TERCERA PARTE El fuego

Uno era muy joven, casi un niño. El otro, el sargento, grande y musculoso, tenía la cara abotargada, enrojecida por un bochornoso calor que hacía que su verde camisa apareciese empapada de sudor.

Habían detenido el vehículo en la entrada del bosquecillo y los espié mientras avanzaban por entre la maleza, preguntándome sobre cuál de ellos debería disparar en primer lugar si me veía obligada a hacerlo.

El joven parecía más ágil y por lo tanto tal vez m s peligroso, pero el sargento ofrecía todo el aspecto del hombre baqueteado en incontables enfrentamientos con toda clase de delincuentes, y ducho por lo tanto a la hora de resolver situaciones difíciles.

Recé para que mi plan diese resultado. No deseaba tener que matar a nadie. Tampoco deseaba morir. Pero mucho menos deseaba tener que pasarme años en la cárcel. Por aquel tiempo la cárcel no se me antojaba, como ahora, una especie de liberación.

¿O más bien debería decir refugio cuando consideras que ya no queda ningún otro lugar en que esconderte?

¿Cuántos deber n estar buscándome en estos momentos para matarme?

¿Cuántos habrán puesto precio a mi cabeza?

¿Y cuál ser ese precio?

Alto sin duda. Mucho más alto de lo que nunca supuse, puesto que jamás llegué a imaginar que consiguiera causar tanto daño a tanta gente.

¿Me alcanzar en esta escondida celda la venganza?

¡Ojalá no lo haga antes de que termine lo que estoy escribiendo!

Si no lo termino; si no dejo constancia de por qué hice lo que hice, habré perdido mi vida estúpidamente. Y serán muchos los que habrán muerto para nada.

Seguían avanzando.

Me oculté, y cuando llegué a la conclusión de que se encontraban a menos de diez metros de distancia, comencé a canturrear. Era una cantinela monótona, absurda y sin sentido; lo primero que me vino a la cabeza, pero surtió su efecto, puesto que los dos hombres se detuvieron unos instantes y al poco cambiaron de rumbo para acabar por aproximarse a donde me encontraba.

En el momento justo me volví a mirarles. No di muestras de temor, y ni tan siquiera de sorpresa. Con los pechos al aire, una diminuta toalla anudada a la cintura y el cabello empapado permitiendo que el agua me cayera libremente por los hombros los observé con toda la impasibilidad que fui capaz de demostrar, consciente de que eran ellos los que en verdad se habían sorprendido. Y casi atemorizado.

— ¡La madre que me parió! —exclamó el más joven-.¡Qué tía!

— ¡Calla, coño!

— ¿Pero está usted viendo eso?

— ¿Acaso estoy ciego? — intentó elevar los ojos y mirarme a la cara-. ¿Quién eres? — inquirió trabucándose.

Ondeé en lo alto del palo mayor mi bandera de pendeja, puse cara de estúpida y acabé por pronunciar una frase que me hizo famosa:

— ¿Ahhhh?

— ¿Que quién eres y qué haces aquí?

— ¿Ahhhh?

— ¿Qué te pasa? ¿Es que no me entiendes?

— ¿Ahhhh?

— Debe ser mora.

— Pues joder con la mora! Si todas son así entiendo por qué se tapan tanto.

— Pues lo que es ésta no se corta un pelo.

¿Usted cree que está buscando guerra…?

— Pero qué dices, imbécil! ¿Cómo se te ocurre?

— Es que yo no he visto una tía tan buena en mi vida, mi sargento. A lo mejor quiere dinero.

— ¡Calla o te meto un paquete de no te menees! Vámonos de aquí!

— ¡Pero mi sargento!

— ¡He dicho que nos vamos!

Y se fueron.

Si alguna vez llega a leer lo que he escrito, aquel grandullón puede sentirse orgulloso de su hombría. Y feliz, porque de no haber sido tan estricto tal vez estaría muerto.

