SEXTA PARTE Las cenizas

¿Qué era lo que buscaba exactamente a la hora de enfrentarme a un hombre tan peligroso como parecía ser el tal Martell?

¿Qué ganaba con encontrarle, si es que conseguía localizarle?

Si mi lucha venía motivada por mi resentimiento contra ETA — a la que directa o indirectamente culpaba de la muerte de Sebastián- a tenor de lo que El Dibujante había dejado escrito en su diario — quienquiera que fuese Martell- nada pintaba en aquel asunto.

A veces me asalta la sospecha de que Xangurro se ha vendido a Martell, pero ésa es una acusación tan grave, que tanto si fuera cierta como si fuera falsa, me costaría la vida.

Si ETA y Martell no eran, según cabía interpretar de las palabras de El Dibujante, aliados, sino en cierto modo rivales, lo lógico — si algo de cuanto he hecho a lo largo de mi vida estuviese dotado de una cierta lógica- hubiera sido que mis simpatías se inclinasen del lado de Martell.

Los enemigos de mis enemigos, son mis amigos.

No obstante, estaba decidida a embarcarme en la incalificable aventura de localizar y destruir a alguien que nada tenía que ver conmigo, por el simple y ridículo placer de demostrarme a mí misma que era capaz de triunfar allí donde tantos habían fracasado.

En cierto modo Martell era un mito. Pero un mito impreciso, a mitad de camino entre el terrorista internacional sin una ideología o una bandera concreta, y el vulgar delincuente que lo mismo atraca un banco, que trafica con armas o secuestra a un empresario.

Y que, curiosamente, aborrecía a los narcotraficantes.

Quizá fuera esta última faceta de su personalidad lo que había contribuido a crear tan confusa aureola mitológica, puesto que resulta cuanto menos desconcertante, que en los tiempos en que vivimos alguien implicado en el mundo de la delincuencia no se encuentre al propio tiempo ligado al mundo de las drogas.

Al paso que vamos llegar un momento en que ser el petróleo el que mueva las m quinas y la droga la que mueva a los hombres. Como una mancha de aceite el vicio se extiende sin que ni gobiernos ni particulares consigan detener su progresión, y alguna que otra vez me he preguntado qué ocurrir cuando llegue el momento en que nadie sea capaz de tomar una determinación sin tener que recurrir de antemano a una esnifada.

Confío en no vivir para verlo. Adoro sentirme dueña de mi voluntad pese a que admita que sea esa voluntad la que me arrastra a cometer tantísimos errores. Perseguir a Martell fue sin duda alguna el mayor de todos ellos. Y el que me obligaría a pagar por cuantos había cometido con anterioridad.

El día que decidí volver a llamarle, Xangurro parecía estar aguardando al otro lado del hilo telefónico, puesto que de inmediato quiso saber si me encontraba en disposición de trasladarme a Montecarlo.

— ¿Montecarlo? — me sorprendí-. ¿Y por qué Montecarlo?

— ¿Y por qué no? — replicó-. Allí encontrará a la persona que busca.

No me entusiasmaba la idea de regresar a una Costa Azul en la que había pasado demasiado tiempo y en la que había dejado un amargo sabor de boca a muchísima gente, pero llegué a la conclusión de que mi peor enemigo se encontraba siempre allí donde quiera que fuese, puesto que mi peor enemigo era evidentemente yo misma.

— De acuerdo — admití de mala gana-. Le llamaré en cuanto me haya establecido en Montecarlo.

Pasé toda una noche meditando sobre cómo pasar desapercibida en Montecarlo, y una vez más llegué a la conclusión de que la forma ideal de pasar desapercibida era llamar lo más posible la atención.

Al día siguiente telefoneé a la mejor agencia de modelos francesa para rogarles que enviaran al Gran Hotel de París, en Mónaco, a quince muchachas de unos treinta años, morenas, de cabello largo, ojos oscuros y distintas nacionalidades con el fin de seleccionar a cuatro, ya que un buen cliente tenía la intención de filmar un sorprendente spot publicitario.

Cada una de ellas recibiría cincuenta mil francos por las molestias, y las cuatro seleccionadas doscientos mil. Para demostrar que hablaba en serio les transfería en ese mismo momento un millón de francos.

La fe mueve montañas. Pero el dinero culos. Y en esta ocasión culos preciosos.

La agencia francesa se puso en contacto con sus corresponsales de varios países, y lo cierto es que me enviaron un material de primerísima clase.

Previamente había reservado dieciséis habitaciones, por lo que cuando me presenté en el hotel ya se encontraban en el más de la mitad de las candidatas, con lo que tanto el personal como los clientes se encontraban encantados y casi alborotados.

Las instrucciones que había dado eran muy claras: las muchachas debían circular de un lado a otro, comer, tomar copas y mostrarse amables con los clientes, pero sin prestarse a ningún tipo de intimidad ni permitir que las fotografiasen, y sobre todo debían procurar ser muy naturales si deseaban llegar a convertirse en una de las elegidas para la prueba final.

Precisamente, la gracia de nuestro spot se centraba en dicha naturalidad. Una manzana entre manzanas no es más que una manzana.

Me mezclé entre ellas, sin que nadie me preguntara de dónde provenía, y debo admitir que me divirtió enormemente advertir como rivalizaban a la hora de ser a cual más simpática y natural a pesar de que no tenían ni la más remota idea de quién diablos era el encargado de seleccionarlas.

¡Me encanta derrochar el dinero en ese tipo de cosas!

Disfruto con ello, sobre todo cuando se trata del dinero de unos canallas que se morderían los puños si llegasen a imaginar que quince inaccesibles bellezas se dedicaban a vivir a su costa en uno de los mejores hoteles del mundo.

Una vez convencida de que todo funcionaba a la perfección telefoneé a Xangurro y le comuniqué que me encontraba en Montecarlo, pero le advertí muy seriamente que como se le ocurriera la estúpida idea de venir personalmente con intención de reconocerme se rompería el trato y nuestro común amigo se quedaría sin su dinero.

Para confirmar que no se movía de Lyon le llamaría de tanto en tanto y cuando menos se lo esperara.

Si al astuto Martell se le había pasado por la cabeza la idea de que no le resultaría en absoluto difícil localizar a una espectacular morena recién llegada a Mónaco acertó de lleno. Tenía dieciséis donde elegir.

El propio Xangurro lo admitió dos días más tarde.

— Es usted muy lista — señaló-. Condenadamente lista. Nuestro amigo no sabe con cuál de las chicas quedarse.

— Eso quiere decir que ya se ha dado una vuelta por el hotel.

— Supongo.

— En ese caso le voy a dar el número de mi móvil para que me llame. Ya es hora de que nos pongamos a trabajar en serio.

A la mañana siguiente repicó el teléfono, y una voz evidentemente distorsionada inquirió:

— ¿Cómo puedo estar seguro de que tiene algo que me pertenece?

— Porque su cuenta secreta acababa en tres, siete, cinco — señalé distorsionando de igual modo mi tono de voz-. Y si ahora usted me dice cuáles eran los dos primeros números, sabré que estoy hablando con la persona indicada.

Se hizo un corto silencio y tras lo que pareció una razonable duda, el desconocido replicó:

— Cuatro y siete.

— Exacto. Creo que llegaremos a entendernos.

— ¿Cuándo sabré cuál de esas chicas es usted?

— En el mismo momento en que yo sepa quién es usted.

— Difícil me lo pone.

— Se trata de su dinero, y si desea recuperarlo tendrá que aceptar ciertas reglas — le hice notar-. Como comprender no estoy dispuesta a arriesgarme.

— De acuerdo — admitió al fin-. Mañana al mediodía la recogerá un coche que la conducir a un lugar en el que podremos hablar sin que ninguno de los dos corra peligro.

Medité unos instantes y por último señalé:

— Me parece bien. Pero tenga en cuenta que tal vez a esa primera cita no acuda yo, sino cualquiera de las chicas. Y que si a las tres horas no está de regreso en el hotel se habrán roto definitivamente las negociaciones.

— Veo que le gusta complicar las cosas — dijo.

— Gracias a ello continúo con vida.

— Hasta mañana entonces.

— ¡Quizá!

A las doce en punto de la mañana siguiente una inmensa limusina me aguardaba en la entrada del hotel y un impecable y ceremonioso chofer uniformado me abrió la puerta, se colocó al volante y me condujo en silencio a través de una serie de callejuelas hasta la parte m s alta de la ciudad, donde se detuvo ante un restaurante desde cuya amplia terraza se dominaba toda la bahía.

Me acomodé en una mesa apartada, pedí un martini y aguardé.

Tal como suponía, a los pocos minutos mi teléfono móvil comenzó a repiquetear dentro del bolso, pero como le había colocado el volumen al mínimo y tan sólo yo podía oírlo, ni siquiera hice ademán de tocarlo y continué contemplando el paisaje con absoluta impasibilidad.

Si contestaba al teléfono, quienquiera que me estuviese observando no abrigaría la más mínima duda sobre mi auténtica personalidad, y en cierto modo me ofendió que me menospreciaran al imaginar que iba a caer en una trampa tan burda.

Por fin dejó de sonar.

Pero al poco insistió con idéntico resultado.

Yo navegaba con bandera de pendejo limitándome a admirar el paisaje con aire de supremo aburrimiento.

Al cabo de un rato abrí el bolso, desconecté el aparato y saqué un cigarrillo que encendí mientras hacía un gesto al camarero al que supliqué que fuera a buscar al chofer que aguardaba en el exterior.

Cuando éste se presentó ante mí, gorra en mano, le espeté sin más preámbulos:

— ¿Y ahora qué se supone que tengo que hacer?

Me observó estupefacto.

— ¿Perdón? — inquirió.

— Que no entiendo nada. Me sacan del hotel, me traen hasta aquí, me piden que sea natural y amable con la gente, pero no encuentro a nadie con quien mostrarme ni amable, ni natural — lancé un amargo lamento-. Y me muero de hambre! — concluí.

— Pues vaya pidiendo algo de comer mientras espera.

— Odio comer sola! — aseguré-. Me deprime. Me da la impresión de que soy tan poco interesante que ni siquiera he conseguido que alguien me acompañe — hice un gesto hacia la silla vecina-. Siéntese! — rogué-. Le invito a almorzar.

— Pero señorita! — protestó escandalizado-.

