JUNIO

1

Isobel Balmerino recorría al volante de su minibús las diez millas que había entre su casa y Corriehill. Eran casi las cuatro de una tarde de primeros de junio, pero aunque los árboles estaban cargados de hojas y los campos verdes con las cosechas, hasta el momento no podía decirse que hubiera hecho muy buen tiempo. No habían tenido frío pero sí mucha lluvia y aquella tarde los limpiaparabrisas no habían dejado de funcionar desde que había salido de Croy. Había nubes bajas sobre las montanas y todo estaba gris. Ella lo lamentaba por los turistas, que después de recorrer tantos kilómetros para ver las bellezas de Escocia las encontraban casi ocultas por la niebla.

No es que aquel tiempo la inquietara. Había hecho tantas veces aquel difícil recorrido, entre campos, por una carretera estrecha, que a menudo pensaba que el minibús podría ir y volver de Corriehill solo, sin ayuda humana, como un buen caballo. Ya faltaba poco, estaba llegando al desvío. Redujo la marcha y metió el minibús por un camino de un solo sentido, bordeado de espino blanco. El camino ascendía por la ladera y, cuanto más arriba, más espesa era la niebla; prudentemente, Isobel encendió los faros. A su derecha apareció la alta pared de piedra que marcaba el termino de la hacienda de Corriehill. Doscientos metros más allá, llegaba a la gran verja de entrada, con sus dos garitas. El minibús avanzó entre ellas bamboleándose por la desigual avenida bordeada de históricas hayas y de anchos márgenes de hierba que los narcisos doraban en primavera. Los narcisos se habían secado y sólo unas hojas resecas quedaban de su antiguo esplendor. Cualquier día, el jardinero de Verena pasaría por allí con su tractor y adiós narcisos. Hasta la primavera próxima.

Isobel se dijo tristemente, y no por primera vez, que cuanto más viejo te haces más trabajo tienes y más aprisa pasa el tiempo. Es como si los meses se empujaran unos a los otros con malos modales, y los años caen del calendario y vuelan hacia el pasado. Antes sí que había tiempo. Tiempo para pasear o para sentarse a mirar los narcisos. O para dejar el trabajo de la casa sin más, salir por la puerta de atrás y subir la montaña a disfrutar de la placidez de una mañana de primavera y a escuchar el canto de la alondra. O marcharse a Relkirk a comprar cosas absolutamente innecesarias, quedar con una amiga para almorzar en un sitio animado, con olor a café y a platos que una nunca cocina para sí.

Placeres que, por una serie de causas, se habían hecho insólitos.

El camino se niveló y bajo las ruedas del minibús crujió la grava. Isobel vio ante sí la casa, envuelta en la niebla. No había más coche que el suyo, lo cual significaba que las otras anfitrionas se habían marchado ya llevándose a sus invitados. Verena estaría esperándola. Isobel deseó que no estuviera impaciente. Paró el minibús, quitó el contacto y salió al aire tibio y húmedo. La puerta principal estaba abierta. Daba acceso a un gran porche cubierto, con una vidriera al fondo. En el porche se veía un equipaje abundante y caro. Isobel se desanimó porque parecía más lujoso que de costumbre. Enormes maletas, bolsas de trajes, bolsos de mano, bolsas de golf, cajas y paquetes con el nombre familiar de grandes almacenes. Habían ido de compras, desde luego. Cada bulto llevaba la etiqueta amarilla que distinguía las “GIRAS POR TIERRAS DE ESCOCIA”.

Isobel se detuvo a leer los nombres de las etiquetas. Mr. Joe Hardwicke. Mr. Arnold Franco. Mrs. Myra Hardwicke. Mrs. Susan Franco. Las maletas estaban marcadas con iniciales y de las asas de las bolsas de golf colgaban algunas etiquetas de prestigiosos clubes.

Isobel suspiró. Vuelta a empezar. Abrió la puerta interior.

– ¡Verena!

El vestíbulo de Corriehill era inmenso, y en él había una escalera de roble tallado y mucha madera. Varías alfombras se extendían por el suelo algunas, muy corrientes, y otras, probablemente, de valor incalculable y en el centro, se alzaba una mesa con diversos objetos: un tiesto de geranios, una correa de perro, una bandeja de cobre para la correspondencia y un macizo libro de visitas encuadernado en piel.

– ¿Verena?

Una puerta se cerró a lo lejos. Por el pasillo que venía de la cocina se acercaron unos pasos. Apareció Verena, alta, delgada, tan serena como siempre y perfectamente vestida. Era una de esas mujeres que llegan a hacerse insoportables porque nunca les falta un detalle, como si todos los días pasaran mucho tiempo eligiendo su atuendo. Esta falda, esta blusa, este jersey de cachemir, estos zapatos. Ni la humedad ni la lluvia que arruinan el peinado de la mayoría de las mujeres de la región alteraban el pelo de Verena, que siempre permanecía tan impecable como si acabara de salir de la peluquería. Isobel no se hacía ilusiones sobre su aspecto. Era más bien robusta y achaparrada, como un pony de las Highlands, y tenía las mejillas redondas y sonrosadas y las manos curtidas por el trabajo. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por su apariencia. Pero cuando vio a Verena deseó haberse cambiado aquel pantalón de pana y el acolchado chaleco verde musgo que era su más viejo amigo.

– Isobel.

– Espero no llegar tarde.

– No. Eres la última, pero no llegas tarde. Tus invitados te esperan en el salón. Mr. y Mrs. Hardwicke y Mr. y Mrs. Franco. Parecen un poco más vigorosos que nuestros clientes habituales. -Isobel sintió cierto alivio. Quizá los hombres pudieran acarrear sus bolsas de golf-. ¿Y Archie? ¿Has venido sola?

– Ha tenido que ir a Balnaid a una reunión de la iglesia.

– ¿Podrás con todo?

– Desde luego.

– Bien. Antes de que te los lleves, debes saber que ha habido un pequeño cambio de planes. Te lo explicaré. Vamos a la biblioteca.

Isobel la siguió obedientemente, dispuesta a recibir órdenes. La biblioteca de Corriehill era una habitación alegre, más pequeña que la mayoría de las otras piezas, y desprendía un aroma grato y masculino, a tabaco de pipa y a humo de madera vieja, a libros viejos y a perros viejos. El olor a perro viejo procedía de un viejo labrador que dormitaba en su almohadón junto a las cenizas del hogar. Levantó la cabeza, miró a las dos mujeres, parpadeó con aire de superioridad y volvió a adormecerse.

– El caso es… -empezó Verena, cuando sonó el teléfono de encima de la mesa-. ¡Maldita sea! -exclamó-. Perdona, es un minuto -y descolgó el aparato-. Diga, Verena Steynton… Sí. -Cambió de tono-. ¡Ah! Mr. Abberley. Le han dado el recado, gracias por llamar.

Apartó la silla y se sentó, acercándose un bolígrafo y un bloc. Parecía dispuesta a mantener una larga conversación. Isobel se impacientó. Estaba deseando llegar a casa.

– Sí. ¡Oh! Espléndido. Pues necesitaremos la carpa más grande que tengan, con forro amarillo pálido y blanco. Y también una pista de baile. -Isobel aguzó el oído y se puso a escuchar descaradamente-. ¿La fecha? Pues en principio el dieciséis de septiembre. Viernes. Sí, creo que lo mejor será que venga a verme para discutirlo. La semana que viene, sí. El miércoles por la mañana. Conforme. Hasta el miércoles, Mr. Abberley. -Colgó y se recostó en el respaldo, con la expresión del que esta satisfecho de su trabajo-. Bien, una cosa arreglada.

– ¿Se puede saber que es lo que preparas ahora?

– Verás, Angus y yo llevamos un siglo discutiéndolo y finalmente nos hemos decidido a lanzarnos. Este año Katy cumple veintiún años y pensamos dar un baile para celebrarlo.

– ¡Cielos, sí que os sentís ricos!

– Pues no mucho, la verdad, pero el motivo es importante y además debemos invitaciones a un millón de personas, por lo que así quedaremos en paz con todos a la vez.

– Pero aun falta muchísimo para septiembre. Estamos a primeros de junio.

– Lo sé, pero nunca es pronto para empezar. Ya sabes lo que es esto en septiembre.

Isobel lo sabía. Temporada alta en Escocia, un éxodo masivo del Sur al Norte para la caza del urogallo. Todas las casas se llenaban de invitados, había bailes, partidos de cricket, festivales folclóricos y todo tipo de actividades sociales que culminaban con la agotadora semana de los bailes de cacería.

– Habrá que instalar una carpa porque, en realidad, dentro de casa no hay sitio para bailar, aunque Katy se ha empeñado en poner una discoteca en algún sitio para que sus amigos yuppies de Londres se arrullen. Luego tendré que buscar una buena banda típica y un proveedor competente. Por lo menos, ya tengo la carpa. Todos vosotros recibiréis invitaciones, desde luego. -Miró severamente a Isobel-. Espero que Lucilla asista.

Era difícil no envidiar a Verena, que podía proyectar un baile para su hija, sabiendo que esa hija la ayudaría cuanto pudiera y disfrutaría de cada minuto de la fiesta. Su hija Lucilla y Katy Steynton habían ido juntas al colegio y mantenían esa amistad un tanto desvaída que es corriente entre los niños cuyos padres se frecuentan. Lucilla tenía dos años menos que Katy y un carácter muy diferente, y en cuanto dejaron la secundaria siguieron caminos distintos.

Katy era el sueño de cualquier madre y se había amoldado a los deseos de la suya. Un año en Suiza y un curso de secretariado en Londres. Cuando se graduó, encontró un buen trabajo… algo relacionado con recaudar fondos para beneficencia… y compartía una casita en Wandsworth con tres amigas muy formales. Antes de que transcurriera mucho tiempo, se prometería a un excelente joven llamado Nigel, Jeremy o Christopher, su cara perfecta aparecería en la portada de Country Life y la boda sería tradicional, con traje blanco, damas de honor y ceremonia religiosa.

Isobel no quería que Lucilla fuese como Katy pero, a veces, en momentos como este, no podía menos que desear que su querida y soñadora hija hubiera resultado un poquito más corriente. Ya desde muy niña Lucilla había dado muestras de individualismo y cierta rebeldía. Sus ideas políticas eran fuertemente izquierdistas y al menor pretexto se entregaba apasionadamente a cualquier causa que llamara su atención. Era contraria a la energía nuclear, a la caza del zorro, a la matanza de las focas, a la reducción de las becas y a la plantación de horribles coníferas en grandes extensiones, método por el que las estrellas del pop desgravaban impuestos. Al mismo tiempo, expresaba una enorme preocupación por las personas sin hogar, los desvalidos, los drogadictos y los desdichados que morían del Sida.

Desde muy pequeña, Lucilla había destacado por sus aptitudes artísticas y, tras pasar seis meses en Paris como au pair, fue admitida en el Colegio de las Artes de Edimburgo. Allí conoció a personas extraordinarias a las que solía invitar a Croy. Eran tipos curiosos, pero no más curiosos que la propia Lucilla, que no tenía el menor reparo en vestir un traje de noche de encaje con una chaqueta de paño y unos borceguíes de principios de siglo.

Cuando terminó los estudios de arte, no consiguió encontrar una manera de ganarse la vida. Nadie mostraba deseos de adquirir sus incomprensibles cuadros, ni había sala de exposiciones dispuesta a exponerlos. Vivía en una buhardilla de India Street y, durante una temporada, se dedicó a limpiar casas ajenas, ocupación que resultaba sorprendentemente lucrativa y que le permitió ahorrar lo suficiente para sacar pasaje para Francia, adonde marchó con la mochila y los útiles de pintar. Según las últimas noticias, se hallaba en Paris viviendo con una pareja a la que había conocido durante el viaje. Todo era muy preocupante.

¿Si vendría a casa? Isobel podía escribir, sí, al numero de lista de correos que su hija le había dado. Querida Lucilla, ven en septiembre porque estás invitada a la fiesta de Katy Steynton. Pero no era probable que Lucilla le hiciera caso. Nunca le habían gustado los bailes ni sabía de que hablar con los muchachos de buena familia que encontraba en ellos. “Mami, son horriblemente burgueses y tienen todos un pelo que parece lana.”

Era imposible. También era dulce, amable, divertida y cariñosa. Isobel la echaba mucho de menos.

– No lo sé -suspiró-. Ojalá.

– ¡Oh! Isobel -dijo Verena, compasiva, lo cual no contribuyó a arreglarlo-. No importa, de todos modos le mandaré una invitación. Katy se alegraría mucho de volver a verla.

En su fuero interno, Isobel se permitió dudarlo.

– ¿El baile es un secreto o puedo hablar de él? -preguntó.

– No; no es un secreto. Cuanta más gente lo sepa, mejor. Quizá se brinden a organizar alguna cena.

– Yo organizaré una.

– Eres una santa. -Hubieran podido seguir haciendo planes, de no recordar Verena de pronto el asunto que las ocupaba-. ¡Dios mío, olvidaba a los pobres americanos! Estarán preguntándose que nos ha pasado. Bueno, mira… el caso es… -revolvió en la mesa y sacó unas hojas de instrucciones mecanografiadas-… que los dos hombres han pasado casi todo el tiempo jugando al golf y mañana quieren jugar también, por lo que se saltaran la excursión a Glamis. En su lugar, he dispuesto que un coche los recoja en Croy a las nueve de la mañana y los lleve a Gleneagles. Y el mismo coche los traerá de regreso por la tarde, cuando hayan terminado el partido. Pero las señoras quieren conocer Glamis, por lo que, si me las traes a eso de las diez, podrán ir con los otros en el autocar.

Isobel asintió, confiando en no olvidar nada. Verena era una persona muy competente y, a todos los efectos, también la jefa de Isobel. Las “Giras por Tierras de Escocia” tenían una oficina central en Edimburgo, pero Verena era la agente coordinadora local. Era Verena quien telefoneaba a Isobel cada semana para decirle cuantos huéspedes tendría (seis era el máximo, ya que no disponía de sitio para más) y ponerla al corriente de las características o rarezas de los invitados.

Las giras empezaban en mayo y continuaban hasta últimos de agosto. Cada una duraba una semana y todas seguían el mismo programa. El grupo, que venía de Kennedy, iniciaba su gira en Edimburgo, donde permanecían dos días visitando la ciudad y sus alrededores. El martes, el autocar los llevaba a Relkirk, donde sumisamente deambulaban por la Auld Kirk, el castillo y un jardín de la Fundación Nacional. Luego, eran transportados a Corriehill, donde Verena les daba la bienvenida y los distribuya. Las distintas anfitrionas los recogían en Corriehill. El miércoles era el día de la visita al castillo de Glamis y del recorrido panorámico por Pitlochry y el jueves salían una vez más en el autocar para las Highlands, visitando Deeside e Inverness. El viernes regresaban a Edimburgo y el sábado volaban de vuelta a Kennedy y demás puntos de destino de Occidente.

Isobel estaba convencida de que, para entonces, todos debían hallarse en un estado de total agotamiento. Había sido Verena quien, ocho años antes, había reclutado a Isobel. Le explicó en que consistía el programa y le dio a leer el folleto de la empresa. Era de lo más tentador:

“Hospédese en una casa particular en calidad de invitado. Conozca y goce de la hospitalidad y la grandeza histórica de algunas de las más hermosas mansiones de Escocia y reciba el trato de amigo de las familias de rancio abolengo que las habitan…”

Una hipérbole un tanto desmesurada.

– No somos una familia de rancio abolengo -objetó.

– Suficiente -repuso Verena.

– Y Croy no es histórico.

– Tiene cosas que sí lo son. Y hay muchos dormitorios. Eso es lo que cuenta. Y piensa en toda la pasta…

Esto decidió a Isobel. La propuesta de Verena había llegado en un momento en que las finanzas de los Balmerino se encontraban en su punto más bajo. El segundo Lord Balmerino, padre de Archie, el más encantador y menos practico de los hombres, había muerto dejando el patrimonio un tanto desordenado. Su inesperada muerte le pilló desprevenido, por lo cual unos exorbitantes derechos de sucesión se llevaron la mayor parte de la herencia. Con los dos hijos, Lucilla y Hamish, en edad escolar, aquel caserón que mantener y las tierras que cuidar, los jóvenes Balmerino se encontraron con serias dificultades. Por aquel entonces Archie todavía estaba en el Ejercito. Se había unido a los Loyal Highlanders de la reina a los diecinueve años sencillamente porque no había nada más que le interesara y, aunque había disfrutado durante sus años de servicio, no le impulsaba una gran ambición por ascender y comprendía que nunca llegaría a capitán general.

Conservar Croy, vivir allí contra viento y marea, era lo que más importaba. Hicieron planes optimistas. Archie pediría la baja del Ejercito y, mientras fuera lo bastante joven, buscaría un empleo. Pero, antes de que pudiera solicitar la baja, debía ir con su regimiento a Irlanda del Norte.

El regimiento volvió al cabo de cuatro meses, pero Archie no regresó a Croy hasta ocho meses después e Isobel tardó unos ocho días en comprender que, por el momento, no se podía pensar en buscar trabajo. Durante largas noches de insomnio, caviló sobre sus problemas.