Ha pasado mucho tiempo, pero si mal no recuerdo quiero creer que no me encontraba excesivamente dispuesta a perder mi virginidad a manos de una pareja de la Guardia Civil. No es que tuviera nada contra ellos, ni un especial apego a mi virginidad, pero es que estoy convencida de que si la cosa hubiera ido a más habrían acabado por descubrir mi burda superchería. Y en ese caso me temo que no hubiera dudado a la hora de disparar.

¡Disparar!

Resulta tan sencillo.

Un simple movimiento del dedo y el arma obedece ciegamente sin importarle un picequién se ha colocado ante su negra boca.

Lo malo viene después, cuando te detienes a meditar sobre lo que has hecho y te preguntas si el muerto merecía tal destino. Creo que la mayor parte de los que me he llevado por delante se lo merecían, pero aquella pareja no.

Aquella pareja se limitaba a cumplir con su deber pese al tórrido calor de un mediodía de verano manchego, cuando lo lógico hubiera sido que a aquellas horas se limitasen a sestear a la sombra, o a jugar al dominó en cualquier posada del camino.

Se alejaron por donde habían venido, sin que el sargento le permitiera a su subordinado volver ni una sola vez la cabeza, y sin ni reparar en el hecho de que a corta distancia un hombre se desangraba respirando cada vez m s trabajosamente.

Al-Thani ni siquiera se enteró de lo que había pasado.

Tampoco se lo conté nunca. ¿Para qué?

Aguardé a que cayera la tarde, lo acomodé de nuevo en la trasera de la desvencijada camioneta y reemprendí una vez m s el largo camino, rumbo al sur.

Creo recordar que durante aquella interminable noche deseé con toda mi alma que muriese. Si lo hacía me limitaría a enterrarle tal como me había pedido, bien envuelto en una sábana, para encaminarme luego a algún lugar perdido y olvidar para siempre mis ansias de venganza.

Sabría encontrar un hombre que me devolviera la esperanza. Alguien que aunque fuera remotamente se pareciese a Sebastián, y a quién pudiera darle cuanto sabía que llevaba en mi interior sin que le hubiera dado la oportunidad de surgir hasta el momento.

Me empeñaría en hacerle feliz a cambio de que me permitiera dejar atrás mi pasado.¡Qué estupidez!

¿Se puede hablar de pasado cuando aún no se han cumplido veintiún años?

Supongo que sí desde el momento que has dejado un muerto y dos atracos a tus espaldas. Y desde el momento en que estás pensando seriamente en cómo te las arreglar s a la hora de cavar una tumba en mitad de la noche.

De tanto en tanto me detenía para volverme a observar a quien días atrás me fascinaba hablándome de cine.

¡Olía a demonios! Hedía a perro muerto, sudor, orines, vómitos y excrementos. Dios me perdone, pero continuamente tenía que luchar contra el impulso de adentrarme por algún oscuro caminillo, sacarlo de la furgoneta por los pies y abandonarlo, allí, tumbado cara al cielo dejándole morir en paz o concediéndole la oportunidad que alguien lo recogiera y se lo llevara a un hospital al día siguiente.

¿Era valor o miedo lo que me impulsaba a seguir adelante?

Tantos años después aún me lo pregunto, y a fuerza de ser sincera debo admitir que nunca he tenido una respuesta convincente.

¡Un kilómetro más! ¡Sólo uno! Hasta el pueblo siguiente.

Pero avanzaba un nuevo kilómetro, cruzaba frente a un pueblo en penumbras y nunca me decidía a detenerme.

Por fortuna las gasolineras que encontraba en mi camino eran en su mayor parte de autoservicio. Me detenía lo más lejos posible del adormilado guardián que se mantenía en el interior del edificio, llenaba el depósito, me aproximaba a pagar y comprar agua, refrescos y chucherías con las que engañar el hambre, y continuaba carretera adelante sin que el buen hombre se percatara del lamentable estado de mi pútrido pasajero.

