QUINTA PARTE El humo

Tenía que ejecutar a un hombre al que admiraba, apreciaba y en cierto modo respetaba. Y con el que había hecho el amor, de una forma harto satisfactoria en esta particular ocasión, la noche antes. Y nadie me obligaba a ejecutarle.¡Nadie me obligaba!

Era una decisión personal, absolutamente ilógica y admito que injusta, puesto que yo no tenía el más mínimo derecho a juzgarle, ni mucho menos a decidir si merecía o no tan terrible castigo.

Me tumbé en una hamaca de la piscina del Tamanaco y mientras observaba cómo docenas de pequeñas avionetas iban tomando tierra en el cercano aeropuerto de La Carlota tras haber pasado el fin de semana en las islas vecinas o en las selvas y llanos del interior del país, me concentré en repasar una y otra vez mi plan de acción.

Admito que hay que tener mucha sangre fría, y ser al propio tiempo muy cobarde para pasarse horas meditando en cómo asesinar un ser humano que confía en ti.

Yo no le odiaba.

Eso ha sido siempre lo más duro; la mayor parte de las veces no odiaba a quienes asesiné, y como tampoco perseguía unos fines económicos, aún continúo preguntándome qué absurdas razones me impulsaban a hacerlo.

¿O era más bien la sinrazón?

La sinrazón puede llegar a convertirse en un argumento tan válido como cualquier otro si aceptas de antemano que una parte de tu cerebro no funciona como debería funcionar.

Por lo que yo sé, son muy escasos los cerebros que funcionan con absoluta normalidad y me consta que incluso los de los mayores genios se desestabilizan a menudo por culpa de inesperadas ráfagas de locura, extrañas desviaciones sexuales o absurdas manías impropias de sus privilegiadas mentes.

Y debemos dar gracias al Creador porque así sea.

Si todos los cerebros se comportaran con la perfección de un reloj, no seríamos más que una colonia de abejas en la que cada individuo reacciona al igual que lo vienen haciendo sus antepasados desde millones de años atrás y al igual que lo harán sus descendientes durante un millón de años más.

Por suerte cada cerebro humano es único, y cada uno de ellos evoluciona de una forma distinta.

¿Y quién puede culparnos por ello?

¡Oh, Dios…! Creo que una vez más estoy intentando justificarme cuando suponía que me había aclarado suficientemente a mí misma que no buscaría nuevas justificaciones.

Las decisiones estaban tomadas desde hacía ya mucho tiempo; incluso desde antes de que yo naciera, puesto que empezaba a ser evidente que me habían hecho nacer para conducirme a lo largo de tan tortuoso camino.

Tanto daba que eligiese eliminar al sanguinario terrorista responsable de modo tangencial de la muerte de mi padre, o al ya cansado y arrepentido ex terrorista que se había convertido en mi amante y confidente.

Tanto daba. Era una muerte más.

Y me sentía cansada. Muy cansada.

Ahora lo sé, pero por aquel entonces aún no había descubierto que el día anterior a una ejecución me siento cansada y deprimida, como si me hubiera bajado de modo brusco la tensión, y que lo único que me apetece es quedarme muy quieta, meditando o quizá complaciéndome en saber que soy la única testigo de una compleja batalla que se está librando en mi interior.

Luego, cuando al fin esa batalla ha concluido y tengo muy claro qué es lo que voy a hacer, me invade una perentoria necesidad de entrar en acción para llevar a término mi plan lo antes posible.

Pero la muerte de El Dibujante no era una muerte cualquiera.

Tenía que estar exquisitamente diseñada. Como una macabra partida de ajedrez.

— ¡ Qué manía!

A decir verdad nunca me ha gustado especialmente el ajedrez.

Esa noche dormí en casa de Lautaro aunque me negué a hacer el amor alegando que me dolía la cabeza. Me repelía la idea de llevar en mi interior restos del semen de un cadáver.

¡Sucio pensamiento, admito! Sucio e indigno.

A la mañana siguiente, y en cuanto se marchó al trabajo, oculté en el último cajón de la cómoda algunas de las hojas de su diario que más le comprometían, así como varios documentos que le relacionaban de forma indiscutible con ETA, para abandonar el apartamento llevándome el arma que guardaba en la mesilla de noche, una vieja Astra que un auténtico profesional jamás hubiera utilizado, pero que El Dibujante conservaba como una amada reliquia.

La envolví en un paño de cocina, y al pasar la oculté en un espeso macizo de flores del pequeño parque infantil que ocupaba el final de la calle.

Tomé un taxi que me llevó directamente al Tamanaco, almorcé en la terraza, pagué la cuenta y a primera hora de la tarde solicité una limusina para que me condujera al aeropuerto de Maiquetia, donde facturé el equipaje en el vuelo que partía hacia París a las nueve de la noche.

En Venezuela resulta aconsejable acudir con tiempo más que sobrado al aeropuerto, no sólo porque de no hacerlo se corre el riesgo de que hayan vendido más billetes de la cuenta y al final no queden plazas libres, sino sobre todo porque a causa del notable flujo de drogas que se embarcan con destino a Europa, los aduaneros tienen orden de registrar y precintar las maletas antes de ser embarcadas.

Tal como esperaba, y como viajaba en Gran Clase, los trámites resultaron bastante más fluidos de lo normal, por lo que al concluirlos disponía de casi dos horas de tiempo hasta el momento de abordar el avión.

De no haber sido así, tal vez Lautaro Céspedes hubiera salvado la vida.

¡Tal vez!

Conmigo nunca se sabe.

En el baño de señoras cambié mi elegante vestido de firma por un amplio mono azul, para encaminarme directamente al aparcamiento de la terminal en el que tres días antes había estacionado una pequeña moto.

Siempre he considerado que cuando se actúa en solitario, la moto es el único vehículo válido a la hora de cometer un atentado.

Confiere autonomía y es rápida y eficaz sobre todo en una ciudad de tráfico tan endiablado como Caracas.

A las siete, ya noche cerrada, había recogido el arma de entre los arbustos. A las siete y diez Andoni El Dibujante descendió del autobús para encaminarse ajeno a cualquier tipo de peligro hacia el portal del pequeño edificio de apartamentos.

A las ocho me encontraba de nuevo en el aeropuerto tras arrojar la vieja pistola por uno de los viaductos de la autopista que desciende a Maiquetia.

A las ocho y media embarcábamos.

Me pasé la mayor parte del viaje llorando. Era tanto mi dolor y tan incontenible mi tristeza, que incluso la azafata se vio en la obligación de tomar asiento a mi lado en un inútil intento de tranquilizarme. No creo que hubiera conseguido explicarle a aquella amable señorita, que probablemente lo peor que había hecho en su vida era acostarse con un piloto casado, que me sentía tan apenada porque acababa de dejar tendido sobre la acera, con un tiro en la cabeza y empapado en sangre, a un moribundo al que en el fondo de mi alma quería y respetaba.

La muerte de Lautaro no fue como las anteriores. Ni como las que vendrían a continuación. La ejecución de El Dibujante tuvo para mí un significado muy especial, puesto que aunque en el momento de apretar el gatillo no me tembló el pulso y llevé a cabo mi trabajo con indiscutible limpieza, sabía positivamente que estaba cometiendo un terrible error al ejecutar a un hombre que no merecía la muerte.

Los crímenes que pudiera haber cometido habían prescrito. Prescrito no desde un punto de vista meramente legal y por el hecho de que hubiese transcurrido demasiado tiempo desde que los cometió, sino sobre todo desde el punto de vista moral, ya que me constaba que además de arrepentido, Lautaro Céspedes se encontraba realmente aplastado por el peso de sus culpas.

Ahora era yo quien me sentía aplastada por ese peso, pero la diferencia estribaba en que él había asegurado que se sentía incapaz de continuar matando por ETA, mientras que yo seguía matando por una causa que ni siquiera sabía con exactitud cual podía ser.

No tenía sentido continuar aferrándome a la idea de que lo único que pretendía era vengar a Sebastián. Ni yo misma seguía aceptándolo como disculpa. Sebastián se había convertido en una especie de sombra inconsistente que supongo que incluso me aborrecía por haberle elegido como pantalla tras la que ocultarme a la hora de cometer mis crímenes.

No se lo merecía. Un hombre tan bondadoso y justo como él, no debía haber sido nunca elegido como símbolo de una cruzada tan absurda y diabólica como la que estaba llevando a cabo, y yo era, curiosamente, la primera, y la única en entenderlo así.

Y es que nadie más que yo lo sabía. Esa era otra de las razones por las que lloraba tan desconsoladamente en el avión. Acababa de matar a Lautaro, pero al disparar sobre él había contribuido a matarme un poco más a mí misma.

Cada nuevo asesinato era como una herida abierta por la que se me escapaba la vida. A veces temo que en mi obcecación lo único que buscaba era suicidarme a base de disparar sobre otros.

Más me valía haberme pegado un tiro a mí misma y acabar de una vez. Aunque en el fondo es de justicia reconocer que a partir de aquel momento la inmensa mayoría de las personas a las que maté merecían la muerte, y a mi modo de entender Lautaro Céspedes puede ser considerado con toda sinceridad mi postrer error.

Su postrer error fue otro, y sin duda mucho mayor que el mío, tal como él mismo reconocía en su diario:

Mi gran error, y el de todos nosotros, se centra en el hecho de no habernos percatado de que ya no tenemos tiempo material de convertir Euskadi en una nación propiamente dicha.

Tanta sangre, tantos sufrimientos y tanta violencia resultar n por completo inútiles, puesto que dada nuestra particular posición geográfica, y encaminándose como se encamina Europa hacia una imparable integración económica, legislativa y militar, nuestro papel como nación independiente sería a todas luces ridículo.

¿De qué le serviría ser independiente a un diminuto país encajonado entre España y Francia, que se vería obligado a comprar y vender en una moneda común, depender de los ejércitos de la OTAN, y aceptar leyes comerciales o cuotas de producción impuestas por Bruselas?

Desde el momento en que careciésemos de moneda propia, ejército propio o leyes propias, la palabra independencia carecería a mi entender de sentido.

A la larga, lo único que conseguiremos ser imponer a nuestra juventud, arbitrariamente y por la fuerza, una lengua que de nada les servir más allá de nuestras fronteras.

Muy pronto el euskera no será ya más que el llamativo estandarte con el que unos cuantos políticos que juegan a ser y no ser sin mostrar nunca sus verdaderas intenciones continúen enardeciendo a un puñado de fanáticos.

Temo que a nuestro sueño de libertad le ocurre como a los grandes transatlánticos: desde que se inventó el avión ha quedado desfasado, y hoy por hoy constituye un lujo que no nos podemos permitir.

Ese convencimiento de que se carecía de tiempo material para llevar a buen puerto una idea nacida demasiado tarde pese a que llevara siglos anidando en el pecho de todo un pueblo, parecía haberse convertido en una obsesión para El Dibujante, ya que continuamente volvía sobre ella en sus escritos, maldiciéndose a sí mismo por el hecho de no haber sabido prevenir con la debida antelación el desarrollo de los acontecimientos.