Pero tenían amigos, especialmente, Edmund Aird. Al advertir la gravedad de la situación, Edmund se instaló en la casa y tomó las riendas de todo. Fue Edmund quien encontró colonos para la granja y Edmund quien se hizo cargo del páramo de los faisanes. Ayudado por Gordon Gillock, el guarda del coto, se encargó de quemar el brezo, de conservar los puestos de tiro y lo arrendó a un grupo de empresarios del Sur, conservando una licencia para sí y media para Archie.

Para Isobel fue un gran alivio verse libre por lo menos de una parte de sus responsabilidades, pero los ingresos seguían siendo un problema acuciante. Quedaba un poco de capital de la herencia, pero estaba invertido en acciones y obligaciones, y era todo lo que Archie podía legar a sus hijos. Isobel poseía algún dinero propio, pero ni sumándolo a la pensión del Ejercito y al subsidio de invalidez de Archie daba para mucho. Los gastos de mantenimiento de la casa y comida y vestido de la familia eran causa de constante preocupación, por lo que la proposición de Verena, aunque al principio le causó cierto reparo, en realidad resultó providencial.

– Vamos, Isobel. Tú puedes hacer eso con los ojos cerrados.

Isobel no decía que no. Al fin y al cabo, estaba acostumbrada a llevar la casa y a tener invitados. En tiempos del padre de Archie siempre había forasteros para las partidas de caza y los bailes de septiembre. Durante las vacaciones escolares, Croy se llenaba de amigos de los chicos, y no había Navidad ni Pascua en que familias enteras no fueran a pasar las fiestas con los Balmerino.

Comparado con esto, lo que Verena proponía no parecía difícil. No le ocuparía más que dos días a la semana durante cuatro meses entre primavera y verano. Tampoco era tan fatigoso. Y quizás el ir y venir de la gente resultase un aliciente para Archie. Colaborar en atenderlos le distraería y le remontaría la moral, que falta le hacía. Lo que Isobel no imaginaba y descubrió con dolor es que una cosa era hospedar en casa a los amigos y otra, atender a huéspedes de pago. Con estos no se puede ni discutir, ni permanecer en amigable silencio. Ni dejar que se metan en la cocina a pelar patatas o preparar una ensalada. La diferencia era que pagaban. Eso situaba la hospitalidad en un plano diferente, ya que se suponía que todo tenía que ser perfecto. La gira no era barata y, como Verena no se cansaba de repetir virtuosamente, bien había que dar algo a los clientes a cambio de sus dólares.

Había unas hojas de normas que se repartían a las anfitrionas. Cada dormitorio debía tener su cuarto de baño, a poder ser contiguo. Las camas debían estar provistas de mantas eléctricas y las habitaciones de calefacción central. También, a poder ser, debía existir calefacción suplementaria… preferentemente una chimenea con fuego real o, en su defecto, eléctrica o a gas. En los dormitorios se colocarían flores frescas. (Al leer aquello Isobel se sublevó. ¿Por quién la tomaban? Ella nunca había puesto a un invitado en un dormitorio que no tuviera un ramo de flores frescas en el tocador.)

Había otras normas acerca del desayuno y la cena. El desayuno debía ser sano y abundante e incluir zumo de naranja, café y té. Por la noche había que dar un cóctel y, con la cena, vino. La cena tenía que ser de etiqueta y consistir en tres platos como mínimo, servidos en mesa provista de velas, cristalería y cubertería y adornos de plata, y sería seguida de café y sobremesa. Podían ofrecerse otras diversiones, por exóticas que pareciesen. Un poco de música…¿quizá gaitas…?

Los viajeros esperaban en el salón. Verena abrió la puerta briosamente.

– Siento haber tardado tanto. Precisaba concretar un par de detalles -les dijo con su mejor voz de presidenta de comité que no admitía replica-. Aquí les traigo a su anfitriona, que les conducirá a Croy.

El salón de Corriehill era grande, luminoso, de paredes claras, y se usaba poco. Hoy, no obstante, a causa de lo inclemente del tiempo ardía un pequeño fuego en el hogar y a su alrededor, sentados en butacas y sofás, estaban los cuatro americanos. A fin de entretener la espera, habían encendido la televisión y contemplaban un partido de cricket con absoluta perplejidad. Con un ligero sobresalto, se levantaron y se volvieron sonrientes, mientras uno de los hombres se inclinaba y apagaba el televisor.

– Ahora, las presentaciones. Mr. y Mrs. Hardwicke y Mr. y Mrs. Franco, les presento a Lady Balmerino, que será su anfitriona durante los dos próximos días.

Mientras les estrechaba la mano, Isobel comprendió lo que había querido decir Verena al describir a los huéspedes de aquella semana como un poco más vigoroso de lo habitual. Al parecer no se sabía por que razón, las “Giras por Tierras de Escocia” atraían a clientes de edad muy avanzada, algunos de los cuales, además de muchos años, tenían también muchos achaques, en seguida se quedaban sin aliento y les flaqueaban las piernas. Aquellos dos matrimonios, empero, eran prácticamente de mediana edad. Tenían el pelo gris, sí, pero parecían rebosantes de energía y exhibían un bronceado envidiable. Los Franco eran de pequeña estatura y Mr. Franco lucía una gran calva, mientras que los Hardwicke eran altos, musculosos y delgados, como si se pasaran la vida al aire libre haciendo mucho ejercicio.

– Siento haberme retrasado un poco -se oyó decir Isobel, aunque sabía perfectamente que no era así-. Pero podemos salir cuando ustedes quieran.

Ellos ya querían. Las señoras cogieron sus bolsos y sus flamantes impermeables “Burberry” y el pequeño grupo cruzó el vestíbulo y salió al porche. Mientras Isobel abría las puertas traseras del minibús, los dos hombres cruzaron la explanada de grava transportando las pesadas maletas y la ayudaron a cargarlas. (También aquello era una novedad. Generalmente, ella y Verena tenían que encargarse solas del acarreo.) Cuando el equipaje estuvo a bordo, Isobel cerró y aseguró las puertas. Los Hardwicke y los Franco se despidieron de Verena.

– A ustedes, señoras, las veré mañana. Y a los señores, que les vaya bien el golf. Les encantará Gleneagles.

Abrieron las puertas y subieron todos al minibús. Isobel se sentó al volante, se abrochó el cinturón, hizo girar la llave del contacto y el coche se alejó.

– Me disculpo por el tiempo. Es como si no hubiera acabado el invierno.

– Pues a nosotros no nos molesta lo más mínimo. Lo sentimos por usted que ha tenido que venir a recogernos con este día. Espero que no le haya resultado mucha molestia.

– Ninguna molestia. Es mi obligación.

– ¿Está muy lejos su casa, Lady Balmerino?

– A unas diez millas. Y me gustaría que me llamaran Isobel.

– Encantados. Yo soy Susan y mi marido, Arnold. Y los Hardwicke, Myra y Joe.

– Diez millas -repitió uno de los hombres-. Es mucho.

– Sí. En realidad, mi marido suele acompañarme en estos viajes. Pero hoy tenía una reunión. Aunque estará de vuelta para el té y entonces le conocerán.

– ¿Lord Balmerino tiene negocios?

– No. No es una reunión de negocios, sino del consejo parroquial. La parroquia del pueblo. Tenemos que recaudar fondos. No es que sea un asunto suyo, pero su abuelo edificó la iglesia y él lo considera una responsabilidad familiar.

Estaba lloviendo otra vez. Los limpiaparabrisas oscilaban. Quizás un poco de conversación distrajera su atención de aquel sombrío panorama.

– ¿Es su primera visita a Escocia?

Las dos mujeres, alternándose en el uso de la palabra como un dúo que recitara un canon, la pusieron en antecedentes. Los hombres ya habían estado anteriormente, jugando al golf, pero aquella era la primera vez que las mujeres los acompañaban. Y les encantaba absolutamente todo lo que habían visto, y las tiendas de Edimburgo les habían vuelto locas. Llovía, si, pero la lluvia no molestaba. Así podían lucir sus nuevos “Burberrys" y las dos convenían en que la lluvia hacía a Edimburgo tan histórica y tan romántica que no habían tenido dificultad en imaginar a María y a Bothwell cabalgando por el Royal Mile.

Cuando terminaron, Isobel les preguntó de que parte de los Estados Unidos eran.

– De Rye, en el Estado de Nueva York.

– ¿Está en la costa?

– ¡Oh! Claro. Nuestros chicos salen a navegar todos los fines de semana.

Isobel imaginaba la escena. Imaginaba a los chicos, bronceados, despeinados por el viento, rebosantes de vitaminas, de zumo de naranja natural y de salud, deslizándose sobre un mar azul añil bajo una veía blanca como la nieve. Y sol. Cielo azul y sol. Un día sí y otro también, de manera que se podían hacer planes para jugar al tenis, ir de excursión y cenar de barbacoa con la seguridad de que no iba a llover.

Así solían ser los veranos, antes. Los veranos interminables y plácidos de la niñez. ¿Dónde habían ido a parar aquellos días largos y luminosos que olían a rosas, en los que sólo entrabas en casa a las horas de comer y, a veces, ni eso? Nadar en el río, holgazanear en el jardín, jugar al tenis, tomar el té a la sombra de un árbol, porque en cualquier otro sitio hacía demasiado calor. Recordaba picnics en páramos que se achicharraban al sol, en los que no se podía hacer fuego porque el brezo estaba muy seco, y las alondras volaban altas. ¿Qué había sido de su mundo? ¿Qué catástrofe cósmica había transformado aquellos días luminosos en esta interminable sucesión de semanas grises, húmedas y lúgubres?

No era sólo el tiempo, pero el tiempo empeoraba las cosas. Cosas como que a Archie le hubieran volado una pierna o tener que bailarles el agua a unos desconocidos porque pagaban por dormir en tu casa. Y estar siempre cansada, y no poder comprarte un vestido, y preocuparte por las matriculas de Hamish, y echar de menos a Lucilla.

Entonces, se oyó decir a si misma con vehemencia.

– Eso es lo malo de vivir en Escocia.

Durante unos momentos, sus pasajeros guardaron silencio, tal vez sorprendidos por el exabrupto. Luego, una de las mujeres preguntó:

– ¿A qué se refiere?

– ¡Oh! Disculpen. Me refiero a la lluvia. Tanta lluvia llega a cansar. Son unos veranos tan malos…

2

La iglesia presbiteriana de Strathcroy, del credo oficial de Escocia, se erguía imponente, vetusta y venerable en la orilla sur del río Croy. Se llegaba a ella desde la carretera principal que atravesaba el pueblo, por un puente de piedra curvado, y su entorno era auténticamente pastoral. La margen en la que se asentaba descendía suavemente hasta el agua y en aquellos prados se celebraba, en septiembre, el festival de Strathcroy. El cementerio, a la sombra de un haya gigantesca, estaba lleno de lapidas erosionadas y ladeadas. Un camino verde de hierba iba desde las tumbas hasta las puertas de la rectoría. La rectoría era maciza y espaciosa, había sido edificada para dar cobijo a las numerosas familias de los antiguos párrocos y estaba rodeada de un huerto envidiable, repleto de retorcidos pero productivos frutales y anticuadas rosas que florecían protegidas por una alta pared de piedra. Todo estaba primorosamente cuidado y exhalaba un aire de temporalidad, de doméstica seguridad y de piadoso recogimiento.

En contraste, la pequeña iglesia episcopaliana se acurrucaba al otro lado del puente como una prima pobre, totalmente a la sombra, literal y metafóricamente, de su rival. La carretera principal pasaba muy cerca, y entre la iglesia y la carretera había una franja de césped que el reverendo Julian Gloxby, el rector, cortaba cada semana. Un sendero ascendía hasta la parte trasera de la iglesia y la rectoría. Ambas estaban encaladas y eran de pequeñas proporciones. Sobre la iglesia se alzaba un pequeño campanario con una sola campana y un pórtico de madera abrazaba la puerta principal.

El interior era igualmente modesto. Ni elegantes bancos, ni suelo embaldosado, ni reliquias históricas. Una raída alfombra de lana cubría los escalones del altar y un armonio asmático hacía las veces de órgano. Siempre olía un poco a humedad. La iglesia y la rectoría habían sido levantadas a principios de siglo por el primer Lord Balmerino y donadas a la diócesis, junto con una pequeña dote para su mantenimiento. Las rentas de la dote se habían reducido a nada hacía tiempo, la congregación era escasa y el consejo parroquial sufría de una crónica falta de recursos.

Descubrir que la instalación eléctrica era, no ya defectuosa, sino francamente peligrosa, fue la ultima gota. Pero Archie Balmerino reunió a sus pequeñas huestes, presidió comités, visitó al obispo y consiguió una asignación. Sin embargo, aún faltaban fondos. Se discutieron varías sugerencias que fueron, finalmente, desechadas. Al fin se decidió echar mano del viejo recurso del bazar. Se celebraría en julio, en el Ayuntamiento. Se organizarían puestos de prendas de vestir, de plantas y hortalizas, de objetos de regalo o artesanía y, cómo no, casetas de té.

Se nombró el comité correspondiente, que aquella lluviosa tarde de junio se había reunido alrededor de la mesa del comedor de Balnaid, residencia de Virginia y Edmund Aird. A las cuatro y media, la reunión había terminado, después de tomar varios acuerdos y elaborar planes modestos, como la confección de carteles llamativos, la organización de una rifa y hacer acopio de tablas y caballetes para las mesas.

El rector y Mrs. Gloxby y Toddy Buchanan, dueño del hostal de Strathcroy Arms, ya se habían despedido y habían marchado en sus respectivos coches. Dermot Honeycombe no había podido asistir por tener trabajo en su tienda de antigüedades. En su ausencia, se le encargó del puesto de objetos de regalo.

Quedaban ya sólo tres personas. Virginia y Violet, su suegra, estaban sentadas a un extremo de la larga mesa de caoba y Archie Balmerino, al otro. En cuanto se marcharon los demás, Virginia se dirigió a la cocina a preparar te y lo sirvió en una bandeja, sin ceremonia alguna. Tres tazones, una tetera de barro, una jarra de leche y un azucarero. La infusión resultó reconfortante y se agradeció. Era grato poder relajarse tras la minuciosa discusión y saborear unos momentos de intimidad entre la familia y los viejos amigos. Comentaron todavía los planes para el bazar.

– Espero que a Dermot no le importe encargarse del puesto de objetos de regalo. Quizá debiera telefonearle para consultárselo. -Archie era siempre muy considerado y le aterraba que pudiera acusársele de autoritario.

Violet rechazó la idea.

– Claro que no le importará. Es una excelente persona y siempre está dispuesto a colaborar. Probablemente, tomaría a mal que confiáramos el trabajo a otro. Al fin y al cabo, el sabe bien el valor de las cosas…

Violet frisaba los ochenta, era alta y corpulenta, vestía un traje de chaqueta muy usado y calzaba unos cómodos zapatos cerrados. Llevaba el pelo gris recogido en un pequeño moño sobre la nuca, dejando escapar algunos mechones sueltos sobre las sienes, y su cara, con los ojos separados y el labio superior muy alargado, recordaba la de un cordero benévolo. Pero no era fea ni rancia. Tenía un porte erguido que le infundía una gran dignidad y sus ojos, alegres e inteligentes a la vez, desmentían cualquier impresión de arrogancia. Ahora, chispeaban de regocijo.

– … hasta de los perritos de porcelana con huesos en la boca y de las lámparas hechas de viejas botellas de whisky con conchas pegadas.

Virginia rió:

– Probablemente, pescará alguna ganga fantástica por veinticinco peniques y al día siguiente la venderá en la tienda por un precio exorbitante.

Echó el cuerpo hacía atrás y estiró los brazos como una niña perezosa. Virginia Aird, a sus treinta y pocos años, seguía tan rubia y esbelta como el día en que se había casado con Edmund. Aquel día, sin hacer concesiones a lo formal de la reunión, llevaba su habitual uniforme de tejanos, jersey azul marino de pescador y relucientes mocasines de piel. Era bonita, tenía una cara de gata pícara, pero sus ojos, enormes y de un brillante azul zafiro, le conferían la categoría de autentica belleza. Su cutis era fino, sin maquillaje, y poseía un delicioso color de huevo moreno. El abanico de finas arrugas que se abría en sus sienes era lo único que delataba su edad.

Flexionó sus largos dedos y se abrazó las muñecas, como realizando un ejercicio ritual.

– Isobel se encargara de la caseta del té. -Dejó de estirarse-. ¿Y por qué no ha venido tu mujer, Archie?

– Ya te lo he dicho… o quizás hubieras salido de la habitación en ese momento. Tenía que ir a Corriehill a recoger a los huéspedes de esta semana.

– Claro, qué tonta. Perdona…

– Eso me recuerda… -Violet alargó el tazón-. Ponme un poco más de té, ¿haces el favor, hija? Bebería té hasta que me saliera por las orejas… Ayer vi a Verena Steynton en Relkirk y me dijo que ya no tengo que seguir guardando el secreto. Ella y Angus van a dar una fiesta para Katy en septiembre.