¿Cómo pretende que me siente con usted? Sólo soy el chofer.

— ¿Y eso qué tiene que ver? — dije- Oh, vamos! Mi tío es chofer de un ministro y a mucha honra… — le guiñé un ojo-. ¿O es que se imagina que nací en un palacio? No soy más que una pobre modelo a la que unos capullos le han pedido que se muestre amable con la gente. Pero si el cretino con el que me tengo que mostrar amable no aparece, estoy en mi derecho de mostrarme amable con quien me apetezca — bajé la voz-. Y aquí se debe comer de puta madre — volví a señalarle la silla-. Por favor…!

Dudó, le dio un sinfín de vueltas a la gorra, echó un vistazo a su alrededor y por último accedió a tomar asiento.

Mientras almorzamos opíparamente le conté una sencilla historia sobre una muchachita chilena de clase media que intenta abrirse camino en el mundo de las pasarelas y las top-models internacionales, y a la que le vendrían de perlas doscientos mil francos si resultaba elegida para aquel trabajo.

Por su parte me habló de su mujer y sus tres hijos.

A la hora del café le supliqué que telefoneara al hotel preguntando si había algún mensaje para la habitación 245.

Naturalmente no había ninguno, y a su regreso nos tomamos tranquilamente un coñac, charlamos otro rato, y como nadie hacía acto de presencia emprendimos el regreso al hotel.

A mitad de camino le supliqué que me comprara un gran ramo de flores y una enorme caja de bombones puesto que una compañera cumplía años ese mismo día. También le pedí que me trajera revistas de modas. Mientras se encontraba en la floristería, realicé una llamada telefónica a la que nadie respondió.

Poco después hice mi entrada triunfal en el hotel portando un enorme ramo de rosas y seguida por un impecable chofer uniformado.

No aceptó propinas.

Era de esperar.

En cuanto subí a mi habitación puse en marcha una grabadora que suelo llevar conmigo y en la que puedo reproducir una gran variedad de sonidos de ambiente.

Era otra enseñanza de Hazihabdulatif.

Sonidos de ambiente que obligan a pensar en una calle con mucho tráfico, un aeropuerto, un estadio o una fábrica con ruido de máquinas al fondo, y que ayudan a confundir a quien se encuentra al otro lado de la línea, especialmente si has llamado tú o te han llamado a un móvil.

Y yo estaba esperando una llamada al móvil.

No tardó ni diez minutos.

— ¿Cómo es que no ha acudido a la cita? — fue lo primero que quiso saber la distorsionada voz del día anterior.

— Consideré que no era prudente — repliqué en idéntico tono-. Y tenía que venir a recoger a un amigo al aeropuerto.

— ¿Aeropuerto…? -se sorprendió-. ¿Pretende hacerme creer que está en Niza?

— Exactamente! ¿Qué tal la chica?

— No lo sé — replicó en el acto-. Tampoco yo acudí a la cita.

— Pues nos podemos pasar así la vida — hice una pausa para que pudiera percibir con toda claridad que de mi grabadora surgía una voz avisando que un vuelo de Air France estaba a punto de partir hacia Londres-. ¿Se le ocurre algo? — inquirí al fin.

— ¿Le parece bien mañana a la misma hora?

— Es posible.

— Le enviaré un coche.

— De acuerdo.

El mismo coche y el mismo chofer, que mostró evidente sorpresa al verme.

— ¿Y eso? — quiso saber.

— ¿Qué quiere que le diga? — repliqué-. ¿Vamos al mismo sitio?

— Esas son mis órdenes.

— Por lo menos comeremos bien.

No abrió la boca durante todo el trayecto, y cuando se disponía a dejarme en la puerta del restaurante le pedí que entrara conmigo.

Tomamos asiento en la misma mesa, y tras observarle unos instantes, señalé:

— ¿No cree que ha llegado el momento de que nos dejemos de tonterías? Este juego empieza a resultar estúpido.

— No sé a qué se refiere — replicó un tanto desconcertado.

— A que ayer cometió demasiados errores — aventuré en tono de fastidio-. El primero, telefonear a mi móvil esperando que lo cogiera, lo cual le confirmaría que efectivamente era la persona que debía ser. Supongo que me estaría observando. No lo cogí, pero usted no tuvo en cuenta que mi móvil registró el número desde el que me llamaba. Primer error — fue a decir algo, protestar, sin duda; pero le interrumpí con un gesto-. Luego, cuando le pedí que me comprara flores, aproveché para llamar a ese mismo número. Lógicamente nadie respondió puesto que usted estaba en la floristería, pero un teléfono se cansó de repicar en el interior de la guantera del coche. Segundo y grave error. Al poco de dejarme en el hotel me llamó distorsionando la voz, pero usando el mismo teléfono según pude constatar en el mío. Tercer error que me demuestra que, o es usted Martell en persona, o está muy cerca de serlo.

Tardó en responder.

Y tardó porque resultaba evidente que estaba tratando de asimilar cuanto acababa de decirle y que le dejaba en evidencia.

Que una pobre muchacha; una estúpida aprendiz de modelo que al parecer tan sólo aspiraba a ganarse doscientos mil francos haciendo un anuncio hubiera sido capaz de hacer caer en semejante trampa a El Gran Martell, le dejaba momentáneamente descolocado y a todas luces perplejo.

Lanzó una ojeada a su alrededor y tuve la extraña sensación de que todos sus músculos se tensaban.

En cuestión de segundos parecía haberse transformado, como si de pronto se hubiese convertido en un animal acorralado pero dispuesto a buscar una salida a toda costa.

Le coloqué amistosamente la mano sobre el antebrazo en un evidente esfuerzo por tranquilizarle:

— No se inquiete! — supliqué-. Nadie más lo sabe. Esta no es más que una simple cuestión de negocios.

— ¿Y si ya no me interesaran los negocios? — inquirió roncamente-. ¿Qué ocurriría si me limitara a pegarle un tiro?

— Que estaría cometiendo el último y más irremediable de sus errores — repliqué procurando conservar la calma-. Como comprender, no me he arriesgado a contarle lo que sé sin tomar precauciones. Ayer, cuando le pedí que telefoneara al hotel, aproveché para guardarme su copa de vino, con lo que ahora tengo una muestra de sus huellas dactilares. Y en el momento en que penetramos en el hotel yo me cubría la cara con un enorme ramo de flores, pero el chofer que me seguía tan sólo cargaba revistas y bombones, con lo que en el vídeo de seguridad se le distingue perfectamente — sonreí de nuevo con malévola picardía. Lo sé porque anoche me apoderé de ese vídeo, del que ya me he procurado varias copias.

Se quedó lívido.

— Es usted condenadamente lista — masculló al fin-. Una de las criaturas más astutas con que me haya tropezado. ¿Qué piensa hacer con esas pruebas? ¿Chantajearme?

— En absoluto! — le hice notar-. No es mi estilo, y tan sólo constituyen una especie de escudo de protección. Mientras siga con vida, esas pruebas permanecer n a buen recaudo. Pero el día que algo me ocurra, todas las policías del mundo tendrán sus huellas y su imagen.

— ¿Así de fácil?

— Así de fácil

— ¿Y quién me lo garantiza?

— Yo.

— Supongamos por un momento que confío en usted pero.

— Es que no le queda otro remedio — le interrumpí.

— Eso aparte — aceptó-. Pero ¿quién me garantiza que el depositario de dicha información no podrá sentirse tentado de entregarla sin su consentimiento? Corro el peligro de que cuando menos lo espere su cómplice nos traicione a los dos.

— Eso nunca podrá ocurrir — le hice notar-.

Siempre actúo sola aunque me protejo enviándome a oficinas postales de distintas ciudades cartas que contienen dicha información. Mientras yo acuda personalmente a recogerlas para reenviarlas a otra ciudad, todo funcionará a la perfección.

— ¿Y qué ocurrirá si un día no acude?

— Que a las dos semanas, se las devolverán al remitente.

— Pero el remitente es usted misma… — puntualizó desconcertado.

— No. El remitente que figura en la parte posterior del sobre es el ministro del Interior de un determinado país — abrí las manos como si con eso diera por concluida la explicación-: Seis sobres, seis ministros diferentes.

— No joda!

— No pretendo joder mientras- no me jodan a mí.

— ¿Pretende decir con eso que a partir de este momento mi seguridad depende de la suya, por lo que me tengo que convertir en algo así como un ángel de la guarda?

— Sería una forma de entenderlo.

— ¿Y qué hay de mi dinero? ¿Realmente sabe cómo recuperarlo?

— Lo sé — admití-. Y estoy dispuesta a llegar a un acuerdo.

Aprovechó la ocasión que le ofrecía la presencia del camarero para meditar sobre cuanto habíamos hablado, y cuando nos quedamos de nuevo a solas, inquirió con sincera curiosidad:

— ¿Quién eres realmente?

— Eso nunca lo sabrás — repliqué tuteándole a mi vez-. Casi podría asegurarte que ni siquiera yo lo sé.

— ¿Y para quién trabajas?

-Únicamente para mí.

— ¿No imaginarás que voy a creerme que actuaste sola en el caso Mantelet? — Ante mi mudo gesto de asentimiento inquirió asombrado-.

¿Cómo lo hiciste?

— Su vicepresidenta, Didí Monet, se volvió loca por mí. Y cuando una lesbiana pierde la cabeza, lo pierde todo.

— ¿Eres lesbiana?

— Sólo cuando me conviene.

— No creo que me dejara dar por el culo por mucho que pudiera convenirme — señaló agitando la cabeza-. Y creo que eres la persona más desconcertante que he conocido en mi vida.

— Por eso te tengo atrapado — le hice notar-. ¿Sabes? — añadí-. Tu dinero no me importa. Tengo demasiado. Lo único que pretendía era vencerte en tu propio terreno.

— ¿Por qué?

— No lo sé.

— ¿Cómo que no lo sabes? — se asombró-. Alguna razón habrá.

— Es como uno de esos videojuegos de los niños. Vas ganando puntos y cada vez quieres más puntos, pero para conseguirlos no te queda más remedio que aumentar el grado de dificultad.

Resultaba evidente que cuanto estaba escuchando rompía todos sus esquemas, por lo que lanzó una especie de sonoro resoplido que pretendía mostrar la magnitud de su frustración.