Cuando, cansada de los ultranacionalismos que la han conducido indefectiblemente a la desesperación y la ruina, la humanidad comienza a encaminar sus pasos hacia una lógica integración, toda voz discordante, en especial si tal voz ni siquiera tiene voto en el concierto de las naciones, parece condenada a quedar ronca o en silencio.

Hace unos días, contemplando en la televisión la increíble riada de hombres, mujeres y niños que abarrotaban las calles y las plazas de la práctica totalidad de las ciudades españolas, gritando Asesinos! a quienes habían ejecutado tan vilmente al pobre Miguel Ángel Blanco, llegué a la conclusión de que eso era exactamente lo que Andoni El Dibujante pretendía plasmar en sus escritos: la voz de una pistola de nada vale frente a las voces que nacen de millones y millones de gargantas.

Y al igual que con su infinito poder los medios de comunicación se convierten casi a diario en un elemento multiplicador de los logros de los violentos, en esta ocasión se ha vuelto ferozmente contra ellos, obligándoles a aceptar la magnitud de su propia insignificancia.

Si tras lo ocurrido con el asesinato de Miguel Ángel Blanco los actuales dirigentes de ETA no han comprendido cu n minúsculos son en realidad, es que a mi modo de ver son mucho más cortos de talla mental de lo que suponía.

Aunque resulta evidente que ningún gran hombre ha tomado nunca conciencia de su auténtica grandeza, ni ningún mediocre ha conseguido aceptar nunca la miseria de su mediocridad.

El Dibujante no fue un gran hombre, pero tampoco fue un hombre mediocre, y por ello consiguió entender muchas cosas que quienes le sucedieron jamás aceptarán.

Recuerdo que entre los documentos que conservaba en su maleta destacaba un cartel en el que se veía a un hombre tumbado en una sucia colchoneta con un arma apuntándole la sien, bajo el que destacaba la leyenda:

Ángel Berazadi, ejecutado por ETA el 8 de abril de 1976.

Por lo visto, con dicho cartel los terroristas buscaban impresionar a otros empresarios vascos con el fin de que pagaran sin rechistar el llamado impuesto revolucionario que se les exigía.

Según el propio Lautaro dejó escrito de puño y letra, Berazadi había sido un auténtico nacionalista que había defendido ardientemente el sueño de una Euskadi libre e independiente, pero que no obstante acabó ejecutado por el imperdonable delito de no haber conseguido reunir a tiempo los doscientos millones de pesetas que quienes se supone que compartían sus ideales le exigían para que dicho sueño continuara siendo una pesadilla.

¿En qué cabeza cabe?

¿En qué grupo de cabezas caben tantísimos errores?

Demasiado a menudo mi cabeza no rige como debiera y mis errores puede que sean monstruosos, pero me queda el consuelo de que los cometo sin ayuda de nadie y no aspiro a formar parte de ninguna cúpula dirigente.

Es muy posible que esté loca. Pero no creo que sea estúpida. Los que matan a hombres como Berazadi o Miguel Ángel Blanco tienen una remota posibilidad de no estar locos, pero abrigo el convencimiento de que son rematadamente estúpidos.

Recuerdo un viejo proverbio ecuatoriano:

Quien caga sobre la mesa acaba comiendo en el retrete. Y eso fue lo que le ocurrió a Andoni El Dibujante y a docenas que, como él, dispararon contra su propio pueblo, lo que a la larga viene a significar tanto como cagarse sobre la propia mesa.

Ahora Andoni había lanzado su último vómito de sangre sobre una sucia acera de Caracas, y en cuanto la policía registrase su apartamento y descubriese los documentos y las hojas de su diario, no abrigaría la m s mínima duda a la hora de dictaminar que se trataba de un ajuste de cuentas.

¿Y qué otra cosa era, al fin y al cabo?

Un ajuste de cuentas.

De mis cuentas particulares.

Cuando el sol hizo su aparición sobre un rojo horizonte, ascendiendo con increíble rapidez a medida que el avión volaba a casi mil kilómetros por hora en dirección opuesta, dejé de llorar.

Un nuevo día significaba una nueva página del libro, o el inicio de una nueva jornada de un camino que me constaba que ya jamás abandonaría. Me encontraba prácticamente sola en la cabina de Gran Clase, a nueve mil metros de altura sobre el nivel del mar, esperando ver aparecer las costas europeas en el horizonte, consciente de que nadie me aguardaba a mi llegada, de la misma forma en que nadie me había despedido en el momento de mi marcha.

¡La soledad!

¡La soledad una vez más!

¡La soledad una y mil veces!

Durante aquel amargo viaje y quizá en el justo momento de ver amanecer sobre el océano, descubrí algo importante y que me aclararía el futuro de una forma definitiva: me gustaba la soledad.

Y más que la soledad en sí, me gustaba aquella agridulce sensación de saber que no significaba nada para nadie, ni nadie significaba nada para mí.

No importaba dónde me encontrara ni qué estuviera haciendo en un determinado momento; no importaba si estaba sana o enferma, si era feliz o desgraciada, y no importaba si seguía viva o había muerto.

No existía.

Tan sólo quienes me vieran o me dirigieran la palabra tendrían plena conciencia de que era un ser vivo. Para el resto me había sumido — quizá definitivamente- en la bruma de un amanecer cualquiera.

Una vez más, me había quedado sin familiares, amigos o enemigos.

¿Triste? Triste, en efecto, hasta que descubres que eso es lo que en el fondo te hace feliz porque es lo que has elegido libremente.

Quiero suponer que para la mayor parte de los seres humanos tan absoluta carencia de ataduras constituiría el peor de los castigos, pero no obstante a mi modo de ver se convertía en una rotunda e indiscutible demostración de libertad.

María de las Mercedes Sánchez Rivera había dejado de existir en algún recodo del camino, al igual que dejó de existir Rocío Fernández, natural de Coria del Río y muy pronto dejaría de existir la ecuatoriana Serena Andrade.

Era como si día a día fuese muriendo, renaciendo y dejando atrás un pasado sangriento como la serpiente que muda de piel, para reencarnarme una y otra vez en personalidades diferentes, sin que yo misma supiera cuál me pertenecía en realidad.

¿La Sultana Roja, quizá?

¡Qué tontería!

La Sultana Roja no es más que un invento de algún fantasioso periodista que oyó campanas sin saber dónde, y al que alguna vez debieron hablarle de una muchacha que no dudaba a la hora de apretar el gatillo.

Y como los apodos de La Viuda Negra o Mantis Religiosa se los habían adjudicado ya a demasiada gente, inventó una idiotez que suena bien, pero nada tiene que ver conmigo.

Ni soy sultana, pese a haber nacido en un pueblo de Córdoba, ni mucho menos roja, puesto que prefiero los hoteles de lujo y los zapatos de marca a las chabolas, la miseria y las alpargatas.

Sin lugar a dudas, Araña Negra hubiera sido un sobrenombre más acorde con mi personalidad, puesto que lo que en verdad me gusta es ese tejer en solitario una tupida tela en que hacer caer a mis víctimas, pese a que creo recordar que en alguna ocasión ya he puntualizado que mi primera víctima fui siempre yo misma.

Ahora, encerrada aquí sin m s compañía que un cuaderno barato, quiero hacerme la ilusión de que en el fondo lo mío fue una predestinación, y el destino me eligió para que algún día, y a través de tan tortuosos avatares, fuera la encargada de salvar a miles de seres inocentes.

¿Quién, de haber sido yo, habría puesto sobre aviso a las autoridades de lo que estaba a punto de suceder?

¿Quién, sino yo, habría conseguido averiguar que un grupo terrorista se disponía a prenderle fuego a la mitad de las ciudades europeas?

¿Quién, de no haber estado yo, hubiera conseguido evitar tamaña apocalipsis?

Digan lo que digan a la hora de juzgarme, ha quedado claro que de cuantos asistieron a la reunión en la que Martell anunció a bombo y platillo que había descubierto la forma de acabar de una vez por todas con La corrupta sociedad capitalista, únicamente yo hubiera sido capaz de traicionarle.

Todos los demás estaban locos. Pero locos de otra locura. Locura de destrucción indiscriminada, mal que a mí no me afecta puesto que siempre he tenido muy claro a quién pretendo destruir.

El caso de Lautaro es diferente. Lloré su muerte. Pero estoy convencida que de la docena larga de hijos de la gran puta que se reunieron a escuchar la arenga de Martell ni uno solo hubiera llorado por los miles de víctimas que un gigantesco incendio hubiera provocado. Ni aunque la mitad de los muertos hubieran sido niños de pecho.

Era gente enferma, terroristas de la peor calaña, auténticas alimañas para los que prender fuego a edificios y monumentos no hubiera significado m s que una suprema demostración de poder, y a los que los gritos de sus víctimas habrían sonado a himnos de victoria.

Recuerdo que en cierta ocasión escuché las declaraciones que le hizo a la prensa una joven terrorista que aseguraba que se sentía feliz por el hecho de que sus compañeros hubiesen cometido un nuevo atentado tras varios meses de silencio.

Para aquella enferma mental, más joven y más enferma aún que yo, los gritos de dolor, la sangre y las l grimas de unos desgraciados a los que la explosión había arrancado los brazos se transformaban como por arte diabólico en cánticos de gloria, ya que ello venía a confirmarle que aquello en lo que creía, seguía vigente.

¿Qué inconcebible grado de felicidad habría conseguido alcanzar si cualquier ciudad española hubiera ardido por los cuatro costados?

Tal vez incluso hubiera tenido un orgasmo. Mal de muchos consuelo de tontos.

¿Quizá me consuela saber que existen seres, incluso mujeres, que disfrutan aún más que yo a la hora de hacer daño.

No. No me consuela.

Y es que muy en el fondo, y pese a todo cuanto haya escrito hasta el presente, no creo que me produzca el m s mínimo atisbo de placer causar daño.

Sobre todo a inocentes.

¿A qué viene todo esto?

¿A qué viene empantanarse una vez más?

Quizá al hecho de que me estoy refiriendo al amanecer en que acepté la incuestionable realidad de que me gusta ser como soy y vivir como vivo. Siempre se ha asegurado que nos complacen m s nuestros defectos que las virtudes ajenas. Puede que éste sea mi caso.

Mis defectos nacen de mi yo más íntimo y como tal los acepto como supongo que aceptaría los defectos de un hijo en caso de haberlo tenido.

Me acude a la mente la abominable escena de una gorda gritona que abrazaba y besaba desesperadamente a un canalla al que acababan de detener por haber violado y asesinado a una niña de seis años.

¿Qué le impulsaba a hacerlo?

¿El amor maternal?

¿Cómo puede nadie amar a semejante monstruo por mucho que lo haya llevado nueve meses en las entrañas?

Quiero creer que de la misma manera que yo amo a ese otro monstruo que nació en mi interior sin ayuda de nadie. Un monstruo que nunca ha violado a nadie, pero que asesina sin que le tiemble el pulso a seres a los que ama.

De nuevo París.

De nuevo los largos paseos a orillas del Sena y las interminables horas sentada en algún café de los Campos Elíseos.

No me quedaba otro remedio puesto que tenía que esperar la documentación que me había enviado a m¡ misma desde Caracas. Aquélla era una de las muchas enseñanzas de Hazihabdulatif, que nunca viajaba con más de un pasaporte falso.