– ¿Y por qué habías de guardarlo en secreto? -preguntó Virginia, frunciendo el ceño.

– Me lo había dicho en confianza hace un par de semanas, pero me pidió que no lo comentara hasta que hubiera hablado con Angus. Al parecer, por fin le ha convencido.

– ¡Qué entusiasmo! ¿Y va a ser una fiestecita o una fiesta por todo lo alto?

– Por todo lo alto. Carpas, guirnaldas de luces, invitaciones grabadas y todo el mundo de veinticinco alfileres.

– ¡Qué bien! -Virginia estaba encantada, como Violet había supuesto-. Me encanta que la gente de fiestas porque así no hay que pagar entrada. Me compraré un vestido. Todos tendremos que colaborar y hospedar a alguna gente. Me aseguraré de que a Edmund no se le ocurra marcharse a Tokio esa semana.

– ¿Y dónde está ahora? -preguntó la madre de Edmund.

– ¡Oh! En Edimburgo. Volverá a eso de las seis.

– ¿Y Henry? ¿Dónde está Henry? ¿No debería haber vuelto ya de la escuela?

– No. Ha ido a tomar el té a casa de Edie.

– Eso la animará.

Virginia juntó las cejas, desconcertada. Y su sorpresa era natural, porque generalmente ocurría todo lo contrario y era Edie la persona encargada de animar al prójimo.

– ¿Qué sucede?

Violet miró a Archie.

– ¿Te acuerdas de Lottie Carstairs, la prima de Edie? Trabajaba como doncella en Strathcroy el año en que te casaste con Isobel.

– ¿Qué si me acuerdo? -Archie tenía una expresión de horror-. Una persona terrible. Estaba como una cabra. Rompió casi todo el juego de té de porcelana de Rockingham y andaba por la casa como una sombra. Cuando menos lo esperabas, tropezabas con ella. Nunca me expliqué que pudo inducir a mi madre a tomarla.

– Estaba muy apurada y pensaría que era mejor Lottie que nada. Fue un verano de mucho ajetreo y necesitaba ayuda desesperadamente. De todos modos, sólo estuvo en vuestra casa cuatro meses y después regresó a Tullochard, a vivir con sus padres, que ya eran muy viejos. No se casó…

– Lo cual no es una sorpresa…

– … y cuando sus padres murieron se quedó sola. Al parecer, se encontraba cada día más rara, hasta que explotó y la llevaron al psiquiátrico más cercano. Edie es su pariente más próxima y va a verla todas las semanas. Ahora, los médicos dicen que la pobre mujer ya puede ser dada de alta, pero no esta en condiciones de vivir sola. Al menos, por el momento.

– ¡No me digas que Edie va a metérsela en casa!

– Dice que es su obligación. Que no hay nadie más. Tú ya sabes lo buenaza que es Edie… siempre tuvo un gran sentido de la responsabilidad familiar. Que si el vínculo de la sangre y todas esas monsergas.

– Una chorrada -comentó, secamente, Archie-. Lottie Carstairs. No se me ocurre nada peor. ¿Y cuándo viene?

Violet se encogió de hombros.

– No lo sé. El mes próximo, quizás. O en agosto.

– Pero no irá a quedarse a vivir con Edie, ¿verdad? -Virginia estaba horrorizada.

– Ojalá no. Ojalá sea sólo durante una temporada.

– ¿Y dónde la instalará Edie? Su cottage no tiene más que dos piezas.

– No se lo he preguntado.

– ¿Cuándo te lo ha dicho?

– Esta mañana. Cuando me pasaba el aspirador por la alfombra del comedor, me pareció verla preocupada, de modo qué le pregunté que le pasaba. Me lo contó todo mientras tomábamos café.

– Pobre Edie, lo siento de veras…

– Edie es una santa -dijo Archie.

– No te quepa duda. -Violet apuró el té, miró el reloj y empezó a recoger sus pertenencias. Su enorme bolso, sus papeles y sus gafas-. Muchas gracias, hija. El té es tonificante. Ahora tengo que volver a casa.

– Yo también -dijo Archie-. Tengo que regresar a Croy y tomar el té con los americanos.

– A ver si te ahogas con tanto té. ¿A quién tenéis esta semana?

– Ni idea. Ojalá no sean muy ancianos. La semana pasada, creí que uno de los chicos se nos moría de anginas a mitad de la sopa. Menos mal que sobrevivió.

– Es una responsabilidad.

– No creas. Los peores son los abstemios. Como los baptistas bíblicos. El zumo de naranja hace que la conversación se ponga pegajosa. ¿Has traído el coche, Vi, o te llevo?

– Bajé andando, de modo que, si me llevas, mejor.

– Pues vámonos.

Él recogió también sus papeles y se puso en pie. Permaneció inmóvil un momento y, cuando estuvo seguro de mantener el equilibrio, se dirigió hacía las dos mujeres caminando sobre la gruesa alfombra. Cojeaba muy poco, milagrosamente, pues su pierna derecha, desde el muñón del muslo hasta el suelo, era de aluminio.

Había acudido a la reunión como estaba vestido mientras trabajaba en el jardín y pidió disculpas por su aspecto, pero a nadie causó extrañeza, porque le veían así casi siempre. Un pantalón de pana deformado, una camisa a cuadros con el cuello remendado y una raída americana de tweed que él llamaba su chaqueta de jardinero, aunque ningún jardinero que se respetase se la habría puesto ni muerto.

Virginia echó hacía atrás la silla y se levantó; Violet la imitó aunque mucho más despacio, acoplando sus movimientos al lento caminar de Archie. No tenía prisa por marcharse y si la hubiera tenido tampoco la habría demostrado, pues sentía por Archie un profundo afecto y un vivo afán de protección. Al fin y al cabo, lo conocía desde que nació. Lo recordaba de niño, de turbulento muchacho, de soldado. Siempre riendo y con un entusiasmo vehemente que resultaba tan contagioso como el sarampión. Lo recordaba siempre en movimiento. Jugando al tenis, bailando y llevando a su pareja casi en vilo en las fiestas del regimiento, subiendo la colina de Croy, entre el brezo, a la cabeza de una línea de escopetas y dejando a todos atrás con su zancada firme.

Entonces era Archie Blair. Ahora, era Lord Balmerino. Lord y señor de las tierras. Grandes títulos para un hombre flaco como un bastón y con una pierna de aluminio. Su cabello negro estaba moteado de blanco, su cara, surcada de arrugas, y sus ojos oscuros, hundidos bajo las pobladas cejas.

Él sonrió al llegar junto a ella:

– ¿Lista, Vi?

– Lista.

– Pues vámonos… -Se detuvo otra vez-. Ahora que me acuerdo. Virginia, ¿Edmund no te ha dejado un sobre para mí? Anoche le llamé. Es urgente. Un documento de la Comisión Forestal.

Violet preguntó con suspicacia:

– ¿No irás a plantar coníferas?

– No; se trata de una carretera que quieren construir al extremo del páramo.

Virginia movió la cabeza.

– No me ha dicho nada. Se le habrá olvidado. Vamos a mirar en su mesa de la biblioteca. Probablemente, estará allí.

– De acuerdo. A ver si puedo llevármelo.

Lentamente, salieron del comedor al vestíbulo. Éste era todavía más grande, estaba forrado con paneles de pino y tenía una gran escalera, con una artística balaustrada, que ascendía en tres tramos cortos hasta el ancho rellano del piso superior. En el rellano había varios muebles de estilo corriente. Un arcón de roble tallado, una mesa plegable y un diván que había conocido tiempos mejores y que solía estar ocupado por los perros, pero se hallaba vacío en aquellos momentos.

– No pienso ir a buscar documentos de la Comisión Forestal -declaró Violet-. Me sentaré aquí hasta que los hayáis encontrado.

Y se instaló majestuosamente en el diván de los perros a esperar. Ellos la dejaron.

– Hasta ahora mismo.

Los observó alejarse por el ancho pasillo que conducía a la biblioteca, al salón y, por una puerta vidriera, al invernadero. Sola, Violet saboreó su momentánea soledad en la vieja mansión. La conocía bien, la conocía de toda la vida. Todos sus rincones le eran gratamente familiares. Cada crujido de la escalera, cada olor evocador. Había corriente de aire en el vestíbulo, pero las corrientes no la molestaban. Ya no era la casa de Violet, sino de Virginia. No obstante, la sentía como siempre, como si con los años hubiera adquirido un carácter propio. Quizá porque allí habían ocurrido muchas cosas. Porque había sido el refugio y la piedra de toque de una sola familia.

No es que Balnaid fuera una casa muy vieja. En realidad, tenía pocos años menos que Violet y había sido edificada por su padre, el entonces Sir Hector Akenside, hombre de considerable fortuna. Siempre había pensado que Balnaid se parecía un poco a Sir Hector. Grande, acogedora, espléndida y, al mismo tiempo, sin pretensiones. En una época en que los hombres de recién adquirida fortuna edificaban enormes y feísimos monumentos a su orgullo, con torres y almenas, Sir Hector había concentrado su preclara mente en dotar a su casa de características menos aparentes pero mucho más importantes.

Calefacción central, buena fontanería, muchos cuartos de baño y cocinas soleadas para que los abundantes criados de entonces pudieran trabajar en un ambiente agradable. Y, desde el día en que se terminó, Balnaid en ningún momento desentonó de su entorno. Estaba construida con la piedra local, en la orilla sur del Croy, de espaldas al pueblo y al río y su fachada principal se abría hacía una vista, al mismo tiempo domestica y magnifica.

El jardín era grande y rico en arbustos y árboles maduros. El jardín había sido la pasión de Sir Hector y el mismo lo había diseñado y realizado de modo que las extensiones de césped se fundieran con las franjas de hierba alta, los narcisos y las campanillas. Las azaleas, coral y amarillas crecían en masas fragantes y los senderos recortados se alejaban invitadores serpenteando entre los altos rododendros de flores rosa y escarlata.

Más allá del jardín y separado por un empinado talud, había una medía hectárea de parque, con pastos para los ponies y, después, los campos cercados de muros de piedra de la vecina granja de ovejas. Y, a lo lejos, las montañas. Se elevaban hacia el cielo, espectaculares como un telón de fondo. Siempre cambiantes, según la estación y la luz: nevadas, púrpuras del brezo, verdes de los helechos de primavera, barridas por la borrascas… Y siempre hermosas.

Hermosas lo fueron siempre.

Violet lo sabía porque se había criado en Balnaid, aquel era su mundo. Había crecido entre aquellas paredes. Había jugado sola en el mágico jardín, pescado truchas en el río, cabalgado en su robusto pony de Shetland por el pueblo y las solitarias colinas de Croy. A los veintidós años, salió de Balnaid para casarse. Recordaba haber recorrido la poca distancia que mediaba hasta la iglesia episcopaliana en el majestuoso “Rolls Royce” de su padre, con Sir Hector a su lado, con chistera. El “Rolls” había sido adornado con lazos de seda blanca. Aquellos adornos eran un atentado contra su dignidad y todo resultaba tan incongruente como se sentía Violet, su robusta persona envuelta en un vestido de raso color crema espantosamente incómodo y una nube de encaje de Limerick herencia de familia velando sus un tanto toscas facciones. Recordaba haber vuelto a Balnaid en el mismo opulento vehículo pero entonces hasta el prieto corsé había dejado de molestarla, porque, por fin, se había convertido en la triunfante esposa de Geordie Aird.

Desde entonces había vivido en Balnaid en distintas épocas, hasta que, diez años antes, cuando Edmund se casó con Virginia, lo abandonó definitivamente. Edmund llevó a Virginia a vivir a Balnaid y Violet comprendió que era el momento de marcharse y dejar que la casa recibiera a su nueva ama. Cedió la propiedad a Edmund y compró un abandonado cottage de jardinero a Archie Balmerino. La casa se llamaba Pennyburn y allí, en el interior de los muros de la propiedad de Croy, había construido un nuevo hogar. La restauración y acondicionamiento de la pequeña casa la mantuvo feliz durante un año, y aún no había terminado con el jardín.

«Soy una mujer afortunada», se dijo.

Sentada en aquel diván que olía a perro, Violet miró en derredor. Observó la ajada alfombra turca y los viejos muebles que había conocido toda su vida. Era agradable que las cosas no cambiaran mucho. Cuando había dicho adiós a Balnaid, Violet no podía imaginar que fueran a cambiar tan poco. Pensaba que la segunda esposa de Edmund sería la escoba nueva que barrería todo el polvo de las viejas tradiciones, y sentía curiosidad por averiguar lo que haría Virginia, una mujer joven, vital como un soplo de aire puro. Pero, aparte de renovar el dormitorio principal, dar una capa de pintura al salón y convertir la vieja despensa en una sala de maquinas en la que zumbaban congeladores, lavadoras, secadoras y lujos similares, Virginia no había hecho nada. Violet lo aceptaba, pero se sentía desconcertada. Al fin y al cabo, el dinero no faltaba y parecía extraño que Virginia se conformara con vivir entre las deslucidas alfombras, los descoloridos cortinajes y el empapelado de los tiempos del rey Eduardo.

Quizás ello tuviera algo que ver con el nacimiento de Henry. Porque, desde que había nacido Henry, Virginia se había olvidado de todo para concentrarse en su hijo. Ello era muy hermoso, pero a Violet la sorprendía. No esperaba que su nuera resultara tan maternal. Edmund viajaba mucho, por lo que madre e hijo pasaban solos mucho tiempo. Violet tenía ciertas reservas sobre aquella fervorosa devoción y no dejaba de asombrarla que, a pesar de la forma en que había sido criado, Henry fuera un chiquillo tan salado. Quizás excesivamente dependiente de su madre pero no malcriado, y un encanto de criatura. Quizá…

– Perdona que te haya hecho esperar, Vi.

Tuvo un pequeño sobresalto de sorpresa. Se volvió y vio a Archie y Virginia dirigirse hacia ella. Archie sostenía el gran sobre amarillo en alto como si fuera una bandera arduamente conquistada.

– … hemos tenido que revolver bastante para encontrarlo. Vámonos, te dejaré en casa.

3

Henry Aird, de ocho años de edad, golpeó discretamente la puerta de Edie Findhorn con la aldaba de latón en forma de seta. Era uno de los cottages de la hilera de la calle principal de Strathcroy, pero el de Edie era el más bonito de todos porque tenía la techumbre de cana cubierta de esponjoso musgo y en la franja de tierra que quedaba entre la acera y la pared florecía el miosotis. Oyó los pasos que se aproximaban. La mujer quitó el pestillo y abrió la puerta de par en par.

– Hola, buena pieza.

Edie siempre reía. Él la adoraba y cuando alguien le preguntaba quienes eran sus mejores amigos, Edie encabezaba la lista invariablemente. No sólo era alegre, sino también gruesa, de pelo blanco y mejillas sonrosadas; verla recordaba el pan de azúcar.

– ¿Cómo te ha ido hoy?

Siempre se lo preguntaba, a pesar de que lo veía todos los días porque era la encargada de servir el almuerzo en la escuela. Lo cual era una suerte, porque Edie le ponía poco de lo que no le gustaba, como albóndigas con salsa y flan pegajoso, y le llenaba el plato de puré de patata y budín de chocolate.

– Bien -Henry entró en la sala y dejó el anorak y la cartera en el sofá-. Hemos tenido clase de dibujo. Nos hicieron dibujar.

– ¿Qué os hicieron dibujar?

– Nos hicieron dibujar una canción. -Empezó a soltar las correas de la cartera. Tenía un problema y pensó que tal vez Edie le ayudara a resolverlo-. Cantamos “Corre veloz barco chiquito como pájaro que vuela por el mar hasta Skye” y luego tuvimos que hacer un dibujo. Los demás dibujaron barcas de remos e islas y yo dibuje esto. -Sacó la hoja de papel, ligeramente arrugada por su contacto con las zapatillas de gimnasia y el plumier-. Mr. McLintock se rió y yo no se por qué.

– ¿Qué se rió? -Le cogió la hoja de la mano, fue en busca de sus gafas y se las puso-. ¿Y no te dijo por qué se reía?

– No; entonces tocó el timbre y se acabó la clase.

Edie se sentó en el sofá y él se instaló a su lado. Contemplaron la obra en silencio. El consideraba que era uno de sus mejores dibujos. Una hermosa lancha cortaba las aguas azules, levantando espuma con la proa y dejando una blanca estela. Había gaviotas en el cielo y, en la parte delantera de la embarcación, un bebe envuelto en una toquilla. Le había costado mucho dibujar al niño, porque los niños pequeños tienen la cara muy rara, sin nariz, ni barbilla. Además, aquel niño parecía muy poco seguro, como si de un momento a otro fuera a caerse al agua. Pero allí estaba. Edie no decía nada. Henry le explicó:

– Es una lancha. Y ahí esta el chiquito.

– Ya lo veo.

– ¿Por qué crees tú que se habrá reído Mr. McLintock? No es un chiste.

– No; no es un chiste. Es un dibujo muy bonito. Sólo que… veloz no significa que sea una lancha. El barco navega deprisa, pero no es una lancha. Y el niño que iba a ser rey era el príncipe Carlos y entonces ya era un hombre. Explicado.

