancha del asador, extendió la mano hacía un tarro de tomillo. Actuaba con seguridad y economía de movimientos y Noel pensó que ahora, trabajando, había adquirido un gran aplomo, probablemente porque estaba haciendo algo que sabía que hacía bien.

– Parece una profesional -dijo él.

– Lo soy

– ¿También se dedica a la jardinería?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Por todos los cachivaches que hay en la puerta de atrás.

– Ya. Sí, cuido el jardín, pero es un jardín tan pequeño que no puede llamarse jardinería a lo que yo hago. En Balnaid el jardín es enorme y siempre hay algo que hacer.

– ¿Balnaid?

– Es el nombre de nuestra casa de Escocia.

– Mi madre era una apasionada de la jardinería. -Después de decirlo, Noel no comprendió por que había hecho el comentario. No solía hablar de su madre, a no ser que alguien le preguntara directamente-. Siempre estaba cavando o acarreando estiércol.

– ¿Y ya no trabaja en el jardín?

– Murió hace cuatro años.

– Lo siento. ¿Dónde tenía el jardín?

– En el Condado de Gloucester. Compró una casa con una hectárea de terreno selvático. Al morir, lo había convertido en algo muy especial, algo así como esos parques por los que la gente suele pasear después del almuerzo.

Alexa sonrió.

– Debía de parecerse a mi otra abuela, Vi. Vive en Strathcroy. Se llama Violet Aird pero todos la llamamos Vi. -Las chuletas estaban en el asador, el pan en el horno y los platos en el calientaplatos-. Mi madre también murió. En un accidente de automóvil, cuando yo tenía seis años.

– Ahora me toca a mí decir que lo siento.

– Me acuerdo de ella, desde luego, pero no mucho. La recuerdo sobre todo entrando a darme las buenas noches antes de salir a cenar, con unos vestidos muy bonitos y vaporosos y un abrigo de piel, y oliendo a perfume.

– Seis años son muy pocos para perder a la madre.

– Hubiera podido ser peor todavía. Tuve una niñera adorable, Edie Findhorn se llama. Y cuando mamá murió nos volvimos a Escocia, a vivir con Vi en Balnaid. O sea que tuve más suerte que la mayoría.

– ¿Su padre volvió a casarse?

– Sí. Hace diez años. Ella se llama Virginia. No es mucho mayor que yo.

– ¿Una madrastra malvada?

– No. Es un encanto. Casi como una hermana. Es muy bonita. Y tengo un hermanastro que se llama Henry. Tiene casi ocho años.

Preparaba la ensalada, cortando y picando con un afilado cuchillo tomates, apio y pequeñas setas frescas. Tenía unas manos morenas y capaces, con las uñas cortas y sin esmalte. Aquellas manos poseían algo muy grato. Intentó recordar cuando había sido la ultima vez en que había estado como ahora, un poco mareado por la bebida y el hambre, observando plácidamente cómo una mujer le preparaba una comida. No lo consiguió. La verdad era que nunca se había interesado por las mujeres hogareñas. Sus amigas eran, la mayoría, modelos o aspirantes a actriz, con mucha ambición y poco seso. Sólo tenían en común el aspecto, porque a él le gustaban muy jóvenes y muy delgadas, con unos pechos muy pequeños y unas piernas extremadamente largas y delgadas. Lo cual era formidable para su deleite y satisfacción personal pero de poca utilidad para la casa. Además, casi todas, por flacas que estuvieran, hacían algún tipo de dieta y, aunque eran capaces de consumir grandes raciones de carísimos platos en el restaurante, no sentían la menor inclinación por confeccionar ni el más ligero tentempié en la intimidad de su casa o la de Noel.

– ¡Oh! Cielo, que palo. Además, no tengo hambre. Toma una manzana.

De vez en cuando, aparecía en la vida de Noel una muchacha tan colada por él que no ambicionaba sino pasar el resto de sus días a su lado. En tales casos, se hacían grandes esfuerzos quizá demasiados por promocionar las delicias del hogar. Románticas cenas junto a la chimenea de gas, invitaciones al campo y fines de semana deportivos. Pero Noel, temeroso de comprometerse, daba marcha atrás y la chica en cuestión tras un penoso periodo de frustradas llamadas telefónicas y lacrimógenas acusaciones, conocía a otro y se casaba con él. Así había llegado Noel a los treinta y cuatro años soltero. Mientras cavilaba frente a su vaso de whisky vacío, era incapaz de decidir si ello era una suerte o una desgracia.