Por fin, cerca ya del amanecer, un motel salvador hizo su aparición en el horizonte.

Más que motel propiamente dicho se trataba de una especie de casa de citas de carretera, ya que se podía guardar el coche en un pequeño garaje desde el que se ascendía directamente a un cochambroso dormitorio en el que apenas cabía más que una enorme cama de maloliente colchón.

Pero no hacían preguntas.

Y tenía bañera.

Llamarle bañera constituía a todas luces una exageración, pero me permitió introducir a Hazihabdulatif en el agua para intentar liberarle de la mugre acumulada durante aquel espantoso día.

¿Había hecho todo aquello para convertirme en enfermera?

Supongo que no, pero Al-Thani abrió unos instantes los ojos y pude leer tal gratitud en su mirada que me bastó con ello.

Si alguien me hubiera asegurado en aquellos momentos que sería yo quién le matara, le consideraría un demente.

Estoy segura de que ni su propia madre hizo tanto por conservarle una vida que pretendía escapársele.

¡Qué absurdo puede llegar a ser el destino de los seres humanos!

Qué absurdo y qué caprichoso. Me tendí a su lado, los dos desnudos y empapados en un vano intento por luchar contra el insoportable calor que se apoderaba desde mediada la mañana de aquel infecto cubículo, y dormimos así, el uno junto al otro durante dos largos días con sus correspondientes noches.

No se escuchaba más rumor que el de los camiones que cruzaban por la cercana carretera y la encargada del local, una vieja gruñona y sarmentosa debió suponer que estábamos viviendo una apasionada y agotadora historia de amor.

Aún me pregunto cómo se las arregló Hazihabdulatif para sobrevivir.

Pero lo hizo y al oscurecer del tercer día se irguió en la cama para señalar con voz ronca y pastosa:

— ¡Vámonos!

— ¡Estás demasiado débil!

— Peor estaré si nos atrapan. Llevamos aquí demasiado tiempo y eso siempre acaba por despertar sospechas.¡Vámonos!

La vieja dormía cuando le ayudé a acomodarse en la furgoneta y abandonamos aquel espantoso lugar de pesadilla como una oscura sombra tragada por las sombras de la noche.

Al amanecer me encontraba en mi tierra.

¡Andalucía!

Fue un impulso absurdo e infantil, lo reconozco, pero cuando mediada la tarde cruzamos cerca del único lugar en el que he sido realmente feliz, no pude resistir la tentación y abandoné la autopista para atravesar campos y pueblos y acabar por detenerme frente al blanco caserío que ocultaba en cada rincón y cada patio mis más preciados recuerdos.

Lucero pastaba en el campo.

Uno de los perros, Canijo, me reconoció en el acto y corrió a olisquearme las piernas. El otro, Bandido, probablemente había muerto de viejo. Salí del coche y avancé unos metros acariciando al chucho y recorriendo con la vista objetos y lugares que me devolvían a un tiempo que no hubiera querido abandonar nunca.

El árbol del columpio; la mesa en que nos sentábamos a cenar las noches de verano; el pozo del que los niños sacaban el agua cada tarde, y el porche bajo el que Sebastián extendía su multicolor hamaca caribeña.

¡Y las macetas!

Docenas de macetas repletas de claveles y geranios que mi madre había ido colocando aquí y allá día tras día y año tras año, y aún me parecía estarla viendo mientras daba unos pasos hacia atrás para cerciorarse de que ocupaba el lugar exacto para el que estaba destinada.

Al-Thani dormitaba amodorrado.

Yo soñaba despierta, puesto que durante años había soñado igualmente despierta con la posibilidad de regresar a aquella casa y aspirar de nuevo el olor del establo, de la hierba recién segada, del fuego de leña y de la albahaca plantada junto a la puerta para alejar a los mosquitos.¡Mi hogar! El único que tuve nunca.