– Entiendo -dijo Henry.

Ella le devolvió el dibujo.

– Pero esta muy bien y me parece que Mr. McLintock hizo mal en reírse. Guárdalo en la cartera y enséñaselo a mamá. Edie va a prepararte el té.

Mientras guardaba el papel, Edie se puso en pie, dejó las gafas en la repisa de la chimenea y salió de la habitación por una puerta del fondo que conducía a la cocina y al cuarto de baño. Estas piezas habían sido agregadas recientemente, porque cuando Edie era niña el cottage no tenía más que dos habitaciones, la sala, que era comedor y cocina a la vez, y el dormitorio. No disponían de agua corriente y utilizaban un retrete de madera que había al extremo del huerto. Lo más asombroso era que Edie tenía cuatro hermanos, por lo que en aquellas dos habitaciones habían vivido siete personas. Sus padres dormían en una cama de barco en la cocina, con un cajón sobre sus cabezas para el bebé, y el resto de los niños, amontonados en la otra habitación. Mrs. Findhorn tenía que ir todos los días a la bomba del pueblo a buscar el agua, y el baño era una operación semanal que se realizaba en una tina de estaño delante de la chimenea de la cocina.

– ¿Y cómo os las arreglabais para dormir cinco ahí dentro? -preguntaba Henry, fascinado por el problema de la distribución del espacio. Ahora, aunque no había más que la cama y el armario de Edie, la habitación parecía terriblemente pequeña.

– Bueno, es que no estábamos todos a la vez. Cuando nació el último, mi hermano mayor ya había empezado a trabajar en el campo y vivía en una cabaña, con otros jornaleros. Y luego las chicas, cuando se hacían mayores, entraban a servir en alguna casa grande. Era muy triste tener que marcharse, llantos por todas partes, pero aquí no había sitio para todos, y demasiadas bocas que alimentar, y mi madre necesitaba el dinero.

También le contaba otras cosas. Que, en las noches de invierno, avivaban el fuego con mondas de patata y se sentaban todos frente a él a escuchar a su padre que les leía en voz alta las novelas de Rudyard Kipling o el Camino del Peregrino. Las niñas tejían calcetines para los hombres. Y cuando llegaban al talón, el calcetín pasaba a una hermana mayor o la madre, porque era muy difícil.

Todo ello respiraba una gran pobreza, pero también mucha ternura. Cuando Henry miraba a su alrededor le costaba trabajo imaginar cómo sería el cottage de Edie en los viejos tiempos. Porque ahora era muy alegre y claro, la cama de barco ya no estaba y en el suelo había unas bonitas alfombras de caracolillo. El viejo fogón había sido sustituido por una chimenea de azulejos verdes, y había cortinas de flores, y un televisor, y adornos de porcelana.

Henry guardó el dibujo y abrochó las correas de la cartera. Corre barco chiquito. Lo había entendido mal. Muchas veces entendía las cosas al revés. En el colegio habían aprendido otra canción. “Rema la niña morena cual la nuez.” Henry, mientras cantaba a voz en cuello con toda la clase, imaginaba a la niña. Debía de ser una pakistaní, como Kedejah Ishak, que tenía la piel morena y una coleta negra y reluciente, y remaba en un lago contra el viento.

Su madre tuvo que explicárselo.

Las palabras más corrientes podían confundirte. La gente le decía cosas y él las oía, pero las oía tal como sonaban. Y la palabra o la imagen que sugerían se le grababan en el cerebro. La gente iba de vacaciones a “Por tu Gal” o a “Mal Horca” que debía de ser un sitio horrible. Edie le había hablado una vez de una mujer que estaba muy quemada porque su hija se había casado con un bala perdida que iba a hacerla desgraciada. La pobre mujer quemada le había producido pesadillas durante semanas.

Pero lo peor había sido el malentendido que tuvo con su abuela y que estuvo a punto de provocar una ruptura definitiva, de no ser porque su madre averiguó lo que le preocupaba y lo solucionó.

Una tarde, al salir de la escuela, fue a Pennyburn a tomar el té con su abuela Vi. Había tormenta y el viento soplaba con fuerza. De pronto, Vi, que estaba sentada junto al fuego, lanzó una exclamación de desagrado y se levantó para ir en busca de un biombo que puso delante de la puerta del jardín. Henry le preguntó por qué lo hacía y cuando ella se lo explicó se quedó tan horrorizado que casi no pronunció palabra durante el resto de la tarde. Nunca se había alegrado tanto de ver a su madre cuando fue a recogerlo, y le faltó tiempo para ponerse el anorak y salir de la casa, casi olvidando dar las gracias a Vi por el té.

Fue horrible. Pensaba que nunca querría volver a Pennyburn y sin embargo comprendía que tendría que hacerlo, aunque no fuera más que para proteger a Vi. Cada vez que su madre le proponía otra visita, daba una excusa o decía que prefería ir a casa de Edie. Hasta que una noche, mientras se bañaba, ella entró, se sentó en el water y empezó a hablarle… y llevó la conversación hacia el delicado tema hasta que le preguntó si había ocurrido algo para que no quisiera ir a casa de Vi.

– Antes te gustaba mucho ir. ¿Por qué ahora ya no?

– Tengo miedo.

– ¿De qué tienes miedo, cariño?

– Viene del jardín y entra en la sala. Vi puso un biombo, pero podría pasar por debajo. Y podría hacerle daño. Me parece que no debería vivir en esa casa.

– ¡Por todos los santos del cielo! ¿Qué es lo que entra?

Podía verla. Con su piel reluciente y verde, ondulándose por el suelo, irguiendo el cuerpo y abriendo la boca, preparada para atacar.

– Una serpiente horrible.

Su madre quedó desconcertada.

– Henry, ¿te has vuelto loco? Las serpientes están en el trópico o en el zoo. En Strathcroy no hay serpientes.

– ¡Sí las hay! -gritó él, frenético ante tanta estupidez-. Ella lo dijo, que una terrible serpiente entraba del jardín a la sala por la puerta. Ella me lo dijo.

Se hizo un largo silencio. Él miraba a su madre y ella le miraba a su vez con sus grandes ojos azules, pero sin reírse. Al fin, le dijo:

– No te dijo que hubiera una serpiente, Henry. Te diría que había corriente. Una desagradable corriente de aire frío, ¿comprendes? Una corriente.

No una serpiente, una corriente. Tanto jaleo por un poco de aire. Había hecho el ridículo pero estaba tan contento de que su abuela estuviera a salvo de los monstruos que no le importaba.

– No se lo digas a nadie -suplicó.

– Tendré que decírselo a Vi. Pero ella guardará el secreto.

– De acuerdo. Puedes decírselo a Vi, pero a nadie más.

Y su madre se lo prometió, y él salió de la bañera de un salto, y ella lo envolvió en una gran toalla abrazándolo con fuerza y le dijo que iba a comérselo crudo y que lo quería mucho, y los dos cantaron “La canción del jinete” y aquella noche hubo macarrones y queso de cena.

Edie había preparado salchichas y buñuelos de patata para el té y había abierto una lata de alubias estofadas. Mientras él cenaba, sentado a la mesa de la cocina, Edie tomaba una taza de té. Ella cenaría después.

Henry la notaba más callada que de costumbre. Generalmente, no paraban de hablar y se enteraba con gusto de todos los chismes del Condado. Quien se había muerto y cuanto había dejado, quien había dejado plantado a su padre en la granja y se había ido a Relkirk a trabajar en un taller de reparación de coches; quien iba a tener un niño y bien empleado que le estaría. Pero hoy no había noticias. Edie apoyaba sus rollizos codos sobre la mesa y contemplaba su largo y estrecho jardín.

– Un penique por tus pensamientos, Edie -dijo. Esto le decía ella cuando lo veía ensimismado.

– ¡Oh! Henry -suspiró ella-, la verdad es que no sé qué pienso.

Y él se quedó como antes. Pero, insistiendo, averiguó su tribulación. Tenía una prima que vivía en Tullochard. Se llamaba Lottie Carstairs y nunca había sido muy lista. No se había casado. Había entrado a servir, pero ni eso hacía bien. Había vivido con sus padres hasta que habían muerto y después empezó a hacer cosas raras y tuvo que ir al hospital. Edie dijo que era de los nervios. Pero ahora estaba mejor e iba a venir a vivir con Edie, porque la pobre no tenía donde ir.

A Henry le pareció una idea desastrosa. Quería a Edie para él solo.

– Pero no tienes habitación para huéspedes.

– Tendrá que dormir en mi cuarto.

– ¿Y dónde dormirás tú -preguntó, con indignación.

– En el sofá cama de la sala.

Estaba muy gorda para dormir en un sofá cama.

– ¿Y por qué no duerme Loqui en el sofá cama?

– Porque ella es la invitada. Y se llama Lottie.

– ¿Y se quedará mucho tiempo?

– Ya veremos.

– ¿Tú podrás seguir dando la comida en la escuela y ayudando a mamá y a Vi en Pennyburn?

– Claro que sí, Henry. Lottie no es una inválida.

– ¿Tú crees que me gustará? -Esto era importante.

Edie no supo que contestar.

– Pues, Henry, no lo sé. Es una pobre mujer. Mi padre solía decir que no estaba en sus cabales. Chillaba como una gallina mojada si un hombre asomaba por la puerta y tenía unas manazas… Hace años, trabajó en Croy para la vieja Lady Balmerino, pero rompió tantas cosas que tuvieron que despedirla. No volvió a trabajar en ningún otro sitio después de aquello.

Henry estaba horrorizado.

– No le dejes fregar los platos o te lo romperá todo.

– Si sólo fueran los platos… -profetizó Edie tristemente, pero antes de que Henry pudiera indagar en aquella interesante frase, Edie se sobrepuso, asumió un aire risueño y cambió de tema bruscamente-. ¿Quieres otro buñuelo o ya estas listo para la barrita de chocolate?

4

Cuando salía con Archie y Virginia por la puerta de Balnaid y bajaba a la explanada de grava por la escalinata, Violet advirtió que había dejado de llover. Todavía había mucha humedad, pero el aire se había templado y, alzando la cabeza, sintió la brisa del Oeste en la mejilla. Las nubes bajas se apartaban lentamente, descubriendo aquí y allá un trozo de cielo azul, y un bíblico rayo de sol las atravesaba. Aun se arreglaría la tarde, pero a buenas horas…

El viejo “Land Rover” de Archie esperaba. Se despidieron de Virginia, Violet, con un beso en la mejilla de su nuera.

– Un beso a Edmund.

– De tu parte.

Subieron al “Land Rover” trabajosamente, Violet por los años y Archie por la pierna metálica. Cerraron las puertas, Archie puso en marcha el motor y el coche arrancó, bajó por la avenida, que describía un suave arco, y salió a la estrecha carretera que pasaba por delante de la iglesia presbiteriana y cruzaba el puente. Al salir a la carretera principal, Archie se detuvo pero no había trafico y torció por la calle que atravesaba Strathcroy de extremo a extremo.

La pequeña iglesia episcopaliana parecía acurrucarse humildemente. Mr. Gloxby estaba en la parte delantera, cortando la hierba.

– Trabaja mucho -observó Archie-. Ojalá podamos recaudar una buena suma con el bazar. Has sido muy amable al venir hoy, Vi. Supongo que hubieras preferido quedarte a trabajar en el jardín.

– El tiempo no convidaba a meterse con los hierbajos -dijo Vi-. De manera que, por lo menos, me he alegrado de dedicarlo a algo útil. -Reflexionó-. Es como cuando tienes un hijo o un nieto que te preocupa y no puedes hacer nada y entonces te pones a fregar el suelo de la cocina. Cuando acaba el día, sigues con la preocupación pero por lo menos tienes la cocina limpia.

– No estarás preocupada por tu familia, ¿verdad, Vi? No creo que tengas motivo.

– Todas las mujeres se preocupan por su familia -replicó Violet, categóricamente.

El “Land Rover” pasó por delante de la gasolinera que antes fuera la herrería y del supermercado de los Ishak. Más allá estaba la entrada al camino trasero de Croy. Archie redujo la velocidad, cruzó el portalón y empezó a subir la pronunciada cuesta. En tiempos no muy lejanos, las tierras, que se extendían a uno y otro lado del camino, eran un parque en el que pastaba ganado de pura raza, pero ahora eran sembrados de cebada y nabos. Sólo quedaban unos cuantos árboles de hoja ancha, testigos de pasados esplendores.

– ¿Qué te preocupa?

Violet vaciló. Sabía que se podía hablar con Archie. Lo conocía desde niño, lo había visto crecer. Era como un hijo, pues aunque tenía cinco años menos que Edmund, los dos se habían criado juntos y habían sido amigos inseparables.

Cuando Edmund no estaba en Croy, Archie estaba en Balnaid; y si no estaban ni en una casa ni en la otra, andaban por las montañas con las escopetas y los perros, disparando contra liebres y conejos o ayudando a Gordon Gillock a quemar el brezo y reparar los puestos de tiro. O salían a navegar por el lago o a pescar truchas en los remansos del Croy, o jugaban al tenis, o patinaban en el hielo. Inseparables, decían todos. Como hermanos.

Pero no eran hermanos y se separaron. Edmund era listo. Más que sus inteligentes padres. A Archie, por el contrario, no le atraían los libros.

Edmund pasó por la Universidad viento en popa, salió de Cambridge con mención de honor en Ciencias Económicas y fue contratado inmediatamente por un prestigioso Banco de la City.

Archie, incapaz de decidir que carrera podría seguir con éxito, optó por probar suerte en el Ejercito. Compareció ante un consejo de la Comisión Regular y, de algún modo, consiguió causar buena impresión, ya que cuatro oficiales de alta graduación decidieron que su modesto historial escolar quedaba sobradamente compensado por su personalidad abierta y su talante optimista. Pasó por Sandhurst, se unió al regimiento y fue destinado a Alemania. Edmund se quedó en Londres. A nadie sorprendió que prosperara rápidamente. Antes de que pasaran cinco años, fue reclutado por los cazatalentos de Sanford Cubben. En su momento, contrajo matrimonio pero hasta este acto de carácter romántico agregó brillo a su imagen. Violet recordaba el día en que recorrió el largo pasillo de Santa Margarita, en Westminster, del brazo de Sir Rodney Cheriton, pensando que ojalá Edmund se casara con Caroline realmente enamorado y no seducido por la aureola de riquezas que la rodeaba.

Y, ahora, la rueda había dado la vuelta completa y los dos hombres volvían a encontrarse en Strathcroy. Archie, en Croy y Edmund, en Balnaid. Dos hombres de mediana edad, todavía amigos, pero ya no íntimos. Demasiadas cosas les habían sucedido a uno y otro y no todas buenas. Demasiados años habían pasado, como el agua bajo un puente. Eran dos personas diferentes: uno, un financiero, riquísimo y el otro, con apuros económicos. Pero no era esto lo que creaba entre los dos ahora cierta formalidad y hasta cierta cortesía.

Ya no eran como hermanos.

Suspiró profundamente. Archie sonrió.

– Vamos, Vi, no puede ser tan grave.

– Claro que no es grave. -Bastantes preocupaciones tenía él. Quitaría importancia a las suyas-. Pero me preocupa Alexa por lo sola que está. Ya sé que se ocupa en lo que le gusta, que vive en una casa preciosa y que Lady Cheriton le dejó más que suficiente para vivir. Pero mucho me temo que su vida social deje bastante que desear. Creo que está convencida de que es fea, sosa y sin atractivo para los hombres. No tiene confianza en sí misma. Cuando se fue a vivir a Londres, esperaba que saliera con amigos de su edad. Pero en cambio se quedó en Ovington Street con su abuela, como una especie de señorita de compañía. Si pudiera conocer a un hombre bueno, que se casara con ella. Esa chica necesita un marido a quien cuidar y unos hijos. Alexa ha nacido para tener hijos.

Archie la escuchaba con simpatía. Él quería a Alexa como la querían todos.

– El perder a su madre siendo tan pequeña… -dijo-. Quizá fuera una experiencia más traumática de lo que nosotros imaginamos. Quizá la hizo sentirse distinta de las demás. En cierto modo, incompleta.

Violet meditó.

– Sí. Quizá. Pero Caroline nunca fue una madre muy efusiva ni cariñosa. No dedicaba mucho tiempo a Alexa. Era Edie quien le proporcionaba la seguridad y el afecto que necesitaba. Y Edie ha estado siempre a su lado.

– Pero tú apreciabas a Caroline.

– ¡Oh! Sí la apreciaba. No era mala persona. Nos llevábamos bien y creo que fue una buena esposa para Edmund. Pero era una muchacha extraña y reservada. Yo pasaba temporadas con ellos en Londres. Caroline me invitaba muy amablemente, porque sabía que yo deseaba estar con Alexa y Edie. Pero nunca me sentí verdaderamente cómoda en su casa. La verdad es que detesto las ciudades. Las calles, la casas y los coches me agobian. Me aturden. Pero, dejando esto aparte, Caroline nunca fue una anfitriona natural. Yo siempre tenía la impresión de estar estorbando y no había manera de charlar con ella de cosas sin importancia. Cuando nos quedábamos a solas, me costaba trabajo mantener una conversación y eso que yo hablo por los codos, como tú ya sabes. Pero se hacían pausas y los silencios no eran naturales. Entonces, yo trataba de llenar los silencios bordando furiosamente mi tapiz. -Miró a Archie-. ¿Te parece ridículo o entiendes lo que intento decirte?

