SEPTIEMBRE

1

Isobel Balmerino, sentada a la maquina de coser, marcó el último pañuelo con el nombre de HAMISH BLAIR y lo puso encima del montón de ropa que había en la mesa, a su lado. Listos. Sólo quedaban las prendas que había que marcar a mano: medias de rugby, un abrigo y un pullóver gris con cuello de polo, pero esto se podía ir haciendo poco a poco, por la noche, junto al fuego.

No había tenido tanta ropa que marcar desde que Hamish había ido a Templehall por primera vez, hacía cuatro años, pero el chico había dado un estirón tan grande durante el verano que tuvo que llevárselo a Relkirk, lista en mano, y renovarle todo el equipo. La expedición, como había supuesto, resultó mortificante y gravosa. Mortificante porque Hamish no quería pensar en la vuelta a la escuela, no podía sufrir que lo llevaran de tiendas, odiaba la ropa nueva y le producía un gran desconsuelo perder un día de vacaciones. Y gravosa porque el uniforme sólo podía adquirirse en la tienda más cara de la ciudad. Por si eran poco el abrigo, el jersey de cuello polo y las medias de rugby, hubo que comprar cinco pares de enormes zapatos por un importe que casi excedía de lo que Isobel y su cuenta bancaria podían permitirse.

Con intención de animar a Hamish, le compró un helado que él devoró muy compungido y madre e hijo regresaron a Croy en un mutismo hostil. Una vez en casa, Hamish volvió a salir inmediatamente, con la caña de pescar truchas y cara de mártir. Isobel tuvo que subir sola todos los paquetes y cajas, que depositó en el fondo del armario de su hijo cerrando la puerta enérgicamente. Luego, se dirigió a la cocina a poner el agua para el té y empezar a preparar la cena.

La desagradable experiencia de gastar grandes sumas de un dinero destinado a otros fines la deprimió y la patente ingratitud de Hamish no contribuyó precisamente a endulzar las cosas. Mientras pelaba patatas, Isobel se despidió tristemente de sus sueños de comprarse un vestido para el baile de los Steynton. El viejo de tafetán azul marino tendría que servir. Sintiéndose maltratada por la vida, empezó a pensar en animarlo con un detalle blanco en el escote.

Pero de todo aquello hacía dos semanas y ahora ya era septiembre. Eso mejoraba mucho las cosas por varias razones. La más importante era que, hasta mayo, ya no habría más huéspedes. “Visitas a las Tierras de Escocia” había cerrado para todo el invierno y ya había sido despedido el último contingente de americanos, con sus maletas, souvenirs y boinas a cuadros. El cansancio y el malestar que habían afligido a Isobel durante todo el verano se esfumaron instantáneamente ante la sensación de libertad de saber que ella y Archie tenían Croy para ellos solos nuevamente.

Pero eso no era todo. Isobel, nacida y criada en Escocia sentía todos los años aquella euforia cuando caía del calendario la hoja de agosto y se podía dejar de simular que era verano. Había, sí, algún año en que el verano era como los de antaño, cuando la hierba se secaba por falta de lluvia y había que pasar los dorados atardeceres regando las rosas, los guisantes de olor y las lechugas del huerto. Pero los meses de junio, julio y agosto no eran, frecuentemente, sino una larga y húmeda prueba de resistencia a la frustración y el desencanto. Los cielos grises, los vientos fríos y la lluvia persistente podían enfriar el entusiasmo de un santo. Los peores eran esos días oscuros y lluviosos en los que una, desesperada, se retiraba al interior de la casa y encendía el fuego; y entonces el cielo se despejaba instantáneamente y el sol de media tarde hacía resplandecer el empapado jardín incitadoramente cuando ya no había tiempo para nada.

Aquel verano, en concreto, había sido muy decepcionante y, ahora, al recordarlo, Isobel comprendió que aquellas semanas grises y sin sol habían contribuido a su tristeza y su cansancio. Las primeras heladas le habían hecho verdadera ilusión y, por fin, había podido guardar las faldas y blusas de algodón y sacar con agrado sus viejas prendas de cheviot y los pullóvers Shetland.

Pero septiembre era especial en Relkirkshire, incluso después de un verano espléndido. Habían empezado a caer algunas ligeras heladas, que habían limpiado el aire y otorgado tonalidades más vivas a los campos. El intenso azul del cielo se reflejaba en el lago y en el río y, levantadas ya las cosechas, los rastrojos doraban los campos. En las cunetas florecían las campanillas y el brezo de olor, con sus flores, tenía de púrpura las montañas.

Y, lo más importante, septiembre era el mes de la diversión. Aportaba un apretado programa de actos sociales, antes de que llegara el largo y oscuro invierno en que el frío y la nieve aislaban los pueblos. Septiembre quería decir gente. Amigos. Porque entonces, en Relkirkshire, la animación estaba en su apogeo.

A últimos de julio, terminaba la anual invasión de forasteros que venían de vacaciones; se levantaban las tiendas, se remolcaban las caravanas y los turistas volvían a casa. Agosto traía la vanguardia de una segunda inmigración procedente del Sur, los que acudían cada año a Escocia a hacer deporte y asistir a fiestas. Las cabañas de caza, que habían estado abandonadas durante la mayor parte del año, volvían a abrirse y sus dueños, conduciendo por la autopista sus “Range Rovers” cargados hasta los topes de cañas, escopetas, niños, adolescentes, amigos, parientes y perros, volvían a abrirlas muy contentos.

Y las casas se llenaban, no ya de americanos u otros huéspedes de pago, sino de las jóvenes generaciones oriundas del lugar y obligadas a trabajar en Londres, que reservaban vacaciones anuales para volver a casa en esta época. Todas las habitaciones estaban ocupadas, los áticos convertidos en improvisados dormitorios para nietos, y las escasas instalaciones sanitarias tenían que funcionar a pleno rendimiento. Todos los días, se sacaban grandes cantidades de comida a mesas alargadas con los suplementos.

Y, luego, septiembre. De pronto, en septiembre, todo cobraba vida, como si un celestial director de escena hubiera terminado la cuenta atrás y hubiera accionado el interruptor. El “Hotel de la Estación” de Relkirk perdía su habitual abulia victoriana y adquiría una gran animación al convertirse en punto de reunión de viejos, amigos. Y en el hostal de Strathcroy, ocupado por la asociación, que pagaba a Archie un dinero muy bien venido por el privilegio de matar faisanes en su páramo, no se hablaba más que de caza.

En Croy, las invitaciones se acumulaban en la repisa de la chimenea de la biblioteca y abarcaban todo tipo de actos sociales. La aportación de Isobel al programa era un buffet almuerzo anual, que precedía al Festival de Strathcroy. Archie era el presidente del festival y encabezaba el desfile inaugural de los vecinos más relevantes del pueblo, que acomodaban consideradamente la marcha al inseguro paso de Archie. En tan importante ceremonia, él lucía la gorra de su regimiento y llevaba la espada desenvainada. Archie tomaba muy en serio sus responsabilidades y, al término de la jornada, hacía entrega de los premios no sólo a la mejor música y danza, sino también al jersey de lana hilada a mano tejido con más habilidad, al bizcocho más ligero y al mejor tarro de mermelada de fresa casera.

Isobel tenía la maquina de coser en el viejo cuarto ropero de Croy, tanto por conveniencia como porque era su rincón favorito. No era una habitación grande pero sí desahogada y, en los días claros, muy soleada, con las ventanas orientadas al Oeste, hacia el campo de croquet y la senda que ascendía hasta el lago. Las cortinas eran de algodón blanco, el suelo de linóleo marrón y las paredes estaban cubiertas de grandes armarios pintados de blanco en los que se guardaban todas las sábanas, toallas, mantas y colchas de repuesto de la casa. La robusta mesa que sostenía la maquina de coser también servía para cortar patrones y la tabla de planchar estaba siempre montada, para su uso inmediato. La habitación olía a ropa limpia y al espliego de las bolsitas que Isobel introducía entre las tersas fundas de almohada, aromas que contribuían a crear aquella grata sensación de placidez.

Por ello, una vez marcada la ropa, Isobel no tuvo prisa por marcharse y se quedó sentada en la silla de madera, con los codos apoyados en la mesa y la barbilla en la palma de la mano. Por la ventana abierta se veían sobre las copas de los árboles las cimas redondeadas de las montañas más próximas. Todo estaba envuelto en una luz dorada. La brisa movía las cortinas y hacía susurrar las hojas de los álamos plateados que crecían al otro lado del prado.

Cayó una hoja, balanceándose como una pequeña cometa.

Eran las tres y media y estaba sola en casa. Dentro había silencio pero a lo lejos, en la granja, sonaban unos martillazos y el ladrido de un perro. Por una vez, Isobel tenía tiempo para sí, nada ni nadie reclamaba su atención con urgencia. Casi no recordaba cuando había sido la ultima vez que se había encontrado en esta situación y su pensamiento retrocedió a la infancia y la adolescencia y al goce lánguido de los días de ocio.

Una tabla del suelo crujió. Una puerta se cerró con un golpe seco. Croy. Una casa vieja con pulso propio. Su hogar. Recordaba el día, hacía más de veinte años, en que Archie la había traído a esta casa por primera vez. Tenía diecinueve años. Se organizó un partido de tenis y después se sirvió un té en el comedor. Isobel, hija de un abogado de Angus, no tenía belleza ni aplomo y se sintió impresionada por las proporciones y la majestad de la casa y también por la clase y el desparpajo de los otros amigos de Archie, que parecían conocerse de toda la vida. Estaba locamente enamorada de Archie, pero no se hacía ilusiones ni comprendía por qué se había molestado él en incluirla en la invitación. Lady Balmerino también parecía perpleja pero se mostró muy amable, la sentó a su lado durante el té y se esforzó por incluirla en la conversación.

Había otra muchacha, rubia y de piernas largas, que parecía creerse dueña de Archie y lo pregonaba así a todos los presentes bromeando con él y lanzándole miraditas por encima de la mesa como si ambos compartieran un millón de secretos. Archie es mío les decía, me pertenece y no será de nadie más.

Pero, al final del día, Archie había decidido casarse con Isobel. Cuando sus padres superaron la primera impresión, se mostraron encantados y recibieron a Isobel en la familia no ya como a la mujer de Archie, sino como a una hija más. Había tenido mucha suerte. Los Balmerino eran educados, divertidos, hospitalarios, sencillos y encantadores, todo el mundo los adoraba e Isobel no fue la excepción.

En la granja se puso en marcha uno de los tractores. Otra hoja cayó planeando. Isobel pensó que aquella podía ser una tarde de las de entonces, como si el tiempo hubiera retrocedido. Una de aquellas tardes en las que los perros buscaban la sombra y los gatos se tumbaban en el alféizar de la ventana con la barriga al sol. Vio a Mrs. Harris, seguida de una de las doncellas, salir de la cocina y dirigirse al huerto, a llenar un bol con las últimas frambuesas o a coger ciruelas, antes de que las avispas se le adelantaran. Todo Croy como era antes. Nadie se había ido. Nadie había muerto. Todavía vivían los dos encantadores viejos; la madre de Archie estaba en la rosaleda cortando las flores secas y charlando con uno de los jardineros, que pasaba el rastrillo por la grava polvorienta; y el padre, dando una cabezada en la biblioteca, con el pañuelo de seda cubriéndole la cara. Isobel no tenía más que salir en su busca. Se imaginaba a sí misma bajando la escalera, cruzando el vestíbulo y quedándose en el umbral de la puerta abierta. Veía a Lady Balmerino acudir hacia ella con su sombrero de paja y el cesto lleno de rosas mustias. Pero cuando viera a Isobel frunciría la frente, desconcertada, porque una Isobel de cuarenta años se antojaría tan irreal como un fantasma…

– ¡Isobel!

La voz se elevó, introduciéndose en su ensueño. Isobel comprendió que ya había sonado antes más de una vez, pero que apenas la había oído. ¿Quién la buscaba ahora? De mala gana, volvió a la realidad, empujó la silla y se puso de pie. Quizá era mucho pedir que la dejaran en paz más de cinco minutos. Salió de la habitación, recorrió el pasillo pasando por delante del cuarto de los niños y se asomó a la barandilla de la escalera. Abajo, aplastada por la perspectiva, vio la figura de Verena Steynton, que había entrado por la puerta principal y estaba en medio del vestíbulo.

– ¡Isobel!

– Estoy aquí.

Verena alzó la cabeza.

– Empezaba a pensar que no había nadie en casa.

– Sólo estoy yo -Isobel empezó a bajar la escalera-. Archie se ha llevado a Hamish y a los perros al partido de cricket.

– ¿Estás muy ocupada?

Verena no tenía aspecto de haber estado ocupada. Como siempre, estaba impecable y seguramente acababa de salir de la peluquería.

– He marcado la ropa que Hamish tiene que llevarse a la escuela. -Instintivamente, Isobel se atusó el pelo, como si el ademán pudiera arreglar su revuelta mata de rizos-. Ya he terminado.

– ¿Tienes un momento?

– Desde luego.

– Tengo muchas cosas que decirte y dos favores que pedir. Quería telefonearte pero he estado en Relkirk todo el día y, ahora, al ir hacia casa, me pareció más práctico y más agradable entrar a verte.

– ¿Quieres una taza de té?

– Después. No corre prisa.

– Vamos a sentarnos. -Isobel llevó a su visita al salón, no para darse importancia, sino, simplemente, porque allí entraba el sol y la biblioteca y la cocina estaban sombrías a aquella hora del día. Por las ventanas abiertas entraba el aire fresco, un ramo de guisantes de olor que Isobel había cortado aquella misma mañana y que había colocado en una antigua sopera perfumaba el ambiente con su fragancia.

– Esto es la gloria. -Verena se sentó en un extremo del sofá y extendió sus largas y bien torneadas piernas-. Un día estupendo; para el cricket. El año pasado llovía a mares y a media tarde tuvieron que suspender el partido porque se había inundado el puesto de lanzamiento. ¿Son tuyos esos guisantes de olor? ¡Qué colorido! Los míos este año no son nada extraordinario. ¿Sabes que no soporto Relkirk en estas tardes de sol? Las aceras estaban llenas de gordas con tejanos que empujaban cochecitos de niños. Y todos los niños berreaban a la vez.

– Te comprendo. ¿Cómo van las cosas?

Isobel suponía que Verena quería hablarle del baile y no se equivocaba.

– ¡Oh…! -gimió Verena, cerrando los ojos trágicamente-. Empiezo a preguntarme por que se me ocurriría dar una fiesta. ¿Sabes que la mitad de la gente todavía no ha contestado a la invitación? Es una falta de consideración. Son capaces de dejarla en la repisa, esperando que se muera de vieja. Esto hace imposible organizar las cenas y encontrar cama para todo el mundo.

– Yo no me preocuparía. -Isobel intentó tranquilizarla-. Les dejaría que se arreglen como puedan.

– Pero eso sería el caos.

Isobel sabía que no lo sería, pero Verena era una perfeccionista.

– Sí, supongo que debe de ser terrible. -Y agregó, casi con miedo-: ¿Ha contestado Lucilla?

– No -respondió Verena, tajante.

– Le enviamos la invitación, pero como está de viaje quizá no la haya recibido siquiera. Nos daba una dirección bastante vaga de Ibiza, pero desde que salió de París no hemos vuelto a saber de ella. Pensaba ir a ver a Pandora.

– Tampoco sé nada de Pandora.

– Me sorprendería. Ella nunca contesta.

– Alexa Aird sí que viene y trae a un amigo. ¿Sabías que Alexa tiene un compañero?

– Me lo dijo Vi.

– Extraordinario. Me gustaría saber cómo es.

– Virginia dice que muy atractivo.

– Estoy deseando verlo.

– ¿Cuándo llega Katy?

– La próxima semana. Anoche llamó. Y esto me recuerda uno de los favores que he venido a pedirte. ¿Vas a tener mucha gente en casa?

– De momento, a nadie. Hamish estará en el colegio y todavía no sé si vendrá Lucilla.

– Bueno, ¿querrías ser una santa y alojar a un hombre que viene sin pareja? Katy me habló de él anoche. Lo conoció en una cena y lo encontró simpático. Es americano, abogado, según creo, pero su mujer ha muerto hace poco y está haciendo un viaje para distraerse. Iba a venir a Escocia de todos modos, a casa de unos amigos que viven en la frontera, y ella pensó que sería un buen detalle mandarle una invitación. En Corriehill no cabe porque tendré la casa llena de amigos de Katy y Toddy Buchanan no tiene ni una habitación libre en el “Strathcroy Arms”. Pensé que a lo mejor a ti te sobraba una cama. ¿Te importaría? No sé nada de él, sólo eso de que se murió su mujer, pero si a Katy le cayó bien no creo que sea muy plomo.

– Pobre hombre. Claro que puede venir.

– ¿Y lo traeréis vosotros al baile? Eres un cielo. Esta noche llamaré a Katy para que le diga que se ponga en contacto contigo.

– ¿Cómo se llama?

– Tiene un nombre divertido. Plucker o… Tucker. Eso, Conrad Tucker. ¿Por qué tendrán los americanos esos nombrecitos?

Isobel rió.

– Probablemente a ellos les parecerá raro el de Balmerino. ¿Qué otras novedades hay?

– Nada de particular. Hemos convencido a Toddy Buchanan para que sirva el resopón, se encargue del bar y sirva algo de desayuno. No sé por que la generación de Katy tiene un hambre de lobo a eso de las cuatro de la mañana. Y el bueno de Tom Drystone se ocupará de reunir a la orquesta.

– Bueno, no sería una fiesta sin nuestro cartero silbador en el estrado. ¿Pondréis una discoteca?

– Sí. Un chico de Relkirk la montará. Él lo trae todo, luces y amplificadores. Me asusta pensar en el ruido. Vamos a poner lucecitas de colores en la avenida. será una nota festiva y si la noche es muy oscura ayudará a la gente a orientarse.

– Estará precioso. Lo tienes todo previsto.

– Todo, menos las flores. Y es el otro favor que quiero pedirte. ¿Podrías ayudarnos con las flores? Estará Katy y he reclutado a la fuerza a una o dos chicas más, pero nadie tiene tanto arte como tú para las flores y te agradecería mucho que nos ayudaras.

Isobel se sintió halagada. Era agradable saber que podía hacer algo mejor que Verena y le complacía que se lo pidiera.

– Lo que más me preocupa -prosiguió Verena, sin dar a Isobel ocasión de hablar- es que no se me ocurre cómo decorar la carpa. La casa no es tan difícil pero la carpa, tan grandota, hará que los motivos convencionales apenas se vean. ¿Qué dices tú? Tú siempre tienes ideas fabulosas.

Isobel buscó una idea fabulosa pero no la encontró.

– ¿Hortensias?

– Para entonces ya estarán pasadas.

– Alquila palmeras en tiestos.

– Es rancio. Hace a salón de baile de hotel de pueblo.

– ¿Y por qué no le damos un ambiente campestre y otoñal? Gavillas de cebada y ramas de serbal, con sus bayas rojas y esas hojas tan bonitas. Y las hayas empezarán a dorarse. Podemos empapar los tallos en glicerina y cubrir con ellos los postes de la carpa convirtiéndolos en árboles otoñales…

– Buena idea. Eres única. Lo haremos la víspera del baile. El jueves. ¿Lo anotarás en tu agenda?

– Es el cumpleaños de Vi y el picnic, pero puedo excusarme.

– Eres una santa. ¡Qué peso me has quitado de encima! ¡Que alivio! -Verena se desperezó con fruición, ahogó un bostezo y guardó silencio.

El reloj de la repisa batía suavemente y la paz de la habitación embargó a las dos mujeres. Los bostezos se contagian. Y es un error sentarse a media tarde, porque luego no hay quien se levante. Una tarde de verano y nada urgente que hacer. Nuevamente, Isobel se sumió en aquella ilusión de atemporalidad que la había invadido antes de la interrupción de Verena. Volvió a pensar en la vieja Lady Balmerino, que solía sentarse en aquel salón en el que ahora estaban ella y Verena para leer una novela o a bordar. Todo volvía a ser como antes. Quizá dentro de un momento sonara un discreto golpecito en la puerta y entrara Harris, el mayordomo, empujando el carrito de caoba con la tetera de plata y las tazas de porcelana cáscara de huevo; las fuentes tapadas de bollos recién salidos del horno, el cuenco de nata, la mermelada de fresa, la tarta al limón y el oscuro y compacto pan de jengibre.

El reloj, con alegre campanilleo, dio las cuatro y la visión se esfumó. Harris se había marchado hacía mucho tiempo y no volvería. Isobel bostezó otra vez y, no sin esfuerzo, se levantó.

– Voy a poner el agua -dijo a Verena- y por fin tomaremos esa taza de té.

2

– … y aquel mismo año mi prima Flora dio a luz. ¿Conoció usted a sus padres? El tío Héctor era hermano de mi padre, mucho más joven, claro, y se casó con una chica de Rum. La conoció siendo él policía; era una desgraciada que no servía para nada, antes de los veinte ya no le quedaba ni un diente. Cuando la abuela lo supo se enfureció, porque no quería en la familia a uno de esos católicos del cirio en la mano; ella era de la Iglesia Libre de Escocia. Yo le hice una mañanita de media. De perlé rosa con punto de espiga pero ella la lavó en caliente con las sábanas, y yo me llevé un disgusto…

Violet dejó de escuchar. No parecía necesario escuchar. Sólo había que mover la cabeza o decir “sí, claro” cada vez que Lottie se paraba a respirar para continuar hablando confusamente.

– … me puse a servir a los catorce años, en una casa grande de Fife; lloraba a mares, pero mi madre dijo que tenía que ir. Yo era ayudante de cocina y la cocinera era una fiera; nunca en mi vida me he cansado tanto, de pie desde las cinco de la mañana después de dormir en el desván, con un alce.

Esto consiguió llamar la atención de Violet:

– ¿Un alce, Lottie?

– Bueno, creo que era un alce. Era una cabeza disecada. En la pared. Era muy grande para ser un ciervo. Mr. Gilfillan había vivido en África porque era misionero. Aunque no está bien que un misionero se dedique a matar alces, ¿no le parece? En Navidad había ganso al horno, pero a mí no me dieron más que un poco de cordero frío. Muy roñosos. No te daban ni los buenos días. El desván era húmedo, podía escurrirme la ropa y allí pillé una pulmonía. Vino el medico y Mrs. Gilfillan me mandó a casa, y lo contenta que me puse de volver. En casa tenía un gato. Tammy Puss se llamaba. Era más listo… En cuanto abrías la puerta de la despensa, se colaba por la nata, y un día, en la nata, encontramos un ratón muerto. Y Ginger tuvo gatitos, medio salvajes, y mi madre siempre tenía las manos llenas de arañazos… y es que a ella nunca le gustaron los animales. Al perro de mi padre lo tenía atravesado…

Las dos mujeres estaban sentadas en un banco del gran parque de Relkirk. Delante de ellas corría el río, crecido, con las aguas marronáceas y teñidas de turba. Un pescador lanzaba la caña al salmón con el agua hasta la cadera. Por lo visto, hasta el momento no había picado ni uno. Al otro lado del río, se veían grandes mansiones victorianas rodeadas de jardines, con unos prados que llegaban hasta la orilla. Una o dos tenían pequeñas embarcaciones amarradas. Había patos en el agua. Un hombre que pasaba con su perro les lanzó unos mendrugos y los patos acudieron y empezaron a engullir y a disputarse el pan.

– … y el médico dijo que había sido un paralís, que ella estaba de los nervios. Yo quería hacerme voluntaria, por la guerra y todo eso, pero si me marchaba yo, ¿quién cuidaba de mi madre? Mi padre en el campo trabajaba en lo que fuera, cultivaba unos nabos preciosos pero dentro de casa sólo sabía estar sentado. Llegaba, se quitaba las botas y, hala, a comer. No he visto hombre que comiera tanto. Nunca fue muy hablador, había días en los que no decía ni palabra. Ponía trampas a los conejos. Mucho conejo comíamos, claro, eso era antes de la mixomatosis. Ahora los conejos son una porquería…

Violet, después de prometer a Henry que saldría con Lottie una tarde para dejar descansar a Edie, había tenido remordimientos hasta que por fin se había decidido a hacerlo para acabar de una vez. Invitó a Lottie a ir de compras a Relkirk y a tomar el té. Fue a recogerla a casa de Edie, la metió en el coche y se la llevó a la ciudad. Lottie se había puesto lo mejor que tenía, un abrigo beige de fibra sintética y un sombrero en forma de pan de pueblo. Llevaba en la mano un bolso gigantesco y calzaba zapatos de tacón muy alto e inseguro. Desde el momento en que subió al coche, no había parado de hablar. Hablaba mientras daban la vuelta por “Marks and Spencer”, hablaba mientras hacían cola para comprar verdura fresca, hablaba mientras recorrían las calles en busca de una mercería para Lottie.

– Me parece que ya no hay mercerías, Lottie…

– Sí, hay una al final de esa calle…, ¿o de la otra? Mi madre siempre le compraba la lana.

Convencida de que no la encontrarían, Violet se dejaba llevar cada vez más acalorada y con los pies más doloridos y cuando, por fin, Lottie dio con la tienda, no supo si alegrarse o sentir irritación. Era una tienda vieja, llena de polvo y de cajas de cartón que contenían ganchillos, descoloridas sedas de bordar y patrones de jersey pasados de moda. La mujer que estaba detrás del mostrador parecía haberse escapado de una residencia geriátrica y tardó quince minutos en encontrar lo que quería Lottie, que era una yarda de goma para bragas. Por fin, extrajo la goma de un cajón lleno de botones sueltos, la metió en una bolsita con una mano temblorosa y pagaron. Salieron a la calle. Lottie tenía un aire triunfal.

– Ya se lo decía yo -cacareó-. Pero usted no me creía, ¿verdad?

Terminadas las compras, como todavía era temprano para el té, Violet propuso dar un paseo por el parque. Dejaron las compras en el maletero del coche y cruzaron la ancha franja de hierba que se extendía hasta el río. Al llegar al primer banco, Violet se sentó con gesto decidido.

Descansaremos un ratito, propuso a Lottie, y allí estaban ahora tomando el sol dorado de la tarde, y a Lottie aún le quedaba mucho que decir.

– Ahí esta el hospital “Relkirk Royal”, donde yo estaba. Asoma por entre los árboles. No estaba mal, pero no soportaba a las enfermeras. El doctor tampoco estaba mal, aunque era poco más que un estudiante, no creo que supiera nada de nada, aunque él hacía ver que sí. El jardín era muy bonito, casi tanto como el del crematorio. Yo quería que a mamá la incinerasen, pero el cura dijo que ella quería estar al lado de mi padre en el cementerio de Tullochard. Pero no sé cómo podía saberlo él mejor que yo.

– Tu madre se lo diría…

– O se lo inventó él. Siempre le gustó mangonear.

Violet miraba al “Relkirk Royal”, que estaba en un alto, con sus torres y tejados de caballete semiescondidos por los árboles frondosos.

– El hospital está muy bien situado, desde luego -comentó Violet.

– Los médicos saben elegir. Tienen dinero para pagar cualquier cosa.

– ¿Cómo se llama ese médico joven que te atendía? -preguntó, con naturalidad.

– Doctor Martin. Había otro, un tal doctor Faulkner, pero ese no se me acercaba ni por equivocación. Fue el doctor Martin el que dijo que podía irme a vivir con Edie. Yo quería ir en taxi pero me llevaron en ambulancia.

– Edie es muy buena.

– A ella le ha ido bien en la vida. Hay gente con suerte. Es distinto vivir en un pueblo a estar colgado de una montaña.

– Podrías vender la casa de tus padres e instalarte en un pueblo.

Pero Lottie, como si no hubiera oído aquella sensata sugerencia, siguió hablando a raudales. Violet pensó entonces que Lottie era más astuta de lo que ninguno de ellos imaginaba.

– Me preocupa verla tan gorda, porque con toda esa grasa cualquier día le da un ataque al corazón. Y siempre fuera, a casa de usted o a la de Virginia, nunca se sienta ni un minuto a descansar, a charlar o a ver la tele. Tendría que pensar en sí misma. Me dijo que Alexa va a venir para la fiesta de Mrs. Steynton. Y trae a un amigo. Que bien, ¿verdad? Pero más vale que tenga cuidado porque los hombres son todos iguales, siempre a ver que pueden pescar…

– ¿A qué te refieres, Lottie? -preguntó Violet, cortante.

Lottie la miró con sus ojos negros y redondos.

– Pues a que Alexa no está descalza. Lady Cheriton tenía su buen dinero. Yo leo los periódicos y lo sé todo de esa familia. No hay nada como un poco de dinero para que los hombres pongan ojos tiernos a una chica.

Violet sintió una rabia impotente que parecía subirle de las plantas de los pies y, al llegar a las mejillas, se las encendía de rabia por la impertinencia de Lottie e impotencia porque, al fin y al cabo, Lottie no hacía sino decir en voz alta lo que la familia de Alexa temía en su fuero interno.

– Alexa es muy bonita y muy agradable. Que sea económicamente independiente no tiene nada que ver con las amistades que elige.

Pero Lottie o no entendió la reprensión o no se dio por enterada y movió la cabeza con una risita.

– Yo no estaría tan segura. Y de Londres, nada menos. Allí hay mucho vividor. Yuppies -agregó con énfasis, como si fuera una palabrota.

– Lottie, me parece que no sabes de que hablas.

– Todas esas chicas son iguales. Siempre lo mismo, en cuanto ven a un hombre guapo se le echan encima como perras en celo. -Se estremeció de pronto, como si el pensamiento excitara todas las fibras nerviosas de su desmadejado cuerpo. Luego, alargó la mano y oprimió la muñeca de Violet-. Y otra cosa. Henry. Lo he visto por ahí. Es pequeño, ¿verdad? Entra en casa de Edie y se queda callado. A veces me mira de un modo extraño. Yo de ustedes estaría preocupada. No es como los demás niños…

Sus dedos huesudos eran extrañamente fuertes y apretaban como un torno. Violet sintió pánico y repulsión por un instante. Su primer impulso fue desasirse de aquellos dedos y echar a correr pero, en aquel momento, una muchacha empujando un cochecito con un niño pasó por delante de ellas y el sentido común vino en ayuda de Violet. El pánico y el enojo se disiparon. Al fin y al cabo, no era más que la pobre Lottie Carstairs, tan maltratada por la vida, a la que sus tristes frustraciones sexuales y su imaginación desbordante hacían desvariar. Y si Edie era capaz de vivir con su prima, Violet podría soportarla una sola tarde.

Sonriendo, dijo:

– Eres muy amable preocupándote tanto, Lottie, pero Henry es un niño completamente normal y más sano que una manzana. Y ahora… -Ladeó el cuerpo ligeramente para mirar el reloj y sintió que los dedos de Lottie aflojaban su presión y resbalaban. Violet, sin precipitarse, cogió el bolso-…ya es hora de que busquemos un buen sitio para tomar el té. Empiezo a tener hambre. Me apetece pescado frito con patatas. ¿Y a ti?

3

Si Isobel se retiraba de vez en cuando al cuarto de costura, fatigada por las exigencias de su ajetreada vida, su marido encontraba su solaz en el taller. Se encontraba en el sótano de Croy, una zona de pasillos enlosados y bodegas débilmente iluminadas. Allí habitaba la vieja caldera, un monstruo lúgubre y maloliente, que parecía lo bastante grande como para accionar un trasatlántico y exigía constantes cuidados y enormes cantidades de carbón. Del sótano se utilizaban un par de habitaciones para almacenar la porcelana y los muebles que no se utilizaban, el carbón y la leña, y una colección de botellas muy menguada. El resto, o sea la mayor parte del sótano, sólo servía para acumular telarañas y albergar durante el invierno a familias de ratones del campo.

El taller estaba contiguo al cuarto de la caldera, lo que hacía que tuviera siempre una temperatura muy agradable. Tenía unas grandes ventanas provistas de rejas y orientadas al Sur y al Oeste por las que entraba luz suficiente para alegrarlo. El padre de Archie había sido muy aficionado a los trabajos manuales y lo había equipado con grandes bancos de trabajo, herramientas, tornos y tenazas. Y allí había trabajado, reparando los juguetes de sus hijos, recomponiendo los inevitables desperfectos de la casa y preparando sus propias moscas para el salmón.

Tras su muerte, el taller estuvo varios años abandonado y acumulando polvo. Pero cuando Archie volvió a Croy tras los ocho meses pasados en el hospital, bajó trabajosamente las escaleras de piedra, recorrió el largo pasillo renqueando y tomó posesión de ello. Lo primero que vio al entrar fue un sillón cuyas patas traseras se habían partido bajo el peso de algún ocupante. El sillón había sido llevado al taller antes de la muerte de Lord Balmerino, que empezó a repararlo pero no pudo terminar el trabajo, y había quedado allí olvidado.

Archie observó el maltrecho mueble durante un rato. Luego, llamó a gritos a Isobel. Ella acudió y le ayudó a quitar el polvo, las telarañas, los excrementos de ratón y los montones de viejo aserrín. Desalojaron a las arañas, eliminaron los botes de cola solidificada, los montones de periódicos amarillentos y las viejas latas de pintura. Isobel limpió los cristales y peleó con las ventanas hasta conseguir abrirlas para que entrase aire puro.

Mientras, Archie, una vez limpias y engrasadas las excelentes herramientas, volvió a colocar ordenadamente en las estanterías escoplos, martillos, sierras y cepillos. Cuando acabó, se sentó y confeccionó una lista de todo lo que necesitaba e Isobel se lo trajo de Relkirk.

Entonces, por fin, pudo poner manos a la obra y terminar la compostura que su padre había empezado.

Ahora, estaba sentado frente al mismo banco. El sol de la tarde penetraba oblicuamente por la mitad superior de la ventana. Archie acababa de dar una capa de imprimación a la talla en la que trabajaba a ratos perdidos desde hacía un mes. Tenía unos veinticinco centímetros de alto y representaba la figura de una muchacha sentada en una roca, con un pequeño terrier apoyado en la rodilla. La muchacha vestía jersey y kilt y su pelo ondeaba al viento. Era la reproducción de Katy Steynton y su perro. Verena había dado a Archie una foto de su hija tomada en el páramo el año anterior y de aquella foto él había hecho los dibujos para la talla. Cuando la capa de imprimación se secara, la pintaría intentando copiar con la mayor fidelidad posible los suaves colores de la fotografía. Y sería el regalo de cumpleaños de Katy.

Listo. Dejó el pincel y echó el cuerpo hacía atrás para desentumecerse mientras contemplaba su obra por encima de la media luna de sus gafas. Nunca hasta entonces se había atrevido con las complicaciones de una figura sentada, y por añadidura femenina, y estaba francamente satisfecho. La muchacha y el perro formaban una composición muy bella. Mañana la pintaría. Estaba deseando darle los últimos toques.

Arriba sonaba el timbre del teléfono. Apenas se oía. Hacía meses que él e Isobel decían que convendría instalar otro timbre en el sótano, para que él pudiera oírlo más fácilmente si alguien llamaba mientras estaba solo en casa. Pero no habían hecho nada, ahora estaba solo en casa y no sabía cuanto tiempo llevaba sonando aquel teléfono, ni si tendría tiempo de subir y cogerlo antes de que el comunicante se cansara y colgara. Pensó en ignorarlo pero el timbre seguía sonando. Quizá fuera importante. Empujó la silla y, despacio, recorrió el pasillo y subió las escaleras para contestar el maldito instrumento. El aparato más próximo era el de la cocina y todavía sonaba con estridencia cuando Archie se acercó al aparador y lo cogió:

– Croy.

– ¡Papá!

– ¡Lucilla! -El corazón le saltó de alegría. Se acercó una silla.

– ¿Dónde estabas? Llevo horas llamando.

– Abajo, en el taller. -Se sentó para dejar descansar la pierna.

– ¡Oh, lo siento! ¿No está mamá?

– No. Ha ido con Hamish a buscar arándano. Lucilla, ¿dónde estás?

– En Londres. Y nunca adivinarías desde dónde te llamo. Ni en mil años.

– Entonces, será mejor que me lo digas.

– Desde el “Ritz”.

– ¿Qué demonios haces tú en el Ritz?

– Pasar la noche. Mañana seguiremos viaje. Llegaremos a casa por la noche.

Archie se quitó las gafas; sintió que por su cara se extendía una sonrisa de dicha.

– ¿Quiénes llegaréis?

– Jeff Howland y yo. Y… atención… Pandora.

– ¿Pandora?

– Ya sabía yo que te llevarías una buena sorpresa…

– ¿Y qué hace Pandora con vosotros?

– Ir a casa. Ella dice que es para el baile de Verena Steynton, pero yo sospecho que en realidad es para ver Croy y veros a todos vosotros.

– ¿Está ahora contigo?

– No. Está durmiendo un poco. Te llamo desde mi habitación. Estoy completamente sola, bueno, con Jeff. Tengo muchas cosas que contaros a ti y a mamá, pero ahora no puedo porque todo es muy complicado…

Archie no estaba dispuesto a admitir excusas.

– ¿Cuándo llegasteis a Londres?

– Esta mañana, antes del almuerzo. Hemos cruzado España y Francia en el coche de Pandora. Lo hemos pasado de fábula. Esta mañana embarcamos en el ferry y llegamos a Londres. Yo quería seguir viaje a casa, pero Pandora dijo que necesitaba recobrar aliento y nos trajo aquí. Insistió. Y no te preocupes por la cuenta porque paga ella. Desde que salimos de Palma lo ha pagado todo, gasolina, hoteles, todo.

– ¿Cómo…? -Le falló la voz. Era ridículo, impropio de un hombre ser tan sentimental. Probó otra vez-: ¿Cómo está?

– Muy bien. Guapísima. Y muy divertida. Papá, no te importa que la traiga a casa, ¿verdad? ¿No será mucho trabajo para mamá? Pandora no es una persona muy hacendosa y no creo que mueva ni un dedo para ayudar, pero está deseando veros. ¿Está bien?

– Mejor que bien, tesoro. Es un milagro.

– Y no olvidéis que también traigo a Jeff.

– Estaremos encantados de conocerlo.

– Hasta mañana, entonces.

– ¿A qué hora?

– A eso de las cinco. Pero no os preocupéis si nos retrasamos.

– No nos preocuparemos.

– Tengo muchas ganas de veros.

– Y nosotros. Conducid con precaución, tesoro.

– Naturalmente. -Le envió un beso por los cientos de millas de cable telefónico y colgó.

Archie se quedó sentado en la silla de la cocina, con el teléfono zumbándole en la mano. Lucilla y Pandora. Venían a casa.

Colgó. El zumbido cesó. El viejo reloj de la cocina emitía un tictac lento. Permaneció inmóvil unos momentos y luego se levantó, salió de la cocina y anduvo pasillo adelante hasta su estudio. Se sentó a su escritorio, abrió un cajón y sacó una llave. Con la llave abrió otro cajón más pequeño. Del cajón sacó un sobre amarillento dirigido a él y dirigido, con la letra grande e inmadura de Pandora, al Cuartel General del Regimiento de Leales Highlanders de la Reina en Berlín. Tenía matasellos de 1967. Contenía una carta, pero no la sacó para leerla porque la sabía de memoria. Por lo tanto, no había más razón para no haberla hecho pedazos o lanzado al fuego que la de que no había podido decidirse a destruirla.

Pandora. Que regresaba a Croy.

A lo lejos empezó a oírse un motor de coche acercándose a la casa por el camino particular que subía de la carretera general. Era un motor inconfundible. Isobel y Hamish volvían en el minibús de su expedición de recolección de arándano. Archie volvió a introducir el sobre en el cajón, cerró, guardó otra vez la llave y fue al encuentro de su familia.

Isobel había dado la vuelta a la casa y había parado en el patio y cuando Archie volvió a la cocina su esposa y su hijo abrían ya la puerta y entraban triunfalmente, cada uno con dos enormes cestos rebosantes de la oscura fruta. Después de su incursión a los matorrales, los dos estaban impresentables, tiznados, sucios de barro y desgreñados. Parecían un par de jornaleros del campo, pensó Archie cariñosamente.

Cada vez que miraba a Hamish sentía un pequeño sobresalto de sorpresa, porque durante aquellas vacaciones de verano el chico había crecido a ojos vistas. Ahora, con doce años, ya era más alto que su madre y su jersey, agujereado en los codos y manchado, se tensaba sobre unos hombros musculosos. El faldón de la camisa le salía por fuera de los tejanos, las manos y la boca estaban manchadas de zumo violeta y su desgreñada mata de pelo de color maíz pedía a gritos un buen corte. Archie lo contempló con orgullo.

– Hola, papá. -Hamish, dejó los cestos en la mesa de la cocina y gimió-: Estoy hambriento.

– Tú siempre estás hambriento.

Isobel también dejó su carga.

– Hamish, te has pasado la tarde comiendo bayas. -Llevaba el pantalón de pana que le hacía bolsas en las rodillas y una camisa que Archie había desechado hacía tiempo-. No puedes tener hambre.

– Pues tengo hambre. Las bayas no llenan. -Hamish se dirigía ya al aparador donde estaban las cajas de bizcocho. Destapó una ruidosamente y cogió un cuchillo.

Archie contempló la cosecha con admiración.

– Habéis trabajado mucho.

– Debe de haber por lo menos treinta libras. Nunca había visto tanto arándano. Hemos ido al otro lado del río, donde Mr. Gladstone siembra los nabos. Los setos de esos campos están cuajados de fruto. -Isobel arrimó una silla y se sentó-. Me muero por una taza de té.

– Tengo que darte una noticia -empezó Archie.

Ella le miró rápidamente, siempre temiendo lo peor.

– ¿Una buena noticia?

– Inmejorable -respondió él.

– Pero, ¿cuándo ha llamado? ¿Qué te ha dicho? ¿Por que no llamó antes? -Isobel no le daba tiempo de contestar-. ¿Por qué no llamó desde Palma, o desde Francia, con más tiempo? No es que me haga falta tiempo, no importa; lo único que importa es que vienen. Mira que parar en el “Ritz”… No creo que Lucilla haya estado nunca en un hotel. Pandora exagera. Habrían podido ir a otro menos fastuoso.

– Probablemente Pandora no conoce otro.

– ¿Y se quedan para el baile? ¿Y trae también al criador de ovejas? ¿De verdad crees que ha podido convencer a Pandora? Es increíble que, al cabo de tantos años, haya tenido que ser Lucilla quien la traiga. Tendré que preparar todas las habitaciones. Vamos a estar a tope, porque también tendremos al americano amigo de Katy. Y habrá que encargar comida. Todavía debe haber faisanes en el congelador…

Estaban sentados a la mesa, tomando el té. Hamish, acuciado por el hambre, había hervido el agua y preparado el té. Mientras sus padres hablaban, había sacado tres tazas y las cajas del bizcocho y las galletas y había colocado el pan en la madera. También había puesto en la mesa la mantequilla y un tarro de pasta de avellana al chocolate por la que últimamente había desarrollado gran predilección. En ese momento, estaba fabricándose un sándwich gigante con ella.

– ¿…te habló de Pandora? ¿Dijo algo?

– No mucho. Sólo parecía encantada de la vida.

– ¡Cómo me hubiera gustado estar aquí para hablar con ella!

– Podrás hablar con ella mañana.

– ¿Se lo has dicho a alguien?

– No. Sólo a vosotros.

– Tengo que llamar a Verena para que cuente con tres personas más en la fiesta. Y hay que decírselo a Virginia. Y a Vi.

Archie volvió a llenarse la taza.

– He pensado que a lo mejor era buena idea invitar a todos los Aird a almorzar el domingo. ¿Qué te parece? Al fin y al cabo, no sabemos cuanto tiempo va a quedarse Pandora y la próxima semana, entre unas cosas y otras, esto va a ser un circo de tres pistas. El domingo podría ser un buen día.

– Una idea estupenda. Llamaré a Virginia. Y encargaré un filete al carnicero.

– Ñam ñam -hizo Hamish, cogiendo otra rebanada de pan de jengibre.

– … y si hace buen día podríamos jugar al croquet. No hemos jugado en todo el verano. Tendrás que segar la hierba, Archie. -Dejó la taza en la mesa con aire atareado-. Ahora tengo que hacer mermelada de arándano y preparar las habitaciones. Pero que no se me olvide llamar a Virginia…

– Yo la llamaré -dijo Archie-. Eso puedo hacerlo yo.

Pero Isobel, cuando hubo puesto la gran olla de la mermelada en el fogón, comprendió que si no daba la noticia a alguien estallaría e hizo una pausa para telefonear a Violet. Pero en Pennyburn no contestó nadie. Colgó y volvió a llamar media hora después.

– Diga.

– Vi, soy Isobel.

– ¡Oh! Querida.

– ¿Estás ocupada?

– No. Estoy sentada con una copa en la mano.

– Vi, si no son más que las cinco y media. ¿Es que te das a la bebida?

– Momentáneamente. He tenido el día más agotador de toda mi vida. Me he llevado a Lottie Carstairs de compras a Relkirk y a tomar el té. Bueno, ya ha pasado y he hecho mi buena obra de la semana. Pero me pareció que merecía un buen whisky con soda.

– Desde luego. Incluso dos buenos whiskies con soda. Vi, tengo que decirte una cosa fantástica. Lucilla ha llamado desde Londres, mañana llega a casa y trae a Pandora.

– ¿Trae a quién?

– A Pandora. Archie está entusiasmado. Imagina, hace veintiún años que intenta hacerla venir a Croy y ahora va a venir.

– No puedo creerlo.

– ¿Verdad que parece increíble? Ven a almorzar el domingo y así los verás a todos. También vendrán los otros Aird y puedes venir con ellos.

– Me encantaría. Pero… Isobel, ¿por qué crees que habrá decidido venir tan repentinamente? Me refiero a Pandora.

– Ni idea. Lucilla dijo no sé qué del baile de los Steynton, pero es una excusa muy pobre.

– Que extraordinario. Yo… me pregunto cómo estará.

– Ni idea. Probablemente fabulosa. Claro que, con treinta y nueve años, alguna arruguita tendrá. De todos modos, pronto lo veremos. Ahora tengo que dejarte, Vi. Estoy haciendo mermelada de arándano y va a romper a hervir. Hasta el domingo.

– Gracias. Y me alegro de que venga Lucilla…

Pero la mermelada no podía esperar.

– Adiós, Vi. -Y colgó.

Pandora.

Vi colgó el teléfono, se quitó las gafas y se frotó los doloridos ojos. Antes ya estaba cansada, pero la noticia que con tanta alegría acababa de darle Isobel le producía una sensación de agobio. Como si, de un momento a otro, fueran a hacerle unas exigencias irrealizables y a afrontar decisiones vitales. Se recostó en la butaca y cerró los ojos pensando que ojalá estuviera allí Edie, su más vieja y querida amiga, para escucharla y reconfortarla. Pero Edie estaba en su casa con la cruz de Lottie y ni por teléfono podían hablar, porque Lottie siempre estaba fisgando y sacando peligrosas conclusiones.

Pandora. Ya tenía treinta y nueve años, pero cuando Violet la vio por ultima vez acababa de cumplir dieciocho y en su recuerdo seguía siendo una adolescente hechicera. Como si hubiera muerto. Los muertos no envejecen y permanecen en el recuerdo tal como eran en vida. Archie y Edmund eran ya hombres de mediana edad pero, para Violet, Pandora no.

Que tontería. Todos envejecemos a la misma velocidad, como arrastrados por esos pasillos rodantes de los aeropuertos. Pandora tenía treinta y nueve años y, si había que creer lo que se decía, había llevado una vida que no era desde luego tranquila y sosegada. La experiencia tenía que dejar huella, trazado surcos, marcado arrugas, apagado el brillo de aquella espléndida cabellera.

Pero era casi inimaginable. Violet suspiró, abrió los ojos y alargó la mano hacia el vaso. Tenía que sobreponerse. Las consecuencias del viaje no afectaban en nada. Ella no tomaría decisión alguna porque ninguna debía tomar. Ella, sencillamente, seguiría haciendo lo que había hecho siempre, observar y no meterse en nada.

Cuando Edmund Aird entraba a las siete de la tarde en Balnaid por la puerta principal, de regreso de Edimburgo, el teléfono empezó a sonar. Se detuvo en el vestíbulo y, como nadie contestaba, dejó la cartera y entró en la biblioteca, se sentó al escritorio y descolgó el aparato.

– Edmund Aird.

– Edmund, soy Archie.

– Sí, Archie.

– Llamo de parte de Isobel. Quiere que tú, Virginia y Henry vengáis a almorzar el domingo. También vendrá Vi. ¿Podréis?

– Muchas gracias a Isobel. Creo que sí… un momento… -Sacó la agenda del bolsillo, la puso sobre la carpeta y volvió las hojas-. Por mí, encantado, pero acabo de llegar y todavía no he visto a Virginia. ¿Quieres que vaya a buscarla?

– No te preocupes. Si no podéis, me llamas. De modo que, si no dices nada, os esperamos a eso de la una menos cuarto.

– De acuerdo. -Edmund titubeó-. ¿Se celebra algo especial o es una invitación rutinaria?

– No -respondió Archie. Y agregó-: Sí, quiero decir que es especial. Lucilla llega mañana…

– Una buena noticia.

– Trae a un australiano.

– ¿El criador de ovejas?

– Sí. Y también trae a Pandora.

Edmund, pausadamente, cerró la agenda. Estaba encuadernada en piel azul marino, con sus iniciales en oro en un ángulo. La había encontrado en su calcetín el día de Navidad, regalo de Virginia.

– ¿Pandora?

– Sí. Lucilla y el criador de ovejas han pasado unos días con ella en Mallorca. Han venido juntos en coche, cruzando España y Francia. Llegaron a Londres esta mañana -Archie hizo una pausa, como si esperase algún comentario de Edmund. Pero Edmund no dijo nada y, al cabo de un rato, Archie prosiguió-: Le reexpedí una invitación que me había enviado Verena Steynton para ella, de modo que imagino que habrá pensado que podía ser divertido venir a casa para asistir a la fiesta.

– Es un motivo tan bueno como otro cualquiera.

– Sí. -Otra pausa-. ¿Entonces, el domingo, Edmund?

– Sí, por supuesto.

– A no ser que aviséis.

– Estaremos encantados. Gracias por llamar.

Colgó el aparato. La biblioteca y la casa entera estaban en silencio. Pensó que quizá Virginia y Henry habían salido y estaba él solo en casa. La sensación de soledad creció y se hizo opresiva. Insensiblemente, aguzó el oído, deseoso de escuchar alguna voz, un ruido de platos o un ladrido que la disipara. Nada. Luego, por la ventana abierta, entró el grito largo y ondulante de un zarapito, que cruzaba los campos que se extendían al otro lado del jardín en vuelo rasante. Una nube tapó el sol y entró aire fresco. Guardó la agenda en el bolsillo, se alisó el pelo con la mano y se enderezó el nudo de la corbata. Necesitaba beber algo. Se levantó de la silla, salió de la habitación y fue en busca de su mujer y de su hijo.

4

– Nunca había llegado a casa con este lujo -dijo Lucilla.

– ¿Cómo llegabas? -Jeff conducía. Había estado al volante durante todo el largo viaje hacia el Norte.

– Cuando volvía de la escuela, en el tren. Y de Edimburgo, en un coche pequeño y viejo. Una vez vine de Londres en avión, pero fue cuando papá era soldado y el Ministerio del Ejercito me pagó el pasaje.

Eran las tres y media de la tarde de un sábado y sólo les quedaban veinte millas de viaje. Llevaban un buen promedio. Habían salido de la autopista, rodeado Relkirk y circulaban por la sinuosa carretera que conducía a Strathcroy y al hogar. El río los acompañaba y frente a ellos se alzaban las montañas. El aire era limpio, el cielo enorme y la brisa que entraba por las ventanillas, dulce y chispeante como un vino joven.

Lucilla casi no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Al salir de Londres llovía y en las Midlands diluviaba, pero en cuanto cruzaron la frontera, vio cómo las nubes se desintegraban, se dispersaban y rodaban hacia el Este y Escocia los recibió con el cielo azul y los árboles a punto de empezar a dorarse. Lucilla pensó que era una extraordinaria prueba de la amabilidad de su tierra natal y se sintió tan satisfecha como si ella personalmente hubiera dirigido la milagrosa transformación, pero se abstuvo de hacer comentario alguno sobre su buena suerte y el fabuloso paisaje. Conocía a Jeff lo suficiente como para saber que la vehemencia le molestaba y hasta le cohibía.

Habían salido del “Ritz” a las diez de la mañana y observaron a los imponentes mozos de equipajes cargar en el “Mercedes” rojo cereza el elegante juego de maletas de Pandora y sus modestas mochilas. Pandora olvidó dar propina a los mozos y tuvo que dársela Lucilla. Sabía que no iba a recuperar aquel dinero, pero después de una noche de tanto lujo, con cena y desayuno incluidos, comprendía que era lo menos que podía hacer.

Al principio, Pandora se sentó delante en su magnifico coche, envuelta en un abrigo de visón; porque, después del calor agobiante del agosto mallorquín. necesitaba envolverse en su cálido abrazo. Ella no esperaba tanta lluvia ni tanto frío. Mientras Jeff los sacaba de la ciudad sorteando el trafico y entraba en la autopista, no paró de charlar. Luego, enmudeció contemplando el paisaje sombrío y gris mientras avanzaban por el carril rápido de la autopista. Los camiones lanzaban rociadas de agua marrón que los cegaban, los limpiaparabrisas se movían velozmente y hasta la propia Lucilla tuvo que reconocer que aquello resultaba muy desagradable.

– Caramba, que asco. -Pandora se arrebujó en las pieles.

– Sí. Pero sólo es este trozo.

Pararon a almorzar en una estación de servicio de la autopista. Pandora quería salir de la autopista y buscar un restaurante típico, a ser posible con tejado de paja, donde pudieran sentarse junto a la chimenea y beber brebajes estimulantes como whisky o ginger ale. Pero Lucilla comprendió que si perdían el tiempo en rodeos nunca llegarían a Croy.

– No hay tiempo. Esto no es España, Pandora. Ni Francia. No podemos perder el tiempo en frivolidades.

– Tesoro, el almuerzo no es una frivolidad.

– Sí que lo es. Y, si tú te pones a charlar con el camarero, no acabaremos nunca.

De modo que pararon en la estación de servicio de la autopista, que resultó tan desagradable como temía Lucilla. Tuvieron que hacer cola con la bandeja para coger los bocadillos y el café y se sentaron en unas sillas de plástico naranja a unas mesas de formica, entre familias irritables con niños pesados, jóvenes punkies con camisetas porno y camioneros musculosos, todos aparentemente encantados de atiborrarse de pescado frito con patatas, pasta de colores siniestros y tazas de té.

Después del almuerzo, Pandora y Lucilla cambiaron de sitio; Pandora se instaló cómodamente atrás y se durmió en el acto. Aún no había despertado, por lo que se perdió el espectacular cruce de la frontera, la desbandada de las nubes y la emoción de sentirse realmente camino de casa.

Cruzaron un pueblo.

– ¿Qué es esto? -preguntó Jeff.

– Kirkthornton.

Las aceras estaban muy concurridas de gente que hacía la compra del sábado por la tarde y en los jardines públicos resplandecían dalias de vivos colores. En los bancos había viejos tomando el sol. Los niños lamían helados. Un puente se arqueaba a gran altura sobre un río espumeante. Un hombre pescaba. La carretera seguía subiendo. Pandora, envuelta en el visón, dormía acurrucada como una niña, con la cabeza apoyada en la chaqueta de Jeff, enrollada a modo de almohada. Un mechón de pelo le cruzaba la cara y sus negras pestañas se destacaban sobre sus pómulos prominentes.

– ¿La despierto?

– Como quieras.

Aquél había sido el programa durante todo aquel largo viaje desde Palma, por España y Francia. Accesos de impetuosa energía actividad, conversación, mucha risa y mucha improvisación.

“Hay que visitar esa catedral. No tenemos que desviarnos más que diez kilómetros.”

“Mirad que río tan fantástico. ¿Por qué no paramos y nos bañamos a pelo? Por aquí no hay nadie.”

“Acabamos de pasar una monada de café. Vamos a dar la vuelta y tomar un trago.”

Y el trago se convertía en un almuerzo largo y sosegado, durante el cual Pandora entablaba conversación con cualquier desconocido. Otra botella de vino. Café y coñac. Y después… a dormir. Podía dormir en cualquier sitio y aunque esto a veces, resultaba violento, por lo menos dejaba de hablar y Lucilla y Jeff llegaron a agradecer esos respiros. Lucilla no estaba segura de haber resistido el viaje de no haber sido por aquellos descansos. Viajar con Pandora era como viajar con un niño revoltoso o con un perro, era divertido y ameno pero también agotador.

El “Mercedes” llegó a lo alto de la cuesta. Desde allí se dominaba un panorama amplio y magnifico. Hayas, campos, granjas dispersas, corderos, el río y, a los lejos, unas montañas tersas y púrpura como ciruelas maduras.

– Si no la despierto ahora, llegará dormida. No faltan más que diez minutos.

– Pues, despiértala.

Lucilla alargó el brazo, puso la mano sobre la suave piel que cubría el hombro de Pandora y la sacudió ligeramente.

– Pandora.

– Humm.

– Pandora. -Otra sacudida-. Despierta. Ya casi hemos llegado. Ya estamos en casa.

– ¿Qué? -Pandora abrió los ojos inexpresivos, desorientados y confusos. Los cerró, bostezó, se agitó y se desperezó-. Que bien he dormido. ¿Dónde estamos?

– Camino de Caple Bridge. Estamos llegando.

– ¿Qué estamos llegando? ¿A Croy?

– Siéntate y mira. Te has perdido lo mejor del viaje, roncando ahí detrás.

– No roncaba. Y no ronco. -Pero al cabo de unos instantes hizo un esfuerzo y se sentó, apartándose el pelo de la cara y ciñéndose las pieles, como si tuviera frío. Volvió a bostezar, miró por la ventanilla. Parpadeó. Su mirada se animó-. ¡Pero… si ya llegamos!

– Ya te lo he dicho.

– Debisteis despertarme hace rato. Y ya no llueve. ¡Si hace sol! ¡Y qué verde! Había olvidado este verde. Que recibimiento. “Caledonia severa y agreste, buena nodriza para un poeta…” ¿Quién lo habrá escrito? Algún viejo tonto. No es severa ni agreste, sino sencillamente hermosa. Que gusto que nos reciba con tan buena cara. -Buscó el bolso, sacó el peine y se lo pasó por el pelo. Un espejo, un poco de rojo de labios. Una generosa rociada de “Poison"-. Quiero oler bien a Archie.

– No olvides la pierna. No esperes que venga corriendo a recibirte y te levante en brazos. Si te levantara, probablemente se caería de espaldas.

– ¡Y qué voy a esperar! -Miró su relojito de brillantes-. Llegamos temprano. Dijimos que a las cinco y no son ni las cuatro.

– Hemos hecho un buen promedio.

– Jeff eres un sol. -Pandora le dio una palmada en el hombro, como si acariciara a un perro-. Un conductor formidable.

Ahora viajaban cuesta abajo. Al pie de la cuesta, tomaron el fuerte viraje del puente Caple, torcieron a la izquierda y se encontraron a la entrada del valle. Pandora se inclinó hacia delante.

– Es asombroso. No ha cambiado nada. En ese cottage vivía un matrimonio llamado Miller. Eran viejísimos. Él había sido pastor. Ya deben de haber muerto. Tenían abejas y vendían miel de brezo. ¡Ay! Hijos, estoy tan nerviosa que me parece que vamos a tener que parar para que haga pis. No; nada de eso, es sólo mi imaginación. -Dio otra palmada en el hombro de Jeff-. Jeff, ya estás otra vez con el número del mudo. ¿Es qué no se te ocurre ni una triste palabra de admiración?

– Claro -sonrió Jeff, de oreja a oreja-. Súper.

– Más que eso, es nuestra tierra. Los Balmerino de Croy. Es algo que te hace vibrar, como un redoble de tambor. Y volvemos a casa. Deberíamos llevar boinas con plumas y tendría que haber una gaita tocando en algún sitio. ¿Por qué no se te ocurrió, Lucilla? ¿Por qué no lo preparaste? Después de veinte años, es lo menos que podías hacer por mí.

– Lo siento -rió Lucilla.

El río volvía a correr paralelo a la carretera. Sus orillas estaban cubiertas de juncos verdes y en los pastos del otro lado pacían rebaños de mansas vacas frisonas. Los campos de rastrojos eran alfombras doradas a la luz del sol. El “Mercedes” tomó un viraje y el pueblo de Strathcroy apareció. Lucilla vio las casas grises, apiñadas, de cuyas chimeneas subía un humo vertical, la torre de la iglesia, los grupos de antiguas hayas y robles. Jeff redujo la marcha a una velocidad prudente y pasaron por delante del monumento a las víctimas de la guerra y la pequeña iglesia episcopaliana, y enfilaron la larga calle mayor.

– El supermercado es nuevo. -Pandora parecía acusadora.

– Sí. Es de unos pakistaníes llamados Ishak. Por aquí, Jeff, a la derecha… por esas verjas…

– ¡Pero si ya no hay parque! Todo son sembrados.

– Pandora, eso ya lo sabías. Papá te lo decía en sus cartas.

– Se me olvidó. Pero resulta raro.

Subían por el camino de atrás. La cuesta pronunciada, el torrente del Pennyburn, que saltaba por debajo del pequeño puente de piedra. La avenida…

– Ya hemos llegado -dijo Lucilla y ladeó el cuerpo para apoyar la palma de la mano en el claxon.

En Croy, la familia de Lucilla había tenido que llenar las largas horas de espera de la tarde. Isobel estaba arriba, dando los últimos toques a las habitaciones, comprobando las toallas y poniendo flores en tocadores y repisas. Hamish había sacado a los perros después del almuerzo y no habían vuelto a verlo. Y Archie, Lord Balmerino, estaba en el comedor poniendo la mesa para la cena.

No había tenido más remedio que hacerlo. No era de los que sabían distraer una espera y a medida que avanzaba el día había ido sintiéndoos más inquieto, impaciente, desazonado. Odiaba la idea de que sus seres queridos estuvieran tragando millas de autopista asesina y no le costaba ningún trabajo imaginar siniestras escenas de choques en cadena, hierros retorcidos y cadáveres. Había pasado mucho tiempo mirando el reloj, acercándose a la ventana al menor zumbido de motor y vagando por la casa, incapaz de estarse quieto ni un momento. Isobel le propuso que segara el campo de croquet, pero se negó porque quería estar seguro de encontrarse en la puerta cuando el coche se detuviera delante de la casa. Se retiró al estudio y se puso a leer The Scotsman pero no pudo concentrarse ni en las noticias, ni en el crucigrama. Soltó el periódico y empezó a deambular otra vez.

Finalmente, Isobel, cansada de tropezarse con su marido, perdió la paciencia.

– Archie, si no puedes estarte quieto, ¿por qué no haces algo útil como poner la mesa? Los manteles individuales y las servilletas están en el aparador. -Y subió a las habitaciones dejándolo entregado a la tarea.

No es que a Archie le importara poner la mesa. Antes, era Harris quien se encargaba de esta tarea, por lo que no debía de ser impropio de un hombre. Y cuando tenían huéspedes americanos, poner la mesa para la cena era siempre misión de Archie y le causaba cierto placer realizar la labor con militar precisión, alineando milimétricamente los cubiertos y doblando las servilletas en forma de mitra.

Las copas tenían un poco de polvo, por lo que fue en busca de un paño de cocina. Estaba frotándolas cuando oyó el coche que subía la cuesta. El corazón se le disparó. Miró el reloj, que señalaba las cuatro. Aún era temprano, sin duda. Dejó la copa y el paño. No podía ser…

El largo alarido del claxon hizo añicos el silencio de la tarde y disipó sus dudas.

La señal tradicional de Lucilla.

Archie no podía andar de prisa, pero ahora anduvo lo más de prisa que podía. Cruzó el comedor en toda su longitud hasta la puerta.

– ¡Isobel!

La puerta principal estaba abierta. Había empezado a cruzar el vestíbulo cuando apareció el coche, un rugiente “Mercedes”, que esparcía la grava con los neumáticos.

– ¡Isobel! Ya están aquí.

Llegó hasta la puerta, pero no pasó de ella. Pandora fue más rápida que él. Casi antes de que el coche se detuviera, había saltado ya a tierra y corría hacia él. Pandora, con su pelo brillante flotando al aire y aquellas piernas largas y delgadas.

– ¡Archie!

Llevaba un abrigo de pieles que le llegaba casi hasta los tobillos, pero ello no fue obstáculo para que subiera las escaleras de dos en dos y si él, por culpa de la pierna, ya no podía levantarla en vilo y darle una vuelta como cuando era una niña, sus brazos seguían siendo tan fuertes como siempre y sus brazos estaban esperándola.

Isobel… la querida Isobel, amable, buena y hospitalaria… había dado a Pandora la mejor habitación de invitados. Estaba en la parte delantera de la casa y sus altas ventanas miraban al Sur, hacia el valle y el río. La habitación estaba amueblada tal como recordaba Pandora en los tiempos de su madre. Unas camas gemelas de latón, altas, tan anchas como una cama de matrimonio pequeña. Una alfombra descolorida con dibujo de rosas y un artístico tocador con muchos cajoncitos y un espejo basculante.

Pero las viejas cortinas habían sido sustituidas por pesados estores de lino color crema. Probablemente, el cambio se había hecho con atención a los huéspedes, a los que sin duda no habían de gustar unas cortinas de cretona radia con el forro quemado por el sol. También para ellos habían convertido el vestidor contiguo en cuarto de baño. Aunque no había cambiado mucho, ya que Isobel se había limitado a hacer instalar una bañera, un lavabo y un inodoro sin tocar las alfombras, las librerías ni la cómoda butaca.

Se suponía que Pandora estaba deshaciendo el equipaje. “Deshaz las maletas y ponte cómoda”, le había dicho Isobel. Entre ella y Jeff habían subido todo el equipaje de Pandora. (Archie, desde luego, no podía subir maletas, a causa de la pierna. Pandora decidió no pensar en Archie. Su pelo gris la había impresionado y nunca había visto a un hombre tan delgado.) “Puedes darte un baño, si quieres. Hay agua caliente de sobra. Luego, baja a tomar una copa. cenaremos a eso de las ocho.”

De eso hacía un cuarto de hora y Pandora no había hecho más que llevar el neceser al baño y poner unos cuantos frascos en el lavabo de mármol. Sus píldoras y jarabes, su “Poison”, el aceite para el baño, las cremas y las lociones. Ya se bañaría después. Ahora no.

Ahora, todavía tenía que convencerse de que estaba realmente en casa. De que había vuelto a Croy. Pero era difícil, porque en aquella habitación no se sentía en casa. Era una invitada, un ave de paso. Abandonando sus frascos, volvió al dormitorio, a la ventana. Apoyó los codos en el alféizar y contempló la vista tantas veces recordada para convencerse de que no era todo un sueño. Esto le llevo algún tiempo. Pero, ¿qué había sido de su habitación, la que había sido la habitación de Pandora desde su infancia? Decidió ir a echar un vistazo.

Salió al pasillo, subió al piso superior y escuchó. De la cocina llegaban alegres sonidos domésticos y voces apagadas. Lucilla e Isobel estarían preparando la cena y, probablemente, hablando de Pandora. A la fuerza tenían que hablar. No importaba; le daba lo mismo. Cruzó el corredor y abrió la puerta de la habitación de sus padres, ahora, de Archie e Isobel. Vio la enorme cama de matrimonio… la chaise longue al pie de la cama, con un jersey de Isobel descansando encima, un par de zapatos en el suelo… Vio las fotografías de la familia, la plata y el crisol en el tocador, libros en las mesitas de noche. Olía a polvos faciales y a agua de colonia. Olores dulces e inocentes. Cerró la puerta y siguió pasillo adelante. Encontró la habitación que antaño era de Archie adornada con la mochila y la chaqueta de Jeff en medio de la alfombra. La habitación de al lado… Lucilla. Llena todavía de los tesoros de una adolescente: posters pegados a las paredes con tachuelas, adornos de porcelana, una cassette, una guitarra con una cuerda rota.

Y, por fin, su habitación. Su antigua habitación ¿Quizá era ahora de Hamish? Todavía no había visto a Hamish. Con cautela, hizo girar el picaporte y empujó la puerta. No era de Hamish. No era de nadie. No había toques personales. Sin sus muebles, sin sus cortinas. Sin rastro de Pandora.

¿Qué habían hecho con sus libros, sus discos, sus vestidos, sus Diarios, sus fotos… su vida? Probablemente, se lo habrían llevado todo a algún desván cuando vaciaron la habitación, la pintaron, la empapelaron y le pusieron aquella bonita moqueta azul.

Era como si Pandora hubiera dejado de existir, como si ya fuera un fantasma.

De nada serviría preguntar por que; bastante claro estaba. Croy pertenecía a Archie y a Isobel y, para mantener la casa, había que aprovechar todas las habitaciones. Y Pandora había renunciado a cualquier derecho sobre ella por el sencillo procedimiento de marcharse y no volver.

Entonces, recordó aquellas últimas semanas de desesperación, de aquella tristeza de la que no podía ni hablar y que la desquiciaba. La desesperación la hacía cruel y fue cruel con las dos personas que más quería en el mundo; contestando mal a su padre y rehuyendo a su madre, malhumorada de la mañana a la noche y amargándoles la vida.

En esta habitación pasaba ella las horas, tumbada boca abajo en la cama, poniendo una y otra vez los discos mas melancólicos que tenía. Matt Monro decía “Vete” a una señora. Y Judy Garland se desgañitaba llamando a El hombre que se fue.

El camino se hace más duro

Más solitario y agreste,

La esperanza te consume

Mañana regresará

Voces

“Cariño, baja a almorzar”.

“No quiero almorzar”.

“¿Por qué no me dices que te pasa?”

“Sólo quiero estar sola. De nada serviría decírtelo. Nunca me entenderías…”

Volvió a ver la cara de su madre, desconcertada y dolorida. Y sintió vergüenza. Con dieciocho anos, debí tener más sentido común. Me creía muy mayor y sofisticada, pero sabía menos de la vida que una niña. Y tardé demasiado en aprender. Había tardado demasiado y era demasiado tarde. Todo había terminado. Cerró la puerta y fue a deshacer el equipaje.

La cena había terminado. Los seis se sentaron alrededor de la mesa a la luz de las velas y consumieron la cena preparada por Isobel con tanto cariño. Aunque no había matado el carnero mejor cebado, se había esmerado. Sopa fría, faisán asado, creme brulee y un excelente queso “Stilton”, todo regado con el mejor vino que Archie había encontrado entre los restos de la bodega de su padre.

Eran casi las diez e Isobel estaba en la cocina con Pandora, acabando de fregar las cacerolas y las sartenes, los cuchillos de mango de marfil y las fuentes que no cabían en el lavavajillas. Teóricamente, Pandora la ayudaba pero después de secar un par de cuchillos y poner tres sartenes en el armario equivocado, soltó el paño, se preparó una taza de “Nescafé” y se sentó a tomarlo.

Durante la cena, la conversación no había cesado ni un momento. Había mucho que contar y mucho que escuchar. El accidentado viaje de Lucilla y Jeff en autocar desde París hasta el sur de Francia; su bohemia estancia en Ibiza y, finalmente, las delicias de Mallorca y la casa Rosa. Isobel escuchaba encandilada a Lucilla, que describía el jardín.

– Cómo me gustaría verlo.

– Tendrías que venir. Tumbarte al sol a no hacer nada.

Archie rió:

– ¿Isobel, tumbarse al sol sin hacer nada? Tú no sabes lo que dices. Cuando quisieras darte cuenta, la tendrías agachada arrancando hierbajos.

– En mi jardín no hay hierbajos -dijo Pandora.

Y, después, la información local. Pandora escuchaba ávidamente hasta la menor noticia. Lo último acerca de Vi, los Aird, los Gillock. Willy Snoddy. ¿Tenía Archie noticias de Harris y de Mrs. Harris? Escuchó horrorizada las tribulaciones de Edie Findhorn con su prima Lottie.

– ¡Qué pesadilla! No me digáis que esa bruja anda otra vez cerca de nosotros. Menos mal que me habéis advertido. Estaré alerta para cambiar de acera si la veo venir.

Le hablaron de la familia Ishak, exiliados de Malawi, que habían llegado a Strathcroy casi sin un penique.

– … pero tenían amigos en Glasgow a los que les había ido bastante bien. Les ayudaron a quedarse con la tienda de Mrs. McTaggart. No la conocerías. Es todo un supermercado. No creíamos que durasen mucho pero estábamos equivocados. Trabajan como hormigas, siempre tienen abierto y el negocio va viento en popa. Aquí todos los queremos. Son amables y serviciales.

Y así sucesivamente, de todos los vecinos de los Balmerino, ligeramente más opulentos, lo cual significaba cualquiera que viviera en un radio de veinte millas; los Buchanan-Wright, los Ferguson-Crombie, la nueva familia que se había instalado en Ardnamoy, que tenían una hija que se había casado hacía poco y un hijo que nadie lo diría pero era agente de Bolsa y estaba ganando millones en la City.

No había detalle pequeño. El único tema que no se tocó como por acuerdo tácito, fue el de Pandora y lo que había hecho durante los últimos veintiún años.

A ella no le importaba. Había vuelto a Croy y, de momento, esto era lo esencial. Los años de ausencia parecían irreales, borrosos, como una vida ajena y ahora, rodeada de su familia, los olvidó sin pesar.

Pandora bebía su café sentada a la mesa de la cocina y contemplaba a Isobel, que restregaba la cacerola en el fregadero. Isobel llevaba unos guantes de goma rojos y un delantal azul y blanco que protegía su vestido bueno y Pandora, mirándola, pensó que era una mujer excepcional. Trabajaba apaciblemente sin quejarse, mientras el resto de la familia había desaparecido dejándole la tarea de limpiar los restos de la cena.

Porque hubo una desbandada general. Archie se excusó y bajó a su taller. Hamish, con la promesa de una recompensa en metálico, accedió a aprovechar la última luz del día para cortar la hierba del campo de croquet. Pandora quedó impresionada al verle acceder de buen grado. Pero no sabía lo mucho que ella le había impresionado a él. Una tía que viene a casa a pasar unos días no parece un plan muy interesante. Hamish esperaba a una persona tipo Vi, de pelo gris y zapatos de cordones, y recibió la impresión de su vida, cuando le presentaron a Pandora. Fenomenal. Como una estrella de cine. Mientras comía su plato de faisán, fantaseó con la posibilidad de presumir con ella delante de sus compañeros de clase de Templehall. Quizá su padre la llevara a ver algún partido. El prestigio de Hamish entre sus amigos se dispararía hasta las nubes. Se preguntó si le gustaría el rugby.

– Me encanta Hamish, Isobel.

– A mí tampoco me cae mal. Ojalá no se haga enorme.

– Va a ser guapísimo. -Bebió otro sorbo de café-. ¿Te gusta Jeff?

Jeff, comprensiblemente harto de la compañía femenina y de los desacostumbrados refinamientos de las dos últimas semanas se había llevado a Lucilla al “Strathcroy Arms” a tomar una jarra de buena cerveza en un ambiente reconfortantemente masculino.

– Parece buen chico.

– Es muy amable. Y en todo el viaje no ha perdido la paciencia ni una sola vez. Poco hablador, desde luego. Imagino que todos los australianos son fuertes y lacónicos. Aunque no lo sé. No he conocido a otro.

– ¿Crees que Lucilla está enamorada de él?

– Yo diría que no. Sólo son…, que horribles frases…, buenos amigos. Además, ella es muy joven. A los diecinueve años no apetece pensar en relaciones permanentes.

– ¿Quieres decir matrimonio?

– No, querida, no quiero decir matrimonio.

Isobel no hizo ningún comentario y Pandora pensó que quizá había dicho una inconveniencia y buscó un tema más ameno y menos espinoso.

– Isobel, no me habéis dicho nada de Dermot Honeycombe y su amigo Terence. ¿Todavía tienen la tienda de antigüedades?

– ¿No te lo ha escrito Archie? -Isobel se volvió de espaldas al fregadero-. Una pena. Terence murió. Hará unos cinco años.

– No lo puedo creer. ¿Y qué hizo el pobre Dermot? ¿Buscar otro jovencito?

– No; ni hablar. Desconsolado y fiel. Todos pensamos que se iría de Strathcroy pero se quedó. Todavía tiene la tienda y sigue viviendo en su pequeño cottage, ahora solo. De vez en cuando, nos invita a cenar y nos da unas raciones minúsculas de platos exquisitos con salsas exóticas. Archie siempre vuelve a casa hambriento y tengo que darle un plato de sopa o copos de maíz antes de que se acueste.

– Pobre Dermot. Tengo que ir a verle.

– Se alegrará. Siempre pregunta por ti.

– Le compraré alguna chuchería para regalársela a Katy Steynton en su cumpleaños. Tampoco hemos hablado de eso. Me refiero al baile. -Isobel había terminado por fin y se quitó los guantes, los dejó en la tabla de escurrir y se sentó frente a su cuñada-. ¿Seremos muchos en casa?

– No. Solo nosotros. Hamish ya estará en el colegio. De forasteros, sólo habrá un americano triste al que Katy conoció en Londres y lo invitó porque le dio lástima. Verena no tiene sitio y por eso viene aquí.

– ¡Qué bien! Un hombre para mí. ¿Por que está triste?

– Porque hace poco que murió su mujer.

– Vaya, espero que no esté muy alicaído. ¿Dónde dormirá?

– En tu antigua habitación.

Esto explicaba la cuestión.

– ¿Y la noche del baile? ¿Dónde cenaremos?

– Aquí. Podríamos invitar a los Aird y a Vi. Mañana vienen a almorzar; se lo diré a Virginia.

– No lo sabía.

– ¿Qué, que vienen a almorzar? Bueno, ahora ya lo sabes. Por eso Hamish está cortando la hierba del campo de croquet.

– Diversión familiar para la tarde, todo previsto. ¿Qué te pondrás para el baile? ¿Te has comprado algo?

– No. Se me acabó el dinero. Tuve que comprar a Hamish cinco pares de zapatos para el colegio…

– Pero, Isobel, tienes que estrenar un vestido. Saldremos juntas a comprarlo. ¿Adónde vamos? A Relkirk. Pasaremos todo el día…

– Pandora, te he dicho que… No me es posible.