El que Sebastián nos dio. El que escuchó nuestras risas. El que fuera mudo testigo de tantas noches de amor inimitable.

— ¡Largo de aquí!

— Tan sólo estoy mirando.

— No tienes nada que mirar. Esto es propiedad privada.¡Largo he dicho!

Lo recordaba muy bien. Era el hermano mayor de la mujer de Sebastián; aquel que un día nos echó de la casa sin permitirnos llevar más que lo puesto.

Pero no experimenté rencor alguno, puedo jurarlo.

Tenía más que sobradas razones para aborrecer a un mal nacido que nos había puesto en la calle sin detenerse a meditar en que no éramos más que unos niños, pero insisto que en aquel momento no pensé en ello, sino únicamente en el hecho de que quería permanecer unos minutos más allí, contemplando la casa.

— ¡Ataca!

Canijo ni se movió siquiera. Tal vez, si se lo hubiera pedido yo, le hubiera atacado a él. Era un tipo en verdad miserable, enclenque y encorvado; una caricatura de hombre que pareció entender de inmediato que jamás conseguiría expulsarme por la fuerza de su propiedad privada.

Me miró de abajo arriba, fue a decir algo, pero se lo pensó mejor, se mordió el labio superior y dando media vuelta desapareció por donde había venido.

De nuevo me invadió el olor a establo, hierba recién segada y albahaca. De nuevo me sentí en paz conmigo misma contemplando el porche y las macetas.

¡Cinco minutos más!

Eso era todo lo que pedía: cinco minutos más para evocar la figura de Sebastián balanceándose en su hermosa hamaca caribeña y luego me alejaría para siempre llevándome conmigo mis recuerdos.

Pero de pronto el muy cabrón emergió del interior de la casa esgrimiendo una herrumbrosa escopeta de caza.

— ¡Te largas o te reviento, hija de la gran puta!

Yo conocía muy bien aquella cochambrosa escopeta.¡Ya lo creo que la conocía!

Mis hermanos habían jugado con ella miles de veces. Di media vuelta, me encaminé al coche, lo abrí, saqué del bolso mi impresionante revólver y apunté directamente al entrecejo de aquel malnacido.

Se quedó alelado.

Comenzó a temblar y el cañón de su arma iba de un lado a otro como si estuviera olisqueando el suelo en busca de una boñiga sobre la que disparar.

Pero el muy imbécil ni siquiera la había amartillado. Yo sí que amartillé el revólver buscando asegurar el tiro.

Lanzó un gemido y comenzó a orinarse.

Estaba tan aterrado que ni siquiera era capaz de echar a correr, como si de pronto se hubiese quedado clavado al tablazón del porche.

— ¡No, por favor…! — suplicó

De pronto el odio que dormía en algún rincón de mi memoria despertó. Me vino a la mente el dolor de mi madre, el llanto de los niños, y la humillación con que me alejé de aquella casa tanto tiempo atrás, y lo peor que llevo dentro se revolvió en lo más profundo de mi ser.

— ¡Por favor…! -repitió casi como un maullido.

Si no hubiera suplicado tal vez me habría contentado con continuar observando cómo se meaba, pero recordé que mi madre le había pedido que nos permitiera quedarnos tan sólo una noche más y se negó en redondo.

— Intenta disparar, porque voy a matarte — escuché que le decía, teniendo la impresión de que era otra persona la que hablaba-.

¡Vamos! ¡Inténtalo!

Alzó aquella carabina de Ambrosio casi prehistórica como si pesara una tonelada e hizo un sobrehumano esfuerzo por colocar el pulgar en el percutor con el fin de echarlo hacia atrás y amartillar al menos uno de los cañones.

Lloraba y gemía.

Se inclinaba sobre sí mismo, esforzándose al máximo, pero el percutor estaba tan oxidado que por más que lo intentaba no conseguía levantarlo.