Al-Thani aseguraba que si en una aduana te detienen porque tu documentación no está en regla, puedes alegar que no eres m s que un inmigrante ilegal, con lo que el máximo peligro que corres es el de que te expulsen del país.

Pero si te registran el equipaje y descubren que cargas con varios pasaportes falsos, pasas a ser considerado un terrorista o un delincuente internacional, con lo que lo más probable es que acaben por averiguar tu auténtica personalidad y te encierren por una larguísima temporada.

La mejor solución estribaba por tanto en introducir los pasaportes que no fueran a utilizarse durante un determinado viaje en un sobre para enviarlos, poco antes de embarcar y desde el mismo aeropuerto, a la lista de correos de la ciudad de destino.

El correo venezolano funciona como el culo. No es una expresión en absoluto elegante, pero es la que mejor se ajusta a una penosa realidad.

Al octavo día de mi estancia en París me tropecé en un minúsculo pero selectísimo restaurante especializado en caviar iraní con Hans Preyfer.

Hans era uno de los innumerables socios de Jack Corazza que siempre había mostrado un especial interés por llevarme a la cama, y yo sabía que entre otras muchas cosas igualmente valiosas poseía un maravilloso apartamento en la mejor zona de París, a tiro de piedra del Arco de Triunfo.

Era un hombre muy rico, educado, agradable, buen conversador y exquisito en el trato, por lo que pronto llegué a la conclusión de que en su apartamento estaría mucho más segura que en el hotel George V, puesto que la ecuatoriana Serena Andrade empezaba a ser un personaje demasiado popular, y que corría por tanto excesivos riesgos.

Cuando menos te lo imaginas la policía se muestra a menudo particularmente eficaz, y aunque me había esforzado por no dejar rastros en lo que se refería a mi relación con Lautaro Céspedes, nunca se puede tener la absoluta seguridad de que no haya quedado algún cabo suelto.

Fue por ello por lo que me convertí en amante ocasional de Hans Preyfer, lo que, amén de un inestimable margen de seguridad, me proporcionó un fabuloso collar de esmeraldas que aún conservo.

¿Prostituta?

¡Tal vez!

No me acosté con Hans Preyfer por dinero, pero si, sobrándole como le sobraba, se empeñaba en hacerme regalos, se me antojaba estúpido rechazarlos.

El día que al fin recuperé mis pasaportes y le comuniqué que tenía intención de pasar unos días en la Costa Azul, me propuso que me alojara en el inmenso yate que mantenía eternamente atracado en el puerto deportivo de Cannes, prometiendo acudir a visitarme de tanto en tanto.

Tratar con ricos tiene sus ventajas.

¡Grandes ventajas!

Aunque ello te obligue a mamarla demasiado a menudo. Al fin y al cabo yo no estaba comprometida con nadie, una agradable charla me permitía olvidar mis obsesiones, y de tanto en tanto Hans conseguía provocarme algún que otro orgasmo.

¿Qué más podía pedir?

En Cannes se estaba celebrando por aquellas fechas un festival de televisión, no quedaba por tanto una sola plaza libre en los hoteles, y el Corfú era a todas luces el lugar idóneo para pasar unas plácidas vacaciones, ya que sus tripulantes parecían m s que habituados al hecho de que de tanto en tanto su patrón les enviase alguna que otra invitada especial a la que sabían tratar a cuerpo de rey.

Aunque a decir verdad yo no había ido a Cannes a disfrutar de unas más o menos plácidas vacaciones. Yo había ido a Cannes porque sabía que justo en el centro de La Croissette, a mitad de camino entre los hoteles Carlton y Majestic, se alzaban las elegantísimas oficinas de La Maison Mantelet.

Ferdinand Mantelet o Monsieur Mont-Blanc — que por ambos nombres solía mencionarle- se había convertido en uno de los principales protagonistas del diario de Andoni El Dibujante, quien admitía haberse reunido con él en más de diez ocasiones durante sus años de plena actividad terrorista.

Y es que aquel astuto francés nacido en Suiza, corredor de fincas de reconocido prestigio e intachable reputación, había sabido ganarse la confianza de El Dibujante, hasta el punto de convertirse en el encargado de invertir un amplio porcentaje del dinero que se obtenía de los secuestros y la extorsión a empresarios vascos, en la compra, venta y alquiler de lujosas villas en la Costa Azul y el Principado de Mónaco.

Sabido es que las autoridades de la región han procurado desde siempre que las grandes fortunas del mundo se acaben instalando pronto o tarde en su hermosa franja costera, y por ello jamás se han mostrado excesivamente meticulosas a la hora de investigar el origen del dinero de todos aquellos que manifiestan interés por invertir grandes sumas en uno de los lugares más privilegiados del planeta.

Dictadores argentinos, tiranos africanos, narcotraficantes colombianos, mafiosos italianos y políticos corruptos de las m s diversas nacionalidades, abren sus ventanales cada mañana a las tranquilas y luminosas aguas mediterráneas, acuden a los más exclusivos restaurantes en sus fastuosos Rolls-Royce, atracan sus pretenciosos yates en las docenas de puertos deportivos del litoral o despilfarran su pringoso dinero en los casinos, convencidos de que mientras no se dediquen a atracar turistas a punta de navaja, ningún polizonte les buscar problemas.

Viejas fortunas de rancio abolengo o nuevos ricos que construyeron su imperio honradamente, se codean no obstante con traficantes de armas y especuladores sin escrúpulos, demasiado a menudo incluso en torno a la misma mesa, sin que nadie sea capaz de determinar en qué lado de esa mesa se sienta un genocida balcánico y a qué lado un pintor genial o un realizador cuya obra quedar para siempre en la historia del cine.

La Costa Azul siempre será la Costa Azul aunque sus gigantescas piscinas reúnen en ocasiones corrupción y mierda, y por lo tanto me veía obligada a admitir que Lautaro Céspedes había demostrado ser muy astuto a la hora de llegar a la conclusión de que el mejor lugar para esconder dinero ensangrentado era allí donde esa clase de dinero abunda.

Y a la hora de trapichear con semejante tipo de dinero, nadie se las ingeniaba mejor que el taimado Ferdinand Mantelet.

Penetrar en sus inmensas oficinas y extasiarse ante la contemplación de las magníficas fotografías, las cuidadas maquetas y los meticulosos planos de las villas y palacios que se encontraban a la venta constituía a mi modo de ver un placer semejante al de penetrar en alguno de los más bellos museos del mundo, con la diferencia de que allí el visitante podía convertirse de inmediato en propietario de una de aquellas fastuosas obras de arte.

Todo en La Maison Mantelet era en verdad un monumento al buen gusto y un homenaje al refinamiento m s sofisticado, lo cual no significaba que no estuvieran dispuestos a venderle una de aquellas delicadas joyas a un emperador africano que se hubiera comido el corazón de sus enemigos políticos, o a un narco sospechoso de haber asesinado a veinte policías en Medellín.

Los negocios son los negocios, solía decir. Y por desgracia hay más gente con exceso de dinero que con exceso de gusto. A la hora de solicitar una entrevista con el casi inaccesible monsieur Mont-Blanc mencioné de pasada los nombres de Jack Corazza indicando que me hospedaba en el yate de Hans Preyfer, y me presenté a la cita con tres minutos de retraso pero tan absolutamente deslumbrante que yo misma me piropeaba al verme reflejada en un espejo.

No obstante, en el momento de tomar asiento frente a Ferdinand Mantelet, descubrí, desolada, que me prestaba la misma atención que le podría haber prestado a un viejo lord inglés o a un fabricante de coches japonés.

— Si me proporcionara alguna idea de qué es lo que tiene en mente y en qué banda económica desea moverse, me facilitaría mucho las cosas, ya que disponemos de una amplia gama de posibilidades y.

— Ni tengo ideas preconcebidas, ni existe banda económica de ningún tipo — le interrumpí-. Deseamos invertir en La Riviera, y si lo que ofrece nos interesa no existe limitación alguna en lo que se refiere al dinero.

— Entiendo… — replicó cambiando levemente de actitud-. Por lo que puedo colegir es usted sudamericana.

— ¡Exactamente!

Meditó unos instantes, como si la constatación de mi supuesto origen le aclarara infinidad de dudas, y al poco pulsó un botón para solicitar la inmediata presencia de alguien.

— Mi asistente personal se ocupar del tema y le enseñar lo mejor que tenemos — señaló.

En cuanto su asistente personal hizo acto de presencia y me dirigió la primera mirada comprendí que la aplastante sensación de fracaso que había experimentado ante el gélido recibimiento de Ferdinand Mantelet, se trocaba de inmediato en triunfo.

Tendría poco más de cuarenta años, el cabello castaño, inquisitivos ojos verdes, un mentón firme y decidido, y una boca grande y ansiosa.

Me desnudó con la mirada.

Mi experiencia es ya larga; podría añadir que casi excesiva, pero en pocas ocasiones me he sentido tan deseada como aquella mañana en aquel elegantísimo despacho.

— Mademoiselle Monet es actualmente nuestra vicepresidente ejecutiva y goza de mi total confianza, hasta el punto de que sus decisiones equivalen a las mías.

Mademoiselle Monet poseía una voz grave y profunda, unas manos grandes, huesudas y posesivas y un insaciable apetito sexual en cuanto hiciera referencia a sonrosados pezones y pieles muy tersas.

¿Lesbiana?

Siempre he considerado que en mi relación con doña Adela no llegué a comportarme como una auténtica lesbiana. Fui más bien una víctima.

Pero en lo que se refiere a Didí Monet no tengo excusa. Desde el primer momento comprendí que el éxito o el fracaso de mi misión dependía de ella, y acepté el juego.

Al día siguiente me llevó a visitar la mansión de una vieja estrella de Hollywood recientemente fallecida que se había puesto en venta en Cap-Ferrat, y en cuanto pusimos el pie en el inmenso dormitorio blanco presidido por la mayor cama de baldaquines que se haya construido nunca, nos miramos a los ojos, nos desnudamos ceremoniosamente la una a la otra e hicimos el amor allí donde probablemente tantas actrices famosas de la época dorada del cine lo habían hecho.

Didí era una experta.

No una vulgar comecoños que tan sólo busca satisfacerse a sí misma, sino una sofisticadísima mujer que adoraba a las mujeres, y que por lo tanto sabía muy bien cómo tratarlas.

No se lanzó sobre mí como un perro sobre su hueso, sino que me envolvió en un mórbido ambiente de susurros, besos y suaves caricias, preparando el terreno con la paciencia y la dedicación con que un verdadero artista prepara los pinceles y las pinturas mucho antes de decidirse a ensuciar el lienzo con un simple trazo.

Cuando al fin llegó a donde se había propuesto llegar, yo hacía tiempo que estaba deseando que llegara.

¿A qué viene negarlo?

¿De qué me serviría mentir en estos momentos?

Disfruté como hacía mucho tiempo que no disfrutaba.

Bebió de mi fuente, que se mostró en esta ocasión especialmente generosa, y al mismo tiempo bebí yo de la suya sin empacho, sabiendo lo que hacía y sintiéndome feliz por lo que estaba haciendo.