– ¡Oh! Cariño, lo menos que puedo hacer es regalarte alguna cosilla. -Se abrió la puerta del jardín y entró Hamish, que había terminado su tarea antes de que acabara de oscurecer y volvía a tener hambre-. Después hablaremos.

Hamish se preparó el resopón. Un tazón de cereales, un vaso de leche y un puñado de galletas de chocolate. Pandora apuró el café y dejó la taza. Bostezó.

– Me parece que me voy a la cama. Estoy molida. -Se puso en pie-. Buenas noches, Hamish.

No trató de besarle y el chico no supo si alegrarse o sentirlo.

– ¿Está Archie en el taller? Bajaré a hablar con él un momento. -Dio un beso a Isobel-. Buenas noches, cariño. Es una delicia estar aquí. La cena estaba estupenda. Hasta mañana.

Archie estaba en el sótano, trabajando con ahínco a la luz de una potente bombilla cubierta por una amplia pantalla, que proyectaba un círculo luminoso sobre el banco de trabajo. Pintar la figura de Katy y su perro estaba resultando una operación difícil y delicada. Los cuadros desvaídos de la falda, la textura del jersey, los reflejos del pelo, todo entrañaba dificultades que ponían a prueba su habilidad.

Dejó el pincel de marta, tomó otro y entonces oyó acercarse a Pandora. Los pasos que sonaban en la escalera de piedra que bajaba desde las cocinas eran inconfundibles, lo mismo que el taconeo en las losas del mal iluminado pasillo. Archie se quedó en suspenso, y al levantar la mirada, vio abrirse la puerta y asomar la cabeza de Pandora.

– ¿Molesto?

– No.

– Que oscuro está esto. No he podido encontrar el interruptor la luz. Es como una mazmorra. Desde luego, estás tranquilo. -Arrimó una silla y se sentó a su lado-. ¿Qué haces?

– Pinto.

– Ya lo veo. Es bonita esa figura. ¿De dónde la has sacado?

Él respondió ufano:

– La he hecho yo.

– ¿Tú? Archie, eres fantástico. No sabía que tuvieras esa habilidad.

– Es para el cumpleaños de Katy. Son ella y su perro.

– Que buena idea. Tú nunca fuiste mañoso. Era papá el que nos arreglaba los juguetes y pegaba las cosas de porcelana. ¿Has aprendido en algún sitio?

– Sí. Cuando me hirieron… Cuando me volaron la pierna -rectifico- y me dieron de alta en el hospital, me enviaron a Headley Court. Es un centro de rehabilitación del Ejército para los individuos que tienen alguna incapacidad. Que están más o menos inútiles. Ahí te ponen las prótesis. Piernas, brazos, manos, pies… Te dan todo lo que te falte. Desde luego, dentro de ciertos límites. Y luego te hacen pasar unos meses de infierno hasta que aprendes a desenvolverte.

– No parece muy agradable.

– No estuvo mal. Y siempre hay algún pobre diablo que está peor que tú.

– Por lo menos, estás vivo. No te mataron.

– Muy cierto.

– ¿Es muy horrible tener una piernas de aluminio?

– Mejor que no tener ninguna, que parece ser la alternativa.

– Nunca me has explicado como fue.

– Es mejor que no lo sepas.

– ¿Fue como una pesadilla?

– Toda violencia es siempre una pesadilla.

Terreno vedado. Retrocedió.

– Perdona… Continúa.

– Bien…, cuando… -había perdido el hilo. Se quitó las gafas y se frotó los ojos-. Cuando empecé a andar, me enseñaron a utilizar una sierra de calar de pedal. Terapia ocupacional y buen ejercicio para la pierna. Y así empezó…

No había que temer. El momento de peligro había pasado. Si Archie no quería hablar de Irlanda del Norte, Pandora no quería escuchar.

– ¿Arreglas cosas como hacía papá?

– Sí.

– Es bonita esa figura. ¿Cómo se empieza a hacer cosas así? ¿Por dónde empezaste?

– Empiezas con un bloque de madera.

– ¿Qué clase de madera?

– Para esta usé haya. Haya de Croy, una rama desgajada por el viento hace años. Saqué el bloque con la sierra. Luego, hice dos dibujos de la foto, vista frontal y vista lateral. Después trasladé la elevación frontal al frente del bloque y la lateral, al costado. ¿Me sigues?

– Completamente.

– Luego, lo corté con la sierra de calar.

– ¿Qué es una sierra de calar?

La señaló con la mano.

– Ahí la tienes. Lleva un motor eléctrico y está bien afilada, conque será mejor que no la toques.

– No pensaba tocarla. ¿Y después qué haces?

– Empiezo a tallar. A cortar.

– ¿Con qué?

– Con herramientas de tallar la madera. Un cincel, una navaja…

– Estoy asombrada. ¿Es la primera que haces?

– Ni mucho menos, pero sí la más difícil, por la composición. La chica sentada y el perro. Resultó difícil. Antes sólo había hecho figuras de pie. Casi siempre, soldados con diferentes uniformes. Saco los detalles de un libro que encontré en la biblioteca de papá. El libro me dio la idea. Son un buen regalo de boda, si el novio está en el Ejército.

– ¿Puedes enseñarme alguno?

– Sí. Tengo uno. -Se levantó, fue a un armario y sacó una caja-. Éste no lo regalé porque no acababa de gustarme. Hice otro. Pero te dará una idea.

Pandora cogió la figura del soldado y la giró varias veces. Era la réplica de un oficial de la Black Watch, fiel hasta el último detalle, polainas, kilt y plumero rojo en la boina caqui. Le pareció perfecto y lo contempló con muda admiración por el insospechado talento de Archie, su precisión y su innegable arte.

También, con incredulidad.

– ¿Y dices que las regalas? Archie, tú estás mal de la cabeza. Estas tallas son preciosas. Únicas. Los turistas te las quitarían de las manos. ¿Nunca has pensado en venderlas?

– No. -Pareció sorprendido por la sugerencia.

– ¿Ni se te ha ocurrido?

– No.

Tuvo un acceso de irritación fraternal.

– Eres el colmo. Siempre fuiste un poco corto pero esto es ridículo. Isobel, trabajando como una esclava para las riadas de americanos cuando tú podrías hacer una fortuna fabricando estas cosas.

– Lo dudo. De todos modos, no se trata de fabricar. Requieren mucho tiempo.

– Pues toma a alguien que te ayude. Contrata a un par de personas. Crea una industria.

– Aquí no tengo sitio.

– ¿Y los establos? Están vacíos. ¿O uno de los graneros?

– Habría que reconstruirlos, equiparlos, poner electricidad, ajustarlos a las normas de seguridad, prevención de incendios.

– ¿Y qué?

– Pues que cuesta dinero. Y el dinero es un hermoso artículo que escasea.

– ¿No podrías pedir una subvención?

– Las subvenciones, en este momento, también escasean.

– Al menos, podrías intentarlo. ¡Oh! No seas tan apocado, Archie. Sé un poco emprendedor. Creo que es una idea maravillosa.

– Pandora, tú siempre has estado llena de ideas maravillosas. -Le cogió la figura del soldado y la guardó en la caja-. Pero tienes razón en lo de Isobel. La ayudo cuanto puedo, pero comprendo que tiene que atender demasiadas cosas. Antes de ir a Irlanda del Norte, había pensado buscar algún empleo, representaciones o algo así. No sé quien me hubiera admitido, pero no quería marcharme de Croy y eso parecía lo único que podía hacer… -Su voz, cavilosa, se hundió en el silencio.

– Pero ahora has aprendido un nuevo oficio. Este. Has revelado un talento que estaba oculto. Lo que necesitas es un poco de energía y decisión.

– Y mucho dinero.

– Archie. -Habló casi con irritación-. Con una pierna o con dos, no puedes rehuir tu responsabilidad.

– ¿Lo dices por experiencia?

– Touché -rió Pandora, agitando la cabeza-. Desde luego, soy la menos indicada para predicar. Hablar es fácil. -Bruscamente, abandonó la discusión, bostezó y se desperezó, levantando los brazos y extendiendo las manos-. Estoy cansada. Solo he venido a darte las buenas noches. Me voy a la cama.

– Que tengas felices sueños.

– ¿Y tú?

– Yo quiero terminar esto así podré estar más tiempo contigo.

– Eres un sol. -Se puso de pie, y se inclinó para darle un beso-. Me alegro de haber vuelto a casa.

– Yo también.

Fue hacia la puerta, la abrió, vaciló y volvió sobre sus pasos.

– ¿Archie?

– ¿Qué ocurre?

– Muchas veces me he preguntado… ¿Recibiste la carta que te mandé a Berlín?

– Sí.

– Nunca contestaste…

– Cuando decidí lo que iba a decirte, ya te habías ido a América y era demasiado tarde.

– ¿Se lo contaste a Isobel?

– No.

– ¿Ni… a nadie más?

– No.

– Entiendo. -Sonrió-. Los Aird vienen mañana a almorzar.

– Lo sé. Les invité yo.

– Buenas noches, Archie.

– Buenas noches.

La tarde se deslizaba hacia la noche. La casa empezaba a calmarse tras otro día de vivo ajetreo. Hamish vio la televisión un rato y después subió a acostarse. En la cocina, Isobel puso la mesa para el desayuno -última tarea del día- y abrió la puerta de los perros para que hicieran su ronda final por el oscuro jardín, alerta al olor de algún conejo merodeador. Apagó las luces y se fue a la cama. Al cabo de un rato, Jeff y Lucilla volvieron del pueblo. Entraron por la puerta de atrás. Archie oyó sus voces arriba, en el vestíbulo. Después, silencio.

Era más de medianoche cuando terminó. Un día de reposo y el esmalte se habría secado. Ordenó sus utensilios, tapó los pequeños botes de pintura, limpió los pinceles, apagó la luz y cerró la puerta. Lentamente, recorrió el oscuro pasillo y subió la escalera para iniciar las habituales comprobaciones de cada noche, operación que él llamaba acostar a la casa. Repasó los cerrojos de las puertas y las fallebas de las ventanas, los guardafuegos y los enchufes. En la cocina, encontró los perros dormidos. Se puso un vaso de agua y bebió. Finalmente, subió la escalera.

Pero no fue inmediatamente a su habitación sino que se dirigió al final del pasillo, donde brillaba una rendija de luz bajo la puerta de la habitación de Lucilla. Golpeó suavemente, abrió la puerta y encontró a su hija en la cama, leyendo.

– Lucilla.

Ella levanto la vista, puso una señal en la página y dejó el libro.

– Creí que te habías acostado hace rato.

– No. Estaba trabajando. -Se sentó en el borde de la cama-. ¿Lo has pasado bien esta noche?

– Sí; ha sido divertido. Toddy Buchanan estaba en buena forma, como siempre.

– Quería darte las buenas noches y también las gracias.

– ¿Por qué?

– Por haber venido a casa.

La mano de Archie descansaba sobre el edredón. Ella la cubrió con la suya. Isobel usaba camisones de batista blanca con puntillas, pero Lucilla dormía con una camiseta verde con el lema "Salvemos las selvas” estampado en el pecho. Su oscuro cabello se esparcía sobre la almohada como la seda y sintió una oleada de ternura

– ¿No estás decepcionado? -le preguntó.

– ¿Por qué había de estarlo?

– Muchas veces, cuando te has pasado años esperando una cosa, luego te sientes desilusionado cuando la cosa sucede.

– No me siento desilusionado.

– Es muy guapa.

– Pero está espantosamente delgada, ¿no crees?

– Sí. Pero es que es un puro nervio, todo lo quema.

– ¿Qué quieres decir?

– Esto. Duerme mucho, pero cuando está despierta tiene una marcha impresionante. Superdirecta, diría yo. Estar todo el día con ella es verdaderamente agotador. Y luego se queda dormida como si el sueño fuera lo único que puede recargarle las baterías.

– Siempre fue así. Mrs. Harris decía: “Esa Pandora. O en los cielos o por los suelos.”

– Maníaco depresiva.

– No tanto.

– Pero camino.

Archie frunció el ceño. Y, entonces, hizo la pregunta que le había obsesionado durante toda la noche.

– ¿Tú crees que se droga?

– ¡Papá!

Se arrepintió inmediatamente de haber mencionado sus temores.

– Te lo pregunto porque imagino que tú sabes de esas cosas más que yo.

– Desde luego, no es una drogata. Aunque quizá tome algo para animarse. Mucha gente lo hace.

– ¿Pero no es adicta?

– ¡Oh! Papá, no lo sé. Pero preocupándonos por Pandora no vamos a adelantar nada. Tienes que aceptarla como es. Como se ha vuelto. Divertirte con ella. Reírte.

– En Mallorca…, ¿crees que es feliz?

– Lo parece. ¿Y por qué no ha de serlo? Una casa de ensueño, jardín, piscina, mucho dinero…

– ¿Tiene amigos?

– Tiene a Serafina y a Mario, que la cuidan…

– No me refería a eso.

– Ya lo sé. No; no veíamos a nadie, por lo que no sé si tiene amigos o no. En realidad, solo vimos a un hombre. Estaba allí cuando llegamos, pero no volvió.

– Pensé que viviría con alguien.

– Yo creo que ese hombre debía de ser su amante y si no volvió fue porque estábamos nosotros. -Él no dijo nada y Lucilla sonrió-: Allí las costumbres son distintas, papá.

– Ya lo sé. Ya lo sé.

Ella lo asió por el cuello, lo atrajo hacia sí y lo besó.

– No te preocupes.

– No me preocupo.

– Buenas noches, papá.

– Buenas noches, mi vida. Que Dios te bendiga.

5

Domingo por la mañana. Nublado, viento en calma, silencio, los sonidos apagados por la lasitud dominical. La lluvia de la noche había dejado charcos junto al camino y había empapado los jardines. En Strathcroy, los cottages dormían con las cortinas echadas. Lentamente, sus ocupantes empezaron a moverse, se levantaban, abrían las puertas, encendían fuego, hacían té.

De las chimeneas ascendían verticales penachos de humo de turba. Se paseaba al perro, se cortaba el seto, se lavaba el coche. Mr. Ishak abrió la tienda para vender bollos, leche, los periódicos del domingo y los demás artículos que una familia podía necesitar para pasar el día de ocio. La campana repicaba en la torre de la iglesia presbiteriana.

En Croy, Hamish y Jeff fueron los primeros en bajar y entre los dos se hicieron el desayuno. Huevos con tocino, salchichas y tomates, tostadas, mermelada de naranja y miel, todo regado con grandes tazas de té bien cargado. Isobel encontró los platos sucios amontonados junto al fregadero y una nota de Hamish.

“Querida mamá. Jeff y yo nos hemos llevado los perros al lago. Él tenía ganas de verlo. Volveremos a las doce y media. A tiempo para el solomillo.”

Isobel preparó café, se sentó y lo tomó pensando en pelar unas patatas y hacer un pastel. Se preguntó si habría suficiente nata para hacer una mousse de grosellas. Apareció Lucilla y, finalmente, Archie, con su mejor traje de cheviot porque le tocaba encargarse de la lectura en la iglesia. Ni su mujer ni su hija se ofrecieron para acompañarle. Con diez personas a almorzar, tenían trabajo más que suficiente.

Pandora no amaneció hasta las doce y cuarto, cuando ya casi no quedaba nada que hacer en la cocina. Sin embargo, era evidente que no había estado ociosa, sino muy atareada pintándose las uñas, lavándose el pelo, maquillándose y rociándose de ”Poison”. Llevaba un vestido de punto con diamantes de colores estampados. Era tan fino, airoso y elegante que tenía que ser italiano forzosamente. Encontró a Lucilla en la biblioteca y le aseguró que había dormido toda la noche de un tirón, pero pareció encantada de hundirse en las profundidades de una butaca y aceptó de buen grado una copa de jerez.

En Pennyburn, Vi se sentó en la cama, bebió su matutina taza de té y elaboró sus planes para el día. Quizá debiera ir a la iglesia. Había muchas cosas por las que pedir. Lo estuvo pensando y luego desistió. Decidió cuidarse. Se quedaría en casa alimentando energías. Terminaría el libro, desayunaría tarde y se sentaría al escritorio a repasar facturas, unas cuentas de la pensión y una incomprensible petición de la Oficina de Impuestos. Estaba invitada a almorzar en Croy. Edmund, Virginia y Henry iban a pasar a recogerla.

Pensaba en aquel almuerzo con más inquietud que gozo. Miró por la ventana para comprobar el cariz del tiempo: noche de lluvia y, ahora, humedad y nubes. Quizá después se animara. Era uno de esos días que requieren ánimos. Para estar cómoda, pensó, llevaría su vestido de lana gris. Y para darse valor, el nuevo pañuelo "Hermès".

En Balnaid, Virginia fue en busca de Henry.

– Henry, ven a cambiarte.

El niño estaba en el suelo del cuarto de los juguetes con el juego de construcción espacial y la interrupción le contrarió.

– ¿Por qué tengo que cambiarme?

– Porque hoy almorzamos fuera y no puedes ir con esa pinta.

– ¿Por qué?

– Porque tienes los tejanos sucios, la camiseta sucia y los zapatos sucios, y tú estás sucio.

– ¿Tengo que arreglarme?

– No; sólo ponerte una camiseta limpia, unos tejanos limpios y unas zapatillas limpias.

– ¿Y los calcetines?

– Y calcetines limpios.

Suspiró con resignación.

– ¿Tengo que guardar la construcción espacial?

– No; puedes dejarla donde está. Pero date prisa o papá empezará a impacientarse.

Tirando de él, lo llevó a su habitación, se sentó en la cama y le quitó la camiseta.

– ¿Habrá más niños?

– Hamish.

– Él no querrá jugar conmigo.

– Henry, hablas de Hamish como si fueras un bebé. Si tú no te portas como un bebé, él jugará contigo. Quítate el pantalón y las zapatillas.

– ¿Quién habrá?

– Nosotros. Y Vi. Y los Balmerino. Y Lucilla, que ha vuelto de Francia. Y un amigo de Lucilla que se llama Jeff. Y Pandora.

– ¿Quién es Pandora?

– La hermana de Archie.

– ¿Yo la conozco?

– No.

– ¿Tú la conoces?

– No.

– ¿Papá la conoce?

– Sí; la conoció cuando era niña, Vi también la conoce.

– ¿Y tú por qué no la conoces?

– Porque hace muchos años que vive en el extranjero. Ha vivido en América. Es la primera vez que vuelve a Croy.

– ¿Y Alexa la conoce?

– No. Alexa era muy pequeña cuando ella se fue a América.

– ¿Pandora conoce a tus abuelos de Leesport?

– No. Ellos viven en Long Island y Pandora vivía en California. Eso está al otro lado de los Estados Unidos.

– ¿La conoce Edie?

– Sí. Edie la conoció cuando era una niña.

– ¿Cómo es?

– Henry, por Dios, si no la conozco, ¿cómo quieres que lo sepa? ¿Has visto ese cuadro que hay en el comedor de Croy? ¿El de la niña? Pues la niña es Pandora, cuando era joven.

– Ojalá sea guapa todavía.

– A ti te gustan las señoras guapas, ¿eh?

– No me gustan las feas. -Hizo una mueca de monstruo-. Como esa Lottie Carstairs.

Virginia no tuvo mas remedio que reírse.

– ¿Sabes una cosa, Henry Aird? Tú me vas a matar. Trae el cepillo del pelo y después ves a lavarte las manos.

Desde el pie de la escalera, Edmund llamó:

– Virginia.

– ¡Ahora mismo bajamos!

Los esperaba vestido con un pantalón de franela gris, una camisa de sport, un foulard, un pullóver de cachemir azul y sus relucientes mocasines "Gucci".

– Es hora de irse.

Cuando Virginia se acercó a él le dio un beso:

– Está usted muy elegante, Mr. Aird, ¿lo sabía?

– Pues usted no digamos. Andando, Henry.

Subieron al “BMW”. Pararon en el pueblo, Edmund entró en la tienda de Mr. Ishak y volvió cargado con el montón de periódicos del domingo. Luego, se dirigieron a Pennyburn.

Vi oyó el coche mientras cerraba la puerta. Edmund abrió la portezuela y ella se instaló a su lado. A Henry le pareció que estaba muy elegante y se lo dijo.

– Gracias, Henry. Este pañuelo tan bonito me lo trajo tu madre de Londres.

– Ya lo sé. A mí me trajo un palo y una pelota de cricket.

– Si me los enseñaste…

– Y a Edie, un cardigan. A Edie le encantó. Dice que se lo guarda para el domingo. Es azul rosa.

– Lila -le dijo Virginia.

– Lila. -Repitió la palabra para sí porque le había gustado el sonido. Lila.

El potente coche dejo atrás Pennyburn y aceleró cuesta arriba.

Al llegar, vieron el viejo “Land Rover” de Archie delante de la casa. Edmund paró al lado y, mientras la familia Aird se apeaba, apareció Archie en la puerta a recibirlos.

– Hola, ya estáis aquí.

– Estás muy elegante, Archie -dijo Edmund-. Supongo que no habré venido muy campestre.

– Es que estuve en la iglesia. Me tocaba la lectura. quería ponerme algo menos formal, pero ya no hay tiempo. O sea que vais a tener que tomarme como estoy. Vi. Virginia. Me alegro mucho de veros. Hola, Henry, buenos días. ¿Cómo estás? Hamish está en su cuarto adecentándose. Ha montado el “Scalextric” en el cuarto de jugar. Si quieres subir a echar un vistazo…

La sugerencia, hecha con naturalidad, fue sabia y atrajo la atención de Henry como Archie había supuesto. No le preocupaba la conducta de su hijo, a quien habían advertido de la venida de Henry y habían recordado que debía tratar con hospitalidad al pequeño invitado.

En cuanto a Henry, sólo tardó un instante en pensar que, sin nadie más alrededor, Hamish podía ser un compañero divertido a pesar de que Henry tuviera cuatro años menos que él. Y Henry no tenía “Scalextric”. Era una de las cosas que pensaba poner en la lista de Navidad.

Se le iluminó la cara.

– ¡Oh! Bueno -dijo, alejándose hacia la escalera a buen paso y dejando a los mayores con sus asuntos.

– Una brillante idea -murmuró Vi, como hablando consigo misma. Y agregó-: ¿Había mucha gente en la iglesia esta mañana?

– Dieciséis personas, incluido el rector.

– Hubiera tenido que ir, para hacer bulto. Voy a tener remordimientos durante todo el día…

– Pero no todo son malas noticias. El obispo ha tenido la suerte de descubrir un fideicomiso legado a la iglesia hace años. Cree que sacará un buen pellizco, que puede servir para liquidar el saldo de la factura de los electricistas…

– Sería formidable.

– Pero yo creía que habíamos organizado el bazar para eso… -intervino Virginia.

– Siempre podemos redistribuir los fondos…

Edmund no dijo nada. Había tenido una mañana muy larga que había procurado llenar con asuntos insignificantes que requerían su atención y que llevaban pendientes varias semanas. Había escrito algunas cartas, pagado unas cuentas y había contestado a una consulta de su administrador. Ahora, empezó a sentirse impaciente. Al fondo del ancho corredor, las puertas de la biblioteca estaban sugerentemente abiertas. Le apetecía un gin-tonic, pero Archie, Virginia y Vi se habían quedado encallados al pie de la escalera, absortos en cuestiones eclesiásticas sin ningún interés para Edmund, que había procurado siempre mantenerse al margen de ellas.

– … porque nos hacen falta reclinatorios nuevos.

– Vi, yo creo que es más urgente una caldera de carbón que los reclinatorios…

Su madre y su esposa parecían haber olvidado la razón principal de su venida a Croy. Edmund escuchaba dominando su irritación. De pronto, dejó de escuchar. Otro sonido captó su atención. De la biblioteca llegaba el repicar de unos tacones altos. Miró por encima de la cabeza de Virginia y vio salir a Pandora.

Ella se detuvo en el vano de la puerta a observar la situación. A pesar de la considerable distancia que los separaba, sus ojos se encontraron con los de Edmund. Él olvidó su impaciencia y por su cabeza empezaron a desfilar palabras, como si le hubieran pedido una descripción urgente y buscara afanosamente, para desecharlos de inmediato, los adjetivos aptos para describirla: mayor, más delgada, atenuada, elegante, mondaine, amoral, experimentada.

Pandora. La hubiera reconocido en cualquier lugar del mundo. Con aquellos ojos grandes y ávidos, la boca carnosa y su provocativo lunar sobre el labio superior. Las facciones y la silueta permanecían inalterables al paso de los años y su abundante melena castaña todavía era juvenil.

Sintió que se le paralizaba la cara. No podía sonreír. Los demás percibieron oscuramente su silencio y su inmovilidad, como el perro de raza que señala el ave. La conversación se interrumpió y sus voces se apagaron. Vi volvió la cabeza.

– Pandora.

Los problemas de la iglesia quedaron olvidados. Vi se apartó de Virginia, caminando sobre el reluciente parquet con la espalda erguida, los brazos abiertos y el abultado bolso de piel columpiándosele del codo.

– Pandora, tesoro mío. Que alegría. Que delicia volver a verte.

– … Pero, Isobel, no podemos venir todos a cenar. Seremos demasiados.

– No. Si no me equivoco, seremos once. Sólo uno más que ahora.

– ¿Verena no te ha colado a nadie en casa?

– Sólo a un hombre.

– Conocido como el Americano Triste -terció Pandora-, porque Isobel no recuerda su nombre.

– Pobre tipo -dijo Archie desde la cabecera de la mesa-. Ya ha sido encasillado antes de llegar.

– ¿Por qué está triste? -preguntó Edmund, alargando la mano hacia el vaso de cerveza. En Croy nunca se servía vino con el almuerzo. No era por economía, sino por una tradición familiar que se remontaba a los padres y los abuelos de Archie y que Archie mantenía porque le parecía buena idea. El vino ponía a la gente charlatana y soñolienta, y el domingo por la tarde, en su opinión, debía dedicarse a realizar sanas actividades al aire libre y no a dar cabezadas en una butaca con el periódico en la mano.

– Probablemente, ni siquiera estará triste -le dijo Isobel-. A lo mejor, es un individuo sensato y animado. Hace poco que enviudó, se ha tomado un par de meses de vacaciones y vendrá aquí para distraerse.

– ¿Verena lo conoce?

– Ella, no; Katy. Le dio lástima y pidió a Verena que le enviara una invitación.

– Ojalá no sea una de esas personas terriblemente sinceras y solemnes. Ya sabéis, esa gente tan educada que tiene transportes de éxtasis si les enseñas una alcantarilla. Te juran que lo encuentran muy interesante y preguntan la fecha de construcción -dijo Pandora.

– Pandora -rió Archie-, ¿cuántas veces has enseñado una alcantarilla a un americano?

– ¡Oh! Cariño, nunca. Era sólo un ejemplo.

Estaban sentados a la mesa. El rosbif había quedado en su punto, tierno, jugoso y sonrosado, y lo habían consumido entre muestras de aprobación junto con las judías tiernas, los guisantes frescos, las patatas asadas y salsa de rábano picante con el jugo de la carne delicadamente aderezado con vino tinto. Ahora, degustaban la mousse de arándano de Isobel y la tarta.

El día, como una mujer inconstante, había dejado de torcer el gesto y había decidido animar el semblante. Se había levantado una brisa fresca. De vez en cuando, un rayo de sol refulgía sobre la plata y los vasos de cristal tallado.

– Si venimos todos a cenar -dijo Virginia volviendo a llevar la conversación a las cuestiones practicas-, tendrás que dejar que te ayude. Yo haré el entremés, o un postre, o algo.

– Eso me vendría muy bien -reconoció Isobel-. Porque la víspera voy a tener que ir a Corriehill a ayudar a Verena con las flores.

– Pero si es mi cumpleaños. -Vi estaba indignada-. Es el día del picnic.

– Ya lo sé, Vi, lo siento, pero por primera vez en muchos años no voy a poder ir.

– Bueno, espero que no me falle nadie más. Tú no tendrás que ir también a arreglar flores, ¿verdad, Virginia?

– No. A mí sólo me han pedido que preste mis macetas y mis floreros más grandes, pero puedo llevarlos a Corriehill el miércoles.

– ¿Cuándo llega Alexa? -preguntó Lucilla.

– El jueves por la mañana. Ella y Noel harán el viaje de noche. Noel no puede dejar el trabajo antes. Y, naturalmente, traerán el perro de Alexa. O sea que por lo menos ellos estarán en el picnic, Vi.

– Tendré que hacer una lista -dijo Vi-, porque, si no, perderé la cuenta y haré demasiada comida o me quedaré corta. -Se inclinó para mirar a Henry. El niño tenía una expresión sombría. No le gustaba que hablaran del cumpleaños de Vi porque él no iba a estar-. Mandaré a Templehall dos buenos trozos de pastel. Uno para Henry y el otro para Hamish.

– Pero que no rezume. -Hamish recogía con la cuchara los restos de la mousse-. Una vez mamá me mandó un pastel y toda la crema se salió y la gobernanta se puso lívida. Lo tiró todo al cubo de basura de la enfermería.

– Que asco de gobernanta -dijo Pandora, compasiva.

– Es una vaca. Mamá, ¿puedo comer un poco más?

– Sí, pero antes ofrece a los demás.

Hamish se levantó y obedeció, llevando una fuente en cada mano.

– Nosotros tenemos un pequeño problema -dijo Lucilla. Todos la miraron, interesados pero no preocupados-. Jeff no tiene nada que ponerse. Para el baile, quiero decir.

Las miradas se volvieron a Jeff, que apenas había hablado durante todo el almuerzo. Se quedó un poco cohibido y pareció alegrarse de la interrupción de Hamish, que se acercaba a él para ofrecerle una segunda ración de postre.

Se sirvió una cucharada más de lo que quedaba del mousse de arándano.

– Cuando salí de Australia no creí que fueran a invitarme a una fiesta de gala. Además, en la mochila no cabía el esmoquin.

Consideraron el problema.

– Te prestaría el mío -dijo Archie-, pero tengo que ponérmelo

– Papá, Jeff no cabe en tu esmoquin.

– Podría alquilar uno. En Relkirk hay un sitio…

– Son carísimos, papá.

Archie se disculpó con humildad.

– Lo siento. No lo sabía.

Edmund miró al australiano desde el otro lado de la mesa.

– Debes de usar la misma talla que yo. Si quieres, puedo prestarte algo.

Violet se asombró al oírlo. Volvió la cara para mirar a su hijo, que estaba sentado a su lado. Él, ajeno a su mirada, mantenía un perfil serio, sereno e impasible. Intentando analizar la causa de aquel asombro suyo tan poco maternal, descubrió que la verdad era que nunca habría creído a Edmund capaz de una sugerencia tan amable y espontánea.

¿Y por qué? Era su hijo, el hijo de Geordie. Sabía que, en los asuntos importantes, siempre había sido generoso -tanto con su dinero como con su tiempo-, compasivo y considerado. Violet podía recurrir a él, y lo había hecho muchas veces, segura de que él no regatearía esfuerzos para resolver un problema o ayudarla a tomar una decisión.

Pero en las cosas pequeñas… las cosas pequeñas eran distintas, el detalle, la palabra amable, el regalo trivial que sólo cuesta unos peniques y unos minutos pero que trasciende por la atención que revela. Sus ojos cruzaron la mesa y se posaron sobre Virginia y la gruesa pulsera de oro que rodeaba su muñeca. Edmund le había regalado aquella pulsera -y Violet no quería ni imaginar lo que había costado-, para componer sus desavenencias, como si fuera un tubo de pegamento. Pero habría sido mejor no pelearse y ahorrarse semanas de sufrimiento.

Y ahora se brindaba a hacer un favor al tal Jeff, el amigo de Lucilla. No supondría ninguna molestia para él, pero la espontaneidad con que había efectuado el ofrecimiento le recordó a Geordie. Ello hubiera debido colmarla de satisfacción, pero la entristeció porque no recordaba cuando había visto por ultima vez en Edmund algún rasgo heredado de su afable y generoso padre.

Jeff parecía tan desconcertado como ella.

– No. No quiero abusar. Alquilaré algo.

– No supone ninguna molestia. En Balnaid tengo varias cosas. Ven a probártelas, a ver como te sientan.

– ¿No le harán falta?

– Yo llevaré mi kilt, como el hombre de las cajas de galletas.

Lucilla estaba muy agradecida.

– Edmund, eres un santo. Qué peso nos quitas de encima. Ahora sólo falta que yo encuentre algo para mí.

– Isobel y yo vamos a ir de compras a Relkirk -dijo Pandora-. ¿Por qué no vienes con nosotras?

Lucilla, sorprendiéndoles a todos, respondió:

– Encantada. -Pero el asombro duró poco-. En Relkirk hay un mercadillo estupendo y uno de los puestos tiene solo preciosidades de los años treinta. Estoy segura de que encontraré algo.

– Sí -convino su madre-. Estoy segura de que lo encontrarás.

– Eres un salvaje, papá. Me has lanzado directo debajo del rododendro.

– Quería quitarte de en medio.

– No tenías por que golpear tan lejos.

– Sí que tenía, porque eres demasiado viva como para dejarte al lado del aro. Ahora, Virginia, tú debes colocarte justo aquí.

– ¿Qué brizna de hierba me has reservado?

Después del café, los comensales se habían dispersado amigablemente. Los niños, cansados del “Scalextric”, se habían ido a jugar a la casita del árbol de Hamish y se balanceaban en un trapecio. Isobel se había llevado a Vi a ver el borde floral del jardín que, sin ser tan fastuoso como en los viejos tiempos, la enorgullecía y la hacía mostrarlo en cuanto tenía ocasión. Archie, Virginia, Lucilla y Jeff habían decidido aprovechar la labor de Hamish y jugaban un reñido partido de croquet. Edmund y Pandora los contemplaban desde el columpio situado en la parte alta del prado.

Hacía una hermosa tarde de viento. Las nubes navegaban por el cielo a alturas diferentes, pero descubrían grandes retazos azules y el sol calentaba. No obstante, Pandora, antes de salir al jardín, había cogido del lavabo una vieja cazadora de Archie de gabardina caqui forrada de lana de pelo largo. Se había sentado sobre las piernas y se envolvía en la prenda. De vez en cuando, Edmund se impulsaba con el pie para mecer el viejo columpio, que necesitaba un buen engrase y chirriaba de un modo escalofriante.

De los rododendros surgió un alarido.

– No encuentro la maldita bola y me he arañado con una zarza.

– Dentro de un momento, empezarán a volar trozos de pellejo familiar -dijo Edmund.

– Es lo que ocurre siempre. Es un juego mortal.

Guardaron silencio, balanceándose suavemente hacia delante y hacia atrás. Virginia golpeó su bola, que rodó plácidamente hasta al menos cuatro metros más allá del punto que señalaba Archie.

– ¡Oh! Lo siento, Archie.

– Le has dado demasiado fuerte.

– Observación superflua por evidente -comentó Edmund.

Pandora no contestó. Ñic, ñic hacía el columpio.

Observaron en silencio el tiro de Jeff.

– ¿Me odias, Edmund? -preguntó ella.

– No.

– Entonces, ¿me desprecias? ¿Me tienes en poca estima?

– ¿Por qué había de despreciarte?

– Por la forma en que lo desbaraté todo. Escapándome con un hombre casado que podía ser mi padre. Sin dejar ni una explicación, dando a mis padres aquel disgusto, no acercándome más por aquí. Escandalizando y horrorizando a todo el pueblo.

– ¿Eso hiciste?

– Lo sabes bien.

– Yo no estaba aquí.

– Desde luego. Estabas en Londres.

– Nunca me expliqué por que te fuiste.

– Me sentía muy desgraciada. No encontraba sentido a mi vida. Archie se había marchado y estaba casado con Isobel, y yo le echaba de menos. No sabía hacia donde volverme. Y entonces se presentó aquella oportunidad y todo parecía deslumbrante y de personas mayores. Emocionante. Necesitaba un empujón, ánimos, y eso es lo que él me dio.

– ¿Dónde os conocisteis?

– ¡Oh! En una fiesta. Tenía una mujer con cara de caballo. Gloria se llamaba, pero en cuanto vio el plan levantó el campo, se fue a Marbella y no volvió. Fue otra razón para escaparnos a California.

Lucilla emergió de entre los rododendros, con unas hojas enredadas en el pelo y se unió a los jugadores.

– ¿Quién ha pasado por el aro y quién no?

El columpio, poco a poco, dejó de oscilar. Edmund dio otro empujón con el pie y empezó a oscilar nuevamente.

– ¿Eres feliz? -preguntó Pandora.

– Sí.

– Yo creo que nunca lo he sido.

– Lo siento.

– Me gustaba ser rica, pero no era feliz. Sentía nostalgia de casa y echaba de menos a los perros. ¿Sabes cómo se llamaba el hombre con el que me escapé?

– Me parece que nadie llegó a decírmelo.

– Harold Hogg. ¿Imaginas que alguien pueda fugarse con un hombre llamado Harold Hogg? Lo primero que hice después del divorcio fue recuperar el apellido Blair. Pero, aunque no conserve su nombre, sí conservé buena parte de su dinero. Es una suerte divorciarse en California.

Edmund no contestó.

– Y, entonces, cuando todo hubo terminado y volvía a apellidarme Blair, ¿sabes lo que hice?

– Ni idea.

– Me fui a Nueva York. No había estado nunca ni conocía a nadie. Pero me alojé en el hotel más elegante que encontré y me fui a pasear por la Quinta Avenida. Pensaba que podía comprarme todo lo que quisiera. Y no compré nada. También hay una cierta felicidad en saber que puedes tener lo que quieras y luego descubrir que no lo deseas, ¿verdad, Edmund?

– ¿Eres feliz ahora?

– Estoy en casa.

– ¿Por qué has vuelto?

– No lo sé. Por varias razones. Lucilla y Jeff podían traerme. Quería volver a ver a Archie. Y, por último, naturalmente, la atracción irresistible de la fiesta de Verena Steynton.

– Me parece que Verena Steynton ha tenido que ver muy poco con tu decisión.

– Quizá. Pero es una bonita excusa.

– No viniste ni cuando murieron tus padres.

– Fue imperdonable, ¿verdad?

– Lo has dicho tú, Pandora, no yo.

– Me faltó valor. No pude. Me sentía incapaz de afrontar el funeral, el entierro, los pésames. No podía mirar a nadie a la cara. Y la muerte es tan dura y la juventud tan dulce. No podía aceptar que todo hubiera acabado.

– ¿Eres feliz en Mallorca?

– Allí también estoy en casa. Después de tantos años, la Casa Rosa es el primer hogar que he tenido.

– ¿Volverás allí?

Hablaban sin mirarse, observando con aparente interés a los jugadores de croquet. Pero ahora él volvió la cabeza y ella hizo otro tanto, y sus ojos extraordinarios, orlados de negras pestañas se miraron en los de él. Quizá fuera por lo delgada que estaba, pero a Edmund le pareció que sus ojos eran más grandes y brillantes que nunca.

– ¿Por qué lo preguntas? -dijo ella.

– No lo sé.

– Quizá yo tampoco lo sepa.

Apoyó la cabeza sobre los descoloridos almohadones de rayas y volvió a contemplar el croquet. La conversación parecía haber terminado. Edmund miró a su esposa. Estaba en medio del verde prado, apoyada sobre su mazo mientras Jeff se disponía a efectuar un tiro difícil. Virginia llevaba una camisa a cuadros y una minifalda de denim azul y sus piernas largas y bronceadas destacaban sobre sus blancas zapatillas. Esbelta y sana, estallando en carcajadas ante el frustrado intento de Jeff de introducir la bola por el aro, irradiaba la vitalidad que Edmund asociaba a los anuncios de prendas deportivas, de relojes "Rolex” y cremas bronceadoras que aparecían en las revistas de papel couché. Virginia. Mi amor, se dijo. Mi vida. Pero, sin que pudiera explicarse por que, las palabras se le antojaban tan vacías como encantamientos sin efecto y sintió un acceso de desesperación. Pandora callaba. No podía imaginar en que estaría pensando. Se volvió a mirarla y vio que se había quedado profundamente dormida.

Sí que resultaba amena su compañía. No supo si ofenderse o reír, y esta sana reacción a su perfidia sirvió para demorar la amarga sensación de haber llegado al final del trayecto.

6

Los lunes por la mañana, Edie iba a Balnaid a ayudar a Virginia y ésta se alegraba de ello. El lunes nunca había sido su día favorito, porque el fin de semana había terminado y Edmund se había marchado otra vez, a las ocho de la mañana, vestido de ciudad, para estar en su despacho de Edimburgo antes de la hora punta. Su marcha dejaba una sensación de vacío, de soledad, de abandono, y siempre suponía un esfuerzo volver a la rutina diaria y realizar las monótonas labores necesarias para mantener la casa en marcha. Pero cuando se oía el golpe de la puerta trasera que anunciaba la llegada de Edie todo parecía más soportable. Alguien con quien hablar, alguien con quien reírse, alguien que limpiaba el polvo de la biblioteca y los pelos de perro de la alfombra del vestíbulo. El ruido de platos en la cocina era reconfortante. Edie fregaba los cacharros del desayuno, cargaba la lavadora con la ropa sucia del fin de semana y hablaba con los perros.

– Fuera de aquí si no queréis que os pise la cola.

Virginia estaba en el dormitorio, cambiando las sábanas de la gran cama de matrimonio, una de las tareas del lunes. Henry se había ido de compras. Su madre le había dado cinco libras y se había marchado al pueblo a hacer una visita a Mrs. Ishak y adquirir la cantidad de caramelos, chocolatinas y galletas que estaba autorizado a llevarse a Templehall en su cartera y que tenían que durarle todo el trimestre. Nunca había dispuesto de tanto dinero para golosinas y esta novedad había distraído momentáneamente su atención de la circunstancia de que al día siguiente dejaría su casa por primera vez. Ocho años y fuera de casa. No para siempre, claro. Pero Virginia sabía que cuando volviera a verlo sería ya otro Henry porque habría visto cosas y hecho y aprendido cosas totalmente ajenas a la vida de su madre. Se iba al día siguiente. El primero de diez años de separación de sus padres y de su casa. El inicio de su proceso de formación. Que debía realizarse lejos de ella.

Puso las fundas en las almohadas. Sólo les quedaban veinticuatro horas. Había procurado no pensar en ello durante el fin de semana, hacer como si el martes no hubiera de llegar. Sospechaba que Henry había hecho otro tanto y su inocencia le hacia sufrir. La víspera, cuando entró a darles las buenas noches, se preparó para una escena de llanto y protestas. Ya se acabó el fin de semana. El último fin de semana. No quiero ir al colegio. No quiero dejarte. Pero Henry sólo le dijo que lo había pasado muy bien jugando con Hamish, que se había colgado por una pierna del columpio de Hamish; y, agotado por la actividad del día, se había dormido casi al momento.

Virginia extendió las sábanas frescas y planchadas. Procuraré que hoy pase un día divertido, se dijo. Y mañana resistiré como sea. Cuando Edmund se lleve a Henry, cuando ya no pueda oír el coche, buscaré algo que hacer. Iré a ver a Dermot Honeycombe y me dedicaré a buscar con calma un regalo para Katy Steynton. Algo de porcelana, un quinqué o quizás una pieza de plata del dieciocho. Escribiré una carta muy larga a los abuelos. Arreglaré el armario de la ropa blanca, repasaré los botones de las camisas de Edmund… Y entonces llegará Edmund y lo peor ya habrá pasado, y podré empezar a contar los días que faltan hasta el primer fin de semana que Henry pase en casa.

Hizo un hato con las sábanas sucias y las echó al corredor, guardó varias prendas de vestir y zapatos, retocó el almohadón. Entonces, sonó el teléfono. Lo cogió y se sentó en el borde de la cama recién hecha.

– Balnaid.

– Virginia. -Era Edmund. A las nueve y cuarto de la mañana.

– ¿Estás en el despacho?

– Sí. He llegado hace diez minutos. Virginia, oye. Tengo que ir a Nueva York.

No se alteró. Edmund iba a Nueva York con frecuencia…

– ¿Cuándo?

– Ahora. Hoy mismo. Tomo el primer avión para Londres. Saldré de Heathrow esta tarde.

– Pero…

– Estaré en Balnaid el viernes, a tiempo para el baile. Probablemente, a eso de las seis de la tarde. Antes, si me es posible.

– Entonces… -Le resultó difícil asimilar lo que le decía-. ¿Vas a estar fuera toda la semana?

– Exactamente.

– Pero…, la maleta…, la ropa… -Objeción ridícula, ya que sabía que en el piso de Moray Place había de todo, trajes, camisas y ropa interior para cualquier capital y cualquier clima.

– La ropa me la llevaré de aquí.

– Pero… -Al fin, comprendió la trascendencia de lo que él le decía. Él no puede hacerme esto. La ventana de la habitación estaba abierta y el aire que entraba no era frío. Pero Virginia inclinada sobre el teléfono, estaba tiritando. Vio cómo los nudillos de la mano que sostenía el aparato se ponían blancos-. Mañana es martes. Tienes que acompañar a Henry a Templehall.

– No podré.

– Lo prometiste.

– Tengo que ir a Nueva York.

– Que vaya otro.

– No hay nadie más. Hay pánico y tengo que ir yo.

– Pero tú lo prometiste. Dijiste que acompañarías tú a Henry. Fue mi única condición y tú la aceptaste.

– Ya lo sé y lo siento mucho. Pero yo no tengo la culpa de lo que ha sucedido.

– Manda a otro a Nueva York. Tú eres el jefe. Manda a uno de tus ayudantes.

– Es por ser quien soy por lo que tengo que ir.

– ¡Por ser quien eres! -Su voz resonó en sus oídos chillona de irritación-. Edmund Aird. No piensas mas que en ti mismo y en tu odioso trabajo. “Sanford Cubben”. Detesto “Sanford Cubben”. Ya sé que estoy muy abajo en tu lista de prioridades, pero pensé que Henry estaría un poco mas arriba. No me lo prometiste sólo a mí, se lo prometiste a Henry. ¿Eso no significa nada para ti?

– Yo no prometí nada. Sólo dije que lo acompañaría y ahora resulta que no puedo.

– Eso para mí es un compromiso. Si en tus negocios hubieras adquirido un compromiso semejante, te desvivirías por cumplirlo.

– Virginia, sé razonable.

– ¡No quiero ser razonable! No quiero quedarme aquí sentada aguantando que me digas que sea razonable. Y no llevaré a mi hijo a un internado al que no quiero que vaya. Es como si me pidieras que llevara a uno de los perros al veterinario para que lo matara. ¡No lo haré!

Hablaba como una verdulera y no le importaba. Pero la voz de Edmund seguía sonando odiosamente fría y serena, como siempre.

– Entonces, sugiero que llames a Isobel Balmerino y le pidas que lleve a Henry al mismo tiempo que acompaña a Hamish. Tendrá espacio de sobra para Henry.

– Si has pensado que voy a endosar a Henry…

– Pues tendrás que acompañarlo tú.

– Eres un canalla, Edmund. Eso ya lo sabes, ¿verdad? Te comportas como un cerdo egoísta.

– ¿Dónde esta Henry? Me gustaría hablar con él antes de irme.

– No está en casa -respondió Virginia, con malsana satisfacción-. Ha ido a comprar golosinas a la tienda de Mrs. Ishak.

– Cuando vuelva dile que me llame al despacho.

– Llámale tú. -Y con esta cortante frase de despedida, colgó el teléfono y puso fin a la desastrosa conversación.

Sus gritos habían llegado hasta la cocina.

– ¿Qué sucede? -preguntó Edie desde el fregadero volviendo la cabeza cuando Virginia, con expresión tempestuosa y una brazada de ropa, entró en tromba en la cocina, cruzó hacia la puerta del lavadero y lanzó el fardo contra la lavadora-. ¿Pasa algo malo?

– Muchas cosas. -Virginia sacó una silla y se sentó con los brazos cruzados y la cara alterada-. Era Edmund, que se marcha a Nueva York. Hoy. Ya. Y estará fuera una semana, cuando me había prometido…, me prometió, Edie…, que mañana acompañaría él a Henry al colegio. Le advertí que eso era lo único que no podía hacer. Desde el principio he odiado la idea de enviarlo a Templehall, y si al fin he accedido es porque Edmund me prometió que lo acompañaría él.

Edie reconoció las señales de la cólera y repuso, en tono conciliador:

– Bueno, imagino que si se es un importante hombre de negocios tienen que suceder estas cosas.

– Sólo a Edmund. Otros hombres pueden arreglárselas sin ser tan condenadamente egoístas.

– ¿Usted no quiere llevar a Henry?

– No quiero, es lo último que haría en el mundo. Es inhumano que Edmund me pida eso.

Edie escurriendo la bayeta, consideró el problema.

– ¿Y no podría pedir a Lady Balmerino que lo llevara al mismo tiempo que a Hamish?

Virginia no dejó adivinar que Edmund había hecho esta sensata sugerencia ni lo que había tenido que oír por hacerla.

– No lo sé. -Reflexionó-. Sí que podría pedírselo -reconoció, sobriamente.

– Isobel es muy comprensiva. Y ya ha pasado por ese trance.

– No; ella, no. -Edie comprendió que, dijera lo que dijera, no le parecería bien a Virginia-. Hamish nunca ha sido como Henry. A Hamish podrías enviarlo a la Luna y su única preocupación sería cuando iban a darle de comer.

– Es verdad. Pero, en su lugar, yo hablaría con Isobel. De nada sirve preocuparse cuando no se puede hacer nada. Lo que…

– Sí, Edie, ya lo sé, lo que no puedas curar tienes que aguantar.

– Es una gran verdad -dijo Edie, plácidamente, y llenó el cacharro de agua-. Para un disgusto, nada como una buena taza de té.

Estaban tomando el té cuando volvió Henry, con la cartera repleta de golosinas.

– ¡Mami, mira lo que he comprado! -Vació la cartera sobre la mesa de la cocina-. Mira, Edie. Barritas, cigarrillos de chocolate, bolitas, caramelos, galletas de coco, galletas digestivas al chocolate, tofes y caramelos blandos; y Mrs. Ishak me ha dado este chupa-chup. Es un regalo, o sea que puedo comérmelo ya, ¿verdad?

Edie examinó las compras.

– No te los comas todos a la vez o se te caerán los dientes.

– No. -Empezó a quitar el papel del caramelo-. Tienen que durar mucho tiempo.

El furor de Virginia ya se había calmado. Rodeó a Henry con el brazo, y con forzada jovialidad, dijo:

– Ha llamado papá.

Él empezó a lamer.

– ¿Por qué?

– Se marcha a América. Hoy. Esta tarde toma el avión en Londres. O sea que mañana no podrá acompañarte a la escuela. Pero he pensado que yo…

Henry dejó de lamer. La expresión de placer se borró de su cara y miró a su madre con unos ojos enormes y temerosos.

Ella vaciló y luego prosiguió:

– … he pensado que podría llamar a Isobel y pedirle que te lleve con Hamish…

No pudo seguir. La reacción de Henry fue aún peor de lo que ella temía. Un grito de angustia y un torrente instantáneo de lágrimas…

– Yo no quiero que me acompañe Isobel…

– Henry…

Se desasió y tiró el caramelo al suelo.

– No voy a ir con Isobel y Hamish. Yo quiero que me lleve mi madre o mi padre. ¿Qué pensarías si tú fueras yo y…

– Henry…

– …tuvieras que ir con una persona que no es ni tu madre ni tu padre? No puedes hacerme eso…

– Te acompañaré yo.

– Y Hamish estará antipático y no me dirá nada porque él va con los mayores. ¡No está bien!

Llorando furiosamente, dio media vuelta y corrió hacia la puerta.

– Henry, te digo que te acompañaré…

Pero ya había salido y sus pies golpeaban con fuerza los escalones, escapando hacia el santuario de su habitación. Virginia, apretó los dientes y cerró los ojos pensando que ojalá pudiera cerrar también los oídos. Y llegó. El tremendo portazo. Después, silencio.

Abrió los ojos y su mirada se tropezó con la de Edie por encima de la mesa. Edie lanzó un largo suspiro.

– ¡Ay! Pobres de nosotros.

– De lo que ha servido esa brillante idea.

– El pobrecito. Está triste.

Virginia apoyó el codo en la mesa y se pasó la mano por el pelo. De pronto, se sintió incapaz de afrontar la situación.

– Esto es lo que yo más temía. -Ella sabía, y Edie lo sabía también, que las rabietas de Henry, aunque raras, lo dejaban vulnerable y quisquilloso durante horas-. Quería que hoy tuviese un buen día, no un día triste. Nuestro último día juntos. Y ahora Henry va a pasarlo llorando por cualquier cosa y culpándome a mi de todo. Lo que me faltaba. Condenado Edmund. ¿Qué hago, Edie?

– ¿Qué le parece que vuelva por la tarde y me quede con Henry? -propuso Edie-. Conmigo nunca hace dramas. ¿Ha terminado con el equipaje? Puedo terminarlo yo y encargarme de lo que haga falta y él podrá hacerme compañía mientras se le pasa el disgusto. Un día tranquilo es lo que necesita.

– ¡Oh!, Edie -dijo Virginia, con profunda gratitud-, ¿podrás?

– No hay inconveniente. Eso sí, tendré que ir a casa a dar la comida a Lottie, pero puedo estar de vuelta a las dos.

– ¿Y Lottie no puede prepararse la comida ella sola?

– Sí puede, pero lo ensucia todo, quema las sartenes y me deja toda la cocina pringosa. Prefiero hacerlo yo.

Virginia estaba contrita.

– Edie, es tanto lo que haces… Siento haberte gritado.

– Menos mal que estaba yo aquí para que tuviera alguien a quien gritar. -Se levantó sobre sus piernas hinchadas-. Ahora será mejor que siga con lo mío, porque a este paso no vamos a ninguna parte. Suba a hablar con Henry. Dígale que puede pasar la tarde conmigo y que me gustaría que me hiciera uno de esos dibujos tan bonitos.

Virginia encontró a Henry, tal como esperaba, debajo del edredón, con Moo.

– Lo siento, Henry -dijo.

Él, sacudido por violentos sollozos, no contestó. Ella se sentó en la cama.

– Ha sido una tontería decirte eso. Me lo dijo papá y a mí entonces me pareció una tontería. No tenía ni que haberlo mencionado. Claro que no irás con Isobel. Irás conmigo. Yo te llevaré en el coche

Esperó. Al cabo de un rato, Henry se dio la vuelta. Tenía la cara hinchada y húmeda de llanto, pero había dejado de llorar.

– No me importa ir con Hamish, pero quiero que estés tú.

– Estaré. A lo mejor, acompañamos nosotros a Hamish. Haríamos un favor a Isobel ahorrándole el viaje.

– Está bien -hipó el.

– Edie vendrá después del almuerzo. Dice que le gustaría pasar la tarde contigo. Quiere que le hagas un dibujo.

– ¿Has guardado los rotuladores?

– Todavía no.

Él abrió los brazos y ella lo envolvió en un fuerte abrazo, besándole el pelo. Luego, salió de debajo de su edredón y los dos fueron a buscar un pañuelo para que se sonara.

Hasta entonces no recordó Virginia el recado de Edmund.

– Ha dicho papá que le llames. Está en el despacho. Ya sabes el número.

Henry llamó desde la habitación de sus padres, pero Virginia había tardado demasiado en dar el recado y Edmund ya no estaba.

El cuarto de los juguetes estaba tranquilo y calentito. El sol entraba por las amplias ventanas y la brisa movía las ramas de la glicina, que golpeaban los cristales. Henry estaba sentado a la gran mesa que ocupaba el centro de la habitación, dibujando. Edie, instalada en la banqueta de la ventana, acababa de marcar los calcetines. Por la mañana, Edie se ponía para trabajar su ropa más vieja y, encima, un delantal, pero esta tarde se había presentado muy elegante, con el cardigan nuevo de color lila. Henry se sintió halagado, porque sabía que ella lo reservaba para el domingo. Nada más llegar, Edie montó la tabla y se puso a planchar la colada de aquella mañana, recién recogida. Ahora la ropa, lisa y bien doblada, formaba un pulcro montón al otro extremo de la mesa y despedía muy buen olor.

Henry dejó el rotulador y revolvió en el plumier.

– Qué lata -dijo.

– ¿Qué te pasa, cariño?

– Necesito un boli. He dibujado gente con nubes que les salen de la boca y quiero escribir lo que dicen.

– Mira en el bolso de Edie. Tiene que haber un bolígrafo.

El bolso estaba en una silla, al lado de la chimenea. Era grande, de piel y lleno de cosas importantes: el peine, el abultado portamonedas, la libreta del Subsidio de Vejez, la de la Caja Postal de Ahorros, el abono del tren, el pase del autobús. Edie no tenía coche y a todas partes iba en autobús. Hasta tenía un horario de la “Compañía de Autobuses del Condado”. Henry lo encontró cuando buscaba el bolígrafo. De pronto, se le ocurrió que aquello podía serle muy útil. Edie debía de tener otro en su casa.

Miró a Edie. Su cabeza de rizos blancos estaba inclinada sobre la costura. Sacó el horario del bolso y se lo guardó en el bolsillo de los tejanos. Encontró el bolígrafo, cerró el bolso y volvió a su dibujo.

Al poco rato, Edie preguntó:

– ¿Qué quieres para el té?

– Barritas de queso.

La tienda de antigüedades de Dermot Honeycombe se encontraba al extremo de la calle del pueblo, más allá de la verja de la entrada principal de Croy y al pie de una suave pendiente que descendía de la carretera al río. En tiempos había sido la herrería del pueblo y el cottage en el que residía Dermot, la vivienda del herrero. El cottage de Dermot era rebuscadamente pintoresco, con los tiestos de begonias en la puerta, las ventanas de celosía y el tejado de paja. La tienda en si estaba como había estado siempre, con las paredes de piedra oscura y las vigas ennegrecidas. Delante, había un patio de adoquines donde en otro tiempo los pacientes caballos de las granjas esperaban ser herrados y allí Dermot había colocado la enseña de su tienda, un vetusto carro de madera pintado de azul en el que se leía, con artístico trazo, la inscripción ANTIGÜEDADES DERMOT HONEYCOMBE. Era un buen reclamo y atraía a muchos compradores de paso, también era muy útil para atar a los perros. Virginia prendió las correas a los collares de los spaniels y ató los extremos a una de las ruedas. Los perros se sentaron mirándola con ojos cargados de reproche.

– No tardaré -les dijo. Ellos movieron la cola y su mirada la hizo sentirse una asesina, pero los dejó, cruzó los adoquines y entró en la vieja herrería. Allí estaba Dermot, en la jaula de su despachito. Estaba hablando por teléfono, pero la vio por el cristal de la puerta, agitó una mano y alargó el brazo para accionar un interruptor.

Cuatro bombillas colgadas del techo de la tienda se iluminaron contribuyendo un poco, no mucho, a disipar las sombras. La tienda estaba abarrotada de toda clase de cachivaches. Había sillas amontonadas encima de las mesas y de las cómodas. Había enormes armarios. Había jarritas de leche, compoteras, montones de platos heterogéneos, guardafuegos de latón, rinconeras, barras para cortinas, cojines, retales de terciopelo, alfombras deshilachadas. Olía a humedad y a moho y Virginia sintió un leve escalofrió de incertidumbre. Las visitas a la tienda de Dermot eran como una Lotteria, porque una nunca sabía -ni lo sabía Dermot- lo que podía encontrar.

Virginia avanzó entre las inseguras estibas de muebles con la cautela del que pisa un hielo muy delgado. Ya empezaba a sentirse un poco más animada. Curiosear en una tienda era una terapia reconfortante y Virginia se concedió la licencia de olvidarse momentáneamente de Edmund, de los traumas de la mañana y del día siguiente.

Un regalo para Katy. Su vista vagaba. Miró el precio de una cómoda y de un sillón de amplio asiento. Buscó la contraseña de la plata en un abollado cucharón, revolvió en una caja llena de llaves viejas y picaportes, volvió las paginas de un libro vetusto y tétrico. Descubrió una jarrita de porcelana vidriada y le limpió el polvo, buscando grietas o desconchados. No los había.

Dermot acudió cuando terminó su llamada telefónica.

– Hola, guapa.

– Hola, Dermot.

– ¿Buscas algo en particular?

– Un regalo para Katy Steynton. -Levantó la jarra-. Es mona.

– Una ricura. El jardín del Edén. Me encanta ese azul genciana. -Era un hombre corpulento, de cara tersa, maduro pero de edad indefinible. Tenía las mejillas sonrosadas y el pelo pálido y fino como milanos de dientes de león. Llevaba una chaqueta de pana de un verde descolorido, adornada con profusión de bolsillos con pliegue y un pañuelo con lunares rojos atado al cuello con desenfado-. Eres la segunda persona que viene hoy buscando un regalo para Katy.

– ¿Quién más ha venido?

– Pandora Blair. Vino esta mañana. Qué alegría volver a verla. Cuando la vi entrar por esa puerta no podía creérmelo. Como en los viejos tiempos. ¡Y después de tantos años!

– Anoche almorzamos en Croy. -Virginia recordó la víspera y comprendió que había sido un buen día. Uno de esos días que todos recordarían cuando fueran viejos y no tuvieran mucho que hacer, aparte de rememorar. Pandora había venido de Mallorca y Lucilla había traído a un amigo australiano. No recuerdo como se llamaba. Y jugamos al croquet. Y Edmund y Pandora se sentaron en el columpio y Pandora se quedo dormida y todos tomamos el pelo a Edmund por ser una compañía tan aburrida-. Yo no conocía a Pandora.

– Por supuesto. Y es que los años pasan volando.

– ¿Qué compró para Katy? No quisiera llevarle lo mismo.

– Una lámpara con el pie de porcelana y una pantalla hecha por mí de seda blanca y forro rosa pálido. Tomamos una taza de café y cambiamos impresiones. Sintió mucho lo de Terence.

– Estoy segura. -Virginia temió que a Dermot se le llenaran los ojos de lagrimas y agregó apresuradamente-: Dermot, me quedo con la jarra. Katy puede usarla para crema, de florero o, sencillamente, de adorno, porque es muy bonita.

– No podrías encontrar nada mejor. Pero quédate un ratito. Date una vuelta más.

– Me gustaría, pero llevo a los perros a pasear. A la vuelta recogeré la jarra y te firmaré un cheque.

– De acuerdo. -Dermot le cogió la jarra y se dirigió hacia la puerta sorteando género-. ¿Irás al picnic de Vi el jueves?

– Sí. Alexa también va. Con un amigo que ha traído para el baile.

– ¡Oh! Qué bien. Hace meses que no veo a Alexa. Intentaré encontrar a alguien que se quede en la tienda. Si no, cerraré. No me perdería el picnic de Vi por nada en el mundo.

– Ojalá haga buen tiempo.

Salieron al sol. Los perros, que estaban al acecho, ladraron de alegría y se levantaron, tensando las correas.

– ¿Cómo está Edmund? -preguntó Dermot.

– Camino de Nueva York.

– ¡Qué me dices! ¡Qué cosas! No querría su trabajo ni por todo el té de la China.

– No malgastes tu conmiseración. A él le encanta.

Rescató a los perros, saludó a Dermot agitando la mano y siguió andando, dejando tras sí los últimos cottages desperdigados de Strathcroy. Media milla más y se encontró ya en el puente que cruzaba el río al extremo oeste del pueblo. El puente era muy viejo y muy arqueado y antiguamente era utilizado por los pastores. Al otro lado, un sendero tortuoso y bien sombreado seguía el sinuoso curso del río y conducía de regreso a Balnaid.

En lo alto del puente, Virginia se detuvo para soltar a los perros que, atraídos por el olor a conejo, salieron disparados hacia unas matas de helechos y espinos. De vez en cuando, como para demostrar que no perdían el tiempo, lanzaban aullidos de caza o saltaban entre los helechos con las orejas extendidas como alas peludas.

Virginia los dejó a su aire. Eran los perros de caza de Edmund, pacientemente adiestrados, inteligentes y obedientes. Bastaría un silbido para que volvieran a su lado. El viejo puente era un sitio agradable, la piedra estaba caliente por el sol y Virginia se apoyó en el parapeto para mirar las aguas que la turba teñía de marrón. Ella y Henry solían jugar en aquel puente a echar ramitas al agua desde un lado y luego correr hacia el otro para ver que rama ganaba la carrera. A veces, las ramas no aparecían porque se habían quedado atascadas en un escollo invisible.

Lo mismo que Edmund.

Sola y sin más compañía que la del río, Virginia se sintió bastante fuerte para pensar en Edmund, que a aquellas horas estaría ya volando sobre el Atlántico camino de Nueva York, atraído como un imán. Lejos de su mujer y de su hijo en el momento en que más lo necesitaban. El imán era su trabajo y en aquel momento Virginia se sintió tan celosa, vejada y abandonada como si se hubiera marchado para acudir a una cita con una querida.

Resultaba curioso, porque ella nunca había sentido celos de otras mujeres, ni se había torturado imaginando infidelidades durante los largos periodos que Edmund pasaba fuera, en lejanas ciudades del otro lado del mundo. Una vez, le había dicho bromeando que no le importaba lo que hiciera, siempre que no la obligaran a mirar. Lo importante era que volviera siempre a casa. Pero hoy le había colgado el teléfono sin decir adiós y luego había olvidado dar a Henry el recado de su padre hasta que fue demasiado tarde. Con una punzada de remordimiento, se refugió en su resentimiento. La culpa es solo suya. Que se aguante. Quizá así otra vez…

– De paseo, ¿eh?

La voz llegó de improviso. Virginia pensó: “ ¡Ay, Dios mío! Dejaré que pasen unos segundos, y se volvió lentamente. Lottie estaba a su lado. Sin hacer ruido, había subido la pendiente del puente por el lado del pueblo, igual que Virginia. ¿La habría visto en la calle desde la ventana de Edie y habría cogido su horrible boina y su cardigan verde para seguirla hasta allí? ¿Habría esperado mientras Virginia estaba en la tienda, escondida y la habría seguido después con sigilo? La sola idea le producía escalofríos. ¿Qué quería? ¿Por qué no podía dejar en paz a la gente? ¿Y por qué, en el fondo de la irritación de Virginia, apuntaba un leve presentimiento, un temor?

Ridículo. Se sobrepuso. Figuraciones. Era sólo la prima de Edie, que buscaba compañía. Haciendo un esfuerzo, Virginia asumió una expresión amistosa:

– ¿Qué hace aquí, Lottie?

– El aire puro es de todos, es lo que yo digo. ¿Mirando el río? -Se apoyó en el parapeto. Pero no era tan alta como Virginia y tuvo que ponerse de puntillas y estirar el cuello para ver el agua-. ¿Ha visto algún pez?

– No buscaba peces.

– Ha estado en la tienda de Honeycombe, ¿verdad? La de porquería que tiene. Habría que quemarlo casi todo. Pero contra gustos… Y lo que hago es pasear, lo mismo que usted. Está sola, me lo ha dicho Edie este mediodía. Edmund se ha ido a América.

– Sólo por unos días.

– No es muy agradable. De negocios, ¿eh?

– No iría por otro motivo.

– Jo, jo, jo, eso es lo que usted cree. Esta mañana vi a Pandora Blair. Que delgada, ¿verdad? Como un espantapájaros. ¡Y ese pelo! Me parece que se lo tiñe. La llamé, pero no me vio. Llevaba gafas oscuras. Hubiéramos podido hablar de los viejos tiempos. Yo trabajaba en Croy, ¿sabe?, era doncella. Entonces todavía vivía la vieja Lady Balmerino. Era una persona encantadora. Me daba pena, con una hija como esa. Fue cuando la boda de Lord y Lady Balmerino, pero entonces eran Archie e Isobel. La noche de la boda hubo un baile en Croy. Cuanto trabajo. Tanta gente que no podías ni moverte. Claro que entonces Mrs. Harris era la cocinera y Lady Balmerino no tenía que guisar. Hubo cada cosa… pero a usted ya se lo habrán contado.

– Sí -dijo Virginia, buscando la manera de escapar de aquel torrente de palabras.

– Apenas había terminado la escuela, Pandora, pero sabía muy bien lo que se traía entre manos, desde luego. Con los hombres. Se los desayunaba y luego los dejaba triturados. Una putita de cuidado.

Sonreía, su tono era ligero y desenfadado, casi afable, de manera que la palabra pilló desprevenida a Virginia y le hizo decir, ásperamente:

– Lottie, no debe usted decir esas cosas de Pandora.

– ¿Ah, no? -Lottie seguía sonriendo-. No es agradable oír la verdad, ¿eh? Que alegría que haya vuelto Pandora dicen todos. Pero yo de usted no estaría tan contenta. Ni con su marido ni con ella. Porque Edmund y Pandora eran amantes. Por eso ella ha vuelto, puede estar segura. Ha vuelto por él. Ella tenía dieciocho años y Edmund estaba casado y tenía una niñita, pero eso no les detuvo. Eso no le impidió a él meterse en la cama de ella. La noche de la boda fue, con todos bailando. Pero ellos no bailaban. Que va. Subieron la escalera creyendo que nadie se daba cuenta. Pero yo me la di. Lo que a mí se me escape… -En las mejillas hundidas de Lottie habían aparecido unas manchas rojas y sus ojos eran como dos clavos remachados en su cabeza-. Yo subí tras ellos. Me quedé en la puerta. Estaba oscuro. Escuché. Nunca había oído nada igual. Usted no lo sospechaba, ¿verdad? Ese Edmund es muy frío. Nunca deja adivinar lo que piensa. Nunca dice palabra. Como los demás. Todos lo sabían. Bien claro estaba, ¿no? Edmund volvió a Londres y Pandora se pasaba los días encerrada en su habitación, con la cara hinchada de tanto llorar y sin querer comer. ¡Y cómo hablaba a su madre! Pero, claro, todos se protegen unos a otros. Por eso Lady Balmerino me echó. No me quería en la casa. Sabía demasiado.

No dejaba de sonreír. Estaba roja de excitación. Loca. Tengo que conservar la serenidad, mantenerme muy tranquila, pensó Virginia.

– Lottie, me parece que eso se lo inventa.

La expresión de Lottie cambió con una brusquedad asombrosa.

– ¿Me lo invento? -La sonrisa se borró de su cara. Retrocedió un paso y se quedó mirando a Virginia como si estuvieran a punto de iniciar un combate cuerpo a cuerpo-. ¿Y por qué cree usted que su marido se larga a América de la noche a la mañana? Pregúntele, pregúntele cuando vuelva, pero dudo mucho que le guste su respuesta. Me da usted lástima, ¿me oye? Porque la engañará como engañó a la primera, la pobre. No tiene ni asomo de decencia.

Y, entonces, de repente, se acabó. Escupido el veneno, Lottie pareció retraerse. El color se borró de su cara. Frunció los labios, sacudió una partícula de liquen del delantero del jersey y se metió un mechón de pelo en la boina, que luego se arregló con una palmada. Su expresión se hizo complaciente, como si ahora todo estuviera en su sitio y no tuviera que hacer nada mas que atusarse.

– Eso es mentira -dijo Virginia.

Lottie sacudió la cabeza y soltó una risita.

– Pregunte, pregúnteles.

– Eso es mentira.

– Usted dirá lo que quiera. Aunque palos y piedras quebranten mis huesos, la verdad…

– Yo no digo nada.

Lottie se encogió de hombros.

– Entonces, ¿por qué tantas historias?

– Yo no digo nada, y eso es mentira.

El corazón le latía con fuerza y le temblaban las rodillas. Pero dio la espalda a Lottie y echó a andar; con firmeza y sin prisa, sabiendo que Lottie la observaba, decidida a no darle la menor satisfacción. Lo peor era no mirar atrás. El cuero cabelludo se le contraía de horror, de pánico al pensar que, en cualquier momento, sentiría en los hombros el peso de Lottie que le haría caer con la fuerza inhumana de un monstruo de pesadilla infantil armado de largas garras.

No fue así. Virginia llegó a la otra orilla del río y se sintió un poco más segura. Entonces se acordó de los perros y fue a silbar, pero tenía los labios secos e insensibles y tuvo que probar otra vez. Le salió un silbido muy débil, una llamada patética, pero los perros de Edmund estaban cansados del infructuoso rastreo y aparecieron casi inmediatamente, saltando hacia ella entre los helechos, arrastrando ramas de agrimonia y con algunas zarzas enredadas en el pelo.

Virginia nunca se había alegrado tanto de verlos ni se había sentido tan agradecida por su instantánea obediencia.

– Muy bien. -Se agachó a acariciarlos-. Bien hecho. Ya es hora de ir a casa.

Los animales echaron a correr por el camino. Virginia los siguió, esforzándose por andar despacio. No se permitió mirar atrás hasta que llegó al recodo del río, el punto en el que el camino se apartaba de la orilla para adentrarse entre los árboles. Allí se paró y miró atrás. El puente aún se veía, pero Lottie había desaparecido.

Se había ido. Todo había terminado. Virginia aspiró profundamente y soltó el aire con un quejido que era casi de pánico. Y entonces llegó el pánico de verdad y Virginia, sin avergonzarse, salió corriendo. Corría hacia Edie, hacia Henry, hacia el refugio de Balnaid.

Vuelta a empezar.

“Eso es mentira.”

Las dos de la madrugada y Virginia continuaba despierta, los ojos le escocían de cansancio. Había dado vueltas y vueltas en la cama, unas veces con frío y otras con calor, había mullido la almohada. De vez en cuando, se levantaba, andaba por la casa en camisón, bebía agua, intentaba de nuevo conciliar el sueño.

No sirvió de nada.

En el otro lado de la cama, el lado de Edmund, dormía Henry plácidamente. Virginia había llevado al niño a su cama desafiando una de las más severas normas de Edmund. De vez en cuando, como para tranquilizarse, alargaba la mano para tocarlo, palpar su suave respiración, sentir su calor a través de la franela del pijama de rayas. En la enorme cama, parecía aún más pequeño y casi sin vida.

“Se los desayunaba y los dejaba triturados. Una putita.”

No podía quitarse de la cabeza la horrible escena. Las palabras de Lottie sonaban y sonaban como un disco rayado. Un carrusel torturante que no paraba, que no llevaba a ninguna conclusión.

“Eran amantes. Y Edmund, casado y padre de una niñita.”

Edmund y Pandora. Si era cierto, Virginia nunca lo había imaginado, ni sospechado siquiera. Ella, en su inocencia, no había buscado indicios, no había sospechado un significado oculto en la frase indiferente de Edmund ni en su actitud natural.

– Pandora vuelve a casa -le había dicho él, sirviéndose un trago y yendo hacia el frigorífico en busca de hielo-. Estamos invitados a almorzar en Croy.

Y Virginia contestó:

– ¡Qué bien! -Y siguió friendo las hamburguesas al queso para la cena de Henry.

Pandora era, simplemente, la díscola hermana menor de Archie, que venía de Mallorca. Y cuando se produjo el gran encuentro, apenas prestó atención al beso fraternal que Edmund estampó en la mejilla de Pandora, a sus risas ni a la comprensible alegría que les producía volver a verse. Y, durante el resto del día, Virginia se interesó más por el partido de croquet que por saber lo que se decían Edmund y Pandora mientras los contemplaba desde el columpio.

¿Y qué podía importar lo que se dijeran? No seas tonta. ¿Y qué si tuvieron un idilio apasionado y acabaron en la cama de Pandora? Pandora a los dieciocho años tuvo que ser sensacional y Edmund estaba en el apogeo de su virilidad. Hoy día al adulterio ya no se le llama adulterio, sino relaciones extramatrimoniales. Además, hacía mucho tiempo. Más de veinte años. Y Edmund no había sido infiel a Virginia sino a Caroline, su primera esposa. Y Caroline había muerto. O sea que no importaba. No había por que preocuparse. Nada…

“Todos estaban enterados. Todos, confabulados. No me querían en la casa. Sabía demasiado.”

¿Quién lo sabía? ¿Lo sabía Archie? ¿Isobel? ¿Lo sabía Vi? ¿Y Edie? Porque, si lo sabían, ahora estarían ojo avizor temiendo que todo volviera a empezar. Observando a Edmund y Pandora. Mirando a Virginia con una conmiseración en los ojos que ella no había llegado a sorprender. ¿Se preocupaban por Virginia tanto como tenían que haberse preocupado por Caroline? ¿Conspiraban para mantener en la ignorancia a la segunda esposa de Edmund? En tal caso, Virginia había sido traicionada, y traicionada por las personas en las que más confiaba.

“¿Y por qué cree que su marido se larga a América tan de prisa? Se burlará de usted como se burló de su primera esposa, la pobre.”

Esto era lo peor. Estas eran las dudas más terribles. Edmund se había marchado. ¿Realmente tenía que desaparecer de este modo o Nueva York era, simplemente, una excusa para alejarse de Balnaid y de Virginia y tomarse tiempo para considerar sus problemas? Sus problemas eran que estaba enamorado de Pandora, que lo había estado siempre y que ella ahora había vuelto y seguía tan hermosa como siempre y Edmund volvía a estar ligado a otra mujer.

Edmund tenía cincuenta años, una edad delicada, propensa a las inquietudes y a las crisis de la madurez. No era hombre que mostrara sus emociones y Virginia casi nunca podía adivinar lo que pensaba. Sus dudas alcanzaron proporciones aterradoras. Quizá esta vez cortara amarras y se alejara, arruinando el matrimonio y la vida de Virginia. Dejándoles a ella y a Henry entre las ruinas de lo que ella consideraba una fortaleza inexpugnable.

No podía ni pensarlo. Dio media vuelta y hundió la cara en la almohada para ahuyentar tan espantosa perspectiva. No podía admitirlo. No dejaría que se hiciera realidad.

“Es mentira, Lottie.”

Otra vez. Vuelta a empezar.

7

Era una lluvia cruel, persistente y repelente. Había empezado antes del amanecer, despertando a Virginia, que sintió una viva contrariedad. En este día aciago sólo faltaba que los elementos se volvieran contra ella. Quizá dejara de llover. Pero los dioses no estaban de su parte y las nubes de color antracita siguieron chorreando monótonamente durante toda la larga mañana y las primeras horas de la tarde.

Ya eran las cuatro y media e iban camino de Templehall. Como llevaba consigo a los dos chicos con toda su impedimenta -baúles bolsas de mano, sacos de dormir, pelotas de rugby y carteras- Virginia había dejado el coche pequeño en el garaje y había sacado el “Subaru” de Edmund, un potente todoterreno con tracción en las cuatro ruedas, que él usaba para ir por el campo. No estaba acostumbrada a conducirlo y la inseguridad hacía aumentar la desolación que sentía desde hacía veinticuatro horas.