Me gustaría poder decir que fui generosa; que sentí lástima de él y me conformé con disfrutar del indescriptible calvario de terror por el que estaba atravesando, pero no fue así.

Quedó tendido justo bajo el punto en el que Sebastián solía colgar su hamaca, y cuando puse el coche en marcha y me alejé definitivamente del único lugar en que he sido feliz, ni tan siquiera experimenté un leve asomo de emoción.

No había ido allí a matarle, pero merecía estar muerto.

Alguien que expulsa de su hogar a una pobre mujer y tres mocosos, para obligarles a pasar la noche en una desolada estación de tren, merece cuanto le ocurra.

De no haber sido por él, probablemente no hubiera tenido que pedir limosna.

De no haber sido por él, probablemente no hubiera tenido que soportar los lametones de doña Adela.

De no haber sido por él, probablemente no hubiera tenido que matar al turco Yusuff.

¿O tal vez sí? Tal vez mi destino estaba marcado de antemano pese a que aquel desecho humano nunca hubiese existido.

No quiero justificarme culpándole a él por lo que hice.

Creo recordar que ya he dicho que desprecio a quienes se disculpan.

Le maté y basta.

Había comenzado a rodar por la pendiente y he podido comprobar que con frecuencia, cuanto más nos hundimos en la mierda más nos complace revolcarnos en ella.

Si me veía obligada a pasar el resto de mi vida en la cárcel por haber acabado con un hijo de puta turco, ¿qué importa que fuera por haber acabado también con un hijo de puta español?

Lo que sobran en este mundo son hijos de puta de todas las nacionalidades. Al-Thani, que había asistido a su muerte, impasible y en silencio, no hizo el menor comentario hasta que nos encontramos de nuevo en la autopista.

— La venganza nunca ha sido buena compañera de viaje — musitó al fin sin volverse a mirarme-. De hecho es la peor que existe.

— No fui allí para matarle — repliqué.

— ¿Estás segura?

Siempre he tenido la impresión de que Hazihabdulatif me conocía mejor de lo que yo misma me he conocido nunca.

O quizá el problema estribe en que siempre fue más inteligente que yo.

A menudo me he preguntado si tendría razón y en lo más íntimo de mi ser se escondía un secreto deseo de venganza.

La venganza es mi ley, ya lo he dicho, pero no aquélla.

Resulta doloroso hurgar en los recovecos del cerebro en busca de la razón última de nuestros actos.

¡Muy doloroso!

Y muy frustrante puesto que con frecuencia nos negamos a admitir evidencias que a cualquier observador imparcial se le antojan indiscutibles.

Y en este caso particular Cimitarra se había comportado como un observador absolutamente imparcial, o como si el hecho de sentir tan cercano el aliento de la propia muerte le hubiera vuelto indiferente a la muerte ajena.

Treinta kilómetros más allá volvió a musitar sin volverse a mirarme:

— Háblame de ese hombre.

— No hay nada que decir.

¡Ahora sí que se giró para observarme con extraña fijeza.

— Me inquietas — dijo-. Alguien que no tiene nada que decir de aquel a quien acaba de matar, resulta preocupante. ¿Por qué le odiabas?

— No sabía que le odiaba hasta que disparé sobre él. Son cosas del pasado y no me gusta hablar de mi pasado.

— A mí tampoco — admitió, y ahí acabó la conversación sin que nunca volviéramos a mencionar el incidente.

Incidente.

¡Qué palabra tan anodina para referirse a la muerte de un hombre!

Para aquel mal nacido no fue desde luego un incidente.

¿Tal vez un accidente?

Debo reconocer que con el tiempo llegué a convertirme en un accidente bastante común para un cierto tipo de personas.

¡Demasiado común a mi entender!

Sevilla.¡Cuarenta kilómetros!