— He tenido una vida muy difícil — masculló entre dientes-. He matado a docenas, tal vez centenares de personas; todas las policías del mundo desearían saber quién soy para meterme una bala en la cabeza, y tú me consideras algo así como la partida final de un videojuego. No puedo creerlo!

— Siento lastimar tu ego pero así es, aunque si quieres que te diga la verdad en este momento no me siento orgullosa por ello. Si miro hacia atrás para ver qué extraño ha sido el camino que me ha traído hasta aquí, comprendo que hubiera preferido continuar siendo una pobre niña que lo único que deseaba era que su padre la llevara a bañarse al río cada verano — le miré de frente, a los ojos-. ¿Qué hubieras deseado ser?

Tardó en responder, aunque llegué a pensar que no lo haría nunca. Por último, tras sostener largo rato mi mirada, replicó:

— Hubiera querido ser un buen marido y un buen padre, pero no lo fui. Arrastré conmigo a mi mujer hasta que un día la maté de una sobredosis. Tenía veintidós años y estaba embarazada.

— ¿Y por eso te vengas en los demás? — quise saber-. ¿Qué culpa tienen?

— Toda — afirmó convencido-. Una sociedad que permite que la droga arruine vidas como la mía, es una sociedad enferma, y hay que cambiarla.

— Te bastaba con decir no.

— Es un bonito eslogan, pero no me enseñaron a decir no. Al menos no me enseñaron lo suficiente, y cuando me encontré con el cadáver de mi mujer entre los brazos tuve que bajar a los infiernos. Fueron años de lucha, pero cuando al final conseguí recuperarme sin ayuda de nadie juré que me vengaría.

— ¿Y por eso te convertiste en terrorista? — inquirí incrédula-.¡Qué estupidez!

— Si no estar de acuerdo con el sistema es ser terrorista, admito que soy terrorista puesto que no puedo estar de acuerdo con un sistema que se gasta millones en luchar contra un hipotético enemigo exterior, cuando lo que debería hacer es emplear ese dinero en combatir al auténtico enemigo interior que está minando sus cimientos — dejó de mirarme a los ojos para clavar la vista en el horizonte-. Nuestras democracias dedican más presupuestos a un solo tanque o a un avión de combate, que a la lucha antidroga, y debido a ello, murieron mi mujer y mi hijo.

— No puedes culpar a los gobiernos por tu debilidad.

— Yo entonces era débil y mi país tenía la obligación de defenderme de aquellos que podían hacerme daño, y que estaban allí, en casa, en el mismísimo claustro de la universidad, no al otro lado de las fronteras. Pero se obtiene más comisión por la venta de un avión, que por recuperar a un muchacho perdido.

— Nunca se me hubiera ocurrido mirarlo de ese modo — dije-. Aunque debo reconocer que tus razones son tan validas o más que las mías, ya que las mías carecen por completo de consistencia. De todos modos, dudo que poner bombas o secuestrar empresarios resuelva el problema.

Jamás he intentado resolver ningún problema — puntualizó con absoluta naturalidad-. Hagolo que hago porque me apetece.

— Curioso — dije-. Y decepcionante. Esperaba enfrentarme a un brutal terrorista con la mente repleta de confusas ideologías, y resulta que me encuentro sentada frente a un pobre hombre que lo único que intenta es culpar a los demás de lo que tan sólo fue culpa suya.

— He matado a gente por mucho menos que eso — murmuró.

— También yo — le hice notar-. Pero no vas a matarme. Primero, porque estarías firmando tu propia condena, y segundo y principal porque en el fondo te gusta que te diga cosas que nadie m s se atreve a decir.

Al hablarle de aquel modo no estaba intentando provocarle. Ni tan siquiera hacerle daño. Buscaba, aunque pueda sonar extraño, afianzar nuestra relación, puesto que desde el primer momento tuve muy claro que un hombre como Martell jamás me dejaría marchar sin haberse tomado cumplida revancha. Acababa de derrotarle de forma espectacular en el primer asalto, y su ego, no ya masculino, sino de simple ser humano que considera que le han sorprendido a traición, le exigiría humillarme de la misma forma que yo le estaba humillando en aquellos momentos.

Imagino que se sentía como el Gran Maestro que de pronto se sienta a jugar con un aficionado que le da jaque mate en diez movimientos y lo único que desea es volver a colocar las piezas para comenzar una nueva partida y dejar las cosas en su sitio.

Y a ningún Gran Maestro se le ocurriría la idea de pegarle un tiro a su rival sin habérsele comido antes el alfil, la torre, la reina y el hígado.

¡Qué ira sentía!

Yo palpaba esa ira, pero estaba convencida de que en el fondo no estaba furioso conmigo, sino consigo mismo. Hubiera querido estrangularme, pero estrangularme intelectualmente, y lo único que tenía que hacer era permitirle abrigar la esperanza de que podría conseguirlo.

Quiero suponer, aunque tal vez se trate de una simple presunción, que le sabía a cuerno quemado que una muchachita que casi podía ser su hija le hubiese puesto a los pies de los caballos con un sencillo par de capotazos.

— De modo que también has matado gente. -musitó al fin-. ¿Cuánta gente?

— Demasiada.

— ¿Y qué sientes al hacerlo?

— Nada — reconocí-. Al principio resultaba excitante, pero ya no. Hace poco he leído un estudio según el cual esos chicos que se lanzan desde los puentes con una soga atada a los pies se vuelven en cierto modo adictos al peligro. La adrenalina que liberan en el momento de caer les produce un placer tan incontrolable que cada vez necesitan lanzarse desde una altura mayor porque saber que se están jugando la vida les vuelve locos. Pero de pronto un día, y sin que ellos mismos sepan la razón, pierden el interés. A mí me ha pasado algo semejante.

— Sin embargo estás ahora aquí, jugándote la vida.

— Tal vez — admití. Pero también es posible que me haya lanzado desde el puente más alto, y lo que venga a continuación no me divierta.

Le molestó oírme decir eso puesto que venía a significar que daba por concluida una partida, que para él acababa de comenzar. Y no parecía dispuesto a consentirlo.

Mi larga relación con Martell se basó en dos pilares de idéntica firmeza: una sincera amistad, y una profunda rivalidad.

Como a Manolete y Arruza o a Dominguín y Ordóñez, nos unía la admiración, el afecto y unas ciertas dosis de odio. Si alguien llega a leer esto sin estar habituado a la tensión emanada del hecho de que de una forma inconsciente sabes que estás siempre en peligro, tal vez no consiga entender con total nitidez las razones de nuestro comportamiento, pero el tiempo me ha enseñado que quienes elegimos vivir en el filo de la navaja acabamos por perder la noción de las proporciones para pasar a convertirnos en una especie de paranoicos que contemplan el mundo que les rodea a través de un prisma que todo lo distorsiona.

La violencia — y eso es algo que creo haber dicho con anterioridad- no es más que una de las tantas formas de la locura. Y de locura progresiva. Pasas de un estado profundamente depresivo en el que te arrepientes de todo corazón de cuanto has hecho, a otro en el que lo único que ansías es volver a empuñar un revólver y volarle la cabeza a cualquier hijo de puta. Y como dice el dicho, si los hijos de puta volaran ocultarían el sol.

Martell conocía a centenares de ellos. De todas las razas, colores y nacionalidades. Aún no he conseguido entender cómo llegó a convertirse en punto de referencia de la mayor parte de los terroristas del mundo, y cuáles eran los contactos que le permitían estar al tanto de cuanto se cocinaba en los pucheros del infierno, pero lo cierto es que en más de una ocasión me comunicó con dos días de anticipación espeluznantes acciones violentas que por desgracia la mayor parte de las veces se llevaron a cabo.

Habíamos hecho negocios, pero a la hora de reintegrarle el dinero se lo fui devolviendo por etapas puesto que lo que de ninguna forma deseaba era romper de golpe los lazos que me unían a él.

Xangurro reclamó su parte y se la entregué de idéntica manera.

¡Qué más me daba!

Al fin y al cabo no se trataba más que del dinero de otros y yo sabía muy bien que por mucho que gastara jamás se acabaría. Tiempo atrás había abierto fideicomisos a nombre de cada uno de mis hermanos, de tal forma que pasara lo que pasara tuvieran el futuro asegurado aunque sin disponer por ello de sumas excesivas, puesto que lo que deseaba era que se convirtieran en hombres de provecho, y a mi modo de ver la mejor forma de conseguirlo es tener suficiente pero no demasiado.

¡El equilibrio!

Recuerdo que estando en la universidad me cayó en las manos un magnífico estudio sobre la importancia de saber mantener un equilibrio en todo cuanto se refiere tanto a nuestra vida interior como a nuestras relaciones con el mundo que nos rodea, y lamento no haber sabido asimilar tan sabias enseñanzas.

Mi vida ha sido siempre un perfecto ejemplo de falta de equilibrio, y deseaba de todo corazón que a mis hermanos no les ocurriera lo mismo.

La única vez que les escribí fue para notificarles que recibirían una asignación mensual y suplicarles que la emplearan en estudiar buenas carreras.

Lógicamente la carta no llevaba remite, puesto que no deseaba que me contestaran diciéndome que me echaban de menos.

El banco me confirmó que cada primero de mes se retiraba el dinero y eso me bastó. Lo otro, reanudar unos lazos familiares que tan sólo contribuirían a aumentar mi sensación de fracaso y soledad, no tenía razón de ser.

Y a mi familia no le gustaría saber quién era, cómo era, y de dónde había salido aquel dinero. Tampoco les serviría de mucho resucitar una relación que muy pronto se volvería a truncar de un modo definitivo.

Presentía que me encontraba al final de mi carrera.

¿Por qué?

No lo sé. No creo que nadie pueda explicar de una forma lógica la razón de los presentimientos, ya que no es como cuando un brazo roto te advierte que va a cambiar el tiempo. Lo presientes y basta.

Mi último objetivo continuaba siendo Martell, pero ni yo misma sabía a ciencia cierta qué era lo que pretendía de él.

¿Matarle?

¡Oh, vamos! Matar ya era un fastidio; una estúpida rutina. Aparte de que conozco lo suficiente mi oficio como para saber que de la misma forma en que le había obligado a convertirse en mi ángel de la guarda, yo me había convertido en el suyo.