Las condiciones eran deplorables. La escasa luz de aquel día empezaba a huir del cielo y había que conducir con los faros encendidos y el limpiaparabrisas funcionando a la máxima velocidad. Los neumáticos siseaban en las zonas inundadas de la carretera y los coches y camiones que se cruzaban con ellos los rociaban de un barro cegador. La visibilidad era casi nula, lo que era una lástima porque, en condiciones normales, la carretera que iba de Relkirk a Templehall atravesaba un paisaje muy bello de prósperas granjas, que se sucedían a lo largo de las márgenes de un río ancho y majestuoso, famoso por sus salmones, y de grandes fincas en las que asomaban señoriales mansiones a lo lejos.

Si hubieran podido contemplar este paisaje, se habría descargado la tensión del ambiente. Si Virginia hubiera podido llamar la atención de sus acompañantes sobre hermosas perspectivas o algún pico lejano, habría tenido algo de que hablar. En estas circunstancias, todos sus intentos de entablar conversación con Hamish, con la esperanza de sacar a Henry de su compungido mutismo, habían fracasado. Hamish estaba de mal humor. Por si fuera poco que se hubieran terminado las vacaciones de verano, tenía que volver a la escuela en compañía de un chico nuevo. Un pequeñajo. Así llamaban a los pequeños. Los pequeñajos. Viajar con un pequeñajo era una afrenta, y Hamish rezaba para que ninguno de sus compañeros fuera testigo de su humillante llegada. No pensaba responsabilizarse de Henry Aird y así se lo había manifestado a grito pelado a su madre mientras ella le ayudaba a bajar el baúl por las escaleras de Croy y aplastaba con un cepillo su pelo indignadamente corto.

Por consiguiente, Hamish decidió adoptar una política de no comunicación y frustró los esfuerzos de Virginia dando por toda respuesta una serie de gruñidos de indiferencia. Ella captó el mensaje y los tres se sumieron en un silencio obstinado.

Virginia se arrepentía de haberse ofrecido a llevar al condenado chico. Isobel podía haber acompañado al pollino de su hijo. Pero, sin Hamish al lado, tal vez Henry hubiera dado rienda suelta al llanto, hubiera sollozado durante todo el viaje y hubiera llegado a Templehall empapado en lágrimas y en pésimas condiciones para afrontar los rigores del temible futuro.

La perspectiva la parecía casi insoportable. Odio todo esto, se dijo. Es aún peor de lo que yo imaginaba. Es inhumano, infernal, antinatural. Y todavía queda lo peor, queda el momento en que habré de decir adiós a Henry y marcharme dejándolo solo entre gente extraña. Odio Templehall, odio al director y de buena gana estrangularía a Hamish Blair. Nunca en mi vida había tenido que hacer algo tan a disgusto. Odio esta lluvia, odio todo el sistema educativo, odio a Escocia y odio a Edmund.

– Detrás de nosotros pide paso un coche -dijo Hamish.

– Bueno, que haga el puñetero favor de esperar -replicó Virginia, reduciendo a Hamish al silencio.

Una hora después, circulaba por la misma carretera en sentido contrario y con el coche vacío.

Asunto concluido. Henry ya no estaba. Se sentía aturdida. Inexistente, como si el trauma de la separación le hubiera arrebatado la identidad. En aquel momento, no quería pensar en Henry o se echaría a llorar y la suma de lágrimas, semioscuridad y lluvia, haría que se saliera de la carretera o se incrustara en la trasera de un camión de diez toneladas. Imaginaba el estrépito del metal y se veía tirada en la carretera como una muñeca rota, entre los destellos y las sirenas de las ambulancias y los coches de la Policía.

No quería pensar en Henry. Aquella parte de su vida había terminado. Pero, ¿qué iba a hacer ahora ella? ¿Qué hacía allí? ¿Quién era? ¿Qué la impulsaba a volver a una casa oscura y vacía? No quería volver a casa. No quería volver a Strathcroy. Entonces, ¿adónde iba? A un lugar maravilloso, situado a un millón de millas de Archie, de Isobel, de Edmund, de Lottie y de Pandora Blair. A un lugar soleado y tranquilo donde no tuviera responsabilidades, en el que la gente le dijera que era fabulosa y pudiera volver a ser joven en lugar de una vieja de cien años.

Leesport. Ajá. Ahora iba camino del aeropuerto, a tomar el jet para Kennedy y, allí, una limusina hasta Leesport. Allí no llovería. Allí tendrían el fabuloso otoño de Long Island, el cielo azul, las hojas doradas y la brisa fresca del Atlántico soplando en la bahía. Leesport, inmutable. Las calles anchas, el cruce, la ferretería y el drugstore con los chicos en la puerta dando vueltas en bicicleta. Después, Harbor Road. Vallas de madera blanca, árboles de hoja ancha y grandes extensiones de césped regado por aspersores. La carretera que bajaba hasta la orilla, el club marítimo con su bosque de mástiles. La verja del country club y, a continuación, la casa de la abuela. Y la abuela en el jardín, haciendo como que rastrillaba las hojas pero en realidad esperando el coche, para estar en la acera cuando llegara.

– ¡Oh, tesoro! Ya estás aquí. -La mejilla suave y arrugada, el olor a “White Linen” -. Demasiado tiempo sin vernos. ¿Has tenido un buen viaje? ¡Qué alegría!

Entraba en la casa. Los olores. A humo de leña, a aceite bronceador, a cedro, a rosas. Esteras de palma y fundas descoloridas. Cortinas de cretona ondeando en las ventanas. Y el abuelo, que venía de la terraza, con las gafas en lo alto de la cabeza y el New York Times debajo del brazo…

– ¿Dónde está mi novia?

En la sucia semioscuridad brillaban enjambres de luces. Relkirk. Vuelta a la realidad, y Virginia se dijo que tendría que parar un momento allí. Necesitaba ir al aseo, refrescarse, encontrar un bar y beber algo para volver a sentirse un ser humano. Necesitaba calor y la comodidad almibarada de la música ambiental y la iluminación indirecta. No tenía por que correr, nadie la esperaba en casa. Aquello también era una cierta libertad. No había nadie que se preocupara de si tardaba ni de lo que hacía.

Entró en la ciudad. Las calles adoquinadas, relucientes las gotas de lluvia brillaban a la luz de los faroles, las aceras, repletas de gente equipada con botas e impermeable, con paraguas y bolsas en la mano, todo el mundo, con prisa por llegar a casa, en busca del fuego de la chimenea y una taza de té.

Se dirigió al “King’s Hotel” porque lo conocía y sabía dónde estaba el tocador. Era un edificio anticuado, situado en el centro de la ciudad, por lo que no tenía aparcamiento propio. Virginia encontró un hueco al otro lado de la calle y dejó allí su “Subaru”, debajo de un árbol que chorreaba. Cuando estaba cerrando la puerta, frente al hotel paró un taxi del que se apeó un hombre con gabardina y sombrero de cheviot. El hombre pagó al taxista y, con una maleta en la mano, subió las escaleras que conducían de la acera a la puerta giratoria del hotel. Entró. Virginia se paró para dejar pasar a los coches, cruzó la calzada corriendo y entró tras él.

El tocador estaba al otro lado del vestíbulo. El hombre se detuvo en el mostrador de recepción y sacudió el agua del sombrero.

– ¿Diga?

La recepcionista era una muchacha de aspecto hosco, con unos gruesos labios de color rosa y el pelo pajizo y encrespado.

– Buenas tardes. Tengo habitación reservada. Llamé desde Londres hace una semana.

Americano. Una voz bien timbrada, un poco áspera. Aquella voz tenía algo que llamó la atención de Virginia, como si alguien le hubiera tirado de la manga. Se paró en medio del vestíbulo y lo miró. Vio la espalda de un hombre alto, de hombros anchos y pelo oscuro veteado de gris.

– ¿Qué nombre ha dicho?

– No lo he dicho. Pero es Conrad Tucker.

– ¡Ah, sí! Si tiene la bondad de firmar aquí…

Virginia repitió:

– Conrad.

Él se volvió vivamente. Se contemplaron a distancia. Conrad Tucker. Más viejo, canoso. Pero Conrad. Las mismas gafas con montura de concha, el mismo bronceado indeleble. Él se quedó desconcertado un segundo y luego, lentamente, sonrió con incredulidad.

– Virginia.

– No puedo creerlo…

– Que me cuelguen si…

– Me ha parecido reconocer tu voz.

– ¿Qué haces aquí…?

La muchacha con cara de palo no parecía divertida.

– Perdón, señor, pero si no le importa, tiene que firmar…

– Vivo cerca de aquí.

– No tenía idea…

– ¿Y tú…?

– Estoy de paso…

– ¿Y cómo pagará? -Otra vez la cara de palo-. ¿Tarjeta de crédito o cheque?

– Mira -dijo Conrad a Virginia-, esto no tiene remedio. ¿Y si nos encontrásemos en el bar dentro de cinco minutos? ¿Podrás? ¿Tienes prisa?

– No; no tengo prisa.

– Me inscribo, me aseo y bajo. ¿Qué te parece?

– Cinco minutos.

– Nada más.

El tocador, con sus volantitos de cretona, estaba vacío, afortunadamente. Virginia se había quitado su viejo chaquetón “Barbour”, había pasado por el excusado y ahora se miraba al espejo más atónita que nunca por el asombroso encuentro con Conrad. Conrad Tucker, en el que no había vuelto a pensar desde hacía más de doce años, aquí, en Relkirk. Llegado de Londres con fines ignorados. Pero sólo sabía que nunca se había alegrado tanto de ver una cara conocida, porque ahora, por lo menos, tenía con quien hablar.

No iba vestida para alternar. Tejanos y un viejo jersey de cachemir de cuello alto. Y la cara no estaba mucho mejor que la indumentaria. El pelo, lacio por la lluvia, y la cara lavada. Vio las arrugas de la frente y de las comisuras de los labios y las oscuras ojeras señales de la noche de insomnio. Abrió el bolso, sacó un peine, se alisó el pelo y se lo recogió con una goma.

Conrad Tucker.

Doce años. Ella tenía veintiuno. Había pasado tanto tiempo y habían sucedido tantas cosas que le costó un poco recordar detalles de aquel verano en concreto. Se habían conocido en el country club de Leesport. Conrad era abogado y trabajaba en Nueva York con su tío. Tenía un apartamento en el barrio Este pero su padre poseía una vieja casa en Southampton y había ido de allí a Leesport con motivo de un campeonato de tenis.

Eso. ¿Cómo jugaba al tenis? Eso quedaba escondido entre la bruma del tiempo. Virginia sólo recordaba que había presenciado el partido y le había animado a él, y que después él la buscó y la invitó a un refresco, que era lo que ella se había propuesto.

Buscó en el bolso la barra de labios, pero no encontró más que una botellita de esencia y se perfumó.

Aquel verano había sido bueno. Conrad aparecía por Leesport casi todos los fines de semana, y había barbacoas y mariscadas de medianoche en la playa de Fire Island. Jugaban mucho al tenis y navegaban en el viejo balandro del abuelo en las azules aguas de la bahía. Recordó haber bailado con él los sábados por la noche en la terraza del club con el cielo lleno de estrellas y la orquesta que tocaba The Look of Love.

Una vez, entre semana, fue con su abuela de compras y al teatro a Nueva York, y se hospedaron en el “Colony Club”. Y Conrad llamó por teléfono y las llevó a cenar a “Lespleiades” y después fueron al “café Carlyle” y estuvieron escuchando a Bobby Short hasta la madrugada.

Doce años. Años luz. Virginia cogió el bolso y el “Barbour”, salió del tocador y subió las escaleras del bar. Conrad todavía no había aparecido. Pidió un whisky con soda y un paquete de cigarrillos y se sentó en una mesa de un rincón.

Bebió medio whisky de un trago y al momento se sintió más entonada y un poco más fuerte. El día no había terminado aún, pero por lo menos ahora se le ofrecía un respiro y ya no estaba sola.

– Empiezas tú, Conrad -dijo ella.

– ¿Por qué yo?

– Porque, antes de decir ni una palabra más, tengo que saber que estás haciendo aquí. ¿Qué te trae a Escocia, a Relkirk? Tiene que haber una explicación lógica, pero no se me ocurre cual puede ser.

– En realidad, no estoy haciendo nada -sonrió él-. Me he tomado unas largas vacaciones. No es lo que se dice un año sabático, sino sólo un descanso.

– ¿Todavía ejerces de abogado en Nueva York?

– Todavía.

– ¿Y trabajas con tu tío?

– Ya no. Ahora soy mi propio jefe.

– Me impresionas. Sigue.

– Verás… Hace unas seis semanas que me fui. He viajado por Inglaterra, visitando a conocidos en Somerset, Berkshire y Londres. Luego, vine al Norte y he pasado unos días en Kelso con unos primos lejanos de mi madre. Es un lugar formidable. Buena pesca. Me marché hoy después del almuerzo, en tren.

– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Relkirk?

– Sólo esta noche. He alquilado un coche para mañana por la mañana. Sigo viaje hacia el Norte. Tengo que asistir a una fiesta.

– ¿Y dónde es la fiesta?

– En un lugar llamado Corriehill. Pero me alojaré en otra casa que se llama Croy y que pertenece…

– Ya lo sé -le interrumpió Virginia-, a Archie e Isobel Balmerino.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque son nuestros mejores amigos. Todos vivimos en el mismo pueblo, Strathcroy. Y…, ¿conoces a Katy Steynton?

– La conocí en Londres.

– Entonces, tú tienes que ser el Americano Triste -dijo Virginia, impulsivamente, y al momento se hubiera dado de bofetadas.

– ¿Cómo?

– Perdona, Conrad. No debí decir eso. Pero nadie recordaba tu nombre. Por eso no sabía que eras tú el que venía.

– Me he perdido.

– El domingo almorzamos con los Balmerino y fue cuando Isobel me habló de ti.

Conrad movió la cabeza.

– Sabía que te habías casado con un escocés, pero nada más. No pensaba encontrarte aquí.

– Pues aquí me tienes, Mrs. Edmund Aird. -“Por lo menos, eso creo”. Vaciló-: Conrad, perdona por lo del Americano Triste. Es que Isobel no sabía nada de ti. Sólo que Katy te había encontrado en Londres. Y que tu esposa había fallecido.

Conrad hizo girar el whisky en el vaso y dijo, al cabo de un momento:

– Sí, así es.

– Lo siento.

Él levantó la vista.

– Sí -dijo.

– ¿Puedo preguntar cómo fue?

– Leucemia. Estuvo enferma mucho tiempo. Después del entierro, decidí hacer un viaje.

– ¿Cómo se llamaba?

– Mary.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

– Siete años.

– ¿Tuvisteis hijos?

– Una niña. Emily. Tiene seis años. Ahora está en Southamp con mi madre.

– ¿El marcharte… te ha hecho más llevaderas las cosas?

– Eso lo sabré cuando regrese.

– ¿Cuándo te vas?

– La semana próxima. -Apuró el whisky y se puso en pie-. Voy a pedir otros dos medios.

Lo observó pedir y pagar la segunda ronda en el bar, e intentó averiguar por que era tan inconfundiblemente americano si no mascaba chicle ni llevaba un corte de pelo militar. Sería la figura, hombros anchos, caderas estrechas, piernas largas. O la ropa. Mocasines relucientes, pantalón de espiga, camisa “Brooks Brothers” y jersey Shetland azul con la discreta etiqueta de “Ralph Lauren”.

Le oyó pedir nueces al barman. Lo dijo en tono bajo y cortés y el barman vació una bolsita de nueces en un plato. Virginia recordó que Conrad rara vez alzaba la voz y era siempre muy educado con todo el que le servía: empleados de gasolinera, camareros, taxistas, porteros. El mozo negro de la limpieza del puerto deportivo de Leesport estaba muy impresionado porque Conrad se había molestado en averiguar su nombre de pila, que era Clement, y siempre lo utilizaba al saludarle.

Un hombre amable. Pensó en la esposa muerta, comprendió que debían de haber sido muy felices y se rebeló. ¿Por qué la tragedia se cebaba siempre en las parejas que vivían en armonía y respetaba a los que se mortificaban el uno al otro y a todos los que estaban a su lado? Siete años. No era mucho. Pero, por lo menos, tenía a la niña. Pensó en Henry y se alegró de que tuviera una hija.

Él volvió a la mesa y Virginia esbozó una sonrisa. Los whiskies estaban muy oscuros.

– Yo quería un solo trago -dijo-. Viajo por carretera.

– ¿Vas muy lejos?

– Unas veinte millas.

– ¿Quieres llamar a tu marido?

– No está en casa. Se ha marchado a Nueva York. Trabaja para “Sanford Cubben”. No sé si te lo diría algún pajarito.

– Creo que ya lo sabía. ¿Y el resto de la familia?

– Si por familia quieres decir hijos, tampoco hay familia en casa. Tengo un hijo al que esta misma tarde he abandonado en un internado. He tenido un día atroz. El peor de toda mi vida. Por eso entré, para ir al tocador y remontarme la moral antes de seguir viaje. -Ella misma se encontraba truculenta.

– ¿Cuántos años tiene el niño?

– Ocho.

– ¡Ay, Dios! -parecía escandalizado, lo que consoló a Virginia. Al fin había encontrado a un alma gemela, alguien que pensaba como ella.

– Es muy pequeño. Yo no quería que fuera al internado y me he resistido hasta el último momento. Pero su padre se ha empeñado. Es la tradición. La vieja y espartana tradición británica. Él piensa que es lo más conveniente, y era él quien debía acompañar a Henry. Pero a última hora ha tenido que ir a Nueva York. Y me tocó a mí llevarlo. No sé cual de los dos estaba más abatido, Henry o yo. Ni sé cual de los dos me da más lástima.

– ¿Y Henry, cómo se ha quedado?

– Conrad, la verdad es que no lo sé. Sinceramente, no lo sé. Ha sido todo tan rápido. Lo tienen programado a la décima de segundo. Ni un momento de espera, ni tiempo para una lágrima. Casi no había parado el coche cuando dos tipos corpulentos habían abierto ya la puerta trasera y cargaban el equipaje en unas carretillas. Y, luego, la gobernanta… muy joven y bastante bonita… tomó a Henry de la mano y se lo llevó dentro. Él ni volvió la cabeza. Yo, allí plantada, con la boca abierta, preparada para hacer una escena, cuando aparece, como por ensalmo, el director, que me da la mano y me dice: “Adiós, Mrs. Aird.” Y subo al coche y me marcho. ¿Quieres que te diga la verdad? Me sentía como un pollo muerto en una cinta transportadora. ¿Crees que debí resistirme?

– No; me parece que hiciste bien.

– De todos modos, la cosa no tiene remedio. -Suspiró, bebió el whisky y dejó el vaso en la mesa-. Por lo menos, ninguno de los dos tuvo ocasión de ponerse en ridículo.

– Supongo que por eso lo hacen -sonrió él-. Pero tú necesitas animarte un poco. ¿Cenamos juntos?

– … nunca imaginé que viviría en Escocia. Para mí Escocia era un sitio al que ibas a finales de verano a cazar y a unos cuantos bailes; pero no un lugar para vivir…

El “King’s Hotel” no era célebre por su cocina, pero tenía un ambiente cálido y acogedor, y la oscuridad, la lluvia y el viento no convidaban a callejear en busca de exquisiteces. Ya habían tomado el caldo escocés y ahora se dedicaban a sendos filetes acompañados de patatas fritas, cebollitas glaseadas y surtido de verduras. La camarera les había indicado que la crema era excelente.

Conrad había pedido vino, lo que quizá fue un error, y Virginia lo bebía, lo cual era un error aún mayor, porque normalmente ella no hablaba tanto y ahora no hubiera podido parar ni aunque la mataran. Tampoco lo deseaba. Conrad era muy buen oyente y por el momento no parecía aburrirse. Al contrario, estaba fascinado

Ya le había hablado de Edmund, de su primera esposa, de Vi y de Alexa. Le había hablado de Henry, de Balnaid, indescriptiblemente remoto y, al mismo tiempo, tan próximo, y de la vida en Strathcroy.

– ¿Qué hay allí?

– En realidad, no hay nada. Es un pueblecito de paso. Pero tiene de todo. Ya sabes lo que son los pueblos pequeños. Tenemos un hostal y una escuela, tiendas y dos iglesias, y un sarasa simpatiquísimo, que vende antigüedades. Continuamente se organizan cosas. Un bazar, un concurso floral o una función de colegio. -El programa parecía mortalmente aburrido. Añadió-: Parece mortalmente aburrido.

– En absoluto. ¿Vive mucha gente en el pueblo?

– Bastante. Y luego están los Balmerino, y el ministro presbiteriano y su esposa, y el rector y su esposa, y los Aird. Archie Balmerino es el Laird, o sea, el dueño del pueblo y de miles de acres de tierra. Croy es enorme, pero sin pretensiones. Isobel también es muy sencilla. Trabaja más que cualquiera de las mujeres que conozco, que ya es decir, porque en Escocia las mujeres no paran. Cuando no llevan una casa enorme, crían hijos, o trabajan en el jardín, se dedican a organizar actos benéficos multitudinarios o trabajan en industrias familiares, como granjas que venden sus productos directamente al consumidor, o secan flores, o tienen colmenas, o restauran antigüedades, o confeccionan cortinas para venderlas.

– ¿Y nunca se divierten?

– Sí, también se divierten, pero no al estilo de Long Island. En agosto y septiembre hay mucha animación, fiestas casi todas las noches, bailes, cacerías y demás. Llegas en buen momento, Conrad, aunque te cueste trabajo creerlo, con este tiempo. Luego, en invierno, cada uno en su casa.

– ¿Y cómo te reúnes con tus amigas?

– Pues no lo sé. -Trató de averiguarlo-. Esto no es como otros sitios. Vivimos muy lejos unos de otros y no hay vida de club. Quiero decir que no hay country clubs como en los Estados Unidos. Y los pubs no son como en el Sur, aquí la mujer no va al pub. Hay clubs de golf, desde luego, pero casi todos son para hombres y las mujeres no son bien recibidas. Puedes encontrarte con alguna amiga en Relkirk, pero la vida social se hace en las casas particulares. Almuerzos de mujeres y cenas de matrimonios. Para cenar nos vestimos de gala y, como te decía, hacemos cuarenta millas o más. Y esa es una de las razones por las que la vida social se interrumpe durante el invierno. Entonces es cuando la gente escapa. Los que pueden, se van a Jamaica, o a Val d’Isere, a esquiar.

– ¿Y qué haces tú?

– A mí el invierno no me desagrada. Me fastidian los veranos lluviosos, pero los inviernos son agradables. Y me voy a esquiar a las montañas. Hay una estación de esquí a diez millas de Strathcroy, con un par de remontes y pistas bastante buenas. Lo malo es que, cuando hay mucha nieve, la carretera queda cortada y no se puede esquiar, lo que resulta paradójico.

– A ti te gustaba mucho la equitación.

– Me gustaba cazar. Para mí, la caza es la finalidad de la equitación. Cuando llegué a Balnaid, Edmund dijo que podía tener un par de caballos, pero aquí no se caza a caballo, por lo que no tiene objeto.

– ¿Y en qué ocupas el tiempo?

– Hasta ahora, me lo ocupaba Henry. -Miró a Conrad con desconsuelo porque aquella pregunta era el compendio de todas sus angustias. Henry había sido arrancado de su lado. Tú lo asfixias, le había dicho Edmund, y ella se había sentido herida e indignada, pero cuidar de Henry había sido su diaria ocupación y su mayor alegría.

Ahora, privada de Henry, sólo tenía a Edmund.

Pero Edmund estaba en Nueva York. O, si no, en Frankfurt, o en Tokio, o en Hong Kong. Había podido soportar aquellas largas separaciones porque tenía a Henry a su lado, que la consolaba y le hacía compañía, y también porque tenía plena confianza en la fortaleza, la fidelidad y el amor de Edmund.

Pero ahora… las dudas y los negros temores de su noche de insomnio volvían a acometerla. Lottie Carstairs, la loca…, aunque quizá no tan loca… había dicho a Virginia cosas que nunca había pensado tener que oír. Edmund y Pandora Blair. ¿Por qué cree usted que su marido se larga a América de la noche a la mañana? La engañará como engañó a la primera, la pobre.

De pronto, aquello resultó demasiado para ella.

Con horror, sintió que le temblaban los labios y le escocían los ojos. Conrad la miraba y, durante un instante de desvarío, tuvo la tentación de desahogarse con él, de hacerle confidente de sus angustiosas dudas. Entonces, las lágrimas la cegaron y pensó: “Vaya, tengo una rabieta.” Salvada en el último segundo. Afortunadamente, había reaccionado a tiempo. No debía decírselo a nadie porque las palabras, pronunciadas en voz alta, podían hacerlo realidad. Podían hacer que ocurriera.

– Perdona -dijo-. Soy una idiota.

Aspiró profundamente, buscando un pañuelo sin encontrarlo. Conrad le tendió el suyo por encima de la mesa, blanco, limpio y bien planchado. Ella lo tomó agradecida y se sonó.

– Estoy cansada y desmoralizada. -Intentó restarle importancia-. También estoy un poco cabreada.

– No estás en condiciones de conducir.

– No tengo más remedio.

– Pasa la noche aquí y regresa por la mañana. Podemos pedir una habitación.

– No puedo.

– ¿Por qué no?

Volvieron a brotar las lágrimas.

– Tengo que regresar por los perros.

Él no rió.

– Aguarda un momento -dijo-. Pide el café. Tengo que llamar por teléfono.

Él dejó la servilleta, retiró la silla y se alejó. Virginia se enjugó la cara, volvió a sonarse y miró en derredor, temiendo que alguien hubiera reparado en su súbito llanto. Pero los demás clientes estaban absortos en sus respectivas cenas, masticando con fruición su pescado frito o atacando la essselente crema. Afortunadamente, las lágrimas cesaron. La camarera retiró los platos.

– ¿Les ha gustado el filete?

– Sí; estaba muy bueno.

– ¿Tomarán postre?

– No, gracias. Pero, ¿podría traernos café?

Les sirvió el café y Virginia había empezado ya a beber el brebaje, que sabía como a jarabe, cuando Conrad volvió. Le miró interrogativamente y él repuso:

– Todo arreglado.

– ¿Qué es lo que has arreglado?

– He anulado las reservas del hotel y del coche de alquiler. Yo te llevaré a casa.

– ¿Y te irás a Croy?

– No. No me esperan hasta mañana por la mañana. Puedo dormir en el hostal.

– No puedes, porque no hay sitio. Está lleno de cazadores, los que tienen arrendado el páramo de Archie. -Hipó por ultima vez y le sirvió el café-. Puedes dormir en Balnaid. La habitación de invitados está preparada. -Le miró y, al ver la expresión de su cara, añadió-: No habrá ningún problema. -Pero mientras lo decía sabía que lo habría.

Conrad conducía. Había dejado de llover, como si a los cielos se les hubiera acabado el agua, pero soplaba húmedo el viento del Sudoeste y el cielo seguía nublado. La carretera subía, se retorcía y bajaba. El agua que rebosaba de los diques había formado charcos en las hondonadas. Virginia, arrebujada en el chaquetón, recordaba la última vez que había hecho aquel trayecto; fue la noche en que Edmund fue a esperarla al puente aéreo y luego cenaron juntos en Edimburgo. Entonces, el cielo era una maravilla de rosas y grises. Ahora, la oscuridad era lúgubre y amenazadora, apenas mitigada por las luces de las granjas diseminadas por los alrededores de Strathcroy, que parecían tan lejanas e inaccesibles como las estrellas.

Virginia bostezó.

– Tienes sueño -dijo Conrad.

– No es sueño. Es el vino. -Bajó el cristal y sintió en la cara el aire frío, húmedo y con olor a musgo. Los neumáticos del “Subaru” siseaban en el asfalto mojado. El grito prolongado de un zarapito sonó en la oscuridad.

– El saludo en la vuelta al hogar -dijo ella.

– Desde luego, vives lejos de todas partes.

– Ya casi hemos llegado.

La calle del pueblo estaba vacía. Hasta Mr. Ishak había cerrado la tienda y las únicas luces eran las que brillaban detrás de las cortinas cerradas. En noches como aquella, la gente se quedaba en casa a ver la televisión y preparar el té.

– A la izquierda, por ese puente.

Cruzaron el río y entraron en la senda arbolada, la verja abierta y la avenida de la casa. Como era de esperar, todo estaba a oscuras.

– No pares delante, Conrad, pon el coche ahí detrás. Cuando estoy sola no uso la puerta principal y sólo cogí la llave de la cocina.

Él paró el motor y mantuvo los faros encendidos mientras ella se apeaba, abría la puerta trasera y encendía una luz. Los perros habían oído el coche y estaban esperando. La recibieron con una alegría que le resultó muy grata, arrojándose a sus pies y gruñendo de satisfacción.

– ¡Oh! Que perros tan buenos… -Se agachó para acariciarlos-. Siento haber tardado tanto. Pensabais que ya no volvería. Va, salid los dos a regar las margaritas y os daré galletas antes de ir a la cama.

Los perros trotaron alegremente hacia la oscuridad, ladraron al desconocido que se apeaba del coche, lo olfatearon y, tranquilizados cuando él los acarició y les habló suavemente, corrieron hacia los árboles.

Virginia encendió más luces. La gran cocina de fuel roncaba suavemente, la placa estaba caliente. El frigorífico ronroneaba. Conrad entró con la maleta en la mano.

– ¿Quieres que entre el coche?

– No hace falta. Por una noche que se quede fuera. Quita sólo las llaves…

– Ya las he quitado… -Las dejó sobre la mesa.

Se miraron a la luz potente y Virginia se sintió invadida por una ridícula timidez. Para disimular, se refugió en su papel de anfitriona.

– Bueno. ¿Quieres beber algo? El último trago. Edmund tiene whisky de malta para estas ocasiones.

– Estoy bien.

– ¿Pero te apetece?

– Sí.

– Ahora te lo traigo. Un momento.

Cuando volvió con la botella, se había quitado la gabardina y el sombrero. Los perros habían regresado de su expedición nocturna y se habían instalado en sus almohadones junto a la cocina. Conrad, en cuclillas, les hablaba en voz baja y acariciaba sus cabezas erguidas y de buena raza. Cuando entró Virginia, se levantó.

– He cerrado la puerta con llave.

– Muy amable. Gracias. A nosotros se nos olvida cerrar las puertas muchas noches. Y es que en Strathcroy ni los ladrones ni los atracadores son problema. -Puso la botella en la mesa y sacó un vaso-Sírvete.

– ¿Tú no quieres?

Ella movió la cabeza, tristemente.

– No, Conrad, ya he bebido bastante por hoy.

Se sirvió el whisky y acabó de llenar el vaso con agua del grifo. Virginia dio unas galletas a los perros, que las tomaron educadamente, con suavidad, masticando con fruición.

– Hermosos spaniels.

– Son los perros de caza de Edmund y están muy bien adiestrados. Con Edmund, a la fuerza. -Se acabaron las galletas-: Si quieres, puedes subir el vaso. Te enseñaré tu habitación. -Cogió la gabardina y el sombrero y Conrad, la maleta. Ella abrió la marcha, apagando y encendiendo luces por el pasillo, el gran vestíbulo y la escalera.

– Bonita casa.

– Es grande, pero a mí me gustan las casas grandes.

Él la seguía. Abajo se oía el tic-tac del gran reloj de pie, pero sus pasos quedaban ahogados por las gruesas alfombras. El cuarto de invitados estaba en la parte delantera de la casa. Ella abrió la puerta, oprimió el interruptor y la gran araña del techo iluminó la habitación. Era grande y tenía una alta cama de metal y muebles de caoba victorianos, heredados de Vi. Sin flores ni libros, la habitación despedía un aire impersonal y olía a cerrado.

– Lo siento, esto no está muy acogedor. -Dejó la gabardina y el sombrero sobre una silla y abrió la alta ventana. El aire de la noche entró moviendo las cortinas. Conrad se acercó a ella y los dos se asomaron a contemplar la oscuridad. La luz de la ventana dibujaba un cuadro en la grava delante de la puerta principal, pero no se veía nada más.

Él aspiro profundamente.

– Es un aire limpio y suave. Como agua de manantial.

– Tendrás que fiarte de mi palabra pero ante los ojos tienes un espléndido panorama. Ya lo verás por la mañana. El jardín, los campos y las montañas.

En los árboles de la iglesia ululó un búho. Virginia se apartó de la ventana, con un escalofrío.

– Hace frío -dijo-¿Cierro?

– No. Déjala abierta. Sería una lástima que este aire tan puro se quedara fuera.

Ella corrió las cortinas, tapando bien las rendijas.

– Esa puerta da al baño. -Él fue a investigar-. Tiene que haber toallas y, si quieres bañarte, siempre hay agua caliente. -Encendió las lamparitas del tocador y de la mesita de noche y apagó la gran araña de cristal. La habitación parecía ahora más cálida, casi íntima-. Lo siento, pero no hay ducha. La casa, no es muy moderna.

Salió del baño en el momento en que Virginia doblaba una pesada colcha, descubriendo unas mullidas almohadas cuadradas con fundas bordadas y un floreado edredón.

– Hay manta eléctrica. Si quieres, no tienes más que conectarla. -Acabó de doblar la colcha y la dejó encima de una silla-. Bien.

No había nada más en que ocupar las manos ni la atención. Miró a Conrad. Durante un momento, ninguno de los dos habló. La mirada de él, tras sus gafas de concha, era sombría. Ella vio sus facciones rudas y el profundo rictus de su boca. Él todavía tenía el vaso en la mano, pero lo dejó en la mesita de noche. Ella siguió su movimiento y recordó cómo aquella mano había acariciado la cabeza de uno de los perros de Edmund. Un hombre cariñoso.

– ¿Estarás bien, Conrad? -Una pregunta inocente que, nada más salir de sus labios, pareció ambigua.

– No lo sé -respondió él.

No habrá ningún problema, le había dicho ella, pero sabía que el problema había estado latente durante toda la noche y ya no podía seguir cerrando los ojos. De nada servirían las evasivas. Eran dos personas adultas y la vida era un infierno.

– Te estoy muy agradecida -dijo ella-Necesitaba consuelo.

– Y yo te necesito a ti…

– Hoy soñé despierta con Leesport. Que volvía a ver a los abuelos. Eso no te lo he contado.

– Aquel verano me enamoré de ti…

– Me vi llegar en una limusina desde Kennedy. Y todo estaba igual. Los árboles y la hierba y el olor del Atlántico que traía el viento de la bahía.

– Pero tú volviste a Inglaterra…

– Quería que alguien me dijera que era fantástica. Que era inteligente. No quería estar sola.

– Estoy rabiando…

– Dos mundos diferentes, ¿verdad, Conrad? Chocan y se separan. A años luz uno de otro.

– …por estar contigo.

– ¿Por qué las cosas tienen que llegar cuando ya es tarde? ¿Por qué todo tiene que ser imposible?

– No es imposible.

– Lo es. Porque ya acabó. Acabó la juventud. En cuanto tienes un hijo, se acaba la juventud.

– Quiero estar contigo.

– Ya no soy joven. Soy otra persona.

– No he estado con una mujer desde…

– No lo digas, Conrad.

– Y esto te lo hace la soledad.

– Ya lo sé -dijo ella.

Fuera, en el jardín, había quietud. El agua goteaba de las inmóviles hojas de los rododendros. Al fin, una figura se alejó entre los arbustos, por los estrechos senderos, dejando en la hierba mojada las marcas de unos zapatos de tacón alto.

8

Isobel tomaba café y hacía listas sentada a la mesa de la cocina. Las listas eran una costumbre inveterada, pequeños inventarios de cosas que hacer, comestibles que comprar, platos que guisar y personas a las que llamar, que clavaba en el tablero de la cocina al lado de los recordatorios de sacar esquejes del polianto o retirar los bulbos de los gladiolos, las postales de los amigos y los hijos y la dirección de un hombre que limpiaba el exterior de las ventanas. En este momento, estaba elaborando tres listas. La de hoy, la de mañana y la del viernes. Entre unas cosas y otras, la vida se le había complicado bastante.

Escribió: “Cena de hoy.” Tenía muslos de pollo en el congelador. Podía hacerlos a la brasa o a la cazuela.

Escribió: “Sacar muslos de pollo. Pelar patatas. Judías verdes.”

La lista para el día siguiente exigía más reflexión, porque la familia tenía tres programas diferentes. Isobel iba a estar en Corriehill durante casi todo el día, ayudando a Verena y a su equipo de señoras a adornar con flores la enorme carpa.

Escribió: “Podadoras. Cordel. Alambre. Alicates. Ramas de haya. Ramas de serbal. Cortar todas las dalias.”

Pero también estaba el picnic en el lago con motivo del cumpleaños de Vi y la partida de caza de Archie, porque al día siguiente se salía a Creagan Dubh en coche, al urogallo, por lo que él podría unirse a las otras escopetas.

Escribió: “Jamón y queso para Archie. Pan de jengibre. Manzanas. ¿Sopa caliente?”

Probablemente, al cumpleaños de Vi irían Lucilla, Jeff, Pandora y el Americano Triste, lo que requería una buena aportación de manjares.

Escribió: “Salchichas para la barbacoa de Vi. Preparar hamburguesas al queso. Ensalada de tomate. Pan francés. Dos botellas de vino. Seis latas de cerveza.”

Se sirvió otra taza de café y pasó al viernes. “Cena para once”, escribió y subrayó. Estaba indecisa entre el urogallo o el faisán. El faisán “Teodora” era espectacular, guisado con apio y bacón y servido con salsa de yemas de huevo y crema de leche. Además de ser espectacular, el faisán “Teodora” tenía la ventaja de que podía prepararse con antelación, lo cual evitaba tener que estar trajinando en la cocina mientras los demás tomaban el aperitivo.

Escribió: faisán “Teodora”. Entonces, se abrió la puerta y apareció Archie.

Isobel casi ni levantó la cabeza.

– A ti te gusta el faisán “Teodora”, ¿verdad?

– No para el desayuno.

– Para el desayuno, no; para cenar la noche del baile.

– ¿Por qué no gallo asado?

– Porque es complicado de servir: a última hora tienes que hacer tostaditas y batir la salsa.

– ¿Faisán asado?

– El mismo inconveniente.

– ¿El faisán “Teodora” es el que parece anémico?

– Bueno, un poco. Pero puedo tenerlo guisado de antemano.

– ¿Por qué no les das antemano?

– Ja, ja, ja.

– ¿Qué hay de desayuno?

– Lo tienes en el calientaplatos.

Archie abrió el horno inferior de la cocina.

– ¡Desayuno de solemnidad! Tocino, salchichas y tomates. ¿Dónde están las gachas y los huevos duros?

– Tenemos huéspedes. Tocino, salchichas y tomates es lo que damos siempre a los huéspedes.

Llevó el plato a la mesa y se sentó al lado de su mujer, se sirvió café y se acercó las tostadas y la mantequilla.

– Creí que el viernes por la noche venía Agnes Cooper a ayudarte.

– Y viene.

– ¿Por qué no hace ella el faisán?

– Porque ella no viene a guisar, sino a lavar los platos.

– Pero podrías pedirle que nos hiciera la cena.

– Sí y cenaremos albóndigas y buñuelos, que es todo lo que la pobre mujer sabe hacer.

Escribió: “Limpiar candelabros de plata. Comprar ocho velas rosa.”

– No deja de ser una lástima que el faisán “Teodora” parezca anémico.

– Como digas eso delante de los invitados, te degüello con un cuchillo de postre.

– ¿Y qué nos vas a dar de primero?

– Trucha ahumada.

Archie se metió media salchicha en la boca y masticó pensativo.

– ¿Y flan?

– Sorbete de naranja.

– ¿Vino blanco o tinto?

– Un par de botellas de cada. O champaña. Durante el resto de la noche beberemos champaña, quizá sea preferible no mezclar.

– En la bodega no hay champaña.

– Hoy puedo pedir una caja en Relkirk.

– ¿Es que vas a Relkirk?

– ¡Oh, Archie! -Isobel dejó el bolígrafo y miró a su marido entre exasperada y resignada-. ¿Es qué nunca escuchas cuando te hablo? ¿Y por qué crees que me he puesto de tiros largos? Sí, me voy a Relkirk. Con Pandora, Lucilla y Jeff. Vamos de compras.

– ¿Y qué compraréis?

– Cosas para el viernes por la noche. -No le dijo “un vestido” porque todavía no estaba decidida a permitirse aquella extravagancia-. Luego, almorzaremos en el “Wine Bar” y volveremos a casa.

– ¿Me traerás cartuchos?

– Te traeré todo lo que quieras si me haces una lista.

– O sea, que no se espera de mí que os acompañe. -Parecía encantado. Odiaba ir de compras.

– Tú no puedes acompañarnos porque tienes que estar aquí cuando llegue el Americano Triste. Viene de Relkirk en un coche de alquiler y llegará esta mañana. Y no te vayas por ahí o encontrará la casa vacía, pensará que no lo esperamos y se marchará por donde ha venido.

– Y sería una lástima. ¿Qué le doy para almorzar?

– En la despensa tienes sopa y paté.

– ¿Dónde dormirá?

– En la antigua habitación de Pandora.

– ¿Cómo se llama?

– No me acuerdo.

– Entonces, ¿cómo le saludo? Jau, Americano Triste. -Archie parecía divertido. Ahuecó la voz-. Gran Jefe Nariz Mojada habla con lengua de doble filo.

– Demasiada televisión. -Pero a ella también le hizo gracia-. Pensará que está en un manicomio.

– Y no se equivocará. ¿A qué hora os vais?

– A eso de las diez y media.

– Lucilla y Jeff ya andan por ahí, pero será mejor que llames a Pandora o aún estaréis esperando a las cuatro de la tarde.

– La llamé hace media hora -dijo Isobel.

– Seguramente, ha vuelto a dormirse.

Pero Pandora no había hecho tal cosa. Apenas acababa de hablar Archie cuando la oyeron taconear en el corredor, procedente del vestíbulo. Se abrió la puerta y Pandora irrumpió en la cocina con la cabellera brillante como una llama y la cara risueña.

– Buenos días, buenos días, ya estoy aquí. ¿A que pensabais que me había vuelto a la cama? -Besó a Archie en el pelo y se sentó a su lado. Llevaba un pantalón de franela gris oscuro, un jersey gris perla con corderitos rosa y una revista en la mano. Al parecer, la revista era lo que la divertía-. Ya no me acordaba de esta fantástica revista. Papa la recibía todos los meses. The Country Larldowrter Journal.

– Seguimos recibiéndola. No me he decidido a anular la suscripción.

– Encontré este número en mi cuarto. Es sencillamente fascinante, con unos artículos pasmosos sobre el “polvo contra el escarabajo de la patata” y los tejones, a los que debemos cuidar con mucho mimo. -Hojeaba la revista. Isobel le sirvió una taza de café-. ¡Oh!, gracias, cariño. Eres un cielo. Pero lo mejor son los anuncios por palabras. Escuchad este: “Se vende. Dama con título vendería ropa interior. Calzones época Directorio y chambras seda rosa salmón. Casi sin estrenar.”

Archie acabó de masticar la tostada:

– ¿Adónde tenemos que escribir?

– Apartado. ¿Crees que porque tiene título ha decidido no usar más ropa interior?

– Será que ha muerto alguien -apuntó Isobel-. Una anciana tía. Y la sobrina quiere sacar partido al legado.

– Menudo legado. Lo que yo creo es que la señora está pasando la crisis de la madurez y ha decidido cambiar de imagen. Se habrá puesto a régimen, perdido varias arrobas y convertido en una sílfide con bikini de encaje. Y Milord andará de cráneo. Y aquí hay otra perla. Escucha, Archie. “Busco trabajo. Hijo de granjero de buena presencia.“ (¿El padre o el hijo?) “Treinta años. Experiencia en drenajes. Carnet de conducir. Aficionado a la caza y la pesca. ¿Qué te parece? -Pandora puso unos ojos enormes-. Con sólo treinta años y ya tiene carnet de conducir. Te sería muy útil, Archie. “Experiencia en drenajes.” Podría encargarse de la fontanería. Válvulas de bola y cosas así. ¿Por qué no le escribes?

– Mejor que no.

– ¿Y por qué no?

Archie reflexionó.

– Excesivamente cualificado.

Los dos hermanos se echaron a reír a la vez. Isobel los observaba moviendo la cabeza ante aquella tonta hilaridad, desconcertada y profundamente agradecida. Hacía años que no veía a Archie de tan buen humor y ahora, sentada a la mesa del desayuno, volvía a ver al hombre atractivo y divertido del que se había enamorado hacía más de veinte años.

Pandora no era la perfecta invitada. Para las cosas de la casa era una absoluta nulidad e Isobel tenía que perder mucho tiempo en hacerle la cama, limpiarle el baño y lavarle y recogerle la ropa. Pero Isobel se lo perdonaba todo porque sabía que el milagroso cambio de Archie se debía a su hermana y ella no podía sino estar agradecida, porque Pandora había devuelto la juventud a Archie y llevado a Croy la risa, como un soplo de aire fresco.

Los integrantes de la expedición a Relkirk fueron presentándose uno a uno. Jeff, después de dar cuenta del enorme desayuno preparado por Isobel, sacó del garaje el “Mercedes” de Pandora y lo llevó a la puerta principal. Isobel, pertrechada de bolsas y de las inevitables listas, se reunió con él. A continuación apareció Pandora, con su abrigo de visón y sus gafas de sol y oliendo a “Poison”.

Era un día de viento, con ratos de sol, y esperaron a Lucilla sin subir al coche. Por fin apareció, acudiendo a los gritos de su padre, que la sacó de casa azuzándola como a los perros. Pero ella dio media vuelta y lo abrazó y lo besó como si no hubiera de volver a verlo y bajó las escaleras corriendo, haciendo ondear al viento su pelo oscuro.

– Perdón, no sabía que estuvierais esperando.

Lucilla vestía unos tejanos viejos y desteñidos, con cortes en las rodillas mal remendados con parches de tela con topos rojos, y una blusa de algodón de mangas de quimono, muy arrugada y muy bordada. El faldón de la blusa asomaba bajo un chaleco de cuero muy cortito, adornado con flecos. Su madre pensó que parecía recién violada por un sioux.

– Cielo, ¿no te cambias?

– Mamá, ya me he cambiado. Son mis mejores tejanos. Me los compré en Mallorca cuando estaba en casa de Pandora.

– ¡Oh! Sí, claro. -Subieron todos al coche-Perdona, Lucilla, claro, que tonta.

Una vez, en Relkirk, después de dejar el coche, el grupo se dividió porque Lucilla y Jeff querían visitar las tiendas de antigüedades y recorrer la famosa calle del mercado.

– Nos encontraremos en el “Wine Bar” a la una -les dijo Isobel.

– ¿Habéis reservado mesa?

– No; no creo que haga falta.

– De acuerdo. Hasta luego. -Se alejaron por la plaza adoquinada. Isobel los siguió con la mirada y vio a Jeff rodear con el brazo los delgados hombros de Lucilla. Le sorprendió el gesto porque el muchacho no le parecía muy efusivo.

– Ya estamos libres -dijo Pandora, con el acento de la niña que acaba de escabullirse de las personas mayores y se dispone a hacer travesuras-. ¿Dónde están las tiendas de ropa?

– Pandora, todavía no me he decidido…

– Vamos a comprarte un vestido para el baile y punto. Y no pongas esa cara de angustia, porque será mi regalo. Te lo debo.

– Pero, ¿no deberíamos ir antes a lo más importante? La cena del viernes y…

– ¿Qué puede ser más importante que un vestido nuevo? Lo más aburrido lo dejaremos para la tarde. Ahora basta ya de remolonear o perderemos toda la mañana. Tú me guías.

– Bueno… está “McKay’s” -informó Isobel, titubeando.

– Nada de grandes almacenes. ¿No hay alguna tienda de lujo?

– Sí, pero no he entrado nunca.

– Pues ya es hora de que entres. Vamos.

Isobel, sintiéndose aturdida y gratamente descarriada, abandonó sus escrúpulos puritanos y la siguió.

La tienda era estrecha y larga, estaba bien alfombrada y llena de espejos y olía a mujer seductora. No había más clientes y cuando entraron empujando la puerta de grueso cristal, se levantó una mujer, que salió a su encuentro desde detrás de un envidiable escritorio de marquetería de pequeño tamaño. Aquella mujer llevaba para trabajar un vestido con el que Isobel hubiera salido a cenar de buena gana.

– Buenos días.

Le explicaron lo que buscaban.

– ¿Qué talla, señora?

– ¡Oh! -Isobel estaba ya azorada-. Me parece que la doce. O la catorce, quizá.

– No, no. -Una mirada profesional la recorrió de arriba abajo. Isobel pensó que ojalá no se le hubieran hecho carreras en las medias-. Es una doce, seguro. Los trajes de noche están aquí, tengan la bondad.

La siguieron hasta el fondo de la tienda. La mujer descorrió una cortina descubriendo hileras de trajes de noche: cortos, largos, de seda y de terciopelo, de reluciente raso, de gasa y de tul, y de todos los colores. La mujer hacía correr las perchas por la barra.

– Todo esto son doces. Si hay algo que le guste en otra talla, podría ajustárselo a la medida.

– No tenemos tiempo -le dijo Isobel. Su mirada buscó los colores más oscuros. Los trajes oscuros resisten el paso del tiempo y admiten las pequeñas reformas. Había uno de raso marrón. Otro de seda nervada azul marino. O quizá negro. Isobel descolgó un modelo de crepé negro con botones de azabache y se volvió hacia el espejo sosteniéndolo delante del cuerpo. Un poco de institutriz… pero le prestaría buen servicio durante años… Intentó leer el precio de la etiqueta, pero no llevaba las gafas.

– Este es bonito.

Pandora ni lo miró.

– Nada negro, Isobel. Ni negro ni rojo. -Pasó varias perchas y se precipitó hacia delante-. Este.

Isobel, que aún tenía en la mano el negro, se volvió y vio… el vestido más bonito que hubiera podido imaginar. Seda salvaje azul zafiro con reflejos negros brillando a la luz como las alas de un insecto exótico. Tenía una falda enorme, con refajo y amplio escote. Las mangas estaban rematadas en el codo con un fruncido de la misma seda, idéntico al que llevaba el borde de la falda.

Isobel, sin atreverse a imaginar siquiera que semejante vestido pudiera llegar a ser suyo, miró el talle.

– Yo no quepo ahí.

– Prueba.

Era como si hubiera perdido la voluntad. Fue metida en un probador y despojada de sus prendas exteriores como una víctima destinada a un sacrificio votivo.

– Cuidado… -Isobel, en bragas y sujetador, se introdujo en la nube de seda susurrante que descendía sobre su persona. Le ajustaron las mangas al brazo… la cremallera…

Isobel contuvo el aliento pero no hubo dificultad, la cinturilla la sujetaba sin asfixiar. La vendedora le arregló los hombros, ahuecó la falda y dio un paso atrás para ver el efecto.

Isobel tuvo la sensación de que la mujer del espejo era otra. Una mujer de otro tiempo, salida de un retrato del siglo XVIII. La falda se arrastraba ligeramente y la rígida seda formaba relucientes pliegues. Las mangas eran muy favorecedoras y el amplio escote ponía de relieve lo mejor que tenía Isobel: sus bien torneados hombros y el nacimiento del pecho.

Isobel trató de ser práctica.

– Me está largo.

– Eso se arregla con unos buenos tacones -rebatió Pandora-. Y el color acentúa el azul de tus ojos.

Isobel vio que tenía razón. Pero se llevó las manos a sus mejillas curtidas.

– Tengo la cara muy estropeada.

– Cariño, es que no llevas maquillaje.

– Y el pelo.

– Yo te peinaré. -Pandora entornó los ojos-. Tienes que llevar joyas.

– Podría ponerme los pendientes de los Balmerino. Los brillantes de lágrima con las perlas y zafiros.

– Claro que sí. Perfecto. ¿Y la gargantilla de perlas de mamá? ¿La tenéis?

– Está en el Banco.

– Esta tarde la sacaremos. Estás preciosa, Isobel. Todos los hombres del baile se enamorarán de ti. No podíamos encontrar nada mejor. -Sonrió a la silenciosa pero satisfecha vendedora-. Nos lo llevamos.

Abajo la cremallera, fuera el vestido con mucho cuidado y a la caja.

– ¡Pandora! -susurró Isobel con premura, tendiendo la mano hacia su combinación “Marks & Spencer”-. Ni siquiera has preguntado el precio.

– Si tienes que preguntar el precio es que no puedes comprarlo -susurró a su vez Pandora y desapareció.

Isobel, dividida entre la euforia y el arrepentimiento, se puso la blusa y la falda, se abrochó la chaqueta y se ató los zapatos. Cuando terminó estas operaciones, el cheque ya se había extendido, se había quitado la etiqueta y se había introducido el vestido en una gran caja muy elegante.

La vendedora les abrió la puerta.

– Muchas gracias -dijo Isobel.

– Celebro que haya encontrado algo de su agrado.

La compra no les había llevado más de diez minutos. Pandora e Isobel se pararon en la soleada acera.

– No sabes cómo te agradezco…

– No me des las gracias…

– En mi vida había tenido un vestido como éste…

– Pues ya iba siendo hora. Te lo mereces…

– Pandora…

Pero Pandora no quería oír más. Miró el reloj.

– No son más que las once y cuarto. ¿Qué podemos comprar ahora?

– Pero, ¿no te has gastado todavía suficiente dinero?

– Ni hablar. No he hecho más que empezar. ¿Qué llevará Archie en la fiesta? ¿Kilt?

– No; desde lo de la pierna no ha vuelto a ponérselo. Dice que enseñar una rodilla de aluminio es una obscenidad. Se pondrá el esmoquin.

Pandora se paró en medio de la calle.

– Lord Balmerino no puede ir a un baile de las Highlands de esmoquin.

– Pues hace años que va.

Una mujer gruesa con un cesto, irritada por la obstrucción, pasó entre las dos empujando.

– Perdonen.

Pandora hizo como si no la hubiera oído.

– Entonces, ¿por qué no lleva calzas a cuadros?

– Porque no tiene.

– ¿Y por qué no?

Isobel no podía explicarse por que no se había adoptado esta solución años atrás, resolviendo el problema de una vez por todas, pero se dijo que Archie, al perder la pierna, había perdido también todo interés por su aspecto personal. Era como si ya no tuviera importancia. Además, las prendas de gala eran caras y siempre había algo que parecía más urgente.

– No lo sé.

– Él, siempre tan elegante en los bailes. Y tan presumido. Con chaqueta de esmoquin parecerá un empleado de pompas fúnebres o un camarero. O, lo que es peor, un “Sassenach” 1. Ven, vamos a comprarle algo espectacular. ¿Sabes la talla?

– No la recuerdo; pero su sastre la tendrá.

– ¿Dónde está el sastre?

– En la próxima calle.

– ¿Tendrá calzas hechas?

– Supongo que sí.

– Entonces, ¿a qué esperamos? -Y Pandora ya estaba otra vez en marcha, haciendo ondear el abrigo de visón abierto. Isobel, abrazada a su caja, tenía que correr para mantenerse a su altura.

– Pero, aunque encontremos calzas, ¿qué llevara en la parte de arriba? No puede ponerse la chaqueta del esmoquin.

– Papá tenía una chaqueta de terciopelo muy bonita. Verde botella descolorido. ¿Qué ha sido de ella?

– Está en el desván.

– Pues, bájala. ¡Oh!, qué divertido. Imagina lo fabuloso que va a estar.

Encontraron al viejo sastre trabajando en su taller situado en la trastienda de su establecimiento, “Sastrería especializada en el traje escocés adecuado para cada ocasión”. El hombre levantó la mirada de una pieza de paño de tweed que tenía desenrollada y, al ver a Isobel, dejó la tijera y la obsequió con una amplia sonrisa.

– Lady Balmerino.

– Buenos días, Mr. Pittendriech. Mr. Pittendriech, ¿se acuerda de mi cuñada, Pandora Blair?

El viejo miró a Pandora por encima de las gafas.

– Sí que me acuerdo pero hace mucho tiempo, entonces debía de ser casi una niña. -Él y Pandora se estrecharon la mano por encima de la mesa-. Celebro volver a verla. ¿Y cómo está Milord, Lady Balmerino?

– Muy bien.

– ¿Puede subir la montaña?

– Sí, aunque sin ir muy lejos…

Pandora, impaciente, interrumpió:

– Venimos a comprarle un regalo, Mr. Pittendriech. Unas calzas de paño. Usted tiene sus medidas. ¿Podría ayudarnos a escogerlas?

– Desde luego. Será un placer. -El sastre salió de detrás de la mesa y las condujo a la tienda, donde el visitante quedaba deslumbrado por la gran variedad de lanas a cuadros y las bolsas de piel para llevar sobre el “kilt”, medias de rombos, pecheras de encaje, zapatos con hebilla de plata y broches de cristal de roca color topacio o burdeos.

Al parecer, Mr. Pittendriech pensaba que la transacción quedaba un poco por debajo de su dignidad.

– ¿No sería preferible que se los hiciera a medida? Milord nunca se compra la ropa hecha.

– No queda tiempo -respondió Isobel, por segunda vez aquella mañana.

– En tal caso, ¿colores de regimiento o colores de familia, los cuadros?

– Colores de familia -contestó Pandora, con firmeza-. Son muy bonitos.

Encontrar los colores y la talla adecuados les llevó algún tiempo. Hubo que medir la entrepierna de varios pares de calzas. Finalmente, Mr. Pittendriech encontró lo que buscaba.

– Estas irán bien a Milord.

Isobel las examinó.

– No serán muy estrechas, ¿verdad? No le entraría la pierna artificial.

– No; son bastante holgadas y cómodas.

– Nos las llevamos -decidió Pandora.

– ¿Desean una faja, Miss Blair?

– Puede llevar la de su padre, Mr. Pittendriech. -Le dedicó una de sus sonrisas deslumbrantes-. Pero quizás una buena camisa de algodón…

Más paquetes, más cheques y a la calle otra vez.

– Es hora de almorzar -dijo Pandora.

Y las dos mujeres, encantadas la una con la otra, enderezaron sus pasos hacia el “Wine Bar”. La puerta giratoria las propulsó al vestíbulo del popular establecimiento y allí encontraron el primer obstáculo del día. No había rastro de Lucilla ni de Jeff, la mayoría de las mesas estaban ocupadas y las que no lo estaban tenían el letrerito de “Reservada”.

– Una mesa para cuatro -pidió Pandora a la mujer que la miraba con aires de superioridad desde detrás del mostrador.

– ¿Tienen reserva?

– No; pero queremos una mesa para cuatro.

– Lo siento, pero si no han reservado tendrán que esperar.

Pandora abrió la boca para discutir, pero antes de que pudiera decir palabra el teléfono empezó a sonar y la mujer se volvió para atender la llamada.

– Aquí, “Wine Bar”.

Pandora dio un codazo a Isobel y, con la mayor naturalidad, se acercó a una mesa desocupada, situada al lado de la ventana. Al llegar junto a la mesa, escamoteó disimuladamente el letrero metiéndoselo en el bolsillo del abrigo. Fue un brillante número de ilusionismo. Luego, se sentó elegantemente, dejó el bolso y los paquetes, extendió el visón sobre el respaldo de la silla y cogió el menú.

Isobel la miró, horrorizada.

– Pandora, no puedes hacer eso.

– Ya está hecho. Esa bruja… Siéntate.

– Pero esta mesa está reservada.

– Pues ahora es nuestra. La posesión es las nueve décimas partes de la ley… -Isobel, que tenía pánico a las escenas, titubeaba, pero Pandora se mantuvo indiferente y, al cabo, no tuvo más alternativa que sentarse frente a la facinerosa de su cuñada-. ¡Oh! Mira, podemos tomar un cóctel. Y pedir quiche y ensalada o una omelette aux fines herbes.

– Esa mujer se pondrá furiosa.

– No puedo sufrir los cócteles, ¿a ti te gustan? ¿Tendrán champaña? Se lo preguntaré cuando venga apuntándonos con todos sus cañones.

Lo cual sucedió casi inmediatamente.

– Perdone, señora, pero esta mesa está reservada.

– ¿Sí? -Los ojos de Pandora eran redondos, dulces e inocentes-. Pues no tenía el letrero.

– Esta mesa está reservada y había letrero.

– ¿Dónde estará? -Pandora dobló el cuello para mirar debajo de la mesa-. En el suelo no está.

– Lo siento mucho, pero tendrán que levantarse y esperar.

– Lo siento mucho, pero no nos levantamos. ¿Toma nota usted misma o prefiere enviarnos a una camarera?

A la mujer se le había puesto el cuello tan colorado como el moco del pavo. Tenía las facciones crispadas. Isobel sintió lástima.

– Usted sabe perfectamente que en esa mesa había un letrero. El director lo puso esta mañana personalmente.

Pandora alzó las cejas.

– ¡Oh! Hay un director. En tal caso, tenga la bondad de decirle que Lady Balmerino está aquí y desea pedir el almuerzo.

A Isobel le ardía la cara. La adversaria de Pandora parecía a punto de echarse a llorar. Aquello era una humillación.

– El director ha salido -reconoció.

– Entonces, usted está al frente y ha hecho cuanto podía. Ahora tenga la bondad de enviarnos a una camarera para que podamos pedir.

La pobre mujer, aplastada por tan implacable autoridad, vaciló un momento pero al fin cedió, deshinchándose como un globo pinchado. En silencio, se envolvió en su dignidad hecha trizas y dio media vuelta, con los labios apretados. Pero Pandora no tenía entrañas.

– Una cosa más. ¿Tendría la bondad de decir al barman que deseamos una botella de su mejor champaña? -Su sonrisa refulgía-. Helado.

No hubo más objeciones ni protestas. El incidente había terminado. Isobel dejó de sonrojarse.

– Pandora, no tienes vergüenza -dijo.

– Ya lo sé, cariño.

– Pobre mujer. Está hecha polvo.

– Vaca estúpida.

– Y eso de Lady Balmerino…

– Es lo que nos salvó. Esta gente tiene un esnobismo increíble.

De nada servían los reproches. Ella era Pandora, generosa, cariñosa, alegre… e implacable hasta que se salía con la suya. Isobel sacudió la cabeza.

– Me desesperas.

– ¡Oh! Cariño, no te enfades. Con la estupenda mañana que hemos pasado… Te prometo portarme bien durante el resto del día y llevarte la cesta de la compra. Mira, ahí están Lucilla y Jeff, cargados con bolsas cutres. ¿Qué habrán comprado? -Agitó una mano de uñas rojas-. ¡Estamos aquí! -Ellos las vieron y se acercaron-. Hemos pedido champaña, Jeff, conque te agradeceré que no te pongas pesado con lo de que prefieres una lata de cerveza.

Mientras bebían el champaña, en voz baja y entre risas ahogadas, contaron a Lucilla y Jeff el lance de la ilícita ocupación de la mesa.

Lucilla estaba regocijada y, al mismo tiempo, casi tan escandalizada como su madre, como observó Isobel con satisfacción.

– Pandora, eso es terrible. ¿Y qué hará la pobre gente que reservó la mesa?

– Es problema de la vieja. Pero no te preocupes, ya los meterá en algún sitio.

– Eso es poco ético.

– Y tú eres una ingrata. De no ser por mi ágil espíritu emprendedor, ahora estaríamos todos haciendo cola con los pies doloridos después de una mañana de tiendas. De todos modos, estuvo muy grosera conmigo. Y no me gusta que me nieguen lo que quiero.

Archie, solo y con órdenes expresas de su esposa de no abandonar los alrededores de la casa, decidió ocupar la espera del invitado en limpiar de hojas secas el césped que se extendía más allá de la avenida de grava. Después, quizá tuviera tiempo de cortarlo y así estaría decente el viernes por la noche. Sin más compañía que la de sus perros Labrador, sacó el tractor de jardinería del garaje y se puso a trabajar. Los perros, que habían imaginado que su amo iba a llevarlos de paseo, se sentaron con cara de aburrimiento; pero no tardarían en tener diversión, porque Archie no había dado ni dos pasadas cuando un “Land Rover” subió por la avenida y paró a poca distancia de donde él trabajaba.

Era Gordon Gillock, el guarda de Croy, con sus dos spaniels encerrados en la parte trasera del vehículo. Instantáneamente se desató una algarabía de ladridos dentro y fuera del “Land Rover”, pero los cuatro perros fueron silenciados rápidamente por una rutinaria retahíla de improperios de Gordon.

Archie detuvo la maquina y paró el motor, pero se quedó donde estaba, ya que era un lugar tan bueno como cualquier otro para mantener una conversación.

– Hola, Gordon.

– Buenos días, Milord.

Gordon era un escocés huesudo y curtido de cincuenta y tantos años que, con su pelo negro y sus ojos oscuros, parecía mucho más joven. Había empezado a trabajar en Croy en tiempos del padre de Archie, en calidad de ayudante del guarda, y había permanecido al servicio de la familia desde entonces. Llevaba su ropa de trabajo, es decir una camisa con el cuello desabrochado y una gorra de tweed adornada con moscas de pescar, que había soportado muchos años de borrascas. Pero los días de cacería llevaba corbata, traje de pantalón bombacho y sombrero de copa baja y ala estrecha del mismo tweed que el traje, con lo que iba mucho mejor vestido que la mayoría de los señores que salían al páramo.

– ¿De dónde vienes?

– De Kirkthornton, señor. He llevado treinta parejas de pájaros a vender.

– ¿Has sacado un buen precio?

– No está mal.

– ¿Qué hay de mañana?

– Por eso he venido, señor. Tenía que hablarle. Mr. Aird no será de la partida. Está en América.

– Lo sé. Me llamó antes de irse. ¿Iremos a Creagan Dubh?

– Sí, señor, el valle principal. Creo que a la ida deberíamos llevar los coches por el Clash y regresar por Rabbie’s Naup.

– ¿Y por la tarde? ¿Probamos en Mid Hill?

– Lo que usted disponga, señor. Pero los pájaros ya están muy soliviantados. Vendrán muy rápidos hacia los puestos y la gente tendrá que procurar no perder tino.

– ¿Saben que son responsables de que todos los pájaros abatidos sean recogidos? No hay que dejar piezas tocadas ni moribundas.

– ¡Oh! Sí, ya lo saben. Este año hay perros muy buenos.

– ¿Qué tal os fue el lunes?

– Había viento suave y mucha agua. Luego, un águila y un milano empezaron a trabajar por arriba y los gallos se asustaron. O no se levantaban o volaban en todas las direcciones. Pero se hicieron buenos disparos. Treinta y dos parejas.

– ¿Visteis venados?

– Sí, señor, una buena manada. Los vimos asomar la cabeza por Sneck of Balquhidder, recortándose en el cielo.

– ¿Y los daños del puente del Taitnie?

– Reparados, señor. Casi se había derrumbado con toda el agua que hemos tenido.

– Bien. No es cosa de que se dé un remojón alguno de los señores de Londres. ¿Cuántos batidores habrá mañana?

– Dieciséis, señor.

– ¿Y flanqueadores? La ultima vez que salimos en coche, se escaparon muchos pájaros por no estar bien cubiertos los flancos.

– Ya, porque llevábamos a un par de inútiles. Pero mañana tendremos al hijo del maestro y a Willy Snoddy. -El guarda y Archie cambiaron una mirada y sonrieron-. Es un granuja de mucho cuidado, pero también un flanqueador como hay pocos. Gordon apoyó el peso del cuerpo en la otra pierna, se quitó la gorra, se rascó la nuca y volvió a ponérsela-. Ayer por la mañana estuve en el lago y lo pillé con su viejo perro de aguas pescando las truchas de Milord. Va todas las tardes, a aprovechar la subida de los peces a la puesta del sol.

– ¿Tú lo has visto?

– Más de una vez, aunque toma por el camino de atrás.

– Ya sé que es un furtivo y también lo sabe el policía local. Pero lo ha sido toda la vida y no va a cambiar ahora. Yo no digo nada. Además -sonrió Archie-, si lo encierran, nos faltará un flanqueador.

– Muy cierto, señor.

– ¿Tienes el dinero para los batidores?

– Esta mañana he ido al Banco, señor.

– Veo que lo llevas todo bien organizado, Gordon. Muchas gracias por venir. Hasta mañana…

Gordon y sus perros se fueron y Archie siguió barriendo las hojas. Estaba a punto de terminar la tarea cuando en el camino de atrás empezó a zumbar otro automóvil y pensó que probablemente sería el alquilado por el Americano Triste. Se dijo que ojalá supiera cómo se llamaba el condenado y se dispuso a recibirlo. Volvió a detener el tractor, paró el motor y estaba apeándose trabajosamente cuando apareció el coche. Era el “Subaru” de Edmund, por lo que el que llegaba no podía ser el Americano Triste. Virginia estaba al volante, pero a su lado había un hombre. El “Subaru” se detuvo y Archie, con las articulaciones entumecidas, se adelantó mientras los recién llegados bajaban y se dirigían a su encuentro.

– Virginia.

– Hola, Archie. Te traigo a vuestro invitado. -Archie, desconcertado, se volvió hacia el desconocido, que era alto, de buena figura y facciones atractivas aunque algo toscas. tendría treinta y tantos años y usaba gafas con gruesa montura de concha-. Conrad Tucker; Archie Balmerino.

Los dos hombres se estrecharon las manos.

– Perdón, pero creí que venia solo, en un coche de alquiler… -dijo Archie.

– Ese era mi plan, pero…

Virginia terció:

– Yo te explicaré. Se trata de una coincidencia asombrosa, Archie. Encontré a Conrad ayer por la tarde en el “King’s Hotel” de Relkirk. Por pura casualidad. Somos viejos amigos. Nos conocimos en Long Island, de muy jóvenes, así que, en lugar de pasar la noche en el hotel como tenía pensado, se vino conmigo y ha dormido en Balnaid.

Todo explicado.

– Qué casualidad y qué buena idea. -Y Archie agregó, dirigiéndose a Conrad-: Es ridículo, pero a mi mujer o no le dijeron su nombre o se le olvidó, por lo que Virginia no pudo saber que usted era nuestro invitado. Siento reconocer que a veces somos bastante despistados.

– Son muy amables al alojarme en su casa.

– En fin… -Archie titubeó, deseando que Isobel estuviese allí-…esto es fantástico. Vamos. Entremos. Estoy solo en casa, porque todos se han ido de compras. ¿Trae maleta, Conrad? ¿Qué hora es? Las doce menos cuarto. El sol todavía no está en el cénit, pero creo que podríamos tomar un gin-tonic…

– No, Archie -dijo Virginia. Estaba nerviosa, envarada. Archie la miró atentamente y observó su palidez, mal disimulada por el bronceado, y sus ojeras. Parecía disgustada y entonces recordó que la víspera había tenido que acompañar a Henry a Templehall y dejarlo allí. Eso lo explicaba todo.

Y le dijo, solícito:

– ¿Por qué no? Te hará bien.

– No es que no quiera quedarme, es que tengo que llevar unas cosas a Verena. Floreros y demás. Si no te importa, volveré a casa.

– Como quieras.

– Nos veremos mañana en el picnic de Vi.

– A mí no. Salgo de caza. Pero Lucilla, Jeff y Pandora llevarán a Conrad.

Conrad sacó la maleta del coche de Virginia y se quedó esperando. Virginia se acercó y le dio un beso.

– Hasta mañana, Conrad.

– Gracias por todo.

– Encantada.

Virginia volvió a subir al “Subaru”, que se alejó por entre los árboles y empezó a bajar la cuesta. Cuando el coche se perdió de vista, Archie se volvió hacia su invitado:

– Qué bien que ya conociera a Virginia. Venga conmigo, le enseñaré su cuarto…

Se dirigió hacia la escalera exterior y la puerta, seguido de Conrad, que andaba despacio, acomodándose al paso lento e irregular de su anfitrión.

Otra vez en Balnaid, Virginia se dirigió al trastero y se dedicó a reunir jarrones, ánforas, urnas y viejas soperas, contenta de tener algo que hacer. En aquel momento, menos adecuado era tener las manos ociosas y la menta vacía. Recogió su arsenal, sin olvidar ganchos y alambres para asegurar los pesados adornos florales y, en dos o tres viajes, fue llevándolo al coche y colocándolo cuidadosamente en la parte trasera. Mientras, hacía planes. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, llegaban de Londres Alexa, Noel y el perro de Alexa. Habrían viajado durante toda la noche y llegarían a Balnaid a la hora del desayuno. Cuando volviera de Corriehill prepararía las habitaciones para Alexa y Noel. Habitaciones. No una sola habitación. En Londres dormían en la misma cama, pero Virginia sabía que si en Balnaid les daba una cama de matrimonio Alexa estaría incómoda y más violenta que su padre.

Mañana. Pensaría en mañana. No en ayer ni en anteayer, ni en la última noche. Aquello había terminado. Para siempre. De una vez. Aquello nada podía cambiar y nada cambiaría.

Cuando las habitaciones estuvieran preparadas, se dedicaría a hacer listas, como Isobel. Iría a la tienda de Mrs. Ishak y compraría muchas cosas. Tendría que sacar a los perros. después podría hacer algo en la cocina, un pastel o una olla de caldo. O buñuelos para el picnic de mañana. Entonces, ya sería casi de noche y aquel día largo, de soledad y cavilaciones, habría terminado. Se acostaría en su cama vacía, en su casa vacía. Sin Edmund y sin Henry. Pero por la mañana llegarían Alexa y Noel y en su compañía todo tendría que mejorar y la vida parecería menos imposible, más soportable.

En Corriehill encontró una vorágine. En la grava, había furgonetas y camiones aparcados y el interior de la casa estaba tomado por un ejercito de obreros, como si la familia fuera a mudarse o acabara de llegar. Casi todos los muebles y alfombras del vestíbulo habían sido retirados y por el suelo serpenteaban cables en todas direcciones. Las puertas del comedor estaban abiertas revelando que, con ayuda de un material a rayas oscuras, había sido convertido en una oscura caverna. El night-club. Virginia se detuvo a admirar el efecto y, casi al momento, un joven de pelo largo que transportaba un pesado aparato acústico le indicó que hiciera el favor de apartarse.

– ¿Sabe dónde puedo encontrar a Mrs. Steynton?

– Pruebe en la carpa.

Virginia se dirigió a la biblioteca abriéndose paso por entre la barahúnda y desde allí descubrió la mastodóntica carpa, que había sido instalada la víspera en aquella parte del jardín. Era muy alta y muy ancha, y restaba casi toda la luz a las habitaciones. Habían quitado los batientes de la puerta-ventana de la biblioteca, de la que partía un amplio pasillo que unía la casa a la carpa. Virginia lo recorrió y se encontró en la gran tienda de lona, inundada de una luz difusa y subacuatica. Vio los postes, altos como mástiles, y las rayas amarillas y blancas del tapizado interior. Los electricistas estaban subidos a unas altas escaleras colocando lámparas y, en el extremo opuesto a la puerta, dos fornidos operarios, con caballetes y tablas, construían el estrado para la orquesta. Olía a hierba aplastada y a lona, lo mismo que una exposición agrícola. En medio de todo aquel ajetreo, Virginia vio a Verena hablando con Mr. Abberley, jefe de la operación que, al parecer, estaba recibiendo un rapapolvo.

– … y es ridículo decir que las medidas están mal. Las tomó usted mismo.

– Pero, Mrs Steynton, es que el suelo viene en unidades prefabricadas de tres pies de lado. Ya se lo expliqué cuando me pidió usted la carpa más grande que tuviera.

– No creí que eso fuera problema.

– Y otra cosa. El terreno no es llano.

– Tiene que serlo. Era una pista de tenis.

– Lo siento, pero en ese rincón baja por lo menos un palmo. Por lo tanto, habrá que poner cuñas.

– Pues, pónganlas. Pero asegúrense de que el suelo no se hunde.

Mr. Abberley la miró ofendido.

– Mis suelos no se hunden -dijo, y se fue a meditar sobre la situación.

Virginia dijo:

– Verena. -La interpelada se volvió-. Me parece que no vengo en buen momento.

– ¡Oh! Virginia -Verena se mesó el cabello de un modo impropio en ella-. Voy a volverme loca. ¿Has visto alguna vez un fregado semejante?

– A mí me parece impresionante. Fantástico.

– Pero esta tienda es tan enorme…

– Piensa que va a venir mucha gente. Cuando la veas llena de flores y de invitados, con la orquesta y todo lo demás, será muy diferente.

– ¿No crees que va a ser un fracaso estrepitoso?

– Claro que no. Será el baile del año. Te he traído los floreros. Si me dices dónde los quieres, los descargo y me marcho para no estorbar.

– Eres un sol. En la cocina encontrarás a Katy con unas amigas. Están haciendo estrellas de plata, guirnaldas y cosas para decorar la carpa. Ella te dirá dónde puedes dejarlo.

– Si necesitas algo más…

Pero Verena ya estaba pensando en otra cosa.

– Si se me ocurre algo, te llamaré… -había tantos cabos sueltos…-. Mr. Abberley, ahora que me acuerdo. Quiero preguntarle…

Virginia volvió a casa. Eran casi las dos cuando llegó a Balnaid. Empezaba a tener hambre y decidió que, antes de nada, tomaría un bocado. Un sandwich de ternera fría, quizás, unas galletas, queso y una taza de café. Dejó el “Subaru” en la puerta trasera y entró en la cocina.

Inmediatamente, se olvidó de la comida. Se quedó inmóvil y su vacío estómago se contrajo en un espasmo de sorpresa e indignación.

Porque allí estaba Lottie. Esperando. Sentada a la mesa de la cocina. No parecía violenta, ni mucho menos, sino que sonreía como si Virginia la hubiera invitado a visitarla y ella hubiera aceptado graciosamente la invitación.

– ¿Qué está haciendo aquí? -Esta vez Virginia no se esforzó por disimular su irritación. Estaba sorprendida y también furiosa-. ¿Qué quiere?

– Sólo estaba esperándola. Para decirle una palabrita.

– No tiene usted derecho a entrar en mi casa.

– Pues debería aprender a cerrar las puertas.

Se miraban por encima de la mesa.

– ¿Cuánto hace que ha llegado?

– ¡Oh! Una media hora.