– Sí que lo entiendo. Apenas conocí a Caroline, pero las dos o tres veces que la vi no pude librarme de la sensación de tener las manos y los pies demasiado grandes.

Pero ni aquella tímida broma hizo sonreír a Violet, preocupada como estaba por los problemas de Alexa. No contestó y siguió pensando en su nieta. Habían llegado a la mitad de la cuesta que conducía a Croy y se acercaban al desvío de Pennyburn. No había puerta, sino sólo una abertura en la cerca que quedaba a mano izquierda de la carretera. El "Land Rover” torció por el desvío y Archie cruzó el centenar de yardas por un camino bien asfaltado, bordeado a uno y otro lado por una franja de hierba cuidadosamente recortada y un seto de haya. Al final del camino, se encontraba un patio de regulares dimensiones, a un lado del cual se levantaba una casita blanca y al otro, un garaje doble. Las puertas del garaje estaban abiertas y dentro se veía el coche de Violet, la carretilla, la cortacésped y toda clase de herramientas de jardinería. Entre el garaje y el seto estaba el tendedero. Aquella mañana había hecho la colada y la ropa se agitaba con la brisa. Unas grandes cubas de madera repletas de hortensias de color rosa secante flanqueaban la puerta de la casa y un seto de lavanda crecía junto a las paredes.

Archie detuvo el “Land Rover” frente a la puerta y quitó el contacto, pero Violet no hizo ademán de apearse. Después de haber iniciado la conversación, no deseaba terminarla hasta haber agotado el tema.

– Por lo tanto, no creo que perder a su madre de modo tan trágico sea la causa de la falta de confianza de Alexa. Ni el que Edmund volviera a casarse y trajera una madrastra a casa. Nadie hubiera podido ser más cariñosa ni más comprensiva que Virginia, y la llegada de Henry no trajo sino alegría. Ni asomo de celos. -Ahora, al nombrar a Henry, Violet recordó otro motivo de inquietud-. Y también Henry me da quebraderos de cabeza. Porque mucho me temo que Edmund insista en enviarlo interno a Templehall. Y el chico no está preparado para eso. Y si al fin se va, temo por Virginia, porque Henry es toda su vida y si lo apartan de su lado contra su voluntad, me da miedo que ella y Edmund se distancien. Él viaja mucho. A veces, se queda toda la semana en Edimburgo y otras veces se va al otro extremo del mundo. Eso no es bueno para el matrimonio.

– Pero eso ya lo sabía Virginia cuando se casó con Edmund. No te aflijas, Vi. Templehall es un buen colegio y Colin Henderson, el director, un buen hombre. Yo tengo mucha fe en ese colegio. A Hamish le gusta, ha disfrutado hasta el último momento.

– Sí, pero tu Hamish es muy distinto de Henry. A los ocho años, Hamish era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.

– Sí -reconoció Archie, no sin orgullo-. Es una buena pieza, duro de pelar.

Violet tuvo otra idea alarmante.

– Archie, no pegan a los niños, ¿verdad? ¿No les azotarán?

– Quiá. El peor castigo es que te envíen a sentarte en la silla de madera del vestíbulo. Ignoro por qué, pero eso inspira temor al más recalcitrante.

– Bueno, menos mal. Pegar a los niños es una atrocidad. Y una estupidez. El que te pegue una persona a la que detestas sólo puede originar odio y miedo. Me parece más efectivo que un hombre al que respetas te obligue a estar un rato sentado en una silla dura.

– Hamish se pasó casi todo el primer año sentado en esa silla.

– Que diablillo. Ay, en fin, no puedo ni pensarlo. Y tampoco puedo pensar en lo de Edie. Mira que traerse a casa a esa horrible prima suya que está loca. Nos hemos acostumbrado tanto a depender de Edie que olvidamos que ya no es una niña. Ojalá no sea demasiado para ella. Bueno, todavía no ha ocurrido. Tal vez no llegue a ocurrir. Tampoco vamos a desearle la muerte a la pobre Lottie Carstairs y es la única alternativa que se me ocurre.

Miró a Archie y, con cierta sorpresa, advirtió que estaba a punto de echarse a reír.

– ¿Sabes una cosa, Vi? Me deprimes.

– ¡Oh! Perdona -Le dio una cariñosa palmada en la rodilla-. ¡Soy un saco de lamentaciones! No me hagas caso. Di, ¿qué sabes de Lucilla?

– Lo último es que anida en una buhardilla de París.

– Dicen que los hijos dan alegrías. también dan muchos quebraderos de cabeza. Bueno, no te entretengo más con mi charla, Isobel estará esperándote.

– ¿No quieres venir a Croy a tomar otro té? -preguntó él, ansiosamente-. ¿Y ayudar a divertir a los americanos?

Violet sintió que se le encogía el corazón.

– Archie, no me siento con fuerzas. ¿Soy egoísta?

– En absoluto. Era sólo una idea. A veces se me hace muy cuesta arriba tanto dar jabón y mover la cola. Pero no es nada comparado con lo que tiene que hacer la pobre Isobel.

– Debe de ser un trabajo pesadísimo. Traer y llevar y guisar y poner la mesa y hacer camas. Y, encima, darles conversación. Ya sé que sólo son dos noches a la semana, pero, ¿no se te ocurre otra forma de hacer dinero?

– ¿Se te ocurre a ti?

– De momento, no. Pero me gustaría que las cosas fueran distintas para vosotros dos. Ya sé que no se puede hacer retroceder el reloj, pero a veces pienso que sería estupendo que no hubieran cambiado las cosas en Croy. Que tus padres vivieran y vosotros fuerais otra vez jóvenes. Entrando y saliendo, y los coches zumbando por la avenida, y las voces. Y las risas.

Miró a Archie, pero él había vuelto la cara. Observaba el tendedero, como si las servilletas del té y las fundas de almohada y los grandes sujetadores y las bragas de seda de Violet fueran la visión más absorbente del mundo.

Ella pensó: “Y tú y Edmund, tan amigos como antes”, pero no lo dijo.

– Y Pandora, todavía en vuestra casa. Aquel diablillo encantador. Siempre he tenido la impresión de que cuando se fue se llevó consigo casi toda la risa.

Archie guardaba silencio. Luego, asintió:

– Sí. -Nada más.

Se había creado cierta tensión entre los dos. Para vencerla, Violet empezó a recoger sus cosas.

– No te entretengo más.

Abrió la puerta y descendió pesadamente del viejo vehículo.

– Gracias por traerme, Archie.

– Ha sido un placer, Vi.

– Recuerdos a Isobel.

– Gracias, hasta luego.

Esperó a que hiciera la maniobra y lo siguió con la mirada mientras se alejaba por el camino y seguía subiendo. Se arrepentía de no haberle acompañado a tomar el té con Isobel y a dar conversación a los americanos desconocidos. Pero ya era tarde para rectificar. Buscó la llave en el bolso y entró en la casa.

Archie siguió hacia la casa. La pendiente era cada vez más pronunciada. Ahora veía árboles ante sí, pinos de Escocia y hayas altas. Más allá de los árboles y más arriba, la ladera de la colina se elevaba en vertical, con peñascos en los que crecían zarzales helechos y algún que otro intrépido pimpollo de abedul. Llegó a los árboles. La carretera, al no poder seguir subiendo, describía un recodo hacía la derecha y se nivelaba. La avenida de hayas conducía hasta la casa. Un arroyo descendía de la cumbre formando una serie de remansos y cascadas y seguía bajando por la ladera por debajo de un arqueado puente de piedra. Era el Pennyburn y, montaña abajo, cruzaba el jardín de Violet Aird.

Bajo las hayas la luz se difuminaba en una penumbra límpida y verdosa. Las pobladas ramas se arqueaban a gran altura y producían la sensación de andar por el pasillo central de una enorme catedral. Y, bruscamente, la avenida quedó atrás y apareció la casa, en la cima de la colina, con toda la vista panorámica del valle a sus pies. La brisa de la tarde había hecho su tarea, haciendo trizas las nubes y disipando la bruma. Las colinas lejanas y los plácidos campos aparecían bailados en un sol dorado.

De pronto, se le hizo indispensable disfrutar de unos momentos de sí mismo. Era egoísmo. Bastante tarde era ya e Isobel estaría esperándole, necesitando apoyo moral. Pero ahuyentó los remordimientos, detuvo el coche antes de que pudiera oírse en la casa y paró el motor.

Había quietud, sólo se oía el murmullo del viento en los árboles y el grito de los zarapitos. Escuchaba el silencio. Oía balar ovejas en un campo lejano. Y la voz de Violet: “Todos vosotros, otra vez jóvenes. Ir y venir… Pandora aquí…” ¿Por qué había tenido que decirlo? No quería remover sus recuerdos. No deseaba consumirse en esa ardiente nostalgia.

“Todos vosotros, otra vez jóvenes”.

Pensó en cómo era Croy antes. Recordó sus llegadas a casa del colegio o, después, de soldado con permiso. Subía la montaña haciendo rugir su deportivo cargado hasta los topes, con la capota bajada y el viento quemándole las mejillas. Seguro, con la confianza de la juventud, de que todo seguiría como lo había dejado. Paraba delante de la puerta principal haciendo chirriar los frenos; los perros acudían corriendo saludándole con sus ladridos y alertando a toda la casa con su algarabía, de manera que cuando él entraba ya acudían todos. Sus padres, Harris, el mayordomo, y Mrs. Harris, la cocinera, y la doncella o interina que estuviera ayudando.

– Archie. Cariño, bienvenido a casa.

Y, luego, Pandora. “Siempre tuve la impresión de que cuando se fue se llevó consigo casi toda la risa.” En su recuerdo, ella tenía unos trece años y ya era hermosa. La veía bajar la escalera corriendo con sus largas piernas, para saltarle al cuello.

– Ya estás aquí, pedazo de bestia, y traes un coche nuevo. Lo he visto por la ventana del cuarto de jugar. Llévame a dar una vuelta Archie. Llévame a cien millas por hora.

Pandora. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Siempre desde niña, Pandora otorgaba amenidad a la vida, infundía buen humor y diversión en los momentos más solemnes y aburridos. Nunca había llegado a explicarse del todo de dónde había salido aquella hermana. Era una Blair de pies a cabeza pero, al mismo tiempo, tan diferente como si la hubieran cambiado en la cuna. La recordaba de niña y de adolescente patilarga y deliciosa, porque Pandora nunca tuvo grasas infantiles, granos ni timidez. A los dieciséis años parecía tener veinte. Amigo que él llevaba a casa, amigo que, si no se enamoraba de ella, por lo menos, quedaba hechizado.

La vida de los jóvenes Blair transcurría en una actividad incesante. Fiestas, cacerías, tenis en el verano y, en agosto, picnics en las montañas soleadas y cubiertas de brezo púrpura. Recordaba un picnic en el que Pandora dijo que tenía calor, se desnudó y se zambulló en el lago, sin pensar en los atónitos espectadores. Recordaba los bailes y a Pandora, con un vestido de gasa blanca y los bronceados hombros al aire, bailando con uno y otro las danzas típicas.

Se fue. Hacía veinte años que se había ido. A los dieciocho, pocos meses después de la boda de Archie, se fugó con un americano casado al que había conocido en Escocia durante el verano. Voló a California con aquel hombre y, andando el tiempo, se casó con él. Toda la región se estremeció con el escándalo, pero los Balmerino eran una familia muy querida y respetada y se les trató con mucha consideración y comprensión. Quizás un día vuelva, decía la gente. Pero Pandora no volvió. Ni siquiera cuando murieron sus padres. Lo que hizo, turbulenta como siempre, fue pasar de aventura en aventura a cual más desastrosa, como si bailara una interminable danza escocesa. Cuando se divorció del americano, se fue a vivir a Nueva York y, después, a Francia. Permaneció varios años en París. Se mantenía en contacto con Archie mediante esporádicas postales, en las que le enviaba unas señas, una breve noticia y una gran cruz que significaba un beso. Actualmente, al parecer residía en una mansión en Mallorca. A saber con quién.

Hacía ya mucho tiempo que Archie e Isobel habían perdido toda esperanza de volver a verla y, no obstante, de vez en cuando, la echaba de menos más que a nadie. La juventud había pasado y los habitantes de la casa se habían dispersado. Los Harris se habían jubilado hacía tiempo y, ahora, el servicio se reducía a Agnes Cooper, que subía del pueblo dos días a la semana para ayudar a Isobel en la cocina.

Y las tierras no estaban mucho mejor. Gordon Gillock, el guarda, seguía en su casita de piedra, con las perreras en la parte de atrás, pero el coto de los faisanes estaba arrendado a una asociación y Edmund Aird pagaba el sueldo del guarda. La granja se había vendido y el parque estaba sembrado. Finalmente, el jardinero -un anciano reseco y arrugado, parte importante de la niñez de Archie- había muerto y no había sido sustituido. Su precioso jardín tapiado se había convertido en un prado; los rododendros, sin poda, se habían hecho enormes y la pista de tenis de tierra batida verdecía de musgo. Archie era ahora el jardinero oficial con la esporádica ayuda de Willy Snoddy, que vivía en un cottage pequeño y pringoso al final del pueblo, ponía trampas a los conejos, pescaba salmón furtivamente y, de vez en cuando, se sacaba algún jornal para bebérselo.

¿Y qué había sido de él mismo? Archie hizo balance. Ex teniente coronel de los Leales Highlanders de la Reina, con una pata de aluminio, una pensión de invalidez del sesenta por ciento y demasiadas pesadillas. De todos modos, gracias a Isobel, aún poseía su patrimonio. Croy todavía era suyo y, Dios mediante, un día sería de Hamish. Cojo y pasando estrecheces, pero todavía era Balmerino de Croy.

De pronto, le pareció gracioso. Balmerino de Croy. Hermoso título y ridícula situación De nada servía intentar averiguar por que habían empeorado tanto las cosas, puesto que nada se podía hacer por remediarlas. Basta de nostalgias. El deber le llamaba y Lady Balmerino aguardaba.

Sin saber por que, se sintió más animado. Encendió el motor y cruzó la pequeña distancia que le separaba de la casa.

5

Había lloviznado todo el día, pero ahora hacía buen tiempo y Henry salió al jardín con Edie después del té. El jardín llegaba hasta el río y, de una cuerda tendida entre dos manzanos, colgaba la colada. Ayudó a Edie a recoger la ropa y a meterla en la cesta y entre los dos doblaron las sabanas sacudiéndolas bien para que no quedaran arrugas. Cuando acabaron volvieron a la casa y Edie puso la tabla y empezó a planchar las fundas de almohada, el delantal y una blusa. Henry miraba, le gustaba el olor de la ropa caliente y ver cómo la plancha la dejaba lisa, reluciente y crujiente.

– Planchas muy bien -dijo.

– A la fuerza, después de tantos años.

– ¿Cuántos años, Edie?

– Pues… -Dejó la plancha en el soporte y dobló la funda de almohada con sus manos llenas de hoyos-. Ahora tengo sesenta y ocho años y tenía dieciocho cuando entre a trabajar en casa de Mrs. Aird. Echa la cuenta.

Hasta Henry podía hacer el calculo.

– Cincuenta años.

– Cincuenta años son mucho tiempo cuando se mira hacia delante, pero al mirar atrás apenas te parece un suspiro. Y una empieza a preguntarse de que va la vida.

– Háblame de Alexa y de Londres. -Henry nunca había estado en Londres, pero Edie había vivido allí varios años.

– ¡Oh! Henry, hemos hablado de eso mil veces.

– A mí me gusta hablar de eso.

– En fin… -marcó un pliegue tan fino como el filo de un cuchillo-. Cuando tu papá era mucho más joven, se casó con una señora que se llamaba Caroline. Se casaron en Londres, en la capilla de Santa Margarita de Westminster, y todos fuimos a la boda y nos hospedamos en un hotel que se llamaba “Berkeley”. ¡Y qué boda! Había diez damas de honor preciosas, vestidas de blanco, como una procesión de cisnes. Y, después de la ceremonia, nos fuimos todos a otro gran hotel que se llama “Ritz” y allí había camareros vestidos de frac tan elegantes que parecían invitados. Y champaña, y unas mesas llenas de comida que no sabías por dónde empezar.

– ¿Había jalea?

– Jalea de todos los colores. Amarilla, roja y verde. Y salmón frío y unos sandwiches riquísimos que podías coger con los dedos, y uva escarchada, reluciente con azúcar. Caroline llevaba un vestido de seda salvaje con una cola muy larga y en la cabeza una diadema de brillantes que su padre le había regalado para la boda, y parecía una reina.

– ¿Era bonita?

– Henry, todas las novias son bonitas.

– ¿Tan bonita como mamá?

Edie no se dejaba pillar.

– Era bonita de otra manera. Era muy alta y tenía un hermoso pelo negro.