El cartel anunciador me devolvió a la realidad.¡Sevilla!

Mi madre, mis hermanos y el recuerdo de la incansable lengua de doña Adela cubriéndome de una saliva viscosa y hedionda.

Calles por las que mendigaba tragándome la vergьenza.

Y el parque de María Luisa al que una luminosa mañana Sebastián nos llevó a pasear en un precioso coche enjaezado cuyo caballo parecía ir bailando un zapateado sobre el asfalto de la calle.

Sevilla.

Flores, olor a pescado frito, guitarras, el río… Y las palomas!

Cientos de palomas que aquella lejanísima mañana se nos posaban sobre la cabeza mientras mamá y Sebastián nos hacían docenas de fotos.

¿Dónde habían ido a parar aquellas fotos?

Sin duda al mismo lugar al que había ido a parar toda mi vida: a un hediondo basurero.

Aguardé a que se hiciera de noche, busqué otro motel discreto — aunque en esta ocasión muchísimo más limpio- en el que acomodar a Hazihabdulatif, dormí unas horas y mediada la mañana me encaminé al barrio de Triana, que tan buenos — y malos- recuerdos me traía. Mi madre y mis hermanos vivían en una minúscula casita de la calle de la Pimienta, calle que apenas tendría dos metros de ancho, pero tan cubierta de flores, tan limpia y tan perfumada, que en los atardeceres no existía mayor placer que sacar una silla al portal, y pasarse las horas charlando con las vecinas mientras llegaba la noche más allá de los rojos tejados cubiertos de buganvillas.

Allí debería haber estado yo, cosiendo, charlando y esperando la aparición de un apuesto galán que acudiera cada noche a rondarme la reja, en lugar de tener que ocultarme durante más de una hora en un portal del final de la calle hasta cerciorarme de que no se advertía presencia extraña alguna por los alrededores.

Nunca he entendido por qué razón las madres tienen el extraño don de captar de forma absolutamente natural que sus hijos se han metido en problemas.

Me observó en silencio durante toda la comida, pidió luego a los chicos que se fueran a dar un paseo, y tras mirarme largamente me preguntó muy seria:

— ¿Qué has hecho?

Se lo conté. ¿Qué otra cosa podía hacer si lo estaba leyendo en el fondo de mis ojos casi sin necesidad de que pronunciara una sola palabra?

Al concluir, una diminuta lágrima; una casi invisible gotita transparente recorrió sinuosamente el sendero de la más pronunciada de las arrugas de un rostro en el que el sufrimiento había dibujado tantísimas y tan perennes huellas, y en un tono suave, profundo y monocorde, sin rastro alguno de ira, más bien como si se tratase de una simple constatación de los hechos acaecidos, señaló:

— Cuando vuestro padre murió no dudé en prostituirme, y estoy convencida de que de igual modo hubiera sido capaz de robar e incluso de matar con tal de daros de comer. Era mi obligación como madre que defiende a sus crías.

Guardó silencio, alzó el rostro para fijar la mirada en la maceta de claveles reventones que adornaba el alféizar de la ventana, y al poco añadió sin cambiar para nada el tono de voz:

— Quiero creer que también hubiera sido capaz de matar por defender a Sebastián. Era mi hombre, y una mujer tiene la obligación de defender a quien ama — ahora sí que se volvió hacia mí-. Pero tú no has luchado por tus hijos, Sebastián no fue nunca tu hombre y además, ya estaba muerto.

— Te he contado lo ocurrido — repliqué-. Para nada he pretendido disculparme.

— La estupidez no admite disculpas, hija — señaló-. Y la venganza siempre ha sido la más inútil de las estupideces. Una buena parte de los seres humanos son malvados, pero otros, simplemente cometen errores. Si el resto dedicáramos nuestras vidas a vengarnos de las maldades o los errores ajenos, no nos quedaría tiempo para vivir.

— A Sebastián no le dejaron tiempo para vivir.