Continúo sin considerarme una lesbiana.¡Ni tan siquiera bisexual. Pero admito que en muy determinadas ocasiones. Y con muy concretas personas… Didí era una de ellas. Era ella. Incluso me atrevería a insinuar que a mi modo de ver todas las mujeres deberían mantener al menos una vez en la vida una relación tan turbadora como la que mantuve con Didí Monet, aunque comprendo que no debe resultar en absoluto sencillo que te seduzcan en la cama del dormitorio principal de una mansión valorada en millones de dólares.

En los días que siguieron visitamos media docena de mansiones semejantes y en todas ellas se repitió una escena que se prolongaba hasta que la noche se extendía sobre el mar, y la costa se convertía en una auténtica guirnalda de luces de infinitos colores.

Ya satisfechas acudíamos a cenar a Le Moulen de Mougens, La Palm d'Or o Felix, algunas noches jugábamos un rato en el casino del hotel Carlton, y por último nos encerrábamos en la coqueta villa que Didí tenía en las cumbres de Grasse.

Pocas veces me he esforzado para que una persona se enamore de mí, pero en esta ocasión puse todas mis cartas sobre el tapete y acabé consiguiéndolo.

El día en que le comuniqué que Hans Preyfer venía a verme, a punto estuvo de darle un ataque de apoplejía. La sola idea de que un hombre me pusiera la mano encima la desquiciaba.

Nunca he visto a una mujer tan fuera de sí. Y siendo en todo tan exquisita, tan vulgar.

— ¿Acaso me crees capaz de meter la lengua donde un cerdo haya metido la polla? — me espetó encolerizada.

La buena señora de la mesa vecina dio un respingo.

— Escucha — susurré esforzándome por tranquilizarla-. Tú tienes tu propia vida y yo la mía. Hemos coincidido en un punto y admito que nuestra relación es maravillosa, pero no puedes borrar mi pasado de un plumazo. Aún no sabes nada de mí, ni yo de ti, y hasta cierto punto es bueno que así sea.

— Yo quiero saberlo todo sobre ti — replicó nerviosamente-. Y en cuanto a mí no hay mucho que contar. Admito que he conocido a muchas mujeres, nunca sentí por ninguna lo que siento por ti.

No me interesaba en absoluto lo que sentía por mí, pero sí hasta qué punto estaba al tanto de los negocios sucios de Ferdinand Mantelet, por lo que me vi obligada a derrochar mucho tacto y paciencia para conseguir que al fin admitiera que desde hacía ya algún tiempo era ella quien en realidad manejaba la empresa.

— Ferdinand tiene dos grandes problemas: el juego, y la impotencia — señaló-. No me atrevería a asegurar si fue el hecho de volverse impotente lo que le empujó a jugar como un poseso, o si fue la obsesión por el juego lo que le hizo perder todo interés por el sexo, pero lo cierto es que si no le freno nos llevaría a la ruina. Y en nuestro caso, la ruina significaría un final terrible.

— ¿Por qué razón? — quise saber-. Aunque Mantelet quebrase no tendrías problemas. Conoces tu trabajo y.

Me interrumpió tomándome la mano y llevándosela amorosamente a los labios, cosa que a punto estuvo de producirle un soponcio a nuestra ya escandalizada vecina de mesa, y mirándome fijamente a los ojos, musitó:

— La mayor parte de nuestros clientes no admiten bromas en lo que se refiere a su dinero. Si lo perdiéramos nos rebanarían el pescuezo. Yo lo sé y me preocupa, pero últimamente a Ferdinand parece no importarle.

— En ese caso… — señal‚ en tono de profunda inquietud-. Quizá ser más prudente que mantengamos nuestra relación dentro de unos límites estrictamente personales — bajé instintivamente la voz-. Quienes me confían su dinero tampoco son de los que se resignan a perderlo.

— Eso puede arreglarse — me tranquilizó-. Soy yo quien controlo las transacciones y sé cómo hacerlo.

— Tendrás que convencerme o no habrá trato-le hice notar-. Como comprenderás no puedo arriesgarme a que tu jefe se juegue el dinero de mi gente. Me gustaría disfrutar de ti muchos años.

¡Bendita frase!

Le llegó al alma. La conmovió hasta el punto de que casi se le saltan las lágrimas. Estaba enamorada!

Al cabo de un tiempo comenzó a explicarme con todo detalle cómo funcionaba el entramado de la compleja maquinaria que el meticuloso Monsieur Mont-Blanc había sido capaz de crear a lo largo de treinta años con exclusivo propósito de conseguir blanquear ingentes sumas de dinero.

El punto culminante de su confesión y su indiscutible prueba de amor sin límites se concretó la noche en que me introdujo en su baño, corrió el enorme espejo que cubría la pared del fondo y me mostró con gesto de triunfo el ordenador personal y los disquetes que contenían una copia de la práctica totalidad de la información que se guardaba en La Maison Mantelet de La Croissette.

Se trataba de gente muy lista. Condenadamente lista, justo es reconocerlo. Quizá los mas listos, junto con Jack Corazza, que he conocido. Quien compra oro, sabe de antemano el valor de ese oro; quien vende dólares conoce la cotización de esos dólares, y quien invierte en acciones puede leer cada mañana lo que han subido o bajado esas acciones. Sus márgenes de pérdidas o beneficios fluctuar n casi siempre dentro de unos límites previsibles.

Pero quien pretenda comprar, vender o alquilar un palacete en la Costa Azul, depender siempre de los precios de oferta y demanda que estipulen quienes controlan el mercado, y que están en disposición de subir a las nubes o tirar por los suelos el valor de una propiedad, por el simple procedimiento de revalorizar o desvalorizar la zona.

Lo que hoy vale mil mañana puede valer cien simplemente porque en la finca vecina se acaba de instalar el grasiento, aborrecido y sanguinario hijo del dictador haitiano Papa Doc, o subir a tres mil visto que el nuevo inquilino será el rey de los ordenadores o una estrella del rock.

Nadie se siente plenamente capacitado a la hora de determinar el valor de las estatuas de un jardín, los tapices de un salón, o los cuadros de una biblioteca cuando se encuentran integrados a un estilo arquitectónico muy concreto, y a ello se añade una fastuosa vista sobre la bahía de Cannes o una privilegiada ubicación en Cap Ferrat, al borde del mar y con atraque privado incluido.

Quien decide es quien intervendrá a la hora de comprar o vender.

Juez y parte, La Maison Mantelet y su cohorte de empresas asociadas configuraban un exclusivo gremio de tendencias mafiosas que en lugar de con drogas o con armas traficaba con piscinas rodeadas de preciosos jardines, y en sus manos el dinero negro parecía convertirse en semillas de algodón, ya que cuantos más excrementos tuviera la tierra en que se ocultaban, más blancos y compactos florecerían los copos a la hora de la cosecha.

— Cada uno de nuestros clientes importantes no es más que un número en clave en el ordenador central de la compañía. Por ese número sabemos cuáles son sus propiedades, cuánto renta cada una de ellas y si está o no en disposición de venderlas. Por último, otro programa de ordenador, al que no tenemos acceso más que Ferdinand y yo, determina a quién corresponde en realidad cada número en clave, así como en qué banco y en qué cuenta se deben ingresar los beneficios de cada ficha.

— Parece bastante seguro siempre que nadie se dedique a jugarse parte de ese dinero — admití-.

Pero en realidad lo que mis amigos necesitan es hacer aflorar sumas muy importantes.

— No hay problema… — sentenció-. Tus amigos pueden comprarnos una finca que valga diez millones de dólares y dentro de unos meses nosotros mismos nos encargamos de que un jeque árabe que se ha encaprichado con ella se la recompre por el doble.

— ¿Realmente puedes hacer eso?

— ¡Desde luego! Tenemos en nómina media docena de caprichosos jeques árabes que se prestan a ello. Suelen ser parientes lejanos de auténticos príncipes, y la mayoría disponen de pasaportes diplomáticos que facilitan los trámites.

— Nunca se me hubiera ocurrido! — admití.

— Ya te advertí que estamos muy bien organizados — puntualizó con una leve sonrisa de superioridad-. Si por el contrario, un cliente lo que desea es evadir impuestos, nos compra una mansión que al cabo de un tiempo decide vender a toda prisa puesto que está pasando por un mal momento de liquidez. En ese caso le enviamos a uno de nuestros halcones que aparentemente abusa de su delicada situación. Sin embargo, a la hora de declarar a Hacienda puede demostrar que su patrimonio ha sufrido un brutal descalabro. ¿Has jugado alguna vez al Monopoly?

— De niña.

— Pues nosotros también jugamos, pero con casas, calles y hoteles de verdad. La diferencia estriba en que no gana quien m s dinero consigue acumular, sino quien mejor se desenvuelve en el complejo laberinto legal.

— ¿Y te gusta participar en ello?

— ¿Gustarme…?¡Me chifla!

Le chiflaba, en efecto, puesto que sin duda aquel juego le permitía sentirse influyente y poderosa; con un estilo de influencia y poder típicamente masculinos, lo que le facilitaba enormemente la tarea a la hora de conquistar a una mujer, puesto que no existía nada en este mundo que satisfaciera más el profundo ego de Didí Monet, que el hecho de quitarle la novia a un cabronazo.

Su relación con los hombres, no era, como suele suceder con otro tipo de lesbianas, de asco o desprecio, sino m s bien de abierta rivalidad en todos los terrenos, y creo tener razones para suponer que cuando alguna que otra vez se iba a la cama con uno de ellos, el choque debía ser en verdad de los que levantan chispas.

Era inteligente.

Muy inteligente.

Más que la mayoría de los hombres. Pero al igual que a ellos, también le perdió el sabor de mi entrepierna.

Recuerdo que en cierta época tuve un amante ocasional — bastante bueno por cierto, si la memoria no me falla- que me confesó muy seriamente que había tenido relaciones con mujeres más hermosas que yo, más inteligentes que yo, e incluso más expertas que yo, pero jamás, en toda su vida, había conocido a nadie que tuviera un sexo tan limpio, sonrosado, sabroso y perfumado como el mío, y aunque me está mal el decirlo y honradamente no me sienta en disposición de emitir un juicio justo, algo debe de haber de cierto en ello, puesto que debo admitir sin presunción de ningún tipo, que cuantos descendieron hasta él jamás volvieron a levantar cabeza.

Nunca me he tenido por mujer especialmente apasionada, y ni tan siquiera me considero poseedora de una técnica amatoria digna de ser tenida en cuenta, y por lo tanto si tanta gente se ha empeñado en empujarme una y otra vez a una cama, en ese lugar tan íntimo y tan concreto se debe ocultar probablemente el secreto de mi éxito.

Lo cual no es óbice para que en ciertas ocasiones me haya considerado más bien un helado de pistacho que una auténtica mujer.

Bromas a un lado, lo que s¡ es cierto es que la posesiva y en cierto modo despótica Didí Monet acabó por convertirse en cera entre mis dedos, y no quedó un solo secreto que yo quisiese conocer que no estuviese dispuesta a revelarme con tal de que fuera espaciando cada vez más mis encuentros con Hans Preyfer.

En cierta ocasión leí que la resistencia de ciertos gobiernos a elevar a cargos de alta responsabilidad a homosexuales, no se basa en el hecho de que duden de su capacidad o su honradez, sino en la constatación histórica de que son mucho m s proclives que los heterosexuales a contar a sus parejas lo que no deben contar.