A través de nuestra relación Martell había tenido un sinfín de oportunidades de fotografiarme o conseguir mis huellas dactilares, y estoy segura de que en alguna parte del mundo guardaba un dossier sobre mí que iría a parar a las manos de la policía en cuanto a él le ocurriera algo.

Lo que es igual no es trampa. Y hay que aceptarlo.

Estábamos unidos por un múltiple cordón umbilical: el afecto, el respeto, la admiración, la rivalidad, los negocios, y la mutua dependencia en cuanto a seguridad se refiere.

Lo único que nos faltaba era el amor. Pero incluso en eso supimos guardar las distancias.

Era un hombre en cierto modo atractivo al que le fascinaba como mujer, pero desde el primer momento comprendimos que una cama no nos iba a proporcionar más que problemas.

Por lo que pude deducir con el paso del tiempo estaba casado y tenía un montón de hijos — nunca supe si propios, de su mujer o adoptados- pero lo que sí fui capaz de deducir es que se las había ingeniado para levantar un grueso muro entre su vida familiar y su vida profesional hasta el extremo de que ni siquiera conseguí hacerme nunca una idea de dónde residía normalmente, o cuál era su auténtica nacionalidad.

Hablaba nueve idiomas con absoluta fluidez, lo que me obligaba a sospechar que debía ser de origen centroeuropeo, pero era tal la obsesión que demostraba por conservar su intimidad y tal el hermetismo en que se encerraba en cuanto se rozaba el tema, que opté por evitarlo a toda costa.

De igual modo tampoco él quiso averiguar más de lo que yo me brindé a contar sobre mi propia vida.

Cabría asegurar que nada teníamos en común pese a que en el fondo fuéramos iguales.

Y lo sabíamos.

Ambos éramos conscientes de que nuestras vidas se habían elevado sobre el frágil cimiento de la sinrazón, y eso nos unía.

A menudo creo que cada uno de nosotros buscaba en el otro las respuestas que no había conseguido desvelar sobre s¡ mismo, como si imaginara que era un espejo que le permitiría descubrir las arrugas de su propia alma.

Pero el alma no se refleja en los espejos. En ningún espejo. Y la conciencia mucho menos. Pese a ello pasábamos largas horas juntos, intercambiando experiencias y tanteando el terreno con vistas a reanudar la gran partida que había quedado pendiente.

Aunque no existía tablero sobre el que jugarla. Ni trofeo alguno que justificara, por el momento, la revancha. Lo que sí nos sirvió de mucho fue ese intercambio de ideas y experiencias, e imagino que un sociólogo que hubiese asistido en silencio a la mayor parte de nuestras conversaciones hubiera conseguido obtener valiosos datos sobre el auténtico significado de la violencia y la práctica imposibilidad de detenerla cuando acelera su andadura.

Martell se mostraba en ciertos aspectos tan perplejo como yo misma sobre la complejidad de los caminos que nos habíamos visto obligados a seguir para llegar al punto en que estábamos.

Nunca, ni por lo más remoto, se planteó la posibilidad de acabar por convertirse en líder terrorista, ya que a lo único a que aspiró desde el día en que enterró a su mujer fue a intentar que los gobiernos atendieran a sus demandas de un mayor control sobre las actividades de los narcotraficantes.

— Quizá… -señaló una noche- el verdadero problema estriba en el hecho de que tanto tú, como yo, como la mayoría de los que andamos metidos en esto, somos mucho m s débiles que el resto de la gente y nos hemos dejado arrastrar sin oponer resistencia. Al igual que el tímido se muestra de pronto como el m s audaz, así nosotros, los débiles, nos hemos disfrazado de duros hasta el extremo de caer en la trampa de creernos nuestro propio papel. Alguien realmente fuerte se las arreglaría para escapar de un laberinto del que no somos capaces de encontrar la salida.

— Salir es fácil — puntualicé-. Lo difícil es no volver a entrar. Ocurre como con el tabaco; cuesta muy poco dejar de fumar, pero casi nadie consigue no caer de nuevo en el vicio. La violencia es una droga y aún no se han inventado ni clínicas ni tratamientos que te libren de la adicción.

Un violento; alguien que como yo sabe que tiene el poder de destruir a su antojo vidas humanas no consigue habituarse a la idea de convertirse en un ciudadano del montón. El terrorista se siente tan importante como un rey, y son muy pocos los reyes que abdican de buen grado.

No es fácil pasar de ser dueño de vidas humanas a mecánico en un taller, obrero de la construcción o funcionario público, y mientras no se invente una forma de desintoxicar a los violentos, el problema nunca tendrá solución.

Hubiera dado la mitad de mi vida por conseguir olvidar la otra mitad, pero no encontré a nadie que quisiera quedarse con ella.

Siempre había sido la frase de El Dibujante que más me había impresionado puesto que reflejaba como ninguna otra mis auténticos sentimientos, y recuerdo que cuando en cierta ocasión se la comenté a Martell hizo un levísimo gesto de asentimiento.

— Si eso es lo que piensas — señaló-, y en parte lo comparto, significa que el cien por cien de nuestras vidas ha resultado inútil.

— ¡Naturalmente!

— Lástima! Realmente es una lastima.

Lo decía de corazón, pero pese a ello continuaba matando.

Pensaba de una forma y actuaba de otra.

¿Por qué?

Si tuviera respuesta a esa pregunta, tendría respuesta a mis propias preguntas, y creo que a estas alturas resulta evidente que jamás las tuve.

Yo por aquel tiempo ya no mataba. Me había enamorado.

Durante un corto paréntesis de mi vida, no más de siete meses, me convertí en una mujer normal que tan sólo soñaba con el momento de reencontrarse con el hombre elegido, hacer el amor y realizar hermosos y románticos viajes a lugares exóticos.

Pasé casi un mes en Bora-Bora y lo recuerdo como el tiempo más pleno y feliz de mi vida de adulta.

Sol, playa, cama, largos paseos a la luz de la luna; música típica y romántica… todo aquello a lo que aspira una mujer que desea ver el mundo a través de los ojos de otra persona; una persona por cuya mente jamás ha cruzado la idea de asesinar, poner una bomba, o causar daño a nadie.

Lo quise tanto más cuanto más distinto a mí lo fui descubriendo.

Busqué en su compañía lo que jamás encontré en la mía. Adoré su alegría por vivir, al igual que odiaba mi amargura por matar.

Y caí rendida a sus pies cuando me suplicó que nos casáramos. Pero no me casé.

Si alguna muestra de amor di alguna vez en mi vida, fue la de abandonar al único hombre al que he amado.

Unir para siempre mi vida a la de alguien tan honrado y tan puro hubiera sido infinitamente más cruel que el mas cruel de mis crímenes.

Descubrir quién era yo — y hubiera acabado por descubrirlo pronto o tarde- significaría tanto como destruir de un solo golpe todo lo mejor que he encontrado en esta vida, y estoy segura que la bomba que desmembró a Sebastián sería a la larga menos dañina que la simple verdad sobre mí misma.

Le regalé mi cuerpo, que aún era hermoso, y lo poco incontaminado que quedaba de mi alma, pero tuve muy claro desde el primer momento que no debía envolver tales presentes en el papel de estraza de un pasado tan hediondo y sucio de sangre como el mío.

Más que nunca los recuerdos cayeron sobre mi cabeza como las columnas del templo sobre los filisteos.

Hazihabdulatif, Emiliano, Alejandro, El Dibujante, Didí Monet y tantos y tantos otros comenzaron a bañarse conmigo en las playas de Bora-Bora, compartieron nuestros románticos paseos a la luz de la luna, se acostaron en la ancha cama de la cabaña bajo la que murmuraba un mar cálido y transparente, y me preguntaron una y mil veces hasta cuándo sería capaz de mantenerlos encerrados bajo llave en el armario de mi memoria.

¿Tenía derecho a condenar al hombre al que amaba a compartir su vida con una auténtica legión de cadáveres?

¿Tenía derecho a ocultarle la verdad eternamente?

¿Tenía derecho a que cualquier día alguien me señalase con el dedo en su presencia para llamarme puta, lesbiana, ladrona, terrorista y asesina.

Sinceramente creo que no.

Son demasiadas acusaciones.

Y todas ciertas.

Una mañana, una hermosísima y amarga mañana, enterré mi corazón en la blanca arena de Bora-Bora y me fui.

Allí debe seguir, lamido por las limpias aguas de amplia laguna, a ratos a la sombra de las frágiles palmeras, y a ratos bajo el cálido sol del paraíso.

Ese fue mi suicidio.

Mucho más doloroso, más largo y más agónico que el hecho de meterme el cañon de un revólver en la boca y apretar el gatillo, porque sigue siendo un suicidio que repito día tras día, y sobre todo, noche tras noche, cuando me tumbo en la cama, alargo el brazo y no encuentro el calor de aquel ser a quien tan desesperadamente necesito.

¿Quién podría castigarme que más daño me hiciera?

¿Qué cárcel, qué presidio o qué patíbulo podría compararse a esta condena que yo misma me impuse?

Vivir sin escuchar su risa, sin recibir sus besos o sentir sus caricias, es tanto como expirar minuto tras minuto sin conseguir lanzar jamás el último suspiro.

Contemplar esta celda ni siquiera me impresiona, puesto que desde aquel lejano amanecer en Bora-Bora, los palacios son celdas cuando él no esta y la más lúgubre de las mazmorras se me antojaría el Taj-Mahal si durmiera en sus brazos.

Aprendí a amar a destiempo.

O demasiado pronto, o demasiado tarde.

Quizá de ello sí que no tenga yo la culpa.

Nadie manda sobre sus sentimientos, y nadie puede ordenarle al corazón en qué momento debe amar y en qué momento debe odiar.

Al fin y al cabo, el tiempo siempre ha sido el impasible tirano que marca nuestros destinos. A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si le hubiera conocido en otras circunstancias.

¡Estúpida pregunta!

Jamás habría podido conocerle en otras circunstancias puesto que fue el devenir de mi existencia el que me llevó hasta él.

Una muchachita cordobesa no hubiera podido conocerle. Y menos aún, enamorarle. Era un hombre muy especial que necesitaba una mujer muy especial. Pero yo lo era demasiado, incluso para él.

Estoy convencida de que me hubiera perdonado por haber sido puta. E incluso habría comprendido que en ciertos momentos de mi vida hubiese aceptado una relación homosexual. Y apretándole un poco quizá hubiera pasado por alto mis latrocinios.