– ¿Te gustaba?

– Claro que me gustaba. No hubiera ido a Londres a cuidar a Alexa si no me hubiera gustado.

– Cuéntame eso.

Edie había terminado con las fundas de almohada y empezó a planchar un mantel a cuadros azul y blanco.

– Verás, fue a poco de morir tu abuelo Geordie. Yo todavía vivía en Balnaid, al servicio de tu abuela Vi. Había un bebé en camino, porque Edmund nos lo había dicho cuando vino al entierro de su padre. “Caroline va a tener un hijo”, nos dijo. Vivíamos las dos solas en la casa, haciéndonos compañía la una a la otra, y fue un gran consuelo para tu abuela Vi saber que, aunque Geordie ya no estuviera con ella, pronto habría una nueva vida. Luego nos enteramos de que Caroline buscaba niñera para el bebé. Tu abuela Vi empezó a preocuparse. La verdad es que no soportaba la idea de que una persona desconocida, que muy bien podía ser una bruta sin seso, cuidara de su nieto y le llenara la cabeza de tonterías, o ni siquiera se tomara la molestia de hablarle ni de leerle. A mí no se me ocurrió la idea de ir a Londres hasta que tu abuela Vi me lo pidió. Yo no quería dejar Balnaid y Strathcroy. Pero… lo discutimos y al fin decidimos que no había otra solución. Conque a Londres me fui…

– Seguro que papá se alegró de verte.

– Pues sí que se alegró. Y, al fin, fue una suerte que estuviera yo allí. Alexa nació muy bien, pero después Caroline se puso muy enferma.

– ¿Tuvo el sarampión?

– No; no era el sarampión.

– ¿La tos ferina?

– No; no era una de esas enfermedades. Era algo nervioso. Depresión postparto se llama y es algo horrible. Hubo que llevarla a un hospital y cuando volvió a casa era incapaz de hacer nada y, mucho menos, cuidar de un recién nacido. Pero poco a poco se recuperó y Lady Cheriton, su madre, se la llevó en barco a una isla muy bonita que se llama Madeira. Y, al cabo de un par de meses de estar allí, se puso mucho mejor.

– ¿Y tú te quedaste sola en Londres?

– Sola del todo, no. Una señora muy simpática iba todos los días a limpiar la casa, y tu padre entraba y salía.

– ¿Por qué no veníais todos a Escocia a vivir con Vi?

– Pensamos en venir. Pero sólo de visita. La semana de la boda de Lord y Lady Balmerino… aunque entonces se llamaba todavía Archie Blair y era un oficial muy guapo. Caroline aún estaba en Madeira y Edmund dijo que todos vendríamos a la boda y nos quedaríamos en Balnaid. Tu abuela Vi se puso contentísima cuando se enteró de que veníamos. Bajó la cuna del desván y lavó las mantas y limpió el cochecito. Y entonces a Alexa empezaron a salirle los dientes. Era aún muy chiquita y lo que sufría la pobre… Se pasaba las noches llorando y por más que yo hacía no callaba. Estuve casi dos semanas sin dormir, y al fin Edmund dijo que le parecía que ninguna de las dos estábamos en condiciones de hacer un viaje tan largo. Tenía razón, desde luego, pero yo me llevé un buen disgusto.

– Y Vi, otro, seguro.

– Me parece que sí.

– ¿Papá vino a la boda?

– Sí que vino. Él y Archie eran muy buenos amigos. Tenía que venir. Pero vino solo.

Había terminado con el mantel. Ahora, había cogido su blusa de vestir y metía la punta de la plancha en los frunces del hombro. Esto debía de ser todavía más difícil que planchar fundas de almohada.

– Háblame de la casa de Londres.

– ¡Oh! Henry, ¿es qué no te cansas de oír siempre las mismas historias?

– Me gusta que me hables de la casa.

– Bueno. Estaba en Kensington, pegada a otras casas iguales. Era muy alta y muy estrecha, y cuánto trabajo. Las cocinas, en el sótano, y el cuarto de los niños, en el último piso. Me parecía que me pasaba el día subiendo escaleras. Pero era una casa muy bonita, llena de objetos de gran valor. Y siempre había movimiento, visitas, cenas, invitados muy elegantes. Alexa y yo nos sentábamos en el recodo de la escalera, a mirar por entre los barrotes.

– Y nadie os veía.

– Nadie. Era como jugar al escondite.

– Y también ibais al palacio de Buckingham…

– Sí, a ver el cambio de la guardia. Y a veces tomábamos un taxi y nos íbamos al zoo de Regent’s Park a ver a los leones. Y después, cuando Alexa ya fue mayorcita, yo la acompañaba al colegio y a la clase de baile. Algunos niños eran Lords y Ladies y no tienes idea de lo estiradas que eran sus niñeras.

Pequeños Lords y Ladies y una casa llena de objetos de gran valor. Henry se dijo que Edie había tenido experiencias maravillosas.

– ¿Te dio pena marcharte de Londres?

– ¡Oh! Henry, me dio pena porque todos estábamos muy tristes y nos íbamos por una razón muy triste. Una tragedia. Imagina, un hombre que conduce su coche muy de prisa, sin pensar que en la carretera puede haber otras personas, y en un segundo Edmund que pierde a su esposa, y Alexa, a su madre. Y la pobre Lady Cheriton, a su única hija. Muerta.

Muerta. Era una palabra terrible. Como el chasquido de unas tijeras al cortar en dos un cordón que sabes que nunca, nunca volverá a estar entero.

– ¿Le importó a Alexa?

– Importar no es la palabra adecuada para expresar tanta tristeza.

– Pero eso quería decir que podías volver a Escocia.

– Sí. -Edie suspiró y dobló la blusa-. Sí, volvimos. Volvimos todos. Tu padre, a trabajar en Edimburgo y Alexa y yo, a vivir en Balnaid. Y, poco a poco, las cosas fueron mejor. La pena es una cosa muy curiosa, porque no tienes que cargar con ella toda la vida. Al cabo de un tiempo, la dejas al lado del camino y sigues andando y allí se queda. Para Alexa fue una vida nueva. Iba a la escuela de Strathcroy, lo mismo que tú, y se hizo amiga de los niños del pueblo. Y tu abuela Vi le compró una bicicleta y un bonito pony de Shetland. Al poco tiempo, nadie habría dicho que había vivido en Londres. Pero, en cuanto fue lo bastante mayor como para viajar sola, iba a pasar las vacaciones con Lady Cheriton. Era lo menos que podíamos hacer por la pobre señora.

Edie había acabado de planchar. Desenchufó la plancha, la dejó en el hogar para que se enfriara y luego dobló la tabla de planchar. Pero Henry no quería dar por terminada aquella fascinante conversación.

– Antes de Alexa cuidaste de papá, ¿verdad?

– Eso es. Hasta que cumplió los ocho años y se fue al internado.

– Yo no quiero ir al internado -dijo Henry.

– Anda, anda ya. -La voz de Edie se hizo ligera y animosa. No estaba dispuesta a aguantar quejas ni llantos-. ¿Y por qué no? Allí tendrás a muchos chicos de tu edad y jugaras al fútbol y al criquet, y te lo pasaras estupendamente.

– No conoceré a nadie. No tendré ni un amigo. Y no podré llevarme a Moo.

Edie estaba enterada de lo de Moo. Moo era un trozo de satén y lana, restos de la manta de la cuna de Henry. Vivía bajo la almohada y le ayudaba a dormirse por la noche. Sin Moo no podría quedarse dormido. Moo era muy importante para él.

– No -convino ella-. No podrás llevarte a Moo, desde luego. Pero a nadie le parecería mal que te llevaras un osito.

– Los ositos no sirven. Y Hamish Blair dice que sólo los pequeñajos se llevan el osito al colegio.

– Hamish Blair dice muchas tonterías.

– Y tú no estarás allí para darme la comida.

Edie dejó su aire animoso. Extendió la mano y le revolvió el pelo.

– Chico. Todos tenemos que crecer, seguir adelante. El mundo se pararía si nos quedásemos siempre en el mismo sitio. Vamos… -miró el reloj-, ya es hora de que te vayas para casa. Prometí a tu madre que estarías de vuelta a las seis. ¿Irás bien tú solo o quieres que te acompañe un trecho?

– No; iré bien yo solo.

6

Edmund Aird tenía casi cuarenta años cuando se casó por segunda vez y Virginia, su nueva esposa, veintitrés. Ella no procedía de Escocia, sino de Devon y era hija de un oficial del regimiento de Devon y Dorset que se había retirado del Ejercito para cuidar de una granja heredada, una considerable extensión de tierras entre Dartmoor y el mar. Ella se había criado en Devon, pero su madre era americana y cada verano madre e hija cruzaban el Atlántico para pasar los meses de julio y agosto en la vieja casa de la familia. Estaba en Leesport, en la costa sur de Long Island, un pueblo que miraba las dunas de la isla de Fire sobre las azules aguas de la Gran Bahía del Sur.

La casa de los abuelos era vieja, de madera, grande y muy ventilada. La brisa marina circulaba por ella agitando los visillos y transportando al interior los aromas del jardín. El jardín era espacioso y estaba separado de la tranquila y arbolada calle por una valla de madera blanca. Había unas glorietas dispuestas para la vida al aire libre y grandes porches con mamparas de tela metálica, santuarios de frescor al abrigo de los insectos. Pero lo mejor de la casa era que estaba al lado del club local, un hervidero de actividad social, con sus restaurantes y bares, su campo de golf, sus pistas de tenis y su enorme piscina de color turquesa.

Era un mundo distinto al del húmedo y brumoso Devon y el viaje anual confería a la joven Virginia un lustre y una sofisticación que la distinguían de sus contemporáneas inglesas. Su ropa, adquirida durante grandes expediciones a la Quinta Avenida, tenía clase y estilo. Su voz poseía un deje del dulce acento materno y cuando volvía a la escuela, con su pelo rubio bien cuidado y sus largas y esbeltas piernas de americana, era objeto de mucha curiosidad y admiración y, cómo no, también de mucha envidia maliciosa.

Que ella pronto aprendió a neutralizar.

No era muy dada al estudio y se apasionaba por cualquier actividad al aire libre. En Long Island jugaba al tenis, navegaba y nadaba. En Devon montaba a caballo y todos los inviernos participaba en la caza del zorro. Cuando creció, los jóvenes acudían en tropel atraídos por su hermosa figura que, realzada por el atavío de caza, montaba un envidiable caballo, o vestida con una faldita blanca que apenas le cubría las posaderas, volaba con pericia por la pista de tenis. En los bailes de Navidad, formaban enjambre alrededor de ella. Cuando Virginia estaba en casa, el teléfono no paraba de sonar y siempre era para ella. Su padre se quejaba, aunque en el fondo se sentía orgulloso. Con el tiempo, dejó de quejarse y mandó instalar otro teléfono.

Al dejar el colegio, Virginia marchó a Londres y aprendió a utilizar la máquina de escribir eléctrica. Aquello era muy aburrido, pero como no tenía talento ni ambición parecía lo único que podía hacer. Compartía un piso en Fulham y efectuaba trabajos temporales, porque de este modo podía ir y venir cuando recibía una invitación interesante. Los hombres seguían acosándola, pero ahora eran diferentes: más viejos, más ricos y, algunos, casados. Ella dejaba que gastaran grandes cantidades de dinero en invitarla a cenar y en regalos. Y, cuando los tenía rendidos de pasión insatisfecha y devoción, desaparecía de Londres sin avisar para disfrutar de otro fabuloso verano con los abuelos y conocer Ibiza o hacer un crucero por la costa occidental de Escocia, o pasar la Navidad en Devon.

En una de aquellas impetuosas salidas había conocido a Edmund Aird. Fue en septiembre, en un baile de cazadores que se dio en casa de una antigua condiscípula, en el Condado de Relkirk. Antes del baile, hubo una espléndida cena y todos los invitados tanto los que se alojaban en la casa como los que venían de fuera se congregaron en la gran biblioteca.

Virginia fue la última en aparecer. Llevaba un vestido verde pálido, casi blanco, sujeto sobre un solo hombro por una rama de hiedra, cuyas oscuras hojas estaban hechas de reluciente satén.

Ella lo vio al momento. Estaba de espaldas a la chimenea y era muy alto. Sus miradas se encontraron y quedaron prendidas. Él tenía el pelo negro con algunas hebras blancas, como el del zorro plateado. Ella ya estaba acostumbrada a ver hombres vestidos con las ostentosas galas del traje escocés, pero a ninguno le sentaban tan bien y ninguno llevaba con tanta naturalidad la media de rombos, el kilt y la chaqueta verde botella con botones de plata.

– … ya estas aquí, Virginia. -Era la señora de la casa-. Ahora vamos a ver a quién conoces y a quién no. -Caras desconocidas, nuevos nombres. Apenas se enteraba. Por fin-… y Edmund Aird. Edmund, Virginia, que está pasando unos días con nosotros. Ha venido desde Devon. No habléis ahora porque ya tendréis ocasión os he puesto al lado en la mesa…

Nunca se había enamorado tan instantánea y absolutamente. Desde luego, había tenido idilios, caprichos apasionados en el club local de Leesport, pero nada había durado más de unas semanas. Lo de aquella noche era distinto y Virginia sintió por primera vez que había encontrado a un hombre con el que deseaba compartir el resto de su vida. No tardó en darse cuenta de que el increíble milagro se había producido y Edmund sentía exactamente lo mismo que ella.

El mundo se convirtió en un lugar luminoso y bello. Nada podía salir mal. Deslumbrada por tanta felicidad, se sintió dispuesta a unir su suerte a la de Edmund, a abandonar el sentido común y a tirar por la borda todos los fastidiosos principios. Entregarle su vida. Vivir en el rincón más remoto si era preciso; en el pico de una montaña; en pecado. No importaba. Nada importaba.

Pero Edmund, aunque había perdido el corazón conservaba la cabeza. Se esforzó por explicarle su situación. Al fin y al cabo, era director de la sucursal de “Sanford Cubben” en Escocia, una figura relevante, situada en el objetivo de los medios de comunicación.

Edimburgo era una ciudad pequeña y él tenía muchos amigos y relaciones cuyo respeto y confianza estimaba. Actuar en contra de los convencionalismos de modo ostensible y consentir que su nombre apareciera en las paginas de la Prensa amarilla sería, no ya una tontería, sino una calamidad.

Además, debía pensar en su familia.

– ¿Familia?

– Sí, mi familia. He estado casado.

– Otra cosa me hubiera sorprendido.

– Mi esposa murió en accidente de automóvil. Pero tengo a Alexa. Acaba de cumplir diez años. Vive en Strathcroy con mi madre.

– Me gustan las niñas. Procuraría llevarme bien con ella.

Pero había otros obstáculos.

– Virginia, tengo diecisiete años más que tú. ¿No te parece decrépito un hombre de cuarenta?

– No importan los años.

– Tendrías que vivir en el Condado de Relkirk. Aquello es muy primitivo.

– Me vestiré de cuadros de pies a cabeza y llevaré un sombrero con una pluma.

Él se rió, pero torciendo la boca.

– Desgraciadamente, no todo el año es septiembre. Todos nuestros amigos viven a varias millas de distancia y los inviernos son largos y tristes. Allí la gente hiberna. Me da miedo que te aburras.

– Edmund, no parece sino que ya estés arrepentido y tratando de plantarme.

– No es eso. Eso, no. Pero tienes que saber la verdad. No hacerte ilusiones. Eres tan joven, tan vital y tan hermosa, y tienes toda la vida…

– Para estar a tu lado.

– Otra cosa. Mi trabajo. Es muy exigente. Viajo mucho. Sobre todo por el extranjero y, a veces, estoy fuera dos o tres semanas.

– Pero vuelves.

Ella se había mostrado inflexible y él la adoraba.

– Ojalá las cosas pudieran ser de otro modo, por el bien de los dos -suspiró-. Ojalá fuera joven y no tuviera responsabilidades. Y pudiera obrar a mi antojo. Entonces podríamos vivir juntos y tomar tiempo para conocernos. ¿Estás completamente segura?

– Completamente.

Lo estaba. Sin lugar a dudas. Él la abrazó y dijo:

– Entonces la cosa no tiene remedio. Voy a tener que casarme contigo.

– Pobre hombre.

– ¿Serás feliz? ¡Deseo tanto hacerte feliz!

– Edmund. Edmund, amor mío. ¿Cómo no habría de serlo?

Se casaron dos meses después, a últimos de noviembre, en Devon. Fue una boda sencilla, en la pequeña iglesia en la que Virginia había sido bautizada.

Era el final de una etapa. Que ella dejaba atrás sin pesar. Habían terminado las aventuras triviales y frívolas. Ahora era Mrs Edmund Aird.

Al regreso del viaje de novios, se instalaron en Balnaid, el nuevo hogar de Virginia, donde tenía a su nueva familia: Violet, Edie y Alexa. La vida en Escocia era muy diferente a todo lo que Virginia había conocido pero hizo cuanto pudo por adaptarse aunque sólo fuera porque los demás, evidentemente, hacían otro tanto. Violet se empeñó en irse a vivir a Pennyburn. Resultó un dechado de discreción. Edie no fue menos prudente. Anunció que había llegado el momento de retirarse al cottage en el que había nacido y que había heredado de su madre. Dejaba el trabajo fijo pero seguiría de interina, repartiendo el tiempo entre Virginia y Violet.