Dudo que un hombre hubiera sido nunca tan explícito e inconsciente como lo fue Didí conmigo. Dudo que ni el más pagado de sí mismo se hubiese esforzado tanto por deslumbrarme con sus revelaciones. Dudo que ni el más machista hubiese dado tan abundantes y ridículas pruebas de desaforado machismo.

Se consideraba a sí misma mucho más inteligente que la inmensa mayoría de los hombres, pero al resto de las mujeres nos consideraba más estúpidas que el más estúpido de los hombres, lo cual en cierto modo me ofendía.

Pagó caro su error.

Muy, muy caro.

Yo, que tantísimos errores he cometido, suelo obligar a pagar un precio muy alto a quienes caen en ellos en mi presencia, y aunque me consta que no debiera comportarme as¡, puesto que la mayor parte de las veces soy yo quien les induce a cometerlos, es algo que nunca he podido ni he querido evitar.

Alguien más generosa de lo que he sido nunca, habría aceptado que el amor debe considerarse un atenuante digno de ser tenido en cuenta, pero triste resulta reconocer que ni por un segundo me detuve a sopesar las razones por las que Didí Monet hizo lo que hizo.

Tenía miedo a perderme. Tenía pavor a no volver a escuchar mi voz. Le aterrorizaba la idea de no aspirar cada mañana mi perfume.

Y prefería la muerte antes que dejar de saborear mi saliva cada noche. Me juró una y mil veces que bajaría cantando a los infiernos si bajaba cogida de mi mano. Y que ardería feliz entre sus llamas si ardía a mi lado.

¡Cretina!

¿Tanto poder tiene un coño por muy limpio, sonrosado, sabroso y perfumado que pueda parecer?

Me cuesta aceptarlo.

Aunque se trate del mío.

Los expertos en espionaje industrial aseguran que los secretos que un amante no confiese durante el primer mes de relaciones, no los confesar jamás, puesto que ya para entonces ha comenzado a decaer su interés por deslumbrar a su pareja, pero no obstante en mi relación con Didí no ocurrió así, ya que transcurrió mucho tiempo antes de que consiguiera averiguar la mayor parte de lo que me interesaba saber.

Al mes de conocerla tenía libre acceso a su casa y su despacho, había conseguido hacerme con un duplicado de todas sus llaves y me sabía de memoria la combinación de su caja fuerte. Sin embargo, desentrañar los códigos de acceso a su ordenador personal y la clave de entrada al archivo central de La Maison Mantelet me exigió casi medio año de una labor solapada y meticulosa; sin lugar a dudas la más compleja y delicada a la que me haya enfrentado jamás, y de la cual aún hoy me siento particularmente orgullosa.

Pero al cabo de ese tiempo lo había conseguido, me sentía de igual modo capaz de falsificar su firma sin que ni el mejor calígrafo descubriera el engaño, y en diez minutos me las ingeniaba para peinarme y maquillarme de tal forma que a cierta distancia se nos pudiera confundir.

¡Me entusiasma ese tipo de trabajo!

Me fascina la delicada labor de ir adelantando sigilosamente mis piezas buscando acorralar al enemigo para acabar con él cuando menos se lo espera, aunque sé muy bien que cuando menos se lo espera suele ser casi siempre, ya que por lo general mis víctimas ni siquiera sospechan que intento acorralarlas.

Abandoné a Hans Preyfer, me establecí en su casa, y nos convertimos en lo que viene a llamarse una pareja de hecho, con lo que el día en que al fin pude descubrir dónde se ocultaba y cómo funcionaba el resorte que permitía correr el gran espejo de la pared del fondo del baño, lo que daba acceso a la pequeña estancia en la que guardaba su archivo privado y los disquetes, tuve necesidad de sentarme en la taza del retrete para observar tan hermoso panorama con absoluta paz y serenidad.

Era como si acabara de atravesar el desierto y me encontrara haciendo pis en el mismísimo corazón de la cueva de Alí Babá. Didí Monet guardaba la mayor parte de sus valiosísimas joyas en una caja fuerte que se ocultaba tras el cuadro que aparecía colgado justo sobre su cama, de tal forma que el más inexperto ladrón conseguiría apoderarse de ellas, pero desentrañar los misterios de aquel maldito escondite resultaba increíblemente complicado, lo cual significaba que los disquetes le importaban infinitamente m s que unas joyas que dejaba casi a la vista como cebo.

Y además resultaba evidente que jamás se le hubiera ocurrido engalanarme el cuerpo con disquetes, mientras que con frecuencia me cubría literalmente de joyas.

Me obligaba entonces a tomar asiento en el alto sillón con aspecto de trono que se alzaba al fondo de su enorme dormitorio, me suplicaba que entreabriera levemente las piernas, y tras espolvorearme cocaína sobre el pubis, gateaba lentamente recreándose en el hecho de avanzar hacia mí centímetro a centímetro.

Era lo que ella solía llamar: esnifar una raya en la raya.

Admito que en ocasiones resultaba excitante. A veces ridículo, y a veces excitante. Y eso era algo que tan sólo dependía de mi estado de ánimo.

Algunas noches estaba deseando que alcanzase un objetivo, que no era otro que introducir con su lengua un poco de cocaína en mis partes más íntimas, lo cual me provocaba un brutal orgasmo, pero otras noches lo que en verdad me apetecía al verla de rodillas y babeante, era propinarle una coz en los morros.

Supongo que debe ser una reacción lógica cuando la relación que mantienes con una determinada persona no es de auténtico amor, y resulta evidente que yo jamás amé a aquella guarra.

No obstante, para Didí, que estoy convencida de que sí me amaba casi hasta la desesperación, semejantes ceremonias en las cuales también se abusaba del alcohol, parecían catapultarla a los cielos, enardeciéndola en un frenesí tan desmadrado, que al cabo de un par de horas quedaba como muerta — quiero creer que deshidratada de tanto sudar-, hasta el punto de que no había forma de que recuperara la conciencia ni aun prendiéndole fuego a la casa.

En aquellos momentos, con la caja fuerte abierta de par en par, su agenda sobre la mesa, las llaves en el bolso y un cuerpo inanimado despatarrado sobre la alfombra del dormitorio, podía hacer cuanto me viniera en gana, de tal forma que me encerraba en el cuarto de baño, corría el panel, tomaba asiento ante el ordenador y me concentraba en descifrar hasta el más mínimo secreto de La Maison Mantelet.

Fue por aquel entonces cuando me tropecé con el sobrenombre de Martell ligado a enormes sumas de dinero, aunque en ninguna parte se mencionaba nada sobre su origen, su nacionalidad o la procedencia de tan cuantiosa fortuna.

Y me vino a la memoria que en su personalísimo diario de tapas de hule, Andoni El Dibujante hacía una vaga referencia a un tal Martell, relacionándolo con un etarra apodado Xangurro.

A veces me asalta la sospecha de que Xangurro se ha vendido a Martell, pero esa es una acusación tan grave, que, tanto si resulta cierta como si fuera falsa, me costaría la vida.

Eso era todo: ni una nota de aclaración, como si la sola mención de Martell fuera más que suficiente. En lo que se refería al resto de los negocios de La Maison Mantelet fui consiguiendo desentrañar, eso sí con la paciencia y la constancia de un camaleón aragonés, el impresionante volumen de inversiones que movía, la cantidad exacta de propiedades que gestionaba, los nombres de los funcionarios a los que corrompía, los números de las cuentas secretas con los que trabajaba, e incluso la identidad de la mayor parte de misteriosos inversores.

También llegué a saber quiénes eran algunos de los ancianos jubilados que malvivían en cualquier asilo del mundo ignorando que figuraban como propietarios de fastuosos palacios repletos de cuadros de Picasso o de Cezanne, así como la filiación de los parados griegos cuya documentación se manipulaba como si se tratara de armadores multimillonarios.

Justo es reconocer que el curioso entramado de aquella compleja organización podría ser considerado una auténtica obra de arte en lo que se refiere a ingeniería financiera.

Lo mismo servía para aflorar dinero negro que para evadir impuestos. Y lo mismo servía para ocultar una exorbitante fortuna, que para aparentar que se tenía más de lo que en realidad se poseía.

Existían fincas duplicadas. Es decir, fincas que aparecían registradas con el mismo nombre y la misma dirección, pero en unos casos apenas valían nada, y en otros una auténtica fortuna.

La extensión de terreno solía ser la misma en ambas, y se encontraban casi siempre en términos municipales limítrofes, pero una de ellas no era más que una mísera finca rústica provista de una cochambrosa casa de campo, mientras que la otra albergaba un auténtico palacete rodeado de jardines, piscinas, cascadas e incluso pequeños campos de golf.

La razón de tal duplicidad se debía a que siendo La Riviera una zona tan accidentada, con docenas de carreteras secundarias y caminos vecinales que se perdían entre bosques y barrancos, a la hora de la verdad se podía conducir a los visitantes a una u otra según conviniera, puesto que los auténticos catastros habían sido previamente apañados.

Un trabajo de chinos. Un estudiadísimo encaje de bolillos minuciosamente diseñado. Tanto más perfecto por el hecho de que contaban con la colaboración de la mayor parte de quienes se suponía que tenían la obligación de desbaratarlo.

Pero estaba claro que mientras se continuara construyendo, invirtiendo y revalorizando terrenos, poco o nulo interés se tenía en sacar a la luz pequeñas irregularidades administrativas que no venían al caso.

Una vez más La Corrupción, aunque en esta ocasión con mayúsculas.

¿Me he referido ya a la corrupción?

Creo que sí.

Imagino que sí, puesto que en los tiempos que corren resulta muy difícil escribir tanto como creo haber escrito en estos días, sin hacer mención al peor de los males que afectan a nuestra sociedad.

Todo el mundo engaña, todo el mundo roba, todo el mundo se deja sobornar, pero también todo el mundo pretende continuar aparentando que es sincero, honrado e insobornable.

Únicamente yo acepto que he sido incendiaria, prostituta, lesbiana, drogadicta, ladrona y asesina. Aunque nadie pueda acusarme de corrupta. Corrompida tal vez, pero nunca corrupta.

¿Por qué me gusta tanto jugar con las palabras?

Tan sólo son palabras.

Los hechos; los verdaderos hechos; los dramáticos hechos se centran en los meses que necesité para procurarme una copia alterada a mi gusto de todos y cada uno de los disquetes del archivo privado de Didí Monet.

Dupliqué luego esas copias alteradas, y la mañana de un domingo de finales de mayo en que se corría el Gran Premio de Montecarlo momento en que me constaba que no quedaría un alma en ellas, penetré en las oficinas de La Croissette con toda la tranquilidad que me confería contar con un juego de llaves, desconecté las alarmas, sustituí toda la información de los ordenadores por las copias alteradas, y me volví a marchar llevándome conmigo los disquetes auténticos y el núcleo básico del archivo central.

Hice un paquete con todo ello y me lo envié a mi nombre a la lista de correos de Roma.

Cuando a última hora de la tarde Didí regresó de Montecarlo, le insinué que me apetecía jugar a la raya en la raya, a condición de que en esta ocasión fueran dos las rayas en las rayas.