– Bien. -La ensalada estaba preparada. Entonces, empezó a hacer una salsa a base de un bello aceite de oliva de tono verdoso y un claro vinagre de vino a los que agregó varias hierbas y otros condimentos. Al aspirar el aroma, Noel sintió que se le hacía la boca agua. A continuación, la muchacha se dispuso a poner la mesa. Mantel a cuadros blancos y rojos, copas, molinillos de madera para la pimienta y la sal y un mantequillero de barro. De un cajón sacó los tenedores y los cuchillos y se los tendió a Noel para que los repartiera. Parecía un buen momento para servir el vino y él así lo hizo, ofreciendo a Alexa su copa.

Ella la tomó. Con su delantal, su gruesa camiseta y las mejillas rojas por el asador, exclamó:

– Por “Saddlebags”.

Él, sin saber por qué, se sintió muy conmovido.

– Por Alexa. Y gracias.

Fue una cena sencilla pero suculenta, a la altura de las expectativas y el apetito de Noel. Las chuletas estaban tiernas, la ensalada fresca, el pan caliente y se embebía deliciosamente en la salsa, y todo regado con buen vino. Al poco rato, el estómago de Noel dejó de protestar y se sintió muchísimo mejor.

– No recuerdo cuando me ha sabido tan buena una comida.

– No es nada especial.

– Pero perfecto. -Se sirvió más ensalada-. Si un día necesitas una recomendación, avísame.

– ¿Tú nunca guisas?

– No. Sé freír tocino y huevos pero, en un apuro, compraría platos precocinados en el supermercado y los calentaría. De vez en cuando, si tan desesperado estoy, voy a cenar a casa de Olivia, la hermana que vive en Londres, pero en la cocina ella es tan inútil como yo y generalmente acabamos comiendo algo exótico como huevos de codorniz o caviar. Delicioso pero poco nutritivo.

– ¿Está casada?

– No. Es una mujer de empresa.

– ¿A qué se dedica?

– Es directora de la revista Venus

– Caramba -sonrió-. Qué familia más ilustre tenemos los dos.

Después de devorar todo lo que había en la mesa, Noel tuvo todavía un hueco para el queso y unas uvas verde pálido y sin pepitas que sacó Alexa. Con el queso se acabaron el vino. Ella le ofreció café.

Estaba oscureciendo. En la penumbra azulada de la calle se habían encendido las farolas. Su resplandor penetraba en la cocina, que estaba en sombras. De pronto, Noel sintió la acometida de un bostezo mastodóntico. No pudo reprimirlo y se disculpó.

– Lo siento. Tengo que marcharme.

– Antes toma el café. Te mantendrá despierto hasta que llegues a la cama. ¿Por qué no subes y te sientas en una butaca a esperar el café? Luego, te pediré un taxi.

Parecía una idea eminentemente sensata.

– De acuerdo.

Pero incluso estas dos palabras exigían un esfuerzo. Le costó mover la lengua y los labios para formar las palabras debidamente y comprendió que o estaba borracho o a punto de desmayarse por falta de descanso. El café era una idea excelente. Apoyándose en la mesa con las manos, se puso de pie. Ir hasta la escalera y subir al salón fue toda una hazaña. A mitad del camino, tropezó pero consiguió mantener el equilibrio y no caerse de narices.

Arriba, el salón esperaba tranquilo y oscuro. La única luz era la que entraba de la calle y se reflejaba en el guardafuegos de cobre y el cristal tallado de la lámpara del techo. Parecía una lastima disipar aquella dulce penumbra encendiendo luces, y no las encendió. El perro se había dormido en la butaca que Noel había ocupado, por lo que se sentó en un extremo del sofá. El perro se despertó, levantó la cabeza y miró fijamente a Noel. Noel lo miró a su vez. El animal se desdobló en dos perros. Noel estaba borracho. Hacía un siglo que no dormía. No se dormiría ahora. No se dormía.