— Y por lo que veo a ti tampoco. Pero eso no es culpa de quienes pusieron aquella bomba, sino de quien, como tú, se empeña en seguir escuchando el eco de una explosión que ya hace mucho que se hundió en el pasado.

Se puso en pie, respiró muy hondo, me observó de arriba abajo y comprendí que lo que iba a decir era lo más difícil que había dicho a lo largo de su difícil vida.

Vete y no vuelvas — pidió-. Ya he perdido a mis dos hombres y a un hijo. Me duele perder también a una hija de la que me sentía orgullosa, pero tengo que velar por lo que me queda. Te miro y ya no veo a mi pequeña Merceditas.

Te miro y tan sólo veo a un ser que se ha convertido en un triste amasijo de odio, rencor, prepotencia, y empiezo a imaginar que casi de locura.

Y eso no es bueno. No es bueno, y puede que sea incluso contagioso.

La calle de la Pimienta no tenía dos metros de ancho en el momento en que abandoné la casa de mi madre.

La calle de la Pimienta parecía haberse vuelto de pronto tan angosta que me obligaba a tropezar con las rejas de las ventanas y me enredaba el cabello en las ramas de las buganvillas.

La calle de la Pimienta se me cayó encima con todas sus blancas casas y sus multicolores macetas; con todas sus tejas rojas y todas sus verdes farolas; con todas sus charlatanas comadres y todos sus alborotadores chiquillos.

Y con la calle de la Pimienta se me cayó encima Sevilla. Y el mundo entero.

El primer presidio me abrió de par en par sus puertas.

La primera cárcel me invitó a entrar. La primera celda nació al doblar la última esquina. Si mi madre renegaba de mí ya no tenía familia. Si no tenía familia, no tenía raíces. Si no tenía raíces, el más leve soplo de viento me arrastraría al abismo.

Caminé sin rumbo por la ciudad para ir a detenerme a la caída de la tarde en mitad de un puente. No recuerdo cuál era. Apenas recuerdo nada de aquella amarga jornada.

Lo único que recuerdo es que me acodé sobre la barandilla, observé las oscuras aguas y me asaltó la tentación de arrojarme a ellas y poner fin de una vez por todas a un proceso de degradación que intuía que ya no se detendría hiciera lo que hiciera.

— Hace treinta años me tiré al agua desde ese mismo lugar. No sabía nadar, pero en el último momento un buen hombre me salvó. El hijo que esperaba nació sano y fuerte. Sin padre, pero hermoso e inteligente. Ha llenado mi vida de alegrías y ahora tengo cuatro preciosos nietos. Por eso cada tarde vengo aquí, a charlar con la gente que se detiene demasiado tiempo a ver como fluye el río.

Me volví a mirarla.

Era menuda y delgada, tenía unos ojos alegres y expresivos y una sonrisa encantadora.

— No espero ningún hijo — repliqué-.¡Ojalá lo esperara!

— Ojalá! -repitió-. Pero todo llega. Todo llega si te apartas lo suficiente de esa barandilla. Seguí mi camino, regresé al motel en el que Al-Thani dormitaba, y esa misma noche reemprendimos la marcha dejando atrás Sevilla y con Sevilla lo mejor de mi pasado. Nunca he vuelto a Sevilla. Nunca.

¡Marruecos!

¿Quién era aquella muchacha que deambulaba por las callejuelas, las plazas y los zocos de Tánger como el pez que salta sobre la arena ansiando regresar al mar en que nació?

¿Qué sentía? ¿Qué pensaba?

¿Era yo acaso?

Marruecos me enseñó a meditar, pero sobre todo me enseño a aceptar que había perdido el dominio sobre mis actos, y era como un barquichuelo desarbolado que se ve obligado a ir de aquí para allá como inanimado juguete de las olas.