¡Pero matar a sangre fría.!

Ejecutar por capricho actuando a la par de juez y verdugo, o envenenar con barbitúricos a un ser que me amaba desesperadamente…! No. No creo que lo hubiera aceptado en modo alguno.

Me viene a la memoria aquel viejo bolero.

No es falta de cariño, te juro que te adoro, te quiero con el alma y por tu bien, te digo adiós.

¡Qué absurda se me antojaba en mi niñez, aquella letra!

Siempre creí que si amas tanto a alguien no debe existir razón alguna para abandonarle, pero lo cierto es que existe.

El dolor que pudiera causarle al marcharme sin darle explicaciones, no tenía parangón con el que le hubiera causado al haber tenido que dárselas.

Volví junto a Martell que advirtió de inmediato que había cambiado.

— ¿Te serviría de algo hablar sobre ello? — quiso saber.

— Me obligaría a hacer un esfuerzo para no echarme a llorar. Y lo último que deseo en este mundo es llorar ante ti.

— Entiendo. La diferencia entre tú y yo es que yo soy capaz de ocultarle a mi mujer que soy un maldito terrorista y tú no — lanzó un resoplido-.

Es la jodida manía de las mujeres de contarle a sus maridos que le han puesto los cuernos cuando nadie se lo ha preguntado. Pero lo que no debes hacer es encerrarte en ti misma concentrándote en rumiar tu pena. Lo que necesitas es acción.

— ¿Acción? — me sorprendió-. ¿Qué clase de acción?

— Acción de la buena — replicó-.¡De la mejor!

Estoy preparando un golpe que hará temblar al mundo.

— ¡Vamos! — protesté-. ¿No crees que ya estás demasiado viejo como para intentar hacer temblar al mundo?

— Las ideas no tienen edad, pequeña — musitó sonriendo-. Leonardo tuvo sus mejores ideas siendo ya un anciano. Tengo la edad justa puesto que poseo la experiencia, los medios y la gente.

— ¿De dónde piensas sacar a esa gente?

— De todas partes — replicó orgulloso de sí mismo-. A mi llamada acudirán desde todos los rincones del planeta, y con su ayuda le pegaré fuego a esta maldita sociedad de mierda.

Aquél fue el primer día en que oí hablar de la Operación Krakatoa, pero aún no tenía ni la menor idea de lo que se ocultaba tras ella.

También fue el día en que comencé a conocer al verdadero Martell.

A El Gran Martell.

Por lo que averigьé tres días más tarde, el Krakatoa fue un volcán de Indonesia que a mediados de 1883 reventó con tal violencia, que el estampido se escuchó en Australia o Madagascar, a más de cinco mil kilómetros de distancia.

La nube de polvo y escorias que formó giró sobre la Tierra durante años, y una ola de casi cuarenta metros de altura viajó a través del Indico y el Atlántico hasta el canal de la Mancha, sin que nadie supiera nunca cuántas muertes provocó ni qué apocalípticas proporciones alcanzó su desmesurada capacidad de destrucción.

Y ahora Martell, El Gran Martell, elegía aquella indescriptible catástrofe como nombre de guerra y símbolo de una operación en la que esperaba pegarle fuego a esta maldita sociedad de mierda.

Me asusté.

Le creí y me asusté, puesto que de algún modo presentía que hasta aquel momento Martell tan sólo me había mostrado su lado amable; la imagen del hombre que ha optado por elegir el camino equivocado pero que vive consciente de su error, lo cual obliga a abrigar la esperanza de que en algún momento conseguir reaccionar para dar media vuelta y volver a empezar.

Ahora la moneda giraba en el aire y yo comenzaba a entrever ambas caras, y aunque tan sólo fuera por d‚cimas de segundo, lo que estaba descubriendo me indicaba que el lado oscuro de Martell era casi tan amenazador como pudiera serlo el mío propio.

¡Durante mucho tiempo, demasiado quizá! habíamos estado enseñándonos mutuamente nuestras cartas, pero lo cierto era que guardaba un par de ellas en la manga de las que jamás me había hablado. Y, o mucho me equivocaba, o se disponía a arrojarlas sobre el tapete.

Me vino a la memoria lo que siempre se había dicho sobre él: Martell es como un cometa que desaparece en el espacio, pero que cuando regresa opaca a todas las estrellas del firmamento.

Eso era lo que ansiaba ser: cometa que vuelve, o rey que deja su trono en manos de validos a sabiendas de que el día en que decide alzar la voz todos corren a postrarse a sus pies.

¡El poder!

El poder visto desde ese ángulo es aún más poder que el de quien se ve obligado a ejercerlo día tras día por temor a perderlo.

Cuando un par de meses más tarde pude constatar su desmesurada capacidad de convocatoria entre quienes se supone que no acostumbran a seguir más que sus propias normas, llegué a la conclusión de que el auténtico poder de Martell superaba en mucho al de la mayoría de los presidentes o jefes de Gobierno de algunos países democráticos.

¡Y no lo parecía!

Juro por Dios que no lo parecía, y aún, a menudo, cuando pienso en él, le recuerdo con su uniforme de chofer y su gorra en la mano, replicando muy serio que no consideraba en absoluto correcto sentarse a mi mesa.

Supongo que de igual modo El Dibujante, cuando pensara en mí momentos antes de descender del autobús, recordaría a la inofensiva muchacha del ojo amoratado por un marido brutal, sin sospechar siquiera que le estaba aguardando con la intención de reventarle la cabeza de un balazo.

¡Krakatoa!

¿Qué se ocultaba tras tan inquietante palabra?

Comprendí que tratar de sonsacar a Martell resultaría contraproducente, por lo que me limité a esperar a que diera el siguiente paso.

Una mañana me telefoneó para comunicarme escuetamente, que si deseaba auténtica acción, lo único que tenía que hacer era estar el 6 de junio a las nueve de la noche en el casino de Dibonne, jugando siempre al número once.

Mi nombre en clave a partir de aquel momento era el de Antorcha y no debería responder a ningún otro.

Dibonne-Les Baines es un diminuto pueblo francés cuyo mayor encanto, aparte de una innegable belleza natural y unas fabulosas vistas sobre el lago Leman, se basa en el hecho de que posee un lujoso hotel dotado de un magnífico casino al que acuden a jugar los suizos, ya que se encuentra a caballo sobre la mismísima frontera, y apenas a una veintena de kilómetros de Ginebra.

Reservé con tiempo mi habitación, me hospede en el hotel, y a las nueve en punto del 6 de junio pasado me dediqué a perder miles de francos apostando a un once que al parecer había decidido marcharse de vacaciones al Caribe con ese tal Curro del que todo el mundo habla.

Al poco se me aproximó un individuo de aspecto anodino que me suplicó que le siguiera.

Subimos a un Audi plateado y nos perdimos en la noche avanzando por enrevesados caminos durante casi una hora, para ir a detenernos ante un enorme caserón rodeado de un espeso jardín y una alta verja.

Una vez dentro el individuo me condujo a un elegante saloncito, me rogó que le entregara el bolso y me pidió que aguardara.

Cuando salió advertí que cerraba con llave a sus espaldas.

Fue una espera muy tensa, lo admito.

Era como encontrarse en la antesala del dentista a sabiendas de que te va a perforar las muelas con un torno.

Estaba en manos de Martell, ahora El Gran Martell, y lo único que me permitía conservar la calma era saber que él sabía que si algo me ocurría su larga carrera delictiva podía darse por concluida.

Aun así no puedo negar que una amarga bola de hiel se me había instalado en la boca del estómago.

Era una sensación muy semejante a la que experimenté la noche en que ejecuté a El Dibujante.

Por fin, tras casi una hora de espera, me liberaron de mi encierro, me devolvieron un bolso en que no guardaba más que dinero y maquillaje y me condujeron a un enorme salón en penumbra, ya que se encontraba iluminado por diminutas lámparas que descansaban sobre las mesas y que apenas iluminaban hacia abajo, de tal modo que tan sólo permitían distinguir las manos de sus ocupantes.

Frente a cada puesto había un sobre.

El que me correspondió tenía escrito: Antorcha.

No se escuchaba un rumor.

Unas veinte o veinticinco personas fueron penetrando de una en una para tomar asiento en reverencial silencio.

Luego, al cabo de un rato, y cuando al parecer ya todos se encontraban acomodados, en la mesa presidencial hizo su aparición Martell. que aguardó unos instantes y al fin, tras carraspear levemente alzó la mano pidiendo la palabra.

— Queridos camaradas — comenzó-, os he rogado que vengáis porque tengo algo que proponeros y que a mi modo de ver puede asestar un golpe mortal a las decadentes democracias contra las que tanto tiempo llevamos luchando con tan desigual resultado. Os agradezco vuestra presencia.

Se escuchó un leve rumor pero nada más.

Al poco, El Gran Martell continuó:

— Hace unos meses me he dado cuenta de algo de suma importancia y en lo que nadie más parece haber reparado: en la mayor parte de las ciudades europeas se han instalado una serie de surtidores que durante la noche proporcionan gasolina por el simple procedimiento de introducir billetes… — hizo una corta pausa como para permitir que sus interlocutores asimilaran lo que acababa de decir, antes de añadir-: Ignoro quiénes han sido los autores de tan estúpida idea, y por qué razón las autoridades lo permiten, pero no cabe duda de que, aparte de una irresponsabilidad, constituye un profundo desprecio a nuestra imaginación. Llevamos años arriesgándonos a base de transportar y manipular explosivos con el fin de provocar atentados que a veces causan víctimas entre nuestra propia gente, y ahora resulta que nos proporcionan toda clase de facilidades para que, con muy poco esfuerzo, les causemos un daño irreparable.

De nuevo se interrumpió porque ahora sí que un fuerte rumor llenó la estancia, como si los presentes se dedicaran a comentar con sus casi invisibles compañeros de mesa la innegable relevancia de cuanto acababan de escuchar.

Las manos de Martell permanecían, mientras tanto, con los dedos entrelazados y tan estáticas que se podría creer que pertenecían a una estatua.

Siguieron en idéntica posición cuando al fin recuperó el uso de la palabra.