¡Qué puta puedo llegar a ser cuando me lo propongo!

¡Qué redomadamente viciosa!

Casi tanto como pudiera serlo la propia Didí.

Se puso de alcohol y coca hasta las cejas y a punto estuvo de quedárseme muerta entre los brazos. Me constaba que hasta bien entrada la tarde no recuperaría la conciencia, pero desde las nueve en punto de la mañana, desde el momento mismo en que abrieron los bancos, me senté ante el teclado del ordenador personal de la vicepresidenta ejecutiva de La Maison Mantelet y comencé a emitir órdenes de traspaso.

¡Dios, la que organicé!

Prepararlo todo hasta el último detalle me había exigido meses de ímprobo trabajo y casi absoluta dedicación, pero gracias a los nuevos sistemas informáticos y a la increíble rapidez de las telecomunicaciones actuales, la ejecución física del plan apenas requirió un par de horas de esfuerzo.

Millones de dólares, francos, libras y marcos pasaron de una cuenta a otra como si fueran judías y garbanzos que estuviera trasvasando de un bote a otro en la cocina.

Mansiones que valían fortunas se quedaron momentáneamente sin dueño, mientras que otras pasaban a manos de instituciones benéficas, o a las de quienes durante años habían sido sus propietarios sin sospecharlo.

Mi cuenta de Ginebra se vio engrosada en una cantidad astronómica, pero que apenas significaba un porcentaje mínimo de lo que estaba colocando en docenas de cuentas que había abierto previamente en muy diversos paraísos fiscales a nombre de sociedades ficticias.

Fue un golpe perfecto, y a menudo pienso que cuanto aconteció aquella increíble mañana de mayo justifica toda mi vida anterior, asesinatos incluidos. El solo hecho de imaginar la cara que se les iba a quedar a docenas de hijos de puta en el momento de descubrir que sus millones habían desaparecido como si se los hubiera engullido un sumidero, me hacía saltar de gozo.

¡Dios bendito! Qué empacho de poder!

¡Y que inconciencia…!

Siempre he sabido que estoy loca, pero ese día mi locura se convirtió en auténtico frenesí. Ni siquiera me detuve a meditar en el hecho de que me estaba buscando docenas de enemigos. Y enemigos francamente peligrosos. Aunque yo sabía muy bien que ninguno de ellos llegaría a averiguar nunca quién les había jodido con tanta limpieza.

Y es que Serena Andrade estaba a punto de diluirse en el aire.

A las once de la mañana y después de haberlo dejado todo perfectamente limpio y recogido, abandoné la casa llevándome los disquetes que contenían la información válida y dejando en el baño los que ya no servían para nada, tomé un taxi que me condujo a Niza, y me embarqué en el avión de las dos de la tarde que se dirigía a Roma.

Sobre la enorme cama había dejado una escueta nota:

Me voy a casar. Te quiero. Hasta nunca.

Tenía muy clara cuál sería la reacción de Did¡ en el momento de leerla. Tras el primer momento de desesperación, optaría por echarse al cuerpo una larga raya de coca, y casi de inmediato apuraría hasta el fondo el coñac que había quedado en la copa que yo me había servido la noche antes, y que descansaba aún sobre la mesilla de noche.

Con la boca pastosa aún por la resaca, ni siquiera advertiría que su sabor no era el mismo de siempre y si lo advertía, ni tan siquiera se le pasaría por la mente la macabra idea de que antes de irme había disuelto en el coñac media docena de sus pastillas para dormir.

Drogas, alcohol y barbitúricos nunca deben mezclarse. En especial cuando tu amante te ha abandonado para casarse. Fue por ello, y a la vista de mi nota, por lo que la policía no dudó un instante a la hora de dictaminar que se trataba de un evidente caso de suicidio.

Cuando dos días más tarde Ferdinand Mantelet se dio cuenta del irremediable desastre que su desesperada vicepresidenta ejecutiva había provocado poco antes de desaparecer del mundo de los vivos, arruinando por completo a la compañía, tomó la sabia decisión de pegarse un tiro en la boca.

Las autoridades locales aterrorizadas por la pésima imagen que iban a dar al mundo con respecto a la forma en que habían permitido que funcionaran las cosas, y evitando en lo posible verse implicadas en el tremendo escándalo, optaron por echarle tierra al asunto.

Oficialmente se hizo correr la voz de que se había tratado de un desgraciado conflicto pasional entre compañeros de trabajo.

El pequeño detalle de que Ferdinand Mantelet fuera impotente y Didí Monet lesbiana carecía según ellos de relevancia. Nadie hizo la más mínima mención a la espectacular sudamericana con la que la difunta había estado compartiendo su vida durante casi un año y que al parecer había sido el factor desencadenante de tan terrible tragedia, pero es que existían pruebas irrefutables de que Serena Andrade había partido rumbo a Italia horas antes de que aquella pobre infeliz tomara tan drástica decisión.

¡Oh, el amor!

¡A qué extremos nos puede conducir una pasión desenfrenada!

Medité profundamente sobre todo ello mientras volaba sobre el Mediterráneo, y al día siguiente, a las pocas horas de haber puesto el pie en Roma me compré un Ferrari.

En ocasiones la mejor forma de pasar desapercibido es llamar la atención. Y una magnífica forma de llamar la atención es comprarte un Ferrari, usarlo una semana, viajar en el hasta Nápoles, llevarlo al taller para que le hagan una revisión rutinaria y no volver a buscarlo.

Si una estúpida turista que no duda en exhibir públicamente valiosísimas joyas y fajos de billetes deja su Ferrari en un taller de Nápoles y jamás vuelve a por él, lo más probable es que su cuerpo aparezca pronto o tarde en el fondo de la bahía.

Mientras tanto, una humilde provincianita visiblemente embarazada y que no cargaba más equipaje que una triste maleta de cartón, tomaba un discreto tren y desaparecía de Nápoles rumbo al norte.

Seguía fiel al manual de Hazihabdulatif Al-Thani.

Haz siempre lo contrario que se supone que harás.

Pasé cuatro meses en la Suiza italiana viviendo en una perdida aldea, gastando lo menos posible, y convenciendo a los cariñosos propietarios de la pensión en que me hospedaba que intentaba recuperarme de un intento de suicidio motivado por un desgraciado desengaño amoroso.

Y es que cuando se cuenta con un currículum como el mío toda precaución es poca. Durante aquel apacible verano engordé ocho kilos y me dediqué a elegir con todo cuidado la ropa que destacara aún más dicha gordura.

Luego me corté el pelo y me lo teñí de una suave tonalidad rojiza, por lo que puedo asegurar sin miedo a equivocarme que si en esos momentos le hubiera servido un café, mi propia madre no me hubiera reconocido.

Las mujeres tenemos infinitamente más posibilidades de cambiar de apariencia que los hombres.

La muchachita sucia, sudorosa, fondona y marimacho que con la llegada de las primeras nieves abandonó Suiza rumbo al norte, nada tenía en común con la sofisticada Serena Andrade, o cualquiera de las otras personalidades por las que hubiese podido ser conocida anteriormente.

En mi fuero interno estaba íntimamente convencida de que nadie me buscaba, pero aun así quería ponérselo difícil a quien quiera que lo intentara.

Ahora, cuando el tiempo, que es el único juez fiable, ha dado ya su veredicto, reconozco que en el fondo de mi alma estaba deseando que alguien me buscara, puesto que ello me indicaría que de algún modo significaba algo para alguien.

Si la policía me seguía la pista no tendría más remedio que admirarse por mi astucia, interesándose cada vez más, para bien o para mal, por mi persona.

Pero si esa misma policía ignoraba por completo mi existencia, carecía de espectadores, y todos mis esfuerzos por despistarla no constituían más que soberanas estupideces.

Era, lo admito, un doble sentimiento difícil de explicar.

Por un lado me enorgullecía haber sido lo suficientemente astuta como para haber conseguido permanecer en el más absoluto anonimato. Por otro lado, me molestaba haber llegado tan lejos para continuar en ese mismo anonimato.

Cuando me detenía a reflexionar sobre ello tomaba conciencia de que en aquellos momentos mi peor enemigo era mi propia soberbia.

Nadie a mi edad había dejado tras de sí tantos cadáveres y había conseguido apoderarse de tanto dinero de tanta gente tan peligrosa sin dejar la más mínima huella. Eso quería decir a mi modo de ver que nadie era tan inteligente como yo. Y nadie más escurridiza. Pero únicamente yo lo sabía.

Recuerdo que una tarde ascendí hasta la cima de una enorme montaña para gritar a voz en cuello:¡Los he jodido a todos…! pero curiosamente aquella solitaria montaña por no tener ni siquiera tenía eco, y mi desesperada proclamación de victoria fue arrastrada por el viento más allá de las nubes.

Constituye una desagradable experiencia el hecho de sentarte sobre una roca en lo alto de una perdida cumbre de los Alpes, y comprender que, hagas lo que hagas y te comportes como te comportes, los únicos que te prestan atención son los espíritus de tus víctimas.

Aquellos a los que mandé ejecutar se me aparecen en sueños y me preguntan… ¿Qué te he hecho, si jamás llegamos a conocernos? ¿Qué te hicieron mi mujer, o mis hijos? ¿Qué error cometí para que mi vida se interpusiera en el camino de la libertad de tu pueblo?

No consigo responder a tales preguntas. Ni en sueños, ni mucho menos despierto. No consigo saciar la justa curiosidad de los muertos para que de ese modo puedan emprender al fin el camino que les lleve a la eternidad, y a veces temo que esa inquietante ignorancia me acompañar hasta más allá de la tumba.

Sin llegar a la altisonante desesperación que con excesiva frecuencia rezumaba el diario de Andoni El Dibujante, también yo me enfrentaba a planteamientos semejantes, e incluso creo recordar que en cierta ocasión fue el propio Andoni quien irrumpió en mis sueños, aunque se limitó a mirarme sin pronunciar palabra.

Curiosamente, de todos mis fantasmas personales, el más incordiante fue siempre a mi entender el de Didí Monet, y no por el hecho de que se tratara de la única mujer a la que ejecuté, o porque mereciera la muerte menos que los demás, sino porque a decir verdad no me satisfacía en absoluto la forma en que acabé con ella.

Fue un asesinato bastante rastrero, me duele confesarlo. Traición, sobre traición, sobre traición, y engaño final a alguien que había puesto su vida en mis manos.

¡Me amaba.¡Dios, cómo me amaba!

Y ella no tenía la culpa de que el objeto de su amor fuera una persona de su mismo sexo. Supongo que es mil veces más digno entregar tu corazón a alguien de tu propio sexo, que no tener corazón alguno que entregar.

A veces no puedo evitar preguntarme si la razón por la que primero doña Adela y más tarde Didí se volvieron tan locas por mí, se debe a que mi personalidad ofrece un fuerte componente masculino que yo misma ignoro. Si en demasiadas cosas no me comporto como mujer, pero poseo no obstante un hermoso cuerpo de mujer, resulta en cierta forma comprensible que alguien a quien le atraiga físicamente un cuerpo de mujer pero que continúe siendo pese a ello profundamente femenina, se sienta doblemente atraída por mí.

¡Curioso!

¡Muy curioso!