En aquellos primeros tiempos, Edie era un pilar de fuerza, una reserva de excelentes consejos y una fuente de información. Ella fue quien, por el bien de Alexa, dio a Virginia algunos detalles del anterior matrimonio de Edmund para no volver a mencionarlo más. Aquello había acabado. Agua pasada. Virginia se lo agradecía. Edie, la vieja criada que lo había visto y oído todo, bien hubiera podido ser la mosca del ungüento. Pero se convirtió en una de las mejores amigas de Virginia.

Conquistar a Alexa le costó un poco más. La niña, de temperamento dulce y sosegado, se mostraba tímida y reservada. No era una niña agraciada, su figura era rechoncha, tenía un pelo de zanahoria y la piel blanca que suele acompañarlo. En un principio, parecía no saber cual era su sitio en la casa y mostraba unos deseos de agradar que casi resultaban conmovedores. Virginia le respondió como mejor supo. Al fin y al cabo, la niña era hija de Edmund y una parte importante de su matrimonio. Ya que no podía ser una madre para ella, procuraría ser una hermana. Insensiblemente, procuró sacar a Alexa de su concha, hablándole como si tuviera la misma edad y procurando no herir sus sentimientos. Mostraba interés por las cosas de Alexa, por sus dibujos y sus muñecas y contaba con ella para todas las actividades. Ello tenía sus inconvenientes, pero lo principal era que Alexa no se sintiera abandonada.

Le costó más de seis meses pero mereció la pena. Virginia fue recompensada con las espontáneas confidencias de Alexa y su viva admiración y cariño.

Había familia, pero también había amigos. La recibieron con los brazos abiertos, por su juventud, por el afecto que sentían por Edmund y porque Edmund había decidido tomarla por esposa. Los Balmerino, por supuesto, pero había otros. Virginia era una persona muy sociable, poco amiga de la soledad, y se encontró rodeada de personas que parecían desear su compañía. Cuando Edmund se iba de viaje cosa que ocurría con frecuencia y desde el principio, todos se mostraban amables y atentos, invitándola y llamándola por teléfono para que no se sintiera sola ni triste.

Y no se sentía. En el fondo, casi gozaba con la ausencia de Edmund porque, de algún modo, daba realce a todas las cosas; él estaba ausente pero ella sabía que volvería, y cada vez que lo hacía estar casada con él le parecía más fabuloso que antes. Ella llenaba sus días de ausencia dedicándose a Alexa, a la nueva casa, a los nuevos amigos y a contar las horas que faltaban para su regreso.

De Hong Kong. De Frankfurt. Una vez la llevó consigo a Nueva York y después se tomó una semana de vacaciones. La pasaron en Leesport y ella la recordaba como una de las mejores de toda su vida.

Y llegó Henry.

Henry lo cambió todo no a peor, sino a mejor si cabía. Desde que nació Henry, no quiso volver a marcharse. Nunca se había creído capaz de un amor tan desinteresado. Era distinto al amor que sentía por Edmund, pero mucho más precioso porque era totalmente inesperado. Nunca se consideró maternal ni se paró a analizar el verdadero significado de la palabra. Pero aquella minúscula criatura, aquella pequeña vida, la sumía en un estado de inefable asombro.

Todos le gastaban bromas, pero no le importaba. Ella lo compartía con Violet, Edie y Alexa y gozaba compartiéndolo porque sabía que, al término del día, Henry le pertenecía. Lo veía crecer saboreando cada momento. Cuando empezó a gatear, cuando se puso de pie, cuando pronunció sus primeras palabras. Jugaba con él, le hacía dibujos, veía a Alexa pasearlo por el césped en el cochecito de la muñeca. Se tumbaban en la hierba a mirar a las hormigas, bajaban al río y tiraban piedras a las aguas rápidas y espumeantes. Se sentaban junto a la chimenea en el invierno a leer libros ilustrados.

Henry cumplió dos años. Tres años. Cinco años. En su primer día de clase, lo acompañó al colegio de Strathcroy y se quedó en la puerta viéndolo alejarse por el sendero. Había muchos niños, pero ninguno le hacía caso. En aquel momento, parecía muy pequeño y vulnerable y casi no pudo soportar dejarlo allí.

Tres años después, Henry seguía siendo pequeño y vulnerable, y ella se sentía más protectora que nunca. Y esa era la causa de la nube que había aparecido en su horizonte y que le atemorizaba.

De vez en cuando, el tema de la educación de Henry salía a relucir, pero ella se resistía a hablar extensamente de ello con Edmund. Él, de todos modos, conocía ya su opinión. Hacía tiempo que no mencionaban la cuestión. Ella prefería dejarlo así, pensando que era mejor no remover las cosas. No quería tener que pelearse con Edmund. Nunca se le había opuesto en nada y dejaba que él decidiera las cosas importantes. Al fin y al cabo, él era mayor, más sabio y mucho más competente. Pero aquello era distinto. Se trataba de Henry.

Quizá si no pensaba en ello, si no prestaba atención, el problema desaparecería.

Cuando Archie y Violet se alejaron por la avenida en el viejo y maltratado “Land Rover”, Virginia permaneció unos momentos donde estaba, delante de la casa, con la desagradable sensación de no saber que hacer. La reunión de la iglesia había partido el día por la mitad y aún era temprano para entrar en casa y empezar a pensar en la cena.

El tiempo mejoraba por momentos y no tardaría en salir el sol. Quizá debiera hacer algo en el jardín. Desechó la idea. Finalmente, entró en la casa, recogió las tazas de encima de la mesa del comedor y las llevó a la cocina. Los dos spaniels de Edmund dormitaban en sus cestas debajo de la mesa. Pero en cuanto la oyeron acercarse, despertaron y se levantaron con ganas de correr.

– Meto estas cosas en el lavaplatos y nos vamos a dar una vuelta -les dijo.

Siempre hablaba a los perros en voz alta y, a veces, y esta era una de ellas, el sonido de su propia voz la reconfortaba. Los viejos chiflados hablan solos, pensó. En determinados momentos, no era difícil comprender por qué.

Se dirigió a la cocina trasera y, con los perros dando vueltas a su alrededor, descolgó una vieja chaqueta de un gancho y se calzó unas botas de goma. Salieron. Los perros echaron a correr delante de ella por el sendero que orillaba el bosque paralelo al río. Dos millas agua arriba había otro puente. Por él se salía a la carretera principal y al pueblo. No cruzó este puente, sino que siguió andando hacia donde acababan los árboles y empezaba el páramo, millas de brezo, hierba y helechos que iban ascendiendo hacia las montañas. A lo lejos pastaban corderos. Sólo se oía el murmullo del agua.

El agua rebosaba por el dique de la profunda charca. Este era el lugar preferido por Henry para nadar. Se sentó en la orilla. Allí solían hacer los picnics en el verano. A los perros les encantaba el río. Con las patas en el agua, bebían como si arrastraran una sed de meses. Después, salieron y se sacudieron enérgicamente junto a ella. Virginia se quitó la chaqueta. De buena gana se hubiera quedado allí un rato, disfrutando del calor del sol, pero en seguida acudieron las inevitables nubes de mosquitos, que empezaron a picar. Se levantó, silbó a los perros y volvió a casa.

Cuando llegó Edmund, estaba en la cocina, preparando la cena. Aquella noche tenían pollo asado y estaba rallando pan para la salsa. Al oír el coche, miró el reloj con sorpresa y vio que no eran más que las cinco y media. Llegaba temprano. Venía de Edimburgo y, por regla general, no llegaba a Balnaid hasta las siete o más. ¿Qué podía haber ocurrido?

Intrigada y un poco intranquila, acabó de rallar el pan y lo echó en la sartén con la leche, la cebolla y el clavo. Removió. Le oyó venir del vestíbulo por el largo pasillo. La puerta se abrió y ella se volvió, sonriendo con cierta inquietud.

– Ya estoy aquí -dijo él, innecesariamente.

Como siempre, miró a su marido con satisfacción. Vestía un traje azul marino con raya blanca, una camisa celeste con cuello blanco y la corbata de seda de “Christian Dior” que le había regalado en Navidad. Traía la cartera en la mano y la ropa un poco arrugada; lógico después de un día de trabajo y un largo viaje en coche, pero no parecía cansado. El nunca se quejaba ni daba muestras de fatiga. Su madre decía que nunca lo había visto cansado.

Era alto, conservaba la figura joven y su cara, de facciones regulares y ojos serenos y hundidos, apenas estaba marcada por las arrugas. Sólo el pelo había cambiado, ya no era negro sino de un blanco plateado, aunque lo conservaba tan abundante y sedoso como siempre. El contraste entre la cara tersa y el pelo cano le confería una mayor prestancia y un especial atractivo.

– ¿Cómo tan temprano? -preguntó ella.

– Ya te explicaré. -Se acercó a darle un beso y miró la sartén-. Huele bien. Salsa de pan. ¿Pollo?

– Pollo.

Dejó la cartera encima de la mesa.

– ¿Y Henry?

– En casa de Edie. No volverá hasta después de las seis. Toma el té con ella.

– Me alegro.

– ¿Por qué te alegras? -preguntó ella, frunciendo el ceño.

– Tenemos que hablar. Vamos a la biblioteca. Deja la salsa para luego…

Salía ya de la cocina. Virginia, desconcertada y alarmada apartó la sartén del fuego y volvió a colocar la pesada tapa en el antehogar de la cocina de fuel. Luego, le siguió. Lo encontró en la biblioteca, agachado delante de la chimenea, arrimando una cerilla al papel y las teas.

Interpretando una critica implícita en la acción, dijo, a la defensiva:

– Edmund, iba a encender el fuego cuando hubiera terminado de preparar la salsa y de pelar las patatas. Pero el día está muy raro. Hemos pasado toda la tarde en el comedor en la reunión de la iglesia. Ni siquiera entramos aquí para nada…

– No tiene importancia.

El papel había prendido y las teas chisporroteaban. Él se puso de pie, frotándose los dedos, y se quedó mirando cómo crecían las llamas. Su perfil no delataba nada.

– El bazar será en julio. -Ella se sentó en el brazo de una butaca-. Me ha tocado la peor parte, recoger trastos viejos. Por cierto, Archie me ha pedido un sobre de la Comisión Forestal… Dijo que tú ya estabas al corriente. Lo encontramos en tu mesa.

– Sí. Se me olvidó dártelo.

– … ¡ah!, y una noticia sensacional. Los Steynton van a dar un baile para celebrar el cumpleaños de Katy, en septiembre…

– Ya lo sé.

– ¿Lo sabes?

– Hoy almorcé con Angus Steynton en el club. Me lo dijo él.

– Va a ser sonado. Carpas, orquestas, resopón… Pienso estrenar un vestido sensacional…

Él la miró y se interrumpió sorprendida. Era como si no hubiera oído nada. Al fin, preguntó:

– ¿Qué sucede?

– He vuelto temprano porque esta tarde no he ido al despacho. He estado en Templehall, hablando con Colin Henderson.

Templehall. Colin Henderson. El corazón le dio un vuelco y sintió la boca seca.

– ¿Por qué, Edmund?

– Quería hablar con él de todo este asunto. Todavía no había tomado una decisión respecto a Henry, pero ahora estoy seguro de que esto es lo mejor.

– ¿Qué es lo mejor?

– Enviarlo a Templehall en septiembre.

– ¿Interno?

– Está muy lejos para que duerma en casa.

La inquietud se había consumido en el fuego de la indignación. Nunca se había sentido tan furiosa con Edmund. Y, además, estaba escandalizada. Sabía que era autoritario y hasta dictador, pero no que fuera falso. Y ahora le parecía que había actuado a espaldas suyas, que la había traicionado. Se sentía burlada, indefensa, derrotada antes de haber podido efectuar un solo disparo.

– No tenías derecho. -Era su voz, pero no parecía ser Virginia la que hablaba-. Edmund, no tenías derecho.

Él alzó las cejas.

– ¿Qué no tenía derecho?

– No tenías derecho a ir sin avisarme. Yo debí ir contigo a hablar del asunto, como dices tú. Henry es tan hijo mío como tuyo. ¿Cómo has podido llevarlo todo a escondidas, sin decir una sola palabra?

– No lo he llevado a escondidas y te lo digo ahora.

– Sí. Cuando ya es un hecho consumado. No me gusta que se me considere un cero a la izquierda, una persona que no cuenta para nada. ¿Por qué tienes que tomar tú todas las decisiones?

– Supongo que porque siempre las he tomado.

– Has obrado con doblez. -Se puso en pie, cruzando los brazos con fuerza sobre el pecho, como si la única forma de impedir que golpearan a su marido fuera mantenerlos bien apretados. Ella, siempre tan sumisa, era ahora la tigresa que defiende al cachorro-. Tú sabes muy bien, y siempre lo has sabido, que yo no quiero que Henry vaya a Templehall. Es muy pequeño. Es muy niño. Ya sé que a los ocho años tú fuiste a un internado y sé que Hamish Blair también, pero, ¿por qué tiene que ser obligatorio para todos seguir la tradición? Es arcaico, es victoriano, esta anticuado meter internos a los niños pequeños. Y, lo que es peor, no hace maldita la falta. Henry puede seguir en Strathcroy hasta los doce años y después ir al internado. Eso me parece razonable. Pero antes no, Edmund. Ahora no

Él la miro con autentica perplejidad.

– ¿Por qué quieres hacer a Henry diferente a los otros niños? ¿Por qué va a marcársele como un caso especial y quedarse en casa hasta los doce años? Quizá lo confundes con los niños americanos que parecen dirigir a la familia entera hasta que llegan a adultos…

Virginia estaba descompuesta.

– No tiene nada que ver con América. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? Se trata de lo que cualquier madre sensible y normal siente hacia sus hijos. Eres tú el que está equivocado, Edmund. Pero ni remotamente se te ocurrirá considerar la posibilidad de que estés equivocado. Actúas como un padre victoriano. Anticuado, testarudo y dominante.

No obtuvo ninguna reacción con su explosión. La expresión de Edmund no se alteró. En tales momentos, su cara era impenetrable, con los ojos entornados y la boca inexpresiva. Deseó que saltara, que se dejara llevar, que perdiera su compostura, que alzara la voz. Pero esto era impropio de Edmund Aird. En los negocios se le conocía como un hombre de hielo. Permanecía siempre sereno impávido, sin dejarse provocar.

– Sólo piensas en ti misma -dijo.

– Pienso en Henry.

– No. Quieres retenerlo a tu lado. Y quieres imponer tu voluntad. La vida ha sido buena contigo. Siempre has hecho lo que has querido, tus padres te han mimado y malcriado. Y quizá yo también. Pero llega un momento en el que todos tenemos que comportarnos como personas mayores, y me parece que ahora te toca a ti. Henry no es una posesión tuya y tienes que soltarlo.

Apenas podía creer que estuviera diciéndole estas cosas.

– Yo no considero a Henry una posesión mía. Es una acusación insultante. Él es una persona y yo le he hecho como es. Pero tiene ocho años. Apenas ha dejado el parvulario. Necesita estar en su casa. Nos necesita a nosotros. Necesita la seguridad de un entorno que ha conocido toda su vida y necesita tener a su Moo debajo de la almohada. No podemos sacarlo de casa. No quiero que se vaya.

– Lo sé.

– Es demasiado pequeño.

– Tiene que crecer.

– Crecerá lejos de mí.

Edmund no hizo ningún comentario. La cólera de Virginia se había agotado y se sentía herida, derrotada y a punto de echarse a llorar. Para esconder las lagrimas, dio la espalda a su marido, se acercó a la ventana y apoyó la frente en el frío cristal. Miró el jardín sin verlo, con los ojos ardientes. Se produjo un largo silencio. Y, luego, razonable como siempre, Edmund volvió a hablar.

– Templehall es un buen colegio, Virginia, y Colin Henderson, un buen director. No se exige demasiado a los chicos pero se les enseña a trabajar. La vida va a ser dura para Henry. Va a ser dura para todos estos chicos. Competitiva y difícil. Cuanto antes aprendan a afrontarla y a aceptar lo bueno y lo malo, mejor. Amóldate a la situación. Hazlo por mí. Míralo como yo. Henry esta demasiado atado a ti.

– Soy su madre.

– Tú lo asfixias. -Con estas palabras, salió tranquilamente de la habitación.

7

Henry volvía a casa, al sol dorado de la tarde. Había poca gente en la calle porque eran casi las seis y todo el mundo estaba tomando el té. Él imaginaba las mesas puestas, los platos de sopa, quizás, y después la merluza o las chuletas y, para terminar, pastel o galletas, todo bien regado con un té fuerte y caliente. Él se sentía gratamente lleno de salchichas. Pero quizás antes de acostarse le cupiera aún una taza de cacao.