¿Dónde habría estado? ¿Qué habría hecho? ¿Habría curioseado? ¿Habría subido a las habitaciones, abierto armarios y cajones, tocado la ropa?

– Pensé que no tardaría en volver. Como la puerta estaba abierta. Claro que los perros ladraron, pero yo los tranquilicé. Los animales conocen a una amiga.

Una amiga.

– Creo que debe marcharse inmediatamente, Lottie. Y le agradeceré que no vuelva, a menos que se lo pida.

– ¡Oh! La señora marquesa. ¿Es que no soy lo bastante buena para tratar con gente como usted?

– Márchese, haga el favor.

– Me iré cuando yo quiera. Y cuando haya dicho lo que he venido a decirle.

– No tiene usted nada que decirme.

– En eso se equivoca, señora de Edmund Aird. Tengo muchas cosas que decirle. Se picó usted mucho en el puente. No le gustó lo que le dije, ¿verdad? Ya me di cuenta. No soy tonta.

– Todo era mentira.

– ¿Y por qué tendría que decir mentiras yo? Yo no tengo por que decir mentiras, porque la verdad es ya bastante mala. Una “puta” llamé a Pandora Blair y usted arrugó la nariz como si hubiera dicho una palabrota. Como si fuera pura y virtuosa.

– ¿Qué quiere?

– Quiero acabar con el mal y la fornicación -tronó Lottie, como el ministro de una secta religiosa amenazando a su rebaño con la condenación eterna-. La vileza de los hombres y las mujeres. Practicas lujuriosas…

Virginia la atajó, furiosa.

– Eso son tonterías.

– ¿Conque tonterías, verdad? -Lottie volvía a ser ella-. ¿Y es una tontería que, en cuanto su marido da media vuelta y usted se libra del niño, traiga a su casa a su gigoló y se acueste con él? -Era imposible. Lo inventaba. Su imaginación tortuosa se dejaba arrastrar por sus propias obsesiones sexuales-. ¡Ja! Ya sabía yo que se le cerraría la boca, señora de Edmund Aird. No es usted más que una buscona.

Virginia oprimía el borde de la mesa. Procurando mantener la voz serena y fría, dijo:

– No sé de que me habla.

– ¿Y quién es la que dice mentiras ahora, si se me permite la pregunta? -Lottie, apretando las manos en el regazo, se inclinó mirarla con sus ojos fijos. Tenía la piel amarilla como una vela y el labio sombreado por el bigote-. Yo estaba allí, señora de Edmund Aird. -Bajó la voz y habló en el tono apagado de la persona que cuenta una historia de miedo procurando hacerla lo más tétrica posible-. Anoche estaba ahí fuera cuando ustedes entraron. Los vi llegar. La vi encender todas las luces y subir la escalera con su gigoló. Los vi asomados a la ventana del dormitorio, cuchicheando como dos enamorados. La vi correr las cortinas y quedarse con su impudicia y su adulterio.

– No tenía ningún derecho a estar en mi jardín, ni lo tiene a estar en mi casa. Esto se llama allanamiento y puedo avisar a la policía.

– La policía -rió Lottie, con un cacareo-. Para lo que sirve la Policía… ¿Y no les interesaría saber lo que pasa cuando Mr. Aird está en América? Lo echaba de menos, ¿verdad? Pensaba en él y en Pandora. Yo se lo conté, ¿no? Estas cosas dan que pensar. Le hará pensar de quien puede usted fiarse.

– Quiero que se marche ahora mismo, Lottie.

– Y él no estará muy contento cuando se entere de lo que ha pasado.

– Fuera. Ahora.

– Una cosa es segura. No es usted mejor que las demás. Y no trate de convencerme de que no es culpable, porque la cara la delata…

Virginia perdió los estribos. Apretando los dientes, gritó:

– ¡MÁRCHESE! -señalaba la puerta-. ¡Márchese de aquí y no vuelva más, bruja asquerosa!

Esto silenció a Lottie. No se movió. Miró a Virginia con ojos de odio. Virginia estaba tensa, temiendo lo que pudiera pasar. Si Lottie hacía un solo movimiento hacia ella, le echaría encima la pesada mesa y la aplastaría como si fuera una cucaracha. Pero Lottie lejos de esbozar siquiera un gesto de violencia física, asumió una actitud de viva satisfacción. El brillo de sus ojos se apagó. Ya había dicho lo que tenía que decir y conseguido lo que pretendía. Sin prisa, sosegadamente, se puso en pie y se abrochó el jersey.

– Bueno -anunció-. Me marcho. Adiós, perritos. Me alegro de haberos conocido.

Virginia la siguió con la mirada. Lottie, taconeando con garbo hacia la puerta. Allí, se volvió.

– Lo he pasado muy bien. Ya nos veremos.

Y salió. Cerrando con suavidad.

Violet envuelta en su delantal, estaba delante de la mesa de la cocina de Pennyburn adornando el pastel de cumpleaños. Lo había hecho Edie, de tres capas. Y, ahora, Violet había unido las tres capas con crema de chocolate y estaba esparciendo por encima del pastel el resto de la crema. No era una experta en repostería y su obra, una vez terminada, tenía un aspecto un poco rustico. Parecía un campo recién arado. Pero, cuando le agregara unas pastillas de colores y una vela -porque no iba a poner más que una-, tendría un aspecto muy festivo.

Dio un paso atrás para contemplar la obra, lamiéndose las yemas de los dedos. Oyó que un coche subía la cuesta y entraba en el camino de la casa, levantó la mirada y vio por la ventana que su visitante era Virginia. Se alegró. Virginia venía sola y a Violet le gustaba que su nuera fuera a verla inesperadamente, porque significaba que tenía ganas de charlar con ella, y hoy la complacía especialmente la visita porque podría saber de Henry.

Mientras se lavaba las manos, oyó abrirse y cerrarse la puerta de la entrada.

– Vi.

– Estoy en al cocina. -Se secó las manos y fue a desatarse las cintas del delantal.

– ¡Vi!

Violet tiró el delantal y salió al vestíbulo. Le bastó ver a su nuera al pie de la escalera para comprender que había ocurrido algo malo. Virginia estaba tan blanca como el papel y sus luminosos ojos azules tenían una mirada fija y brillante, como si en su interior hirvieran las lágrimas. Se alarmó.

– ¿Qué te pasa, hija?

– Tengo que hablar contigo, Vi. -La voz era clara pero poco firme. Estaba a punto de echarse a llorar-.Tengo que hablar contigo.

– Pues, claro. Pasa. Vamos a sentarnos… -Rodeó los hombros de Virginia y la condujo a la sala-. Anda, siéntate. Descansa un momento. aquí nadie nos molestará. -Virginia se hundió en la profunda butaca, apoyó la cabeza en el almohadón y cerró los ojos para abrirlos casi inmediatamente.

– Henry tenía razón -dijo-. Lottie Carstairs es peligrosa. No puede quedarse. No puede vivir con Edie. Tiene que marcharse.

Vi se sentó en su amplio sillón de la chimenea.

– Virginia, ¿qué ha sucedido?

– Tengo miedo -respondió Virginia.

– ¿Miedo de que haga daño a Edie?

– A Edie, no. A mí.

– Cuenta.

– Es que… no sé por dónde empezar.

– Siempre por el principio.

Su tono sosegado surtió efecto. Con un esfuerzo evidente, Virginia se sobrepuso. Irguió el cuerpo y se alisó el pelo. Luego, se pasó las yemas de los dedos por las mejillas, como si hubiera llorado y se secara las lágrimas.

– Nunca me gustó, como a ninguno de nosotros, ni pude hacerme a la idea de que viviera con Edie. Pero me decía que era inofensiva, como todos los demás.

Violet recordó sus íntimas reservas hacia Lottie. Y el escalofrío de terror que había experimentado en Relkirk, cuando estaban sentadas junto al río y Lottie le asió por la muñeca, con aquellos dedos fuertes y duros como garfios.

– ¿Y ahora crees que estábamos equivocados?

– El día antes de llevar a Henry a la escuela… el lunes… salí dar un paseo con los perros. Fui a casa de Dermot, a comprar el regalo para Katy, y luego seguí hasta el puente del Oeste. De pronto Lottie apareció a mi lado. Me había seguido. Me dijo lo que todos vosotros sabíais ya. Todos: tú, Archie, Isobel y Edie. Me dijo que lo sabíais.

Violet pensó: ¡Ay, Dios mío! y dijo:

– ¿Qué sabíamos, Virginia?

– Sabíais que Edmund y Pandora Blair habían estado enamorados. Que habían sido amantes.

– ¿Y Lottie cómo lo sabe?

– Lo sabe porque trabajaba en Croy en la época de la boda de Archie e Isobel. Aquella noche hubo un baile, ¿verdad? Dice que en plena fiesta, los siguió hasta el piso de arriba y se quedó escuchando en la puerta de la habitación de Pandora. Que Edmund ya estaba casado y tenía la niña, pero que esto no le importaba porque quería a Pandora. Que todo el mundo lo sabía, que era evidente. Dice que todavía están enamorados y que por eso ha vuelto Pandora.

Era peor de lo que había temido Violet que, por una vez en la vida, no encontraba palabras. ¿Y qué podía decir ella? ¿Que podía hacer para consolar a Virginia? ¿Cómo encontrar un ápice de consuelo en el cenagal de escándalo creado por una loca que no tenía nada que hacer con su pobre vida, más que causar problemas?

Sus ojos se encontraron con los de Virginia, que la miraban suplicantes. Porque deseaba más que nada en el mundo que Violet le dijera que toda aquella historia era una sarta de mentiras.

Violet suspiró y exclamó, tristemente:

– ¡Ay! Hija…

– Entonces, ¿es verdad? Y vosotros lo sabíais.

– No, Virginia, no lo sabíamos. Lo sospechábamos, pero no lo sabíamos y nunca hablábamos de ello. Hacíamos como si nada hubiera ocurrido.

– Pero, ¿por qué? -Era un grito de desesperación-. ¿Por qué todos me lo habéis ocultado? Estoy casada con Edmund. Soy su mujer. ¿Cómo podíais pensar que no lo averiguaría? Y que haya tenido que decírmelo esa horrible mujer… Es una traición, es como si no os fiarais de mí, como si me tomarais por una inmadura, incapaz de afrontar la verdad.

– Virginia, ¿como íbamos a decírtelo? Ni siquiera lo sabíamos con seguridad. Sólo lo sospechábamos y, siendo como somos, cerrábamos los ojos esperando que las cosas se arreglaran solas. Ella tenía dieciocho y Edmund la conocía desde niña. Pero él se marchó a Londres, se casó y tuvo a Alexa. Hacía años que no veía a Pandora. Y cuando vino a la boda de Archie, allí estaba ella. Ya no era una niña, sino la criatura más cautivadora, más turbulenta y más deliciosa que puedas imaginar. Yo sospecho que ella siempre estuvo enamorada de Edmund y, cuando volvieron a encontrarse fue como si estallara un castillo de fuegos artificiales. Todos vimos los fuegos, pero miramos para otro lado. Nada podíamos hacer salvo esperar que los fuegos se consumieran. Y aquello no podía continuar. Edmund tenía su vida en Londres, su mujer, su hija, su trabajo. Después de la boda, volvió a sus responsabilidades.

– ¿Y se fue de buen grado?

Violet se encogió de hombros.

– Tratándose de Edmund, cualquiera sabe. Recuerdo, sí, que cuando se despidió de mí en Balnaid estuve a punto de decirle algo, una ridiculez como: lo siento mucho, el tiempo todo lo cura o te olvidarás de Pandora. Pero me faltó valor.

– ¿Y Pandora?

– Pandora tuvo una depresión de adolescente. Lágrimas, caras largas, tristeza. Su madre habló conmigo, muy apenada; pero, Virginia, en realidad, ¿qué podíamos decir nosotros? ¿Qué podíamos hacer? Yo le propuse que enviara fuera a Pandora una temporada… A un colegio, a París o a Suiza. A sus dieciocho años, era todavía muy infantil y quizás alguna actividad seria, aprender un idioma o cuidar niños… hubiera podido distraerla de su pena. Darle la oportunidad de conocer a otros jóvenes y olvidar a Edmund. Pero debo admitir que siempre estuvo muy mal criada. En cierto modo, su madre temía las rabietas de Pandora. No sé si se lo propuso siquiera. Lo único que sé es que Pandora se quedó en Croy durante uno o dos meses, amargando la vida a todo el mundo, para acabar escapándose con aquel horrible Harold Hogg, rico como Creso, que podía ser su padre. Y desde entonces, por trágico que parezca, no habíamos vuelto a ver a Pandora.

– Hasta ahora.

– Sí. Hasta ahora.

– ¿Te preocupó saber que volvía?

– Un poco.

– ¿Piensas que todavía se quieren?

– Virginia, Edmund te quiere a ti. -Virginia no dijo nada. Violet frunció la frente-. Pero eso, sin duda, tú ya lo sabes.

– Hay muchas maneras de querer. Y, a veces, cuando más falta me hace, Edmund no parece tener amor que darme.

– No te entiendo.

– Ha alejado a Henry de mí. Dice que yo lo asfixio, que quiero tenerlo a mi lado porque es como una posesión, un juguete con el que quiero seguir jugando. Rogué y supliqué y tuvimos aquella horrible pelea. Pero no sirvió de nada. Era como hablar con una pared. Las paredes no quieren, Vi. Eso no es amor.

– Yo no diría tanto. Pero en lo de Henry estoy contigo. De todos modos, es su hijo y creo que Edmund hace lo que cree que es mejor para él.

– Y, luego, esta semana, se fue a Nueva York cuando más lo necesitaba aquí. Llevar a Henry a Templehall y dejar allí a la pobre criatura es lo peor que he tenido que hacer en toda mi vida.

– Sí -asintió Vi, tristemente-. Sí, lo sé. -Quedaron en silencio. Violet pensaba en la triste situación de su nuera y repasaba todo lo que había dicho. Y entonces advirtió que algo no encajaba y dijo-: Virginia, todo esto ocurrió el lunes. Y no has venido hasta hoy. ¿Es qué ha sucedido algo más?

– ¡Oh! -Virginia se mordió los labios-. Sí. Hay algo más.

– ¿Otra vez Lottie? -Violet casi no se atrevía a preguntar.

– Sí. Lottie. Verás… Vi, ¿te acuerdas del domingo, cuando almorzamos en Croy, que bromeamos con Isobel sobre su invitado, el Americano Triste? Pues, cuando volvía de Templehall paré en el "King’s Hotel" para ir al aseo y lo encontré allí. Resulta que lo conozco. Lo conozco muy bien. Se llama Conrad Tucker y, hace doce años, en Leesport, solíamos jugar al tenis juntos.

Esto era lo más agradable que Violet había oído desde que había aparecido Virginia.

– ¡Qué bien! -dijo.

– Cenamos juntos y, luego, parecía tonto que se quedara en Relkirk teniendo que venir a Croy al día siguiente, por lo que lo traje a Balnaid y pasó la noche allí. Esta mañana, lo he acompañado a Croy y lo he dejado con Archie. Luego, fui a Corriehill a llevar unos floreros a Verena. Cuando volví a casa, me encontré a Lottie sentada en la cocina.

– ¿En la cocina de Balnaid?

– Sí, estaba esperándome. Me dijo… que anoche estaba en Balnaid, en el jardín, a oscuras, con la lluvia, cuando Conrad y yo llegamos. Nos observó por las ventanas. Las cortinas estaban abiertas. Nos vio subir la escalera. -Virginia vio los ojos horrorizados de Violet, abrió la boca, volvió a cerrarla y, por fin, dijo-: Me llamó puta. Y a Conrad, gigoló. Y habló de concupiscencia y fornicación.

– Es su obsesión.

– Tiene que marcharse o se lo dirá a Edmund. -De pronto, Virginia se derrumbó ante los ojos de Violet. Su cara se contrajo como la de una niña y de sus grandes ojos escaparon unas lágrimas, que resbalaron por su cara-. No lo resisto, Vi. No resisto que todo sea tan horrible. Es como una bruja, y me odia de un modo… No sé por que me odia…

Se palpaba los bolsillos buscando un pañuelo sin encontrarlo, y Violet le dio el suyo, de batista, con puntillas e insuficiente para aquel torrente de dolor.

– Tiene celos de ti. Tiene celos de cualquier felicidad normal… Y, si se lo dice a Edmund, él sabrá, como sabemos todos, que no es más que una invención.

– Eso es lo malo -sollozó Virginia-. Que es verdad. Lo terrible es que es verdad.

– ¿Verdad?

– Me acosté con Conrad. Me acosté con él porque quería y deseaba estar con él.

– Pero, ¿por qué?

– ¡Oh! Vi. Supongo que porque nos necesitábamos.

Fue una confesión desesperada y, mirando a su nuera sollozar, Violet se sintió inundada de compasión. Que Virginia se viera en semejante necesidad era clara indicación del estado al que se había permitido llegar a su matrimonio. Y, si se miraba bien, era perfectamente comprensible. El hombre, Conrad Tucker o como se llamara, acababa de perder a su esposa. Virginia estaba dolida con Edmund y acababa de separarse de su hijo. Eran viejos amigos. La gente busca consuelo en los viejos amigos. Ella era una mujer muy atractiva y, probablemente, el americano, un hombre de buena presencia. A pesar de todo, Violet deseó más que nada en el mundo que aquello no hubiera sucedido. Y, más aún, deseó que no se lo hubieran dicho.

Sólo una cosa esencial destacaba con meridiana claridad.

– No se te ocurra contárselo a Edmund -dijo.

Virginia se sonó con el empapado pañuelito.

– ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

– Es lo único importante.

– ¿Ningún reproche, ninguna recriminación?

– Lo sucedido no es asunto mío.

– Estuvo mal.

– Pero, dadas las circunstancias, es comprensible.

– ¡Oh! Vi. -Virginia se dejó caer de rodillas, abrazó a Violet y hundió la cara en el amplio pecho de su suegra-. Lo siento.

Violet le acarició el pelo. Dijo, con tristeza:

– Todos somos humanos.

Permanecieron así unos momentos, consolándose en el abrazo. Poco a poco, los sollozos de Virginia se calmaron. Después se apartó de Violet, se sentó sobre los talones y se sonó con aire decidido.

– Hay otra cosa, Vi -dijo-. Cuando Edmund vuelva, después de la fiesta, pienso marcharme a Long Island para pasar una temporada con los abuelos. Necesito alejarme de todo esto. Hace meses que quiero ir y, entre unas cosas y otras, he ido retrasándolo, y ahora que no tengo a Henry parece un buen momento.

– ¿Y Edmund?

– Pensé que podría estar contigo

– ¿Cuándo piensas marcharte?

– La semana próxima.

– ¿Te parece prudente?

– ¿Te lo parece a ti?

– Recuerda que no se puede escapar de la realidad como no se puede escapar de la culpa.

– ¿Y la realidad son Edmund y Pandora?

– Yo no he dicho eso.

– Pero lo piensas, ¿verdad? Acabas de decir que ella siempre estuvo enamorada de él. Y no es menos hermosa ahora que a los dieciocho años. Y a ellos les une algo que yo no puedo compartir con Edmund, mil recuerdos de juventud. Y esos recuerdos son siempre los más duraderos y los más importantes.

– Tú eres importante y no creo que debas dejar a Edmund ahora.

– Nunca me preocuparon estas cosas. Cuando ha tenido que marcharse, no he sabido lo que eran los celos ni me ha inquietado lo que pudiera hacer. Le decía que no me importaba lo que hiciera si no lo veía. Era una broma, pero ahora ya no lo es. Si va a ocurrir algo, no quiero ser testigo.

– Tú subestimas a tus amigos, Virginia. ¿Imaginas que Archie se quedaría con los brazos cruzados?

– Si Edmund quiere algo, Archie no podrá hacer nada por impedir que lo consiga.

– Pandora no se quedará en Croy para siempre.

– Pero está ahora. Y ahora es lo que me preocupa.

– ¿Te desagrada?

– Me parece encantadora.

– Pero no te fías.

– En estos momentos no me fío de nadie y menos de mí misma. Quiero alejarme, ver las cosas en perspectiva. Por eso me marcho a los Estados Unidos.

– Sigo pensando que no debes irte.

– Yo creo que sí.

No parecía haber mas que decir. Violet suspiró.

– Bien, pues no hablemos más de ello. Lo que hay que hacer es tomar medidas, porque está muy claro que Lottie tiene que marcharse. Ha de volver al hospital. Es peligrosa y temo por Edie. Mientras hablo por teléfono, ve a lavarte la cara y a peinarte. Luego, saca mi botella de brandy, que está en el aparador, y un par de copas. Las dos tomaremos un trago medicinal y luego nos sentiremos mucho más entonadas.

Virginia hizo lo que se le ordenaba. Mientras estaba fuera de la sala, Violet se levantó de la butaca y se acercó al escritorio. Buscó el numero del “Relkirk Royal”, marcó y preguntó por el doctor Martin. Esperó mientras la telefonista lo localizaba y cuando el médico contestó, dijo:

– ¿El doctor Martin?

Violet explicó quien era y que relación tenía con Lottie Carstairs.

– ¿Sabe de quién le hablo, doctor Martín?

– Desde luego.

– Siento decirle que considero que esta mujer no se encuentra en condiciones de estar fuera del hospital. Actúa de un modo totalmente irracional y está causando graves disgustos a una serie de personas. En cuanto a Miss Findhorn, en cuya casa se aloja, me parece que no está en condiciones de atenderla debidamente. Ya no es joven y Lottie supone una responsabilidad demasiado grande.

– Sí. -El médico parecía pensativo-. Comprendo.

– No parece sorprenderle.

– No; no me sorprende. La puse al cuidado de Miss Findhorn porque pensé que, si hacía vida normal en un entorno normal, podría recuperar cierto sentido de la normalidad. Pero siempre existió un riesgo.

– Parece que el riesgo se ha materializado.

– Sí, me doy cuenta.

– ¿Volverá a tomarla a su cuidado?

– Sí, por supuesto. Hablare con la enfermera jefe. ¿Podrán traerla ustedes al hospital? Será mejor que enviar una ambulancia. Y que venga Miss Findhorn. Es importante que esté presente, ya que es el pariente más próximo de la paciente.

– Desde luego. Iremos esta misma tarde.

– Si surge algún inconveniente, avíseme.

– Descuide -le prometió Violet. Y colgó.

Saber que se había resuelto el problema de la prima de Edie y que Lottie volvería al “Relkirk Royal” aquella misma tarde contribuyó más a devolver la serenidad a Virginia que el trago del mejor brandy de Violet.

– ¿Cuándo la llevaréis?

– Ahora mismo -respondió Violet. Ya se había cambiado los zapatos y se abrochaba la chaqueta.

– ¿Y si Lottie se niega a ir?

– No se negará.

– Imagina que en el coche tiene un ataque y le da por estrangularte.

– Edie irá con nosotras. Y se lo impediremos. Sé que esto será un alivio para la buena de Edie. No puede negarse.

– Yo iría con vosotras, pero…

– No; creo que es preferible que te mantengas al margen.

– ¿Me llamarás cuando todo haya terminado?

– Desde luego.

– Ten mucho cuidado. -Virginia abrazó y besó a Violet-. Y muchas gracias. Te quiero mucho, aunque me haya decidido a decírtelo.

Violet se enterneció, pero había otras cosas en que pensar.

– Buena chica. -Palmeó distraídamente el hombro de Virginia mientras pensaba en lo que iba a decir a Edie y Lottie-. Nos veremos mañana en el picnic.

– Claro que sí. Y también estarán Alexa y Noel.

Alexa y Noel. Más familia, más amigos. Cuanta gente, cuantas exigencias, cuantas decisiones, cuantas cosas que resolver. Mañana cumplo setenta y ocho años, se dijo Violet y pensó por que no estaría sentada tranquilamente en una silla de ruedas con un gorrito de encaje. Tomó el bolso, sacó las llaves del coche y abrió la puerta. Alexa y Noel.

– Lo sé -dijo a Virginia-. No se me había olvidado.

Temía que Lottie hiciera una escena, pero no hubo ningún tropiezo. Encontró a Lottie sentada en la butaca de Edie, viendo la televisión con aire inofensivo. Violet se detuvo unos momentos a bromear con ella, pero Lottie estaba más interesada en la señora gruesa del televisor, que demostraba cómo hacer una pantalla plisada con un trozo de papel de la pared. Por la ventana de la cocina, Violet vio a Edie tendiendo la ropa en el jardín. Fue hacia ella y, puesto que la prima no podía oírla, le expuso clara y sucintamente lo decidido y dispuesto. Edie, que últimamente parecía más cansada que nunca, la miró como si fuera a echarse a llorar:

– Yo no quiero sacarla de casa.

– Edie, esto empieza a ser demasiado para todos nosotros. Siempre ha resultado demasiado para ti y ahora la ha tomado con Virginia y anda diciendo cosas terribles, ya sabes a lo que me refiero.

Desde luego Edie lo sabía; entre ellas no hacía falta decir más.

– Lo temía -reconoció.

– Está enferma, Edie.

– ¿Se lo ha dicho?

– Todavía no.

– ¿Y qué le dirá?

– Que el doctor Martin quiere verla. Tenerla un par de días en el “Relkirk Royal”.

– Se pondrá furiosa.

– Creo que no.

Edie colgó la ultima prenda y se agachó para recoger el cesto de la colada. Lo levantó como si pesara una tonelada o como si estuviera cargando con todas las tribulaciones de la Humanidad.

– Debí vigilarla.

– ¿Cómo ibas a vigilarla?

– La culpa es mía.

– Nadie hubiera podido hacer más de lo que has hecho tú -sonrió Violet-. Ven, tomaremos una taza de té y luego, mientras le haces la maleta, yo le diré lo que ocurre.

Las dos mujeres cruzaron el largo jardín en dirección al cottage.

– Me siento como una asesina -dijo Edie-. Es mi prima y le he fallado.

– Es ella quien te ha fallado a ti. Tú no le has fallado a ella ni a ninguno de nosotros.

A las seis de la tarde, el triste episodio quedó concluido y Lottie fue internada en el “Relkirk Royal”, al cuidado de una amable enfermera y de un increíblemente juvenil doctor Martin. Afortunadamente, Lottie no puso objeciones cuando Violet le dijo lo que iban a hacer. Sólo manifestó que esperaba que ahora el doctor Faulkner le hiciera un poco más de caso y, alzando la voz, advirtió a Edie que no olvidara meter en la maleta el jersey verde.

Hasta se acercó a la puerta del hospital, acompañada por la enfermera, y se despidió de ellas agitando la mano alegremente mientras Violet conducía el coche por el severo jardín que tan bonito parecía a Lottie.

– No te preocupes por ella, Edie.

– No puedo remediarlo.

– Has hecho cuanto estaba en tu mano. Has sido una santa. Siempre puedes venir a visitarla. Esto no es el fin.

– Pobrecilla.

– Necesita atención médica. Y a ti te sobra trabajo. Ahora procura olvidarlo todo y distraerte. Mañana es mi picnic. No quiero ver caras largas en mi cumpleaños.

Edie guardó silencio durante un rato. Al cabo, preguntó:

– ¿Ha adornado el pastel? -Estuvieron haciendo planes para el picnic y, cuando Violet la dejó en el cottage, parecía que había pasado lo peor.

Violet volvió a Pennyburn, entró por la puerta trasera y exhaló un suspiro de alivio al verse otra vez en casa, sana y salva. El pastel seguía en la mesa. Setenta y siete años. No era de extrañar que estuviera molida. El chocolate se había endurecido y ya no se podían hacer bolitas, por lo que el pastel tendría que quedar como estaba. Lo metió en una caja y se dirigió a la sala. Se sirvió un generoso whisky con soda, se sentó al escritorio y se dispuso a hacer una llamada telefónica, la última del día y de vital importancia.

– Escuela de Templehall.

– Buenas tardes. Soy Mrs. Geordie Aird, la abuela de Henry Aird y deseo hablar con el director.

– Soy su secretaria. ¿Puedo tomarle el recado?

– No; me temo que no puede.

– El director está ocupado en este momento. ¿Quiere que le diga que la llame?

– No; he de hablar con él ahora mismo. Haga el favor de decirle que estoy al teléfono.

La secretaria, tras breve vacilación, repuso de mala gana:

– Está bien. Pero quizás tarde unos minutos.

– Esperaré -dijo Violet, augustamente.

Esperó. Al cabo de mucho rato, oyó acercarse pasos por un lejano corredor sin alfombrar:

– Al habla el director.

– ¿Mr. Henderson?

– Sí.

– Soy Mrs. Geordie Aird, la abuela de Henry Aird. Perdone que le moleste, pero es importante que dé usted a Henry un recado de mi parte. ¿Me hará el favor?

– ¿Qué recado? -El hombre parecía impaciente o enfadado.

– Dígale sólo que Lottie Carstairs ha vuelto al hospital y ya no vive con Edie Findhorn.

– ¿Eso es todo? -parecía incrédulo.

– Sí; eso es todo.

– ¿Y es importante?

– De importancia vital. Henry estaba muy preocupado por Miss Findhorn y le alegrará saber que Lottie Carstairs ya no vive con ella. Le quitará un peso de encima.

– En tal caso, será preferible que tome nota.

– Sí, creo que será preferible. Se lo repetiré. -Así lo hizo, alzando la voz y recalcando cada sílaba, como si el director fuera sordo como una tapia-. LOTTIE CARSTAIRS HA VUELTO AL HOSPITAL. YA NO VIVE EN CASA DE EDIE FINDHORN. ¿Lo tiene?

– Alto y claro -dijo el director, demostrando un fino sentido del humor.

– ¿Y se lo dirá usted a Henry?

– Se lo diré inmediatamente.

– Es usted muy amable. Lamento haberle molestado. -Pensó en preguntar por Henry, cómo estaba, pero desistió. No quería parecer una abuela pesada-. Adiós, Mr. Henderson.

– Adiós, Mrs. Aird.

Archie detuvo el “Land Rover” en lo alto de la larga cuesta, en el punto en que la áspera pista abierta con buldózer coronaba el Creagan Dubh. Allí los dos hombres se apearon y contemplaron el espléndido panorama.

Era por la tarde y venían de Croy por el camino que cruzaba la granja y el portón de los ciervos y, tras bordear el lago, se encaramaba por las agrestes laderas. El Wester Glen quedaba ahora a su espalda, ya lejos, y, a sus pies, las azules aguas del lago refulgían como una alhaja. Frente a ellos, el valle de Creagan descendía en una sucesión de abruptas quebradas hasta el lugar en que las aguas bravas de un estrecho arroyo brillaban como un hilo de plata a un sol huidizo. Hacia el Norte, el terreno formaba profundos pliegues como una sucesión de baluartes hasta perderse de vista. La luz oscilaba con el paso de las nubes y las cumbres lejanas aparecían bañadas de un tinte azulado.

Cuando salieron, en los jardines de Croy la temperatura era gratamente cálida, el sol se filtraba por entre las doradas hojas de los árboles y sólo una leve brisa refrescaba el ambiente. Pero allí, en las alturas, aquel mismo aire era puro y cristalino como agua de manantial y el viento del Noroeste barría el páramo sin árbol ni obstáculo que se alzara en su camino y cortaba la cara.

Archie abrió la puerta trasera del “Land Rover” y las dos perras, que hacía ya mucho rato que esperaban este momento, saltaron al suelo. Él se agachó y sacó dos astrosas chaquetas impermeables, sucias y rotas, pero provistas de un buen forro de lana.

– Tenga. -Arrojó una a Conrad y, apoyando el bastón en la parte trasera del “Land Rover“, se puso la otra. Los bolsillos estaban descosidos y la parte delantera tenía manchas de sangre de alguna liebre o algún conejo sacrificado hacía tiempo-. Nos sentaremos un rato. A pocos pasos de aquí hay un sitio resguardado del viento…

Abrió la marcha dejando atrás la dura superficie de la pista y se introdujo entre el brezo. Usaba el bastón como una tercera pierna para abrirse paso. Conrad le seguía, observando el trabajoso avance de su anfitrión, pero sin ofrecerse a ayudarle. Al poco rato, llegaron a un saliente de granito, erosionado por un millón de años de intemperie y cubierto de un líquen que asomaba como un monolito de su lecho de brezo. Su forma era de tosco asiento y el respaldo no resultaba muy confortable pero, una vez instalados, quedaron al abrigo del viento.

Las perras habían recibido la orden de ¡Junto! pero en cuanto Archie se sentó y sacó los prismáticos la más joven, menos disciplinada que su madre, olfateó la caza, dio un salto y espantó a una bandada de urogallos. Ocho aves levantaron el vuelo a pocos pasos de donde ellos estaban. Lanzando su chillido estridente, descendieron hacia las profundidades del valle, dibujaron un quiebro en el aire bajo la línea del horizonte, se posaron en el fondo y desaparecieron.

Conrad siguió su vuelo con asombrada complacencia. Pero Archie gruñó a la perra y el animal, contrito, volvió junto a su amo, apoyó la cabeza en su hombro y le pidió perdón humildemente. Él la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí, olvidando su atolondramiento.

– ¿Vio adónde iban? -preguntó a Conrad.

– Creo que sí.

Archie le pasó los prismáticos.

– A ver si las encuentra.

Conrad se ajustó los prismáticos a los ojos y buscó. El paisaje se aproximó. Registró atentamente las grandes matas de brezo que crecían en el fondo del valle, pero no pudo descubrir rastro de las aves ni advertir movimiento alguno. Se habían ido. Devolvió los prismáticos a Archie.

– Nunca creí poder ver urogallos tan cerca.

– Al cabo de tantos años siguen asombrándome. Son listos y valientes. Pueden volar a ochenta millas por hora y usan mil y una mañas para burlar al cazador. Son adversarios muy escurridizos y por eso su caza es tan emocionante.

– Pero usted los mata.

– Lo he hecho toda la vida. Aunque cuanto mayor me hago, menos cazo y con más reservas. Hasta ahora, mi hijo Hamish no ha mostrado escrúpulos, pero Lucilla es contraria a todo esto y se niega a salir al campo conmigo. -Archie, envuelto en su vetusta chaqueta, tenía la pierna buena doblada y el codo apoyado en la rodilla. Se había echado la gorra de tweed sobre los ojos, para protegerse de los momentos de sol-. Ella da mucha importancia al hecho de que sean animales silvestres, de que forman parte de la Creación. Con lo de silvestres quiero decir que se perpetúan por sí mismos. Es imposible criarlos como a los faisanes, porque todos los pollos de incubadora que pusiéramos en el páramo serían inmediatamente devorados por los depredadores.

– ¿De qué se alimentan?

– De brezo. De bayas. Pero, sobre todo, de brezo. Por eso conviene quemar periódicamente franjas de páramo. La quema está limitada por la ley a unas semanas de abril. Si no has quemado entonces, tienes que esperar al año siguiente.

– ¿Por qué lo queman?

– Para que crezca mejor. -Señaló con el bastón-. Desde aquí puede ver las franjas negras del Mid Hill que quemamos este año. El brezo más alto sirve de protección a los pájaros.

Conrad contemplaba con cierta perplejidad las millas de terreno ondulado que los rodeaban.

– Esto me parece mucha tierra para unos cuantos pájaros.

– Sí, resulta un anacronismo en estos días -sonrió Archie-. Pero, de no ser por los grandes cotos de caza de Escocia, muchas tierras quedarían abandonadas o agotadas por un cultivo abusivo o se dedicarían a la explotación forestal.

– ¿Es malo plantar árboles?

– Ese es un tema delicado. El árbol indígena es el pino de Escocia, no el sitka de Noruega, ni el abeto americano. Pero un bosque de sitkas noruegos destruye el hábitat de las aves de las tierras altas, que no anidarán a menos de novecientos metros. Porque en el bosque hay muchos depredadores, zorros y cuervos. Y no me refiero sólo a la codorniz sino también a la agachadiza, el frailecillo y el zarapito. Y otras formas de vida. Insectos, ranas, víboras. Y plantas. Jacintos silvestres, hierbas, musgos, hongos, asfódelo de los pantanos… Bien protegido, el páramo es un potente y racional ecosistema.

– Pero, ¿no se ha ridiculizado un tanto la figura del rico que se dedica a disparar a los pájaros en su coto de caza?

– Sí; el aristócrata degenerado que carga la escopeta con billetes de diez libras. Pero me parece que esa imagen se va borrando, a medida que hasta el más cerril de los políticos comprende que la relación entre caza y conservación tiene una gran importancia para preservar el ecosistema básico de las tierras altas de Escocia.

Los dos hombres enmudecieron. Poco a poco, unos pequeños sonidos fueron poblando el silencio como el agua filtrada va invadiendo una cavidad. El leve susurro del viento. El murmullo del arroyo lejano, que bajaba crecido. Al otro lado de la cañada, en una ladera, unos corderos pacían, corrían, balaban. Y a medida que el silencio se llenaba de ruidos, Conrad, que se sentía cómodo en compañía de su anfitrión, notó que le embargaba una tranquilidad, una paz de espíritu que casi había olvidado.

Quizá no tenía derecho a sentirse así. Quizá, después de lo sucedido la noche antes, hubieran debido atormentarle los remordimientos. Pero su conciencia estaba tranquila, incluso satisfecha.

“Me siento fatal porque te deseo”, le había dicho a Virginia.

Sí, había tenido remordimientos cuando le acometió la necesidad física de acostarse con la mujer de otro, a espaldas del otro y en la casa del otro. Pero poco podía hacer para reprimir su deseo y, menos aún, cuando advirtió claramente que Virginia tenía tanta necesidad de consuelo y cariño como él mismo. Para él, había sido una noche de gozosa liberación tras meses de celibato forzoso. Y para ella, quizás, un alivio de su soledad y un último e impetuoso arranque juvenil.

Cuando llegaron a Balnaid la víspera, ella, intuyendo el peligro como un animal del bosque, se mostraba tímida y esquiva, refugiándose en su papel de anfitriona. Pero esta mañana estaba serena. Él, después de dormir como hacía meses que no dormía, se despertó tarde y solo. Se vistió, bajó a la cocina y la encontró preparando el desayuno, haciendo café y hablando con los perros. Todavía estaba pálida, pero menos tensa, y le saludó con una sonrisa. Mientras comían los huevos con tocino, hablaron de cosas triviales y él respetó su reticencia. Quizás fuera mejor así, que ninguno de los dos analizara sus sentimientos ni tratara de explicar los sucesos de aquella noche.

Una aventura de una noche. Para Virginia, quizá. Conrad no estaba seguro de lo que significaría para él. Por el momento, estaba agradecido al azar que los había reunido en un momento en que los dos se sentían vulnerables, abandonados y necesitados el uno del otro. Las cosas habían seguido su curso natural, en un proceso tan simple como el de la respiración.

Sin remordimientos. No estaba preocupado por Virginia. En cuanto a él mismo, sólo sabía que doce años atrás había estado enamorado de ella y que no estaba seguro de que hubiera cambiado algo.

Un movimiento llamó su atención. Apareció un milano planeando a gran altura y empezó a descender en amplios círculos. Segundos después, otra bandada de urogallos alzó el vuelo a mitad de la ladera y se dirigió hacia el Sur a una velocidad asombrosa, con el viento en la cola. Los dos hombres siguieron su vuelo con la mirada.

– Esperaba ver más pájaros -dijo Archie-. Mañana cazaremos en esta cañada. Vendremos a los puestos en coche.

– ¿Usted también?

– Sí; es lo más que puedo permitirme, si es que llego al primer puesto. Una de las cosas que más echo de menos es no poder subir la montaña. Aquellos sí que eran tiempos, cuando salías con unos cuantos amigos y media docena de perros. Pero eso ya acabó.

Conrad vaciló. Habían pasado juntos la mayor parte del día pero Conrad, no deseando parecer curioso o impertinente, se había abstenido de referirse a la evidente incapacidad física de Archie. Ahora parecía la ocasión de mencionarlo.

– ¿Cómo perdió la pierna? -preguntó, con naturalidad.

Archie miraba el milano.

– Me la volaron.

– ¿Un accidente?

– No; no fue un accidente. -El milano planeó, se lanzó en picado y volvió a elevarse con la presa, un conejito, colgando del pico-. Un incidente en Irlanda del Norte.

– ¿Qué hacía usted allí?

– Era soldado. Estaba con mi regimiento.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace siete u ocho años. -El milano había desaparecido. Archie se volvió hacia Conrad-. El Ejército lleva ya veinte años en Irlanda del Norte. A veces me parece que el mundo se olvida de lo que está durando ese conflicto sangriento.

– Veinte años son muchos años.

– Fuimos para poner fin a la violencia, para preservar la paz. Pero la violencia continúa y la paz parece muy lejos todavía. -Cambió de posición, dejó los prismáticos y se apoyó en el codo-. En verano, alojamos en casa a huéspedes de pago americanos. Les ofrecemos alojamiento, diversiones, comida, bebida y conversación. A veces alguien empieza a hablar de Irlanda del Norte y no falta el chistoso que dice que Irlanda del Norte es el Vietnam de la Gran Bretaña. He aprendido a cambiar de tema rápidamente.

– Yo no iba a decir eso. Me refiero a lo del Vietnam. Sería mucha presunción.

– Ni yo pretendía ser agresivo. -Miró a Conrad- ¿Usted estuvo en el Vietnam?

– No. Uso gafas desde los ochos años, por lo que fui declarado inútil.

– De no haber podido librarse legalmente, ¿habría luchado?

Conrad movió la cabeza.

– No lo sé. Mi hermano fue al Vietnam. Con los marines. Lo mataron.

– ¡Que guerra tan devastadora, sangrienta e inútil! Pero todas las guerras son devastadoras, sangrientas e inútiles. Y la de Irlanda del Norte, la más inútil de todas, porque el problema tiene su raíz en el pasado y nadie quiere arrancar esa raíz para echarla al fuego y pensar en plantar otras cosas nuevas y decentes.

– ¿Al hablar del pasado se refiere a Cromwell?

– Me refiero a Cromwell, y a Guillermo de Orange, y a la batalla del Boyne, y a los “Black-and-Tans” y a los hombres que murieron en huelga de hambre. Y me refiero a los recuerdos amargos y al paro y a la discriminación, y a las zonas prohibidas y a la intolerancia religiosa. Y, lo que es peor, a la imposibilidad de aplicar la lógica a la situación

– ¿Cuánto tiempo estuvo?

– Tres meses. Tenían que ser cuatro, pero cuando el batallón regresó yo estaba en el hospital.

– ¿Qué ocurrió?

– ¿A mí o al batallón?

– A usted.

La respuesta de Archie fue un silencio largo y elocuente a pesar suyo. Conrad le miró y vio que, una vez más, un lejano movimiento, en la montaña de enfrente, había captado su atención. La expresión de su perfil era adusta y abstraída. Conrad advirtió la reserva de su acompañante y rápidamente quiso retirar la pregunta.

– Lo siento.

– ¿Por qué lo siente?

– No quería ser indiscreto.

– No hay cuidado. Fue un incidente. Es el eufemismo que se utiliza para referirse a atentados con bomba, asesinatos, emboscadas y terrorismo en general. La palabra suena en los telediarios un día sí y otro no. Un incidente en Irlanda del Norte. Y me afectó a mí.

– ¿Estaba en una unidad operativa?

– Todas las unidades eran operativas. Concretamente, mi destino era el de oficial al mando de la compañía del Cuartel General.

– Lee uno noticias sobre esos incidentes, pero es difícil imaginar lo que tiene que ser aquello… Dicen que es un país muy hermoso. -Conrad estaba a punto de agregar: “No quise decir eso”, pero calló y dejó continuar a Archie.

– Algunas zonas de Irlanda del Norte son muy hermosas. A veces, pasaba casi todo el día fuera del Cuartel General, visitando los puestos de las unidades establecidas en diferentes puntos del país. Los próximos a la frontera eran como fuertes sitiados, instalados en antiguas comisarías de policía a las que sólo se podía llegar en helicóptero, para evitar las emboscadas. Era fantástico volar sobre aquel país. Conocí una parte en primavera y principios del verano. Fermanagh, con sus lagos, y los montes de Mourne. -Se interrumpió y sonrió tristemente moviendo la cabeza-. Aunque no podías olvidar que no sólo descendían hasta el mar, sino también hasta las tierras peligrosas. La frontera.

– ¿Y estaba usted allí?

– Sí; en pleno fregado. Y un país muy diferente. Campos muy verdes y pequeños, carreteras estrechas y sinuosas, lagos y arroyos. Poca población. Minúsculas granjas diseminadas, caseríos vetustos rodeados de maquinas inmóviles y rotas; coches y tractores viejos pudriéndose a la intemperie. Pero, al mismo tiempo, muy pastoril. Tranquilo. A veces me parecía imposible relacionar aquel escenario con las cosas que estaban pasando.

– Ya tenía que ser duro.

– Bueno, estábamos todos juntos. Estar con el regimiento es un poco como estar con la familia. Uno puede hacer frente a cualquier cosa si tiene la familia alrededor.

Archie volvió a enmudecer. La roca era dura y estaba incómodo. Cambió de posición para aliviar la tensión de la pierna. La perra joven, vigilante, se acercó a él y Archie le acarició la cabeza.

– ¿Tenían su propio cuartel? -preguntó Conrad.

– Sí; si puede llamarse cuartel a una fábrica textil requisada. Todo era muy primitivo. Vivíamos detrás de alambradas de espino, planchas de hierro onduladas y sacos terreros. Casi no veíamos la luz del día y hacíamos poco ejercicio. Trabajábamos en el primer piso, comíamos en la planta baja y dormíamos en el segundo. Yo tenía un asistente-guardaespaldas que me acompañaba a todas partes y llevábamos armas hasta cuando íbamos de paisano. Vivíamos en estado de sitio. Nunca nos atacaron, pero siempre existía la amenaza de una emboscada o un asalto, por lo que había que estar prevenidos ante cualquiera de los distintos métodos utilizados para eliminar de la faz de la tierra un coche o un establecimiento militar. Un método consistía en apoderarse de un "Land Rover" del Ejercito, cargarlo de potentes explosivos y obligar al pobre diablo que lo conducía a llevarlo al cuartel y aparcarlo, para entonces volarlo por control remoto. Esto sucedió una a dos veces, por lo que se ideó un sistema para hacer frente a tal contingencia. Un foso de hormigón con una pronunciada rampa. Había que llevar el vehículo al foso y salir corriendo dando gritos antes de que la barraca volara por los aires. La devastación era grande, pero por lo menos se salvaban vidas.

– ¿Eso le pasó a usted?

– No; a mí no me pasó. Tengo pesadillas con los condenados fosos, pero no conocí esa experiencia. Extraño, ¿no? Claro que no hay manera de explicar los mecanismos del subconsciente.

Conrad, perdida ya toda inhibición, preguntó:

– Entonces, ¿qué ocurrió?

Archie rodeó con el brazo el cuello de la perra joven y el animal se tumbó apoyando la cabeza sobre la rodilla de su amo, cubierta con el pantalón de tweed.

– Era junio, principios de verano. Sol y flores por todas partes. Hubo un incidente en la frontera, en un cruce de carreteras, cerca de Keady. Colocaron una bomba bajo la carretera, en un desagüe. Dos vehículos blindados, “cerdos”; los llamábamos, habían salido de patrulla, con cuatro hombres en cada uno. La bomba estalló por control remoto. Uno de los “cerdos“ voló en mil pedazos y con él sus cuatro hombres. El otro quedó averiado, con dos muertos y dos heridos. Uno de los heridos era el sargento que mandaba la patrulla y él radió el informe al Cuartel General. Yo estaba junto a la radio cuando llegó el mensaje con todos los detalles. En estos casos, por razones de seguridad, no se dan nombres pero cada uno; de los hombres del batallón tiene un numero de identificación. Por lo tanto, cuando el sargento nos dio los números supe inmediatamente quienes eran los muertos y quienes los heridos. Y todos eran hombres míos.

– ¿Suyos?

– Como le decía, yo era el comandante pero, más que una compañía de fusileros, yo mandaba la compañía Administrativa. Es decir, Intendencia, Pagaduría y Gaitas y Tambores.

– ¿Gaitas y Tambores? -Conrad apenas podía disimular su incredulidad-. ¿Quiere decir que tenían una banda?

– Desde luego. Las Gaitas y Tambores son una parte importante de todo regimiento escocés. Tocan diana y silencio, tocan retreta en ocasiones solemnes, tocan en los bailes, en los conciertos y, en las noches de visita, en los comedores de oficiales y suboficiales. Y tocan también en los funerales. “Las flores del bosque” es el sonido más triste que puede oírse en este mundo. Pero, aparte de formar parte del batallón, cada gaita y cada tambor es también un soldado y un artillero. Varios de ellos cayeron en aquella emboscada. Yo los conocía a todos. Uno era un muchacho llamado Neil MacDonald, de veintidós años, hijo del guarda mayor de Ardnamore, el último pueblo del valle, más allá de Tullochard. Le oí tocar por primera vez en los Juegos de Strathcroy. Tenía quince años y se llevó todos los premios. Yo le dije que, cuando tuviera la edad, se alistara en el regimiento. Y aquel día, mientras oía los números por la radio, supe que Neil MacDonald había muerto.

Conrad no sabía que decir, por lo que, muy sensatamente, no dijo nada. Se hizo una amigable pausa y Archie, espontáneamente, prosiguió:

– Para estas emergencias hay una Fuerza Aérea de Reacción en alerta constante. Dos destacamentos y un helicóptero “Lynx” dispuesto para despegar. Aquel día, dije al sargento que se quedara en tierra y ocupé su puesto. Íbamos ocho en el helicóptero, el piloto, su ayudante, cinco soldados y yo. Tardamos menos de diez minutos en llegar. Dimos una vuelta de reconocimiento. El explosivo, que había destruido por completo el primer “cerdo”, había abierto un cráter y, al borde del cráter, estaba el segundo “cerdo” panza arriba. Alrededor todo eran hierros retorcidos, ropa trozos de red de camuflaje, cadáveres, más ropa, neumáticos ardiendo. Mucho humo, llamas, olor a goma quemada, a fuel y pintura. Pero no había señales de vida. No había el menor movimiento.

Una vez más, Conrad sintió extrañeza por lo que le parecía un contrasentido.

– ¿Quiere decir que no había nadie, ni un vecino, ni un campesino que al oír la explosión hubiera ido a ver que ocurría?

– No; nadie. En aquella parte del mundo, nadie se acerca donde hay líos de estos, a no ser que quiera estar muerto o sin rodilla antes de una semana. No había nadie, sólo humo y muerte. Había una franja de hierba, una especie de arcén, al lado de la carretera. El helicóptero aterrizó allí y todos saltamos. Nuestra primera tarea era reconocer el terreno y sacar a los heridos mientras el helicóptero volvía a la base en busca del médico y sus muchachos. Pero apenas había despegado el helicóptero cuando aún no habíamos tenido tiempo de desplegarnos, nos pilló una granizada de fuego de ametralladora que disparaban desde el otro lado de la frontera. Estaban esperándonos. Observando y esperando. Tres de mis hombres murieron instantáneamente, otro fue herido en el pecho y a mí me dieron en la pierna. Destrozada. Cuando volvió el helicóptero con el médico, nos llevaron a un hospital de Belfast. El sargento murió por el camino. En el hospital, me amputaron la pierna por encima de la rodilla. Estuve allí varias semanas y regresé a Inglaterra para empezar el largo proceso de rehabilitación. Por fin, volví a Croy, retirado y con el grado de teniente coronel.

Conrad trató de echar la cuenta de las bajas pero se perdió y renunció.

– ¿Y qué consiguieron con el incidente? -preguntó.

– Nada. Hacer un agujero en la carretera y matar a unos cuantos soldados británicos. A la mañana siguiente, el IRA reivindicó oficialmente el atentado.

– ¿Siente odio o rencor por lo ocurrido?

– ¿Por qué? ¿Por haber perdido una pierna? ¿Por tener que arrastrar este artilugio de aluminio? No. Yo era militar, Conrad. Que te hagan trizas es uno de los gajes del oficio. Pero también hubiera podido ser un paisano, un tipo corriente que tratara de vivir su vida tranquilamente. Un viejo que hubiera ido a Enniskillen el día del Armisticio para rendir homenaje a su hijo muerto y acabara aplastado por un montón de escombros. O un muchacho que llevara a su novia a un bar de Belfast y la viera volar en pedazos por una bomba-trampa. O un soldado con permiso, en mal coche, mal sitio y mal momento, arrastrado por la turba a un descampado, desnudado, molido a palos y liquidado de un balazo.

Conrad se estremeció. Se mordió los labios, avergonzado de su debilidad.

– Cuando leía esas cosas me daban ganas de vomitar.

– Es una violencia ciega, gratuita y sangrienta. Y hay otros crímenes que ni siquiera se publican en los periódicos, que quedan inéditos. Un hombre entra en un bar a tomar unas cervezas. Es un chico corriente, pero del IRA. Uno de los individuos con los que está sentado opina que sería divertido destrozarle las rodillas a alguien. Él nunca lo ha hecho pero, con tres cervezas en el cuerpo, se siente capaz. Le dan una pistola, sale del bar y se va al barrio protestante. Ve a una chica que vuelve de casa de una amiga. Se esconde en un callejón, se echa sobre ella, la tira al suelo y le dispara en las dos rodillas. Esa muchacha no volverá a andar. Uno de tantos incidentes. Pero me obsesiona porque aquella muchacha hubiera podido ser mi Lucilla. Por eso no siento odio ni rencor, sino mucha pena, por la gente de Irlanda del Norte, la gente corriente que intenta salir adelante y educar a sus hijos bajo la amenaza de la sangre, la venganza y el miedo. Y siento pena por toda la especie humana porque, si esta barbarie se acepta como norma, no veo futuro para nosotros. Es horrible. Y temo por mí mismo, porque todavía tengo pesadillas que me aterrorizan y me hacen gritar como un niño. Y, lo que es peor, me siento culpable de la muerte de ese muchacho, Neil MacDonald, muerto a los veintidós años. De su cuerpo no quedó nada que enterrar. Sus padres no tienen ni el consuelo de ir a visitar su tumba. Yo vi a Neil de soldado y era un buen soldado, pero lo recuerdo sobre todo con quince años, en el estrado, tocando la gaita en el festival de Strathcroy. Recuerdo el día: el sol brillaba sobre la hierba, el río y las montañas, y él y su gaita formaban parte de la escena. Un muchacho. Con toda la vida ante sí, tocando aquella música maravillosa.

– No puede usted culparse de su muerte.

– Por mi causa se hizo soldado. Si yo no hubiera intervenido, aún estaría vivo.

– Nada de eso, Archie. Si tenía que entrar en su regimiento habría entrado, aunque usted no le hubiera animado.

– ¿Usted cree? Me cuesta ser fatalista. Ojalá lo fuera, porque entonces podría dejar descansar mi espíritu y no preguntarme más por qué. ¿Por qué estoy yo aquí, en lo alto del Creagan Dubh, viendo, respirando, tocando y sintiendo y Neil MacDonald está muerto?

– Siempre es el que queda quien lleva la peor parte.

Archie volvió la cabeza y su mirada se encontró con la de Conrad.

– Su esposa murió -dijo.

– Sí. De leucemia. Yo la vi morir, y tardó mucho tiempo. Durante todo aquel tiempo yo me rebelaba por no ser yo el que moría. Y cuando murió me odié por estar vivo.

– Usted también.

– Supongo que es una reacción inevitable. Pero uno tiene que aceptarlo. Lleva tiempo. Pero al fin comprendes que todas esas preguntas con las que te atormentas no tienen respuesta. Como dirían ustedes, los ingleses, es una condenada majadería planteárselas siquiera.

Se hizo una pausa. Al fin, Archie sonrió:

– Sí; tiene razón. Una condenada majadería. -Miró el cielo-. Tiene razón, Conrad. -Empezaba a oscurecer. Llevaban mucho tiempo allí sentados y había refrescado-, deberíamos regresar. Y tengo que pedirle perdón. Reconozco que durante un momento he olvidado que también usted tenía su tragedia. Espero que me crea si le digo que no le traje aquí arriba con la intención de desahogarme con usted.

– Yo pregunté -sonrió Conrad. Entonces advirtió que, tras tanto tiempo en la inhóspita pena, estaba helado y entumecido. Se puso en pie, estirando su dolorido cuerpo para aliviar los calambres de las piernas. Cuando salió del abrigo de la roca, el viento saltó sobre él mordiéndole la cara y colándose por el cuello de la chaqueta. Tiritó ligeramente. Las perras, ante la promesa de movimiento y pensando ya en la cena, se irguieron sobre las patas delanteras y miraron a Archie con ojos expectantes.

– Es verdad. Pero ahora vamos a olvidarlo y a no volver a hablar de ello. Está bien, perras glotonas, vámonos a casa a cenar. -Extendió el brazo-. ¿Me ayuda a levantarme, Conrad?

Al fin, emprendieron el regreso a Croy. El coche avanzaba lentamente, bamboleándose, por la pista que conducía al valle. Cuando entraron por la puerta principal, el reloj de pie que estaba al lado de la escalera dio la media. Las seis y media. Las perras estaban hambrientas. Hoy cenarían con retraso y se fueron directamente a la cocina. Archie se asomó a la biblioteca pero no vio a nadie.

– ¿Qué quiere hacer ahora? -preguntó a su invitado-. Generalmente, cenamos a las ocho y media.

– Si no tiene inconveniente, subiré a deshacer la maleta. Quizás me dé una ducha.

– Muy bien. Use cualquier cuarto de baño libre. Si cuando baje no hay nadie todavía, encontrará una bandeja con bebidas en la biblioteca. Sírvase usted mismo. Está en su casa.

– Muy amable. -Conrad había empezado a subir la escalera, pero entonces se volvió-. Y gracias por la excursión. Ha sido un día especial.

– Quizá sea yo quien deba dárselas.

Conrad siguió subiendo. Archie fue tras las perras y encontró a Lucilla y a Jeff en la cocina con sendos delantales, uno en el fregadero y la otra en el fogón, laboriosos y en armonía. Lucilla se volvió, apartando momentáneamente la atención del puchero que estaba removiendo.

– Hola, papá. ¿Dónde estabas?

– Arriba, en el páramo. ¿Qué estáis haciendo?

– La cena.

– ¿Y mamá?

– Ha subido a darse un baño.

– ¿Podrías dar de comer a las perras?

– Pues claro. Descuida… -Se volvió otra vez hacia su guiso-. Pero tendrán que esperar un momento o se me va a agarrar la salsa.

Los dejó trabajando, cerró la puerta, volvió a la biblioteca, se sirvió un whisky con soda y, con el vaso en la mano, subió la escalera en busca de su mujer.

La encontró en el baño, envuelta en perfumados vapores y tan graciosa como siempre con su gorra de lunares azul y blanca.

– Archie. -Él se sentó en el water-. ¿Dónde has estado?

– En lo alto de Creagan Dubh.

– Debía de estar precioso aquello. ¿Ha llegado el Americano Triste?

– Sí, y no es triste. Es muy agradable. Se llama Conrad Tucker y resulta que es un viejo amigo de Virginia.

– ¿Qué dices? ¿Se conocen? ¡Qué coincidencia! Y qué bien. Así no se sentirá tan desplazado en una casa extraña. -Se incorporó alargando la mano hacia el jabón-. Es evidente que te ha caído bien

– Es muy simpático.

– Menos mal. ¿Qué está haciendo ahora?

– Lo mismo que tú, imagino.

– ¿Es su primer viaje a Escocia?

– Me parece que sí.

– Porque, verás, he estado pensando que él y Jeff no van a poder intervenir en los bailes del viernes. ¿No podríamos organizar una pequeña clase de baile después de la cena? Lo indispensable para que puedan entrar en un corro, los pasos básicos. Así podrán divertirse un poco por lo menos.

– ¿Por qué no? Buena idea. Sacaré unas cintas. ¿Y Pandora?

– Molida, supongo. No llegamos a casa hasta las cinco. Archie, ¿te molestaría que mañana fuera Pandora contigo al campo? Le he hablado del picnic de Vi y ha dicho que prefiere pasar el día contigo. Quiere ir a tu puesto de caza y charlar.

– No hay inconveniente, siempre que no meta mucho ruido.

– Ocúpate de que lleve ropa de abrigo.

– Le prestaré mis botas verdes y el chaquetón.

Él bebió un trago. Bostezó. Estaba cansado.

– ¿Qué tal las compras? ¿Me has traído los cartuchos?

– Sí. Y el champaña, y las velas, y comida para alimentar a un regimiento muerto de hambre. Y tengo un vestido nuevo para el baile.

– ¿Te has comprado un vestido?

– No; no me he comprado un vestido. Me lo ha comprado Pandora. Es una preciosidad. No me dejó ver el precio, pero me parece que le ha costado un riñón. Debe de ser muy rica. ¿Crees que debí permitir que fuera tan generosa?

– Si estaba empeñada en regalarte un vestido, nadie habría podido impedírselo. Siempre le gustó hacer regalos. Pero es un detalle. ¿Puedo verlo?

– No; hasta el viernes, en que te deslumbraré con mi belleza.

– ¿Qué más habéis hecho?

– Almorzamos en el “Wine Bar”… -Isobel estrujó la esponja, pensando si debía contar a Archie lo de la usurpación de la mesa reservada, y desistió porque sabía que le parecería mal-. Y Lucilla se compró un vestido en un tenderete del mercadillo.

– Cielos, seguramente tendrá pulgas.

– La he obligado a dejarlo en la tintorería. Tendrá que ir alguien a Relkirk el viernes por la mañana a recogerlo. Pero lo mejor lo he dejado para el final. Porque Pandora te ha comprado un regalo y, si me das la toalla, salgo y te lo enseño.

Él le tendió la toalla.

– ¿Un regalo para mí? -Intentó adivinar lo que le habría comprado su hermana. Ojalá no fuera un reloj de oro, ni un cortapuros, ni un alfiler de corbata, objetos que nunca iba a usar. Lo que de verdad necesitaba era una canana.

Isobel acabó de secarse, se quitó el gorro, se sacudió la melena, se puso la bata de seda y dijo:

– Ven a ver. -Él se levantó del water y la siguió al dormitorio-. Mira.

Estaba todo encima de la cama. Unas calzas a cuadros, una camisa blanca, todavía en su bolsa de celofán, una faja de satén negro y la chaqueta de terciopelo verde de su padre, que Archie no había vuelto a ver.

– ¿De dónde ha salido eso?

– Estaba en el desván con bolas de naftalina. La he colgado encima de la bañera para quitarle las arrugas. Las calzas y la camisa son regalo de Pandora. Y yo te he limpiado los zapatos de vestir.

– Pero, ¿y todo esto por qué? -preguntó él, atónito.

– Para el viernes, zoquete. Cuando le dije a Pandora que no llevarías kilt y que irías a la fiesta de Verena vestido de esmoquin, puso el grito en el cielo. Dijo que ibas a parecer un camarero aficionado. Entonces, fuimos a ver a Mr. Pittendriech y él nos ayudó a elegir. -Sostuvo en alto el pantalón a cuadros-. ¿No son una preciosidad? Anda, póntelas, Archie. Estoy deseando ver cómo te sientan.

En aquel momento, lo último que deseaba Archie era probarse ropa, pero al ver a Isobel tan entusiasmada no supo negarse. Dejó el vaso encima del tocador y, sumisamente, empezó a quitarse su viejo pantalón de tweed.

– Déjate la camisa. No abriremos la nueva, no vaya a ensuciarse. Quítate esos zapatones y esos calcetines apestosos. A ver…

Con ayuda de su mujer, se puso los nuevos pantalones. Isobel le abrochó los botones, le cerró las cremalleras y escondió los faldones de la vieja camisa azul de diario como si vistiera a un niño para una fiesta de cumpleaños. Le puso la faja, le ató los zapatos y le sostuvo la americana de terciopelo. Metió las manos en las mangas forradas de seda y ella le hizo dar la vuelta y le abrochó la botonadura de pasamanería.

– Ya está. -Le peinó con los dedos-. Ahora, mírate al espejo.

Se sentía como un idiota. Le dolía el muñón y estaba deseando tomar un baño caliente pero renqueó obediente hasta el armario de Isobel y se miró en el espejo del cuerpo central. Mirarse al espejo no era la ocupación favorita de Archie, porque su reflejo actual parecía un remedo de su anterior apostura. Le disgustaba verse tan flaco y encanecido, con su ropa vieja y la rigidez que le imponía la incómoda y aborrecida pierna de aluminio.

Incluso ahora ante la mirada satisfecha de Isobel, le costó enfrentarse a su imagen. Pero lo hizo, y no estaba tan mal como pensaba. No estaba nada mal. Tenía una buena pinta. Estupenda pinta. Las estrechas calzas, de corte impecable y fina raya, tenían un aire solemne, casi marcial. Y la fastuosa chaqueta de lustroso y rico terciopelo verde, a juego con una de las rayas del paño, le confería el toque adecuado de elegancia masculina un poco rancia.

Isobel le había alisado el pelo pero él volvió a alisárselo y dio media vuelta para contemplarse de perfil. Desabrochó la chaqueta y admiró el brillo de la faja, que le ceñía la estrecha cintura. Volvió a abrocharla. Tropezó con su propia mirada y sonrió tristemente al verse presumir como un condenado pavo real.

Miró a su esposa.

– ¿Qué te parece?

– Estás soberbio.

Él abrió los brazos.

– Lady Balmerino, ¿quiere bailar conmigo?

Ella se acercó y él la abrazó, apoyando la mejilla en su cabeza, como solían bailar antaño en los clubs nocturnos. A través de la fina seda de la bata sentía su cuerpo, caliente todavía del agua del baño, y palpaba la curva de sus caderas y su talle prieto. Sus pechos, suaves y libres, se comprimían contra él, que aspiraba el delicado perfume del jabón.

Se balancearon suavemente, meciéndose el uno al otro, mientras bailaban al son de una música que sólo ellos podían oír.

– ¿Tienes algo urgente que hacer? -preguntó él.

– Me parece que no.

– ¿Ni cena que preparar, ni perro que alimentar, ni ave que desplumar, ni hierbajo que arrancar?

– No.

Le dio un beso en el pelo.

– Pues vamos a la cama.

Ella se quedó quieta, pero la mano de Archie siguió acariciándole la espalda. Al fin, se apartó, le miró a la cara y él vio que en sus ojos azul intenso brillaban las lágrimas.

– Archie…

– Vamos.

– Pero, ¿y los demás?

– Todos están ocupados. Cerraremos con llave. Pondremos el cartel de “No molesten”.

– ¿Y la pesadilla?

– Las pesadillas son cosa de niños. Nosotros somos muy mayores para consentir que los sueños nos impidan querernos.

– Estás distinto. -Frunció el entrecejo con perplejidad, en su cara afable-. ¿Qué te ha pasado?

– Que Pandora me ha hecho un regalo.

– No es eso. Es otra cosa.

– Que encontré a un hombre que sabe escuchar. En la cima del Creagan Dubh, sin más compañía que la del viento, el brezo y los pájaros y nadie que interrumpiera. Y hablé.

– ¿De Irlanda del Norte?

– Sí.

– ¿De todo?

– De todo.

– ¿La bomba, los cuerpos destrozados, los soldados muertos?

– Sí.

– ¿De Neil MacDonald? ¿Y la pesadilla?

– Sí.

– Pero si ya me lo habías dicho a mí. Me lo contaste y no sirvió de nada.

– Es porque tú eres parte de mí. Un desconocido es diferente. Es objetivo. Nunca había hablado con un desconocido. Sólo con la familia y los amigos de toda la vida. Y ellos están demasiado cerca.

– La pesadilla sigue ahí, Archie. No desaparecerá.

– Quizás no. Pero ahora le he arrancado los colmillos.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– Mi madre solía decir que el miedo llamó a la puerta, la fe fue a abrir y no encontró a nadie. Ya veremos. Te quiero más que a mi vida y eso es lo que importa.

– ¡Oh! Archie. -Las lagrimas brotaron y él las enjugó con sus labios, soltó el cinturón de la bata y deslizó la mano bajo la seda, acariciándola. Sus labios buscaron los de ella, que ya se abrían…

– ¿Probamos?

– ¿Ahora?

– Sí. Ahora. Ahora mismo. En cuanto me saques estos condenados pantalones.

9

Eran las cinco de la mañana y Virginia estaba despierta, esperando que amaneciera. Era el jueves, setenta y ocho cumpleaños.

Vi, de acuerdo con lo prometido, la telefoneó por la noche, antes de las noticias de las nueve. Lottie estaba otra vez en el ”Relkirk Royal”, le dijo. No se había mostrado disgustada, sino conforme. Edie sí estaba apenada, pero Vi había podido convencerla para que se resignara a lo inevitable. Y Vi había llamado a Templehall y había encargado al director que informara a Henry de que no debía preocuparse por su adorada Edie. El horrible episodio había terminado al fin. Virginia debía olvidarlo todo.

La conversación dejó en Virginia sentimientos contradictorios. El más fuerte era de gratitud y alivio. Ahora, podía enfrentarse a la oscuridad de la noche, acostarse sola en la casa grande y vacía; dormirse segura de que no había trasgos escondidos entre las sombras del jardín, acechando, espiando, dispuestos a saltar sobre ella. Lottie no volvería; había sido encerrada con sus peligrosos secretos. Virginia estaba libre de ella.

Pero sentía también cierta inquietud. No le gustaba pensar en la pena de Edie por tener que reconocer su fracaso, su disgusto por verse obligada a confiar nuevamente a su prima a los cuidados profesionales pero impersonales del hospital. Pero, sin duda, en el fondo, Edie tenía que sentir alivio, aunque no fuera más que por verse libre de aquella responsabilidad casi insoportable y no tener que seguir aguantando el chorro interminable de la charla de Lottie.

Por último, Henry; al pensar en el niño, Virginia sintió remordimientos. Sabía lo que Henry sentía por Lottie y lo mucho que se preocupaba por Edie y, sin embargo, no se le había ocurrido la idea de llamar por teléfono a la escuela. Comprendía que la triste causa de esta omisión era que, absorta en sí misma y en los acontecimientos de los últimos días, había dejado de pensar en Henry.

Primero, Edmund y Pandora. Ahora, Conrad.

Conrad Tucker. Aquí, en Escocia, en Strathcroy, viviendo en casa de los Balmerino y personaje importante en los acontecimientos de los próximos días. Su presencia había cambiado las cosas. Y la había cambiado a ella, como si su llegada hubiera descubierto una faceta oculta e insospechada de su personalidad. Se había acostado con Conrad. Se habían abrazado con un deseo que tenía más de afán de consuelo que de pasión y había pasado la noche en sus brazos. Un acto de infidelidad; adulterio. Aunque lo llamara con el peor nombre del mundo, Virginia no se arrepentía de nada.

"No se te ocurra contárselo a Edmund."

Vi era una señora muy sabia y sabía que la confesión no era un castigo, sino un desahogo. Era descargar la culpa en otra persona y con ello librarse del remordimiento. Pero la falta de remordimiento había sorprendido a la misma Virginia. Le parecía que durante las ultimas veinticuatro horas había crecido, no físicamente sino en su interior. Era como si hubiera estado escalando una empinada pendiente y ahora hubiera tenido tiempo de pararse a respirar, a descansar, a contemplar el panorama de su vida, que ella había ensanchado con su esfuerzo.

Durante mucho tiempo se había dado por satisfecha con ser simplemente, la madre de Henry, la esposa de Edmund, una de los Aird, con supeditar su existencia al clan y dedicar todo su tiempo, su energía y su ser a crear un hogar para la familia. Pero ahora Alexa ya era mayor, Henry se había ido y Edmund… Por el momento, parecía haber perdido de vista a Edmund. Por lo tanto, estaba sola. Virginia. Un individuo, un ente, con un pasado y un futuro enlazado por unos años de matrimonio. La marcha de Henry no solo había puesto fin a una época, sino que también la había liberado a ella. Ya nada le impedía abrir las alas y levantar el vuelo. Tenía el mundo entero a su disposición.

La visita a Long Island, que desde hacía meses era sólo un sueño, una idea que se perfilaba en el fondo de su mente, ahora era factible, positiva, incluso imperativa. Por más que Vi dijera, este era el momento de marcharse y, si hacía falta una excusa, diría que los abuelos eran ya muy mayores y que quería volver a verlos antes de que envejecieran; antes de que enfermaran; antes de que murieran. Ese sería el pretexto. Pero la verdadera razón tenía mucho que ver con Conrad.

Él estaría allí. Cerca. En Nueva York, o en Southampton, pero al alcance del teléfono. Podrían mantenerse en contacto. Un hombre al que sus abuelos conocían y apreciaban. Un hombre cariñoso. No era de los que se marchan bruscamente, de los que rompen una promesa y te defraudan cuando más los necesitas; ni amaba a otra. Pensó que para que perdurase una relación quizá la confianza fuera más importante que el amor. Necesitaba tiempo y espacio para reflexionar sobre estas dudas, un respiro para retroceder y examinar la situación. Necesitaba sosiego y sabía que al lado del hombre que siempre había sido su amigo y ahora era su amante lo encontraría. Su amante. Una palabra ambigua, cargada de significado. Nuevamente, buscó en su conciencia la obligada punzada de arrepentimiento, pero no encontró nada más que una especie de seguridad, una fuerza reconfortante, como si Conrad le hubiera brindado una segunda oportunidad, una ráfaga de juventud, una libertad nueva y absoluta. Lo que fuera. Sólo sabía que no iba a dejar que se le escapara. Leesport estaba allí, no había más que subir a un avión. Todo seguiría igual, porque era un sitio que nunca cambiaba. Podía oler aire fresco del otoño, ver las calles anchas, sembradas de hojas escarlata, y el humo de los primeros fuegos, que salía de las chimeneas de las distinguidas casas de madera blanca y subía hacia el cielo intensamente azul del veranillo de san Martín de Lo Island.

Recordando otros años, imaginó el ambiente. La Fiesta del Trabajo había pasado, los niños habían vuelto a la escuela, el ferry ya no hacía la travesía a Fire Island, los bares del paseo estaban cerrados. Pero el abuelo todavía no habría sacado del agua su motora que en un paseo podía llevarte hasta las amplias playas del Atlántico, a las dunas peinadas por el viento, los arenales llenos de conchas y festoneados por las olas atronadora sentía las salpicaduras en las mejillas. Se vio a sí misma a lo lejos, paseando por la orilla, recortándose sobre un cielo crepuscular, con Conrad a su lado…

Y entonces, a pesar de todo, Virginia no pudo menos que sonreír, no de romántico gozo, sino de sana ironía. Porque aquella era una imagen de adolescente, propia de un anuncio de televisión. Y le parecía oír la musiquilla empalagosa y la persuasiva voz bacón que la instaba a comprar tal champú, o desodorante, o detergente biodegradable. Sería demasiado fácil pasar aquel día perdida en una nube de ensueños. No era que soñar despierto fuera derecho exclusivo de los jóvenes, sino que los mayores no disponían de tiempo para dejarse arrastrar por la fantasía. Tenía mucho que hacer, mucho que atender, mucho que organizar. Como ella misma. Ahora. La vida exigía su atención inmediata. Virginia ahuyentó decididamente los pensamientos sobre Leesport y Conrad y pensó en Alexa. Alexa tenía absoluta prioridad. Alexa llegaría a Balnaid dentro de un par de horas y hacía un mes, en Londres, Virginia le había hecho una promesa.

“… tú y papá no vais a estar peleados, ¿verdad? No podría resistir caras largas…”

“Claro que no -le había asegurado Virginia-. Olvídalo. Lo pasaremos estupendamente…”

No se hace una promesa para luego faltar a ella y Virginia tenía mucho amor propio para hacer excepciones. El viernes regresaba Edmund. Se preguntó si le regalaría otra pulsera de oro y deseó que no lo hiciera, porque ahora no era Henry su único motivo de pelea; entre ellos se interponía el nuevo concepto que Virginia tenía de sí misma y de su marido. Comprendía que en lo sucesivo las cosas no podrían volver a ser sencillas ni claras pero, por bien de Alexa, haría como si lo fueran. En realidad, todo se reducía a resistir unos días. Virginia veía los días que se avecinaban como una serie de vallas en una carrera de obstáculos. La llegada de Alexa, el picnic de Vi, el regreso de Edmund, la cena de Isobel, el baile de Verena, había que ir saltando vallas, una a una, sin dejar traslucir sentimientos mezquinos. Ni dudas, ni pasión, ni sospecha, ni celos. Al fin, todo acabaría. Y cuando los visitantes de septiembre marchasen y la vida volviera a la normalidad, Virginia, libre de compromiso, haría planes para el viaje.

Esperaba el amanecer, encendiendo la luz de la mesita de noche de vez en cuando para mirar el reloj pero a las siete, cansada de esta inútil ocupación, abandonó la cama y sus arrugadas sábanas.

Corrió las cortinas y vio un cielo azul pálido, un jardín cruzado por largas sombras y unos campos cubiertos por una fina capa de bruma. Todo presagiaba un buen día. Cuando el sol subiera, la bruma se disiparía y, con un poco de suerte, hasta podía hacer calor. Sintió cierto alivio. Tener que enfrentarse a una mañana fría y lluviosa, hoy precisamente, habría sido más de lo que podía soportar. No simplemente porque su ánimo estuviera demasiado abatido para aguantar nuevas depresiones, sino también porque Vi celebraría su picnic aunque diluviara. Porque Vi era muy amante de las tradiciones y no le importaba que todos sus invitados tuvieran que acurrucarse bajo paraguas de golf, chapotear en los charcos con botas de goma y cocer salchichas húmedas en una barbacoa humeante. Al parecer, este año iban a serles evitados estos placeres masoquistas.

Virginia bajó a la cocina, abrió la puerta a los perros y preparó una taza de té. Pensó en empezar a preparar el desayuno, pero desistió y subió a vestirse y hacer la cama. Oyó un coche y corrió a la ventana, pero no vio nada. Alguien que pasaba por el camino.

Volvió a la cocina e hizo café. A las nueve sonó el teléfono y se lanzó sobre el aparato esperando oír una explicación de Alexa, que la llamaba desde una cabina de la autopista. Pero era Verena Steynton.

– Virginia. Perdona que te llame tan temprano. ¿Estás levantada?

– Por supuesto.

– Hace un día espléndido ¿No tendrías por casualidad manteles adamascados? Han de ser blancos y enormes. Es lo único en lo que no habíamos pensado y, desde luego, Toddy Buchanan no los tiene.