Cuando lleve muchos años aquí encerrada habré conseguido desarrollar un sinfín de seudoteorías freudianas bajo las que enterrar todos mis cadáveres en un inútil intento de que no continúen atormentándome, pero lo cierto es que sé que seguirán ahí, hediendo a muerte, hasta que yo misma me pudra.

Lo peor que tiene el hecho de elegir la soledad como forma de vida, se centra en la evidencia de que no cuentas con más compañía que recuerdos y pensamientos que a la larga se suelen hacer m s repetitivos y obsesionantes que la más charlatana de las suegras.

A los viejos les gusta contar una y otra vez la misma historia, y en eso la conciencia se comporta como un anciano insoportable y machacón, ya que cada mañana me despierta con la misma cantinela con que arrulló mis sueños la noche antes.

Elegí una vez m s la soledad como forma de castigo, pero ni tan siquiera aquellos interminables y aburridos meses que pasé a modo de penitencia en un perdido rincón de los Alpes bastaron para hacerme cambiar de actitud con el fin de replantearme mi futuro.

Había conseguido enriquecerme de la forma más absurda que nadie hubiera imaginado nunca: robando a ladrones y asesinando a asesinos, pero el hecho de ser dueña de una fabulosa fortuna no me producía la menor impresión.

Necesito saber que dispongo de dinero para gastar, pero no necesito saberme rica. Son dos conceptos a mi modo de ver muy diferentes, y que por suerte me alejan del más indigno, abominable y rastrero de los pecados: la avaricia.

Aborrezco a la gente avariciosa.

En cierto modo son como los anoréxicos que a pesar de tomar conciencia de que su estúpida actitud a nada conduce, no consiguen evitar seguir acaparando m s riquezas de las que nunca podrán gastar, hasta que al fin su desesperada ansia de posesión les precipita al abismo.

¿Cuántos políticos, cuántos banqueros, cuántos empresarios o cuántos traficantes de drogas he conocido en estos años que encontrándose ya en la cumbre, continuaban robando y especulando como poseídos de una enfermedad incurable?

¿Cuántos Craxi, Roldán, Conde o Escobar?

Yo puedo haberme emborrachado de soledad, odio y deseos de venganza, pero nunca de avaricia.

Y es que un asesino tal vez alcance a consumir toda la soledad, el odio o la sed de venganza que sea capaz de generar, pero un banquero ladrón o un político corrupto jamás conseguirá consumir todas las riquezas que haya sido capaz de amasar.

Triste es saber que vas a pasar el resto de tu vida en la cárcel por haber matado a aquellos que creías que merecían la muerte, pero mucho más triste debe ser pasarse el resto de la vida en la cárcel por haber enviado a los sótanos de un banco sacos de billetes, o por el dudoso placer de haberte comprado un yate excesivamente grande.

Eran hermanos, portugueses, niño y niña de tres y cuatro años, siempre sucios, siempre hambrientos, siempre muertos de frío. La madre, borracha a todas horas, los mantenía en la calle hasta altas horas de la noche mendigando unas monedas que en cuanto caían en sus manos acababan indefectiblemente en el mostrador de una apestosa taberna, y tras espiar a la infeliz familia durante cinco días, senté a la mujeruca en un parque y le hice una generosa oferta.

Me llevaría a los niños al campo, cuidaría de ellos como si fueran míos, les proporcionaría cuanto pudieran necesitar, y le pagaría una cura de desintoxicación en el mejor centro privado de Francia.

En cuanto me convenciera de que había dejado de beber le devolvería a sus hijos y le entregaría medio millón de francos con los que rehacer su vida en su Alentejo natal.

Me miró como si estuviera loca, pero cuando le puse en la mano diez mil francos para que se instalara en una pensión, bañara a los niños y les comprara ropa, se lo pensó mejor.

Tres días más tarde volvimos a reunirnos en el parque. Era una buena mujer, y cuando se encontraba sobria, una cariñosa madre que comprendía muy bien que por el camino que llevaba, cualquier día la policía le arrebataría a sus hijos para ingresarlos definitivamente en una institución pública.

— ¿Cómo sé que no trata de robármelos? — inquirió.

— No puede saberlo — repliqué-. Pero si fuera esa mi intención me los habría llevado durante las horas que duerme la mona. Y si no lo hago yo, cualquier pederasta lo hará el día menos pensado.

— ¿Podré verlos?

— Cada quince días.

Conseguí plaza en una excelente clínica privada de Burdeos, y me instalé con los niños a menos de una hora de camino, en una minúscula granja al sur de Agen relativamente cerca de Biarritz y la frontera.

A los ojos de todos no era más que una pobre inmigrante que se ocultaba como buenamente podía de un marido brutal que había jurado arrebatarle a sus hijos.

Me las arreglaba para sobrevivir con el dinero que me enviaban mis padres, me desplazaba en un cochambroso utilitario que se caía a pedazos, vendía los productos del huerto y no le hacía ascos a aceptar algún trabajo que no me alejara de casa, pero a los niños no les faltaba de nada.

No obstante, y pese a que en apariencia jamás abandonaba la comarca, al mes de haberme establecido en Agen una potente motocicleta se detuvo una noche frente a un bar de Bayona y su ocupante, cubierto con un mono y un casco oscuro, abatió de un único y certero disparo al propietario, un exiliado vasco que estaba echando el cierre a su local en ese justo momento.

Ignacio pretende hacerme creer que se mantiene neutral en su retiro de Bayona, pero me consta que de él parten consignas que suelen desembocar en acciones violentas. Debería haberle parado los pies hace tiempo porque tengo la impresión de que aspira a quitarme de en medio para poder manejar los hilos en la sombra.

Quizá sea ya demasiado tarde.

El Dibujante no había conseguido pararle los pies al tal Ignacio en su momento, pero tal vez ahora, donde quiera que se encontrase, me estaría agradeciendo que tuvieran que sacarle de su bar con los pies por delante.

Creo haber mencionado ya que el diario y los documentos que El Dibujante tan celosamente conservaba en una maleta metálica oculta en lo más profundo de la caja de anclas de su vetusto velero, constituían un fabuloso e inapreciable tesoro.

Tanto más fabuloso e inapreciable cuanto más interesado se estuviera en hacerle daño a la organización terrorista que con tanta minuciosidad había diseñado y con tanto esmero describía.

Y yo lo estaba.

Seguía estándolo ya que ni siquiera el magnífico triunfo que había significado conseguir que uno de sus principales administradores se hubiera pegado un tiro en la boca al tiempo que una parte muy importante de su tesorería se esfumaba, me bastaba.

A mí nada me bastaba.

Y no me bastaba porque el odio que un día pudiera haber sentido hacia aquellos que habían asesinado a mi padre ya ni siquiera existía.

Lo aceptara o no, había pasado tiempo atrás al olvido. Y tampoco me bastaba porque sabía que lo único que me producía algún placer en esta vida era continuar demostrándome a mí misma que era más fría, más cruel y más astuta que el resto de la gente. Pese a que en realidad me causara daño saberlo.

¡Cuánto hubiera dado por unas gotas de rencor que me sirvieran para mitigar la sinrazón de mis crímenes!

O por un ideal tan equivocado como el de aquellos a quienes asesinaba, pero que hubiera significado al menos un ideal tras el que parapetarme.

Era peor que ellos.

¡Infinitamente peor!

Nunca conseguir‚ entender las razones por las que alguien es capaz de colocar una bomba que destrozar a seres inocentes, ni entenderé tampoco qué pensarán de sí mismos cuando comprueban que han dejado sin piernas a una dulce muchachita que ya nunca podrá conocer lo que es el amor o tener hijos.

Es algo que aún se escapa a mi capacidad de comprensión, pese a que me consta que quienes colocan esas bombas continúan convencidos de que les asiste la razón.

¡Benditos sean por creer!

¡Y mil veces malditos por creer en lo que creen!

¡Pero creen!

En algo a todas luces irracional, pero creen.

Yo por aquel entonces hacía tiempo ya que no creía absolutamente en nada más que en la excitación que me producía el hecho de buscar, espiar, estudiar, acosar y aniquilar a un ser humano.

Ejecutaba a mis víctimas, regresaba a toda velocidad en mitad de la noche, ocultaba la moto en un granero abandonado, trepaba a un cochambroso utilitario cargado de huevos, zanahorias y lechugas, y ponía rumbo a la granja de Agen donde volvía a convertirme en una pobre mujeruca ignorante y asustada que tan sólo se preocupaba de sus hijos.

Jugaba a su mismo juego.

Yo sabía muy bien que un buen número de comandos se ocultaban en no más de quinientos kilómetros alrededor, y que de allí partían con el fin de cometer sus atentados al otro lado de la frontera, para regresar de inmediato a sus seguros refugios.

Me limitaba a imitarles.

Lo que es igual no es trampa.

Si te disfrazas, me disfrazo.

Si mientes, miento.

Si asesinas, te asesino.

Y estaba íntimamente convencida de que como asesina era más limpia, más eficiente y más aséptica que ellos.

Jamás se me escapó un tiro equivocado. Jamás le hice el m s mínimo daño a un inocente. Jamás rocé siquiera a un transeúnte. Era buena. Muy buena. Como siempre… La mejor en mi oficio.

La prueba está en que no consiguieron atraparme hasta que decidí permitir que me atraparan, porque la noche en que le prendí fuego al charco de gasolina a espaldas del Teatro Real podía muy bien haber aprovechado la confusión para salir corriendo sin que aquel par de atontados barrenderos hubieran intentado siquiera detenerme.

Era la mejor, repito, pero convencerse de que eres la mejor en algo entraña el peligro de que cuando te cansas de ser la mejor, la vida pierde todo su interés.

Llegó un momento en que me limitaba a pegarle un tiro a un infeliz para regresar a casa y sentarme a leer o a ver jugar a unos niños que a pesar de cuanto hacía por ellos seguían mirándome como a una extraña.

Nunca aprendieron a quererme.

Me respetaban, pero pese a todo el cariño y la atención que les ofreciera, tan sólo pensaban en la sucia borracha que les había obligado a mendigar y a pasar hambre y frío.

¿Cómo se entiende?

¿Es la voz de la sangre, o es que el amor ha sido siempre un sentimiento incontrolable desde la más tierna infancia?

Con el tiempo llegué a la conclusión de que lo que en verdad ocurría era que en lo m s profundo de su corazón aquellas inocentes criaturas presentían que su borracha madre realmente los amaba y los necesitaba, mientras que yo, pese a que me cuidara de ellos tan sólo los utilizaba para mis fines particulares.

¿Instinto?

Posiblemente, ya que en los niños el instinto siempre tiende a ser, por lógica, mucho más poderoso que la razón, y a menudo tenía la sensación de que, por muy cariñosa que me mostrara, les asustaba.

¿Acaso olían la muerte?

¿Es posible que cada vez que regresaba de ejecutar a alguien percibieran que había algo nauseabundo en mí que les obligaba a rechazarme?

Nunca he podido saberlo, pero lo que sí sé es que los días que acudíamos a la clínica se abrazaban a su madre, la acariciaban, se sentaban en su regazo y se mantenían aferrados a su mano como si se tratara de la única tabla de salvación en mitad de un océano tempestuoso.