— Mi intención — dijo- es la de coordinar una maniobra conjunta en una serie de ciudades clave, la misma noche, a la misma hora, con el fin de evitar que una acción aislada y precipitada ponga sobre aviso al resto — hizo una dramática pausa-. Si confiáis una vez más en mí, os garantizo que la Operación Krakatoa quedar en la memoria de los hombres por los siglos de los siglos.

No dejaremos piedra sobre piedra.

Ahora el rumor fue de entusiasmo; como el vibrante clamor de victoria de quienes han descubierto de pronto las puertas del paraíso.

Cuando se hubo acallado, El Gran Martell concluyó:

— Cada uno de vosotros tiene delante una tarjeta con su nombre. Firmad si estáis de acuerdo en participar o no, y entregadla a quien pase a recogerla. Respetar‚ el criterio de quienes no deseen colaborar a sabiendas de lo que les ocurrir si mencionan una sola palabra de cuanto aquí se ha tratado. El resto, los que prefieran seguir adelante con el plan, tendrán noticias mías.¡Buenas noches!

Desapareció como por arte de magia y jamás volví a verle.

Tomé el sobre, escribí No en la cartulina, lo cerré y se lo entregué al individuo anónimo que poco después me acompañó hasta el Audi y me devolvió al hotel.

Con la primera claridad del día subí a mi propio coche y me alejé de allí.

Necesitaba encontrar un lugar tranquilo en el que meditar. No me preocupaba haber escrito No en mi tarjetón.

Sabía muy bien que eso era lo que se esperaba de mí, puesto que a juicio de Martell yo carecía de razones para dar mi consentimiento a semejante acto de barbarie, y aceptarlo hubiera resultado altamente sospechoso.

Mientras me limitara a mantenerme al margen ninguno de los dos correría peligro ya que nos encontrábamos demasiado ligados el uno al otro, pero aquella noche había hecho una exhibición de su tremendo poder obligándome a abrigar la seguridad de que si daba un solo paso en falso me aplastaría.

Conduje durante horas, despacio y sin rumbo fijo, deteniéndome de tanto en tanto aquí y allá para disfrutar del paisaje y meditar sobre en qué lugar de este mundo podría ocultarme el tiempo necesario como para tomar una decisión sobre cuanto acababa de escuchar la noche antes.

El brazo de Martell era muy largo sin duda alguna.

Muy largo.

Y contaba con infinitos recursos puesto que conocía la mayor parte de los trucos del oficio, ya que era un magnífico profesional al que había conseguido sorprender una vez pero estaba segura de que me resultaría muy difícil engañar la segunda.

Esperaba de mí que me quedara quieta, pero presentía que de alguna forma me estaba controlando.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que mi equipaje había pasado todo el día en la habitación del hotel, y el coche en el aparcamiento. A media tarde me detuve ante un pequeño garaje a las afueras de un pueblo perdido del centro de Francia y le pregunté al dueño si conocía a alguien que estuviera dispuesto a ganarse un buen dinero por llevar mi coche a París y dejarlo en el aeropuerto de Orly.

Me recomendó a su hijo, un muchacho de aspecto avispado que abrió los ojos como platos cuando le coloqué veinte mil francos en la mano, y que me dejó en la estación llevándose mi coche, mi equipaje y mi teléfono móvil debidamente conectado.

Me compré ropa sencilla, me cambié en el baño, tiré a una papelera la que llevaba puesta y desde un teléfono público hice una llamada. A la noche siguiente una mujer que vagamente recordaba a la Serena Andrade de antaño penetró en el puerto deportivo de Cannes y subió a un yate de alquiler de unos veinte metros de eslora, con cuyo propietario y capitán, el viejo monsieur Lagardere, había entablado una cierta amistad durante su larga estancia en el barco de Hans Preyfer.

Monsieur Lagardere me propinó dos sonoros besos, me ofreció un pastisé e inquirió por último:

— ¿Rumbo?

— Al mar. Necesito estar sola y pensar.

Zarpamos con el alba y pusimos proa a poniente bordeando la costa.

La tripulación la componían el capitán y cuatro hombres que parecían estar acostumbrados a que su barco lo alquilaran parejas de enamorados que querían perderse de vista una temporada, a los que no pareció sorprender que alguien que probablemente acababa de sufrir un desengaño sentimental les contratara con la sana intención de alejarse por un tiempo del mundanal ruido.

Mi camarote era inmenso, con una amplia cama en la que deberían haberse librado incontables batallas amorosas, la comida excelente, y los tripulantes tan discretos y silenciosos que más parecían fantasmas que seres de carne y hueso.

Desde el camarote se accedía directamente a la cubierta de popa con cómodas hamacas y un gran yakuzi, y a la que nadie se aproximaba si no se le llamaba, lo que me permitía tomar el sol desnuda, bañarme, pescar, leer, ver la televisión o dormitar sin que me molestasen.

Hubieran sido unos días en verdad encantadores, de no ser porque echaba de menos al hombre al que amaba, y una terrible duda me agobiaba:

¿Qué ocurriría si Martell cumplía su promesa?

¿Qué ocurriría si una noche cualquiera docenas de surtidores sin ningún tipo de vigilancia comenzaban a vomitar gasolina al unísono para convertir las ciudades de Europa en un lago de fuego?

¿Cuántos miles de personas morirían?

¿Cuantos edificios históricos desaparecerían?

¿Cuántas familias perderían sus hogares?

¿Cuántas empresas se hundirían?

¡Dios!

Me vino a la memoria aquella lejana noche en que recorrí un Madrid de calles solitarias en procura de una gasolinera en la que repostar, y llegué a la conclusión de que Martell tenía razón.

Por muy estúpido que pareciese; por muy absurdo y casi increíble que se me pudiera antojar, lo cierto es que el peligro estaba allí, siempre había estado, y lo inconcebible era que ni unos ni otros lo hubieran advertido hasta aquel mismo momento.

Los que instalaron aquellos surtidores eran unos irresponsables, los que los autorizaron unos ineptos, y los que no los habían sabido aprovechar hasta el presente unos cretinos.

En los aeropuertos te obligaban a pasar por rigurosos controles en los que tenías que colocar sobre una bandeja hasta las monedas, las pulseras y el reloj, pero a la vuelta de la esquina tenías la oportunidad de pegarle fuego a media ciudad con un simple puñado de billetes.

¡Mierda!

¡Mierda, mierda, mierda…!

¿Qué podía hacer?

¿Qué debía hacer?

¿Llamar a las autoridades y contarles que había asistido a una concentración de los más peligrosos terroristas del mundo?

¿Quién iba a creerme?

¿Y quién me garantizaba que me escucharían y al día siguiente tomarían la decisión de clausurar aquella inagotable fuente de producir dinero?

Lo más probable sería que quien se pusiera al teléfono fuera un funcionario o una atareada secretaria que me rogaría que rellenara un formulario o que presentase una denuncia formal en el juzgado de guardia más próximo.

— Buenas, soy una conocida asesina con diez personalidades diferentes y vengo a denunciar que un escogido grupo de terroristas tienen la sana intención de hacerles volar a todos.

No era de recibo.

¡No! Sinceramente no me lo parecía. Tampoco me lo parecía convocar una rueda de prensa, mostrarme al mundo, y alarmar a la ciudadanía obligandole a imaginar que esa misma noche su calle podía convertirse en un infierno.

Pero tampoco podía cruzarme de brazos.

He matado a mucha gente, eso es sabido, y sabido es también, pues no lo oculto, que muchos de cuantos asesiné no merecían la muerte, pero de eso a imaginar a niños abrasándose en sus cunas o enfermos asfixiándose en sus camas, mediaba un abismo.

Estaba furiosa con Martell.

Y furiosa, no sólo por lo que pretendía hacer, sino porque se le hubiese pasado por la mente la idea de que no movería un dedo por miedo a las represalias.

¿Miedo?

Yo nunca tuve miedo.

El, como terrorista, presuponía que yo me aterrorizaría ante la magnitud de su poder, pero cometió un grave error al imaginar que pese a conocerme tanto me conocía de verdad.

Jamás supo quién era yo en realidad.

¡Jamás!

Arañó el barniz y supo lo que yo quería que supiera, pero le derroté una vez y podía volver a hacerlo porque sabia que en el fondo era mucho mejor que él y tenía también muchos m s cojones.

Algo se le había pasado por alto.

A mí la vida ya no me importaba.

Quizá nunca me importó, no lo sé con certeza.

Pero muerto Sebastián y perdido el hombre al que amo, nada existía que me impulsara a seguir respirando.

La soledad continúa siendo soledad incluso en la cubierta de un yate de lujo.

El desamor siempre será desamor. Y el hastío no es más que la antesala de la nada más profunda.

Aún era joven, guapa y asquerosamente rica, pero me importaba un carajo.

Mi alma era vieja, mi belleza tan sólo exterior, y mi dinero se encontraba empapado en sangre.

Todo ello me concedía una notable ventaja. Saber que no perdía nada me indicaba que tan sólo me quedaba un camino: ganar.

Aquella era una jugada con la que Martell no había contado.

No se puede destruir lo que ya está destruido, ni matar a un cadáver. Pero si alguien imagina que me sacrifiqué por salvar a miles de personas, que deseche esa idea. Lo hice por mí. Porque tenía que hacerlo por mí. Y porque si no lo hacía acabaría loca.

Tenía casi tomada ya mi decisión, cuando sin saber por que me asaltó la sospecha de que tal vez lo que Martell había pretendido al invitarme a aquella absurda asamblea, era que le traicionara.

Al hacer que me condujeran hasta el caserón consiguió mostrarme su fuerza, entusiasmando de paso a sus socios, ante los que hizo una exhibición de audacia, imaginación y astucia, para dejarme marchar convencido de que haría algo por impedir una masacre que nunca debió estar en su mente llevar a cabo.

Si me consideraba tan inteligente como decía, abrigaría el convencimiento de que yo sería el único ser de este mundo en condiciones de frenarle.

Sabía que no le traicionaría como persona, pero también sabía que era muy capaz de hacer abortar su engendro.

¿Y si realmente nunca pretendió que naciera?

¿Y si aquélla fuera la gran partida que siempre deseó jugar como revancha a su primer fracaso?

Me retaba a sabiendas de que al vencerle me estaba derrotando, puesto que él conocía dónde se encontraba la auténtica meta y yo no.

Muy propio de su maquiavélica mentalidad.