Cayó en duermevela. Estaba en el 747, zumbando sobre el Atlántico, con el gordo roncando a su lado. Su jefe le decía que fuera a Edimburgo, a vender alforjas a un tal Edmund Aird. Unas voces gritaban, eran los niños que iban en bicicleta por la calle. No, no estaban en la calle, sino en un jardín. Él se encontraba en una habitación pequeña de techo muy alto, atisbando por la mirilla de una ventana. Una madreselva golpeaba el cristal. Era su habitación en la casa de su madre, en el Gloucestershire. Fuera, en el césped, se jugaba a algo. Pequeños y mayores disputaban un partido de cricket. ¿O era béisbol? Alzaron la vista y vieron su cara en el cristal de la ventana. “Baja -le decían-. Baja a jugar.”

Él se alegraba de que le llamaran. Se estaba bien en casa. Salió de la habitación, bajó la escalera y salió al jardín, pero el partido había terminado y todos habían desaparecido. No le importó. Se tumbó en la hierba y permaneció mirando el cielo azul, muy contento. No había sucedido nada malo y nada había cambiado. Estaba solo, pero pronto vendría alguien. Podía esperar.

Otro sonido. El tictac de un reloj. Abrió los ojos. Las luces de la calle ya no estaban encendidas ni había oscuridad. Aquello no era el jardín de su madre, ni la casa de su madre, sino una habitación extraña. No tenía idea de dónde se encontraba. Estaba tumbado boca arriba en un sofá, tapado con una manta. El fleco de la manta le cosquilleaba en la barbilla y lo apartó. Al levantar la mirada vio las lágrimas relucientes de la araña de cristal y recordó.

Volvió la cabeza y distinguió el sofá puesto de espaldas a la ventana, en él había una muchacha, a la luz de la mañana que entraba por la ventana su pelo formaba una brillante aureola. Él se movió. Ella no dijo nada.

– ¿Alexa?

– Sí. Estaba despierta.

– ¿Qué hora es?

– Las siete.

– ¿Las siete de la mañana?

– Sí.

– He pasado la noche aquí. -Se desperezó estirando sus largas piernas-. Me quedé dormido.

– Cuando subí con el café ya dormías. Iba a despertarte pero lo pensé mejor.

Parpadeó para despejarse. Observó que ella ya no llevaba los tejanos y la camiseta sino un albornoz blanco bien ceñido al cuerpo. Se había envuelto en una manta de la que asomaban sus pies descalzos.

– ¿Has pasado la noche aquí?

– Sí.

– Debiste acostarte.

– No quise dejarte solo, no fueras a despertarte y pensar que tenías que marcharte y no pudieras encontrar taxi en plena noche. Hice la cama de los invitados pero luego pensé que era mejor dejarte dormir.

Él había podido captar un atisbo del sueño antes de que se desvaneciera. Estaba tumbado en el jardín de su madre, en Gloucester, y sabía que iba a llegar alguien. Su madre, no. Penélope había muerto. Otra persona. Y entonces el sueño se había borrado definitivamente dejándole con Alexa.

Sin saber por que, se sentía extraordinariamente bien, fresco y rebosante de energía. Decidido.

– Tengo que irme a casa.

– ¿Pido un taxi?

– No; iré andando. Me sentará bien.

– Hace una mañana muy buena. ¿Quieres tomar algo antes de marchar?

– No, gracias; estoy bien. -Apartó la manta y se sentó pasándose la mano por el pelo y palpándose la barba-. Tengo que marcharme.

Se puso en pie.

Alexa no hizo nada para detenerle, le siguió al recibidor y abrió la puerta a una diáfana mañana de mayo. Se oía ya el lejano zumbido del tráfico, aunque en un árbol próximo cantaba un pájaro y el aire era puro. Le pareció que olía a lilas.

– Adiós, Noel.

Él se volvió a mirarla.

– Te llamaré.

– No tienes que hacerlo.

– ¿No?

– No me debes nada.

– Eres un encanto. -Se inclinó y la besó en la mejilla.

– Disfruté haciéndolo.

Él se fue. Bajó las escaleras y echó a andar por la acera con paso rápido. Al llegar a la esquina, se volvió. Ella había desaparecido y la puerta azul estaba cerrada. Pero a Noel le pareció que la casa del laurel tenía algo especial.

Sonrió para sí y continuó andando.

Загрузка...