Qué extraño puede llegar a ser el ser humano. Mi resentimiento contra la sociedad probablemente hunda sus raíces en los años en los que me expulsaron del paraíso que significaba vivir en una preciosa casa en el campo para condenarme a pedir limosna en compañía de mis hermanos. Sin embargo, para aquel par de mocosos acosar a los transeúntes con el fin de conseguir unas monedas con las que su madre pudiera emborracharse parecía constituir un destino infinitamente mejor que vivir en una encantadora granja rodeados de patos y gallinas.

Acción, reacción.

Idénticos estímulos provocan diferentes respuestas, y a estas alturas ya no me siento con capacidad de discernir cuál es la adecuada. Estoy convencida de que en lo más profundo de mi alma envidiaba a aquel despojo humano por el hecho de que dos criaturas demostraran necesitarla tanto como la necesitaban, mientras que a mí nadie me ha necesitado nunca.

Cuando llegaba el momento de abandonar la clínica los niños lloraban, seguían haciéndolo durante todo el viaje de regreso, y esa noche los sorprendía durmiendo juntos, fuertemente abrazados, como si cada uno de ellos buscara en el otro el calor de su madre.

Un hijo tal vez hubiera cambiado mi vida.

¡Tal vez!

Aunque para cambiar de vida lo primero que se necesita son sinceros deseos de cambiar, y no era ‚se mi caso pese a que mi guerra con ETA no tenía ya razón de ser.

Por muchas derrotas que continuara infligiéndole y muchos de sus afiliados que continuara asesinando sin motivo, las mayores derrotas llegaban de su propio entorno, y lo único que cabía hacer ya era confiar en que sus raíces se pudrieran de la misma manera que se habían echado a perder sus frutos y se habían desgajado la mayor parte de las ramas.

Su ideología había muerto tiempo atrás aunque ellos aún no se hubieran dado cuenta. El término ideología proviene sin duda de idea, pero resulta evidente que existe un gigantesco abismo entre la libertad de las ideas y la tiranía de las ideologías.

Todo ser humano debe tener derecho a defender sus ideas, pero cuando se une a otros para intentar imponerlas por la fuerza, se convierte en un fascista y los fascistas carecen de derechos.

Hacía semanas que la sorda ira y el profundo resentimiento contra aquellos a los que siempre había culpado de la muerte de Sebastián estaba dejando paso a la apatía y la desidia, pero ni por un momento me plante‚ la posibilidad de abandonar la lucha e intentar organizarme una vida más o menos normal.

Lo que en realidad andaba buscando eran nuevos enemigos. Nuevas víctimas para ser más exactos.

Necesitaba una droga más dura, como el yonqui al que la cocaína ya no le hace efecto y decide pasarse a la heroína. Quien escala los Pirineos aspira a escalar los Andes, y quien corona los Andes sueña con conquistar el Himalaya.

No pretendo que nadie acepte que dejar a un ser humano tendido sobre la acera con un tiro en la cabeza pueda ser considerado una especie de sofisticado deporte, pero admito que en el fondo era el único que me gustaba practicar.

A la vista de ello, debo admitir de igual modo, que o soy una especie de aborto de la naturaleza, o estoy rematadamente loca. En las malas películas los malvados se enfurecen cuando alguien les llama locos.

Yo no. No me enfurezco puesto que me consta que la locura no es m s que un desarreglo cerebral capaz de conseguir que una muchacha joven, atractiva y en aquellos momentos asquerosamente rica, eligiese seguir siendo una especie de víbora que se ocultaba en el fango y emponzoñaba a cuantos se ponían a su alcance.

Fue justamente entonces, como si el destino llevara años preparándolo, cuando saltó la noticia de que acababan de secuestrar a un poderoso empresario alemán, y que la policía sospechaba que quien se encontraba detrás del secuestro no era otro que el temible Martell.

¡Martell!

¡El Gran Martell!

El mismo Martell que figuraba en los archivos de Didí Monet y en el diario de Andoni El Dibujante.

Pero ¿quién era aquel misterioso personaje?

Nadie parecía tener una respuesta exacta a tal pregunta, aunque la mayor parte de los periódicos aseguraban que se trataba de un astuto terrorista del que se ignoraba la nacionalidad, la ideología e incluso la edad o el aspecto físico.

Por lo visto no respondía al perfil de un mercenario, pero tampoco se ajustaba al perfil del violento que lucha por una causa perdida.

Aparecía de improviso en escena como un brillante cometa que surcara de tanto en tanto el firmamento opacando a las mayores estrellas, para desaparecer de inmediato en ese mismo firmamento como si se hubiera transformado en un gigantesco agujero negro.

Acudí de inmediato al diario de tapas de hule.

A veces me asalta la sospecha de que Xangurro se ha vendido a Martell, pero ésa es una acusación tan grave, que tanto si fuera cierta como si resultara falsa, me costaría la vida.

¿Qué extraño poder tenía aquel hombre, que incluso atemorizaba a alguien tan difícil de asustar como Andoni El Dibujante?

Fuera cual fuera dicho poder debía encontrarse en franca decadencia, puesto que yo había procurado que sufriera una considerable pérdida económica por el sencillo procedimiento de cambiar sus números de cuenta en un ordenador.

Hazihabdulatif aseguraba que un terrorista arruinado se convierte en una presa fácil para unos carroñeros que siempre parecen estar al acecho de una posible recompensa, y probablemente Martell se encontraba en aquellos momentos comiéndose un cable.

Comerse un cable es una de las expresiones venezolanas que más me divierten puesto que expresan de modo muy gráfico que cuando el hambre arrecia comerse un cable o la suela de un zapato en el caso de Charlot- constituye la última esperanza de supervivencia.

Si pretendía sobrevivir en el agitado mundo en que se desenvolvía, Martell necesitaba rehacer su tesorería, y para conseguirlo recurría a la desesperada solución de secuestrar a un hombre demasiado influyente y poderoso.

Un riesgo a todas luces excesivo incluso para alguien en apariencia tan inteligente como él.

Aquél era el reto que yo llevaba años esperando.

Si en verdad era tan buena como aseguraba, había llegado el momento de demostrármelo a mí misma.

Aquel que ama el peligro, perecer en él.

Allí, en algún lugar desconocido se encontraba la cumbre más alta del Himalaya y decidí que tenía que encontrarla y coronarla.

Primer paso: llegar hasta Martell. Y para llegar hasta Martell tan sólo existía a mi entender un camino: Xangurro.

Jacinto Piñeiro, alias Xangurro, aquel de quien Andoni El Dibujante desconfiaba, se había establecido años atrás en Lyon, donde regentaba un próspero negocio de compraventa de maquinaria agrícola y para estar a tono se había casado con una especie de vaca holandesa con la que tenía tres hijos que más bien parecían los tres cerditos del cuento.

Era un hombre inmenso, con una inmensa barriga y una inmensa papada, manos inmensas e inmensos zapatones del tamaño de lanchas de desembarco.

Cuando me acomodé al otro lado de su inmensa mesa de despacho, me observó con sorpresa puesto que sin duda aguardaba la visita de una zafia aldeana que tal vez tenía la intención de adquirir una cosechadora de segunda mano, y se enfrentaba a una elegantísima señorita vestida y calzada a la última moda.

— ¿En qué puedo servirle? — quiso saber.

— Verá… -repliqué yendo directamente al grano-. Tengo un grave problema: unos amigos míos se introdujeron hace algún tiempo en una red informática que no les pertenecía, y se dedicaron a la poco edificante tarea de cambiar de lugar cuentas cifradas. El resultado fue, lógicamente, el caos. Pero dentro de ese caos existe un cierto orden, y ahora resulta que mis amigos saben dónde se encuentran enormes cantidades de dinero y documentos que acreditan la propiedad de determinadas mansiones sumamente valiosas, pero no pueden acceder a ellas sin contar con la colaboración de sus legítimos propietarios.

— ¿Me está queriendo decir que robaron algo que no pueden tocar? — quiso saber el desconcertado gordinflón.

— En parte sí y en parte no — reconocí-. Digamos que lo han colocado en un lugar en el que no beneficia a nadie. No obstante, poco a poco han ido llegando a acuerdos puntuales con los titulares legales de dichos bienes, a cambio de quedarse con un módico porcentaje de lo que consiguen recuperar.

— ¿Y a eso cómo habría que llamarlo? ¿Robo o chantaje?

— Colaboración más bien, puesto que a decir verdad la procedencia de la mayor parte de ese dinero no era del todo ortodoxa, y ya se sabe ese dicho de que… quien roba a un ladrón.

— ¡Bien! — pareció impacientarse-. Entiendo su problema, pero lo que no entiendo es qué pinto yo en todo esto.

— Verá… -señalé exhibiendo la más cautivadora y cándida de mis sonrisas-. La cuestión estriba en que mis amigos han conseguido localizar a la práctica totalidad de los titulares de ese dinero, excepto a uno al que le cambiaron de lugar unos trescientos millones de francos.

— Trescientos millones de francos! — repitió asombrado-.¡No es posible!

— Lo es — insistí-. Y eso calculando por lo bajo me incliné hacia adelante-. Mis amigos estarían dispuestos a entregarle un diez por ciento de esa suma a quien nos pusiera en contacto con dicho personaje. Y nos han asegurado que usted es el único capaz de conseguirlo.

— ¿Yo? — inquirió perplejo-. ¿Y por qué yo?

— Porque usted le conoce… — hice una corta pausa-. Se llama Martell.

Su abotargado rostro se contrajo, un relámpago de temor cruzó por sus ojos y casi de inmediato protestó:

— ¿Martell? No conozco ningún Martell.

Al menos ninguno que pueda disponer de tan astronómica cifra. Me temo que les han informado mal.

— ¡Lástima! — puntualicé-. En ese caso perder la oportunidad de embolsarse treinta millones de francos. Y mis amigos cien.

— Sí que es una lástima! — reconoció contrito-.

Pero ¿qué puedo hacer?

— En ese caso no le molesto más… — añadí al tiempo que me ponía en pie decidida a marcharme-. Pero le llamar‚ dentro de unos días, por si se le refresca la memoria.

Me encaminé a la puerta, y ya junto a ella me volví con el fin de dirigirle una última sonrisa:

— ¡Por cierto! — señalé-. Si alguien le pregunta, puede decirle que todo este asunto está relacionado con la inesperada quiebra de La Maison Mantelet y el sorprendente suicidio de dos de sus directivos.

Cerré a mis espaldas imagino que dejándole meditabundo, y cuando diez días más tarde le telefoneé, su voz sonaba muy diferente.

— ¿Consiguió hacer memoria? — quise saber.

— Lo conseguí — admitió.

— ¿Cree que mis amigos podrían llegar a un acuerdo? — inquirí.

— Espero que sí.

— Recuerde que tan sólo trataremos directamente con el titular. Nada de intermediarios.

— ¿Quién se entrevistar con él? — inquirió interesado.

-Únicamente yo — repliqué-. ¿Podrá arreglarlo?

— Por supuesto.

— En ese caso, decida dónde y cuándo. -concluí-. Volveré a llamarle.

Colgué y no pude por menos que lanzar un profundo suspiro:

Había avanzado un peón, y mi enemigo había respondido avanzando el suyo.

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