Muy propio de alguien que lo ha conseguido todo, pero lleva clavada una espina que pretende arrancarse antes de desaparecer en el firmamento definitivamente.

¿Y si aquella casi invisible pandilla de terroristas no fueran en realidad terroristas?

¿Y si se hubiera tratado de un montaje; de una cuidadosa puesta en escena destinada a obligarme a participar en un juego en el que tenía diseñada de antemano la estrategia y previstos todos mis movimientos?

Se había ido; se había esfumado; se había largado al otro extremo del mundo en el que tal vez un cirujano plástico le cambiaría la cara, y con los cientos de millones que le devolví se dedicaría a disfrutar de su familia.

Y de mi fracaso.

Le creía muy capaz.

Conociendo como conocía a Martell me constaba que lo que mas le divertiría en esta vida sería saber que me asaltaban las dudas y no tenía muy claro dónde se ocultaba la verdad.

¿Me había convertido en víctima de una gigantesca broma, o se trataba realmente de una terrible amenaza?

¿Me correspondía jugar con las piezas blancas o con las negras?

¿Debía arriesgarme a que se desatara un infierno en la Tierra, o debería arriesgarme a que me mataran?

Un millón de preguntas me asaltaban mientras tomaba el sol atiborrándome de coñac por primera vez en mi vida, puesto que ignoro por qué extraña razón me había asaltado de pronto una perentoria necesidad de aturdirme.

Yo, que siempre me he esforzado por mantener un rígido control sobre mi mente, buscaba ahora evadirme intentando encontrar en el fondo de una copa demasiadas respuestas.

Pero ¿qué copa te puede dar tales respuestas?

¿Y qué persona?

Por aquel tiempo había caído en mis manos un informe de la Universidad de la Baja California, según el cual un equipo de investigadores había llegado a la conclusión de que los asesinos natos se comportan de una forma tan violenta por el hecho de que existe una deficiente comunicación entre las dos partes de su cerebro.

Aseguraba dicho estudio que el hemisferio izquierdo es mas racional, y el derecho más emocional. Cuando no existe suficiente fluidez en la relación entre ambos, el emocional tiende a actuar sin freno, por lo que concluye por tornarse anormalmente agresivo.

Resultaría curioso — y admito que en cierto modo bastante chocante- que después de tanto como he elucubrado sobre la razón o la sinrazón de mi comportamiento, tuviera que acabar por admitir que todo se debe a una pequeña tara física:

Una disfunción en el cuerpo calloso, lo cual provoca que dos estructuras básicas del sistema límbico, la amígdala y el tálamo, se activen más de lo normal.

¡Toma ya!

O sea que mis muertos habría que cargárselos al sistema límbico.

¿Valía la pena mantener mi control mental para eso: para que el tálamo y la amígdala me la andaran pegando a mis espaldas?

Admito que en aquellas circunstancias un par de copas de más conseguían que mi cuerpo calloso se ablandara.

Una mañana en la que la resaca se presentó bastante más densa y pastosa de lo normal, me desperté en un barco anclado sobre un mar cristalino y frente a un islote rocoso sobrevolado por cientos de gaviotas.

El sol estaba ya muy alto cuando golpearon a la puerta y al poco hizo su aparición el viejo capitán cuyo rostro aparecía más serio y circunspecto que de costumbre.

— ¿Puedo hablar con usted? — quiso saber.

— ¡Desde luego! — admití-. De lo que no estoy tan segura es de que sea capaz de responderle.

— Por ese camino no llegar a ninguna parte-señaló un pesaroso monsieur Lagardere-. Ignoro el origen de sus problemas, pero no creo que ésta sea la forma de solucionarlos — hizo una corta y significativa pausa-. Anoche la oí gritar.

— Supongo que en este barco habrá oído gritar a muchas mujeres — repliqué esforzándome por mostrarme ocurrente.

— Desde luego… — admitió-. Pero ninguna lo hizo nunca con tanto desgarro. Me partió el alma. Y sabe que la aprecio.

Sus palabras sonaban sinceras, por lo que opté por colocar mi mano sobre su antebrazo antes de replicar:

— Creo que tiene razón. No volverá a repetirse — señalé el islote rocoso-. ¿Dónde estamos? — quise saber.

— Frente a la isla de Cabrera, en las Baleares.

— Un lugar precioso — reconocí-. Nos quedaremos un par de días. Luego lléveme a Mallorca. Allí desembarcaré.

— Como guste.

Dos días.

Yo misma me había dado un plazo de no más de dos días para tomar la decisión más importante de mi vida, puesto que resultaba estúpido perder el tiempo vagando de un lado a otro mientras tal vez Martell había comenzado a mover sus piezas.

¿Pensaba hacerlo realmente?

¡Dios santo!

¿De verdad le prendería fuego a la mitad de las ciudades europeas?

Y si lo hacía… ¿cuándo tenía previsto hacerlo?

Mi conciencia tiene una reconocida capacidad a la hora de cargar con muertos, pero quiero suponer que si aquella masacre tenía lugar sin que yo intentara evitarlo, esa conciencia cedería bajo el peso de tantísimos cadáveres.

Pese a ello, me resistía a la tentación de inclinar mi rey en reconocimiento de que cualquiera que fuera mi siguiente movimiento, Martell había ganado la partida.

Para detenerle tenía que dar la cara y entregarme o nadie me creería. Y si decidía guardar silencio viviría noche tras noche aguardando un amanecer envuelto en llamas.

No importa lo crueles o desalmados que hayamos sido, ni lo astutos o inteligentes que demostremos ser, puesto que siempre acabamos por descubrir que existe alguien m s astuto, inteligente, cruel o desalmado que nosotros, y Martell era un cometa que siempre regresaba.

Empleé por tanto aquellos dos días en que permanecimos fondeados frente a la isla de Cabrera en diseñar una estrategia encaminada a neutralizar el juego de mi rival con el menor riesgo posible.

Tuve muy claro, eso sí, que jamás conseguiría vencerle.

Mi máxima aspiración tenía que concentrarse en un desesperado intento por conseguir que la partida quedara en tablas.

Me constaba que pretender algo más significaría perder el tiempo.

A media mañana del tercer día desembarqué en el puerto de Palma de Mallorca, retribuí generosamente a monsieur Lagardere y su tripulación, y esa misma noche tomé un avión con destino a Madrid.

Me instalé en un discreto hotel cercano al aeropuerto y al día siguiente me compré un Rover de segunda mano con el que me dediqué a callejear en un fastidioso esfuerzo por intentar localizar sin ayuda de nadie todos aquellos surtidores que durante la noche funcionaban por el simple sistema de introducir billetes.

Pronto llegué a la conclusión de que el más peligroso de todos ellos se encontraba instalado en plena plaza de Isabel II, a unos veinte metros escasos de la fachada posterior de un fastuoso Teatro Real que acababa de ser remozado y que aún ni siquiera había sido inaugurado oficialmente.

Me vinieron a la mente el Liceo de Barcelona y La Fénix de Venecia, dos carismáticas salas que habían ardido hasta los cimientos con escaso margen de diferencia en el tiempo, sin que nunca quedaran absolutamente aclaradas las razones de tamañas catástrofes.

¿Podía ser el de Madrid el tercero en la lista?

¡Resultaba tan fácil!

¡Y tan barato!

Cincuenta mil pesetas me proporcionarían cuatrocientos litros de gasolina capaces de transformar la hermosa plaza y el altivo edificio en una sucursal del infierno.

No pude por menos que hacerme eco de las palabras de Martell:

¿Quién había sido tan irresponsable como para consentirlo?

¿En qué estaban pensando?

Me vino a la memoria un viejo dicho:

Lo peor, por muy impensable que parezca, siempre tiene una posibilidad de ocurrir. Y si depende de los seres humanos, mil.

Y en esta ocasión dependía de la peor especie de seres humanos.

Si uno sólo de aquellos surtidores ardía provocando un desastre, los terroristas de todo el mundo seguirían su ejemplo convirtiendo la acción en una epidemia que se iría extendiendo de ciudad en ciudad hasta alcanzar proporciones dantescas.

Lo único que podía hacer era intentar detener el mal en su raíz, de la misma forma que se suelen detener las epidemias: por medio de una vacuna.

La vacuna pone sobre aviso a las defensas del cuerpo permitiéndole atacar en su origen una cepa debilitada de la enfermedad, antes de que ésta le invada con toda su magnitud.

Mi vacuna tenía que ser, según eso, lo suficientemente poderosa como para alertar al sistema inmunológico, pero al propio tiempo lo suficientemente controlable como para que no causara excesivos estragos.

Para ello la elegí con especial cuidado.

Un incendio que amenazara hasta cierto punto la integridad del Teatro Real bastaría para poner a las autoridades sobre aviso, y la plaza de Isabel II tenía las suficientes vías de acceso desde muy distintas calles como para que no constituyera un grave problema para los bomberos.

La noche elegida; una cálida noche de principios de verano y mientras las calles madrileñas se encontraban aún transitadas por la desconcertante masa de noctámbulos que pululan continuamente por el centro de una ciudad que se podría asegurar que nunca duerme, subí al coche y me dediqué a recorrer uno tras otro todos aquellos surtidores que había conseguido localizar.

En cada uno de ellos introduje un buen pedazo de rosada goma de mascar en la ranura de entrada del cajero automático, procurando colocarla lo m s al fondo posible de tal modo que al no poder recibir dinero, la máquina se negara a expender combustible.

De ese modo me aseguraba de que al menos por esa noche, y hasta que a la mañana siguiente un técnico acudiera a desmontarlo, aquel surtidor en concreto no constituiría el m s mínimo peligro.

Concluida la ronda me encaminé al punto elegido, aguardé hasta cerciorarme de que no aparecerían testigos molestos, y fui introduciendo billete tras billete en la ranura.

Calculé que con cien litros bastaría.

Aquélla se me antojó la dosis de vacuna necesaria para poner sobre aviso a los anticuerpos sin provocar un colapso en el paciente.

Luego, y en el justo momento en que dos distraídos barrenderos hacían su aparición empujando un carrito y charlando animadamente, provoqué el incendio.

Tuve la oportunidad de huir, creo que ya lo he dicho.