– Me parece que hay media docena en casa, pero tendré que buscarlos. Eran de Vi y los dejó aquí cuando se mudó.

– ¿Y son realmente largos?

– Tamaño banquete. Los usaba en las fiestas.

– ¿Serías una verdadera santa y me los traerías a Corriehill esta mañana? Iría a buscarlos yo pero todas estamos con las flores y no tengo un minuto que perder.

Virginia se alegró de que Verena no pudiera ver su cara.

– Sí. Sí, te los llevaré -contestó, imprimiendo en su voz la mayor amabilidad posible-. Pero no podré ir hasta que hayan llegado Alexa y Noel. Y, luego, está el picnic de Vi…

– Magnífico… sólo pásate y déjalos. Eternamente agradecida. Eres un cielo. Dáselos a Toddy… y hasta mañana, si no nos vemos antes. Adiooós…

Colgó. Virginia suspiró con irritación, porque lo último que deseaba hacer aquella mañana era sacar el coche para ir a Corriehill, un viaje de veinte millas entre ida y vuelta. Pero durante los años vividos en Escocia se había habituado a las costumbres locales, una de las cuales disponía que, en momentos de emergencia, todo el mundo tenía que arrimar el hombro y poner al mal tiempo buena cara. Se dijo que un baile también era una emergencia, pero hubiera preferido que Verena se acordara de los manteles con más tiempo.

Escribió “Manteles” en la libreta del teléfono. Pensó en el picnic y metió un pollo en el horno. Esperaba que cuando Alexa ya hubiera llegado estuviera asado y frío y pudiera trincharlo en trozos manejables.

Volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Edie.

– ¿Puede llevarme al picnic en su coche?

– Desde luego. Pasaré a recogerte. Edie, siento mucho lo de Lottie.

– Sí. -Edie hablo con sequedad, como siempre que algo la disgustaba y no quería hacer comentarios-. Me sabe muy mal. -La cual dejaba a Virginia en la duda de si a Edie le sabía mal que hubieran tenido que volver a ingresar a Lottie o que Virginia estuviera implicada en el lamentable suceso-. ¿A qué hora tengo que estar preparada?

– He de llevar unos manteles a Corriehill, pero procuraré pasar a recogerte a eso de las doce.

– ¿Ha llegado Alexa?

– Todavía no.

Al instante, Edie imaginó muerte y destrucción y dijo con ansiedad:

– Vaya, espero que no les haya pasado nada.

– Claro que no. Algún atasco.

– Esas carreteras me dan miedo.

– No te preocupes. Hasta el mediodía. Para entonces ya estarán aquí.

Virginia se sirvió otra taza de café. Sonó el teléfono.

– Balnaid.

– Virginia.

Era Vi.

– Feliz cumpleaños.

– ¿Verdad que hemos tenido suerte con el tiempo? ¿Ha llegado Alexa?

– Todavía no.

– Pensé que a estas horas ya estarían aquí.

– Yo también, pero aún no se han presentado.

– ¡Tengo unas ganas de ver a esa niña! ¿Por qué no venís a Pennyburn temprano y tomamos un café todos juntos antes de subir a la montaña?

– No puedo. -Virginia explicó el asunto de los manteles-. No sé ni donde buscarlos.

– Están en el estante de arriba del armario de la ropa blanca envueltos en papel de seda azul. Verena es una pesada. ¿Por qué no te los pidió antes?

– Debe de tener muchas cosas en la cabeza.

– Entonces, ¿cuándo llegaréis?

Virginia hizo cálculos y planes.

– Te enviaré a Alexa y Noel a Pennyburn en el “Subaru” y me iré a Corriehill en el coche pequeño. Cuando vuelva, recogeré a Edie y la llevaré a Pennyburn. Y, entonces, cargaremos toda la impedimenta en el “Subaru” y saldremos todos de ahí.

– Eres una gran organizadora. Seguramente, te viene de tener una madre americana. Y traerás mantas de viaje, ¿eh? Y copas de vino para nosotros. -Debajo de “Manteles”, Virginia anotó “Mantas” y “Copas”-. Espero a Noel y Alexa a eso de las once.

– Ojalá no lleguen muy cansados.

– Quiá -dijo Vi, despreocupadamente-. Son jóvenes.

Noel Keeling era una criatura urbana, nacido y criado en Londres, su hábitat eran las calles de la ciudad, con incursiones de fin de semana a los Condados limítrofes. De vez en cuando, buscaba nuevos horizontes y volaba a la Costa Esmeralda de Cerdeña o al Algarve del sur de Portugal, invitado por algunos amigos, y allí jugaba al golf, al tenis o navegaba un poco. Pero visitar las bellezas naturales, contemplar iglesias o chateaux o admirar grandes viñedos eran actividades que no encajaban en su concepto de la diversión, y cuando alguien proponía semejante programa, solía dar una buena excusa y se tumbaba en la piscina o se iba a la ciudad más próxima y se sentaba en la terraza de algún café a ver pasar la gente.

Una vez, hacía varios años, había ido a Escocia con unos amigos a pescar salmón durante una semana. Fue en avión hasta Wick, donde lo esperaba uno de sus amigos, que lo llevo a Oykel Bridge. Llovía. Llovió durante el resto de su estancia. De vez en cuando cesaba momentáneamente la lluvia y se levantaba un poco la niebla, y entonces se veía una gran extensión de páramo pardusco sin árboles y poca cosa más.

Los recuerdos que conservaba de aquella semana eran de signo diverso. Pasaba el día con el agua a medio muslo, azotando el río con la esperanza de capturar el esquivo pez, y la noche, en amigable festín, degustando grandes cantidades de deliciosa comida escocesa y aún mayores cantidades de whisky de malta. El paisaje no le causó la menor impresión. Pero ahora, mientras recorría las últimas millas de su largo viaje, comprendió que pisaba terreno familiar al volante de su “Volkswagen Golf” y parajes insospechados al mismo tiempo.

Lo del terreno familiar era una metáfora. Tenía una larga experiencia de invitado, años de pasar los fines de semana en casas de campo y no era la primera vez que se acercaba a una casa desconocida a vivir entre extraños. Años atrás, había establecido un sistema de puntuación para los fines de semana y otorgaba estrellas según el confort y la amenidad de la visita. Pero eso era cuando era mucho más joven y más pobre y no podía permitirse el lujo de declinar una invitación. Ahora, más viejo y mejor situado, con amigos más prósperos, podía ser más selectivo y rara vez se sentía defraudado.

Pero el juego tenía sus reglas. Y en la maleta llevaba no sólo el esmoquin y un surtido de prendas campestres, sino también un botella de “The Famous Grouse” para su anfitrión y una generosa caja de bombones artesanales “Benedick” para la señora de la casa. Este fin de semana, en concreto, requería, además, regalo de cumpleaños. Para la abuela de Alexa, que cumplía setenta ocho años precisamente hoy, llevaba unas relucientes cajas de jabón y aceite de baño “Floris”, el regalo habitual de Noel para las señoras de edad, conocidas o desconocidas; y para Katy Steynton, a la que no conocía, un cuadro con el grabado de un spaniel de mirada triste sosteniendo un faisán en la boca.

Es decir que, con los regalos, cumplía viejas normas.

El paraje insospechado era físico, era el Condado de Relkirkshire, con su asombrosa belleza. Nunca había imaginado fincas tan ricas y prósperas ni campos tan verdes, impecablemente cercados, en los que pastaban rebaños de hermosos animales. No esperaba aquellas alamedas, ni aquellos jardines, que bordeaban la carretera con abundancia de magnificas flores. Por haber viajado de noche, había podido ver como iba asomando la luz a un cielo cubierto y brumoso y como el sol disolvía el gris y dejaba la mañana limpia y clara. Después de Relkirk, la carretera discurría despejada entre campos de dorados rastrojos, ríos centelleantes y helechos que viraban al amarillo azafrán bajo cielos enormes y un aire diáfano, libre de humos, de tufos y de todas las calamidades producidas por la mano del hombre. Era como retroceder a un mundo que uno creía perdido para siempre. ¿Había conocido él un mundo semejante? ¿O lo conoció un día y después olvidó que existía?

Caple Bridge. Cruzaron un río que corría por una profunda garganta y torcieron por el desvío que indicaba “Strathcroy”. A uno y otro lado de la carretera, estrecha y sinuosa, se ondulaban las colinas, cubiertas todavía de brezo en flor. Noel vio algunas granjas diseminadas y a un hombre que conducía un rebaño de corderos monte arriba, por entre verdes campos, hacia tierras más áridas. A su lado iba Alexa, con Larry en las rodillas. El perro dormía, pero Alexa estaba palpablemente tensa con la emoción de volver a casa. En realidad, llevaba varias semanas ilusionada con el viaje, contando los días en el calendario, recorriendo las tiendas en busca del vestido, comprando regalos, y hasta se había cortado el pelo. Con los preparativos de última hora, no había parado en los dos últimos días: haciendo las maletas de los dos, planchando todas las camisas de Noel, vaciando la nevera y dejando a una vecina el duplicado de las llaves de la casa por si entraban ladrones. Todo, con el entusiasmo y la energía de una niña. Noel observaba su frenética actividad con cariñosa tolerancia, aunque sin pretender que compartía sus sentimientos.

Pero, ahora, a punto de terminar el largo viaje y con la luz del sol derramándose desde un cielo límpido y aquel aire tan puro entrando por la ventana y con las nuevas perspectivas que se revelaban a cada recodo, Noel sintió de pronto que se le contagiaba la euforia de Alexa. Si aquello no era felicidad, era un bienestar físico muy próximo a ella. Impulsivamente, retiró la mano del volante y la puso sobre la rodilla de Alexa, que inmediatamente la cubrió con la suya.

– No digo a cada paso “que bonito” porque, realmente, las palabras se quedan cortas -dijo Alexa.

– Estoy de acuerdo.

– Llegar a casa siempre es especial pero esta vez, mucho más, porque tú vienes conmigo. Ahora estaba pensando en eso. -Sus dedos se enlazaron con los de él-. Nunca fue como hoy.

– Procuraré estar a la altura de las circunstancias, para que sigas pensando así.

Alexa le dio un beso en la mejilla.

– Te quiero -dijo.

Cinco minutos después, llegaron. En el pueblo, cruzaron otro puente y una verja y entraron en el camino particular. Él vio los prados, los macizos de rododendros y azaleas y la vista panorámica de las montañas del Sur, que se divisaban a intervalos. Paró el coche delante de la casa, la casa de la foto de Alexa, ahora real y sólida ante sus ojos, con el saliente del invernadero a un lado. La puerta principal estaba abierta, enmarcada por hiedra de Virginia que empezaba a enrojecer y, antes de que Noel parara el motor, aparecieron los dos spaniels, no quietos y modosos en lo alto de la escalera, sino ladrando y corriendo hacia ellos con las orejas al viento, ansiosos de investigar a los recién llegados. Larry, tan rudamente despertado, no se achicó y empezó a protestar ruidosamente desde los brazos de Alexa mientras ella bajaba del coche.

Casi al momento, salió Virginia detrás de los perros, con unos tejanos y una camisa blanca de cuello abierto, tan atractiva como con el elegante modelo que vestía en Londres la única vez que Noel la había visto.

– Alexa, cariño. Creí que nunca ibais a llegar. -Abrazos y besos. Noel, desentumeciendo brazos y piernas, contemplaba la escena-. Hola, Noel. -Virginia se volvió-. Encantada de volver a verte -también él recibió un beso, lo cual resultó muy agradable-. ¿Ha sido muy malo el viaje? Alexa, no hay quien aguante este escándalo. Pon a Larry en el suelo y deja que se hagan amigos aquí, en el jardín. Si no, se hará pis en todas mis alfombras. ¿Cómo llegáis tan tarde? Hace horas que os espero.

Alexa explicó:

– Paramos a desayunar en Edimburgo. Noel tiene allí a unos amigos, Delia y Calum Robertson. Viven detrás de Moray Place en una casita preciosa que antes era un establo. Los despertamos tirando piedras a la ventana y ellos, sin enfadarse porque los hubiéramos despertado, nos abrieron y nos prepararon huevos con tocino. Debí llamarte, pero no se me ocurrió. Perdona.

– No importa. Lo que importa es que ya estáis aquí. Pero no tenemos ni un momento que perder, porque Vi os espera a las once para tomar café, antes de irnos a la montaña para el picnic. -Miró a Noel con aire compasivo-. Pobre chico, nada más llegar ya estás en pleno fregado, pero Vi tiene ganas de veros. ¿Lo soportarás? ¿No estás cansado, después de un viaje tan largo?

– En absoluto -le aseguró él-. Nos hemos turnado y el que no conducía podía dar una cabezada… -Abrió el maletero y Virginia alzó las cejas.

– Vaya, cuanto equipaje. Bueno, adentro con él…

Noel estaba en su dormitorio, con sus bolsas. Le habían dejado solo para que se instalara. La puerta estaba abierta y oía las voces de Alexa y Virginia que, con mucho que decirse, charlaban al fondo del pasillo. De vez en cuando, sonaban risas. Cerró la puerta, necesitaba un momento de soledad antes de afrontar la siguiente tanda de obligaciones. Le habían dicho que tenía que conducir el “Subaru“. Por lo que había podido oír había un lío con unos manteles, pero él y Alexa tomarían café con la abuela y después Virginia y Edie se reunirían con ellos y todos juntos se irían al picnic.

No le desagradaba la perspectiva; al contrario, esperaba con agrado lo que el día pudiera depararle. Abrió la maleta y, distraídamente, empezó a sacar la ropa. Colgó el esmoquin en el inmenso armario victoriano y sacó el regalo para Vi, los cepillos y el neceser. Dejó los cepillos sobre el tocador y entró a inspeccionar el baño. Allí encontró una bañera de dos metros con enormes grifos de latón, suelo de mármol, altos espejos y esponjosas toallas de baño, pulcramente dobladas y colgadas de un toallero caliente. Estaba estragado después de una noche de viaje y, con súbita decisión, abrió los grifos, se quitó la ropa y se dio el baño más rápido y más caliente de su vida. Más entonado, volvió a vestirse y, mientras se abrochaba la camisa limpia, se acercó a la ventana a contemplar la hermosa vista que se extendía más allá del jardín. Campos, corderos, montañas. En el silencio sonó la voz clara y líquida de un zarapito. Cuando se apagó el sonido, intentó en vano recordar la última vez que había oído aquella llamada obsesiva y evocadora.

Virginia Aird era medio americana, joven, vital y elegante. Una vez, durante un viaje de trabajo a los Estados Unidos, Noel se había alojado en casa de un colega que vivía en el Estado de Nueva York. La casa era de estilo rancho y estaba rodeada de césped, que lindaba con el césped de la finca de al lado, y había sido proyectada siguiendo los objetivos prioritarios de la comodidad y el fácil mantenimiento. Tenía calefacción central y una distribución ideal, estaba equipada con los últimos adelantos y hubiera debido ser el lugar más confortable del mundo para pasar un fin de semana de invierno. Pero algo fallaba. La anfitriona era una persona encantadora, pero no tenía ni idea de cómo atender a un invitado. A pesar de poseer una cocina equipada con todos los artilugios imaginables, no guisó ni un solo plato en todo el fin de semana. Todas las noches, se emperejilaban y se iban a cenar al country club. De aquella cocina no salían más que huevos fritos y hamburguesas con queso al microondas. Pero no acababa ahí la cosa. En el salón había una chimenea con el hogar lleno de tiestos y plantas, y los sofás, de una comodidad voluptuosa, en lugar de estar orientados hacia un buen fuego de leños, miraban al televisor. Dedicaron la tarde del domingo a contemplar un partido de fútbol americano, cuyas reglas y martingalas eran un misterio para Noel. En el dormitorio había otro televisor y el cuarto de baño tenía ducha, enchufe para la máquina de afeitar y hasta bidet, pero la toalla mayor del juego de color azul marino apenas llegaba para cubrir sus partes íntimas, y Noel añoró tristemente el absorbente abrazo de sus toallas de baño, inmensas, blancas y absorbentes. Pero lo peor fueron las molestias de la sinusitis provocada por dormir en una habitación con calefacción cuya ventana no podía abrirse.

Era una ingratitud sacar defectos, porque sus anfitriones habían sido muy amables, pero Noel nunca se había alegrado tanto de marcharse de un sitio.

El zarapito volvió a gritar. Noel se volvió hacia el dormitorio mientras se introducía el faldón de la camisa en los tejanos, una maravillosa opulencia de principios de siglo. Tanta como en Ovington Street, pero a mayor escala y con aire masculino. Un baño gigante, unas toallas monstruosas y pesados cortinajes recogidos con cordón de seda. Volvió a pensar en Virginia y entonces advirtió que, si bien había temido que se repitiera lo vivido en cierta zona residencial americana, no esperaba que fuera dueña de una casa que parecía haber sido decorada y amueblada hacía cincuenta años y conservada con esmero.

Pero le parecía bien. Se sentía como en su casa. Le gustaba el ambiente, el sólido confort, el grato olor a casa de campo, el brillo de la cera en los muebles bien cuidados, el apresto de la ropa limpia, el ambiente familiar. Mientras se ponía los calcetines, el jersey grueso y se cepillaba el pelo, se puso a silbar insensiblemente. Se miró al espejo y sonrió. Ya había empezado a divertirse.

Cuando acabó salió del dormitorio con el regalo de Vi en la mano y, siguiendo el sonido de las voces femeninas, llegó a la cocina de Virginia, que no estaba equipada con todos los artilugios imaginables pero era espaciosa y sencilla y estaba llena de sol y aroma de café recién hecho. Alexa había trinchado con mano experta un pollo frío y estaba colocando los trozos en la fiambrera de plástico mientras Virginia llenaba el termo de café. Cuando Noel apareció, dejó la jarra encima de la mesa y roscó el tapón.

– ¿Todo bien? -le preguntó.

– Mejor que bien. He tomado un baño y ahora me siento dispuesto a todo.

– ¿Un regalo para Vi? Ponlo en esa caja con los nuestros… -Era una caja de cartón de comestibles, que ya estaba llena de paquetes de formas diversas, envueltos en vistosos papeles.

Él agregó el suyo.

– Alguien le regala una botella.

– Es de Henry. Es vino de ruibarbo y la ganó en la tómbola de la iglesia. Noel, el “Subaru” está detrás de la casa. Si eres tan amable, carga la caja con todos los otros cachivaches y haz el favor de dársela a Vi cuanto tu y Alexa lleguéis a Pennyburn.

Noel cogió la caja de los regalos, cruzó la cocina y salió al patio en el que se encontraba el “Subaru”, un robusto todo terreno, con la puerta trasera abierta y el compartimiento de carga lleno de objetos diversos. Para Noel, un picnic era comer un bocadillo en el campo o, si acaso, llevar una cesta preparada por una charcutería selecta, con champaña incluido, que se destapaba ceremoniosamente en los campos de Glyndebourne. Pero los pertrechos para el picnic de Vi le recordaron unas maniobras militares. Mantas de viaje, paraguas, cañas de pescar, carretes y bolsas: una bolsa de carbón para la barbacoa, otra de teas y astillas, parrillas y tenazas, los cacharros de los perros, una botella de agua, latas de cerveza, un cesto lleno de platos y tazas de plástico de vivos colores. Un rollo de papel de cocina, un fardo de impermeables, la cámara de Alexa y unos prismáticos.

Mientras Noel cargaba la caja de los regalos, salió Alexa con otro cesto en el que iban el termo de café y la fiambrera de pollo, jarras, las correas de los perros y un silbato.

– Cualquiera diría que nos vamos de acampada para dos semanas.

– Hay que estar preparados para cualquier eventualidad. -Él cogió el cesto y le hizo un hueco-. En marcha. Ya es tarde.

– ¿Y los perros?

– Van con nosotros. Habrá que meterlos con todo esto.

– ¿No pueden ir en el asiento de atrás?

– No; porque en este coche iremos cinco personas y ni Vi ni Edie son unas sílfides.

– Podríamos llevar mi coche.

– Podríamos, pero no llegaríamos muy lejos. Espera a ver el camino. Es empinado y pedregoso, sólo para coches como este.

Noel, muy cuidadoso de su “Volkswagen”, no insistió y terminó la discusión. Agarraron a los perros, los cargaron en el coche y les cerraron la puerta en los hocicos. Los animales tenían cara de resignación. Alexa y Noel se instalaron delante, Noel al volante. Virginia, todavía con el delantal, salió a despedirlos.

– Llegaré sobre las doce y cuarto -les dijo-. Que lo paséis bien con Vi.

El coche arrancó, dio la vuelta a la casa, cruzó la verja y enfiló el puente. Mientras, Alexa ponía a Noel al corriente de las ultimas noticias.

– Papá está en Nueva York. Me he enterado de todo mientras trinchaba el pollo. Pero llega mañana, o sea que podrá asistir a la fiesta. Y Lucilla Blair esta en Croy…, ha venido de Francia… y Pandora Blair. Es la hermana de Archie Balmerino, es decir que podrás conocer a las dos.

– ¿Estarán en el picnic?

– Supongo. Pandora, no estoy segura. Tengo ganas de verla, porque aún no la conozco. Sólo he oído hablar de ella. Es la oveja negra de los Balmerino y tiene una reputación de lo más novelesca.

– Parece interesante.

– Bueno, no te animes demasiado. Es mayor que tú.

– Tengo debilidad por las señoras maduras.

– No creo que “madura” sea la palabra que le vaya a Pandora. También hay otro invitado en Croy, un tal Conrad Tucker. Es americano y resulta que es un antiguo amigo de Virginia. ¿No es fantástico? Y la pobre Virginia tuvo que llevar a Henry al colegio porque papá no estaba. Dice que fue horrible y no quiere hablar de ello. Y no ha tenido noticias de Henry, de manera que no sabemos cómo estará. Dice que no quiere llamar al director para que no la tome por una madre pesada. -El coche avanzaba por la calle del pueblo bamboleándose-. No sé por qué no puede llamar. Por qué no ha de poder hablar con Henry, si lo desea. Ahora, a la izquierda, Noel, por esa verja y la cuesta. Esto es Croy, tierras de Archie Balmerino. Creo que hoy ha salido de caza pero mañana, antes del baile, cenamos todos en su casa y entonces lo conocerás…

El camino trepaba por entre los campos que antes fueran parque. Las hojas de unas hayas majestuosas empezaban a amarillear y, al fondo, las montañas alzaban sus cumbres a un radiante cielo otoñal. El aire era frío a pesar del sol y Noel se alegró de haberse puesto el jersey grueso.

– Ahora, tuerce por ese camino. Antes estaba hecho un desastre, era una senda intransitable que conducía al cottage de un jardinero, pero Vi lo arregló cuando compró esto a Archie. Es una jardinera incansable. Eso ya te lo había dicho. Fíjate que vista. Desde luego, el viento pega fuerte, pero ahora que el seto de haya está más alto…

La casa, rodeada de césped y macizos de flores de colores vivos, refulgía al sol con sus blancas paredes. Cuando Noel detuvo el coche delante de la puerta, ésta se abrió y apareció una dama de figura grande y bien formada, que los saludó abriendo los brazos, mientras el viento jugaba con su pelo gris. Llevaba una falda de tweed muy vieja, un cardigan, unos calcetines cortos y unos robustos zapatos planos. Alexa saltó del coche y, casi instantáneamente la envolvió el abrazo monumental de su abuela.

– Alexa. Mi tesoro, que alegría verte.

– Feliz cumpleaños.

– Setenta y ocho, cariño, ¿no es terrible? Más vieja que Matusalén. -Dio un beso a Alexa y, por encima de la cabeza de su nieta, observó a Noel, que daba la vuelta al “Subaru”. Sus miradas se encontraron y sostuvieron. La de Violet era firme y brillante; inquisitiva pero también amable. Me están examinando, se dijo Noel. Esbozó su más franca sonrisa.

– Mucho gusto. Soy Noel Keeling.

Violet soltó a Alexa y le tendió la mano. Él la estrechó. Fue un apretón sano, la palma seca y cálida, los dedos fuertes. La anciana no era bella y, probablemente, nunca lo había sido pero advirtió su animación y sensatez en su cara de facciones curtidas, en la que todas las arrugas parecían marcadas por la risa. Instintivamente, se sintió atraído por ella, le pareció una persona capaz de mantener una hostilidad implacable, pero también capaz de brindar la más sólida y leal amistad. De pronto, deseó tenerla de su parte.

Y, entonces, ella dijo algo extraño:

– ¿No nos hemos visto antes?

– Me parece que no.

– Su apellido me suena. Keeling. -Se encogió de hombros y soltó su mano-. No tiene importancia. -Sonrió y él advirtió que, aunque nunca hubiera sido hermosa, sí debió de poseer un gran atractivo-. Muy amable de haber venido a conocernos a todos.

– Le deseo un feliz cumpleaños. Traemos una caja llena de regalos.

– Éntrelos, por favor. Luego los abriré.

Volvió al coche, abrió las puertas, tranquilizó a los perros, sacó la caja y volvió a cerrar. Cuando terminó todas estas operaciones, Alexa y su abuela habían desaparecido ya en el interior de la casa y Noel las siguió por el pequeño recibidor hasta la sala de estar, alegre y luminosa, por la que se salía al exquisito jardín.

– Póngala ahí. Todavía no los abriré. Antes quiero oír todas las noticias. Alexa, el café y las tazas están en la cocina. ¿Quieres traer la bandeja? -Alexa salió-. Ahora, Noel… no puedo llamarle Mr. Keeling porque hoy en día nadie gasta tanta ceremonia, y usted llámeme Violet…, ¿dónde quiere sentarse?

Pero a Noel no le apetecía sentarse. Como siempre que se encontraba en un ambiente nuevo, deseaba dar una vuelta por la habitación, curiosear, captar el aire de las cosas. Era una salita muy agradable, con las paredes de un amarillo pálido, unas vistosas cortinas de cretona rosa y unas alfombras de color crema a ras de la pared. Violet Aird no llevaba muchos años viviendo allí, eso ya lo sabía Noel, y la luz y la frescura de la habitación indicaban que había sido remozada recientemente; pero los muebles, los cuadros, los adornos, los libros y la porcelana debían de haber venido con ella de su anterior domicilio, seguramente, Balnaid. Los sillones y el sofá lucían unas fundas de lino color coral y un armarito de ébano que tenía las puertas abiertas estaba forrado del mismo coral y contenía una colección de porcelanas “Famillie Rose”. Dondequiera que mirara, Noel encontraba un objeto envidiable o practico, selección de las más preciadas reliquias de toda una vida. Almohadones bordados a mano, un cesto de mimbre lleno de troncos, un guardafuegos de latón, un fuelle, el costurero, el pequeño televisor, montones de revistas, cuencos llenos de objetos diversos. Todas las superficies horizontales estaban ocupadas por pequeños objetos decorativos. Cajas de esmalte, jarrones de flores frescas, un bol de cobre lleno de brezo púrpura, fotografías en marco de plata, figuritas de Sajonia.

Ella lo observaba. Él la miró y sonrió:

– Veo que aplica las reglas de William Morris.

– ¿A qué se refiere?

– No hay en su casa nada que no sepa usted útil o no considere hermoso.

– ¿Quién le enseñó eso? -preguntó ella, divertida.

– Mi madre.

– Es un concepto anticuado.

– Pero vigente.

En el hogar había un pequeño fuego encendido. Sobre la repisa vio una pareja de perros de porcelana de Staffordshire y en la pared…

Noel frunció el entrecejo y se acercó a mirar el cuadro. Era un óleo de una niña en un campo de ranúnculos. El campo estaba en sombra pero, al fondo, el sol brillaba sobre unas rocas, el mar y las figuras lejanas de dos muchachas. El efecto de luz y color llamó su atención, no sólo porque vibraba de vida, sino porque la técnica, la obtención del efecto tridimensional le conmovía con la fuerza de una cara familiar recordada de la niñez.

Tenía que ser. Noel apenas tuvo que leer la firma para saber de quién era.

– Un Lawrence Stern -dijo, con asombro.

– Que buen conocedor. Es mi más preciada posesión.

Él se volvió a mirarla.

– ¿Cómo llegó a su poder?

– Me lo regaló mi esposo hace muchos años. Lo vio en el escaparate de una galería de Londres, entró y lo compró para mí, sin importarle pagar más de lo que su bolsillo le permitía.

– Lawrence Stern era mi abuelo -dijo Noel.

– ¿Su abuelo? -repitió ella, frunciendo la frente.

– Sí; mi abuelo materno.

– ¿Su abuelo…? -Ella se interrumpió, todavía con las cejas juntas y de pronto sonrió, disipada la perplejidad, y su cara se inundó de satisfacción-. ¡Claro, por eso me sonaba su nombre! Noel Keeling. Yo conozco a su madre… Me la presentaron… Dígame, ¿cómo está Penélope?

– Murió hace cuatro años.

– ¡Oh, que disgusto me da! Una persona encantadora. Sólo la vi una vez, pero…

La entrada de Alexa, que venía de la cocina de Violet transportando la bandeja con la cafetera, tazas y platos.

– ¡Alexa, oye lo más extraordinario! Imagina, resulta que Noel no es un completo desconocido, que una vez me presentaron a su madre y, por cierto, al momento simpatizamos. No sabéis cuanto he deseado volver a verla, pero nunca más coincidimos…

Aquel descubrimiento, aquella revelación, aquella coincidencia que ponía de manifiesto lo pequeño que es el mundo, pasó a primer término. Momentáneamente, el picnic y el cumpleaños quedaron olvidados y Alexa y Noel escucharon fascinados el relato de Vi mientras tomaban el café caliente.

– Me la presentó Roger Wimbush, el retratista. Al acabar la guerra, cuando Geordie regresó del campo de prisioneros y volvió a trabajar en Relkirk, se acordó de que, por ser el presidente de la empresa, tenía que hacer un retrato para la posteridad. Y se encargó a Roger Wimbush. El pintor se instaló en Balnaid y, en el invernadero, pintó el retrato, que luego, con cierta solemnidad, fue colgado en la sala de juntas de la compañía. Y allí debe seguir. Nosotros nos hicimos amigos del pintor y, cuando murió Geordie, Roger me escribió una carta muy bonita y me mandó una invitación para la Exposición de Retratistas que se celebraba en Burlington House. Yo no voy a Londres a menudo, pero me pareció que la ocasión merecía el viaje y fui. Roger me esperaba y me acompañó a visitar la exposición. En seguida me llamaron la atención dos señoras. Una era tu madre, Noel, y la otra, me parece, una tía suya que había llevado a ver la exposición. Era muy anciana, pequeña y arrugadita, pero con una gran vitalidad…

– La tía-abuela Ethel -dijo Noel, porque no podía ser otra persona.

– Eso es. Ethel Stern, hermana de Lawrence Stern.

– Murió hace años; era una persona muy divertida.

– No me cabe duda. Lo cierto es que Roger y tu madre eran viejos amigos. Tengo entendido que ella lo había tenido de huésped cuando él era un estudiante sin dinero que luchaba por abrirse camino. Se alegraron mucho de verse, se hicieron las correspondientes presentaciones, yo supe que era hija de Lawrence Stern y le hablé de ese cuadro. Para entonces, todos nos habíamos hecho amigos y, puesto que ya habíamos visto los retratos, decidimos almorzar juntos. Yo pensaba ir a un restaurante, pero tu madre insistió en llevarnos a su casa.

– Oakley Street.

– Exacto. Oakley Street. Protestamos por la molestia, pero ella no quiso escuchar nuestras protestas y, cuando quise darme cuenta, ya estábamos los cuatro en un taxi, camino de Chelsea. Hacía un día muy hermoso. Lo recuerdo claramente. Sol y calor, y ya sabéis lo bonito que puede estar Londres a principios de verano. Almorzamos en el jardín, que era grande y frondoso, y olía a lilas de un modo que daba la sensación de estar en el sur de Francia, o en Paris, con aquellos árboles que amortiguaban el ruido del trafico y filtraban los rayos del sol. Había una terraza bien sombreada, con una mesa y sillas de jardín y allí nos sentamos a beber mientras tu madre andaba por la gran cocina del semisótano, apareciendo de vez en cuando a charlar, a servir más vino o a poner el mantel y los cubiertos

– ¿Qué comisteis? -preguntó Alexa, fascinada por la escena que describía Vi.

– A ver. Tengo que hacer memoria. Todo estaba muy bueno, eso lo recuerdo. Todo delicioso y en su punto. Una sopa fría, gazpacho me parece, y pan casero y crujiente. Ensalada. Y paté. Y queso francés. Y un frutero lleno de melocotones que había cogido aquella misma mañana de un árbol que crecía junto a la tapia, al extremo del jardín. Estuvimos allí toda la tarde. No teníamos otros compromisos o, si los teníamos, los olvidamos. Las horas volaban, como en un sueño. Y recuerdo que Penélope y yo dejamos a Ethel y Roger en la mesa, tomando café y coñac y fumando “Gauloises”, y nos fuimos a contemplar todas las preciosidades del jardín. No parábamos de hablar aunque no sabría deciros de qué. Creo que ella me habló de Cornualles, donde había pasado la niñez, de la casa que tenían y de la vida que llevaban antes de la guerra. ¡Y era una vida tan diferente a la mía! Cuando fue hora de irnos, deseaba que aquello no terminara. No tenía ganas de despedirme. Y cuando volví a Balnaid, ese cuadro, que siempre me había encantado, adquirió un nuevo significado porque ahora conocía a la hija de Lawrence Stern.

– ¿Y no volviste a verle? -preguntó Alexa.

– No. Fue una pena. Yo voy muy poco a Londres y creo que, al cabo de un tiempo ella se marchó a vivir al campo. Fue una tontería por mi parte perder el contacto con una persona tan agradable y con la que había simpatizado tanto.

– ¿Cómo era? -Alexa, fascinada por aquel inesperado atisbo de la vida familiar de Noel, se sentía ávida de detalles. Vi miró a Noel.

– Descríbela tú.

Pero él no podía. Las facciones, los ojos, los labios, la sonrisa, el pelo, le rehuían. No habría podido decir cómo era ni aunque le hubieran apuntado con una pistola. Lo que él recordaba de su madre, lo que conservaba presente al cabo de cuatro años de haberla perdido, era su personalidad, su cordialidad, su risa, su generosidad, su obstinación, aquel modo de obrar tan suyo que le volvía loco y su hospitalidad, franca e inacabable. Las palabras de Vi al describir aquel almuerzo, improvisado pero tan especial que le quedó grabado en la memoria, le trajo a la mente los tiempos de Oakley Street con tanta fuerza, que se sintió invadido de nostalgia por todo lo que él había tomado por descontado y que nunca había tenido tiempo de apreciar.

Movió negativamente la cabeza.

– No podría -dijo.

Vi le miró a los ojos. Y, como si comprendiera su dilema, no insistió. Se volvió hacia Alexa.

– Era alta y tenía una presencia muy agradable. A mí me pareció hermosa, con su pelo gris oscuro, tirante y recogido en la nuca con un moño sujeto con horquillas de carey, los ojos negros, grandes y brillantes, y la piel fina y morena, como si hubiera vivido siempre al aire libre, como una gitana. Sin ir a la moda, su porte le confería una elegancia natural. Despedía una fuerte carga de… alegría de vivir. Una mujer inolvidable. -Miró a Noel-. Y tú eres su hijo. Que cosas. Lo extraña que puede ser la vida. A los setenta y ocho años, dirías que ya nada puede sorprenderte y te pasa una cosa de estas y te parece que el mundo acaba de empezar.

El lago de Croy se escondía entre las montañas, a tres millas al norte de la casa, y sólo podía llegarse hasta él por un camino abrupto y empinado, que trepaba por el páramo en una serie de cerradas y vertiginosas curvas.

No era un lago natural. Antaño, había sido un estrecho valle rodeado por las colinas del Norte y la mole del Creagan Dubh, lugar remoto y solitario, refugio de águilas y ciervos, gatos salvajes, urogallos y zarapitos. En Croy se conservaban viejas fotografías sepia de aquel valle, cruzado por un arroyo de altos márgenes poblados de juncos, junto al que se veían las ruinas de una granja, graneros y establos de los que no quedaban más que unas semiderruidas paredes de granito. Hasta que el primer Lord Balmerino, abuelo de Archie, rico y aficionado a pescar truchas, decidió fabricarse un lago. Y se construyó una presa, robusta como un bastión de más de cuatro metros de alto y lo bastante ancha como para que un carruaje pasara por encima. En previsión de posibles crecidas, se instalaron unas compuertas que, una vez terminada la presa, fueron cerradas, apresando el arroyo. Poco a poco, las aguas subieron y las ruinas quedaron sumergidas para siempre. El gran tamaño de la presa impedía ver el lago hasta que se doblaba el último recodo y entonces, de pronto, aparecía la gran masa de agua, de dos millas de largo por una de ancho. según la hora y la estación, estaba azul y centelleante, se agitaba con olas gris acero o reflejaba la luna a la luz del crepúsculo, liso como un espejo que de vez en cuando se agitaba si un pez subía a la superficie.

Se construyó una sólida cabaña, lo bastante grande para albergar dos botes, con un porche en el que podían celebrarse picnis cuando hacía mal tiempo. Pero al lago no subían sólo los pescadores. Dos generaciones de niños se habían enseñoreado de él. En las montañas de alrededor pastaban corderos y sus orillas, en suave declive y cubiertas de hierba rala, eran sitio ideal para plantar una tienda, jugar a pelota u organizar partidos de cricket. Los Blair y los Aird y sus camaradas habían aprendido a pescar truchas desde aquella orilla y a nadar en sus aguas heladas; y habían jugado a construir balsas o canoas que, impulsadas intrépidamente hacia la parte profunda del lago, indefectiblemente se iban a pique.

El cargado “Subaru”, utilizando la tracción en las cuatro ruedas, brincaba y se bamboleaba por la ultima rampa apuntando al cielo con el morro. Noel se dijo que regresaría andando. Llevaba media hora de incomodidad total porque, finalmente, Virginia había decidido sentarse al volante, pues, según dijo con razón, ella conocía el camino y Noel no, y Violet, también con buenos motivos, se había sentado al lado de Virginia con la gran caja del pastel en las rodillas. En el asiento de atrás, las cosas no estaban tan fáciles. Edie Findhorn, de quien tanto había oído hablar Noel, resultó una señora de considerables anchuras, que ocupaba tanto espacio que Alexa había tenido que sentarse en las rodillas de Noel y, a cada minuto que pasaba, parecía pesar más. Noel sentía pinchazos en el muslo, pero como veía que ella tenía que mantener el cuello doblado y, aún así, a cada bache daba con la cabeza en el techo del coche, le parecía de mal gusto agregar sus quejas a las de ella. Habían hecho dos paradas, una en la gran casa de Croy, donde Virginia se había apeado para ver si los Balmerino ya habían salido. Era evidente que sí, puesto que la puerta estaba cerrada con llave. La segunda parada fue para abrir y cerrar el portón de los ciervos y allí Alexa soltó a los dos spaniels, que hicieron el resto del camino corriendo detrás del lento coche. Noel pensó que ojalá le hubieran soltado también a él, pero ya era tarde para proponerlo.

Porque, al parecer, estaban llegando. Violet atisbó a través del parabrisas.

– ¡Ya han encendido el fuego! -anunció.

Alexa se volvió, aumentando el dolor de Noel.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque veo el humo.

– También habrán traído leña -supuso Edie

– Probablemente habrán encendido con brezo quemado -dijo Alexa-. O con teas. Espero que Lucilla no haya olvidado la llave de la cabaña. Podrás pescar, Noel.

– En estos momentos, lo único que deseo es volver a sentir las piernas.

– Lo lamento, cariño, ¿peso mucho?

– No; nada. Sólo es que se me han dormido los pies.

– Eso puede ser gangrena.

– Puede ser.

– Es algo que te da de repente y luego te corre por todo el cuerpo como un sarpullido.

Edie exclamó, indignada:

– ¡Vamos, Alexa! Que cosas tienes.

– ¡Oh! Pero se salvará -dijo Alexa, alegremente-. Además, ya hemos llegado.

En efecto. El infame camino se niveló y las sacudidas acabaron. El “Subaru”, después de rodar unos metros sobre un terreno liso, ligeramente inclinado y cubierto de hierba, se detuvo. Virginia quitó el contacto. Inmediatamente, Noel abrió la puerta, depositó a Alexa en el suelo y, con inmenso alivio, se apeó. Mientras estiraba sus doloridas piernas, sintió una acometida de luz, aire puro, cielo azul, agua, espacio, olores, viento. Hacía frío…, más que en el fondo del valle, pero estaba tan impresionado por todo lo que veía, que apenas lo notó. Le impresionaba la extensión y aparente magnificencia de Croy. No había pensado que el lago fuera tan grande ni tan hermoso y le costaba trabajo comprender que aquellas inmensas tierras, las montañas y el páramo, pertenecieran a un solo hombre. Todo era tan grande, tan espléndido, tan rico. Mirando en derredor, vio la cabaña, un complicado conjunto de ventanas y tejados junto al que estaba aparcado el “Land Rover”, y la tosca barbacoa de piedras de la que ya se elevaba humo al aire transparente.

Noel vio a dos hombres recogiendo la leña arrojada por el agua a los guijarros de la orilla. Oyó el grito de un urogallo a gran altura sobre la montaña y, después, en otro valle, el lejano crepitar de armas de fuego.

Ya habían bajado todos del coche. Alexa había abierto la puerta trasera para que saliera su perro. Los dos spaniels de Virginia no habían aparecido todavía, pero no tardarían. Violet bajaba ya hacia la cabaña de la que acababa de salir una muchacha.

– Hola -gritó-. Ya estáis aquí. Feliz cumpleaños.

Se hicieron las presentaciones y, una vez terminada esta pequeña ceremonia, todo el mundo se puso a trabajar y Noel advirtió que, en aquellas tradicionales ocasiones, existía un plan de operaciones perfectamente coordinado.

Se descargó el “Subaru” y se alimentó la barbacoa con leña y carbón. De la cabaña sacaron dos mesas de tijera, que cubrieron con grandes manteles a cuadros. Encima se dispuso comida, platos, ensaladas y vasos. Se extendieron unas mantas sobre los lechos de brezo. Por la cima de la montaña asomaron los dos spaniels, que, con la lengua fuera se dirigieron directamente al agua a refrescarse las patas y beber ansiosamente. Luego, se tumbaron en el suelo, exhaustos. Edie Findhorn, envuelta en un gran delantal blanco, colocó las salchichas y las hamburguesas en una fuente y, cuando tuvo un buen fuego de brasas, empezó a asarlas. El humo se hizo más denso y el tono rosado de sus mejillas se acentuó por el calor mientras el viento agitaba la aureola blanca de su pelo.

Uno a uno, fueron apareciendo otros coches que traían a más invitados. Se destapó el vino y la gente deambulaba con vasos en la mano o se sentaba en las mantas a cuadros. Seguía brillando el sol. Llegaron Julian Gloxby, rector de Strathcroy, con su esposa y Dermot Honeycombe. Ninguno de ellos poseía un vehículo lo bastante recio como para soportar el camino, por lo que venían a pie y llegaron visiblemente cansados a pasar de haberse pertrechados de botas y bastones de montaña. Dermot traía una mochila de la que sacó su aportación al ágape, seis huevos de codorniz y una botella de vino de grosella.

Lucilla y Alexa, al lado de la mesa, untaban de mantequilla los baps, panecillos dulces que no faltan en ningún picnic escocés. Violet ahuyentaba las avispas del pastel y el perro de Alexa robó una salchicha y se quemó el hocico.

La fiesta había empezado.

Virginia dijo:

– Voy a hacerte un regalo. -Arrancaba juncos de la orilla.

– ¿Qué vas a hacerme? -preguntó Conrad.

– Espera, presta atención y lo verás.

Se habían apartado de los otros después de comer y tomar café y, por el camino de la presa, habían llegado a la orilla oriental del lago donde, con los años, el viento y las aguas habían erosionado la turba y formado una estrecha playa de pequeños guijarros. Sólo les habían seguido los dos spaniels.

Él la contemplo pacientemente.

Del bolsillo de su pantalón de pana, sacó un puñado de lana de cordero arrancado de una cerca de espino. La retorció hasta formar un hilo con el que ató los juncos. Luego, los abrió y empezó a retorcerlos y a trenzarlos. Los juncos giraban como los radios de una rueda. Un cestillo del tamaño de una taza de té se formó entre los dedos de Virginia.

– ¿Quién te ha enseñado a hacer eso?

– Vi. Lo aprendió de una hojalatera cuando era pequeña. Ya está. -Remató la labor escondiendo los extremos de los juncos y se la mostró.

– Muy bonito.

– Ahora lo llenaré de musgo y de flores y tendrás un adorno para el tocador.

Miró en derredor, arrancó un puñado de musgo de una roca con las uñas y lo metió en el cestillo. Siguieron andando y ella se agachaba de vez en cuando a recoger ora un jacinto silvestre, ora una ramita de brezo o una brizna de hierba, con los que formaba un ramillete en miniatura. Cuando estuvo satisfecha de su obra, se la entregó.

– Aquí tienes. Un recuerdo, Conrad. Recuerdo de Escocia.

Él lo cogió.

– Muy bonito. Gracias. Pero no necesito recuerdos porque no voy a olvidar nada.

– En tal caso, puedes airarlo -replicó ella, con desenfado.

– Eso, nunca.

– Pues ponlo en agua, en el vaso de los dientes, y nunca se te marchitará. Puedes llevártelo a América, pero escóndelo bien en el neceser, si no quieres que el aduanero te acuse de querer importar gérmenes.

– También podría secarlo y así lo conservaría siempre.

– Sí podrías.

Siguieron andando con el viento en la cara. Pequeñas olas marrones se acercaban a la orilla. Los dos botes derivaban suavemente en el centro del lago. Los pescadores, silenciosos y absortos, lanzaban el sedal. Virginia se agachó, cogió una piedra plana y la arrojó con pericia, haciéndola saltar media docena de veces antes de desaparecer para siempre.

– ¿Cuándo te vas?

– ¿Decías?

– ¿Cuándo regresas a los Estados Unidos?

– Tengo asiento reservado en el vuelo del jueves.

Ella buscó otra piedra.

– A lo mejor me voy contigo -dijo. Encontró la piedra y la arrojó. Esta vez falló. La piedra se hundió a la primera. Virginia se irguió y se volvió hacia él. El pelo le azotaba las mejillas con el viento. Él miró sus ojos inmensos.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Tengo ganas de alejarme de aquí.

– ¿Cuándo lo has decidido?

– Hace meses que lo pienso.

– No has contestado a mi pregunta.

– De acuerdo. Ayer. Lo decidí ayer.

– ¿Y tengo yo algo que ver con esa decisión?

– No lo sé. Pero no tiene que ver solo contigo. También con Edmund y con Henry. Todo. Todo se me cae encima. Necesito tener tiempo para mí. Reflexionar. Situar las cosas en otro ángulo.

– ¿Adónde irás?

– A Leesport. A casa de los abuelos.

– ¿Estaré yo por allí?

– Si tú quieres… A mí me gustaría.

– No sé si te das cuenta de lo que eso significa.

– ¿No me la doy, Conrad?

– Estaremos pisando un terreno muy resbaladizo.

– Pero no hay por que aventurarse hasta el centro del estanque. Podemos quedarnos en la orilla.

– Me parece que eso no me gustaría.

– Yo tampoco estoy muy segura.

– Con tu marido y tu familia al otro lado del océano, no sólo voy a sentirme como un canalla, sino que voy a portarme como tal.

– Es un riesgo que estoy dispuesta a correr.

– En tal caso, me callo.

– Esto es lo que quería oír.

– Sólo diré que salgo de Heathrow el jueves, en el vuelo de “Pan Am” de las once de la mañana.

– Veré si encuentro plaza en el mismo avión.

Lo peor de envejecer, pensaba Violet, es que la felicidad te rehuye en el momento más insospechado. Ahora, hubiera debido ser feliz y no lo era.

Ahora era la tarde de su cumpleaños, y todo lo que la rodeaba era perfecto. Una no podía pedir más. Estaba sentada sobre un lecho de brezo, con el lago a sus pies y, a pesar de unas nubes moradas de aspecto siniestro que asomaban por el Oeste, el sol seguía luciendo en un claro cielo otoñal. Abajo, lejos pero muy visibles, como si los mirara por un telescopio puesto del revés, los invitados se habían dispersado. Los dos botes estaban en el agua. En uno pescaban Julian Gloxby y Charles Ferguson-Crombie y, en el otro, Lucilla y su amigo australiano. Dermot se había alejado en busca de flores silvestres. Virginia y Conrad Tucker habían pasado al otro lado por el camino de la presa y paseaban por la estrecha orilla. Los acompañaban los dos spaniels de Edmund. De vez en cuando se paraban a conversar animadamente o se agachaban a coger una piedra que hacían saltar sobre las centelleantes aguas. Otros habían optado por quedarse alrededor del rescoldo, holgazaneando al sol. Edie y Alexa estaban juntas. Mrs. Gloxby, a la que rara vez se veía sentada, había traído la labor de media y un libro y estaba disfrutando de unos momentos de sosiego. A los oídos de Violet llegaban leves sonidos. El rugir del viento, una voz, el chapoteo de lo remos, el canto de un pájaro. De vez en cuando, traído por e viento, llegaba desde un lejano valle un eco de disparos, que rebotaba en la cumbre del Creagan Dubh.

Todo era perfecto y, sin embargo, sentía una opresión en el pecho. «Es porque sé demasiado -se dijo-. Soy depositaria de demasiadas confidencias. Me gustaría vivir en la ignorancia. Entonces sería feliz. No saber que Virginia y Conrad Tucker…, ese americano tan atento y atractivo…, son amantes. Que Virginia se encuentra en una especie de encrucijada; que, sin Henry a su lado, era capaz de tomar una decisión desastrosa. Me gustaría no saber que Edie está tan apenada por la pobre Lottie.»

Pero, al mismo tiempo, había dudas que deseaba despejar. «Me gustaría estar segura de que Alexa no va a sufrir, de que Henry no está consumiéndose de añoranza de su madre. Me gustaría saber que hay en la mente insondable de Edmund.»

Su familia. Edmund, Virginia, Alexa, Henry y Edie. El cariño y el interés por los demás deparaban alegrías pero también podían ser como una piedra de molino colgada del cuello. Y lo peor de todo era que se sentía inútil porque no podía hacer absolutamente nada para resolver los problemas.

Violet suspiró. El suspiro fue perfectamente audible y ella, al darse cuenta, hizo un esfuerzo por sobreponerse, adoptó una expresión alegre y se volvió hacia el hombre que estaba tumbado a su lado, apoyado en los codos.

Entonces, dijo lo primero que se le ocurrió.

– Me gustan los colores del páramo porque me recuerdan una bonita lana de tweed. Esos tonos carmesí y púrpura, el verde musgo y el tono tostado de la turba. Y me gustan las lanas de tweed porque me recuerdan el páramo. Que hábil es la gente que sabía imitar a la Naturaleza.

– ¿En eso pensabas?

No era tonto. Ella movió la cabeza.

– No -reconoció-. Pensaba… que ya no es lo mismo.

– ¿Qué no es lo mismo? -preguntó Noel.

Violet no se explicaba por que había subido él. Ni ella le había invitado a acompañarla ni él se lo había propuesto. Ella había empezado a subir la cuesta y él se había puesto a su lado como si estuviera acordado tácitamente. Y juntos habían ascendido por el estrecho sendero de los rebaños, parándose de vez en cuando a admirar la vista, más extensa a cada parada, a contemplar el vuelo de un urogallo o a coger una ramita de brezo blanco. Cuando llegaron a lo alto, se sentó a descansar y él se echó a su lado. A Violet le conmovía que hubiera optado por su compañía y sintió que sus reservas hacia él disminuían.

Porque ella recelaba. Aunque estaba bien predispuesta hacia el hombre del que Alexa se había enamorado, se mantenía vigilante, decidida a no dejarse conquistar por una simpatía superficial. El atractivo de aquel hombre, su cabello negro, su figura alta, sus ojos azules e inteligentes, la habían pillado ligeramente desprevenida y el que fuese hijo de Penélope Keeling había acabado de desarmarla. Y esa era otra de las cosas que le amargaban el día. Porque Noel le había dicho que Penélope había muerto y le costaba aceptarlo. Ahora, apesadumbrada, comprendía que no podía culpar a nadie más que a sí misma de no haber tratado más a aquella mujer tan vital y encantadora. Y ya era tarde.

– ¿Qué es lo que ha cambiado? -insistió él, suavemente.

Volvió a tomar el hilo de sus pensamientos.

– Mi picnic.

– Es un picnic formidable.

– Pero diferente. Faltan muchos. No están Henry, ni Edmund, ni Isobel Balmerino. Es la primera vez que falta a mi fiesta de cumpleaños. Pero tenía que ir a Corriehill, a ayudar a Verena Steynton con las flores para el baile de mañana por la noche. Y, por lo que se refiere a mi pequeño Henry, va a tener que estar en la escuela por lo menos diez años. Y para cuando pueda volver a venir, yo probablemente estaré ya a seis pies debajo de la hierba. Por lo menos, así lo espero. Ochenta y ocho años son muchos, impensable. Demasiado vieja y tienes que depender de los hijos. Es lo que más temo.

– No te imagino dependiendo de nadie.

– La senilidad no perdona a nadie.

Enmudecieron. En el silencio llegó otra descarga de las escopetas por encima de las cumbres.

– Por lo menos, ellos parecen tener un buen día -sonrió Violet.

– ¿Quienes están cazando?

– Supongo que los miembros de la asociación que tiene arrendado el coto. Archie Balmerino va con ellos. -Sonrió a Noel-. ¿Tú cazas?

– No; ni siquiera he tenido nunca una escopeta en las manos. No me dieron esa clase de educación. He vivido en Londres toda la vida.

– ¿En la preciosa casa de Oakley Street?

– Exactamente.

– Que suerte.

Él movió la cabeza.

– Lo más triste es que yo no me consideraba afortunado. Iba a un colegio externo y me creía desgraciado porque mi madre no podía enviarme a Eton o a Harrow. Además, cuando tuve edad de ir a la escuela, mi padre se había marchado para casarse con otra mujer. No es que le echara de menos porque casi no lo conocí, pero de algún modo aquello me mortificaba.

Ella no malgastó su compasión en él. Estaba pensando en Penélope Keeling.

– No es fácil para una mujer criar a los hijos sola.

– No creo que, de chico, se me ocurriera nunca esa idea.

Violet se echó a reír, apreciando su sinceridad.

– Lástima que la juventud se desperdicie en los jóvenes. Pero, ¿no disfrutabas de la compañía de tu madre?

– Sí, disfrutaba. Pero, de vez en cuando, teníamos unas peleas fenomenales. Generalmente, por dinero.

– El dinero es la causa de la mayoría de las peleas familiares, pero no creo que ella sufriera de materialismo.

– Todo lo contrario. Tenía su filosofía de la vida y una serie de frases hechas a las que recurría en los momentos difíciles o en lo más vivo de la discusión. Una de ellas es que la felicidad consiste en sacar el máximo partido a lo que tienes y la riqueza, en sacárselo a lo que te compras. Me parecía plausible, pero no acababa de convencerme.

– Quizá necesitabas algo más que buenas palabras.

– Sí; necesitaba algo más. Necesitaba no sentirme un extraño. Quería integrarme en una vida diferente, tener un pasado diferente, pertenecer al Establishment, con viejas casas, viejos apellidos y vieja fortuna. Se nos inculcó que el dinero no importa, pero yo sabía que el dinero no importa únicamente cuando lo tienes en abundancia.

– No estoy de acuerdo, pero te comprendo -dijo Violet-, la hierba siempre es más verde al otro lado de la colina. Y es humano desear lo que no se tiene. -Pensó en la casa de Alexa en Ovington Street, que era como una joya, y en la seguridad económica que la muchacha había heredado de su abuela materna, y sintió una punzada de inquietud-. Lo malo es que cuando llegas a esa hierba tan verde ves que, en realidad, no la deseabas. -Él guardó silencio y Violet frunció la frente-. Dime -agregó, yendo directamente a lo que interesaba-: ¿qué piensas de nosotros?

Noel quedó desconcertado por su brusquedad.

– Yo… no he tenido tiempo de formarme una opinión.

– Tonterías. Claro que has tenido tiempo. Por ejemplo, ¿te parece que nosotros somos el Establishment, como dices tú? ¿Crees que somos grandes?

Él se echó a reír. Quizá su hilaridad pretendía encubrir cierta turbación. No podía asegurarlo.

– No sé si grandes, pero reconoce que vivís a lo grande. En el Sur, para llevar ese estilo de vida hay que ser multimillonario.

– Pero estamos en Escocia.

– Precisamente.

– ¿Crees que nosotros somos grandes?

– No; sólo diferentes.

– Diferentes, tampoco, Noel. Corrientes. Gente de lo más corriente, que ha tenido la bendición de nacer y vivir en esta tierra incomparable. Hay, desde luego y lo reconozco, títulos, tierras, grandes mansiones y cierto feudalismo, pero si raspas la superficie de cualquiera de nosotros y profundizas una o dos generaciones, encontrarás a pequeños campesinos, obreros, pastores, granjeros. El sistema escocés de los clanes fue algo extraordinario. ningún hombre era criado de otro sino parte de una familia, y por eso el escocés de las tierras altas va por la vida con gallardía. Él sabe que es tan bueno como tú, si no mucho mejor. Además, la revolución industrial y el dinero victoriano crearon una grande y próspera clase media formada por antiguos artesanos y obreros. Archie es el tercer Lord Balmerino, pero su abuelo hizo fortuna fabricando paños y se había criado en las calles de la ciudad. Mi propio padre era hijo de un pastor de la isla de Lewis y andaba descalzo de niño. Pero tenía cerebro y afición a los libros, y sus ambiciones le hicieron ganar becas y acabó estudiando Medicina, se hizo cirujano, prosperó y llegó muy alto…, obtuvo la cátedra de Anatomía de la Universidad de Edimburgo y un titulo nobiliario, Sir Hector Akenside. Un nombre muy rimbombante, ¿no te parece?. Pero siempre fue un hombre sencillo, sin pretensiones, y por ello no sólo se hacía respetar, sino también querer.

– ¿Y tu madre?

– Mi madre procedía de un ambiente muy distinto. Tengo que reconocer que ella sí era aristócrata. Pertenecía a una antigua familia de la frontera que, por su propia culpa, perdió toda su fortuna. Mi madre era famosa por su belleza. Menudita, elegante y con una melena rubio platino tan abundante, que daba la sensación de que su fino cuello no iba a poder soportar tanto peso. Mi padre se fijó en ella en un baile y se enamoró a primera vista. No creo que ella estuviera enamorada de él, pero para entonces mi padre ya era una eminencia y, además, rico y ella era lo bastante lista como para saber lo que le convenía. Su familia, aunque no muy contenta, no puso objeciones al matrimonio… Probablemente, se alegraron de librarse de la niña.

– ¿Fueron felices?

– Creo que sí. Me parece que se compenetraron. Vivían en una casa muy alta y fría de Heriot Row, y allí nací yo. A mi madre le encantaba Edimburgo por su vida de sociedad, el ir y venir de gentes, teatros, conciertos, bailes y recepciones. Pero mi padre seguía siendo un aldeano y tenía el corazón en las montañas. Él amaba Strathcroy y todos los veranos venía a pescar. Cuando yo tenía unos cinco años, compró las tierras situadas al sur del río y construyó Balnaid. Él todavía trabajaba y yo iba al colegio en Edimburgo, de manera que al principio Balnaid fue sólo una casa de vacaciones, una especie de pabellón de caza. Para mí era el paraíso y vivía soñando con los meses de verano. Cuando por fin se retiró, se quedó a vivir en Balnaid. A mi madre no le hizo ninguna gracia, pero él era un hombre muy testarudo y al final no tuvo más remedio que transigir. Ella llenaba la casa de invitados, con lo que cada noche estaba asegurada la partida de bridge y la cena de gala. Pero no dejamos la casa de Heriot Row y cuando la lluvia o el viento del invierno se prolongaban durante muchos días, ella encontraba siempre una excusa para ir a Edimburgo, o a Italia, o a Francia.

– ¿Y tú?

– Ya te digo, para mí esto era el paraíso. Era hija única y fui una gran decepción para mi madre porque no sólo era alta y gruesa, sino, además, fea. Destacaba por mi tamaño entre mis compañeras y en la clase de baile era un desastre porque ningún chico quería ser mi pareja. Yo desentonaba en la vida social de Edimburgo, pero en Balnaid no parecía importar mi aspecto y al mismo tiempo podía ser yo misma.

– ¿Y tu marido?

– ¿Mi marido? -La cálida sonrisa de Violet iluminó sus curtidas facciones-. Mi marido era Geordie Aird. Verás, yo me casé con mi mejor y más querido amigo y, después de más de treinta años de matrimonio, él seguía siendo mi mejor y más querido amigo. No hay muchas mujeres que puedan decir eso.

– ¿Cómo lo conociste?

– Fue en una cacería, en el páramo de Creagan Dubh. Mi padre estaba invitado a cazar con Lord Balmerino y, puesto que mi madre se encontraba de crucero por el Mediterráneo, me llevó con él. Ir de caza con mi padre era lo que más me gustaba y procuraba ser útil, le llevaba el macuto y me sentaba en el puesto, más quieta y callada que un ratón.

– ¿Y Geordie era otro invitado? -preguntó Noel.

– No, Noel. Geordie era uno de los batidores. Su padre, Jamie Aird, era el guarda mayor de Lord Balmerino.

– ¿Te casaste con el hijo del guarda? -Noel no pudo evitar que en su voz hubiera incredulidad, pero había también admiración.

– Eso es. Tiene un cierto regusto de El amante de Lady Chatterley, ¿no?, pero te aseguro que no hubo nada de eso.

– ¿Y cuándo fue?

– A principios de los años veinte. Yo tenía diez años y Geordie quince. Me pareció el chico más guapo que había visto en mi vida y, a la hora del almuerzo, cogí mis sandwiches y me senté con los guardas y los batidores y comí con él. Se podría decir que yo tomé la iniciativa. Desde aquel día, nos hicimos muy amigos. Yo era su sombra y él me tomó bajo su tutela. Ya no volvía a estar sola. Estaba con Geordie. Pasábamos el día juntos, siempre en el campo. Me enseñó a pescar el salmón y la trucha. Había días en que caminábamos millas y millas y él me llevaba a las cañadas donde pacían los ciervos y a los picos donde anidaban las águilas. Y, después de corretear todo el día por el páramo, me llevaba a casa de sus padres… en la que ahora vive Gordon Gillock, el guarda de Archie…, y Mrs. Aird me daba bollos y me servía un té bien cargado con su mejor tetera de loza con dibujos metalizados.

– ¿Y tu madre no se oponía a esa amistad?

– Me parece que se alegraba de tenerme fuera de la circulación. Además, sabía que no podía pasarme nada malo.

– ¿Y Geordie siguió el oficio de su padre?

– No. Como mi padre, era listo y estudioso e iba muy bien en la escuela. Mi padre le alentaba en sus ambiciones. Me parece que se veía a sí mismo en Geordie. Por eso Geordie ganó una beca en la escuela secundaria de Relkirk y después entró de meritorio en una firma de censores de cuentas.

– ¿Y tú?

– Por desgracia, crecí. Cumplí los dieciocho años y mi madre vio que su patito feo se había convertido en una oca fea. A pesar de mi tamaño y de mi falta de donaire, decidió que tenía que presentarme en sociedad. Debía pasar la temporada en Edimburgo y ser presentada a la realeza de Holyrood House. Era lo último que yo deseaba, pero por aquel entonces Geordie vivía en Relkirk, en una habitación alquilada, y comprendí que, si me mostraba complaciente y resistía el horrendo plan de mi madre, tal vez con el tiempo llegara a aceptar que Geordie era el único hombre del mundo con el que yo podía pensar en casarme. La temporada y la presentación en la corte fueron, como puedes imaginar, un rotundo fracaso. Una mascarada. Yo, con aquellos enormes trajes de noche de satén bordados de pedrería, parecía una artista de feria. Al final de la temporada, seguía sin un solo pretendiente. Mi madre, profundamente avergonzada, me trajo a Balnaid y me dediqué a cuidar el jardín, a pasear los perros y a esperar a Geordie.

– ¿Y cuánto tiempo tuviste que esperar?

– Cuatro años, hasta que él terminó la carrera y ganó lo suficiente para mantener a una esposa. Yo tenía dinero, desde luego, un legado que recibí a los veintiún años y hubiéramos podido vivir perfectamente de eso, pero Geordie no quería. De manera que seguí esperando. Hasta que llegó el día en que aprobó sus exámenes. Recuerdo que yo estaba en el lavadero de Balnaid, bañando al perro. Lo había sacado a dar un paseo y se había revolcado en una inmundicia. Y allí estaba yo, envuelta en un delantal, chorreando y oliendo a jabón de azufre. La puerta del lavadero se abrió bruscamente y entró Geordie, que venía a pedirme que me casara con él. Fue un momento de lo más romántico. Desde entonces, tengo debilidad por el olor a jabón de azufre.

– ¿Y tus padres que dijeron?

– ¡Oh! Lo veían venir desde hacía años. Mi padre se alegró y mi madre se resignó. Cuando dejó de preguntarse que dirían sus elegantes amistades, creo que comprendió que era preferible que me casara con Geordie Aird a tener una hija solterona incordiándola en sus compromisos sociales. Y así, un día de principios de verano de mil novecientos treinta y tres, Geordie y yo nos casamos. Y, para complacer a mi madre, accedí a ponerme corsé y un vestido de raso tan estrecho y reluciente que me daba la impresión de estar metida en una caja de cartón. Y, después de la recepción, Geordie y yo subimos a su pequeño “Baby Austin” y nos fuimos al “Caledonian Hotel” de Edimburgo, donde pasamos la noche. Recuerdo que, cuando me desnudaba en el cuarto de baño, después de quitarme el traje de viaje, desaté los cordones del corsé y lo deposité ceremoniosamente en la papelera. Entonces hice una promesa. Nadie me obligaría nunca más a usar corsé. Y así ha sido. -Soltó una rotunda carcajada y dio una palmada en la rodilla de Noel-. Ya lo ves, en mi noche de bodas dije adiós no sólo a mi virginidad, sino también al corsé. Y no sabría decirte cual de las dos cosas me produjo mayor satisfacción.

– ¿Y vivisteis felices para siempre? -rió él.

– Muy felices. Durante varios años, vivimos en una casa de Relkirk, con terrazas. Entonces nació Edmund y Edie entró en nuestra vida. Tenía dieciocho años y era hija del carpintero de Strathcroy. Vino de niñera y, desde entonces, hemos estado juntas. Fue una buena época. Tan buena que yo hacía como que no me daba cuenta de los nubarrones de guerra que asomaban por nuestro horizonte. Pero llegó la guerra. Geordie se alistó en la división Highland y le enviaron a Francia. En mayo de 1940, fue hecho prisionero en Saint-Valery y no volví a verlo hasta cinco años y medio después. Edie, Edmund y yo pasamos la guerra en Balnaid, con mis padres. Pero ellos estaban muy viejos y cuando terminó la guerra habían muerto los dos. De manera que cuando por fin Geordie volvió nos quedamos en Balnaid y vivimos allí hasta que murió.

– ¿Y cuándo murió?

– Unos tres años después de que Edmund se casara por primera vez. Con la madre de Alexa, ¿comprendes? Fue muy repentino. Vivíamos tan bien. Yo hacía planes para el jardín, para la casa, para las vacaciones, para los viajes que íbamos a hacer juntos, como si los dos tuviéramos que vivir siempre. Y cuando menos lo esperaba, de pronto, me di cuenta de que Geordie no era el mismo, perdió el apetito, adelgazó y se quejaba de un vago malestar. Al principio, decidida a no asustarme, me decía que debía de ser un trastorno digestivo, reliquia de sus años de prisionero de guerra. Pero, por fin, consultamos a un medico y, después, a un especialista. Geordie fue ingresado en el hospital de Relkirk para lo que en aquellos momentos nosotros, eufemísticamente, llamábamos unos “análisis”. El resultado me fue comunicado por el especialista. Estaba sentado frente a mí, al otro lado de su escritorio, en un despacho soleado. Estuvo muy amable y, cuando acabó de hablar, le di la gracias, me levanté, salí del despacho y recorrí los largos pasillos alfombrados de goma, hasta el pabellón en el que estaba Geordie, en una cama alta, sobre unos almohadones. Le había llevado unos narcisos de Balnaid y los puse en un jarro con mucha agua, para que no se marchitaran y murieran. Geordie murió dos semanas después. Edmund estuvo conmigo, pero no Caroline, su mujer que estaba embarazada y tenía nauseas. La idea de que iba a tener una nieta me ayudó a soportar aquellos días atroces. Geordie se había ido, pero una vida nueva iba a empezar. La vida continuaba. Y esta es una de las razones por las que Alexa ha significado siempre tanto para mí.

Después de una pausa, Noel dijo:

– Tú también significas mucho para ella. Habla de ti a menudo.

Violet no dijo nada. Se había levantado un viento que agitaba la hierba. Era el viento de lluvia. Alzó la mirada y vio que las nubes del Oeste cubrían las montañas dejando en sombra las laderas.

– Hemos tenido un buen día -dijo-. Espero que lo hayas pasado bien. No me gustaría haberte aburrido.

– Ni un momento.

– Empecé tratando de hacerte una reflexión y he acabado contándote mi vida.

– Lo considero un privilegio.

– Viene Alexa -dijo ella.

Noel se incorporó, sacudiéndose unas briznas de paja de las mangas del jersey.

– Es verdad.

La vieron subir la cuesta con juvenil energía. Llevaba unos tejanos y un jersey azul marino y tenía revuelta su melena rojiza y coloradas las mejillas, del viento, del sol y del ejercicio. Violet pensó que parecía extraordinariamente joven. Y entonces comprendió que tenía que hablar.

– Yo fui afortunada. Me casé con el hombre al que quería. Espero que Alexa pueda decir lo mismo. -Noel, lentamente, volvió la cara y la miró a los ojos-. Virginia dice que me calle y no me entrometa. Pero creo que tú ya sabes cuanto te quiere y yo no podría soportar verla sufrir. No quiero presionarte, pero sí pedirte que tengas cuidado y, si has de herirla, hazlo ahora, antes de que sea tarde. Sin duda, la estimas lo suficiente como para comprenderlo.

La cara de Noel permanecía inexpresiva, pero su mirada era firme. después de unos instantes, dijo:

– Sí, es verdad.

No había tiempo para más. Quizá fue una suerte. Alexa llegaba corriendo. Se dejó caer en el brezo, al lado de Noel.

– ¿De qué estabais hablando, pareja? Lleváis siglos aquí arriba.

– ¡Oh! Pues de cosas sin importancia -respondió su abuela, con naturalidad.

– Me envían a deciros que quizá ya sea hora de ir pensando en levantar el campo. Los Ferguson-Crombie tienen una cena y se han ofrecido a llevar a los Gloxby y a Dermot Honeycombe a Strathcroy. De todos modos, dentro de poco empezará a llover, el cielo se está poniendo realmente negro.

– Sí -asintió Violet. Vio que los botes se acercaban a la orilla. Alguien había apagado el fuego y los invitados ya estaban de pie, doblando las mantas y cargando los coches-. Sí, es hora de irse.

Vi hizo ademán de levantarse, pero Noel ya estaba de pie delante de ella, tendiéndole la mano.

– Gracias, Noel. -Vi se sacudió la gruesa falda y lanzó una última mirada-. Ya acabó. Un año más. Vamos.

Y empezó a bajar la cuesta.

Noel despertó en la oscuridad con una sed abrasadora y con algo peor. Analizando la sensación, descubrió que se trataba de deseo físico de Alexa. Se quedó en la cama con la boca seca, solo y frustrado en aquella casa extraña, en la habitación desconocida, con las ventanas abiertas a una noche negra, ventosa, sin luces ni coches, con el único sonido del murmullo del viento en las copas de los árboles. Pensó con nostalgia en Londres, en Ovington Street, donde había vivido los últimos meses rodeado de comodidades y de cariño. Si en Londres despertaba con sed no tenía más que alargar el brazo hasta el vaso de agua mineral que Alexa le ponía todas las noches con una rodajita de limón y, si al amanecer la deseaba, sólo tenía que darse la vuelta en la mullida cama y abrazarla. Ella nunca se enfadaba porque la despertara ni se mostraba soñolienta, sino que respondía a su ardor con la suave pasión que él le había comunicado, deleitándose en su nuevo conocimiento y feliz por el deseo que inspiraba.

Estos pensamientos no iban a ayudarle. Finalmente, incapaz de resistir la sed, encendió la luz y saltó de la cama. Entró en el cuarto de baño, abrió el grifo del agua fría y llenó el vaso del cepillo de dientes. El agua estaba helada y tenía un sabor dulce y limpio. Vació el vaso, volvió a llenarlo y regresó al dormitorio. Se quedó delante de la ventana, mirando la oscuridad.

Bebió más agua. La sed estaba apagada, pero su otra necesidad no se mitigaba. Agua clara y Alexa. Pensó que aquellas dos necesidades básicas que en aquel momento se le antojaban las más importantes de la vida eran, en cierto modo, reflejo la una de la otra. Por su mente desfilaron adjetivos: limpia, fresca, pura, transparente, buena, inocente, impoluta. Tanto podían aplicarse al líquido elemento como a la mujer. Y, finalmente, la palabra decisiva: vital.

Alexa.

Noel se enorgullecía de haberla transformado de muchacha insulsa en mujer exquisita -el descubrir que era virgen había sido una de las experiencias más asombrosas e intimidatorios de su vida-, pero sabía también que había recibido algo a cambio, había recibido un gran don de amor, de camaradería y generosidad sin exigencias, porque aunque ella era rica no todos sus bienes eran materiales. Estar con Alexa había sido un buen interludio en su vida, uno de los mejores y, pasara lo que pasara en el futuro sabía que siempre lo recordaría con gratitud.

¿Y qué pasaría? En aquel momento, no deseaba pensar en ella. Había algo más urgente en lo que concentrarse ahora. Alexa. Dormía en su habitación de niña, a pocos pasos de él, al otro lado de rellano, al extremo del corredor. Pensó en ir en su busca, abrir y volver a cerrar la puerta sin hacer ruido y meterse entre las sábanas. Ella le dejaría sitio, se volvería hacia él con los brazos dispuestos a recibirlo y su cuerpo despertaría a él… Consideró esta posibilidad durante unos momentos y la desechó. Por razones de orden práctico más que moral, según se dijo. Sabía por experiencia que era muy fácil perderse en los corredores oscuros de las casas de campo y no le agradaba la idea de ser descubierto en el armario de las escobas, al lado del aspirador y los plumeros. Y aquí, en Balnaid, ni siquiera tenía la excusa de que buscaba el retrete, porque tenía un baño para él solo.

Y, no obstante, dejando aparte excusas y razones nobles, se preguntaba si tendría valor para ir en su busca. Era algo que tenía que ver con la casa. Poseía un ambiente que había percibido nada más entrar, una sensación de vida familiar que hacía que las expediciones clandestinas por los pasillos quedaran, sencillamente, descartadas. Su larga conversación de aquella tarde con Vi en la montaña le había reafirmado su concepto de Balnaid. Era como si todas las generaciones que habían vivido allí siguieran residiendo en el lugar, vivas, respirando, atendiendo a sus ocupaciones, observando tal vez jugando. No sólo Alexa y Virginia, sino también Violet y su aguerrido y adorado Geordie. Y, antes, los abuelos, Sir Hector Lady Primrose Akenside, bien atrincherados en sus principios con la casa llena de gente, niños en las nurseries, invitados en las habitaciones de los invitados y doncellas roncando en las buhardillas. Era la clase de casa sólida a la que, de niño, atrapado en Londres, Noel ansiaba pertenecer. Un estilo de vida bien ordenado opulento, con todas las amenidades de la vida al aire libre. Partidos de tenis y picnis aún más multitudinarios y elaborados que el de aquella tarde. Ponies, escopetas, cañas de pescar y respetuosos criados y guardas siempre deseosos de adiestrar a los jóvenes.

Aquella mañana, cuando iba a Strathcroy con Alexa a su lado, deslumbrado por el paisaje, los colores y el aire puro, se había sentido abrumado por la sensación de que, en cierta manera, aquel coche lo conducía hacia el pasado, un mundo que él había conocido y olvidado. Ahora reconocía que nunca había conocido aquel mundo pero, después de encontrarlo, no quería abandonarlo. Por primera vez en su vida, se sentía integrado.

¿Y Alexa?

Oyó la voz de Violet. “Si tienes que herirla, hazlo ahora, antes de que sea tarde.”

Las palabras tenían un acento patético. Tal vez ya era tarde y, en tal caso, sus relaciones con Alexa habían llegado al punto crítico. Y Noel, con la advertencia de Vi resonándole en los oídos comprendió que había llegado el momento de hacer recuento. Antes de que terminara el fin de semana, intentando hacer la elección por donde había venido, lo cual significaba dejar a Alexa, despedirse, tratar de explicar, hacer la maleta, salir de Ovington Street, volver al apartamento de Pembroke Gardens, alarmar a sus inquilinos, informarles de que tenían que buscarse otro nido. Significaba volver a la vida de antes, volver a ponerse en circulación, llamar a los amigos, quedar citado en bares, comer en restaurantes, buscar los números de teléfono de todas aquellas muchachas hermosas y escuálidas, darles de cenar, escuchar sus conversaciones. Significaba ir al campo los viernes por la tarde y regresar a Londres los domingos por la noche por carreteras congestionadas.

Suspiró. Pero todo eso ya lo había hecho antes y no había razón por la que no pudiera volver a hacerlo.

La alternativa, el otro camino, conducía al compromiso. Y, por lo que era y representaba Alexa, sabía que esta vez tenía que ser total. Toda una vida de responsabilidades asumidas, el matrimonio y, probablemente hijos.

Quizá ya fuera hora. Tenía treinta y cuatro años, pero todavía estaba atormentado por las dudas sobre su propia madurez. Unas inseguridades básicas y profundas le amenazaban como un hatajo de esqueletos acechando en un arco olvidado. Tal vez fuera ya hora pero la perspectiva le aterrorizaba.