Llegó al puente arqueado que cruzaba el Croy entre las dos iglesias. En lo más alto del arco, se apoyó en el vetusto pretil de piedra y miró al río. Había llovido mucho, demasiado según los campesinos, y venía muy crecido, arrastrando ramas y hierbas. Una vez, Henry había visto pasar un pobre cordero muerto por debajo del puente. Más abajo, el valle se ensanchaba y allí el Croy cambiaba de carácter, se remansaba y ondulaba entre los verdes pastos y por la tarde los rebaños se acercaban a beber. Pero aquí se precipitaba por la ladera, saltando sobre las rocas y formando pequeñas cascadas y ollas.

El sonido del Croy era uno de los primeros recuerdos de Henry. Por la noche, podía oírlo por la ventana abierta de su habitación y todas las mañanas despertaba con su murmullo. Aguas arriba estaba la charca en la que Alexa le había enseñado a nadar. Con sus amigos de la escuela, jugaba a construir presas y ciudades en el barro de la orilla.

Detrás de él, el gran reloj de la torre de la iglesia presbiteriana dio la hora con seis graves y sonoras campanadas. A disgusto reanudó la marcha por el camino que bordeaba la orilla sur. Allí crecían unos olmos muy altos en cuyas ultimas ramas alborotaba una colonia de cornejas. Al llegar a la verja de Balnaid, de pronto, le entró prisa por estar en casa y echó a correr. La cartera que llevaba en bandolera le golpeaba el costado. Al doblar la esquina de la casa, vio el “BMW “azul oscuro de su padre aparcado en la explanada de grava. Una espléndida e inesperada sorpresa. Generalmente, su padre no llegaba hasta después de que Henry se acostara. Pero ahora los encontraría a los dos en la cocina, charlando y explicando lo que habían hecho aquel día, mientras su madre preparaba la cena y su padre tomaba una taza de té.

Pero no estaban en la cocina. Lo supo nada más entrar en la casa, porque se oían voces al otro lado de la puerta de la biblioteca. Sólo unas voces y una puerta cerrada, ¿era esto razón para pensar que ocurría algo malo y que las cosas no andaban bien?

Se le secó la boca. Cruzó el ancho pasillo de puntillas y se quedó junto a la puerta. Quería entrar y darles una sorpresa, pero casi sin darse cuenta se puso a escuchar.

– … apenas ha dejado el parvulario. Necesita estar en su casa. -Era su madre, con una voz que él no había oído nunca, aguda y como si estuviera a punto de echarse a llorar-. No podemos sacarlo de casa. No quiero que se vaya.

– Lo sé. -El que hablaba era su padre.

– Es demasiado pequeño.

– Tiene que crecer.

– Crecerá lejos de mí.

Estaban peleando. Lo increíble había sucedido: su madre y su padre estaban peleándose. Henry, helado de terror, esperaba. Al cabo de un momento, volvió a hablar su padre.

– Templehall es una buena escuela, Virginia, y Colin Henderson, un buen director. No se exige demasiado a los chicos pero se les enseña a trabajar. La vida va a ser dura para Henry…

Entonces, era eso. Iban a enviarlo a Templehall. Al internado.

– … cuanto antes aprendan a afrontarla y a aceptar lo bueno y lo malo, mejor.

Lejos de sus amigos, de Strathcroy, de Balnaid, de Edie y de Vi. Pensó en Hamish Blair, tan mayor, tan superior, tan cruel. Sólo los chiquitos tienen osito.

– … Henry está demasiado atado a ti.

No podía seguir escuchando. Todos los temores que Henry había sentido en su vida le asaltaron ahora. Andando de espaldas, se apartó de la puerta de la biblioteca y, una vez a salvo en el vestíbulo, dio media vuelta y echó a correr. Cruzó el vestíbulo, subió la escalera y recorrió el pasillo hasta su cuarto. Cerró de un portazo, se quitó la bandolera y se tumbó en la cama arrugando el edredón. Metió la mano debajo de la almohada, en busca de Moo.

“Henry está demasiado atado a ti.”

Y por eso lo enviaban fuera.

Con el pulgar en la boca y apretando a Moo contra su mejilla, estaba seguro, de momento. Algo consolado, no lloraría. Cerró los ojos.

8

El salón de Croy, que sólo se utilizaba en las grandes solemnidades, era enorme. El alto techo y las artísticas cornisas eran blancos, las paredes estaban tapizadas de un damasco rojo descolorido y la alfombra, turca, era muy grande y conservaba unas cálidas tonalidades aunque lucía algunas zonas raídas. Había sofás y sillones, unos con funda y otros con su tapizado original de terciopelo, pero ninguno casaba. Sobre las mesitas se veían arquetas, fotos con marco de plata y montones de números atrasados de la revista Country Life. De las paredes colgaban muchos óleos oscuros, retratos y flores, y en la mesa situada detrás del sofá había un jarrón de porcelana china que contenía un perfumado y florido rododendro.

Los leños ardían detrás del guardafuegos. La alfombrilla extendida delante del hogar era blanca y peluda, y si en ella se sentaba algún perro húmedo, olía a oveja. La chimenea era de mármol, con una impresionante repisa que servía de soporte a un par de candelabros de plata dorada y esmalte, dos figuras de porcelana y un florido reloj victoriano.

El reloj, con alegre campanilleo, dio las once.

Todos se sorprendieron. Mrs. Franco, muy elegante con su pantalón de seda negro y su blusa de crepé de color crema, declaró que no podía creer que fuera tan tarde. Ella se iba a la cama y su marido también, si quería estar despejado para su partido de golf del Gleneagles. Con estas palabras, los Franco se levantaron. Mrs. Hardwicke los imitó.

– Ha sido perfecto y una cena exquisita… Gracias a los dos por su hospitalidad.

Se dieron las buenas noches. Isobel, con su vestido de seda verde de dos años atrás, que era el mejor que tenía, acompañó a las señoras al piso de arriba. Al salir, cerró la puerta y ya no volvió al salón. Archie se quedó a solas con Joe Hardwicke, que, al parecer, no tenía deseos de retirarse todavía. Había vuelto a sentarse en su sillón y parecía dispuesto a permanecer allí otras dos horas por lo menos.

A Archie no le importó; al contrario, su compañía le resultaba grata. Joe Hardwicke era uno de los mejores huéspedes que había tenido, inteligente, liberal y dotado de un cáustico sentido del humor. Durante la cena que solía ser un episodio bastante pesado, había contribuido a mantener una animada conversación; había contado un par de divertidas anécdotas contra sí mismo y, sorprendentemente, resultó un buen conocedor de vinos. La enumeración de la bodega heredada por Archie ocupó casi todo el segundo plato.

Archie le sirvió un trago que el americano aceptó agradecido. Luego, llenó su propio vaso, echó un par de leños al fuego y se hundió en su sillón con los pies sobre la piel de cordero. Joe Hardwicke empezó a hacerle preguntas acerca de Croy. Le fascinaban aquellas casas antiguas. ¿Cuánto tiempo había vivido aquí su familia? ¿En virtud de qué se les había concedido el titulo? ¿Cuál era la historia de la casa?

No preguntaba por curiosidad, sino por interés, y Archie contestó sus preguntas de buen grado. Su abuelo, el primer Lord Balmerino, había sido un industrial de renombre que había hecho fortuna con las lanas. El título le fue otorgado por su aportación al desarrollo industrial y, a finales del siglo XIX, había comprado Croy y sus tierras.

– En aquel entonces aquí no había vivienda. Sólo una torre fortificada del siglo XVI. Mi abuelo construyó la casa incorporando a ella la torre original. Por eso, aunque en la parte de atrás hay zonas muy antiguas, básicamente, la casa es victoriana.

– Parece grande.

– Sí. En aquellos tiempos se vivía a lo grande…

– ¿Y las tierras…?

– La mayoría está arrendada ahora. El coto lo tiene una asociación de cazadores. Edmund Aird, un amigo mío, lo administra, pero yo tengo mi licencia y me uno a ellos cuando van en coche. También tengo un campo para cazar a la espera, pero es sólo para los amigos. La granja esta arrendada. -Sonrió-. Ya ve, no tengo responsabilidades.

– ¿Y qué hace?

– Ayudo a Isobel. Doy de comer a los perros y los llevo a hacer ejercicio cuando puedo. Me encargo de limpiar el bosque y mantengo la casa aprovisionada de leños. En uno de los cobertizos, tengo una sierra circular y, de vez en cuando, sube un viejo bergante del pueblo a echarme una mano. Corto la hierba. -Se interrumpió. No era una respuesta muy satisfactoria, pero no se le ocurría nada más.

– ¿Pesca usted?

– Sí. Poseo un tramo del Croy, unas dos millas aguas arriba del pueblo y en las montañas hay un lago. Se pesca bien al caer la tarde. A esa hora saco la barca. Es un lago muy tranquilo. Y en invierno, cuando a las cuatro ya es de noche, trabajo en un taller que tengo en el sótano. Siempre hay algo que reparar. Arreglo postigos, renuevo zócalos, hago armarios para Isobel, monto estanterías. Y más cosas. Me gusta trabajar la madera. Es una actividad elemental y muy relajante. quizás hubiera tenido que hacerme carpintero en lugar de militar.

– ¿Pertenecía usted a algún regimiento escocés?

– Durante quince años, pertenecí a los Leales Highlanders de la Reina. Pasamos dos en Berlín, con las fuerzas americanas…

La conversación paso de Berlín al Bloque Oriental, a la política y a la situación internacional. Tomaron otra copa y perdieron la noción del tiempo. Cuando, por fin, decidieron ir a acostarse era más de la una.

– Le he hecho trasnochar -dijo Joe Hardwicke, en tono de disculpa.

– En absoluto. -Archie cogió los vasos vacíos y los dejó en la bandeja que estaba encima del piano de cola-. No soy dormilón. Cuanto más corta la noche, mejor.

– Yo… -Joe vacilo-. No quisiera que me tomara por indiscreto, pero he observado que cojea usted. ¿Un accidente?

– No. Me volaron la pierna en Irlanda del Norte.

– ¿Lleva una prótesis?

– Sí. Aluminio. Una maravilla de la técnica. Diga, ¿a qué hora quiere el desayuno? ¿A las ocho y cuarto? Tendrán tiempo antes de que venga el coche a recogerles para llevarles a Gleneagles. ¿Quiere que le llame?

– Si es tan amable. A eso de las ocho. Con este aire de las montañas duermo como un tronco.

Archie se adelantó a abrir la puerta. Pero Joe Hardwicke señaló la bandeja de los vasos.

– ¿Podría ayudarle a llevarla a la cocina?

Archie se mostró agradecido pero firme.

– De ninguna manera. Norma de la casa. Ustedes son los huéspedes. No deben ni mover un dedo. -Salieron al vestíbulo.

– Muchas gracias -dijo Joe Hardwicke al pie de la escalera.

– A ustedes. Buenas noches. Que descanse.

Archie se quedó al pie de la escalera hasta que el americano desapareció y oyó abrir y cerrar la puerta del dormitorio. Luego, volvió al salón, arregló el fuego, ajustó el guardafuegos, y abrió las pedas cortinas. Fuera, el jardín estaba iluminado por la luna. Oyó ulular una lechuza. Salió del salón dejando la bandeja donde estaba y apagó las luces. Cruzó el vestíbulo hacia el comedor. El servicio de la cena había sido retirado y la mesa estaba puesta para el desayuno. Sintió remordimiento porque aquella era tradicionalmente su tarea e Isobel había tenido que hacerla sola mientras él estaba de charla.

Fue a la cocina. También estaba recogida y ordenada. Sus dos perras labrador dormitaban en sus cestos junto a la cocina de carbón. Cuando entró él, alzaron la cabeza. Pumba, pumba, hicieron sus colas.

– ¿Ya habéis salido? -les preguntó-. ¿Os sacó Isobel antes de acostarse?

Pumba, pumba. Estaban tranquilas y contentas. No le quedaba nada que hacer.

A la cama. De pronto, se sintió muy cansado. Subió la escalera, apagando las luces a su paso. Se desnudó en el vestidor. La chaqueta de esmoquin, la corbata, la camisa con la botonadura. Zapatos y calcetines. Los pantalones eran lo más difícil, pero tenía su técnica para quitárselos. No miraba hacia el espejo de cuerpo entero del armario porque le disgustaba verse desnudo; el lívido muñón del muslo, el reluciente metal de la pierna, los tornillos y bisagras, las correas y cordones que la sujetaban, a la vista, descaradamente, obscenamente.

Rápidamente, se puso el camisón, una prenda mucho más práctica para él que el pijama. Entró en el baño contiguo, orinó y se lavó los dientes. En el gran dormitorio no había ninguna luz encendida, pero por la ventana entraba el claro de luna. Isobel ya dormía pero se despertó al entrar él.

– ¿Archie?

Él se sentó en la cama.

– Sí.

– ¿Qué hora es?

– La una y veinte.

Ella dijo al cabo de un momento:

– ¿Habéis estado hablando?

– Sí. Perdona. Tenía que ayudarte.

– No importa. Son simpáticos.

Él desabrochó el arnés y, con suavidad, retiró del muñón la copa de cuero acolchado. Cuando se hubo quitado la prótesis, se inclinó para dejar el odioso artilugio en el suelo, al lado de la cama, con las fijaciones preparadas para poder ponérsela al día siguiente con la mayor facilidad posible. Sin la prótesis, se sentía desequilibrado y extrañamente ingrávido y el muslo le escocía. Había sido un día muy largo.

Se tendió al lado de Isobel y se subió la fresca sábana hasta los hombros.

– ¿Estás bien? -La voz de ella era soñolienta.

– Sí.

– ¿Sabes que Verena Steynton va a dar un baile para Katy? En septiembre.

– Sí. Me lo dijo Violet.

– Tendré que comprarme un vestido.

– Sí.

– No tengo nada que ponerme.

Volvió a dormirse.

Sabía lo que iba a suceder en cuanto empezaba. Siempre era lo mismo. Calles desiertas y lóbregas, llenas de pintadas. Cielo encapotado y lluvia. Él llevaba el chaleco antibalas y conducía un "Land Rover” blindado, pero ocurría algo raro, porque hubiera debido llevar acompañante e iba solo.

Tenía que llegar al cuartel. Allí estaría seguro. El cuartel era una comisaría requisada a la Policía del Ulster, fortificada y armada hasta los topes. Si podía llegar antes de que ellos aparecieran, estaría a salvo. Pero ya estaban allí. Siempre venían. Cuatro figuras, cortando la calle, bajo la lluvia. No tenían cara, solo pasamontañas, y le apuntaban con sus armas. Él buscó su rifle, pero no estaba. El “Land Rover” se había inmovilizado. Él no recordaba haber parado. La puerta estaba abierta y ellos lo sacaban a la fuerza, quizás esta vez lo mataran a golpes. Pero era lo mismo de siempre. La bomba. Parecía un paquete de papel marrón pero era una bomba, y ellos la ponían en la parte trasera del "Land Rover", y él los miraba. Y a continuación él volvía a estar al volante y ahora era cuando empezaba la pesadilla. Porque él iba a meter el coche en el cuartel y allí explotaría matándolos a todos.

Conducía como un loco. Aún llovía, no veía nada, pero pronto llegaría. Todo lo que tenía que hacer era entrar por la puerta, llevar el coche explosivo al foso, saltar al suelo como pudiera y correr como un condenado antes de que explotara la bomba.

El pánico lo destrozaba y su propia respiración le zumbaba en los oídos. Las puertas se abrían, él entraba, bajaba por la rampa al río. Sus paredes de hormigón se elevaban a uno y otro lado, sin dejar pasar la luz. Escapar. Tiraba de la palanca de la puerta pero, estaba atascada. La puerta no se abría, estaba atrapado, la bomba hacía tictac, mortífera, asesina, y él estaba atrapado. Gritó. Nadie sabía que él estaba allí. Siguió gritando…

Despertó chillando como una mujer, con la boca muy abierta y la cara empapada en sudor… unos brazos lo rodearon…

– Archie.

Ella lo abrazaba. Al cabo de unos instantes, lo empujó suavemente, obligándole a tumbarse otra vez. Lo consolaba como a un niño, gimiendo suavemente. Le besaba los párpados.

– No es nada. Sólo ha sido un sueño. Estas aquí, yo estoy contigo… ya pasó. Estás despierto.

Su corazón le golpeaba el pecho como un martillo y se estremecía en el sudor. Se quedó quieto en sus brazos y, poco a poco, su respiración se calmó. Alargó el brazo hacia el vaso de agua, pero ella llegó antes, se lo sostuvo mientras bebía y volvió a dejarlo en la mesita.

Cuando se hubo calmado, ella dijo con una punta de regocijo en la voz:

– Ojalá no hayas despertado a nadie o pensarán que te estoy matando.

– Sí. Lo siento.

– ¿Era… lo de siempre?

– Sí. Otra vez. La lluvia, los encapuchados, la bomba y el jodido foso. ¿Por qué tengo pesadillas de cosas que no me han pasado nunca?

– No lo sé, Archie.

– Quiero que se acaben de una vez.

– Lo imagino.

Se volvió y hundió la cara en el suave hombro de ella. Si esto acabara, quizá podría volver a ser un verdadero marido.

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