Un muro de fuego se alzaba entre los recién llegados que gritaban y yo, y el humo era tan denso y el caos tan indescriptible mientras media docena de automóviles explotaban volando por los aires, que estoy convencida de que nadie hubiera reparado en una pobre muchacha que corriese en un desesperado intento por alejarse de tanto horror como quedaba a sus espaldas.

Pero no lo hice.

No lo hice puesto que de haber escapado, tal vez tan espectacular desastre no hubiera quedado registrado m s que como un mero incidente al que los medios de comunicación apenas habrían prestado una especial atención.

Y no era eso lo que yo buscaba.

Lo que yo pretendía era encararme a alguien con responsabilidad a alto nivel, y a quien pudiera hacerle comprender la magnitud del peligro a que estaban expuestos miles de ciudadanos.

¿Lo he conseguido?

No. Admito que hasta el momento presente no lo he conseguido.

He hablado con inspectores de policía y con psicólogos; me han bombardeado a preguntas e incluso me han amenazado con romperme la cara, pero a estas alturas nadie ha podido confirmarme que tan evidente peligro ha sido conjurado, y que en las ciudades europeas no queda ni un solo surtidor que vomite cientos de litros de gasolina a cambio de un puñado de billetes.

¿Un sacrificio inútil?

¡Quizá!

Pero ese no es ya mi problema, ni ésa mi responsabilidad.

Creo que hice cuanto estaba en mi mano y cuanto, por primera y única vez en mi vida, me dictó mi conciencia.

Jugué a sabiendas que perdía, pero jugué.

No es que pretenda con eso borrar mi pasado.

Ni tan siquiera el fuego, que todo lo purifica, bastaría para convertir en cenizas los cadáveres que he ido dejando a mis espaldas.

Se necesitaría mucho más que un jarrón verde para guardar tanta ceniza.

¿Qué fue de aquel jarrón verde?

¿Dónde descansar n ahora las cenizas de Sebastián?

En aquel horrendo recipiente de porcelana barata se centra sin duda el origen de todo lo acontecido.

Fue ese día, al descubrir lo que había quedado del ser m s prodigioso que jamás pisó la faz de la Tierra, cuando el odio se apoderó de mí obligándome a recorrer los tortuosos caminos por los que tan amargamente he transitado en estos años.

Ahora, aquí encerrada y sin más compañía que una página en blanco empiezo al fin a recuperar la paz interior que me abandonó aquel día.

Ya ese odio ha quedado definitivamente atrás.

Ya ni siquiera le reprocho a ETA su error al colocar una bomba en las calles de Córdoba porque he aprendido que aquél no fue m s que uno de los infinitos errores que cometió desde el momento en que no supo darse cuenta de que habían desembocado en las llanuras de la paz tras haber recorrido un largo camino por las agrestes montañas de la guerra.

Quienes no aprendan a distinguir entre la democracia y la dictadura nunca aprenderán a distinguir el bien del mal y por lo tanto resulta muy difícil juzgarlos con ecuanimidad.

¿Qué han conseguido asesinando a setecientos seres humanos?

Nada.

Ni un solo paso hacia adelante.

Ni un solo voto de más.

Y es que ni tan siquiera una coma ha cambiado en un discurso que perdió hace años su vigencia.

Ese no es ya el camino.

El final del camino desapareció en una ciénaga de sangre. Mi caso es semejante. Quise tomarme la justicia por mi mano y la peor librada he sido yo.

Me gustaría poder pedir perdón, pero no sé a quién dirigirme. Todos aquellos ante quienes debería arrodillarme están muertos.

¿Y de qué sirve un muerto?

¿De qué sirven las cenizas de Sebastián?

La ceniza no es m s que la antesala del vacío más absoluto en cuanto sople el viento, y ahora tomo conciencia de que mi mayor pecado fue transformar esperanzas, sueños e ilusiones en un vacío absoluto.

Nadie, ni terrorista, ni policía, ni juez, ni mucho menos, un vengador de mi estilo tiene derecho a matar.

Por grandes que hubieran sido los errores de Andoni El Dibujante, mayor era su mérito al haber sabido aceptarlos esforzándose por aprender a convivir con ellos.

Y por terribles que hayan sido mis infinitos errores no creo que la muerte constituyera la mejor forma de expiarlos.

Un cadáver no siente ni padece, no piensa, ni mucho menos carga con sus culpas. Un cadáver no es más que un pedazo de carne inerte y desolada.

Ayer abatieron en Bilbao a dos miembros del Comando Vizcaya.

Según aseguró un ministro, eran culpables de infinidad de crímenes, pero no me alegró ver como el serrín cubría su sangre en la calle.

He visto ya demasiado serrín sobre demasiadas calles, y la mancha que queda es siempre la misma, puesto que ni sangre ni serrín saben de ideologías.

Que la sangre derramada por víctimas y verdugos acabe por mezclarse nunca proporcionar nueva vida, sino tan sólo nuevas muertes.

¿Por qué pienso ahora así?

¿Acaso he cambiado tanto?

La venganza es mi ley, y a ella me atengo. Me suena ahora tan rancia y tan absurda esa sentencia.

Ni la venganza, ni las muertes, ni mis infinitas horas de amargura y dolor, consiguieron resucitar a Sebastián.

Lo único que consiguieron fue que se perdieran sus cenizas. Ha venido a verme un subsecretario.

Debe ser duro ser subsecretario. Es el que carga con el trabajo sucio.

Se supone que habla por boca del ministro, pero se presupone también que el ministro no habla por su boca.

Ha dicho algo sobre la ley de la jungla que amenaza con adueñarse de la sociedad que nos ha tocado vivir, pero no ha hecho mención alguna a la jungla de la ley, ese universo cada vez más complejo y enmarañado por el que nos vemos obligados a abrirnos paso día tras día.

Creo que no tiene nada claros cu les son los cargos en mi contra.

¿Terrorismo, estragos, gamberrismo o simple imprudencia temeraria?

¿Sería capaz de admitir que en realidad le he hecho un enorme favor?

No; eso no lo admite aunque en el fondo de su alma sabe que es así, pero entiendo que resulte muy difícil reconocer que había puesto en peligro a una gran parte de la ciudadanía.

Raro es el día que en el País Vasco no se prende fuego a un concesionario de automóviles o a la sede de un partido político, y cada vez más sofisticados cócteles molotov vuelan como si fueran pájaros, pero pese a ello se resisten a aceptar la evidencia de que habían puesto en manos de los violentos un arma terrible.

Pero ¿qué importa eso ahora?

Lo único que importa es que no saben que hacer conmigo.

¿O sí lo saben?

Saben qué es lo que les gustaría hacer. Les gustaría que yo continuara siendo la Sultana Roja.

Pero no la de antes.

Una Sultana Roja controlada.

Una Sultana Roja capaz de poner todo su talento — que admiten, eso sí, que es mucho- al servicio de una causa justa.

¿Y qué es lo que consideran una causa justa?

¡La suya, naturalmente!

Todo el mundo considera que su causa es la justa.

Incluso los subsecretarios.

Todo el mundo opina que Dios está de su parte, aunque a mi modo de ver Dios decidió hace siglos que no está de parte de nadie.

Que cada cual solucione sus problemas como buenamente pueda. Y el señor subsecretario me ha dado a entender que yo puedo ser una excelente solución a un montón de problemas.

Martell, por ejemplo.

Martell continúa constituyendo un doloroso grano en el trasero de muchos gobiernos que estarían dispuestos a colaborar calladamente con alguien que le ha tratado a fondo, conoce sus trucos y acabaría por neutralizarle.

También tienen un difícil problema con los narcos.

Gente dura y difícil, sobre todo esos nuevos y feroces narcos mejicanos que están inundando Norteamérica de cocaína.

O el mundo acaba con la cocaína, o la cocaína acaba con el mundo. Es como una partida de ajedrez que se libra en un gigantesco tablero.

¿Acaso me gustaría tomar parte en tan apasionante partida?

Podría elegir entre ser reina, alfil, caballo, o aquello que m s me gustase porque me da la impresión de que se han convencido de que en estos años he aprendido a moverme por todos los tableros de juego con singular soltura.

¿No sería esa sin duda una proposición infinitamente m s atractiva que la de pasarme media vida en una sucia mazmorra?

¿No sería una pena desperdiciar tanto talento permitiendo que se pudriera entre rejas?

El circunspecto subsecretario asegura, y creo que con razón, que no resulta nada fácil encontrar una mujer elegante, educada y atractiva, que sea a la vez tan heladamente astuta y demuestre tan desconcertante carencia de escrúpulos.

Si no me importa matar, incendiar, mentir, robar, traicionar y acostarme con hombres o con mujeres por igual, ¿por qué razón habría de importarme emplear tan excelentes cualidades en servir a la justicia?

¿Es eso la justicia?

¿Es justo que la justicia tenga que echar mano de gente como yo?

No lo sé. En los tiempos que corren tal vez lo sea.

— Pero yo ya saldé mis cuentas con ETA — dije-.

Pagaron un precio muy alto por poner una bomba en el lugar equivocado, y como diría Andoni El Dibujante, ésa ya no es mi guerra.

— Existen otras guerras — fue su respuesta-.

Guerras en las que tenemos que recurrir a todos los medios a nuestro alcance. Yo soy ese medio, lo sé. Y un medio muy, muy eficaz.

Pero lo que no sé, es si quiero convertirme en un medio por el resto de mi vida.

Estoy cansada.

¡Muy cansada!

Cansada de matar, cansada de mentir, cansada de robar y, sobre todo, cansada de pensar.

Pensar puede llegar a resultar agotador.

Debe ser por eso por lo que la gente aborrece pensar.

Cuando realizas un gran esfuerzo físico, tumbarte en una cama te relaja. Pero la mente jamás se relaja.

Los muertos vuelven a ella una y otra vez, los recuerdos corren de un lado a otro, y el miedo no se detiene un solo instante.

¡Los recuerdos!

Hay algo que nunca he dicho.

¡Nunca!

Aquella mañana, Sebastián estuvo a punto de llevarme a Córdoba. Quería comprarme unos zapatos que hicieran juego con mi vestido nuevo.

A punto estuvo.

De haber ido con él, la bomba nos hubiera sorprendido cogidos de la mano.

Y nuestras cenizas hubieran compartido el jarrón verde.

Fue una lástima.

Hubiera muerto en el mejor momento.

¡Feliz!

Y una sola vez.

Luego he muerto muchas veces.

¡Demasiadas!

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