Noel se estremeció. Basta. El viento arreciaba. Una ráfaga hizo temblar el batiente de la ventana abierta. Sintió frío pero como una ducha helada el aire había apagado finalmente su ardor. Lo cual revolvió por la mesa uno de sus problemas. Volvió a la cama, se arrebujó entre las mantas y apagó la luz. Estuvo mucho tiempo despierto. Pero, cuando por fin se volvió de lado y se durmió, aún no había tomado una decisión.

10

A poco de salir de Relkirk, empezó a llover. A medida que la carretera iba subiendo hacia el Norte, la bruma descendía de las cumbres. El parabrisas se llenó de pequeñas gotas. Edmund accionó las escobillas. Era la primera lluvia que veía en más de una semana porque Nueva York refulgía a la luz del verano indio. El sol se reflejaba en los cristales de los rascacielos, las banderas del “Rockefeller Center” ondeaban movidas por la brisa y los vagabundos saboreaban el aire tibio tumbados en los bancos de Central Park y rodeados de hatos y bolsas.

Edmund había abarcado dos mundos en un día. Nueva York, Kennedy, Concorde, Heathrow, Turnhouse y otra vez en Strathcroy. En circunstancias normales, habría pasado por el despacho de Edimburgo, pero esta noche tenía que asistir al baile de los Steynton por lo que decidió ir directamente a casa. Le llevaría algún tiempo sacar sus galas escocesas y era posible que ni Virginia ni Edie se hubieran acordado de limpiar los botones de plata de la chaqueta y el chaleco y tuviera que limpiarlos él.

Un baile. Probablemente, no se acostarían hasta las cuatro. A estas horas, ya había perdido la noción de su horario particular y empezaba a estar cansado. Pero un trago de whisky le pondría a tono. Su reloj todavía marcaba la hora de Nueva York y el del coche señalaba las cinco y media. El día aún no había acabado, pero las nubes bajas dificultaban la visibilidad. Encendió las luces de posición.

Caple Bridge. El potente coche zumbaba en las curvas de la estrecha carretera del valle. El asfalto relucía de humedad. Los árboles estaban coronados de niebla. Edmund abrió la ventanilla y aspiró el aire fresco e incomparable. Pensó que iba a volver a ver a Alexa. Pensó que no vería a Henry. Pensó en Virginia…

Temía que su precaria tregua se hubiera roto. Su ultima conversación, cuando estaba a punto de salir para Nueva York, había sido muy borrascosa. Le había gritado por teléfono acusándole de egoísmo, de falta de consideración y de hombre sin palabra. Se negó a escuchar sus explicaciones perfectamente razonables y le colgó el teléfono. Él quería hablar con Henry pero ella, o se olvidó, o deliberadamente no le dio el recado. Tal vez se hubiera calmado después de una semana sin verlo. Pero Edmund no se hacía ilusiones. Últimamente, estaba muy susceptible y rencorosa.

Alexa sería la salvación. Por Alexa, sabía que Virginia pondría su mejor cara y, si era necesario, fingiría divertirse y se mostraría cariñosa durante todo el fin de semana. Siempre era un consuelo.

El indicador salió de la niebla y se acercó hacia él. “Strathcroy”. Edmund aminoró la marcha, cruzó el puente por delante de la iglesia presbiteriana, pasó bajo los altos olmos con su algarabía de cornejas y cruzó las verjas de Balnaid.

En casa.

No paró en la puerta principal, sino que condujo el “BMW” al viejo establo. En el garaje no había más que un coche, el de Virginia y la puerta trasera, la de la cocina, estaba abierta pero sabía que eso no quería decir que necesariamente hubiera alguien en casa.

Edmund quitó el contacto y se quedó esperando, si no el recibimiento de una familia alborozada, por lo menos la bienvenida de los perros. Pero el silencio era total. Al parecer, no había nadie en casa.

Bajó del coche cansinamente. abrió el maletero para sacar el equipaje. La maleta, la abultada cartera de mano, la gabardina y la bolsa de plástico amarillo del Duty Free. La bolsa porque contenía botellas: escocés, ginebra “Gordon’s” y generosos frascos de perfume francés para su esposa, su hija y su madre. Los llevó dentro, al abrigo de la lluvia. Encontró la cocina caliente, limpia y recogida, pero desierta, y la única señal de los perros eran los cestos vacíos. La gran cocina ronroneaba. Un grifo goteaba en el fregadero. Edmund dejó la maleta y la gabardina en el suelo y la bolsa de regalos encima de la mesa y se acercó al fregadero, a apretar el grifo. El goteo cesó. Edmund tendió el oído, pero no había más sonidos que turbaran el silencio.

Con la maleta en la mano, salió de la cocina, recorrió el pasillo y cruzó el vestíbulo. Allí se detuvo un momento, esperando oír abrirse una puerta, unos pasos, una voz, otra persona. Se oía el tic-tac del viejo reloj, nada más. Siguió andando sin hacer ruido sobre la gruesa alfombra. Pasó por delante del salón y abrió la puerta de la biblioteca.

Nadie aquí tampoco. Vio los almohadones lisos y bien mullidos sobre el sofá. El hogar apagado, un montón de números de Country Life, flores secas con los colores ahumados y oxidados. La ventana estaba abierta y por ella penetraba un aire húmedo y frío. Dejó la cartera y fue a cerrarla. Luego, volvió al escritorio donde le esperaba, pulcramente amontonado, el correo de la semana. Dio la vuelta a un par de sobres, pero sabía que no había nada que no pudiera esperar hasta el día siguiente.

Sonó el teléfono. Lo cogió.

– Balnaid.

Se oyó un chasquido, un zumbido y nada más. Probablemente alguien se había equivocado de número. Colgó y, de pronto, la tristeza de aquella habitación vacía se le hizo insoportable. La biblioteca de Balnaid sin fuego era como una persona sin corazón y sólo en los días más calurosos del verano se dejaba de encender la chimenea. Encontró las cerillas, encendió el papel, esperó a que chisporrotearan las teas y puso unos leños. Saltaron las llamas dando vida a la habitación con su luz y calor. De este modo, se hizo su propio recibimiento y se sintió un poco más animado.

Contempló las llamas durante un rato, colocó el guardafuegos y volvió a la cocina. Sacó de la bolsa el whisky y la ginebra, los metió en el armario y subió a su habitación con la maleta y la bolsa. El reloj de pie acompañó su recorrido. Cruzó el rellano y abrió la puerta del dormitorio.

– Edmund.

Estaba en casa, no había salido. Se pintaba las uñas delante del tocador. La habitación, espaciosa y femenina, dominada por la enorme cama de matrimonio vestida a la antigua, de lino y puntillas, aparecía insólitamente desordenada. Había zapatos en la alfombra, un montón de ropa doblada encima de una silla y las puertas del armario estaban abiertas. De una de las puertas, en una percha guateada estaba colgado el nuevo traje de noche de Virginia, el que comprara en Londres especialmente para esta noche. La falda, con varias capas de un tela muy fina, estaba salpicada de un confeti de lunares negros. Sin Virginia dentro el vestido parecía un poco fúnebre.

Se miraron a través de la habitación.

– Hola -saludó él. Virginia llevaba el albornoz blanco. Se había lavado el pelo y se había puesto los grandes rulos que, según Henry, le daban aspecto de monstruo extraterrestre.

– Vaya, ya estás aquí. No he oído el coche.

– Lo dejé en el garaje. Creí que no había nadie.

Llevó la maleta a su vestidor y la dejó en el suelo. El traje de gala estaba encima de la cama turca. El kilt, las medias, la bolsa, la camisa de noche, la chaqueta y el chaleco. Los botones y las hebillas de los zapatos brillaban como estrellas.

Volvió al dormitorio.

– Me limpiaste los botones.

– Los limpió Edie.

– Muy amable. -Se acercó y se inclinó para darle un beso-. Un regalo. -Dejó la caja encima del tocador.

– ¡Oh, qué bien! Gracias. -Había acabado de pintarse las uñas pero el esmalte no estaba seco. Mantenía las manos abiertas y se soplaba las uñas para acelerar el secado-. ¿Qué tal por Nueva York?

– Bien.

– No te esperaba tan temprano.

– Vine en el primer puente de la tarde.

– ¿Estás cansado?

– Dejaré de estarlo en cuanto tome un trago. -Se sentó en el borde de la cama-. ¿Ocurre algo con el teléfono?

– No lo sé. Sonó hace cinco minutos, pero sólo una vez.

– Lo cogí yo abajo. Pero no se oía nada.

– Lo ha hecho un par de veces. Pero desde aquí se puede llamar.

– ¿Has avisado?

– No. ¿Lo crees necesario?

– Yo llamaré después. -Se recostó en los almohadones, apoyando la cabeza en el cabezal acolchado-. ¿Cómo estás?

Ella se miraba las uñas.

– Bien.

– ¿Y Henry?

– No sé nada de Henry. Ni me han dicho nada ni he llamado. -Le miró y su mirada brillante y azul era fría-. Pensé que a lo mejor no era correcto llamar. Contrario a la tradición, quizá.

O sea, que no estaba perdonado. Pero no era el momento de recoger el guante y precipitar otra pelea.

– ¿Lo acompañaste tú a Templehall?

– Sí, yo lo acompañé. No quiso ir con Isobel, y también Hamish vino con nosotros. Hamish tenía uno de sus peores días. Henry no dijo ni palabra durante todo el viaje. Y no paró de llover. Por lo demás, una fiesta.

– No se llevaría a Moo, ¿verdad?

– No; no se lo llevó.

– Menos mal. ¿Y Alexa?

– Llegó ayer por la mañana con Noel.

– ¿Dónde están ahora?

– Creo que paseando a los perros. Después del almuerzo tuvieron que ir a Relkirk, a recoger el traje de Lucilla de la tintorería. Recibimos un SOS de Croy. Se habían olvidado del vestido y estaban todos tan atareados preparando la cena que nadie podía ir.

– ¿Y qué más ha sucedido?

– ¿Qué mas? Vi celebró su picnic. Verena nos ordena y manda a todos y la prima de Edie ha vuelto al hospital.

Edmund levanto la cabeza una fracción de segundo, como el perro que alza las orejas en actitud de alerta. Virginia, con las uñas ya secas, cogió el paquete que le había traído y empezó a quitar el celofán.

– ¿Ha vuelto al hospital?

– Sí -abrió la caja y sacó el frasco cuadrado y fastuoso, con cuello rodeado por una cinta de terciopelo. Desenroscó el tapón y se lo llevó al cuello-. Delicioso. Fendi. ¡Muy amable! Hacía tiempo que quería este perfume, pero es muy caro para que una se lo compre.

– ¿Y cuándo ocurrió?

– ¿Lo de Lottie? ¡Oh! Hace un par de días. Se puso tan inaguantable que Vi decidió avisar al médico. No hubieran debido dejarla salir. Está loca.

– ¿Qué hizo?

– ¡Oh! Hablar, cotillear, armar líos, hacer daño. No me deja en paz. Es mala.

– ¿Qué decía?

Virginia se volvió de cara al espejo. Lentamente, empezó a sacar las horquillas de los rulos. Una a una, las fue dejando encima del cristal del tocador. Él contemplaba su perfil, la línea del mentón, la curva de su hermoso cuello.

– ¿De verdad quieres saberlo?

– Si no quisiera saberlo, no preguntaría.

– Está bien. Dijo que tú y Pandora Blair habíais sido amante hace años, cuando Archie e Isobel se casaron y Lottie era doncella en Croy. Siempre dices que escuchaba detrás de las puertas. Por lo visto, no se perdió nada. Me lo describió de forma muy plástica. Estaba muy excitada. Como si ello la calentara. Dijo que, por tu culpa, Pandora se fue con un hombre casado y nunca volvió, ahora… -Uno de los rulos se le había enredado en el pelo y le daba tirones-… ahora dice que si Pandora ha vuelto a Croy es por ti. No por el baile, ni por Archie, solo por ti. Que quiere recuperarte.

Otro tirón y el rulo se soltó. A Virginia se le saltaban las lágrimas de dolor. Edmund la miraba, incapaz de soportar que se martirizara de aquel modo.

Recordó la noche en que había encontrado a Lottie en el supermercado de Mrs. Ishak y como lo había acorralado, como él había retrocedido ante su desagradable presencia. Recordó sus ojos, su piel descolorida, su bigote y la furia impotente que había encendido dentro de él, haciéndole casi perder los estribos y anhelando darle un puñetazo. Recordó que había tenido un presentimiento terrible. Un presentimiento justificado, visto lo sucedido. Dijo fríamente:

– Esa mujer miente.

– ¿Miente, Edmund?

– ¿Tú la crees?

– No sé…

– Virginia.

– ¡Oh! -En un arranque de furor, se soltó otro rulo rebelde, lo arrojó al espejo y se volvió hacia su marido-. No sé, no sé. No puedo pensar con lógica. Y no me importa. ¿Por qué había de importarme? ¿Qué puede importarme que tú y Pandora Blair tuvierais un apasionado romance? Por lo que a mí respecta, eso es agua pasada y nada tiene que ver conmigo. Yo sólo sé que sucedió cuando ya estabas casado. Casado con Caroline y padre de una niña. La verdad es que no me hace sentirme muy segura.

– ¿No confías en mí?

– A veces pienso que no te conozco.

– Eso es absurdo.

– Está bien. Absurdo, pero desgraciadamente no todos podemos ser tan fríos y objetivos como tú y, si es absurdo, puedes atribuirlo a la fragilidad humana. Salvo que no creo que sepas siquiera que es eso.

– Empiezo a darme cuenta de que lo sé muy bien.

– Estoy hablando de nosotros, Edmund, de ti y de mí.

– En tal caso, quizá sea preferible dejar la conversación para cuando estés menos nerviosa.

– No estoy nerviosa. Y ya no soy una niña. Ya no soy tu pequeña esposa. Y me parece que este momento es tan bueno como cualquier otro para decirte que me voy a pasar una temporada a Long Island, a Leesport, con los abuelos. Se lo he dicho a Vi. Dice que puedes quedarte en su casa. Cerraremos Balnaid.

Edmund no dijo nada. Ella lo miró y vio su cara impasible, sus hermosas facciones, inmóviles, los ojos de pesados párpados que no delataban ninguna emoción. Ni dolor ni enojo. Dejó que el silencio se prolongara, esperando la reacción de Edmund a su noticia. Durante un momento de desvarío, imaginó que él, rompiendo su reserva, se acercaba a ella, la abrazaba, la cubría de besos, la acariciaba, la llevaba a la cama.

– ¿Cuándo lo has decidido?

Sintió el escozor de las lágrimas y las ahuyentó.

– Hace meses que lo pienso. Cuando Henry se fue, lo decidí. Sin Henry, no tengo nada que hacer aquí.

– ¿Cuándo te vas?

– Tengo pasaje en un vuelo de la “Pan Am” que sale de Heathrow el jueves por la mañana.

– ¿El jueves? Falta menos de una semana.

– Ya lo sé. -Se volvió de cara al espejo, se quitó el último rulo, cogió el peine y empezó a desenredar y alisar sus bucles de color de trigo-. Pero existe una razón y vale más que la sepas ahora porque no faltará quien te la diga. Ha ocurrido algo curioso. ¿Recuerdas que Isobel nos dijo el domingo que iba a tener en su casa a un americano desconocido? Pues el americano se llama Conrad Tucker y resulta que nos conocimos hace años, en Leesport.

– El Americano Triste.

– Sí, y está triste porque su esposa murió de leucemia hace poco y él se ha quedado solo con una niña. Hace un mes que está en Escocia, pero el jueves regresa a los Estados Unidos. -Dejó el peine y se apartó de la cara la reluciente melena. Se volvió a mirarle-. Me pareció buena idea hacer juntos el viaje.

– ¿Idea de él o tuya?

– ¿Importa eso?

– No. No creo que importe. ¿Cuándo piensas regresar?

– No lo sé. Tengo billete abierto.

– Me parece que no deberías marcharte.

– Eso tiene un acento muy feo, Edmund. ¿No será una advertencia?

– Quieres escapar.

– No. Sencillamente, aprovecho una libertad que me ha sido impuesta. Sin Henry estoy en una especie de limbo y tengo que hacerme a la idea de que voy a seguir sin él, y aquí me sería imposible. Necesito tiempo para entenderme a mí misma, para poner en orden mis ideas, para estar sola. Para ser yo misma. Por una vez en tu vida, intenta ver una situación desde el punto de vista de otra persona. En este caso, el mío. Y quizá también podrías tratar de valorar que sea honrada contigo.

– Me sorprendería mucho que no lo fueras.

Después de esto, no parecía quedar más que decir. Tras las ventanas abiertas, la brumosa tarde de otoño se sumía en un crepúsculo prematuro. Virginia encendió las luces del tocador, se levantó y se acercó a las ventanas para correr las pesadas cortinas. Desde el piso de abajo llegaron unos sonidos. Una puerta que se abría y cerraba, ladridos, voces.

– Noel y Alexa vuelven de su paseo -dijo ella.

– Bajaré. -Se puso en pie, estiró los brazos y ahogó un bostezo-. Necesito un trago. ¿Quieres?

– Después.

Él fue hacia la puerta.

– ¿A qué hora nos esperan en Croy?

– A las ocho y media.

– Puedes tomarte el trago en la biblioteca antes de irnos.

– No hay fuego.

– Lo he encendido yo.

Salió de la habitación. Virginia le oyó cruzar el rellano y empezar a bajar la escalera. Y, entonces, la voz de Alexa.

– ¡Papá!

– Hola, mi vida.

Había dejado la puerta abierta. Virginia la cerró y volvió al tocador con intención de empezar a arreglarse la cara. Pero las lágrimas que había estado reteniendo le inundaron los ojos y saltaron a sus mejillas.

Se sentó y contempló su imagen llorosa.

El autobús avanzaba por el campo a la luz del crepúsculo, parando y arrancando, sin prisa. Salió de Relkirk lleno, con todos los asientos ocupados y uno o dos pasajeros de pie. Unos volvían del trabajo, otros de comprar. Muchos parecían conocerse, se sonreían y charlaban. Probablemente, hacían juntos el mismo recorrido todos los días. Había un hombre con un perro pastor. El perro viajaba sentado entre las rodillas de su amo, mirándole fijamente a los ojos. El hombre no tuvo que sacar billete para el perro.

Henry iba en el primer asiento, detrás del conductor. Se apretaba contra el cristal de la ventana porque a su lado se había sentado una señora enormemente gorda.

– Hola, guapo -le dijo al sentarse, y sus grandes posaderas desplazaron a Henry hacia un lado. Sus muslos ocupaban casi todo el asiento. Llevaba dos bolsas, una que dejó en el suelo y otra que sostenía en el regazo. De esta última asomaba un apio y un molino de viento de celuloide de color rosa. Henry se dijo que debía de ser un regalo para su nieto.

La mujer tenía una cara redonda y afable, parecida a la de Edie, y sus ojos se entornaron en un guiño amistoso bajo el sobrio sombrero. Pero Henry no contestó al saludo de la mujer, sino que se volvió a mirar por la ventana a pesar de que no había nada que ver, salvo lluvia.

Llevaba sus calcetines y zapatos del colegio, el abrigo nuevo de tweed, que le estaba grande, y el pasamontañas. Lo del pasamontañas había sido una buena idea y se sentía muy satisfecho de sí mismo por haber pensado en él. Era azul marino y muy grueso, y lo llevaba calado como un terrorista, de modo que sólo se le veían los ojos. Era su disfraz, porque no quería ser reconocido.

El autobús avanzaba lentamente. Hacía casi una hora que habían salido. A cada milla, paraba en algún cruce o frente a alguna casita solitaria para que se apeara alguien. Henry observaba como se vaciaban los asientos; uno a uno, los pasajeros cogían sus paquetes, iban bajando y empezaban a recorrer a pie la última parte del camino. La señora obesa se bajó en Kirkthornton, pero no tendría que caminar porque su marido la esperaba con un pequeño tractor. Cuando se levantó pesadamente, le dijo:

– Adiós, guapo. -A él le pareció un buen detalle pero no contestó. No era fácil hablar desde dentro del pasamontañas.

Nuevamente, el autobús arrancó. Ahora sólo quedaban a bordo media docena de personas. El motor hacía un ruido agudo mientras subían la rampa que había a la salida del pequeño pueblo. En lo alto de la montaña, había mucha niebla. El conductor encendió los faros y los setos de espino y los álamos doblados por el viento venían hacia ellos saliendo de la oscuridad y envueltos en la bruma, con aspecto fantasmagórico. Henry pensó en las cinco millas que había entre Caple Bridge y Strathcroy y que debería recorrer a pie, porque tenía que apearse en Caple Bridge. La idea le asustaba, aunque no demasiado, porque conocía el camino y lo más difícil ya estaba hecho, porque ya llegaba.

En Pennyburn, Violet se preparaba para los rigores de la velada que la esperaba.

No recordaba cuando había sido la última vez que había asistido a un baile de gala y, con setenta y ocho años, era poco probable que volvieran a invitarla. Por esta razón, había decidido dar una especial solemnidad a la ocasión. Aquella tarde fue a Relkirk a lavarse y marcarse el pelo por manos profesionales. También le hicieron la manicura; por cierto, la simpática muchachita del almohadón había pasado mucho tiempo sacando tierra de las uñas y bajando la descuidada cutícula de Violet.

Tras la pequeña sesión de embellecimiento, pasó por el Banco, de cuyos sótanos sacó el gastado estuche de piel que contenía la tiara de brillantes de Lady Primrose. No era muy grande y por detrás tenía una cinta elástica. La llevó a casa y la limpió con un viejo cepillo de dientes mojado en ginebra. Era un truco aprendido hacía mucho tiempo de Mrs. Harris, la que había sido cocinera de Croy. Daba buen resultado, pero a Violet le parecía desperdiciar la ginebra.

Después sacó del armario su traje de noche de terciopelo negro, que tenía, por lo menos, quince años. El cuello de encaje estaba descosido y tuvo que repasarlo y los zapatos, de raso negro con hebillas de diamantes, tenían “barbas” en la puntera, por lo que les dio un repaso con las tijeras de las uñas.

Cuando todo estuvo preparado, Violet se dio un pequeño descanso. En Croy no la esperaban hasta las ocho y media. De modo que tenía tiempo de servirse un whisky con soda y sentarse junto al fuego a ver el telediario y “Wogan”. Le gustaba Wogan. Le gustaba su desenfado irlandés y su forma de dar coba. Aquella noche entrevistaba a un joven cantante pop que, por alguna razón, estaba muy interesado en la conservación de los setos vivos. Violet, mientras miraba al muchacho, peinado a lo punk y con pendientes, y escuchaba sus explicaciones sobre los nidos del cerillo, se dijo que las personas daban cada sorpresa… después de Wogan había un concurso. Cuatro personas tenían que adivinar el precio de varios objetos antiguos que se les mostraban. Violet se sumó al juego y descubrió que sus cálculos eran mucho más acertados que los de los concursantes. Estaba empezando a divertirse cuando sonó el teléfono.

¡Qué lata! ¿Por qué el maldito chisme sonaba siempre en el momento más inoportuno? Dejó el vaso, se levantó de su cómoda butaca, bajó el volumen del televisor y contestó.

– ¿Diga?

– ¿Mrs. Aird?

– Sí.

– Aquí el doctor Martin, del “Relkird Royal”.

– ¡Oh, sí! Diga.

– Mrs. Aird, lo siento pero parece que tenemos un pequeño problema. Miss Carstairs ha desaparecido.

– ¿Qué ha desaparecido? -A Violet se le representó un siniestro número de ilusionismo: una explosión, una humareda y Lottie, que se disolvía en la nada-. ¿Cómo ha podido desaparecer?

– Se ha ido. Salió al jardín con otra paciente y no ha vuelto.

– Eso que me dice es terrible.

– Imaginamos que, sencillamente habrá salido por la verja. Hemos avisado a la policía, desde luego y estoy seguro de que no habrá ido muy lejos. Probablemente, volverá por propia iniciativa. Estaba muy contenta, respondía al tratamiento y no causaba ningún problema. No hay razón para que no vuelva. De todos modos, me pareció que debía comunicárselo…

Violet pensó que aquel hombre era un blando.

– Sin duda, deberían ustedes haberla vigilado mejor.

– Mrs. Aird, estamos llenos y faltos de personal. Hacemos cuanto podemos, pero los pacientes ambulantes a los que consideramos prácticamente autosuficientes siempre han tenido cierta libertad de movimientos.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– No se puede hacer nada. Pero, como le digo, creí que usted debía saber lo ocurrido.

– ¿Ha hablado usted con Miss Findhorn, la prima de la paciente?

– Todavía, no. Me pareció preferible hablar antes con usted.

– En tal caso, yo se lo diré.

– Le quedaré muy agradecido.

– Doctor Martin… -Violet titubeó-. ¿Cree usted que Lottie Carstairs tratará de volver a Strathcroy?

– Es posible, desde luego.

– ¿Y que podría ir a casa de Miss Findhorn?

– Posiblemente.

– Si quiere que le sea sincera, esto no me gusta nada. Temo por Mis Findhorn.

– Comprendo sus temores, pero me parecen infundados.

– Me gustaría poder estar tan segura -repuso Violet, secamente-. Muchas gracias por avisar, doctor Martin.

– Si tengo más noticias, volveré a llamarla.

– No estaré aquí. Pero puede usted localizarme en Croy. Voy a cenar con Lord Balmerino.

– Tomo nota. Gracias. Adiós, Mrs. Aird y siento mucho haberla preocupado.

– Sí -dijo Violet-; me ha preocupado usted. Adiós.

Violet estaba más que preocupada. Toda su serenidad de espíritu había quedado hecha trizas. Preocupada y angustiada, sentía el mismo pánico irracional que había experimentado estando sentada al lado de Lottie en el parque Relkirk, junto al río, cuando los dedos de Lottie se clavaron en su muñeca. Entonces, estuvo tentada de levantarse y echar a correr. Lo mismo que ahora, y el corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Era miedo a lo desconocido, lo inimaginable, a un peligro que acechaba.

Analizó el miedo y comprendió que no temía por sí misma sino por Edie. Su imaginación se desbocó. Un golpe en la puerta de la casa de Edie, Edie abría y Lottie, con las manos abiertas como garras, saltaba sobre ella… No podía ni pensarlo. En la televisión una señora se reía violentamente en silencio, con las manos sobre los ojos, delante de un orinal con flores. Violet apagó el televisor, cogió el teléfono y marcó el numero de Balnaid. Edmund ya habría regresado de Nueva York. Edmund sabría exactamente lo que había que hacer. Oyó el timbre. El teléfono llamaba y llamaba. Espero con impaciencia. ¿Por qué no contestaba nadie? ¿Qué estaban haciendo?

Finalmente, exasperada y en un estado de viva agitación, colgó y marcó el número de Edie.

Edie también miraba la televisión. Un bonito programa escocés, bailes populares y un cómico con kilt, que contaba chistes. Estaba sentada con la bandeja en el regazo: unos muslos de pollo asados, patatas y guisantes. De postre tenía los restos de un pastel de manzana. Hoy cenaba tarde. Una de las cosas buenas de volver a estar sola era poder comer cuando le apetecía, sin tener a Lottie siempre encima preguntando a que hora era la siguiente comida. También tenía otras cosas buenas. Una era el silencio. Y poder dormir en su propia cama, en lugar de pasarse la noche dando vueltas en el sofá. Una buena noche de descanso había contribuido más que nada a devolverle el vigor y el buen humor. Se sentía culpable cuando pensaba en la pobre Lottie, internada otra vez en el hospital, pero no cabía la menor duda de que, sin ella, la vida era mucho más fácil.

Sonó el teléfono. Edie dejó la bandeja a un lado y se levantó para contestar.

– ¿Diga?

– ¿Edie?

– Hola, Mrs. Aird -sonrió Edie.

– Edie… -Había ocurrido algo malo, Edie lo supo inmediatamente sólo por la forma en que Mrs. Aird pronunció su nombre-. Edie, acabo de hablar con el doctor Martin, del hospital. Lottie se ha escapado. No saben donde está.

Edie sintió que el corazón se le caía a los pies. Tras una pausa, exclamó:

– ¡Ay! Señor… -Fue lo único que se le ocurrió.

– Han avisado a la policía y están seguros de que no puede haber ido lejos. Pero el doctor Martin está de acuerdo conmigo en que es posible que vuelva a Strathcroy.

– ¿Tiene dinero? -preguntó Edie, siempre práctica.

– No lo sé. No se me había ocurrido. De todos modos, ella no deja el bolso ni a sol ni a sombra.

– No. Tiene razón. -Lottie estaba enamorada de su bolso y lo tenía siempre al lado, incluso cuando se sentaba junto al fuego-. Pobrecilla, debe de haberla trastornado algo.

– Sí, es posible. Pero, Edie, estoy preocupada por ti. Si viene a Strathcroy, no quiero que tú estés sola en casa.

– Pero yo tengo que estar aquí. Tiene que encontrarme en casa, si viene.

– No. No, Edie. Escucha. Tienes que escuchar. Tienes que ser comprensiva. No sabemos lo que pasa en la cabeza de Lottie. Quizá le haya dado por pensar que tú la has engañado. Que tú la has ofendido, que la has echado de tu casa. Si tiene una de sus crisis, no podrás dominarla sola.

– ¿Y qué mal puede hacerme?

– No lo sé. Sólo sé que tienes que salir de tu casa… Ven aquí a pasar la noche o vete a Balnaid hasta que la localicen y la lleven al hospital.

– Pero… -su protesta fue ahogada.

– No, Edie; no quiero que me contradigas o no tendré ni un momento de tranquilidad. Coge el camisón y vete a Balnaid o ven aquí. Me da lo mismo. Si no estás de acuerdo, me veré obligada a coger el coche e ir a buscarte. Y, como tengo que estar en Croy a las ocho y media y todavía he de bañarme y vestirme, ello va a ser una gran molestia. Tú decides.

Edie dudó. Lo último que deseaba era causar molestias. Además, conocía bien a Violet y sabía desde hacía tiempo que cuando se le metía algo en la cabeza no había manera de sacárselo. Y, sin embargo…

– Debería quedarme, Mrs. Aird. Soy su pariente más próxima. Es mi responsabilidad.

– Pero también eres responsable de ti misma. Si te pasara algo, nunca me lo perdonaría.

– ¿Y si viene y encuentra la casa vacía?

– La policía está avisada. Estoy segura de que habrá un coche patrulla por los alrededores. No les será difícil dar con ella.

A Edie no se le ocurrían más objeciones. Se sintió derrotada, la suerte estaba echada. Suspiró y convino, irritada:

– ¡Oh! Está bien. Pero, en mi opinión, está haciendo una montaña de un grano de arena.

– Quizá sí. Ojalá.

– ¿Saben en Balnaid que voy?

– No; no puedo comunicar por teléfono. Debe de estar estropeado.

– ¿Ha avisado a Averías?

– Todavía no. Te he llamado a ti lo primero.

– Bien. Yo daré el aviso y les diré que ese número no contesta. Tienen que estar en casa, preparándose para la fiesta.

– Sí, Edie, llama a Averías. Y después prométeme que irás a Balnaid. Allí siempre tienes tu habitación preparada y Virginia lo comprenderá. Explícale lo ocurrido. Si hay algún inconveniente, échame la culpa a mí. Edie, siento mucho ser tan mandona. Pero no podría divertirme sabiendo que estabas sola.

– Me parece mucho jaleo para nada. Pero supongo que pasar una noche en Balnaid no me matará.

– Gracias, Edie, buena chica. Adiós.

– Que se divierta.

Edie colgó. Y, a continuación, antes de que se le olvidara, volvió a descolgar y llamó a Averías para dar el aviso. Contestó un hombre muy amable que dijo que se ocuparía del asunto y la informaría.

Lottie se había escapado. ¿Qué ocurriría ahora? Era terrible pensar en Lottie deambulando por ahí sola, tal vez asustada, perdida.

¿Qué tenía en la cabeza aquella estúpida criatura? ¿Por qué no podía quedarse donde estaba, bien atendida por personas amables? ¿Qué disparatada idea se le había ocurrido esta vez?

Iba a ir a Balnaid, pero no inmediatamente. Le esperaba la bandeja con el resto de la cena, que se había enfriado. Acabaría de cenar, fregaría los cacharros, recogería la cocina y cargaría el fogón de carbón. Después, metería un camisón en su bolso de semipiel y se pondría en camino.

Suspiró con impaciencia. Aquella Lottie era una verdadera cruz y, desde luego, estaba trastornando la vida de todo el mundo. Se sentó de nuevo con la bandeja en el regazo, pero el pollo se había enfriado y perdido sabor y el programa escocés había dejado de interesarla.

Volvió a sonar el teléfono. Nuevamente dejó la bandeja y se levantó para contestar. El hombre de Averías le informó de que el número de Balnaid no daba señal y de que al día siguiente mandaría un operario.

Edie le dio las gracias. No podía hacerse nada más. Cogió la bandeja y la llevó a la cocina. Tiró los restos a la basura, fregó los cacharros y los dejó en el escurridor mientras hacía cábalas sobre dónde se habría metido la desventurada y chiflada de su prima.

Archie Balmerino, bañado, afeitado, peinado y vestido con su traje de gala, recibió de Isobel un beso de aprobación y salió al pasillo dejando a su mujer sentada frente al tocador, haciéndose una complicada operación en las pestañas.

Se detuvo un momento y aguzó el oído para detectar otras señales de actividad. Pero parecía que nadie andaba por la casa, de modo que empezó a bajar las escaleras, despacio, una a una, apoyándose en la barandilla.

Durante todo el día, los habitantes de Croy habían trabajado de firme, ya que cada uno tenía asignadas unas tareas especificas. Y así debía ser porque había muchas cosas que hacer. Ahora la casa estaba preparada y engalanada para la fiesta: el escenario, listo para la acción esperando que se alzara el telón y entraran los actores.

Era el primero. En el recodo de la escalera, se detuvo a admirar, muy satisfecho, el aspecto a la par suntuoso y acogedor que ofrecía el gran vestíbulo, bien arreglado y libre de todos los trastos de la vida cotidiana. En la enorme chimenea de mármol esculpido ardían los leños y la mesa situada en el centro de la gastada alfombra turca reflejaba en su pulimentada superficie un gran ramo de crisantemos blancos y ramas de escaramujo con bolitas rojas, que Isobel había conseguido arreglar durante la tarde.

Croy, engalanado para recibir invitados. Había tensión en el aire, la promesa de amenidades inminentes. Por una vez, se habían descartado la austeridad y la necesaria economía y la vieja casa se permitía, complacida, un insólito derroche.

Recordó otras fiestas. Sus veintiún años y la noche en que él e Isobel celebraron su compromiso. Cumpleaños, Navidades, bailes de cacería, las bodas de plata de sus padres…

Y, entonces, frunciendo las cejas, desechó los recuerdos. La nostalgia era su mayor debilidad. Uno podía pasarse la vida mirando atrás. Pero mirar atrás era cosa de viejos y él no lo era. Todavía no había cumplido los cincuenta. Croy era suyo y no lo era. Lo había recibido de su padre y de su abuelo para que lo conservara para Hamish. Y una cadena era tan fuerte como el más débil de sus eslabones.

Él mismo.

Los horrores de Irlanda del Norte seguirían acampándolo hasta el día de su muerte, pero los fantasmas y las pesadillas habían sido enterrados y ahora sabía que ya no tenía excusa. Había llegado el momento de dejar las vacilaciones y empezar a hacer planes para su patrimonio, su familia y su futuro. Bastantes años había perdido ya en aquel compás de espera. Ya no podía desperdiciar más años. No estaba muy seguro de lo que iba a hacer, pero algo haría. Pediría un préstamo y montaría el taller que tan brillante idea le parecía a Pandora. O cultivaría fresas y frambuesas a escala comercial. O pondría una piscifactoría. Había muchas oportunidades y posibilidades. Lo único que tenía que hacer era decidirse y lanzarse.

Lanzarse. La palabra poseía un sonido alentador. Volvía a sentir la antigua confianza de su juventud. Sabía que lo peor había pasado y que nada podría volver a ser tan malo.

Siguió bajando la escalera y entró en el comedor. Él y Pandora habían puesto la mesa juntos, tal como Harris la ponía en las grandes solemnidades, en las que gustaba de instruir a los jóvenes Blair en las normas correctas y tradicionales. Les había llevado casi toda la tarde. Archie sacó brillo a las copas de cristal fino como pompas de jabón y Pandora dobló las almidonadas servilletas blancas en forma de mitra, cada una de ellas con la corona bordada y la letra “C”.

Ahora, Archie observó su trabajo con mirada crítica. El efecto era magnífico. En el centro de la mesa se alineaban los cuatro pesados candelabros de plata y el fuego centelleaba en la plata y la cristalería porque también aquí ardían unos leños. Jeff Howland había sido encargado de llenar de troncos los cestos. El pino seco chisporroteaba exhalando un aroma picante. Archie recorrió todo el comedor comprobando los sitios, aquí enderezando un tenedor, allí ligeramente la posición de un salero. Satisfecho, se dirigió a la cocina. Encontró a Agnes Cooper, que había subido del pueblo para ayudar.

Normalmente, Agnes acudía a trabajar con chándal y zapatillas, pero esta noche, debajo del delantal, llevaba su mejor vestido de punto acrílico de color turquesa y había estado en la peluquería. Limpiaba unas sartenes en el fregadero, pero se volvió al oírle.

– Agnes, ¿todo en orden?

– Todo en orden. Sólo tengo que vigilar la cacerola y servir la trucha ahumada en los platos cuando Lady Balmerino me lo diga.

– Es usted muy amable al venir a ayudarnos.

– Para eso estoy. -Lo contempló con admiración-. Espero que no se moleste si le digo que está usted fantástico.

– Muchas gracias, Agnes. -Se sintió un poco violento y para disimular le ofreció una copa-. ¿Qué le parecería una copita de jerez?

También Agnes se quedó un poco sorprendida.

– ¡Oh! Bueno. Estaría muy bien.

Cogió un paño y se secó las manos. Archie sacó una copa y la botella de “Harvey’s Bristol Cream”. Le sirvió una buena dosis.

– Muchas gracias, Lord Balmerino… -La mujer levantó la copa con aire festivo diciendo-: Salud y alegría -y tomó un sorbo muy pequeño, frunciendo los labios con gesto de apreciar el buen sabor-. El jerez es magnifico -comentó-. Es lo que yo digo, siempre da un buen calorcillo.

Archie la dejó y pasó al salón cruzando el comedor. Otro fuego, más flores, luces tenues, pero ni un alma. Al parecer, los de la casa se tomaban las cosas con calma. La bandeja de las bebidas estaba preparada encima del piano. Archie consideró la situación. Iban beber champaña toda la noche, pero él necesitaba un escocés. Sirvió una copa, luego otra y, transportando los dos vasos con precaución, trabajosamente, volvió a subir las escaleras.

En el rellano encontró a su hija que, por algún motivo, andaba por la casa en ropa interior.

– Lucilla -reprochó.

Pero ella estaba más atenta al aspecto de su padre que al suyo

– ¡Rayos, padre! Estás arrebatador. Qué romántico y qué distinguido. Lord Balmerino en todo su esplendor. ¿Son nuevos esos pantalones? Son un cielo. No me importaría tener un par igual. Y la chaqueta del abuelo… ¡Perfecto! -Le rodeó el cuello con los brazos y le plantó un beso en la mejilla recién afeitada-. Y hueles a gloria. También afeitado, perfumado y sabroso, ¿para quien son los tragos?

– Voy a entrar a ver si Pandora está despierta. ¿Y tú por qué no vas vestida?

– Iba a pedir una combinación a mamá. El vestido nuevo se transparenta.

– Será mejor que te des prisa. Son las ocho y veinticinco.

– Ya estoy lista. -Abrió la puerta del dormitorio de sus padres-. Mamá, no voy a tener más remedio que llevar combinación…

Archie cruzó el rellano en dirección a la puerta del cuarto de invitados. Del interior procedía una música suave, lo cual indicaba que Pandora había puesto la radio pero no necesariamente que estuviera despierta. Archie sujetó los dos vasos con una mano, golpeó la puerta y la abrió.

– Pandora…

Estaba tumbada encima de la cama, envuelta en una bata de seda y encaje. Había ropa esparcida por toda la habitación, que olía a aquel extraño perfume que acompañaba siempre la presencia de Pandora.

– Pandora.

Abrió sus hermosos ojos grises. Se había maquillado y sus espesas pestañas tenían una capa de máscara. Al verle, sonrió.

– No dormía -dijo.

– Te traigo una bebida.

Él se sentó en el borde de la cama y dejó el vaso encima de la mesa, junto a la lamparilla. La radio tocaba suavemente, como para sí. Era música de baile y parecía llegar desde muy lejos.

– Eres muy amable -dijo ella.

– Es casi hora de bajar. -Su reluciente pelo, extendido sobre la almohada, parecía tener vida propia. Echada en la cama, se la veía tan delgada, tan etérea, tan ingrávida que él de pronto sintió inquietud.

– Estás cansada.

– No; sólo es pereza. ¿Y los demás?

– Isobel está arreglándose la cara y Lucilla anda por la casa en bragas, buscando una combinación de su madre. Hasta el momento, ninguno de los hombres ha dado señales de vida.

– Este siempre es un buen momento, ¿verdad?, antes de la fiesta. El momento de echarte en la cama a escuchar música nostálgica. ¿Te acuerdas de esta? Es muy bonita. Un poco triste. No recuerdo la letra.

Escucharon. El saxo tenor marcaba la melodía. Archie frunció el ceño intentando recordar la letra. La música lo arrastró veinte años atrás, a Berlín, a un baile del regimiento. Berlín fue la clave.

– Es algo acerca del mucho tiempo que va de mayo a diciembre.

– Sí, claro. Kurt Weill. “Pero el día se acorta cuando llega septiembre.” Y luego habla de las hojas del otoño, los días que se van y de que no queda tiempo para la espera. Es terriblemente melancólica.

Se incorporó en la cama y ahuecó las almohadas a su espalda. Tendió la mano hacia el vaso y él observó su muñeca fina y las venas que se transparentaban en su mano delgada.

– ¿Te falta mucho?

– Casi nada. Sólo ponerme el vestido y subir la cremallera. -Tomó un sorbo de whisky-. Es delicioso. Esto me entonará. -Sus ojos parecían enormes por encima del borde del vaso-. Estás fabuloso, Archie, tan guapo como siempre.

– Agnes Cooper dice que estoy fantástico.

– Vaya piropo. No dormía, ¿sabes?, sólo estaba pensando tranquilamente en ayer. Fue perfecto. Como antes. Tú y yo, sentados en el puesto de caza y con tiempo para charlar. O para callar, según. Quizá yo hablé demasiado, pero veinte años son mucho tiempo. ¿Fue muy aburrido?

– No; me hiciste reír. Tú siempre me has hecho reír.

– Y el sol, y el cielo azul, y la hilaza que se desprende del brezo, y los disparos, y los pobres pájaros que caían del cielo. Y esos perros tan estupendos. ¡Qué suerte tuvimos con el día! Fue como recibir un espléndido regalo.

– Lo sé -dijo él.

– Es hermoso pensar que esos días todavía pueden volver. Que no se han ido para siempre.

– Tenemos que corregirnos, desprendernos de esa nefasta manía de vivir en el pasado.

– Fue un pasado tan bonito… Es difícil no rememorarlo. Además, ¿en qué otra cosa podemos pensar?

– En el presente. El ayer está muerto y el mañana aún no ha nacido. Sólo tenemos hoy.

– Sí.

Ella tomó otro sorbo. Quedaron en silencio. En el corredor se escuchaba actividad. Se abrió y cerró una puerta. La voz de Lucilla:

– Conrad, ¡qué elegancia! No sé dónde se ha metido mi padre, pero baja y enseguida estamos contigo…

– Espero que ya lleve puesta la combinación de Isobel -dijo Archie.

– Conrad es tan caballeroso que, aunque Lucilla estuviera en cueros, no se fijaría. Es muy simpático. Hubiera sido terrible para todos que hubiera resultado un plomo.

– Te agradecería que bailaras con él.

– Le haré bailar la danza del Sargento Conquistador y lo presentaré a todas las personalidades mientras damos la vuelta al salón. Lo único que me entristece de esta noche es que tú no puedes bailar.

– No te preocupes por eso. Con los años, he perfeccionado el arte de la conversación chispeante… -Finalmente, Lucilla los interrumpió abriendo la puerta y asomando la cabeza.

– Siento interrumpir, pero se trata de una emergencia. Papá, Jeff no sabe hacerse el lazo de la corbata. Sólo ha llevado corbata de lazo una vez en su vida y era un lazo con goma. Yo he probado, pero no me sale. ¿Podrías venir?

– Desde luego. El deber me llama. -Lo necesitaban. Los momentos de paz habían terminado. Dio un beso a Pandora-. Hasta luego. -Se levanto y siguió a Lucilla. Pandora, sola, apuró su bebida lentamente.

«Dos días preciosos, que pasaré contigo…»

La canción terminó.

Violet, con sangre escocesa en las venas, siempre afirmaba rotundamente que no era supersticiosa. Pasaba por debajo de las escaleras, hacía caso omiso del viernes trece y nunca tocaba madera. Si observaba alguna señal, solía decir que era buena y esperaba buenas noticias. Estaba contenta de no haber sido agraciada -o ¿castigada?- con el don de la clarividencia. Era preferible no saber lo que reservaba el futuro.

Después de hablar con Edie y arrancarle su promesa, esperaba que sus angustias cesaran y su animo se apaciguara. Pero no fue así y volvió a su butaca presa de viva inquietud. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué de pronto se sentía acosada por temores sin nombre? Estaba sentada con el cuerpo inclinado hacia delante mirando las llamas, envuelta en su vieja bata, buscando la causa del frío que la había acometido de pronto, del peso que sentía en lo más hondo de su ser.

Pensar que Lottie andaba por allí fuera sabe Dios con qué intenciones era bastante malo; pero, por ridículo que pudiera parecer, no poder llamar a Balnaid y hablar con Edmund la trastornaba mucho más. No era sólo la frustración por la incomunicación. Con frecuencia, Violet quedaba aislada en Pennyburn en las ventiscas del invierno durante un día o más y el aislamiento no la preocupaba lo más mínimo. Era que, además la avería se había producido en un momento tan inoportuno. Como si una fuerza incontrolable y malévola estuviera actuando.

Ella no era supersticiosa. Pero las desgracias se presentaban invariablemente de tres en tres. Primero, Lottie, después, la avería telefónica. ¿Y ahora, qué?

Dio rienda suelta a su imaginación y pensó en aquella velada. Sabía que allí había un campo minado de posibles desastres. Todos los personajes del drama que se había fraguado durante la semana iban a reunirse por primera vez alrededor de la mesa de Croy. Edmund, Virginia, Pandora, Conrad, Alexa y Noel. Todos, a su manera, perdidos e inquietos, buscando una esquiva felicidad, como si la felicidad pudiera encontrarse como una olla de monedas de oro al final de un arco iris de cuento de hadas. Y con sus esfuerzos lo único que parecían haber desenterrado era un cúmulo de sentimientos destructivos. Resentimiento, suspicacia, egoísmo, codicia y deslealtad. Y adulterio. Solo Alexa parecía hallarse limpia de culpa. Para Alexa sólo había un desengaño.

Un leño se deshizo sobre el lecho de ceniza, con un suspiro. Esto interrumpió sus pensamientos. Violet miró el reloj y descubrió, horrorizada, que llevaba cavilando allí sentada demasiado tiempo, que ya eran las ocho y cuarto. Iba a llegar tarde a Croy. En circunstancias normales, esto la hubiera contrariado porque tenía el prurito de la puntualidad, pero esa noche, con tantas cosas en la cabeza, no parecía importar. Hasta dentro de quince minutos no la echarían de menos e Isobel no les haría pasar al comedor hasta por lo menos las nueve.

Violet descubrió también que lo último que deseaba en aquel momento era salir de casa. Sonreír, charlar, disimular sus inquietudes. No quería dejar el refugio seguro de su casa al calor de su chimenea. Algo acechaba en algún sitio y su débil instinto humano le decía que se encerrara en casa, que se sentara junto al teléfono y se mantuviera alerta.

Pero ella no era supersticiosa.

Se sobrepuso, se levantó de la butaca, colocó el guardafuegos y subió a arreglarse. Se bañó rápidamente y se vistió para la fiesta. Ropa interior de seda, medias de seda negra, el venerable vestido de terciopelo y los zapatos de raso. Se arregló el pelo, cogió la tiara de brillantes y se la puso, ajustando el elástico con cierta dificultad. Se empolvó la nariz, sacó un pañuelo de encaje y se roció de colonia. Se acercó al espejo de cuerpo entero y examinó el conjunto con mirada crítica. Vio a una mujer mayor alta y gruesa, cuya más benévola descripción se cifraba en la palabra “digna”.

Alta y gruesa. Y vieja. De pronto, se sintió muy cansada. El cansancio produce raros efectos en la imaginación de una persona, porque entonces vio en el espejo, detrás de su propio reflejo, la imagen borrosa de otra mujer. Hermosa, no, pero sin arrugas, con el pelo castaño y una explosiva vitalidad. Era ella misma con el vestido de raso rojo, que era su favorito. Y, al lado de la otra mujer, estaba Geordie. La ilusión permaneció un instante, tan real como si pudiera tocarla, y luego se borró y se quedó sola. Hacía años que no se sentía tan sola. Pero no había tiempo para compadecerse de sí misma. La esperaban otras personas, como siempre, exigiendo su compañía, su atención. Dio la espalda al espejo, se puso el abrigo de piel, cogió el bolso de noche y apagó las luces. Salió por la puerta de la cocina y cerró con llave. La noche era oscura, había niebla y lloviznaba. Cruzó hacia el garaje y subió al coche. Todos se habían ofrecido para llevarla pero prefería ir en su propio coche. Después de la cena, iría en él a Corriehill. De este modo, sería completamente independiente y podría regresar a casa cuando quisiera.

Siempre hay que marcharse de una fiesta cuando más te diviertes. Era una de las máximas de Geordie. Al pensar en Geordie y oír en su interior su querida voz, sintió cierto consuelo. En momentos como este le parecía que él no estaba muy lejos. ¡Cómo debía de reírse de ella! ¡Cómo se divertiría al verla ahora, con setenta y ocho años, emperifollada con terciopelos, brillantes y pieles, metida en aquel coche sucio de barro y camino… nada menos que de un baile.

Subió la cuesta, atenta a la carretera iluminada por los faros e hizo a Geordie una promesa.

«Ya sé que es una situación grotesca, cariño. Pero es la última vez. Después de esta noche, si alguien es tan amable como para invitarme a un baile, le diré que no. Y la excusa será que soy demasiado vieja.»

Henry caminaba. Había oscurecido y una fina lluvia le empapaba la cara. El río, el Croy, que corría junto a la carretera, le hacía compañía. No podía verlo, pero sentía la presencia del agua, el murmullo de las pequeñas cascadas que saltaban de los remansos. Era un consuelo saber que estaba allí el Croy. Los otros sonidos que llegaban a sus oídos eran familiares, pero resonaban con más fuerza en aquella soledad. El viento que agitaba las ramas de los árboles y el grito triste y desolado del zarapito. Sus pasos hacían mucho ruido. A veces, imaginaba que oía otros pasos siguiéndole pero debía de ser el eco. Otra cosa sería demasiado horrible para imaginarla siquiera.

Sólo habían pasado tres coches, que venían de Caple Bridge, y, como él, se dirigían hacia la cabecera del valle. Cuando percibía los faros se escondía en la cuneta hasta que el coche se alejaba, con un siseo de neumáticos en la carretera mojada. No quería ser visto ni que alguien se ofreciera a llevarlo. Subir a un coche desconocido no sólo era peligroso, sino que estaba totalmente prohibido y, en esa etapa de su largo viaje, Henry no estaba dispuesto a arriesgarse a que lo llevaran a algún sitio al que no quería ir y lo asesinaran.

Pero, cuando estaba a menos de una milla de Strathcroy y ya se divisaban en la oscuridad las luces del pueblo, halagüeñas estrellas, alguien lo llevó. Un gran camión ganadero de dos pisos subía detrás de él por la carretera y Henry no tuvo fuerzas para saltar a la cuneta antes de que lo iluminaran los faros. Al pasar junto a él, ya iba frenando y se detuvo un poco más allá. El conductor abrió la puerta de su alta cabina y lo esperó. Miró a Henry en la brumosa oscuridad y vio un pasamontañas vuelto hacia él.

– Hola, chico. -Era un hombre grande, con una gorra de tweed. Una figura que le resultaba familiar, no un desconocido. Además, a Henry empezaban a flaquearle las piernas. Las sentía como de espagueti cocido y no estaba seguro de poder con el último trecho de carretera hasta Strathcroy.

– Hola.

– ¿Adónde vas?

– A Strathcroy.

– ¿Se te ha escapado el autobús? -Parecía una buena excusa.

– Sí -mintió Henry.

– ¿Quieres que te lleve?

– Sí, por favor.

– ¡Pues, arriba!

El hombre le tendió una mano áspera. Henry se asió a ella y fue izado, como si no pesara más que una mosca, hasta la rodilla del hombre, que lo pasó al asiento del otro lado.

La cabina era un sitio pequeño, caliente y sucio. Olía a cerrado, a cigarrillo viejo y a cordero, y había papeles de caramelo y cerillas en el suelo pero a Henry no le importó, porque se estaba a gusto allí, con alguien que te hacía compañía, sin tener que andar más.

El hombre cerró la puerta, metió la marcha y el camión empezó a avanzar.

– ¿De dónde vienes?

– De Caple Bridge.

– Una buena caminata para una noche de lluvia.

– Sí.

– ¿Vives en Strathcroy?

– Voy a ver a un amigo que vive allí. -Antes de que el hombre pudiera seguir preguntando, Henry decidió preguntar algo a su vez-. ¿Usted de dónde viene?

– Del mercado de Relkirk.

– ¿Llevó muchos corderos?

– Sí.

– ¿Eran suyos?

– No. Yo no tengo corderos. Yo sólo los llevo.

– ¿Y dónde vive?

– En Inverness.

– ¿Va allí ahora?

– Sí.

– Está lejos.

– Quizá. Pero me gusta dormir en mi casa.

Los limpiaparabrisas oscilaban. Por el abanico del cristal limpio, Henry vio acercarse las luces de Strathcroy. Pasaron un disco que prohibía sobrepasar las 30 millas por hora y el monumento a los muertos en la guerra. Doblaron el último recodo y la calle del pueblo se extendió ante ellos hasta perderse en la oscuridad.

– ¿Dónde quieres que te deje?

– Aquí mismo. Muchas gracias.

Nuevamente, el camión de corderos frenó con una sacudida.

– ¿Así que ya has llegado? -El hombre se inclinó para abrir la puerta del lado de Henry.

– Sí. Muchas gracias. Ha sido usted muy amable.

– Ten cuidado.

– Lo tendré. -El niño se descolgó desde la cabina hasta el suelo-. Adiós.

– Adiós, chico.

La puerta se cerró con un golpe seco. El enorme vehículo reanudó la marcha y Henry lo siguió con la mirada. La luz roja le hacia guiños, como un ojo amigo.

El ruido del motor se apagó en la oscuridad y, cuando dejó de oírse, todo pareció estar más callado todavía.

Henry echó a andar por el centro de la desierta calle. Estaba cansado, pero no importaba porque ya casi había llegado. Sabía adónde iba y lo que iba a hacer, porque había preparado sus planes secretos con mucho cuidado y atención. Había calculado todas las posibilidades, sin dejar nada al azar. No iba a Balnaid porque no habría nadie en casa. Su madre, su padre, Alexa y su amigo estarían en Croy, cenando con los Balmerino antes de ir a la fiesta de Mrs. Steynton. Y no iba a Pennyburn porque también Vi estaba en Croy. Pero, aunque todos hubieran estado en casa, él habría ido igualmente al cottage de Edie, porque Edie seguro que estaba.

Sin Lottie. La horrible Lottie había vuelto al hospital. Mr. Henderson le había transmitido la noticia y el alivio de saber que Edie estaba otra vez sola y a salvo había dado valor a Henry y precipitado su marcha. Era muy distinto saber que tenía un sitio seguro adonde ir. Edie lo tomaría en brazos, no le haría preguntas, le prepararía cacao caliente… Edie le escucharía. Ella comprendería. Estaría de su parte. Y, si Edie estaba de su parte, sin duda todos escucharían lo que ella dijera y no se enfadarían con él.

Las luces del supermercado de Mrs. Ishak todavía estaban encendidas pero Henry se mantuvo al otro lado de la calle, para que no lo viera pasar. El resto de la calle estaba casi a oscuras, iluminado sólo por las ventanas de las casas. Desde detrás de los visillos, Henry oía voces ahogadas o la música de los televisores. Edie estaría sentada en su butaca, viendo la televisión y haciendo media.

Llegó al pequeño cottage de Edie, con su tejado de paja, que parecía estar agachado entre los de los lados. La ventana de la sala estaba a oscuras, o sea que Edie no veía la tele. Pero de la ventana del dormitorio salía mucha luz. Parecía que Edie se había olvidado de correr las cortinas.

Los visillos estaban echados, pero se podía ver por entre los calados. Henry se acercó a la ventana y miró al interior poniendo las manos a cada lado de la cara como había visto hacer a las personas mayores. Los visillos difuminaban las cosas un poco, pero en seguida vio a Edie. Estaba de pie delante del tocador, de espaldas a él. Llevaba su nuevo jersey lila y parecía que estaba empolvándose la cara. Quizá fuera a salir, con su jersey lila… Henry golpeó el cristal con el puño para llamarle la atención. Ella se volvió bruscamente y se acercó a él. La luz del techo le dio en la cara y él sintió que se le paraba el corazón, porque a Edie le había ocurrido algo espantoso. Tenía una cara diferente, con unos ojos negros y fijos y una boca roja de lápiz de labios pero mal pintada, como manchada de sangre, y el pelo no era su pelo y tenía la cara blanca como el papel. Era Lottie.

Aquellos ojos fijos. Una repugnancia más fuerte que el miedo le hizo apartarse rápidamente de la ventana. Cruzó la calle andando de espaldas y salió del cuadro de luz amarilla que se proyectaba sobre el asfalto mojado. Los cansados músculos de su cuerpo temblaban y el corazón le golpeaba el pecho como si quisiera salírsele. Estaba petrificado de terror y pensó que seguramente nunca podría volver a moverse. Sentía terror por sí mismo pero, sobre todo, por Edie.

Lottie le había hecho algo. Su peor pesadilla era verdad, estaba sucediendo. Lottie había conseguido escapar, volver a Strathcroy y pillar desprevenida a Edie y echársele encima. Edie tenía que estar en algún sitio de la casa, en el suelo de la cocina quizá, con el cuchillo de picar carne en la espalda y bañada en sangre.

Henry abrió la boca para pedir socorro, pero el único sonido que le salió fue un susurro trémulo y apagado.

Y ahora Lottie estaba allí, en la ventana, levantando el visillo para mirar a la calle, apretando contra el cristal su cara horrible. Dentro de un momento, iría a la puerta y saldría a buscarlo.

Henry obligó a sus piernas a moverse. Retrocedió por la calle de espaldas, dio media vuelta y echó a correr. Era como correr en uno de esos horribles sueños en los que los pies parecen pegarse al suelo y te ahogas, pero esta vez sabía que no despertaría. El ruido de sus pasos y el jadeo de su respiración ensordecían sus oídos. Se quitó el pasamontañas y el aire frío le resbaló por la frente y las mejillas. Su pensamiento se aclaró y vio un refugio, los brillantes escaparates de la tienda de Mrs. Ishak, con su despliegue de jabones en polvo, paquetes de cereales y ofertas especiales.

Corrió hacia la tienda de Mrs. Ishak.

La larga jornada de Mrs. Ishak iba a terminar. Su marido, después de vaciar el cajón con los ingresos del día, había desaparecido en la trastienda, donde todas las noches contaba el dinero y lo guardaba en la caja fuerte. Mrs. Ishak había recorrido las estanterías reponiendo latas y paquetes, llenando los huecos dejados por los clientes, y ahora, escoba en mano, estaba barriendo.

La mujer se sobresaltó cuando la puerta se abrió con violencia. Volvió la cabeza alzando las cejas y abriendo mucho sus ojos ribeteados de kohl y se sorprendió más aún cuando vio quien entraba.

– Enrí.

Estaba terrible, con un abrigo manchado de barro que le estaba grande, los calcetines caídos y los zapatos sucios. Pero a Mrs. Ishak le impresionó el estado de Henry más que la ropa. Tenía la cara como la ceniza y respiraba con dificultad con la boca muy abierta. Se quedó un momento en la puerta antes de cerrarla con fuerza y apoyarse en ella.

– Enrí. -Mrs. Ishak dejó la escoba-. ¿Qué ocurre? -Él no podía hablar-. ¿Por qué no estás en la escuela?

Él movió la boca.

– Edie está muerta. -Ella no le oía y él repitió, ahora gritando-: Edie ha muerto.

– Pero…

Henry se echó a llorar. Mrs. Ishak abrió los brazos y Henry se refugió en ellos. La mujer se arrodilló afrentándolo contra su pecho cubierto de seda, con la mano en la cabeza del niño.

– No -murmuró-. No. No es verdad. -Y, como él siguiera llorando y gritando que sí histéricamente, se puso a hablarle en katchi, un dialecto íntimo no escrito que utilizaba la familia. Henry había oído otras veces aquellos dulces sonidos, cuando Mrs. Ishak consolaba a Kedejah o la sentaba en sus rodillas para mimarla. No entendía ni una palabra pero también se calmó, y Mrs. Ishak olía a algo dulce y delicioso y sentía fresco en la cara por su bonito vestido de seda rosa.

Pero tenía que hacerle comprender. Se apartó y la miró a la cara, desconcertada y preocupada.

– Edie ha muerto.

– No, Henry.

– Sí, sí que ha muerto. -Le dio un golpe en el hombro, frenético al verla tan estúpida.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque en su casa está Lottie. Ella la ha matado. Y va a robarle el jersey.

Mrs. Ishak ya no estaba desconcertada. Su cara se crispó. Frunció las cejas.

– ¿Tú has visto a Lottie?

– Sí, está en el cuarto de Edie y…

Mrs. Ishak se puso en pie.

– Shamsh -llamó a su marido, con voz fuerte y perentoria.

– ¿Qué hay?

– Ven enseguida. -El hombre apareció. Mrs. Ishak le habló largamente en katchi para darle instrucciones. Él preguntaba, ella contestaba. Él volvió al almacén y Henry le oyó marcar un número en el teléfono.

Mrs. Ishak acercó una silla y obligó a Henry a sentarse. Se arrodilló a su lado y le cogió las manos.

– Henry -dijo-, no sé que haces aquí pero tienes que escucharme. Mr. Ishak está llamando a la Policía. Vendrán en un coche patrulla, cogerán a Lottie y se la llevarán al hospital. Tienen aviso de que se ha escapado. ¿Me entiendes?

– Sí, pero Edie…

Con sus dedos suaves, Mrs. Ishak enjugó las lágrimas que resbalan por las mejillas de Henry. Y, con el extremo del chal de gasa rosa que llevaba sobre su reluciente pelo negro, le limpió la nariz.

– Edie está en Balnaid -le dijo-. Pasa la noche allí. Está segura.

Henry miró a Mrs. Ishak en silencio, temiendo que pudiera engañarle.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó al fin.

– Porque cuando se iba entró a comprar el periódico de la tarde. Me contó que tu abuela, Mrs. Aird, le había dicho lo de Lottie y que no quería que estuviera sola en su casa.

– ¿Vi también tenía miedo de Lottie?

– Miedo, no. Mrs. Aird no tiene miedo, supongo, pero estaba preocupada por tu querida Edie. Conque ya ves. Todo va bien. Estás seguro.

Mr. Ishak hablaba por teléfono en la trastienda. Henry volvió la cabeza pero no pudo entender las palabras. Entonces Mr. Ishak acabó de hablar y colgó. Henry esperó. Mr. Ishak apareció en la puerta.

– ¿Ya está? -preguntó Mrs. Ishak.

– Sí; he hablado con la policía. Ahora mismo envían un coche patrulla. Dentro de cinco minutos estará en el pueblo.

– ¿Saben adónde tienen que ir?

– Sí, lo saben. -El hombre miró a Henry con una sonrisa alentadora-. Pobre chico, te has llevado un buen susto. Pero ya pasó.

Eran muy amables. Mrs. Ishak todavía estaba arrodillada sosteniéndole las manos. Él había dejado de temblar. Después de unos momentos, preguntó:

– ¿Puedo llamar a Edie?

– No; no podemos llamar porque el teléfono de Balnaid no funciona. Edie avisó a Averías antes de salir de casa y le dijeron que no podrían arreglarlo hasta mañana. Pero esperaremos un poquito, te daré una bebida caliente y te llevaré a Balnaid para que estés con Edie.

Hasta entonces no acabó Henry de convencerse de que Edie no había muerto. Estaba en Balnaid, a salvo. Y saber que pronto estaría con ella fue casi más de lo que podía soportar. Sintió que la barbilla le temblaba, como si fuera un bebé, y que se le llenaban los ojos de lágrimas. Pero estaba muy cansado para contenerse. Mrs. Ishak dijo su nombre, lo envolvió una vez más en su abrazo de seda perfumada y lloró mucho rato.

Por fin, se calmó y sólo dejaba escapar algún que otro sollozo rebelde. Mr. Ishak le llevó una taza de chocolate caliente, muy dulce, oscuro y espumoso, y Mrs. Ishak le hizo un sándwich de mermelada.

– Dime -dijo Mrs. Ishak cuando lo vio más tranquilo-, todavía no has contestado a mi primera pregunta. ¿Por qué estás aquí y no en la escuela?

Henry, con el tazón entre los dedos, miró los ojos oscuros y brillantes de la mujer.

– No me gustaba -dijo-. Me escapé. He vuelto a casa.

El reloj de la repisa señalaba las nueve menos veinte cuando Edmund entró en el salón de Croy. Esperaba encontrarlo lleno de gente, pero sólo vio a Archie con un desconocido que, por simple proceso de eliminación, supuso que sería el Americano Triste, Conrad Tucker, raíz y causa de la más reciente desavenencia de Edmund y Virginia.

Los dos hombres estaban resplandecientes. Archie, mucho mejor de lo que Edmund le había visto en años. Estaban sentados amigablemente al lado del fuego, con sendos vasos en la mano. Conrad Tucker ocupaba una butaca y Archie, de espaldas al hogar, se apoyaba en el guardafuegos. Cuando se abrió la puerta, dejaron de hablar, se volvieron, vieron a Edmund y se pusieron en pie.

– Edmund.

– Llegamos tarde. Lo siento. Hemos tenido dramas.

– Como puedes ver no es tarde. Aún no ha aparecido nadie. ¿Y Virginia?

– Ha subido a dejar el abrigo. Y Alexa y Noel llegarán dentro de un momento. A Alexa se le ha ocurrido lavarse el pelo en el último minuto y todavía estaba secándoselo cuando nos fuimos. Sabe Dios por que no lo pensó antes.

– Nunca lo piensan antes -asintió Archie con resignación, hablando por experiencia-. Edmund, no conoces a Conrad Tucker.

– No; creo que no. ¿Cómo está?

Se dieron la mano. El americano era tan alto como Edmund y ancho de hombros. Sus ojos, tras las gafas de concha, sostuvieron la mirada de Edmund, que sintió una inseguridad impropia de él.

Porque en su interior, bajo la capa de unos modales civilizados, ardía la hostilidad contra aquel hombre, aquel americano que, al parecer, en ausencia de Edmund, había tomado posiciones refrescando en Virginia los recuerdos de juventud y ahora, tranquilamente, se proponía llevársela a los Estados Unidos, a ella, la esposa de Edmund. Mientras sonreía cortésmente a la cara franca de Conrad Tucker, Edmund pensó en el placer que le proporcionaría apretar el puño y descargarlo sobre aquella tosca y bronceada nariz y al imaginar el estropicio, la sangre y el hematoma, se relamió de gusto.

No obstante, comprendía al mismo tiempo que, en otras circunstancias, aquel hombre era la clase de persona que caía bien en seguida.

La afable expresión de Conrad reflejaba la de Edmund.

– Mucho gusto. -«Maldita sea tu estampa.»

Archie fue hacia la bandeja de las botellas.

– Edmund. Un whisky pequeño.

– Gracias. Me vendrá bien.

El anfitrión alargó el brazo hacia la botella de “The Famous Grouse”.

– ¿Cuándo llegaste de Nueva York?

– Sobre las cinco y media.

– ¿Ha tenido buen viaje? -preguntó Conrad.

– Más o menos. Tuve que sacar las castañas del fuego y dar cuatro gritos. Tengo entendido que es usted un viejo amigo de mi mujer.

Si esperaba que el otro se desconcertara no lo consiguió. Conrad Tucker no delató nada ni se mostró turbado.

– En efecto. Solíamos bailar en nuestra lejana y malgastada juventud.

– Dice que se van juntos a los Estados Unidos.

Tampoco ahora hubo reacción. Si el americano sospechaba que intentaba sonsacarle, no lo demostró.

– Eso quiere decir que ha encontrado plaza en ese avión -fueron sus únicas palabras.

– Al parecer.

– No lo sabía. Es formidable. El viaje se hace muy largo si vas solo. Yo iré directamente de Kennedy a Nueva York, pero puedo acompañarla a Inmigración y a recoger las maletas y asegurarme de que encuentra transporte hasta Leesport.

– Muy amable.

Archie dio a Edmund su bebida.

– Conrad, no sabía nada de esto. Ni siquiera que Virginia pensara ir a los Estados Unidos…

– Va a ver a sus abuelos.

– Y tú, ¿cuándo te marchas?

– Me quedaré hasta el domingo, si no tenéis inconveniente. Salgo de Heathrow el jueves. Necesito estar un par de días en Londres para resolver unos asuntos.

– ¿Cuánto tiempo lleva en este país? -preguntó Edmund.

– Un par de meses.

– Espero que haya disfrutado de la visita.

– Muchas gracias. Lo he pasado muy bien.

– Me alegro. -Edmund levantó el vaso-. Salud.

En aquel momento, les interrumpió la entrada de Jeff Howland quien, resuelto el problema del lazo de la corbata había acabado de vestirse y bajado a reunirse con ellos. Se le veía incómodo y violento con aquella ropa insólita en él. Traía en la cara una expresión de bochorno pero estaba más que presentable con las prendas que él y Lucilla habían seleccionado del armario de Edmund. Edmund observó, divertido, que Jeff había escogido una americana de alpaca cruda, adquirida en Hong Kong en un momento de apuro. La americana resultó una mala compra, pues Edmund sólo se la había puesto una vez.

El muchacho ladeó la cabeza y se pasó el dedo por el cuello de la camisa almidonada.

– No estoy acostumbrado a estas cosas. Me siento como un auténtico fantasma.

– Estás espléndido -dijo Archie-. Ven, toma un trago. Hemos empezado con el whisky antes de que aparezcan las mujeres pidiendo champaña.

Jeff se relajó un poco. Siempre se sentía más a gusto en compañía masculina.

– ¿No tendrás una lata de cerveza?

– Tiene que haberla. En la bandeja. Tú mismo.

Jeff, ya tranquilo, se sirvió la cerveza en un vaso alto. Dijo Edmund:

– Ha sido muy amable equipándome. Estoy muy agradecido.

– Un placer. Esa americana es perfecta. Un poco llamativa pero da la nota justa de exótico desenfado.

– Es lo que dijo Lucilla.

– Y tiene razón. Te sienta mucho mejor que a mí. Cuando me la puse parecía un barman trasnochado, de los inútiles que no sabe ni preparar un dry Martini.

Jeff sonrió, tomó un sorbo reconfortante y miró en derredor

– ¿Dónde están las chicas?

– Buena pregunta -dijo Archie-. Sabe Dios. -Había vuelto a instalarse en el guardafuegos. No tenía objeto estar de pie más de lo estrictamente necesario-. Están abrochándose los trajes de noche, imagino. Lucilla iba en busca de ropa interior, Pandora decidió dormir la siesta e Isobel se encontraba al borde del pánico por culpa de los zapatos. -Miró a Edmund-. Pero tú dijiste que habíais tenido dramas. ¿Qué ha pasado en Balnaid?

Edmund se lo explicó.

– El teléfono está averiado. Podemos llamar, pero no recibimos llamadas. Ya hemos dado el aviso y mañana por la mañana vendrá un operario a arreglarlo. Pero ese es el problema menor. Cuando nos íbamos se presentó Edie como llovida del cielo, con el camisón en el bolso y la noticia de que Lottie Carstairs vuelve a andar suelta. Se ha escapado del “Relkirk Royal” y nadie sabe dónde está.

Archie sacudió la cabeza con impaciencia.

– Esa dichosa mujer incordia más que una perra en celo. ¿Y cuándo ha sido eso?

– No lo sé. Supongo que esta tarde. El médico llamó a Vi para advertirla. Luego, Vi trató de llamarme pero no pudo comunicar. Entonces, habló con Edie y le ordenó que saliera de su casa y durmiera en Balnaid. Y así lo ha hecho.

– Pero Vi no pensará que esa lunática es peligrosa, ¿verdad?

– No lo sé. Personalmente, pienso que es capaz casi de cualquier cosa y, si Vi no hubiera dicho a Edie que fuera a Balnaid, se lo habría dicho yo. De todos modos, Alexa va a dejarla bien encerrada y con los perros para que le hagan compañía. Pero, como puedes imaginar, todo nos ha entretenido.

– No importa. -Archie, una vez resueltos los problemas domésticos, cambió de tema y se puso a hablar de cosas serias-. Ayer te echamos de menos Edmund. Tuvimos un día fenomenal. Treinta y tres parejas y media, y los pájaros volaban como el viento…

Violet fue la última en llegar. Supo que era la última porque, al detener el coche en la explanada delantera, vio otros cinco vehículos aparcados: El "Land Rover" de Archie, el minibús de Isobel, el “BMW” de Edmund, el “Mercedes” de Pandora y el “Volkswagen” de Noel.

Se dijo que aquello parecía el aparcamiento de un hipódromo y era un parque móvil impresionante para sólo dos familias.

Se apeó, se recogió la falda para que no arrastrara por el húmedo suelo y se dirigió a la puerta principal. Cuando subía las escaleras, la puerta se abrió y vio a Edmund en el vano, esperándola, iluminado por las potentes luces del vestíbulo. Con su pelo plateado, el kilt, el jubón y las medias de rombos, estaba aún más elegante de lo habitual y, a pesar de todas sus angustias, Violet se sintió invadida por una oleada de orgullo maternal y por el alivio de tenerlo otra vez cerca.

– ¡Oh!, Edmund.

– He oído llegar el coche. -La besó.

– No quieras saber la tarde que he tenido. -Edmund cerró la puerta tras ella y ayudó a su madre a quitarse el abrigo de piel-. Vuestro teléfono no funciona.

– Sí, Vi, ya lo sabemos. Mañana irán a arreglarlo.

Dejó el abrigo en una silla mientras Vi sacudía sus amplias faldas de terciopelo y se arreglaba el cuello de encaje.

– Gracias a Dios. ¿Y mi buena Edie? ¿Está en Balnaid?

– Sí. Sana y salva. Deja ya de preocuparte o no vas a poder divertirte.

– Es imposible. Esa desgraciada de Lottie. Y una cosa después de otra. Pero ya estás en casa y eso es lo que importa. Llego tarde, ¿verdad?

– Esta noche todo el mundo llega tarde. Isobel acaba de bajar. Pasa y toma una copa de champaña. Te sentirás mucho mejor.

– ¿Llevo la tiara derecha?

– Perfecta. -La tomó del brazo y la llevó al salón.

– A mí me parece que Verena ha fallado en una cosa -dijo Pandora-. Tendría que habernos dado carnets de baile con un lapicito colgando…

– Eso demuestra el mucho tiempo que llevas fuera -repuso Archie-. Los carnets de baile ya pasaron a la historia.

– Pues es una vergüenza. Eran lo más divertido. Y luego los guardabas atados con una cinta. Y, al repasarlos, te acordabas de todos tus pretendientes perdidos.

– Eso está bien para la que tenía muchos admiradores -intervino Isobel-. Pero no tanto si nadie te sacaba a bailar.

– Estoy seguro de que ese no era tu caso -dijo Conrad, con su galantería transatlántica.

– ¡Oh!, Conrad, que amable. El caso es que, de vez en cuando una tenía una noche desastrosa. Te había salido un grano en la nariz o el vestido era una birria.

– ¿Y entonces qué hacías?

– Te escondías en el tocador. El tocador siempre estaba lleno de jovencitas desairadas.

– Como Daphne Brownfield -dijo Pandora-. Archie, tienes que acordarte de Daphne Brownfield. Era como una casa y su madre la llevaba siempre de organdí blanco. Estaba muy enamorada de ti, se ponía más colorada que un cangrejo cuando aparecías.

– Pues jugaba magníficamente al tenis -dijo Archie, más caritativo.

– ¡Vaya una recomendación! -exclamó Pandora, con regocijo.

La habitación estaba llena de voces y, ahora, de risas. Violet, sentada a la derecha de Archie y con una copa de champaña en el cuerpo, empezó a sentirse menos inquieta. Escuchaba las bromas de Pandora pero sólo a medias porque era mucho más interesante mirar que escuchar. El comedor de Croy tenía aquella noche un aspecto soberbio. La larga mesa estaba engalanada como un barco de guerra en día de solemnidad, con plata, lino almidonado, porcelana verde y oro y refulgente cristal. El centro eran dos faisanes de plata y todo estaba iluminado por las llamas de la chimenea y de las velas.

– Y no eran sólo las chicas las perjudicadas -dijo Noel-. Para nosotros los carnets de baile podían ser un terrible problema. No había posibilidad de observar el panorama. Cuando descubrías un bombón ya era tarde.

– ¿Cómo has adquirido tanta experiencia? -preguntó Edmund.

– En las puestas de largo -respondió Noel-. Pero esos tiempos, a Dios gracias, ya pasaron.

Comían trucha ahumada con cunas de limón y obleas de pan moreno con mantequilla. Lucilla circulaba sirviendo vino blanco. A los ojos de Violet, Lucilla parecía haber asaltado la caja de los disfraces. El vestido que había comprado en el mercadillo era de gasa gris metal, sin mangas, le colgaba con holgadura de los flacos hombros y tenía una falda que le llegaba por debajo de las rodillas formando picos. Era tan horrible que hubiera debido estar espantosa. Pero, inexplicablemente, estaba monísima.

¿Y los demás? Violet se apoyó en el respaldo y los observó con disimulo por encima de las gafas. Familia inmediata y viejos y nuevos amigos, reunidos para la tan esperada fiesta. Por un momento, prescindió de los motivos de tensión que cargaban el ambiente como cables eléctricos y trató de mantener una visión objetiva. Vio a los cinco hombres, dos de ellos, de otros continentes. Diferentes edades, diferentes culturas, pero todos atildados y vestidos de veinticinco alfileres. Vio a las cinco mujeres, cada una hermosa a su manera.

Destacaban los colores. Trajes de baile de seda oscura o de fina organza floreada. Virginia, sobria y sofisticada, de blanco y negro. Pandora, etérea como una sílfide, de gasa verde mar. Joyas: las perlas y los brillantes de Isobel, el collar de plata y turquesas que rodeaba el esbelto cuello de Pandora, el fulgor del oro en las orejas y la muñeca de Virginia. Vio ante sí la cara de Alexa, que reía una observación de Noel. Alexa no llevaba joyas, pero su pelo rojizo brillaba como una llama y su cara estaba encendida de amor… Pero imposible continuar. Violet estaba demasiado próxima a todos para mantenerse objetiva y seguir observándolos con la mirada desapasionada de una desconocida. Sentía viva angustia por Alexa, tan vulnerable y transparente. ¿Y Virginia? Miró a su nuera, que estaba sentada al otro lado de la mesa, y comprendió que, pese a que Edmund hubiera regresado, nada se había resuelto entre los dos. Porque esta noche Virginia estaba chispeante, con una vivacidad un poco febril y un brillo peligroso en sus ojos azules.

«No hay que ponerse en lo peor -pensó Violet-. Sencillamente, hay que tener confianza». Tendió la mano hacia la copa y bebió un sorbo de vino.

El primer plato había terminado. Jeff se levantó para hacer las veces de mayordomo y llevarse los platos. Mientras, Archie dijo:

– Virginia, dice Edmund que te vas a los Estados Unidos a ver a tus abuelos.

– Es verdad. -Su sonrisa fue demasiado amplia y repentina y sus ojos estaban demasiado redondos-. Será divertido. Estoy deseando ver a mis viejecitos.

De manera que, a pesar de sus recomendaciones, se obstinaba en marcharse. Era definitivo, oficial. Violet, al ver confirmados sus temores, sintió una opresión en el pecho.

– Así que te marchas. -No intentó restar a su voz una nota de desaprobación.

– Sí, Vi, me marcho. Ya te lo dije. Ya está todo arreglado. Me voy el jueves. Conrad y yo haremos juntos el viaje.

Vi no respondió enseguida. Sus miradas se cruzaron. La de Virginia era desafiante y sus ojos no vacilaban.

– ¿Cuánto tiempo piensas estar fuera? -preguntó Violet.

Virginia encogió sus bronceados hombros.

– Todavía no lo sé. Tengo el pasaje abierto. -Miró a Archie-. Me hubiera gustado llevarme a Henry. Pero, ya que no está con nosotros, decidí ir sola. Es una extraña sensación esta de poder hacer las cosas impulsivamente, sin responsabilidades. Sin ataduras.

– ¿Y Edmund? -preguntó Archie.

– ¡Oh! Vi cuidará de Edmund por mí -respondió Virginia, desenfadadamente-, ¿verdad, Vi?

– Por supuesto. -Vi tuvo que reprimir el impulso de agarrar a su nuera por los hombros y sacudirla hasta que le castañetearan los dientes-. No hay inconveniente.

Y, con estas palabras, Violet se volvió hacia el otro lado y se puso a hablar con Noel.

– … mi abuelo tenía un ayudante de guarda que se llamaba Donald Buist. Tenía veinte años y era un mocetón fuerte y bien plantado… -Iban por el segundo plato, el faisán "Teodora" de Isobel. Jeff había pasado las fuentes de las verduras y Conrad Tucker, llenado las copas. Archie, a instancias de Pandora, contaba una clásica anécdota familiar que, al igual que el lance de Mrs. Harris y el calcetín de caza, se había convertido con los años en un chiste legendario y muy repetido. Tanto los Blair como los Aird lo habían oído muchas veces, pero Archie había accedido a contarlo en honor a los nuevos amigos.

– … era un excelente guarda pero tenía un defecto, a consecuencia del cual quedaban embarazadas todas la chicas que había en veinte millas a la redonda, y no por casualidad. La hija del pastor de Ardnamore, la hija del carnicero de Strathcroy…, hasta la doncella de mi abuela se desmayó un día a la hora del almuerzo al servir el soufflé de chocolate.

Archie hizo una pausa. Detrás de la puerta que conducía a la despensa y a la cocina sonaba el timbre del teléfono. Sonó dos veces y cesó. Habría contestado Agnes. Archie continuó su relato.

– Finalmente, mi abuela decidió tomar cartas en el asunto y convenció al abuelo para que hablara seriamente con Donald Buist. Lo mandaron llamar y lo introdujeron en el despacho del abuelo, donde iba tener lugar la temible entrevista. Mi abuelo enumeró media docena de las damiselas que habían traído o iban a traer al mundo los pequeños bastardos del joven y, finalmente, preguntó que tenía Donald que alegar en su defensa y como podía explicar su comportamiento. Se hizo un largo silencio, mientras Donald reflexionaba y, al fin, dijo a modo de disculpa: «Es que, verá el señor…, un servidor tiene bicicleta.»

Cuando cesaron las risas, sonó un golpe en la puerta. Se abrió inmediatamente y Agnes Cooper asomó la cabeza.

– Perdonen la molestia, pero Edie Findhorn está al teléfono, quiere hablar con Mrs. Geordie Aird.

Las desgracias siempre llegan de tres en tres.

Violet se quedó helada, como si por la puerta no sólo hubiera entrado Agnes, sino también un viento ártico. Se puso en pie con tanta brusquedad que habría tirado la silla de no haberla sujetado Noel.

Nadie dijo nada. Todos miraban y en todos los rostros se reflejaba la misma preocupación.

– Si me perdonáis… -dijo, y se avergonzó de como le temblaba la voz-…será un momento. -Dio media vuelta, se fue hacia la puerta, que Agnes sostenía abierta, y entró en la gran cocina de Isobel. Agnes la siguió pero no importaba. En aquel momento, lo que menos le preocupaba era la intimidad. El teléfono estaba en el aparador. Cogió el auricular.

– ¿Edie?

– ¡Oh! Mrs. Aird…

– Edie, ¿qué pasa?

– Siento haberla hecho levantarse de la mesa…

– ¿Está Lottie mal?

– No hay que preocuparse por Lottie, Mrs. Aird. Tenía usted razón. Vino a Strathcroy en el autobús, entró en mi casa por la puerta trasera…

– ¿Pero tú no estabas?

– No; yo ya estaba aquí, en Balnaid.

– Gracias a Dios. ¿Y dónde está ahora?

– Mr. Ishak llamó por teléfono a la Policía y a los cinco minutos ya estaban allí con su coche patrulla y se la llevaron.

– ¿Y dónde está ahora?

– Otra vez en el hospital.

El alivio hizo que Violet se sintiera muy débil. Le temblaban las rodillas. Miró en derredor buscando una silla, pero no había ninguna a mano. Agnes Cooper, adivinando su necesidad, le acercó una y Violet pudo descansar.

– ¿Estás bien, Edie?

– Muy bien, Mrs. Aird… -La mujer se interrumpió. Violet esperó. Había algo más. Frunció el ceño.

– ¿Cómo se enteró Mr. Ishak de que Lottie estaba en tu casa? ¿Es que la vio?

– No, exactamente. -Otra pausa larga-. Verá, eso no es todo. Tendrá que decírselo a Edmund. Él y Virginia tienen que venir. Henry está aquí. Se ha escapado de la escuela, Mrs. Aird. Ha vuelto a casa.

Edmund conducía demasiado de prisa, con aquella oscuridad con la niebla. Bajó la cuesta de Croy hacia el pueblo. Virginia, a su lado, miraba el vaivén del limpiaparabrisas con la barbilla escondida en el cuello de piel. No decían nada, no porque no hubiera nada que decir, sino porque estaban tan lejos el uno del otro y la situación era tan traumática que no encontraban palabras. El recorrido duró sólo unos minutos. Dejaron atrás las verjas de Croy y enfilaron las calles del pueblo. Cien pasos más allá, cruzaron el puente. Los árboles; la verja; Balnaid.

Por fin, Virginia habló.

– No te enfades con él -dijo.

– ¿Enfadarme? -Casi no podía creer que fuera tan poco perceptiva.

Virginia no dijo más. Él dio la vuelta a la casa y, con un brusco frenazo, detuvo el “BMW” en el patio trasero y quitó el contacto. Salió del coche antes que ella y entró en la casa, abriendo la puerta violentamente.

Edie y Henry estaban en la cocina, sentados a la mesa. Esperando. Henry, de cara a la puerta. Estaba muy pálido y tenía los ojos muy abiertos, de temor. Llevaba su jersey gris de la escuela y parecía muy pequeño e indefenso.

¿Cómo había podido hacer él solo aquel largo viaje? La idea pasó fugazmente por la cabeza de Edmund.

– Hola, Henry -dijo.

Henry dudó sólo un segundo y en seguida se deslizó de la silla y corrió hacia su padre. Edmund lo levantó en brazos, como si no pesara nada. Henry se abrazó a su cuello mojándole la mejilla con sus lágrimas.

– Henry. -Virginia estaba allí, a su lado. Al cabo de un momento, Edmund dejó a Henry suavemente en el suelo. El abrazo de Henry se aflojó, el niño se volvió hacia su madre y Virginia, con un movimiento fluido y gracioso, se arrodilló sin la menor consideración por el vestido y lo encerró en un cálido y suave abrazo. Henry escondió su cara en el cuello de piel.

– Tesoro, tesoro… No llores, todo se arreglará.

Edmund se volvió hacia Edie, que se había puesto en pie, y los dos miraron en silencio por encima de la larga mesa de la cocina.

Ella lo conocía desde que había nacido y él le agradeció que no pusiera reproche en su mirada.

– Lo siento -dijo ella.

– ¿Qué sientes, Edie?

– Haberos estropeado la cena.

– No digas tonterías. Como si eso pudiera importar. ¿Cuándo…?

– Hará un cuarto de hora. Lo trajo Mrs. Ishak.

– ¿Han llamado de la escuela?

– El teléfono está averiado. No se reciben llamadas.

– Lo había olvidado.

– Claro. -Había cosas que hacer. Asuntos de carácter práctico y urgente-. Tengo que telefonear.

Los dejó. Henry aún lloraba. Cruzó la silenciosa casa hasta la biblioteca, encendió las luces, se sentó a su mesa y marcó el numero de Templehall.

El teléfono sonó una sola vez antes de que contestaran.

– Templehall.

– ¿El director?

– Al aparato.

– Colin, aquí Edmund Aird.

– ¡Oh…! -La exclamación recorrió la línea seguida de un audible suspiro de alivio. Edmund aún pudo preguntarse cuanto tiempo haría que el pobre hombre intentaba establecer contacto con ellos-. Estaba volviéndome loco. No había manera de hablar con ustedes.

– Henry está aquí. Está bien.

– Gracias a Dios. ¿Cuándo llegó?

– Hace un cuarto de hora. No conozco los detalles. Nosotros mismos acabamos de llegar. Cenábamos fuera. Nos dieron el recado allí.

– Desapareció inmediatamente después de la hora de acostarse. A las siete. Desde entonces estoy tratando de ponerme en contacto con ustedes.

– El teléfono está averiado. No recibimos llamadas.

– Por fin lo averigüe y llamé a su madre, pero tampoco contestó.

– Ella estaba en la misma cena.

– ¿Está bien Henry?

– Parece que sí.

– ¿Cómo diantres llegó a casa?

– No tengo ni idea. Como le digo, acabamos de llegar. Casi no he hablado con él. Antes he querido llamarle.

– Se lo agradezco.

– Lamento todo este trastorno.

– Soy yo quien debe pedir disculpas. Henry es su hijo y estaba bajo mi responsabilidad.

– ¿Usted…? -Edmund se apoyó en el respaldo-. ¿Sabe usted si ha ocurrido algo que precipitara su marcha?

– No; ni ninguno de los chicos mayores. Ni el personal. Henry no parecía ni triste ni contento. Siempre tardan una o dos semanas en aclimatarse y habituarse a su nueva vida, en aceptar el cambio y el entorno extraño. Yo lo vigilaba, desde luego, pero nada hacía pensar que fuera a tomar una decisión tan drástica.

Colin Henderson parecía tan disgustado y perplejo como el propio Edmund.

– Sí, entiendo -dijo Edmund.

El director preguntó, tras cierta vacilación:

– ¿Piensa volver a enviárnoslo?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Estaba pensando si desearían ustedes que volviera.

– ¿Existe algún impedimento?

– Por mi parte, absolutamente ninguno. Es un chico muy agradable y estoy seguro de que podríamos sacar mucho provecho de él. Personalmente, me alegraría volver a verlo pero… -Se interrumpió y Edmund tuvo la impresión de que el hombre escogía sus palabras cuidadosamente-… pero, Edmund, de vez en cuando llega a Templehall un niño, que en realidad no tendría que haber salido de su casa. No conozco a Henry lo suficiente como para asegurarlo pero me parece que él es uno de esos niños. No es sólo que sea muy infantil para su edad. Es que no está preparado para las exigencias de la vida de un internado.

– Sí. Sí, comprendo.

– ¿Por qué no se toma unos días para pensarlo? Tenga en casa a Henry hasta que se decida. Recuerde que, en realidad, yo deseo que vuelva. No trato de rehuir responsabilidades ni de romper un compromiso, pero le sugiero que reconsidere la situación.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Enviarlo otra vez a la primaria de su pueblo. Es evidente que se trata de una buena escuela, porque Henry está bien preparado. A los doce años, puede volver a planteárselo.

– Eso es exactamente lo que mi esposa ha estado diciéndome desde hace un año.

– Lo siento pero, vistas las circunstancias, creo que ella tiene razón y me parece que usted y yo tenemos la culpa de lo sucedido y que ambos estábamos equivocados…

Siguieron cambiando impresiones unos momentos, acordaron volver a hablar al cabo de un par de días y, finalmente, colgaron.

«Él es uno de esos niños. No está preparado para las exigencias de la vida en un internado. Los dos estábamos equivocados.»

Equivocados. Esta era la palabra clave. Su esposa tiene razón y usted está equivocado. Costaba un poco aceptar la palabra, aceptar sus implicaciones. Permaneció sentado ante la mesa, haciéndose a la idea de que había estado a punto de cometer una desastrosa equivocación. No estaba acostumbrado a este ejercicio y le llevó algún tiempo.

Pero, finalmente, se levantó. Vio que el fuego se había consumido. Cruzó la habitación y echó unos troncos. Cuando la seca madera hubo prendido y las llamas volvían a bailar alegremente, salió de la biblioteca y volvió a la cocina.

Allí las cosas habían vuelto casi a la normalidad.

Estaban sentados alrededor de la mesa, Henry, en las rodillas de su madre. Edie había hecho té y cacao para Henry. Virginia todavía llevaba el abrigo de piel. Cuando entró, todos lo miraron y vio que las lágrimas de Henry se habían secado y el calor había vuelto a sus mejillas.

Edmund adoptó una expresión jovial.

– Ya está… -Revolvió el pelo de su hijo y se sentó-. ¿Hay una taza de té para mí?

– ¿Adónde has ido? -preguntó Henry.

– A hablar con Mr. Henderson.

– ¿Estaba muy enfadado?

– No, enfadado, no. Sólo un poco preocupado.

– Lo siento -dijo Henry.

– ¿Nos lo cuentas?

– Sí.

– ¿Cómo llegaste a casa?

Henry bebió otro sorbo del dulce y humeante cacao y dejó el tazón encima de la mesa.

– Cogí un autobús -contestó.

– Pero, ¿cómo pudiste salir de la escuela?

Henry lo explicó. Oyéndole, todo parecía ridículamente sencillo. A la hora de acostarse, se vistió dentro de la cama y se puso la bata. Cuando apagaron las luces, fingió que tenia necesidad de ir al lavabo. En los aseos había un gran armario para secar las toallas y en este armario había escondido su abrigo. Allí, se cambió la bata por el abrigo y salió por la ventana de la salida de incendios. Después se fue por el camino de atrás hasta la carretera por la que pasaban los autobuses.

– Pero, ¿cuánto tiempo tuviste que esperar el autobús?

– Sólo un poco. Sabía que iba a pasar uno.

– ¿Como lo sabías?

– Tenía un horario. -Miró a Edie-. Lo cogí de tu bolso y me lo guardé.

– Vaya. Ya podía yo buscar mi horario.

– Lo tenía yo. Había mirado las horas de los autobuses de Relkirk y sabía que tenía que venir. Y vino.

– Pero, ¿nadie te preguntó adónde ibas tú solo?

– No. Me había puesto el pasamontañas y sólo se me veían los ojos. No parecía un chico de colegio porque no llevaba la gorra.

– ¿Cómo pagaste el billete? -preguntó Edmund.

– Vi me dio dos libras cuando nos despedimos. No las entregué y me las guardé en el bolsillo de dentro del abrigo. Allí puse también el horario para que nadie lo encontrara.

– ¿Y qué hiciste en Relkirk?

– Llegamos a la estación de autobuses. Empezaba a oscurecer y tuve que buscar el otro autobús, el que pasaba por Caple Bridge. También había uno que iba a Strathcroy, pero no quise tomarlo por si me veía alguien, algún conocido. Y fue muy difícil encontrar el autobús, porque había muchos y tuve que leer las letras de delante. Pero lo encontré y tardó mucho en arrancar.

– ¿Y dónde bajaste?

– Ya te lo he dicho, en Caple Bridge. Y luego vine andando.

– ¿Has venido andando desde Caple Bridge? -Virginia miró a su hijo con asombro-. Pero, Henry, son cinco millas…

– No hice todo el camino andando -reconoció él-. Ya sé que no debo subir a coches desconocidos, pero subí a un camión de corderos que conducía un hombre muy amable y él me trajo hasta Strathcroy. Y, entonces… -Su voz, que hasta entonces sonaba tan clara y confiada, empezó a temblar otra vez-. Y, entonces… -Miró a Edie.

Edie tomó la palabra.

– No llores, tesoro. No hablaremos de eso si tú no quieres.

– Cuéntalo tú.

Y Edie lo contó, con toda sencillez y claridad, pero ni aún así disimulaba el horror de la terrible experiencia vivida por Henry. Al oír el nombre de Lottie, Virginia palideció y abrazó estrechamente a Henry, oprimiendo la cara contra su cabeza y tapándole los ojos con las manos, como si quisiera quitarle de la vista para siempre la imagen de Lottie Carstairs cruzando la habitación de Edie para ver quien había en la ventana.

– ¡Oh! Henry… -Lo acunaba como a un niño pequeño-. No lo soporto. ¡Qué espanto! ¡Qué impresión!

Edmund, también alterado, mantuvo la voz firme al preguntar:

– ¿Y qué hiciste?

El tono tranquilo de su padre devolvió el valor a Henry, que emergió, despeinado, del abrazo de Virginia y continuó:

– Fui a la tienda de Mrs. Ishak, todavía tenía la puerta abierta y estaba barriendo el suelo. Fue muy amable, Mrs. Ishak avisó a la policía y ellos llegaron tocando la sirena y con una luz azul que se encendía y se apagaba. Lo vimos desde la tienda. Y, entonces, cuando el coche se fue otra vez a Relkirk, Mrs. Ishak se puso el abrigo y me trajo aquí. Tuvo que tocar el timbre porque la puesta estaba cerrada, y los perros ladraron y Edie vino a abrir. -Cogió la taza, apuró el vaso y volvió a dejarla en la mesa-. Yo pensaba que estaba muerta. Lottie se había puesto su jersey lila y tenía la boca roja y pensé que había matado a Edie… -Arrugó la cara. Era mucho para él. Se echó a llorar y ellos le dejaron. Edmund, en vez de decirle que los hombres no lloran, lo miraba con admiración y orgullo. Porque Henry, con ocho años no sólo se había escapado de la escuela, sino que había realizado la huida con cierto estilo. Había planeado toda la operación con una entereza, un sentido común y una minuciosidad insospechados. Parecía tenerlo todo previsto y sólo la funesta reaparición de la dichosa Lottie Carstairs había podido derrotarlo.

Al fin, cesaron las lágrimas. Henry se había quedado seco. Edmund le dio su pañuelo de hilo y el niño se limpió la cara y se sonó.

– Creo que me gustaría irme a la cama.

– Claro que sí -sonrió Virginia-. ¿Quieres bañarte antes? Debes de sentirte muy frío y sucio.

– Sí. Está bien.

El niño se levantó, se sonó otra vez y devolvió el pañuelo a su madre. Edmund lo tomó, abrazó a Henry y se inclinó para besarle el pelo.

– Hay algo que no nos has dicho. -Henry levantó la mirada-. ¿Por qué te escapaste?

Henry reflexionó y respondió:

– No me gustaba aquello. No se estaba bien. Era como estar enfermo, como tener siempre dolor de cabeza.

– Sí -repuso Edmund, pensativo-. Sí, comprendo. -Titubeó y dijo-: Mira, hijo, ¿por qué no subes con Edie a darte ese baño? Mamá y yo tenemos que ir a la fiesta, pero antes llamaré a Vi para decirle que estás estupendamente. Antes de que te duermas, subiremos a darte las buenas noches.

– De acuerdo. -Henry dio la mano a Edie y los dos se dirigieron hacia la puerta. Pero él se volvió-: ¿Vendréis, verdad?

– Prometido.

La puerta se cerró y Edmund y Virginia se quedaron solos.

Cuando Henry salió de la cocina, ella se derrumbó en la silla. Ya no era necesario disimular el susto y la angustia. Vio que estaba pálida bajo el maquillaje y que sus ojos se habían apagado. Ya no tenían el brillo de antes. Parecía exhausta. Edmund se levantó y le cogió una mano obligándola a ponerse en pie.

– Vamos -dijo. Y la llevó fuera de la cocina, por el corredor, hasta la biblioteca desierta. El fuego ardía alegremente y la amplia y severa habitación estaba bien caldeada. Ella agradeció el calor. Se acercó a la chimenea y se dejó caer en el taburete, arrimando las manos a las llamas. Sus faldas de gasa se extendían a su alrededor y sobre el cuello de piel se dibujaba su hermoso perfil.

– Pareces una cenicienta muy elegante. -Ella lo miró insinuando una sonrisa-. ¿Quieres beber algo?

Negó con la cabeza.

– No. Estoy bien.

Él se acercó a su escritorio, encendió la lámpara y marcó el número de Croy. Contestó Archie.

– Archie, soy Edmund.

– ¿Henry está bien?

– Sí, muy bien. Se ha llevado un buen susto pero no se lo digas a Vi. Dile sólo que el niño está bien y que se ha ido a la cama.

– ¿Vais a volver?

Edmund miró a su mujer, que estaba sentada de espaldas a él, su silueta recortándose contra el resplandor de las llamas.

– Me parece que no -dijo-. Iremos directamente a Corriehill. Nos veremos allí.

– Está bien. Se lo diré a todos. Hasta luego, Edmund.

– Adiós. -Edmund colgó el teléfono, volvió a la chimenea y, con un pie en el guardafuegos y una mano en la repisa, se quedó contemplando las llamas, lo mismo que su mujer. Pero el silencio que había entre los dos ya no era hostil, sino de armoniosa compenetración de dos personas que, después de superar una crisis, no necesitan decirse nada.

Fue Virginia la primera en hablar.

– Lo siento -dijo.

– ¿Qué es lo que sientes?

– Lo que te dije en el coche, que no te enfadaras. Fue una estupidez. Debía comprender que tú nunca podrías enfadarte con Henry.

– Al contrario, estoy orgulloso de él. Lo ha hecho muy bien.

– Debía sentirse muy desgraciado.

– O quizá perdido. Estaba equivocado y tú tenías razón. Colin Henderson dice lo mismo que tú, que Henry todavía no está preparado para vivir en un internado.

– No debes echarte la culpa.

– Eres muy generosa.

– No; no me siento generosa. Me siento agradecida. Porque ahora, por fin, podremos dejar de discutir, pelearnos y destruirnos mutuamente. Tú tenías las mejores intenciones del mundo. Estabas convencido de que eso era lo que más convenía a Henry. Todos nos equivocamos alguna vez. El que nunca se equivoca es que nunca hace nada. Ahora ha pasado. No pensemos más en ello. Y demos gracias de que a Henry no le ocurriera nada malo.

– ¿Te parece poco lo de Lottie? Yo diría que eso es más que suficiente para producir a uno pesadillas durante el resto de su vida…

– Pero supo hacer frente a la situación. Con mucho sentido común. Fue a casa de Mrs. Ishak. Se puso a salvo. Dio la alarma. De nada sirve hablar de ello, Edmund.

Él no dijo nada. Después de unos momentos, se apartó del fuego y se sentó en un extremo del gran sofá, extendiendo sus largas piernas enfundadas en los calcetines rojos y blancos y con zapatos con hebilla de plata. Las llamas se reflejaban en los relucientes botones y en el broche de pedrería de su bolsa.

– Debes de estar molido -dijo ella.

– Sí; ha sido un día muy largo. -Se frotó los ojos-. Pero creo que tenemos que hablar.

– Podemos hablar mañana.

– No. Tiene que ser ahora. Antes de que sea tarde. Debí decírtelo antes, cuando me hablaste de Lottie. Lottie y sus chismes, sus habladurías. Te dije que mentía, pero no es verdad.

– ¿Vas a hablarme de Pandora? -La voz de Virginia sonó tranquila y resignada.

– Es necesario.

– Estabas enamorado de ella.

– Sí.

– Le tengo miedo.

– ¿Por qué?

– Porque es tan hermosa. Y misteriosa. Porque, tras ese torrente de palabras, nunca sabes lo que piensa. Porque no puedo ni imaginar lo que hay en su cabeza. Y porque te ha conocido toda la vida, antes que yo. Y eso me hace sentir extraña e insegura. ¿Por qué ha vuelto a Croy? ¿Sabes tú por que ha vuelto?

Él movió la cabeza.

– No.

– Temo que aún esté enamorada de ti. Todavía te desea.

– No.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Los motivos de Pandora, cualesquiera que sean, no me importan. Lo único que a mí me importa eres tú. Y Alexa. Y Henry. Pareces haber perdido de vista esta prioridad.

– Cuando lo vuestro, tú estabas casado con Caroline. Teníais una niña. ¿Tan diferentes eran entonces las cosas? -Aquello era una acusación y él la aceptó.

– Sí. Les fui infiel a las dos. Pero Caroline no era como tú. Si intentara explicarte por que me casé con ella, no creo que me entendieras. Tuvo mucho que ver con el ambiente de la época. Eran los turbulentos años sesenta. Y, todos nosotros, jóvenes. Había en el aire un materialismo, una fiebre… Yo empezaba a abrirme camino. Ganaba dinero, era alguien en la sociedad de Londres. Ella formaba parte de mis ambiciones, de aquello que yo deseaba. Sus padres eran multimillonarios, ella era hija única y yo ansiaba situarme en una posición brillante.

– Pero estabas enamorado de ella, ¿no?

Edmund movió la cabeza.

– No lo sé. No pensé mucho en ello. Sólo pensaba que era maravillosa, elegante, la clase de mujer que te hacía volver la cabeza, que excitaba la envidia. Me gustaba que me vieran a su lado. Estaba muy orgulloso de ella. La parte sentimental y sexual de nuestras relaciones era menos satisfactoria. No sé exactamente cuando empezaron a torcerse las cosas, pero de lo que estoy seguro es de que yo tuve tanta culpa como Caroline. De todos modos, era una muchacha extraña. Utilizaba el sexo como arma y la frigidez como castigo. Antes de un año, yo dormía en el vestidor, y cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, en lugar de alegría hubo lágrimas y reproches. No quería un hijo porque le daba miedo el parto. Luego resultó que su miedo estaba justificado. Porque, después de dar a luz, tuvo una depresión que le duró varios meses. Estuvo mucho tiempo en el hospital y, cuando pudo viajar, su madre se la llevó a Madeira a pasar el invierno. A principios del verano de aquel año, Archie se casó con Isobel. Él había sido mi mejor amigo de toda la vida. Llevábamos varios años viéndonos poco porque yo vivía en Londres, pero comprendí que tenía que asistir a su boda. Pedí una semana de permiso y vine a casa. Tenía veintinueve años. Vine solo y me alojé en Balnaid, con Vi. Croy estaba lleno de invitados y era como un circo de tres pistas. Nada más llegar, fui a ver a Archie y quedé atrapado en aquel torbellino. Allí estaba Pandora. Hacía cinco años que no la veía. Acababa de cumplir los dieciocho y había dejado atrás la escuela y la niñez. La conocía desde que nació. Era parte de mi vida, siempre presente. Un bebé en un cochecito y, luego, una niña que nos seguía a Archie y a mí a todas partes, rebelde, mimada y perversa, pero encantadora y cariñosa. Volví a verla y descubrí que seguía siendo la misma. Sólo que ahora había crecido. La vi venir hacia mí por el vestíbulo de Croy. Vi sus ojos, su sonrisa, sus piernas largas y un aire de potente sensualidad, casi visible. Se me abrazó al cuello, me besó en la boca y dijo: «Edmund, canalla, ¿por qué no me has esperado?» Fue lo único que dijo y yo me sentí como si me ahogara y las aguas se hubieran cerrado ya sobre mi cabeza.

– Fuisteis amantes.

– Yo no la seduje. Sólo tenía dieciocho años pero ya no era virgen. No nos era difícil estar juntos. Había tanta gente y se hacían tantas cosas en la casa, que nadie nos echaba de menos si desaparecíamos juntos.

– ¿Ella estaba enamorada de ti?

– Eso decía. Aseguraba que siempre lo había estado, desde niña. Que yo estuviera casado sólo la hacía más insistente. Nunca le habían negado nada. Cuando traté de razonar con ella, se tapó los oídos con las manos, cerró los ojos y se negó a escuchar. No podía creer que fuera a dejarla. No podía creer que no volviera a su lado. La boda fue un sábado. Yo tenía que regresar a Londres el domingo por la tarde. El domingo por la mañana, Pandora y yo subimos la montaña por el camino del lago, pero nos paramos en la hondonada de la ladera y nos tendimos en la hierba, con el murmullo del agua a los pies. Finalmente, le hice comprender que tenía que marcharme y ella se abrazó a mí llorando y protestando. Para calmarla, tuve que prometerle que volvería. Le dije que le escribiría, que la quería… todas esas estupideces que se dicen cuando no se tiene valor para romper. Cuando no se sabe ser fuerte. Cuando no se decide a destruir el sueño de otra persona.

– ¡Oh!, Edmund.

– Lo compliqué todo de un modo espantoso. Fui condenadamente cobarde. Regresé a Londres y, a medida que iba dejando atrás las millas, empecé a odiarme por lo que había hecho a Caroline y a Alexa y por lo que estaba haciendo a Pandora. Cuando llegué a Londres, estaba decidido a escribirle para explicarle que aquel episodio no había sido más que un sueño; días robados que no tenían más consistencia ni más futuro que una pompa de jabón. Pero no le escribí. Porque, a la mañana siguiente, fui al despacho y, por la noche, estaba con el presidente en un avión rumbo a Hong Kong. Había un importante asunto financiero en la Bolsa y me habían elegido para encargarme de él. Estuve fuera tres semanas. Cuando regresé a Londres, los días de Croy parecían muy lejanos, como un sueño, o como días robados a la vida de otra persona. Casi no podía creer que aquello me hubiera ocurrido a mí. Yo era un economista práctico y realista, no un romántico soñador que se había dejado arrastrar por una pasión pasajera. Y había muchas cosas en juego. Mi empleo, supongo. Una forma de vida conquistada con mucho esfuerzo. Alexa. No podía ni pensar en perderla. Y Caroline. Mi mujer para lo bueno y para lo malo. Había vuelto de Madeira restablecida. Habíamos pasado una mala época pero ya quedaba atrás. Volvíamos a estar juntos y no era aquel el momento de echarlo todo a rodar. Retomamos los hilos de nuestras vidas y la trama de un matrimonio de conveniencia.

– ¿Y Pandora?

– Nada. Se acabó. No escribí la carta.

– ¡Oh!, Edmund. Eso fue una crueldad.

– Sí, un pecado de omisión. ¿Conoces esa terrible sensación de tener que hacer algo muy importante y no poder hacerlo? Y, a cada día que pasa, se te hace más y más difícil, hasta que, finalmente, queda más allá de los límites de lo posible. Aquello había acabado. Archie e Isobel estaban en Berlín y no supe nada más de Croy hasta el día en que Vi me llamó desde Balnaid para decirme que Pandora se había ido. Se había fugado al otro lado del mundo, con un americano rico, que podía ser su padre.

– ¿Te consideras responsable?

– Por supuesto.

– ¿Se lo dijiste a Caroline?

– Nunca.

– ¿Fuiste feliz con ella?

– No. Caroline no era una mujer que engendrara felicidad. Nuestro matrimonio funcionaba porque nosotros lo hacíamos funcionar. Éramos de ese tipo de personas. Pero el amor, cualquier clase de amor, era muy tenue. Ojalá hubiéramos sido felices. Habría sido más fácil aceptar su muerte si hubiéramos tenido una buena vida en común y yo no hubiera comprendido que nuestro matrimonio no había sido más que… -se interrumpió buscando las palabras-…diez buenos años desperdiciados.

No parecía haber más que decir. Marido y mujer se miraron y Virginia observó que la desesperación y la tristeza asomaban a los ojos de Edmund. Se levantó del taburete y se sentó a su lado. Le acarició los labios. Le dio un beso. Él la abrazó.

– ¿Y nosotros? -preguntó ella.

– Nunca supe lo que podía ser el matrimonio hasta que te conocí.

– Ojalá me lo hubieras contado antes.

– Me avergonzaba. No quería que lo supieras. De buena gana daría el brazo derecho por poder cambiar las cosas. Pero no se puede. Se convierten en parte de ti mismo. Permanecen contigo para siempre.

– ¿Has hablado de todo esto con Pandora?

– No. Casi no la he visto. No ha habido ocasión.

– Tienes que darle una explicación. Me parece que todavía significa mucho para ti.

– Sí, pero es una parte de la vida de antes. No de la vida de ahora.

– ¿Sabes? Yo siempre te he querido. Supongo que, si no te hubiera querido tanto, no habrías conseguido que me sintiera tan desgraciada. Pero ahora que sé que eres humano y débil y que cometes las mismas idioteces que los demás, te quiero más todavía. Nunca creí que me necesitaras. Pensaba que eras autosuficiente. Que te necesiten es más importante que nada, ¿comprendes?

– Yo te necesito ahora. No te vayas. No me dejes. No te vayas a América con Conrad Tucker.

– No me iba con Conrad Tucker.

– Me pareció que sí.

– No. En realidad, es un hombre muy agradable.

– Me daban ganas de estrangularlo.

«No se te ocurra contárselo a Edmund.»

Virginia no sentía remordimientos, pero sí el deseo de proteger a su marido y se prometió guardar aquel secreto como un trofeo particular del que no dejaba de estar orgullosa. Y dijo con desenfado:

– Hubiera sido una lástima.

– ¿Se sentirán muy defraudados tus abuelos?

– Iremos en otra ocasión. Tú y yo. Dejaremos a Henry con Vi y con Edie e iremos a visitarlos juntos.

Él la besó, apoyó la cabeza en el mullido respaldo del sofá y suspiró:

– Me gustaría no tener que ir a ese dichoso baile.

– Ya lo sé. Pero hay que ir. Aunque no sea más que un momento.

– Preferiría irme a la cama contigo.

– Nos queda mucho tiempo para eso. Años y años. El resto de nuestra vida.

Al poco rato, Edie fue a buscarlos. Llamó a la puerta antes de abrirla. La luz del vestíbulo brillaba a su espalda y hacía de su pelo blanco una aureola.

– Venía a decir que Henry está en la cama esperando…

– Gracias, Edie.

Subieron. Henry estaba en su cama. La lámpara de la mesita de noche iluminaba débilmente la habitación. Virginia se sentó en el borde de la cama y se inclinó para darle un beso. El niño estaba medio dormido.

– Buenas noches, tesoro.

– Buenas noches, mami.

– Aquí estarás bien.

– Sí, muy bien.

– Sin sueños.

– Me parece que sí.

– Si vienen los sueños, Edie está abajo.

– Sí, ya lo sé.

– Te dejo con papá.

Se levantó y se fue hacia la puerta.

– Que te diviertas -dijo Henry.

– Gracias, tesoro, lo procuraremos.

Virginia salió al pasillo y Edmund ocupó su lugar.

– Bueno, Henry, ya estás otra vez en casa.

– Siento mucho lo de la escuela. Es que no estaba bien allí.

– No. Ya lo sé. Ahora me doy cuenta. Mr. Henderson, también.

– No tendré que volver, ¿verdad?

– Me parece que no. Tendremos que preguntar a la primaria de Strathcroy si te admiten otra vez.

– ¿Y crees que dirán que no?

– Me parece que no. Volverás a ir con Kedejah. Buenas noches, chico. Bien hecho. Estoy orgulloso de ti.

A Henry se le cerraban los ojos. Edmund se levantó y se alejó de la cama. En la puerta, se volvió y advirtió con sorpresa que tenía los ojos húmedos.

– Henry.

– ¿Sí?

– ¿Tienes a Moo contigo?

– No -respondió Henry-. Ya no necesito a Moo.

Fuera, Virginia advirtió que había dejado de llover. De algún lugar soplaba un viento fresco y cortante que removía la oscuridad haciendo que los altos olmos de Balnaid susurraran, crujieran y agitaran sus copas. Levantó la mirada y vio las estrellas. El viento barría las nubes hacia el Este y el cielo quedaba claro e infinito, salpicado de un millón de refulgentes constelaciones. El aire puro, dulce y frío, le azotó las mejillas. Lo aspiró profundamente y se sintió revitalizada. Ya no estaba cansada. Ya no se sentía desgraciada, enojada, resentida ni perdida. Henry iba a quedarse en casa y Edmund había vuelto a ella. Era joven y sabía que estaba hermosa. Vestida con elegancia y a punto de ir a un baile. Hubiera bailado toda la noche.

Siguieron el haz luminoso de los faros mientras la estrecha carretera se retorcía a su espalda. Cuando se acercaban a Corriehill vieron en el cielo nocturno el reflejo de los focos que iluminaban la fachada de la casa. Guirnaldas de luces de colores enlazaban los árboles de la larga avenida y, sobre la hierba de los bordes, a cada veinte pasos, ardían unas bengalas.

El "BMW" tomó el último viraje y la casa apareció recortándose sobre el oscuro telón de fondo del cielo. Parecía enorme e imponente.

– Hoy debe de sentirse orgullosa -dijo Virginia.

– ¿Quién?

– Corriehill. Como un monumento, en memoria de todas las cenas, bodas y bailes que habrá conocido en el curso de su historia. Y bautizos. Y funerales también, supongo. Pero, sobre todo, las fiestas.

Tres potentes focos bañaban de luz a Corriehill desde la base hasta las chimeneas. Detrás estaba la cara iluminada como un teatro de sombras. Deformes siluetas se movían y giraban sobre la blanca lona. Se oía música. Evidentemente, el baile estaba en su apogeo.

A la izquierda de la avenida, otro faro colgaba de un árbol iluminando la gran explanada. Largas hileras de coches, simétricamente aparcados, se extendían hasta perderse de vista. De la oscuridad surgió una figura que agitaba una linterna. Edmund paró el coche y bajó el cristal. El de la linterna se agachó para mirar al interior del "BMW". Era Hughie McKinnon, el viejo chapuzas de los Steynton, al que aquella noche se había asignado la función de vigilante de aparcamiento y que ya olía a whisky.

– Buenas noches, señor.

– Buenas noches. Hughie.

– ¡Ah!, es usted, Mr. Aird. Perdone, no reconocí el coche. ¿Cómo está, señor? -Dobló el cuello un poco más para mirar a Virginia y lanzó otra vaharada de whisky-. ¿Y Mrs. Aird? ¿Cómo está, señora?

– Bien, muchas gracias, Hughie.

– Bueno, bueno… -dijo Hughie-, llegan muy tarde. El resto de su grupo hace más de una hora que está aquí.

– Lo siento pero nos han entretenido.

– En fin, que se le va a hacer. La noche es larga. Ahora, señor -agregó afianzando las piernas-, si tiene la bondad de llevar a la señora a la puerta de la casa y dejarla allí, luego puede volver y yo le ayudaré a aparcar el coche por allá. -El haz luminoso de la linterna se movía en todas direcciones. El hombre eructó discretamente-. Les deseo que se diviertan mucho y lo pasen muy bien.

Dio un paso atrás. Edmund subió el cristal.

– Dudo que Hughie resista toda la noche.

– Por lo menos, lleva calefacción central. No morirá de hipotermia.

El coche se detuvo ante la puerta principal, detrás de un gran "Audi" con matrícula personalizada que descargaba a un grupo de chicos y chicas muy jóvenes, colorados y risueños que, al parecer, llegaban de una larga y fastuosa cena. Virginia subió tras ellos mientras Edmund iba en busca de Hughie para aparcar el coche.

Al entrar en la casa, Virginia se sintió envuelta por la luz, el calor, la música, el olor a flores y a humo de leña, y las voces, saludos, risas y el murmullo de animadas conversaciones. Mientras subía lentamente la escalera, miró por encima de la barandilla la carnavalesca escena. Había gente por todas partes. A muchos los conocía, a otros, no. Habían venido de todo el país expresamente para la fiesta. En la enorme chimenea ardían varios troncos y alrededor de ella charlaban grupos de jóvenes vestidos con kilt y con copas en la mano. Dos eran oficiales de los cuarteles de Relkirk y estaban muy elegantes con sus guerreras rojas.

Del comedor, cuyas puertas estaban festoneadas de seda azul oscuro, llegaba el sonido trepidante de la música disco. Por aquellas puertas circulaba un constante flujo y reflujo de trafico. Los animosos muchachos que desaparecían en la oscuridad remolcando a su chica se cruzaban con las parejas que salían, ellos, tan acalorados como si acabaran de jugar un partido de squash y ellas, arreglándose el pelo con la mano o cogiendo un cigarrillo con aire de forzada naturalidad. Era evidente que la poca luz y el mucho ruido producían cierta excitación sexual.

En uno de los sofás que flanqueaban la puerta de la biblioteca estaba el viejo general Grant-Palmer con su kilt y las rodillas indecentemente separadas. Hablaba con una dama imponente, de busto enorme, a la que Virginia no conocía. Otros estaban en la biblioteca, camino de la carpa. «¡Virginia!» gritó un hombre al verla. Ella agitó la mano, sonrió y siguió subiendo la escalera. Abrió una puerta en la que se leía “Señoras” y entró en un dormitorio, se quitó el abrigo y lo dejó encima de los que se amontonaban en la cama. Se acercó al espejo para peinarse. A su espalda, por la puerta del cuarto de baño, apareció una muchacha. Tenía el pelo muy pálido, como una aureola de milanos y los ojos maquillados a lo oso panda. Virginia iba a decirle amablemente que la falda se le había quedado prendida en las bragas cuando advirtió que se trataba de una falda globo. Deseó que Edmund estuviera allí para reírse juntos. Dio una rápida vuelta sobre sí misma para eliminar las arrugas de la falda, guardó el peine en el bolso y salió de la habitación.

Edmund la esperaba al pie de la escalera. Le dio la mano.

– ¿Todo bien?

– Tengo algo muy divertido que contarte. ¿Has aparcado?

– Hughie me ha encontrado sitio. Ven, vamos a ver que hay.

Ella ya lo había visto la mañana que llevó los floreros, cuando la carpa estaba recién montada y con obreros por todas partes. Ahora estaba transformada y todos los meses que Verena había pasado haciendo planes, sufriendo y trabajando, podían darse por bien empleados. Virginia se dijo que Corriehill tenia que haber sido construido especialmente para una ocasión como esta. El corredor que comunicaba la biblioteca con la carpa abarcaba la escalera de piedra del jardín. Las urnas que adornaban los extremos superior e inferior de la barandilla contenían una masa de lustrosas hojas verdes y crisantemos blancos. Las lámparas que lo iluminaban se balanceaban a la leve corriente de aire.

Se detuvieron en lo alto de la escalera, observatorio natural, y contemplaron la escena con asombro y admiración.

Los altos postes habían sido convertidos en una especie de árboles con gavillas de cebada y ramas de haya y serbal cuajado de bolitas escarlata. Del techo colgaban cuatro resplandecientes arañas de cristal. Al fondo se había levantado un estrado adornado con globos de plata, sobre el que Tom Drystone y su orquesta estaban interpretando La danza del soldado. Tom, como correspondía a su función de director, estaba sentado con su acordeón en medio de los músicos: un piano, dos violines y un joven batería, todos muy elegantes, con su chaqueta blanca y calzas a cuadros. Tom saludó a Virginia con un guiño y un movimiento de cabeza. A su lado, en el suelo, tenía un vaso lleno de cerveza.

Los danzarines, en ruedas de ocho o dieciséis, giraban y formaban figuras, se cogían del brazo, cambiaban de pareja, batían palmas y saltaban al compás de una música hipnótica. En el centro de un corro, un muchacho de gran corpulencia efectuaba una bella exhibición. Parecía lo bastante fuerte como para ser un lanzador de peso o de jabalina, pero esta noche volcaba todas sus energías en el baile. Con los brazos en alto, el kilt brincándole y la camisa rebosándole del chaleco escarlata, se entregaba a la música, azotando el aire con sus piernas musculosas, gritando y saltando a gran altura.

– Como no tenga cuidado, ese chico se hará dañó -comentó Edmund.

– O matará a alguna chica.

Pero las chicas estaban encantadas y chillaban de júbilo cuando las levantaba o las hacía girar como peonzas. Virginia pensó que en cualquier momento una de ellas podía ser arrojada como una muñeca hacia el techo de la carpa.

Edmund le oprimió el codo.

– Fíjate en Noel.

Virginia siguió la dirección de su mirada y, al ver a Noel, se echo a reír. Se encontraba en el centro de un corro y, por su expresión de perplejidad, era evidente que no tenía la menor idea de lo que debía hacer. Alexa, con gran presencia de ánimo y ahogando la risa, intentaba encaminarle hacia la muchacha con la que debía bailar a continuación, la cual, con expresión de burlón aburrimiento, no hacía nada por ayudarle.

Buscaron a los otros. Vi, Conrad, Pandora, Jeff y Lucilla estaban todos en un corro de dieciséis. La pareja de Vi era un juez de Edimburgo retirado, que abultaba la mitad que ella y, probablemente, era la única persona de la fiesta que la aventajaba en edad. Vi, tan ancha y tan alta, bailaba con la ligereza de una pluma, pasando garbosamente de hombre en hombre sin perder el compás. Mientras ellos miraban, volvió a ocupar su puesto en el corro y otras dos señoras se adelantaron a bailar en el centro. Vi levantó la cabeza y vio a Edmund y Virginia cogidos de la mano en lo alto de la escalera. Su cara risueña y sofocada se nubló un instante. Arqueó las cejas con expresión temerosa e interrogante. En respuesta, Edmund levantó su mano y la de Virginia en actitud de victoria. Ella comprendió y sonrió. El ritmo de la música se aceleró. Vi y el anciano juez se dieron el brazo para volver a girar y Violet puso tanto brío en el movimiento que casi le hizo salir disparado.

Al fin, la cadena, una vuelta final, un largo acorde y el baile terminó. Hubo grandes aplausos y aclamaciones para los músicos. Los danzarines, sudorosos y cansados, querían más. Pedían a grandes gritos que se repitiera.

Pero Violet ya tenía bastante. Se excusó con su pareja y cruzó la pista hacia donde estaban Edmund y Virginia. Ellos bajaron las escaleras y Violet abrazó a su nuera.

– Por fin habéis llegado. Estaba preocupada. ¿Todo bien?

– Todo bien, Vi.

– ¿Y Henry?

– Bien y contento.

Violet miró fijamente a su hijo.

– Edmund, ¿no estarás pensando en enviarlo allí otra vez?

– Con esa mirada, cualquiera se atreve. No. Lo tendremos en casa algún tiempo.

– ¡Oh! Gracias a Dios. Por fin has recobrado la sensatez. Y en más de un sentido, si no me equivoco. Salta a la vista. -Abrió el bolso, sacó el pañuelo y se enjugó la frente-. Yo ya tengo bastante -anunció-. Me voy a casa.

– Pero Vi… -protestó Edmund-. Aún no he bailado contigo.

– Pues vas a tener que resignarte, porque me marcho. He pasado una noche fantástica, he cenado espléndidamente y he bailado. Es la hora de la Cenicienta. Estoy divirtiéndome mucho y es el momento de irse.

– Si quieres, te traeré el coche a la puerta -se ofreció Edmund.

– Muy amable. Subiré a buscar el abrigo. -Besó otra vez a Virginia-. Tenemos muchas cosas de que hablar, pero no es el momento ni el lugar. Estoy muy contenta por vosotros. Buenas noches. Que os divirtáis.

– Buenas noches, Vi.

Edmund, después de mucho buscar, encontró por fin a Pandora en el salón, donde se había instalado una larga barra y se habían dispuesto sofás y sillones para la conversación. Allí había una relativa tranquilidad, aunque no se escapaba por completo de la música de la carpa y de la discoteca. Desde la puerta, vio que varios de los invitados de Verena habían optado por descansar durante un baile o dos para tomar un respiro y una copa. Había algunas jovencitas sentadas en el suelo… buena posición desde la que mirar a los ojos de la pareja. Una de ellas ya había llamado la atención de Edmund porque llevaba el vestido de paillette negro más pequeño que Edmund había visto en su vida: la minifalda apenas le cubría la ingle. Cuando preguntó por su identidad, le dijeron que era una antigua condiscípula de Katy, lo cual resultaba difícil de creer. Aquellas provocativas lentejuelas y las interminables piernas cubiertas de seda negra no casaban con los palos de hockey.

Por fin, Edmund descubrió a Pandora, sentada en el extremo del sofá más próximo a la chimenea, en animada charla con un hombre. Edmund cruzó la habitación hacia ellos, sorteando los obstáculos. Intuyendo su presencia, ella volvió la cabeza.

– Edmund.

– Vamos a bailar.

– ¡Oh!, cielo. Estoy rota. He saltado arriba y abajo como un yo-yo.

– Pues vamos a la discoteca. Están tocando La mujer de rojo.

– Es preciosa. Edmund, ¿conoces a Robert Bramwell, verdad? Claro que sí… si es de la asociación de cazadores, que tonta.

– Lo siento, Robert. No te importa que me la lleve, ¿verdad?

– Claro que no… -el hombre tuvo cierta dificultad para levantarse del sofá, ya que era alto y bastante robusto-…de todos modos he de ir en busca de mi mujer. Le prometí bailar una pieza llamada La casa de los Hamilton. No sé como diantre se baila, pero supongo que será mejor que me presente.

– Ha sido una copa deliciosa -dijo Pandora, a modo de agradecimiento.

– Un placer.

Lo siguieron con la mirada mientras cruzaba la concurrida habitación y desaparecía por la puerta. Entonces Edmund, con toda desfachatez, ocupó su sitio.

– ¡Oh! Que fresco. Creí que querías bailar.

– Pobre hombre. Probablemente, tuvo que hacer muchas maniobras para quedarse a solas contigo y ahora yo le he fastidiado.

– Pero a mí, no. ¿No bebes nada?

– De momento, voy a descansar. Ya he bebido bastante esta noche.

– Pobre. ¡Cuánto jaleo! ¿Cómo está Henry?

– Considerando todo lo que ha tenido que pasar, está en muy buena forma.

– Ha sido muy valiente al escaparse de la escuela. Siempre se necesita valor para escapar.

– Tú te escapaste.

– ¡Oh!, cielo, ¿vamos a volver con eso? Creí que había quedado enterrado para siempre.

– Lo siento.

– ¿Sientes haber vuelto a mencionarlo?

– No. Siento todo lo que pasó. La forma en que me comporté. No te he dado ninguna explicación y supongo que ahora ya es tarde.

– Sí; un poco tarde sí es.

– No me has perdonado.

– ¡Oh!, Edmund, yo no perdono. No soy lo bastante buena para perdonar. Esa palabra no existe en mi vocabulario. ¿Cómo habría yo de perdonar, con todo lo que he hecho sufrir a la gente?

– No es eso.

– Si quieres hablar de ello, seamos objetivos. Dijiste que me escribirías, que estaríamos en contacto, que me querrías siempre y no hiciste ninguna de estas cosas. No era propio de ti faltar a tu palabra y yo no podía comprenderlo…

– Si te hubiera escrito, habría sido para decirte que mis promesas eran vanas y que me echaba atrás. Y fui dejándolo. Y cuando, por fin me sentí con el valor necesario, ya era tarde… De manera que seguí el camino más fácil.

– Eso fue lo malo. Yo creí que tú nunca tomabas el camino más fácil. Pensé que te conocía muy bien y que por eso te quería tanto. Y no podía creer que tú no me quisieras. Con lo que yo te deseaba. Fui una estúpida. Y es que siempre había conseguido todo lo que quería. Que me negaran algo que yo quería era una experiencia nueva y cruel. Y no podía aceptarlo. No podía creer que no fuera a ocurrir un milagro y que todo lo que tú habías hecho… irte a Londres, casarte con Carolina, tener a Alexa… no pudiera quedar automáticamente anulado, disuelto, barrido bajo la alfombra. Una majadería. Pero no tenía más que dieciocho años y nunca fui muy inteligente.

– Lo siento.

Ella le sonrió y le tocó la mejilla con los dedos.

– ¿Te echas tú la culpa por todos los errores que he cometido?

– No lo hagas. Yo nací siendo material de desastre. Los dos lo sabemos. Si no hubieras sido tú, habría sido otro. Y si no hubiera estado allí Harold Hogg con todos sus millones, jadeando de deseo, estoy segura de que habría encontrado a otro no menos extravagante con quien fugarme. Yo nunca te hubiera hecho feliz. Aunque no creo que Carolina te hiciera feliz. Pero ahora me parece que, con Virginia, por fin lo eres. Y eso me hace feliz a mí también.

– ¿Y qué otra cosa podría hacerte feliz?

– Aunque lo supiera, no te lo diría.

– ¿Por qué has vuelto a Croy?

– ¡Oh! Por capricho. Un impulso. Para volver a veros a todos.

– ¿Te quedarás?

– Me parece que no. Soy muy inquieta, cielo.

– Eso me hace sentir culpable.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Nosotros tenemos tanto…

– Yo también tengo. Pero las mías son cosas diferentes.

– No me gusta que estés sola.

– Es mejor así.

– Tú formas parte de todos nosotros. Lo sabes, ¿verdad?

– Gracias. Es lo mejor que podías decirme. Eso es precisamente lo que yo deseo. Así quiero que sea. -Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, y el contacto de sus labios, la proximidad de su cuerpo y el olor de su perfume le asaltaron los sentidos.

– Pandora…

– Y ahora, cielo, ya hemos estado aquí sentados bastante rato… ¿No crees que deberíamos ir a ver que hacen los demás?

Era más de la una de la madrugada, con la fiesta en su apogeo, cuando Noel Keeling, incapaz y poco deseoso de habérselas con un baile llamado El duque de Perth, se encontró solo y abandonado y se dijo que necesitaba beber algo. Se fue hacia el bar. Le ofrecieron champaña pero tenía la boca seca y prefirió un vaso de cerveza helada. Acababa de tomar un trago largo y refrescante cuando, de pronto, apareció Pandora Blair a su lado.

Apenas la había visto desde la cena, lo que le parecía una pena porque le gustaba y era la mujer más decorativa y divertida que había conocido en mucho tiempo.

– Noel.

Era halagador que hubiera venido en su busca. Inmediatamente, dejó el vaso e hizo espacio para ella, que se sentó a su lado en un taburete de bar y le sonrió con aire de conspiradora.

– Tengo que pedirte un favor.

– Adelante. ¿Quieres beber algo?

Ella alargó la mano hacia una copa de champaña y lo bebió como si fuera agua.

– ¿Llevas toda la noche bebiendo lo mismo?

– Desde luego.

– ¿Cuál es el favor?

– Me parece que es hora de irme a casa. ¿querrías acompañarme?

Noel se sintió sorprendido. Era lo último que esperaba.

– ¿Por qué quieres irte ya?

– Creo que ya me he quedado bastante tiempo. He bailado con todos y he dicho todo lo que tenía que decir, y ahora estoy deseando meterme en la cama. Iba a pedirle a Archie que me acompañara, pero lo está pasando en grande, encerrado en el despacho de Angus Steynton con el viejo general Grant-Palmer y una botella de “Glen Morangie”; me parece una canallada estropearle la diversión. Y todo el mundo anda brincando en la carpa con las danzas tribales. Hasta Conrad, nuestro no tan triste americano.

– Me sorprende que sepa bailar.

– Archie e Isobel organizaron una clase en Croy el miércoles por la noche y nos dieron lecciones. Pero nunca creí que se lo tomara tan a pecho. ¿Me acompañas, Noel? ¿Es una jugarreta pedírtelo?

– Claro que no. Te llevaré.

– Tengo mi coche, pero no estoy en condiciones de conducir. Probablemente me quedaría dormida y acabaría en la cuneta. Además, los otros lo necesitarán para volver a casa. Creo que debo dejárselo.

– Iremos en mi coche.

– Eres un ángel. -Apuró el champaña-. Subiré a buscar el abrigo. Espérame en la puerta.

Pensó en decir a alguien lo que iba a hacer pero desistió, ya que el viaje hasta Croy no llevaría más de media hora y, probablemente, no le echarían de menos. Mientras la esperaba al pie de la escalera, descubrió, divertido, que estaba verdaderamente ilusionado, como si él y Pandora fueran a emprender una misión secreta con posibles connotaciones románticas. Y, analizando la sensación, averiguó que era ella quien se la inspiraba y se dijo que seguramente siempre habría ejercido este efecto en el hombre en el que concentraba su atención.

– Lista. -Bajó la escalera corriendo, envuelta en su espléndido abrigo de visón. La cogió del brazo y cruzaron la explanada de grava. La hierba del aparcamiento estaba fría y húmeda y el terreno embarrado, por lo que se ofreció a llevarla en brazos hasta el coche. Pero ella, riendo, se quitó las sandalias y echó a andar descalza.

El viejo Hughie había desaparecido, pero al fin localizaron el “Golf” de Noel. Él puso la calefacción para calentarle los pies.

– ¿Te apetece oír música?

– No mucho. Podría desentonar de las estrellas.

Salió del aparcamiento marcha atrás, dio la vuelta y se alejó de Corriehill por la avenida adornada con guirnaldas, hacia la oscuridad. El cálido interior del coche estaba impregnado del perfume y él experimentó la extraña sensación de que, en el futuro, cada vez que volviera a olerlo, recordaría este momento, este viaje y a esta mujer.

Ella empezó a hablar:

– Ha sido una fiesta preciosa. Perfecta de principio a fin. Como solían ser las fiestas, pero mejor. En Croy dábamos bailes como este hace años, cuando éramos jóvenes. Navidades, cumpleaños… Mágico. Tendrás que volver a Croy porque ahora mejorarán las cosas. Ya no habrá tanta tristeza. Archie está mejor. Vuelve a ser él mismo. Ha tenido una época de pesadilla, pero ya la ha dejado atrás. Ha aceptado la realidad.

Guardó silencio durante un rato. Iba con la cabeza vuelta hacia la ventanilla y el pelo extendido sobre el suave abrigo. Miraba la oscura y vacía carretera, que iba quedando atrás.

– ¿Volverás a Croy, Noel?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Quizás esté preguntando otra cosa. Quizá te pregunto por Alexa.

– ¿Y por qué me preguntas por ella? -preguntó él, con cautela.

– Tengo la impresión de que vacilas, de que dudas. No sabes que hacer.

Le sorprendió su sagacidad.

– ¿Has hablado con Vi?

– Cielo, yo nunca hablo con nadie. No hablo con nadie, quiero decir, de las cosas importantes.

– Alexa es importante.

– Es lo que yo pienso. Mira, tengo la rara impresión de que tú y yo nos parecemos. En realidad, yo nunca supe lo que quería. Cuando se me antojaba algo y lo conseguía, descubría que no era aquello lo que yo había deseado. Y es porque buscaba algo que no existe.

– ¿Hablas de un hombre o de una forma de vida?

– De las dos cosas, creo. ¿Es que no va lo uno con lo otro? Y de la perfección. La perfección suma. Que nunca la encuentras porque no existe. Amar no es encontrar la perfección, sino perdonar horribles defectos. Supongo que se trata de establecer un compromiso. Y de reconocer el momento de decidir si vas a nadar o a guardar la ropa.

– Yo quiero a Alexa -dijo Noel-. Pero no estoy loco por ella. -Reflexionó sobre su confesión y sonrió-. ¿Sabes? Es la primera vez que digo estas palabras en voz alta. No lo había dicho a nadie, ni a mí mismo.

– ¿Qué sensación produce decirlas en voz alta?

– Una sensación de miedo. Temo hacer promesas porque nunca he sido muy bien cumplidor.

– El miedo es la peor razón para hacer o dejar de hacer una cosa. Es negativo. Es como no hacer algo por el que dirán. «Pandora, no puedes hacer eso, ¿qué dirá la gente?». Como si eso importara. No. Eso no lo acepto. Tendrás que buscar mejor excusa.

– De acuerdo, ¿qué te parece esta? La libertad, no comprometerse, ser dueño de la propia vida.

– Eso está bien cuando eres joven. Pero los solteros, por poco que se descuiden, acaban en la más patética soledad. Son esa persona a la que se invita a cenar para completar la mesa. Y, después de la cena, se van a su pisito vacío en el que sólo les espera un perro fiel, que se acuesta con ellos.

– Pues sí que es un plan.

– Sólo se tiene una vida. No hay una segunda oportunidad. Si dejas que algo realmente bueno se te escape entre los dedos, lo habrás perdido para siempre. Y pasarás el resto de la vida buscándolo… de aventura en aventura, a cual menos satisfactoria. Y, al fin, llega el día en que comprendes que no tiene objeto. Que es inútil, una pérdida de tiempo y de energías.

– Entonces, ¿qué puedo hacer?

– No lo sé. Yo no soy tú. Supongo que buscar un poco de valor y de fe. -Reflexionó sobre sus propias palabras-. Parezco una directora de colegio en día de fin de curso. O un político. Vamos a poner manos a la obra con la vista al frente, por el camino del progreso. -Se echó a reír-. Vota a Blair y tendrás cataplasmas gratis.

– ¿Tú crees que hay que comprometerse?

Ella dejó de reír.

– Hay cosas peores. Esta noche he conocido a Alexa. He visto como te miraba durante la cena. Con cara de enamorada. Ella es de las que lo dan todo. Es de oro.

– Eso ya lo sé.

– Pues no digo más.

Otra vez se hizo el silencio. Ya llegaban. Habían entrado en el valle estrecho y alargado y se veían las luces de Strathcroy, menos numerosas ahora, sólo algún que otro farol. Hacía calor dentro del coche. Noel bajó un poco el cristal y sintió el aire frío de la noche en la cara y oyó murmurar el río junto a la carretera.

Dejaron atrás los primeros cottages y la verja de Croy y entraron en la avenida. Noel redujo la marcha y dio gas para subir la cuesta. La casa los esperaba con las ventanas oscuras. El “Land Rover” de Archie estaba aparcado frente a la puerta, solitario.

Noel paró el coche y quitó el contacto. La noche estaba serena y sólo se oía el susurro del viento.

– Ya hemos llegado. Te he traído a casa sana y salva.

Ella se volvió con una sonrisa de gratitud.

– Muy amable. Espero no haberte estropeado la diversión. Y perdona si me he metido donde no debía.

– No acabo de comprender por qué me has dicho todas esas cosas.

– Probablemente, porque he bebido demasiado champaña. -Se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. Buenas noches, Noel.

– ¿Estará abierta la puerta?

– Pues, claro. Nunca se cierra.

– Te acompaño.

– No. -Ella lo detuvo poniéndole la mano en el brazo-. No te molestes, no tendré ningún problema. Vuelve junto a Alexa.

Pandora salió del coche y cerró la portezuela. A la luz de los faros, se alejó por la explanada de grava y subió las escaleras. Él la siguió con la mirada. La gran puerta se abrió, ella se volvió, saludó agitando la mano y entró. La puerta se cerró. Pandora había desaparecido.

Ni Tom Drystone podía tocar continuamente. Tras dos vibrantes interpretaciones de El duque de Perth, rematadas con unos compases de música melódica que nada tenía de escocesa, lanzó con su acordeón una nota aguda y sostenida, dejó el instrumento en el suelo, se puso en pie y anunció por el micrófono que él y sus compañeros necesitaban reponer fuerzas. Sin hacer caso de lamentos ni protestas, Tom se llevó a su sudorosa banda por la pista de baile en busca de un merecido refrigerio.

La gente empezó a deambular por la pista y, a los pocos instantes, llegó un apetitoso aroma a tocino frito y café, que recordó a los invitados que hacía horas que no comían, y se inició un éxodo general en busca de alimento sólido. Pero, cuando la carpa empezaba a vaciarse lentamente, un joven, espontáneamente o quizá siguiendo instrucciones de Verena, subió al estrado, se sentó al plano y se puso a tocar.

– Virginia… -Ella había empezado a subir la escalera de piedra que conducía a la casa. Al volverse, vio a Conrad-. Ven a bailar.

– ¿No quieres huevos con tocino?

– Después. Esto es muy bueno para perdérselo.

Era bueno. La música suave que recuerda tiempos pasados, restaurantes caros y sofisticados, nightclubs en penumbra y películas sentimentales, que dejan los ojos irritados y una húmeda bola de kleenex en la mano.

Bewitched

«Vuelvo a estar loco, vuelvo a estar hechizado…»

– Está bien -accedió ella.

Virginia se volvió hacia él. Conrad la atrajo hacia sí y apoyó la mejilla en su pelo. Bailaron casi sin moverse ni reparar en las otras parejas que, sucumbiendo a la seducción del romántico piano habían vuelto a la pista.

– ¿Te parece que este chico sabrá tocar The Look of Love?

Ella sonrió para sí.

– Podrías preguntárselo.

– Estupenda fiesta.

– Estoy impresionada por tu manera de bailar las danzas escocesas.

– Si sabes los pasos de una contradanza, imagino que puedes bailar cualquier cosa. Sólo hace falta valor.

– ¿Todavía se baila los sábados por la noche en el country club de Leesport?

– Supongo que sí. Una nueva generación se arrulla en la terraza a la luz de las estrellas.

– Pues nosotros tampoco lo hacemos tan mal en este momento.

Ella le dijo:

– No me voy, Conrad. No tomaré ese avión.

Sintió que la mano de él se movía en su espalda. Era casi una caricia. Ella le miró.

– Ya lo sabías, ¿verdad?

– Sí -admitió él-. Me lo figuraba.

– Las cosas han cambiado. Henry está en casa. Hemos hablado. Todo es distinto. Edmund y yo volvemos a estar juntos. Todo vuelve a ir bien.

– Me alegro.

– Edmund es mi vida. Durante un momento, lo perdí de vista pero ahora hemos vuelto a encontrarnos.

– De verdad, me alegro por ti.

– No es el momento de dejarlo solo.

– Es un hombre con suerte.

– Con suerte, no; especial.

– También es simpático.

– Lo siento, Conrad. Cualesquiera que sean tus sentimientos no quiero que pienses que sólo te he utilizado.

– Creo que nos utilizamos el uno al otro. Los dos encontramos lo que buscábamos. La persona adecuada estaba a nuestro lado en el momento oportuno. Por lo menos para mí, tú fuiste la persona adecuada.

– Tú también eres especial. Eso ya lo sabes, ¿verdad? Y un día encontrarás a alguien. Alguien tan especial como tú. No ocupará el lugar de Mary porque tendrá lugar propio. Y lo llenará porque la vida lo exige. Tienes que recordarlo, por ti y por tu hija.

– Lo recordaré. Una actitud positiva.

– No quiero que sigas estando triste.

– Fuera el Americano Triste.

– ¡No me lo recuerdes! ¡Qué falta de tacto soltarte eso!

– ¿Cuándo volveremos a vernos?

– Pronto. Edmund y yo iremos a los Estados Unidos dentro de poco. Entonces, volveremos a vernos.

Ella apoyó la cabeza en su hombro.

«Embrujada, inquieta y confusa estoy…». Del piano salieron las últimas notas de la canción.

– Te quiero -dijo él.

– Yo también -contestó Virginia-. Ha sido hermoso.

Noel volvía a Corriehill. Por la ventanilla entraba el viento mientras el “Golf” circulaba por la montaña sin excesiva prisa. Noel saboreaba la paz que le deparaba aquella soledad. Aprovechaba aquel pequeño respiro para poner en orden sus pensamientos y también para divagar. Al salir de Croy pensó en poner una cassette, pero desistió porque lo que deseaba en aquel momento era silencio. Además, parecía casi una blasfemia turbar el silencio de la noche con el estrépito del rock.

El campo estaba oscuro, desolado y casi deshabitado. No obstante, Noel tenía la extraña sensación de que su paso era observado. Estas eran tierras viejas. Las cumbres que se recortaban en el cielo tenían aquellas formas desde el principio de los tiempos y, probablemente, el paisaje no había cambiado desde hacía cientos de años.

Delante de él, la estrecha carretera seguía serpenteando. Seguía el recorrido de un viejo camino, que había sido trazado respetando los lindes de alguna granja y rodeando el muro de piedra de la parcela de algún pequeño campesino. Ahora, las tierras eran de otros y por allí pasaban los tractores y los camiones de la leche, pero la carretera aún se retorcía, subía y bajaba como siempre, sin motivo aparente.

Incapaz de vencer la sensación de que alguien lo observaba, Noel pensó en aquellos viejos labradores que tenían que medir sus fuerzas con un clima cruel, un entorno agreste, un suelo árido, hincando el arado en una fina capa de tierra, cortando con la hoz una cosecha exigua, arrostrando la ventisca para ir en busca del rebaño y recogiendo turba para usarla como combustible. Imaginó a uno de aquellos hombres haciendo el mismo camino que él recorría ahora, regresando a casa por el valle desierto, quizás a caballo pero, más probablemente a pie, subiendo la cuesta con el cuerpo doblado contra el viento del Oeste. Entonces debía de parecer muy largo el camino y los esfuerzos para la supervivencia, infinitos.

Inimaginables penalidades de una existencia precaria. En el siglo XX, en que se da por descontado no ya lo necesario, sino también lo superfluo, Noel no sólo no había tenido nunca que enfrentarse al problema de la supervivencia, sino que ni siquiera había llegado a planteárselo. En comparación, sus propias dudas parecían tan insignificantes, que hasta se sintió ridículo por su trivialidad.

Y, sin embargo, era su vida. Sólo tienes una vida le había dicho Pandora. No hay una segunda oportunidad. Si dejas que algo realmente bueno se te escape entre los dedos, lo habrás perdido para siempre.

Esto volvía a llevarle a Alexa. Alexa es oro. Pandora tenía razón y él lo sabía. Si tienes que herirla, hazlo ahora… Era la vieja Vi, sentada en la montaña que dominaba el lago, abriéndole su corazón.

Pensó en Vi, en Pandora, en los Balmerino y en los Aird. Todos ellos, juntos, constituían una forma de vida que nunca había conocido. Familia, amigos, vecinos; interdependientes y preocupados unos por otros. Pensó en Balnaid y, una vez más, fue consciente de la irracional convicción de que formaba parte de aquello.

Alexa era la clave.

Ahora, de improviso, intervino su madre en la discusión. La felicidad consiste en saber aprovechar lo que tienes. La voz firme y grave de Penélope sonaba con claridad en su cabeza, sin admitir réplica, dictando la ley, como siempre que algo la afectaba.

¿Y qué tenía él?

La respuesta era dolorosamente simple. Una muchacha. Una muchacha sencilla y no muy hermosa. En realidad, la antítesis de todas las mujeres que había habido antes en su vida. Una muchacha enamorada. No locamente enamorada, acosándole con exigencias; pero con un amor constante, como una llama fija. Recordó los últimos meses vividos con Alexa en la casa de Ovington Street y una serie de imágenes desfilaron espontáneamente por su cabeza sorprendiéndole. Porque, por alguna razón, su subconsciente no le sugería ninguna de aquellas riquezas que habían captado su atención aquella primera noche, ya tan lejana, en la que Alexa le había invitado a pasar para tomar una copa: cuadros, muebles, libros o porcelana; ni los artísticos pies de plata para las botellas de cristal tallado del aparador, ni los dos faisanes de plata que adornaban la mesa. Lo que veía eran objetos sencillos y domésticos: un frutero lleno de manzanas, un pan recién salido del horno, un jarro de tulipanes, un rayo del sol de la tarde en los peroles de cobre de la cocina.

Y las demás cosas que habían compartido. Kiri Te Kanawa en el Convent Garden, la Tate Gallery un domingo por la mañana, un almuerzo en San Lorenzo. La cama. Recordó la sensación de paz que experimentaba al regresar a casa por la noche y entrar en Ovington Street sabiendo que ella estaba allí, esperándole.

Esto era lo que tenía. Alexa. Allí. Esperándole. Y era todo lo que él quería. Todo lo que le importaba. Entonces, ¿por qué diablos dudaba? ¿Qué buscaba? De pronto, estas preguntas se le antojaron tan insignificantes que ni siquiera se molestó en buscar respuesta.

Porque la perspectiva de un futuro sin ella era inimaginable.

Entonces, comprendió que había dejado atrás la encrucijada, que ya estaba comprometido, para lo bueno y para lo malo, hasta que la muerte nos separe. Pero las palabras solemnes ya no le asustaban. Experimentó una insólita e inesperada sensación de culminación y euforia.

Y de urgencia. Ya no había razones para esperar. Sentía una impaciencia nueva. Bastante tiempo había perdido ya. Aspiró profundamente y pisó el acelerador. El motor respondió y el coche ascendió rápidamente por la carretera de Corriehill.

Su madre todavía andaba por allí.

– Está bien -dijo-. Ya te he oído. Me has convencido. Allá voy. -Lo dijo en voz alta y el viento cogió de su boca las palabras y las lanzó detrás de él-. ¡Allá voy!

Se lo decía a las dos. A su madre muerta y a su amante viva.

Los invitados empezaron a desfilar. A lo lejos se veían los faros de los coches, que se alejaban de Corriehill entre las hileras de árboles y cruzaban las altas verjas. Cuando subía la avenida hacia la casa, Noel se cruzó con un par de coches. En la ancha avenida había espacio y tiempo para bromear. Se oyeron jocosos comentarios sobre el presunto retraso de Noel y afirmaciones de que mejor tarde que nunca.

Era evidente que los que salían se habían divertido.

Puesto que ya había empezado el éxodo, Noel no se molestó en aparcar abajo, en el campo, sino que dejó el coche a un lado del paseo, frente a la puerta principal. Cuando subió las escaleras, un matrimonio mayor salía de la casa y él les sostuvo la puerta. El hombre le dio cortésmente las gracias y las buenas noches y ofreció el brazo a su esposa para ayudarla a bajar. Noel los siguió con la mirada mientras ellos bajaban las escaleras con precaución charlando animadamente. Les oyó reír. Viejos, quizás, pero se habían divertido, lo habían pasado bien y ahora volvían a casa juntos. Pensó nuevamente: hasta que la muerte nos separe. Y, al fin y al cabo, la muerte no era más que una parte de la vida y era la parte viva lo que importaba.

Fue en busca de Alexa. No la vio en la discoteca ni en el salón.

Al salir del salón, oyó pronunciar su nombre.

– Noel.

Se detuvo y se volvió. Vio a una muchacha a la que no había sido presentado pero sabía que era Katy Steynton porque Alexa se lo había dicho. Era rubia, muy delgada, con unas facciones típicamente inglesas; el cutis fino, la cara alargada, los ojos azul pálido y la boca pequeña. Vestía un traje de raso del mismo azul que sus ojos y daba la mano a un hombre que, evidentemente, estaba impaciente por llevársela a la cueva llena de música y láser de la discoteca.

– Hola.

– Tú eres Noel Keeling, el amigo de Alexa, ¿verdad?

Noel, sin saber por qué, se sintió un poco cortado.

– El mismo.

– Está en la carpa. Yo soy Katy Steynton

– Sí, ya lo sé.

– Está bailando con Torquil Hamilton-Scott.

– ¡Oh, gracias! -Quedaba un poco seco, por lo que Noel agregó cortésmente-: Es una fiesta estupenda. Puedes estar contenta. Habéis sido muy amables al invitarme.

– Me alegro de que hayas podido venir -añadió la muchacha, mientras su pareja tiraba de ella.

Pasó un camarero con una bandeja de copas de champaña. Noel tomó una con destreza y cruzó la biblioteca en dirección a la carpa. Allí la música había subido de tono porque la orquesta estaba repitiendo una pieza a ritmo acelerado. Noel se detuvo en lo alto de la escalera, buscando a Alexa con la mirada, y entonces, a pesar de su impaciencia y su prisa por encontrarla, se quedó cautivado por el espectáculo. No era un gran aficionado al baile y, menos, al baile típico escocés. Pero no pudo dejar de sentir la electricidad del ambiente y sus instintos creativos profesionales respondieron automáticamente a aquel asalto a los sentidos: ruedas de brillante colorido, que giraban al compás de la música. En aquel momento, deseó poder captarlo con una cámara. Porque aquella danza tenía una agresiva simetría, que recordaba la precisión de un ejercicio de instrucción militar muy bien ensayado. La pista gemía audiblemente bajo un centenar de pares de pies que la golpeaban a un tiempo y el centro de cada rueda era como un vórtice que aspiraba a uno de los danzantes para expulsarlo segundos después con fuerza centrífuga. Las muchachas tenían cardenales en los brazos, provocados por los botones de plata de la chaqueta de la pareja; pero estaban absortas por las figuras del baile, atentas a su turno para lanzarse al torbellino.

Por fin, Noel vio a Alexa, con su vestido de flores, las mejillas rojas y el pelo brincándole. No le había visto. Bailaba con uno de los soldados, un muchacho aguerrido de pelo negro y chaqueta escarlata. Noel la vio concentrada en el baile, excitada, feliz, con la risueña cara vuelta hacia su pareja.

Alexa.

– Es una danza endiablada, ¿no cree?

Noel se volvió y vio a su lado a un hombre que, al parecer, había venido a disfrutar del espectáculo.

– Desde luego -asintió Noel-. ¿Cómo se llama?

– Es el baile de la Cincuenta y una División Highland.

– Nunca lo había oído nombrar.

– Fue compuesto durante la guerra, en un campo de prisioneros alemán.

– Parece muy complicado.

– ¿Y por qué no? Tuvieron cinco años y medio para inventarlo.

Noel sonrió cortésmente y volvió a observar a Alexa. Pero ya empezaba a impacientarse y desear que el baile acabara pronto. Y a los pocos instantes, terminó. Unas últimas notas vibrantes y un ensordecedor redoble de tambores. Los aplausos y aclamaciones sucedieron a la música, pero Noel no perdió ni un momento. Dejó la copa en la primera maceta que encontró y se abrió paso entre la gente hasta donde se encontraba Alexa, que en aquel momento recibía un abrazo de gratitud de su acalorada pareja.

– Alexa.

Ella se volvió y, al verle su cara se iluminó. Se desasió del soldado y le tendió la mano.

– Noel, ¿dónde estabas?

– Ya te explicaré. Vamos a beber algo… -La tomó de la mano con firmeza para llevarla fuera de la pista. Ella se volvió hacia el soldado y le dio las gracias, pero sin resistirse al empuje de Noel. Salieron de la carpa y cruzaron la biblioteca. Noel buscaba un lugar tranquilo. La escalera podía ser tan buen sitio como cualquier otro.

– Pero, Noel, creí que íbamos a beber algo.

– Dentro de un momento.

– Me llevas al tocador de señoras.

– Nada de eso.

En el rellano había tranquilidad y penumbra. Se sentó en la amplia escalera alfombrada y la hizo sentarse a su lado, le tomó la cara entre las manos, le besó las mejillas rojas y cálidas, la frente, los ojos y la boca, para acallar sus risas y protestas.

Aquello duró un rato. Por fin, se separaron. Al cabo de un momento, él dijo:

– Mientras te veía bailar estaba deseando hacer esto.

– No te entiendo, Noel.

– Yo tampoco -sonrió él.

– ¿Qué ha pasado?

– He acompañado a Pandora a Croy.

– No sabía dónde estabas.

– Te quiero.

– Te busqué, pero…

– Quiero tenerte siempre a mi lado.

– Ya me tienes.

– Hasta que la muerte nos separe.

Ella se volvió bruscamente, casi atemorizada.

– Noel…

– Por favor.

– Pero eso es para siempre.

Él recordó a la pareja que volvía a casa en la oscuridad cogidos del brazo, juntos.

– Ya lo sé. -En la vida se había sentido tan confiado, tan valiente, tan seguro-. ¿Te das cuenta, mi querida Alexa? Te estoy pidiendo que te cases conmigo.

Pandora cerró la puerta. El interior de la casa, con las cortinas echadas y las ventanas cerradas, estaba oscuro y en el gran vestíbulo no había más iluminación que la emitida por el rescoldo incandescente del fuego. Estaba sola.

Era la primera vez en su vida que estaba sola en Croy. Siempre había alguien más en la casa: Archie, Isobel, Lucilla, Conrad, Jeff… y, antes que ellos, sus padres, los criados y una sucesión de amigos e invitados yendo y viniendo. Voces y risas lejana.

Encendió la luz, subió la escalera y cruzó el rellano del primer piso en dirección a su habitación. La encontró como la había dejado, con prendas de vestir por todas partes, la cama arrugada, el vaso de whisky todavía en la mesita de noche junto a la radio y una novela de tapas ajadas. El tocador estaba lleno de frascos y tarros y cubierto de polvo facial; la puerta del armario estaba abierta y había unos zapatos desperdigados en el suelo. Arrojó el bolso sobre la cama y se acercó al abombado canterano. Allí estaba la carta que había escrito antes de sucumbir al cansancio y echarse en la cama a cerrar los ojos un momento. La cogió y la leyó. No le llevó mucho tiempo. Dobló el papel y lo metió en un sobre, lo humedeció con la lengua, lo oprimió entre los dedos y lo dejó encima de la carpeta.

Entró en el cuarto de baño, que se encontraba en su habitual estado de desorden, con las toallas por el suelo y la pastilla de jabón, reblandecida, en el fondo de la bañera. En el lavabo, llenó un vaso de agua y lo bebió mientras se miraba al espejo. Los frascos de las píldoras estaban en el estante. Alargó la mano hacia uno de ellos, pero por torpeza o tal vez por el temblor de la mano tiró el frasco de “Poison” que estaba al lado. Lo vio caer como a cámara lenta. Hasta que chocó contra el lavabo y se hizo añicos, no alargó la mano para cogerlo.

Demasiado tarde. Ya estaba roto. El lavabo se llenó de cristales y el olor del precioso y dorado perfume casi la anestesió…

Rayos.

No importaba. No valía la pena intentar limpiar el desastre porque sólo conseguiría destrozarse los dedos. Por la mañana. Mañana por la mañana, Isobel se encargaría de ello.

Metió el frasco de píldoras en el bolsillo del abrigo de visón, y después de apagar cuidadosamente todas las luces, cerró la puerta del dormitorio y bajó al salón. Accionó el interruptor principal y la enorme lámpara de cristal que colgaba del centro del techo se encendió con mil fulgores. También aquí el fuego estaba casi consumido, pero la habitación se mantenía caliente, con su ajado ambiente familiar, sus paredes de damasco rojo, los retratos y los cuadros que Pandora había visto allí toda la vida. Los maltratados sillones y sofás. Los almohadones que no hacían juego, el pequeño reposapiés de terciopelo verde en el que se sentaba de niña mientras su padre le leía en voz alta, antes de que se acostara. Y el piano. Por la noche, mamá solía tocar el piano y Pandora y Archie cantaban viejas canciones. Canciones escocesas. Canciones que hablaban de lealtad, amor y muerte… Casi todas terriblemente tristes.

«Riberas y prados del dulce Doon,

¿cómo podéis florecer con tanta belleza y fragancia…?»

Qué gusto, poder tocar como tocaba mamá. Pero Pandora se cansó pronto de las lecciones y su madre, siempre tan condescendiente, consintió en que las dejara. Y nunca aprendió a tocar el piano.

Otra pena que sumar a las demás. Otro placer perdido. Se acercó al piano, levantó la tapa y, con el índice, atascándose, fue pulsando las notas:

«Va mucho, mucho tiempo

de mayo a diciembre

pero los días se acortan…»

Nota equivocada, prueba otra vez.

«…se acortan

cuando llega septiembre.»

No era una gran interpretación.

Cerró el piano, salió del salón, cruzó el vestíbulo y entró en el comedor. Aquí había más restos. La mesa seguía puesta, con las tazas de café vacías, las copas de oporto, las servilletas arrugadas, unos envoltorios de bombones, el humo de los habanos. El aparador estaba lleno de botellas y Pandora encontró una que todavía contenía tres cuartos de champaña, en la que Archie había puesto un tapón hermético a fin de conservarlo para otra ocasión. Con la botella en la mano, volvió al vestíbulo y salió por la puerta principal.

El “Land Rover” de Archie esperaba. Se sentó al volante. El interior del vehículo estaba sucio y olía mal. Nunca lo había conducido y tardó unos momentos en averiguar el funcionamiento del arranque, el cambio de marchas y las luces. Pero por fin lo descubrió y, sólo con las luces de posición encendidas, el viejo motor empezó a zumbar y el vehículo se puso en marcha.

Bajó por la avenida, entre las oscuras masas de los rododendros, cruzó el portillo de los rebaños y torció a la derecha en dirección a la montaña. Conducía muy despacio, con precaución, escudriñando el terreno al resplandor de las pequeñas luces de posición, como si caminara de puntillas. Pasó por la granja, los establos, la casa de Gordon Gillock… Temía que el ruido del coche pudiera despertar a los perros de Gordon, que empezarían a ladrar haciendo acudir a su amo. Pero no fue así.

Entonces, encendió las luces largas y pudo acelerar. El camino era accidentado pero ella lo conocía palmo a palmo. Llegó a la cerca de los ciervos, con su alto portón, el último obstáculo. Paró el coche, puso el freno de mano y dejando el motor en marcha se apeó y fue a abrir. Le costó correr el pestillo porque estaba oxidado, pero al fin lo consiguió y las verjas, provistas de contrapeso, se abrieron solas. Volvió a subir al “Land Rover”, pasó la puerta y repitió la operación a la inversa, cerrando la verja y pasando el pestillo.

Ya estaba libre. No tenía nada que temer. No tenía por que preocuparse. El “Land Rover” subía bamboleándose por el áspero camino, apuntado al cielo con los faros. El aire fresco y cargado de humedad que entraba por los mal ajustados cristales refrescaba sus mejillas.

A su espalda, el mundo descendía, se hacía más pequeño, infinitesimal, insignificante. Las montañas parecían cerrar filas, atrayéndola hacia sí como unos brazos consoladores. Era la tierra de Pandora. La había llevado en el corazón durante todos aquellos años perdidos y ahora volvía para quedarse. Esta era la realidad. La oscuridad, la sensación de formar parte de todo ello, cálida, segura y consoladora como el seno materno.

– Vosotras sois mi seno materno -dijo a las montañas-. Vuelvo al seno materno.

Empezó a cantar:

«Riberas y prados del dulce Doon,

¿cómo podéis florecer con tanta belleza y fragancia…?»

Su voz, fina, cascada y desafinada, sonaba tan solitaria como el grito del zarapito. Demasiado soso. Algo más alegre.

«Y el gato negro se meó en el ojo del gato blanco.

Y el gato blanco dijo “Canastos“.

Perdón, caballero, si me he meado en su ojo.

Es que no sabía que venía detrás.»

Tardó en llegar al lago, pero el tiempo no importaba porque ya no había prisa, ni angustia, ni urgencia, ni pánico. Todo estaba previsto, no había olvidado nada. Los hitos familiares iban quedando atrás. Uno de ellos era la hondonada. Pensó en Edmund y, casi en seguida, dejó de pensar en él.

Por fin, acabaron las sacudidas, el terreno se niveló, las ruedas del “Land Rover” se deslizaron suavemente sobre la hierba rala y comprendió que había llegado al lago.

A la luz de los faros, vio las aguas oscuras. La otra orilla era invisible, se confundía con el páramo. Distinguió la sombra de la cabaña y la pálida media luna de la playa de guijarros.

Paró el motor, apagó los faros, cogió la botella de champaña y saltó a la hierba. Los tacones de sus sandalias se hundían en el terreno blando y el aire era muy frío. Se arrebujó en el abrigo y se quedó escuchando el silencio unos momentos. Entonces oyó el murmullo del viento, el chapoteo del agua en las piedras y el lejano suspiro de los altos pinos que crecían al otro extremo de la presa.

Pandora sonrió porque todo seguía como siempre. Se acercó a la orilla y se sentó en la hierba, detrás de la pequeña playa. Dejó la botella de champaña a su lado, sacó el frasco del somnífero, desenroscó el tapón y lo vació en la palma de la mano. Había muchas. Se las metió en la boca.

La textura y el sabor le produjeron arcadas y un escalofrío. Imposible masticarlas o tragarlas. Cogió la botella, la destapó, se la llevó a los labios y tragó todo lo que tenía en la boca. El vino todavía burbujeaba. Lo importante era no empezar a vomitar. Bebió más champaña y se enjuagó la boca como si acabara de sufrir una torturadora sesión de dentista.

La asaltó un pensamiento divertido. Que finura, con champaña. Era como intoxicarse con una ostra o ser atropellado por un “Rolls Royce”. ¿Y qué otra cosa era fina? Le habían contado que la madre de un conocido había muerto de un ataque al corazón en el departamento de comestibles de unos grandes almacenes. Probablemente, la habrían amortajado en… Empezó a divagar. Realmente, no había tiempo para quedarse allí sentada pensado en la pobre señora.

… La habían amortajado y colocado detrás de los tarros de lengua de alondra en aspic… Se detuvo para quitarse las sandalias y al enderezar el cuerpo notó que se le iba la cabeza, como si le hubieran dado un golpe en la nuca. No hay tiempo que perder, se dijo con ansiedad. Se quitó el abrigo, lo tiró al suelo y recorrió la poca distancia que la separaba del lago. Los guijarros se le clavaban en la planta de los pies, pero era un dolor lejano, como si lo sufriera otra persona.

El lago estaba frío, pero no más frío que en otros tiempos, en otros veranos, en otros baños de medianoche. Aquí la orilla formaba altos escalones. Un paso y el agua llegó a los tobillos, otro paso y hasta la rodilla. La gasa del vestido pesaba al mojarse. Otro paso. Y otro, y ya estaba.

Al perder pie, se echó hacia delante y el agua se cerró sobre ella. Sacó la cabeza, jadeando y aspirando. El pelo se le pegaba a los hombros. Entonces empezó a nadar, pero tenía los brazos muy débiles y la falda se le enredaba a las piernas. Con una fuerte sacudida, tal vez pudiera liberarse. Pero estaba muy cansada… siempre cansada… para hacer el esfuerzo.

Era mejor dejarse llevar por el agua. Ahora las montañas estaban borrosas pero las sentía cerca y era un consuelo.

Siempre cansada. «Cerraré los ojos un momento». Vio con grata sorpresa el cielo lleno de estrellas. Echó atrás la cabeza para contemplarlas y las aguas oscuras se cerraron sobre su cara.

11

Eran las cinco y media de la mañana cuando Archie Balmerino miró el reloj y al ver la hora se levantó de mala gana de la butaca en la que estaba sentado tomando plácidamente su último whisky de malta y charlando con el joven Jamie Ferguson Crombie.

La fiesta había terminado. No había ni rastro de Isobel ni del resto de su grupo. Todos se habían ido a casa y la carpa estaba desierta. Sólo de la discoteca seguía emanando música y, al pasar, observó que había dos o tres parejas balanceándose en la oscuridad como si durmieran de pie. Ni se veía tampoco a los anfitriones. Se oían voces en la cocina y Archie pensó en ir en busca de Verena pero en seguida desistió. Era hora de irse a casa. Después del desayuno, le escribiría una postal con su más efusivo agradecimiento.

Salió de la casa. Bajó las escaleras y se encaminó al aparcamiento. Ya clareaba. Pronto amanecería. Pensó que tal vez no encontraría medio de transporte esperándole. Si los otros habían regresado cada uno por su lado, podían haber olvidado a Archie dejándole apeado. Pero en seguida vio el minibús de Isobel, solo en medio del campo. Isobel no le había olvidado y se sintió lleno de amor y gratitud hacia ella.

Salió de Corriehill. Las guirnaldas luminosas estaban apagadas. Archie notaba que estaba un poco bebido pero, sin saber exactamente por qué, se sentía muy despejado. Conducía despacio, con precaución, pensando que si por casualidad lo paraba la Policía, no tenía la menor posibilidad de engañar al alcoholímetro.

Aunque, si encontraba a un policía, probablemente sería el joven Bob McCrae de Strathcroy y denunciar al señor de Croy, por conducir en estado de embriaguez, sería lo último que desearía Bob.

Eso estaba muy mal; pero era uno de los privilegios de la aristocracia local, reflexionó cínicamente.

Había sido una bonita fiesta. Se había divertido. Había visto a muchos viejos amigos y hecho muchos amigos nuevos. Había bebido un whisky excelente y había desayunado espléndidamente huevos, tocino, salchichas, pudding negro, setas, tomate y tostadas. Y también café. Por ello, sin duda, se sentía ahora tan despejado y satisfecho.

Sólo se había perdido el baile. Pero le había producido una gran satisfacción contemplar algunas danzas y escuchar la vibrante música. Sólo se sintió un poco triste cuando tocaron El duque de Perth. Era la pieza que se bailaba tradicionalmente con la mujer, y le había resultado un poco mortificante ver a otro haciendo girar en el aire a Isobel. Pero no importaba, ellos dos habían dado un par de vueltas por la discoteca y había sido muy romántico y muy agradable bailar con las caras juntas, como antaño.

El sol empezaba ya asomar cuando Archie entró en el camino de Croy y empezó a subir la cuesta. La explanada estaba vacía. No vio el “Land Rover". El bueno de Jeff lo habría llevado al garaje.

Salió del minibús y entró en la casa. Estaba físicamente cansado y le dolía atrozmente el muñón, como siempre que permanecía mucho rato apoyado en él. Subió la escalera despacio, amarrándose a la barandilla. Encontró a Isobel profundamente dormida. En el suelo había un reguero de prendas, zapatos y ropa interior. El hermoso vestido azul oscuro estaba abandonado en el sofá, al pie de la cama; las alhajas, en el tocador y el bolso, en una silla. Archie se sentó en la cama y la contempló. No se había quitado el rimel de las pestañas y tenía el pelo revuelto. Le dio un beso. Ella no se movió.

La dejó dormir, entró en su vestidor y, lentamente, se desnudó. Pasó al baño y abrió los grifos de la bañera. El agua caliente llenó el aire de vapor. Archie se sentó en la tapa del water, se soltó el arnés de la pierna artificial y la dejó en la alfombra. Después, con una técnica perfeccionada a lo largo de los años, se introdujo en el agua caliente.

Estuvo mucho rato en el baño, abriendo el grifo cada vez que el agua empezaba a enfriarse. Se enjabonó, se afeitó y se lavó el pelo. Pensó en meterse en la cama pero no lo hizo. Puesto que ya era de día, valía más seguir de pie.

Al poco rato bajó a la cocina con un viejo pantalón de pana y un jersey de cuello vuelto de mucha edad y mucho abrigo. Los perros le esperaban, preparados para su paseo matinal. Archie puso el cacharro al fuego. Cuando volviera, tomaría una taza de té. Cruzó el vestíbulo y abrió la puerta principal para que salieran los perros. Los animales echaron a correr hacia la hierba por la explanada, olfateando a los conejos que habían correteado por allí durante la noche. Archie los siguió con la mirada desde lo alto de la escalera. Las siete y el sol empezaba a subir. Una mañana de nácar, con apenas una nubecilla flotando por el Oeste. Los pájaros cantaban y en aquella quietud se podía oír hasta el motor de un coche que arrancaba en el fondo del valle y se alejaba por el pueblo.

Otro sonido. Pasos que se acercaban por la grava, procedentes del portillo de los rebaños. Se volvió y, con sorpresa, vio acercarse la figura inconfundible de Willy Snoddy, con su perro pegado a los talones. Willy, tan desastrado como siempre, con su gorra, su pañuelo al cuello y la vieja chaqueta de los grandes bolsillos de furtivo.

– Willy -Archie bajó las escaleras para ir a su encuentro-. ¿Qué haces? -pregunta superflua, porque sabía perfectamente que a aquellas horas de la mañana Willy siempre hacía lo mismo, y no era nada bueno.

– Yo… -El viejo abrió la boca y volvió a cerrarla. Sus ojos encontraron la mirada de Archie y la rehuyeron-. Yo… yo estaba arriba, en el lago… Yo y el perro. Yo…

Se había atascado.

Archie esperó. Willy hundió las manos en los bolsillos y volvió a sacarlas. Y entonces el perro empezó a aullar. Willy le dio un golpe en la cabeza, con un juramento, pero Archie sintió un escalofrío y tensó los músculos con un terrible presentimiento.

– Bien, ¿qué ocurre? -preguntó, secamente.

– Yo estaba arriba, en el lago…

– Eso ya me lo has dicho.

– Sólo para una trucha o dos… -Pero no era eso lo que Willy había venido a decir-. El “Land Rover” estaba allí. Y el abrigo de piel de la señora…

Entonces, Willy hizo algo insólito. En instintiva y conmovedora señal de respeto, se quitó la gorra. La retorció entre las manos. Archie nunca le había visto descubierto. La gorra de Willy formaba parte de su estampa y se decía que hasta dormía con ella. Vio que era un poco calvo y que su pelo, pobre y blanco, apenas le cubría el cráneo. Sin su canallesca gorra, el furtivo parecía desarmado. Ya no era el desaprensivo que merodeaba con los bolsillos llenos de hurones, sino un viejo rústico ignorante y desconcertado que buscaba palabras para decir lo indecible.

– Lucilla.

La voz venía de muy lejos, Lucilla decidió no hacer caso.

– Lucilla.

Una mano la sacudió suavemente por el hombro.

– Lucilla, cariño…

Su madre. Lucilla gimió, hundió la cara en la almohada y despertó lentamente. Permaneció quieta un momento, se volvió boca arriba y abrió los ojos. Isobel estaba sentada en el borde de la cama, con la mano en el hombro de Lucilla, cubierto con su camiseta.

– Cariño, despierta.

– Estoy despierta -musitó Lucilla. Bostezó, se desperezó y parpadeó-. ¿Por qué me despiertas? -preguntó, con resentimiento.

– Lo siento.

– ¿Qué hora es?

– Las diez.

– ¡Las diez! Pero, mamá, quería dormir hasta la hora del almuerzo…

– Ya lo sé. Lo siento.

Lucilla se despejó poco a poco. Las cortinas estaban corridas y el sol de la mañana penetraba oblicuamente hasta el último rincón de la habitación. La muchacha miró a su madre con ojos de sueño. Isobel estaba vestida, llevaba un pullover y un pantalón de franela pero tenía el pelo revuelto, como si sólo hubiera tenido tiempo de pasarse el peine de cualquier manera, y parecía tensa. Pero era natural, estaría cansada. Falta de sueño. Nadie se había acostado antes de las cuatro.

Pero no sonreía.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Lucilla, frunciendo el ceño.

– Cariño, tenía que despertarte. Sí, ha ocurrido algo. Algo muy triste. Tengo que decírtelo. Procura ser valiente. -Lucilla abrió mucho los ojos, con temor-. Se trata de Pandora… -Su voz tembló-. Lucilla, Pandora ha muerto…

Muerta. Pandora, muerta.

– ¡No! -La reacción instintiva fue de incredulidad-. No puede ser.

– Cariño, es verdad.

Ahora estaba completamente despierta. La impresión había ahuyentado el sueño.

– Pero, ¿cuándo? -Noel Keeling había acompañado a Pandora a casa-. ¿Cómo? -Imaginaba a Pandora como una aparición quieta en la cama, sin respirar. Un ataque al corazón, quizá.

Pero, muerta, no. Pandora, no.

– Se suicidó, Lucilla. Creemos que se arrojó al lago.

– ¿Qué se suicidó? ¿Cómo? -Era espantoso, inconcebible.

– Se ahogó. Se llevó el “Land Rover“ de papá. Debió de pasar por la casa de Gordon Gillock. Pero los Gillock no oyeron nada. La puerta de los ciervos estaba cerrada. Debió echar el pestillo.

Pandora, ahogada, Lucilla recordó a Pandora bañándose desnuda en un río de Francia, nadando contra la corriente, llamando a Jeff y Lucilla, gritándoles que el agua estaba deliciosa, que se decidieran.

Pandora, ahogada. Cerrando la pesada puerta tras ella. Sin duda, esto era la prueba de que no se había suicidado. Porque, en tales circunstancias, nadie se molestaría en cerrar una puerta.

– No. Tiene que haber sido un accidente. Ella nunca, nunca se hubiera matado. No, mamá. Pandora, no…

– No fue un accidente. Todos esperábamos que lo fuera. Que al volver del baile, se le hubiera ocurrido la idea de ir a nadar. Era la extravagancia propia de ella. Un impulso, un capricho. Pero, junto al lago encontraron el abrigo de visón, las sandalias, un frasco vacío de píldoras para dormir y el resto de una botella de champaña.

«Y el resto de una botella de champaña». El resto del vino, como un rito final, terrible.

– … y, cuando fuimos a su habitación, encontramos una carta para tu padre.

Entonces, Lucilla comprendió que era verdad. Estaba muerta. Pandora se había ahogado. Se estremeció. Había un viejo cardigan junto a la cama, en una silla. Lucilla se sentó y se lo puso sobre los hombros.

– Cuéntame qué ocurrió.

Isobel cogió las manos de Lucilla.

– Willy Snoddy subió esta mañana al lago a pescar unas cuantas truchas al amanecer. Había subido andando desde el pueblo con el perro. Vio el “Land Rover” al lado de la cabaña y, luego en la orilla, el abrigo. Pensó como nosotros, que quizás alguien había subido a tomar un baño nocturno. Pero, entonces, vio el cuerpo, que había sido arrastrado al rebosadero.

– Pobre hombre. ¡Qué horror!.

– Sí, pobre hombre. Pero, por una vez en la vida, hizo lo que tenía que hacer y vino directamente a Croy, a decírselo a Archie. Ya eran las siete y papá estaba fuera, con los perros. No se había acostado al volver del baile. Se dio un baño y volvió a vestirse. Cuando sacó a los perros, vio venir a Willy y éste le contó lo que había encontrado.

Lucilla imaginó la escena. Pensó en su padre y le pareció que no iba a poder resistirlo, porque Pandora era su hermana y él la quería mucho, y durante muchos años había esperado que volviera a Croy; y ella había vuelto, y ahora se había ido para siempre.

– ¿Y qué hizo papá?

– Yo aún dormía. Me despertó. Fuimos a la habitación de Pandora. El frasco de perfume estaba roto, en el lavabo. Debió de caérsele. El lavabo estaba lleno de cristales y el olor que había en la habitación mareaba, como si fuera una droga. Descorrimos las cortinas y abrimos las ventanas. Y entonces pensamos que tendríamos que buscar algún indicio. No tuvimos que buscar mucho, porque en el escritorio había un sobre con una carta para tu padre.

– ¿Qué decía?

– No mucho. Sólo que lo sentía, que la perdonáramos y… hablaba de dinero. La casa de Mallorca. Decía que estaba cansada, que no podía seguir luchando, pero no explicaba la causa. Debe de haberse sentido muy desgraciada. Y nosotros, sin sospecharlo. Ninguno de nosotros sospechaba ni tenía la más remota idea de lo que pasaba en su interior. Si yo lo hubiera sabido… Hubiera sido más sensible, más amable. Tal vez hubiera podido hablarle, ayudarla.

– ¿Y cómo ibas a saberlo? No tienes que reprochártelo. Claro que no sabías lo que pensaba Pandora, nadie podía saberlo.

– Creí que éramos amigas. Creí que estábamos compenetradas.

– Y lo estabais. La conocías todo lo que una mujer podía conocer a Pandora. Ella te quería, lo sé. Pero me parece que no deseaba acercarse mucho a las personas. Creo que esta era su defensa.

– No sé. -Evidentemente, Isobel estaba desconcertada y afligida-. Imagino que sí. -Oprimió las manos de Lucilla-. Pero tengo que contarte el resto. -Aspiró profundamente-. Cuando encontramos la carta, tu padre llamó a la Policía de Relkirk. Les explicó lo sucedido y las dificultades del camino del lago. No enviaron una ambulancia, sino un “Land Rover” con tracción en las cuatro ruedas. En él venía el forense. Luego, subieron al lago…

– ¿Quienes subieron?

– Willy. Y Papá. Y Conrad Tucker. Conrad fue con ellos. Ya se había levantado y se brindó a acompañar a papá. Es un hombre tan bueno… Porque Archie no quería que yo fuera y yo no podía soportar pensar que estuviera solo.

– ¿Y dónde está ahora?

– Todavía no ha vuelto de Relkirk. La han llevado al hospital de Relkirk. Supongo que al depósito.

– Tendrá que haber una investigación.

– Sí, una investigación por accidente mortal.

Accidente mortal. Las palabras tenían el acento frío del lenguaje oficial. Lucilla imaginó la sala del juzgado, las palabras escuetas y objetivas de la declaración y las conclusiones. Luego, los periódicos darían la noticia. Con alguna fotografía vieja y borrosa de la bonita cara de Pandora. Y los titulares: «Muere la hermana de Lord Balmerino.»

La inevitable publicidad sería otro mal trago, bien lo sabía ella.

– Pobre papá.

– La gente dice siempre: esto pasará, el tiempo todo lo cura. Pero en momentos como éste, uno se siente incapaz de pensar en lo que ocurrirá dentro de un minuto. Sólo cuenta el ahora. Y el ahora se hace insoportable. No hay consuelo que valga -dijo Isobel.

– No acabo de creérmelo. Es tan inútil…

– Ya lo sé, cariño, ya lo sé.

La voz de Isobel era apaciguadora, pero Lucilla no se sentía apaciguada. Su dolor estalló en un grito de indignación.

– Todo es tan incomprensible… ¿Por qué tuvo que hacer eso? ¿Qué pudo inducirla?

– No lo sabemos. No tenemos ni idea.

La explosión de cólera pasó. Lucilla suspiró.

– ¿Lo sabe alguien más, se lo habéis dicho a alguien?

– No hay nadie más. Salvo Edmund. Y Vi. Supongo que papá llamará a Edmund cuando regrese de Relkirk. Pero a Vi no podemos decírselo por teléfono. Alguien tendrá que ir a darle la noticia. Va a ser muy duro, a su edad.

– ¿Y Jeff?

– Jeff estaba abajo, en la cocina. Apareció hace cinco minutos. Lo siento, pero me había olvidado de él. El pobre no tuvo un buen recibimiento. Bajaba a desayunar y se encontró con esto. Y ni siquiera había desayunado, porque yo no había podido preparar nada. Me parece que está friendo algo.

– Tengo que bajar a hablar con él.

– Sí. Creo que le vendrá bien un poco de compañía.

– ¿Cuándo volverán papá y Conrad?

– Calculo que sobre las diez y media o las once. También vendrán hambrientos porque no pudieron comer nada antes de irse. Les prepararé algo. Mientras… -Se levantó-. Empezaré a quitar la mesa. Todavía está puesta desde anoche.

– Parece que hace un siglo. ¿Por qué no lo dejas? Jeff y yo lo haremos después o traeremos a Agnes del pueblo…

– No; necesito hacer algo. Las mujeres llevamos a los hombres la ventaja de que, en los momentos terribles como éste, siempre encontramos algo en que ocupar las manos, aunque no sea más que fregar el suelo de la cocina. Lavar las copas y limpiar la plata me vendrá bien…

Cuando Lucilla se quedó sola, saltó de la cama y se vistió. Se puso los tejanos y un jersey. Se cepilló el pelo. Entró en el baño a lavarse los dientes y la cara. Empapó una toallita en agua muy caliente y se la aplicó a los ojos y las mejillas. El calor despejaba la cabeza. Bajó la escalera corriendo.

Jeff estaba a un extremo de la mesa de la cocina, delante de una taza de café y un plato de salchichas y bacón. Cuando ella entró, levantó la vista, tragó lo que tenía en la boca, dejó el cuchillo y el tenedor y se puso de pie. Ella se acercó y él la abrazó. Estuvieron así un rato. Se sentía protegida en aquel abrazo fuerte y cálido, aspirando el olor grato y familiar de la gruesa lana del jersey de Jeff. Del fregadero llegaba el murmullo del agua corriente y el tintineo del cristal. Isobel ya estaba trajinando.

Él no dijo nada. Al fin, se separaron. Ella le miró con una sonrisa de gratitud por su consuelo, acercó una silla y se sentó apoyando los codos sobre la mesa, pulimentada a fuerza de estropajo.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó él.

– No.

– Te sentirías mejor con algo en el estómago.

– No podría tragar nada.

– Pues, por lo menos, una taza de café. -Se acercó al fogón, llenó una taza y se la puso delante. Luego, se sentó y continuó comiendo las salchichas.

Ella bebió un sorbo de café.

– Me alegro de que pudiéramos pasar aquellos días con ella -dijo.

– Sí.

– Y de que viniera a casa con nosotros.

– Estuvo muy bien. -Alargó el brazo y cogió su mano-. Lucilla, creo que tengo que marcharme.

– ¿Marcharte? -Ella le miró alarmada-. ¿Adónde?

– Verás, no me parece un momento muy indicado para que tus padres tengan en casa a un extraño.

– Tú no eres un extraño…

– Ya sabes a lo que me refiero. Creo que debo hacer la maleta y marcharme.

– No puedes… -Sólo pensarlo le daba pánico-. No puedes dejarnos a todos… -Lucilla había levantado la voz y él siseó suavemente, consciente de la presencia de Isobel al otro lado de la puerta entreabierta. No deseaba que su anfitriona oyera la conversación. Lucilla bajó la voz y dijo con un susurro furioso-: No puedes dejarme ahora. Ahora, no. Te necesito, Jeff. No podría soportar estas cosas tan terribles. Sola no.

– Tengo la impresión de ser un intruso.

– Eso, ni en broma. Por favor, no te vayas.

Él miró su cara suplicante y cedió.

– Está bien. Si puedo ayudar en algo, me quedaré. Pero, de todos modos debo regresar a Australia a primeros de octubre.

– Sí; eso ya lo sé. Pero ahora no hables todavía de marchar.

– Si quieres, puedes venir conmigo.

– ¿Cómo?

– Digo que, si quieres, podrías venir conmigo. A Australia me refiero.

Lucilla rodeó la taza de café con los dedos.

– ¿Y qué haría yo allí?

– Podríamos estar juntos. Seguir juntos. En casa de mis padres hay mucho sitio. Y sé que estarían encantados de recibirte.

– ¿Y por qué me lo pides ahora?

– Me parece una buena idea.

– ¿Y qué puedo hacer yo en Australia?

– Lo que quieras. Buscar trabajo. Pintar. Estar conmigo. Podríamos buscar una casa para los dos.

– Jeff… No sé que es lo que me pides.

– No te pido nada. Sólo te hago una invitación.

– Pero… no… No es eso, ¿verdad? Tú y yo… tú y yo juntos para siempre, no.

– Pensé que podríamos probar.

– Oh, Jeff. -Lucilla sintió un nudo en la garganta y el escozor de las lágrimas en los ojos, y era ridículo porque no había llorado ni por Pandora. Y ahora se desataba una verdadera inundación, sólo porque Jeff se mostraba cariñoso y le pedía que fuera a Australia con él, y porque ella no pensaba ir, porque no estaba enamorada de él y sabía que él no lo estaba de ella.

– Bueno, bueno, no llores.

Cogió una servilleta de té y se sonó antihigiénicamente.

– Es que estás portándote tan bien. Me gustaría mucho ir contigo. Pero ahora no. Ahora tengo que quedarme aquí. Además, no creo que tú me quieras a tu lado cuando vuelvas a casa. Como si no tuvieras bastantes cosas en que pensar para, encima, tener que ocuparte de mí. Volver a trabajar, reanudar tu vida, instalarte… -Volvió a sonarse y sonrió, llorosa-. Además, me parece que no soy la persona adecuada para ti. Tú necesitas a una australiana bien tostada por el sol y hermosota, con un buen culo y unas buenas tetas…

Él le dio un cariñoso cachete y dijo:

– Eso no tiene ninguna gracia. -Pero sonreía.

– Es la invitación más bonita que me han hecho en mi vida -prosiguió ella-. Y eres el chico más bueno que he conocido. Nos lo hemos pasado muy bien desde París. Y algún día iré a Australia y quiero que me recibas con todos los honores, alfombra roja, confeti y todo lo demás. Pero ahora… y para siempre… no puede ser.

– Si cambias de idea, la invitación sigue en pie…

Había acabado de desayunar, dejó el cuchillo y el tenedor en el plato y los llevó a la pila. En el comedor se oía el aspirador. Jeff cruzó la cocina y cerró la puerta del fregadero, volvió a la mesa y se sentó frente a Lucilla.

– No me gusta preguntar esto y no es asunto mío -dijo-. Pero, ¿Pandora ha dejado alguna carta?

– Sí, para papá. En el escritorio de su cuarto.

– ¿Y en la carta decía que iba a matarse?

– No; al parecer, no.

– ¿Qué piensa tu madre?

– Está demasiado apenada incluso para pensar.

– Entonces, ¿no existe una razón conocida?

– No.

– ¿Y tú que piensas?

– No tengo opinión, Jeff. -El silencio de él la intrigó-. ¿Por qué? ¿Tienes tú alguna?

– He pensado que… recordaba… ¿Te acuerdas de aquel hombre que estaba en su casa cuando llegamos nosotros? ¿Carlos Macaya?

– Carlos. -Aquel hombre simpático y elegante, de modales exquisitos, que llevaba el original reloj-. ¡Claro! -Lucilla no comprendía cómo no lo había recordado antes-. Jeff, ¿tú crees que él puede saber algo?

– Probablemente no. Pero estaba claro que él y Pandora eran íntimos. Quizás ella le hiciera alguna confidencia, le dijera algo que nosotros no sabemos.

Entonces Lucilla recordó la extraña frase que Carlos había pronunciado al despedirse… «Si cambias de idea, avísame.» A la que ella respondió: «No cambiaré.» Lucilla y Jeff habían comentado aquellas frases y sacado la conclusión de que, probablemente, Carlos y Pandora se referían a algo completamente trivial, un partido de tenis o una invitación.

– Sí. Tienes razón. Me parece que eran muy amigos. Probablemente, amantes. Quizás él sepa algo.

– Aunque no sepa nada, siendo tan amigos como eran debería conocer lo ocurrido.

– Sí. -Era una opinión lógica-. Pero, ¿cómo se lo decimos?

– Por teléfono.

– No tenemos su número.

– Pandora debía de tener una agenda… ¿Apuestas a que allí encontramos el número de Carlos Macaya?.

– Sí. Tienes razón. Desde luego.

– Si vamos a llamar, mejor ahora, antes de que regresen tu padre y Conrad y mientras tu madre esta ocupada. ¿Hay algún teléfono desde el que podamos llamar sin que nos molesten?

– No hay ninguno. Salvo, quizás, en la habitación de mamá.

– Usaremos el de la mesita de noche.

– Vamos. -Jeff se puso en pie-. Ahora mismo.

Isobel seguía pasando el aspirador por el comedor. Salieron de la cocina y subieron las alfombradas escaleras. Lucilla le precedió por el pasillo hasta la habitación de Pandora. Entraron y ella cerró la puerta. La habitación estaba revuelta, la cama, arrugada, sembrada de prendas femeninas, y las ventanas abiertas de par en par. El viento hinchaba las cortinas. No obstante, el perfume persistía. El olor a “Poison”.

– No estoy segura de si este olor me gusta o me repele -dijo Lucilla.

– ¿Por qué huele tan fuerte?

– Rompió el frasco en el lavabo. -Miró en derredor, vio la vaporosa negligee encima de la cama, el bolso de noche sobre una silla, el armario lleno de vestidos, la papelera rebosante, el tocador revuelto, los zapatos tirados en la alfombra.

Los zapatos, de cara artesanía española y altísimo tacón, eran, en cierto modo, el recordatorio más personal y conmovedor. Porque no podían ser de nadie más que de Pandora.

Lucilla se negó a enternecerse.

– La agenda -dijo-. ¿Dónde buscamos la agenda?

La encontraron en el escritorio, al lado de la carpeta. Era grande, de piel, con las iniciales de Pandora en oro y el índice de papel florentino. Lucilla se sentó, pasó el dedo por el índice y abrió la agenda por la letra M.

Mademoiselle, boutique

Maitland, Lady Letitia

Mendoza, Felipe y Lucia

Macaya…

Carlos Macaya. Se quedó quieta mirando la pagina. No dijo nada.

Al fin, Jeff preguntó:

– ¿Lo has encontrado?

– Sí.

– ¿Qué pasa?

– Jeff. -Le miró-. Jeff, es médico.

– ¿Médico? -Él frunció el ceño-. Déjame ver.

– Aquí. -Lo señaló-. Macaya, doctor Carlos y Lisa. Lisa tiene que ser su mujer. Jeff, ¿crees que podría ser el médico de Pandora?

– Seguramente. Vamos a verlo. -Miró el reloj-. Las diez y media. deben de ser las doce y media en Mallorca. Llamaremos a su casa. Es sábado. Puede que lo encontremos en casa.

Lucilla se levantó con la agenda en la mano. Salieron de la habitación de Pandora y fueron a la de sus padres, donde en aquella mañana de aturdimiento también estaba la cama sin hacer. El teléfono estaba en la mesita de noche. Jeff encontró la guía y buscó el prefijo de España y Lucilla, cuidadosamente, dígito a dígito, marcó el largo número.

Una espera. Varios chasquidos y zumbidos y, finalmente, la señal. Lucilla recordaba Mallorca a mediodía, el sol, el calor.

– Diga. -Una voz de mujer.

– ¿La señora…? -A Lucilla debió ocurrirle algo en la garganta porque no le salía la voz. Carraspeó y volvió a empezar-. ¿La señora Macaya?

– ¿Sí?

– Perdone, ¿habla usted inglés?

– Un poco. ¿Con quién habló?

– Me llamo Lucilla Blair. -Se esforzaba en hablar despacio y con claridad-. Llamo desde Escocia. ¿podría hablar con su marido?

– Sí, un momento…

La mujer dejó el teléfono. Se oyeron unos pasos que se alejaban por un suelo de mosaico. Lucilla la oyó llamar a lo lejos: «Carlos» y unas frases en español que no entendió. Esperó. Extendió la mano y Jeff se la apretó.

– Habla el doctor Macaya.

– Carlos, soy Lucilla Blair, la sobrina de Pandora Blair. Nos conocimos en casa de mi tía en agosto. Yo venía de Ibiza con un amigo y usted estaba allí tomando el té. ¿Se acuerda?

– Claro que me acuerdo. ¿Cómo estás?

– Bien. Te llamo desde Escocia. Carlos, perdona, pero ¿tú eres el médico de Pandora?

– Sí. ¿Por qué?

– Porque… lo siento mucho, pero tengo que darte una mala noticia. Ella ha muerto.

Él no habló hasta pasados unos instantes.

– ¿Y cómo ha muerto?

– Ahogada. Se tomó un frasco de somníferos y se tiró al lago. Anoche.

Otra pausa, Y Carlos Macaya dijo:

– Ya. -¿Eso era todo lo que tenía que decir?

– No pareces sorprendido.

– Lucilla, estoy desolado por la noticia. Pero no sorprendido. Temía que sucediera esto.

– ¿Por qué?

Se lo explicó.

Isobel, por encima del zumbido del “Hoover“, oyó el “Land Rover” de Archie, que regresaba de Relkirk, el sonido familiar del viejo motor que, tras batallar con la cuesta, entraba en la avenida. Desconectó el aspirador y el zumbido se apagó lentamente. Miró por la ventana y vio pasar el "Land Rover” conducido por Conrad.

Isobel dejó el “Hoover” en medio del comedor y fue a su encuentro. Cruzó la puerta principal y bajó las escaleras hasta la explanada de grava. Los dos hombres se apeaban. Archie cojeaba ostensiblemente, lo que nunca era buena señal. Se dirigió hacia él, lo abrazó y lo besó. Estaba demacrado de cansancio y de frío.

– Ya estáis aquí. Entrad.

Lo cogió del brazo. Subieron las escaleras seguidos por Conrad. Isobel miró al americano y observó que también él mostraba señales de cansancio. Se concentró en cosas prácticas dejando las preguntas para después.

– Debéis de estar cansados y hambrientos. No he preparado nada porque esperaba que llegarais, pero no tardo ni un minuto. Os sentiréis mejor cuando tengáis algo en el estómago.

– Parece una buena idea -asintió Conrad. Pero Archie movió la cabeza.

– Dentro de un momento, Isobel. Antes tengo que llamar por teléfono. Tengo que llamar a Edmund Aird.

– Cariño, eso puede esperar…

– No. -Levantó la mano-. Prefiero hacerlo ahora. Id pasando. Enseguida voy.

Isobel abrió la boca para protestar pero lo pensó mejor y guardó silencio. Archie dio media vuelta y, lenta y penosamente, se alejó por el vestíbulo en dirección a su estudio. Conrad e Isobel lo observaron en silencio. Oyeron cerrarse la puerta.

Se miraron. Isobel dijo:

– Querrá estar solo un rato.

– Es natural. -Conrad llevaba unas botas verdes prestadas y una vieja chaqueta de Archie. Tenía la cabeza descubierta.

Sus ojos estaban llenos de compasión, tras las gafas.

– ¿Ha sido muy horrible? -preguntó ella.

– Sí -respondió él en voz baja-. Muy triste.

– ¿Dónde la encontrasteis?

– Donde dijo Willy, en la compuerta del rebosadero.

– ¿Estaba…? -Ella volvió a probar-. Quiero decir, ¿cuánto llevaba allí?

– Sólo un par de horas.

– Un par de horas. No lo suficiente para que estuviera desfigurada, hinchada… Me alegro de que Willy la encontrara tan pronto. Has sido muy amable acompañando a Archie. No sabes cuanto te lo agradezco.

– Era lo menos que podía hacer.

– Realmente, no hay mucho que hacer, ¿verdad?

– No mucho.

– No. En fin… -El tema estaba agotado por el momento-. Debes tener hambre.

– Sí, pero antes me gustaría quitarme las botas y lavarme las manos.

– Desde luego. Estaré en la cocina.

Lucilla y Jeff habían desaparecido. Habrían salido a dar una vuelta. Isobel sacó la sartén, unas salchichas, el bacón, los tomates y unos huevos. Introdujo pan en la tostadora, hizo café y puso dos cubiertos en la mesa. Cuando Conrad apareció, el desayuno estaba casi listo. Le sirvió una taza de café.

– Bébelo ahora que está caliente mientras frío un huevo. ¿Cómo te gusta? ¿Amarillo por encima?.

– Eso es. Isobel…

Ella se volvió de espaldas al fogón.

– ¿Sí?

– Me parece que debería irme esta misma tarde. Bastante trabajo tenéis vosotros sin gente extraña en la casa.

Ella le miró contrariada.

– Pero yo creía que no te ibas hasta mañana.

– Pediré un taxi que me lleve al aeropuerto de Turnhouse…

– Conrad, por favor, ¿no pensarás que debes marcharte?

– No es momento para visitas.

– Tú no eres una visita. Eres un amigo. Y me disgustaría que pensaras que tienes que adelantar la marcha. Aunque, si es lo que prefieres, lo comprenderé.

– No es que lo prefiera…

– Ya sé, lo haces por nosotros, pero en estos momentos es bueno para nosotros tener amigos en casa. Esta mañana, por ejemplo, ¿qué hubiéramos hecho sin ti? Y estoy segura de que Archie deseará que te quedes. Por lo menos, otra noche.

– Si de verdad lo piensas así, me quedaré.

– Desde luego. Y cuando digo que te considero un amigo, también lo pienso. Cuando llegaste a Croy eras un perfecto desconocido, nadie sabía nada de ti. Y ahora, al cabo de un par de días, me parece que nos conocemos de toda la vida. Espero que vuelvas a vernos más adelante.

– Me gustaría. Gracias.

– Y que traigas a tu hija -sonrió Isobel-. Este es un buen sitio para los niños.

– Ten cuidado. Podría tomarte la palabra.

Isobel rompió el huevo en la sartén con pericia de profesional.

– ¿Cuándo regresas a tu casa, junto a tu hija?

– El jueves

– ¿Virginia se va contigo?

– No. Ahora que Henry ha vuelto a casa, ya no. Anulará el vuelo y telefoneará a sus abuelos para explicárselo. Quizás ella y Edmund vayan en primavera. Y entonces volveremos a vernos.

– Es una desilusión para ella, pero quizá sea preferible así. Es más divertido viajar con el marido. -Se agachó para sacar el plato del horno inferior, agregó el huevo a los manjares que había en él y se lo sirvió a Conrad-. Ahora, abrázate al plato, como dice mi hijo Hamish. -Miró el reloj-. ¿Qué estará haciendo Archie? Me parece que le llevaré una taza de café. No te importa quedarte solo, ¿verdad?

– No; estoy perfectamente. Y este tiene pinta de ser el mejor desayuno que he tomado en mi vida.

– Te lo has ganado -dijo Isobel.

Archie estaba sentado a su escritorio, en su estudio, en el que había sido el sillón de su padre, rodeado de los objetos del anterior Lord Balmerino. La habitación estaba orientada al Oeste por lo que todavía no le daba el sol. En aquel momento, agradecía el silencio y la soledad. Roto de cansancio y de tristeza, trataba de hacer acopio de valor para coger el teléfono, marcar el número de Balnaid y hablar con Edmund Aird.

Desde el momento en que Willy Snoddy consiguió al fin encontrar las palabras para darle la trágica noticia, Archie se hallaba bajo los efectos de una atonía mental que le impedía tomar cualquier iniciativa racional. De algún modo, como un sonámbulo presa de una pesadilla, había hecho lo que sabía que tenía que hacer automáticamente.

Despertar a Isobel para tenerla a su lado, había sido lo primero. Sólo con Isobel podía compartir su dolor. Luego, los dos juntos fueron a la habitación de Pandora, que se encontraba en el desorden característico, como si ella acabara de salir de allí.

Fue Isobel quien abrió las pesadas cortinas y todas las ventanas para expulsar el olor asfixiante del perfume. Fue también Isobel quien vio el sobre en la mesa y se lo dio a Archie.

Y juntos leyeron la última carta de Pandora.

Después, se inició el proceso inevitable y doloroso. Llamar a la policía y esperar la llegada del vehículo oficial y el médico. El largo viaje hasta el lago, subiendo con torturadora lentitud por el escarpado camino. La macabra y desgarradora operación de rescatar el cadáver de su hermana.

Lo irónico del caso era que, por lo visto, él era un caso perdido. Tan pronto había asumido la experiencia de Irlanda del Norte, se veía abrumado por esta nueva tragedia. Ver a Pandora encallada en la compuerta del rebosadero como una muñeca empapada con la cara blanca, el pelo enrollado al cuello como una bufanda de seda, los brazos finos como ramas… la falda del vestido enredada en un amasijo de cañas…

Que maravilloso sería poder borrar para siempre aquella imagen de su cabeza.

Suspiró y se acercó la carta, escrita en el papel grueso de Croy, con las señas grabadas, lleno de la escritura de Pandora, irregular como la de una colegiala. Una leve sonrisa asomó a sus labios al recordar que nunca se había preocupado de aprender nada debidamente y, al final de su vida, apenas sabía escribir.

«Viernes tarde

Querido Archie: Una vez fui a un funeral, y un hombre se levantó y leyó una cosa muy bonita, que decía que los muertos no hacen sino irse a la habitación de al lado y que no hay que estar triste ni desesperado, sino seguir riéndose de los viejos chistes de siempre. Si por casualidad me haces un hermoso funeral cristiano (aunque quizá te enfades tanto que me eches al montón de abono para el jardín) sería bonito que alguien leyera esas palabras para mí…

Dejó la carta y miró la pared de enfrente por encima de las gafas sin verla. Lo curioso era que él conocía bien el pasaje al que Pandora se refería. Lo conocía porque lo había leído en la iglesia durante el funeral de su padre. (Pero Pandora no lo sabía porque no había asistido al funeral.) Y, además, con el deseo de leer bien y no atascarse con la emoción había ensayado la lectura varias veces hasta que, al final, llegó a aprendérsela de memoria.

La muerte no es nada. No cuenta. Sólo me he ido a la habitación de al lado. Nada ha ocurrido. Todo sigue tal como estaba. Yo soy yo y tú eres tú. Y la vida que vivimos juntos con tanto amor permanece intacta, inmutable. Lo que fuimos el uno para el otro seguiremos siéndolo. Llámame con el nombre de siempre. Habla de mí con la naturalidad de siempre. No cambies de tono. No adoptes un aire solemne ni triste. Ríe como siempre reíamos de los chistes que nos gustaban a los dos. Juega, sonríe, piensa en mí. Reza por mí. Deja que mi nombre sea esa palabra amiga que siempre fue. Que sea pronunciado sin esfuerzo, sin que sobre él se proyecte una sombra. La vida significa lo mismo que siempre significó. Sigue siendo lo mismo que fue. Existe una continuidad absoluta e interrumpida. ¿Qué es esta muerte, sino un accidente insignificante?

¿Tengo que estar fuera de tu pensamiento porque esté fuera de tu vista? Sólo me he ido a esperarte, durante un intervalo, a un lugar muy próximo, a la vuelta de la esquina. Todo está bien.

Todo está bien.

Pero el viejo Lord Balmerino no se había quitado la vida.

… Archie, yo siempre fui práctica y sensata y he hecho testamento. Te dejo todo lo que tengo. Debes ponerte en contacto con mi abogado de Nueva York. Se llama Ryan Tyndall, en mi agenda encontrarás su dirección y teléfono. (Es muy amable.) Aunque he gastado el dinero a manos llenas, todavía tiene que quedar mucho en el Banco y también acciones y obligaciones y hasta un paquete de una inmobiliaria de California. Y, naturalmente, está también la casa de Mallorca. Haz con ella lo que quieras, véndela o consérvala. (Fabulosas vacaciones para ti e Isobel) pero, hagas lo que hagas, asegúrate de que a mi querida Serafina y al bueno de Mario no les falte nada.

Me gusta pensar que dedicarás una parte del dinero a convertir en taller los establos o el granero, que te pondrás a fabricar a toda esa gente de madera tan bonita y que la venderás por todo el mundo con buenos beneficios. Sé que puedes hacerlo. Sólo se necesita un poco de empuje. Y, si el aspecto financiero te resulta complicado, estoy segura de que Edmund podrá ayudarte y aconsejarte.

Cariño, siento mucho todo esto. Pero es que, de pronto, las cosas se me han complicado y me exigen un esfuerzo y unas energías para seguir luchando que ya no tengo. Yo nunca supe ser estoica ni valiente.

Ha sido una vida buena y divertida.

Os adoro a los dos y os dejo todo mi cariño.

PANDORA»

«Estoy segura de que Edmund podrá ayudarte y aconsejarte.»

Archie pensó en la otra carta, guardada en un cajón de aquel mismo escritorio. Sacó la llave, abrió el cajón y sacó el arrugado y manoseado sobre de avión, que le había sido enviado a Berlín y que tenía matasellos de 1967.

Extrajo las dos finas hojas de papel, cubiertas por la misma escritura infantil y las abrió.

«Mi queridísimo Archie: Fue una boda preciosa y espero que tú e Isobel seáis muy felices, hayáis tenido una estupenda luna de miel y estéis contentos en Berlín, pero os echo mucho de menos. Todo esto es horrible, porque todas las personas a las que quiero se han marchado. No tengo con quien hablar. No puedo hablar con mamá ni con papá porque se trata de Edmund. Esto no será una sorpresa, ¿verdad?, porque tienes que haberte dado cuenta. No sé como no lo supe antes, pero debo de haberle querido desde siempre, porque cuando volví a verle, pocos días antes de la boda, comprendí que nunca había habido ni podrá haber otro. Y lo más triste, trágico e insoportable es que él está casado con otra. Pero nos queremos. Puedo escribirlo en letras mayúsculas, NOS QUEREMOS, y lo triste es que no puedo decírselo a nadie, porque él está casado con Caroline y tiene la niña y todo eso. Él ha vuelto a su lado, pero no la quiere. Archie, él me quiere a mí y yo estoy sola, sin él, sin poder moverme de aquí, y te necesito pero tú estás en Berlín. Dijo que me escribiría, pero ha pasado un mes y todavía no he tenido carta y no puedo soportarlo, y no sé que hacer. Ya sé que destruir un matrimonio está mal, pero yo no hago eso porque conocía a Edmund mucho antes que ella. Ya sé que no puedes hacer nada para ayudarme, pero tenía que contárselo a alguien. Nunca imaginé que Croy pudiera ser un lugar tan solitario y yo me porto muy mal con mamá y papá, pero no puedo evitarlo. No puedo quedarme aquí mucho tiempo o me volveré loca. Sólo a ti puedo decírtelo. Con mucho amor y muchas lágrimas.

PANDORA»

La desesperación adolescente vertida en esta carta siempre le había parecido conmovedora. Ahora, a la luz de la tragedia de aquella mañana, adquiría un significado aún más grave. Se cubrió los ojos con la mano. A su espalda se abrió la puerta.

– ¿Por qué tardas tanto? ¿Qué haces?

– Estaba leyendo. -Dejó la carta encima de la mesa.

Ella vaciló y preguntó:

– ¿Es la carta que Pandora te envió poco después de nuestra boda?

– Sí.

– No sabía que la conservaras. ¿Por qué Archie?

– No me decidí a romperla.

– Que triste. Pobre muchacha. ¿Has llamado a Edmund?

– No; todavía no.

– No sabes cómo decírselo, ¿verdad?

– No sé que pensar.

– Quizás ella aún le quería. Quizá por eso volvió a casa. Y luego, al verlo con Virginia, Alexa y Henry, comprendió que no había esperanza.

Isobel expresaba con palabras sus propios temores, que no se atrevía a mencionar. Era incapaz de decirlo y, al oír que Isobel pronunciaba en voz alta lo que ambos sospechaban, se sintió lleno de gratitud por su comprensión y su entereza. Porque ahora podían hablar de ello.

– Sí -reconoció-. Eso es lo que temo.

– Era como una hechicera. Siempre encantadora. Generosa y divertida pero tú sabes bien, Archie, que podía ser implacable. Cuando deseaba algo, no se detenía ante nada para conseguirlo. Si se encaprichaba de algo, no le importaba nadie.

– Lo sé. La culpa es nuestra. Todos la mimábamos. Nunca le decíamos que no.

– Imagino que otra cosa hubiera sido imposible…

– Sólo tenía dieciocho años cuando ocurrió aquello. Edmund tenía veintinueve. Estaba casado y tenía una hija. Ya sé que Pandora se echó en sus brazos pero él, en lugar de retirarse, olvidó sus responsabilidades. Ella era una hoguera y él le echó más leña. El resultado fue una catástrofe.

– ¿Has hablado de eso con Edmund?

– No; en otro tiempo tal vez hubiera podido pero, después de aquello, no. Él fue la causa por la que ella se marchó de casa y no volvió.

– Tú no se lo perdonas, ¿verdad, Archie?

– No; no se lo he perdonado. -Era un triste reconocimiento.

– Y por eso ahora dudas, por eso aún no le has llamado.

– Si nuestras suposiciones son ciertas, yo no descargaría este peso ni sobre mi peor enemigo.

– Archie, esa no es tu… -Isobel se interrumpió y alzó la cabeza.

Unos pasos se acercaban por el pasillo.

– Mamá. Era Lucilla.

– Estamos en el estudio.

La puerta se abrió una rendija.

– ¿Puedo entrar? ¿No os molesto?

– Claro que no, cariño. Pasa.

Lucilla cerró la puerta a su espalda. Parecía que había estado llorando, pero ya se había secado las lágrimas. Archie extendió el brazo y ella le tomó la mano y se inclinó a darle un beso en la mejilla.

– Lo siento mucho -dijo sentándose en el borde de la mesa, de cara a sus padres-. Tengo que deciros una cosa. Es muy triste, no quisiera daros este disgusto.

– ¿Se trata de Pandora?

– Sí. Hemos averiguado por qué lo hizo. -Ellos miraron a su hija, expectantes-. Es que… tenía cáncer en fase terminal.

Su voz era queda pero firme. Isobel miró a Lucilla y, tras sus facciones juveniles, descubrió una gran fuerza de carácter y comprendió que, a los diecinueve años, su hija había crecido de repente. La niña había dejado de existir. Lucilla ya no volvería a ser su pequeña.

– ¿Cáncer?

– Sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cuando Jeff y yo llegamos a la casa de Mallorca, estaba con ella un hombre llamado Carlos Macaya. Ya te he hablado de él, papá. Era muy atractivo y Jeff y yo estábamos seguros de que era su amante. Pero no lo era. Era su médico. Jeff se acordó de él y dijo que debíamos llamarle, por si él sabía algo que nosotros ignorábamos. Encontramos su nombre y su número de teléfono en la agenda y entonces descubrimos que era médico y no un simple amigo. Hemos llamado a Mallorca y hemos hablado con él. Y él nos lo ha contado.

– ¿Él la atendía?

– Sí, pero me parece que debía de ser una tarea difícil y muy ingrata. Comprendió que ocurría algo malo cuando ella empezó a adelgazar. Pero le costó mucho convencerla para que se hiciera un reconocimiento. Ella nunca se presentaba en el consultorio. Cuando por fin consiguió que fuera, la enfermedad estaba ya muy avanzada. Le encontró un carcinoma en un pecho. Encargó una biopsia a un hospital de Palma. Era maligno y podía extenderse. Fue a ver a Pandora para decirle que tenía que operarse y seguir un tratamiento de quimioterapia. Eso le dijo el día en que Jeff y yo nos presentamos. Pero ella se negó categóricamente. Le aseguró que nada la induciría a operarse ni a soportar el tratamiento, ni las radiaciones, ni la quimioterapia. Él no podía garantizarle la curación… La enfermedad estaba muy avanzada, supongo… pero le dijo que, si no hacía nada, no le quedaba mucho tiempo.

– ¿Tenía dolores?

– Alguno. Tomaba medicamentos bastante fuertes. Por eso estaba siempre tan cansada. No creo que sufriera mucho pero, con el tiempo, hubiera sido peor.

– Cáncer. -Archie pronunció la palabra con fatalismo. El fin. La doble línea que se traza al pie de una columna de números-. Yo no imaginaba… No tenía ni la más remota idea. Pero debimos adivinarlo. Estaba tan delgada… Debimos suponer…

– ¡Oh, papá!

– ¿Y por qué no dijo nada…? Hubiéramos podido ayudar…

– No; no podías hacer nada. Y ella nunca os lo hubiera dicho. ¿No te das cuenta de que lo último que ella deseaba era que tú y mamá lo supierais? Ella sólo quería estar otra vez en Croy, que todo fuera como siempre. Septiembre. Y las fiestas, y las visitas a Relkirk, de compras, y gente que entraba y salía, y la casa llena de invitados. Nada de tristeza. No hablar de muerte. Es lo que encontró entre vosotros. El baile de Verena fue la excusa perfecta y oportuna para que Pandora volviera a casa e hiciera lo que creo que pensaba hacer desde el principio.

– ¿El médico lo sabía?

– No estaba seguro. Pero me ha dicho que nunca le hubiera permitido hacer el viaje por España y Francia de no ir Jeff y yo con ella.

– ¿Es qué el sospechaba lo que pensaba hacer Pandora?

– No lo sé. No se lo he preguntado. Pero imagino que sí. La conocía bien. Y creo que la apreciaba mucho.

– ¿Y cómo pudo consentir que se fuera? -preguntó Archie.

– Carlos no tuvo culpa, papá. Él hizo cuanto pudo para convencerla de que fuera al hospital, de que apurase hasta la última posibilidad. Pero ella se negó.

– Entonces, ¿vino a casa a morir?

– No sólo eso. Vino a estar con vosotros, en Croy, a traer alegría y regalos y hacernos reír. Volvió a la niñez y a los lugares que recordaba y que quería. La casa, el valle, las montañas, el lago. Si lo piensas, fue un acto de valentía. Pero no por eso va a resultarte más fácil aceptarlo. Lo siento. Me ha costado mucho decíroslo. Sólo espero que os lo haga más fácil de entender. -Lucilla enmudeció, pensando en lo que acababa de decir. Luego agregó, y su voz, hasta ahora tan firme, empezó a temblar-. Y no es que entenderlo ayude mucho. -Isobel vio que arrugaba la cara como una niña y que las lágrimas le inundaban los ojos y le resbalaban por las mejillas-. Fue tan buena conmigo… Lo pasamos tan bien los tres juntos… Y ahora parece que se nos haya apagado una luz.

– Tesoro… -Isobel no pudo resistir mas. Se acercó a Lucilla y rodeó con sus brazos los hombros delgados y temblorosos de su hija-. Ya lo sé, y lo siento. Has sido muy valiente… Pero no estás sola porque todos la echaremos de menos. Y pienso que tenemos que alegrarnos de que volviera al hogar. Que horrible hubiera sido no volver a verla. Tú nos la trajiste a casa, aunque fuera por poco tiempo…

Al fin, Lucilla fue calmándose y dejo de llorar. Isobel le dio un pañuelo, se sonó y dijo:

– Ya he tenido antes otra llantina y esperaba que fuera la última. Porque Jeff me ha pedido que me vaya a Australia con él y no pienso ir. No sé por que me dio por llorar como una idiota…

– Lucilla…

– Voy a quedarme en casa una temporada. Eso, si tú y papá os resignáis a tenerme incordiando.

– Nada nos gustaría más.

– Ni a mí.

Lucilla sonrió a su madre entre lágrimas, se sonó otra vez con gesto resuelto y se puso en pie.

– Os dejo -dijo-. Pero, papá, ven pronto a tomar algo. Te sentirás mejor.

– Voy enseguida -prometió él.

Lucilla se fue hacia la puerta.

– Voy a vigilar que ese par de tragones no se coman todo el tocino -sonrió-. No tardes.

– No tardare, cariño. Y gracias.

Lucilla salió dejando a Isobel y Archie a solas. Al poco rato, Isobel se acercó a la amplia ventana a mirar al jardín. Vio el campo de croquet y el viejo columpio. Todavía no daba el sol en la hierba que seguía húmeda de rocío. Vio los abedules, que ya tenían las hojas doradas. Pronto caerían, dejando las ramas desnudas todo el invierno.

– Pobre Pandora. Pero creo que la comprendo.

Archie miró hacia lo alto de la mañana, al cielo y vio asomar nubes de lluvia por el Oeste. Sol a las siete, lluvia a las once. Ya había pasado lo mejor del día.

– Archie…

– Sí.

– Esto exime de culpa a Edmund, ¿verdad?

– Sí.

Ella se volvió de espaldas a la ventana. Él la miró y ella le sonrió.

– Creo que deberías llamar ya. Y que ha llegado el momento de perdonar. Todo acabó, Archie.

Edie, sin aliento después de subir la cuesta, entró presurosa en el camino que conducía a Pennyburn. Daba una sensación rara ir en sábado. El sábado era uno de los pocos días de la semana que Edie reservaba para sí, cuidaba su casa, trabajaba en el jardín si hacía buen tiempo, ordenaba armarios, hacía un pastel. Esta mañana, como hacía sol, Edie había tendido una gran colada y se había acercado a la tienda de Mrs. Ishak a comprar unas cuantas cosillas y el diario. Compró también una revista de cotilleos y una caja de bombones para Lottie. Porque pensaba ir a Relkirk en el autobús de la tarde, a hacer una visita a su pobre prima. Sentía pena por Lottie, aunque también estaba un poco molesta con ella porque se había llevado su jersey nuevo lila. Desde luego, la Policía no podía saber que el jersey no era de Lottie, pero Edie estaba decidida a recuperarlo. Le daría un buen lavado antes de volver a ponérselo, desde luego. Pobre Lottie. Quizás, con la revista y la caja de bombones le llevara unas cuantas margaritas de septiembre para animar un poco aquella sala tan destartalada. No es que esperara que se lo agradeciera, pero por lo menos estaría en paz con su conciencia. Bastante mal le habían ido las cosas a la pobre Lottie para que, encima, se viera abandonada.

Edie lo tenía todo perfectamente organizado.

Pero, entonces, cuando estaba calentando un puchero de caldo para dejar la cena hecha, apareció Edmund. Venía de Pennyburn y antes había estado en Croy. Le llevaba una noticia terrible y Edie, al oírla, dejó de pensar en Lottie y todo el plan del día se le vino abajo y se hizo pedazos. Luego, tuvo que recoger los pedazos y recomponerlo dándole otra forma. Una sensación rara. Un trastorno.

De vez en cuando, Edie leía en el periódico que una familia salía en coche de excursión a ver a unos amigos o a dar una vuelta por el campo y un accidente segaba sus vidas para siempre; un choque en cadena en la autopista, cadáveres al volante y coches destrozados por todas partes. Y ahora Edie se sentía como si hubiera estado, no ya directamente involucrada, pero sí muy próxima a una de aquellas catástrofes y se encontrara rodeada de ruinas, con la sensación de que algo tenía que poder hacer ella para ayudar.

– He ido a decírselo a mamá -dijo Edmund-. Está sola. Le he pedido que vaya a almorzar a Balnaid, a pasar el día con nosotros, pero no quiere. Dice que prefiere estar sola.

– Yo iré a su casa.

– Gracias. Si hay en el mundo una persona con la que ella desee estar ahora esa eres tú.

Edie apartó el puchero de la sopa del fogón, se puso el abrigo y los zapatos, metió las gafas y la media en su gran bolso y se encaminó a Pennyburn.

Ya había llegado. Entró por la puerta de la cocina. Todo estaba limpio y recogido. Mrs. Aird había fregado los cacharros del desayuno y los había guardado. Hasta había barrido el suelo.

– Mrs. Aird.

Edie dejó el bolso en la mesa y, sin quitarse el abrigo, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta de la sala. Allí estaba. Quieta en su butaca, mirando la chimenea apagada. Sin hacer media, ni tapiz, ni leer el periódico, sólo sentada, y con la habitación helada. La mañana que había empezado tan clara se había nublado y, sin sol ni fuego, la casa estaba muy triste.

– Mrs. Aird.

Violet volvió la cabeza y Edie quedó impresionada, porque, por primera vez en la vida, vio a Vi vieja y desvalida, incluso enferma. Durante un momento, su cara permaneció inexpresiva, como si no la reconociera. Al fin, sus ojos se animaron y un gran alivio se reflejó en sus facciones.

– ¡Oh, Edie!

Edie cerró la puerta.

– Sí, soy yo.

– ¿Qué haces aquí?

– Edmund vino a contarme lo de Pandora. ¡Qué desgracia! Me dijo que estaba usted sola, que quizá le viniera bien un poco de compañía…

– Sólo la tuya, Edie. La de nadie más. Quería llevarme a Balnaid con él. Es muy bueno. Pero no me sentía con fuerzas. Con los hijos siempre tienes que mostrarte animosa y ser tú quien consuela. Y me parece que he perdido la facultad de consolar a nadie. Por lo menos, de momento. Mañana estaré mejor.

– Aquí hace un frío de espanto -dijo Edie, mirando en derredor.

– Supongo que sí. No lo había notado. -Violet miró la chimenea-. Hoy madrugué. Lo hice todo. Yo misma quité la ceniza y preparé el fuego. Sólo hay que encenderlo.

– Ahora mismo. Al momento. -Edie se quitó el abrigo y lo dejó en una silla. Se arrodilló delante del hogar y tendió la mano hacia la caja de cerillas. El papel prendió. Se encendieron las teas y el montoncito de carbón. Las llamas temblaron.

– Aquí me tienes, muerta de vergüenza, Edie -dijo Violet-. Debimos ser más perspicaces, darnos cuenta de que Pandora estaba enferma, tal vez muriéndose. Con lo delgada que estaba… No tenía más que la piel y los huesos. Debimos observar que algo andaba mal. Pero yo estaba tan pendiente de mi propia familia que ni reparé en ella. Tal vez, si no hubiera estado tan obsesionada, habría advertido algo. -Suspiró y se encogió de hombros-. Y, sin embargo, ella estaba como siempre. Bonita, chispeante, divertida. Encantadora.

– Siempre fue muy alegre.

Edie cogió unos troncos y los colocó sobre las brillantes brasas. Luego, se izó pesadamente y se sentó en la butaca situada frente a Violet. Llevaba su mejor falda de tweed y el jersey de “Shetland”, con un adorno de colores vivos en el cuello, y su cara afable estaba colorada por la caminata. Con el fuego y la compañía de Edie, Violet se sintió reconfortada, no tan desolada.

– Dicen que la encontró Willy Snoddy -dijo Edie, con voz de cotilla.

– Sí. El pobre Willy. después de esto, no me sorprendería que se pasara varios días borracho.

– El cáncer es terrible. Pero quitarse la vida… -Edie movió la cabeza-. No entiendo que una persona pueda hacer una cosa así.

– Creo que tenemos que comprender, Edie, o nunca podremos perdonarla.

– Pero que disgusto para los Balmerino. Y la pequeña Lucilla… ¿Cómo no pensó en ellos?

– Estoy segura de que pensó. Aunque quizá nunca pensara mucho en nadie más que en sí misma. Y era tan bonita, tan atractiva. Las aventurillas amorosas fueron siempre el aliciente de su vida. Para comprenderla, debemos intentar imaginar su futuro como lo veía ella. Enferma, mutilada por la operación, luchando contra el mal sin su hermoso pelo, sin atractivo… -las llamas estaban altas y Violet arrimó las manos a su calor-. No. Ella no hubiera podido luchar con todo eso, Edie. Y, menos sola como estaba.

– ¿Y Edmund? -preguntó Edie.

No había secretos entre ellas. Ello producía una grata sensación.

– Ya has visto a Edmund, Edie.

– No me dijo mucho.

– A mí, sí. Desde luego, está destrozado, como lo estamos todos, pero no más que el resto de nosotros. Edmund no me preocupa. Tiene a Virginia, a Alexa y a Henry. Que rico, Henry… Y, quien sabe, tal vez hasta al propio Noel Keeling. Tengo la impresión de que muy pronto Noel va a entrar en la familia.

– ¿De verdad?

– Es una impresión, Edie. Habrá que esperar. Además, Edmund dice que va a tomarse unas vacaciones. Quiere estar con Virginia y con Henry y, desde luego, tendrá que quedarse aquí unos días para dar un poco de moral a Archie Balmerino. Hay muchas cosas que atender. Habrá una investigación judicial y, después, el funeral y todos esos trámites tan tristes. Cuando todo haya terminado, él y Archie piensan irse de pesca a Sutherland unos días. Y, ¿sabes?, esto me llena de satisfacción. Yo siempre he querido mucho a Edmund, Edie, pero últimamente, no me agradaba lo que hacía. Ahora parece que ha cambiado. Quizás al fin se haya dado cuenta de que, a veces, las cosas pequeñas son infinitamente más importantes que las grandes. Y es un consuelo saber que esta horrible tragedia habrá servido para algo bueno, que Archie y Edmund volverán a ser amigos, pero amigos de verdad, como antes.

– Pues bastante les ha costado -repuso Edie, con su ruda franqueza característica-. Más de veinte años.

– Sí. Pero es que Edmund se portó muy mal. Eso lo sabemos muy bien tú y yo.

Edie guardó silencio un rato y luego dijo, por todo comentario:

– La madre de Alexa era una señora muy fría.

No era una gran excusa, pero la lealtad que Edie demostraba hacia Edmund llenó de gratitud a Violet.

– Eso tú debes de saberlo, Edie. Tú vivías con ellos en Londres. Quizás los conocías mejor que ninguno de nosotros.

– Era buena persona, sí, pero fría.

El reloj dorado de la repisa dio la hora. La una. Edie lo miró con sorpresa. La mañana había pasado volando.

– ¿Qué le parece? ¡Si ya es la una! Tiene que comer algo. Voy a ver que hay en la cocina. Ayer dejé una cazuela de asado de buey en la despensa. Lo calentaré. Hay de sobra para las dos. ¿Qué, nos lo comemos aquí mismo, al lado del fuego, en una bandeja?

– Eso estará bien. Quizás con una copita de jerez, para entonar. -Edie chasqueó la lengua con gesto de desaprobación, pero sonreía. Se levantó y fue hacia la puerta-. Oye, Edie, te quedas, ¿verdad? Pasaremos la tarde juntas, hablando de los viejos tiempos.

– Encantada. Hoy no tengo ganas de estar sola. Me he traído la media.

Salió. Al momento, Violet la oyó trastear en la cocina y abrir y cerrar la puerta de la despensa. Eran sonidos gratos, amigables. Se levantó apoyándose en la repisa hasta que las rodillas recobraron cierta flexibilidad. Detrás del reloj vio la invitación que tantas semanas llevaba allí. Empezaba a rizarse por los bordes y estaba un poco húmeda.

Mrs. Angus Steynton

Reception

Para Katy

La sacó, la leyó por última vez, la rompió y echó a las llamas los pedazos, que ardieron, se retorcieron, se convirtieron en ceniza y desaparecieron.

Violet fue a la puerta del jardín, la abrió, bajó la escalera y cruzó el prado, que descendía suavemente. Sin sol y con el cielo lleno de nubarrones grises, hacía frío, más del que había hecho hasta entonces. Septiembre estaba ya muy avanzado y pronto empezarían las borrascas de invierno.

Fue hasta el extremo del jardín, hacia el hueco del seto, a contemplar la incomparable vista que se extendía hacia el Sur. El valle, el río y las montañas, hoy sombrías pero hermosas. Siempre hermosas. Nunca se cansaría de mirarlas. Nunca se cansaría de vivir. Pensó en Pandora. Y en Geordie. Geordie, de algún modo, cuidaría de Pandora. Pensó en Edie y, por primera vez, se le ocurrió la horrible idea de que su más querida amiga podía morir antes que ella y Violet quedaría sin nadie de su generación a quien recurrir, nadie que la consolara, nadie con quien recordar días pasados.

Entonces rezó una oración: «Ya sé que soy una vieja egoísta, pero te pido que me dejes marchar antes que Edie, porque sin ella creo que no podría soportar la vida ni la vejez.»

Su oído captó un sonido. Muy arriba, encima de las nubes zarandeadas por el viento, sonaba un lejano graznido, un cotorreo obsesivo y familiar a la vez. Los gansos silvestres, que volvían. Los primeros que oía desde que volaron al Norte, al final de la primavera. Levantó la cabeza aguzando la mirada. Y entonces las nubes se abrieron un momento y los divisó. Una sola formación, volando rumbo al Sur, la vanguardia de muchos miles que ya venían de camino.

Llegaron pronto. Se fueron tarde y volvían pronto. Quizás hiciera mucho frío aquel año, quizá fuera muy crudo el invierno.

Pero había resistido otros inviernos crudos y este no sería peor. En realidad, sería mejor, porque tenía la sensación de haber recobrado a su familia y sabía que, juntos, los Aird eran lo bastante fuertes como para resistir todo lo que el destino les deparara. Esto era lo más importante. Estar juntos. Esta era su mayor fuerza. La familia que dejaba atrás el pasado y sabía que una nueva primavera estaba ya en camino, detrás del invierno.

– Mrs. Aird.

Violet se volvió y vio a Edie en la puerta. Se había puesto un delantal sobre su falda nueva y el viento jugaba con su cabello blanco.

– Entre ya a comer.

Violet sonrió y levantó una mano.

– Ya voy, Edie. -Empezó a andar, al principio despacio y, después, apretando el paso con brío-. Ya voy.

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