El hecho de no entender el idioma me llevó a encerrarme en mí misma, a aislarme del resto del mundo de tal forma que volvía una y otra vez sobre mis pasos, y eran esos pasos los que me obligaban a regresar a un pasado que deseaba dejar atrás definitivamente.

Si me esforzara por obtener una definición cabría asegurar que Marruecos fue como una estación intermedia de mi vida; del final de un camino al comienzo de otro; un lugar extraño y ajeno a mí en el que me limitaba a esperar un nuevo tren que habría de llevarme a un destino incierto al que tampoco deseaba llegar.

¡Mi hombre!

Tantas horas pasé sentada en un mirador rodeada de viejos cañones de bronce, aislada de aquellos lejanos seres a los que nada me unía, que no pude evitar darle un millón de vueltas a aquella corta frase para m¡ tan dolorosa!

¡Mi hombre!

¡Mi madre la había pronunciado con absoluta naturalidad, refiriéndose a Sebastián como algo propio; como a la persona con la que había compartido cinco años de cama y cientos de noches de amor apasionado, y esa misma naturalidad me obligaba a pensar que desde aquel instante me había arrebatado parte de Sebastián.

Con tan sencilla frase me había hecho notar que Sebastián había sido suyo, y que si yo disfruté de él y de su cariño fue únicamente de forma marginal, como simple apéndice a quien Sebastián quería por lo mucho que la amaba a ella, pero no porque yo fuera en absoluto el personaje principal de tan maravillosa relación.

Si mi madre no hubiera existido, yo no hubiera existido para Sebastián, y el mero hecho de entenderlo as¡ me desmoralizaba.

¿Qué herida y confusa me sentía!

¡Y cuán profundamente infeliz!

Y cuánto me dolía comprender que mi madre, que tanto le había amado, aceptaba con desconcertante resignación el hecho de no volver a verle, no volver a acariciarle y no volver a escuchar sus dulces frases de amor apasionado!

Yo en su lugar hubiera detenido el mundo con las manos.

Yo en su lugar habría estrangulado a todos cuantos hubieran podido tener alguna relación con su muerte.

Yo en su lugar no me quedaría encerrada en una diminuta casa de la calle de la Pimienta preparando la cena de mis hijos.

Yo en su lugar.

¿Cuánto hubiera dado por estar en el lugar de mi madre?

¡Nada! Lo repito una y otra vez: nada.

Nada, porque en ese caso de haber estado en el lugar de mi madre sospecharía que todo cuanto siento por Sebastián tendría en el fondo un componente físico; algo vulgar y en cierto modo sucio, y lo único que me permite continuar considerándome distinta al resto de la gente, es el convencimiento de que yo adoraba de una forma tan diferente a Sebastián porque nadie más había sido capaz de captar la magnitud de su grandeza.

Es fácil amar a un hombre cuando ha sabido hacerte gozar en una cama. Pero no tiene mérito. He amado a un par de hombres que me hicieron gozar, y sé muy bien de lo que hablo. La entrepierna tiene mucho que decir en esos casos. Pero en el mío, no. En mi caso, en mi amor, tan sólo intervienen el corazón y el cerebro, y eso es lo que lo hace grandioso y diferente.

Pero en aquel tiempo, en Marruecos, continuaba obsesionándome aquella amarga frase:

Mi hombre.

¿Por qué lo dijiste? ¿Por qué la recalcaste?

¿Quizá buscabas herirme, o tan sólo pretendías hacerme comprender dónde estaba mi error?

Suele decirse que las madres nos conocen mejor que nosotras mismas, y que saben llegar directamente a lo más oculto de nuestros sentimientos, allí donde por nuestros propios medios no llegaríamos jamás.

Al menos en esta ocasión mi madre supo hacerlo poniéndome en mi sitio sin grandes aspavientos. Yo nunca había sido nada m s que la hija de su hombre, y por lo tanto mi ciega devoción por Sebastián no debería tener razón de ser.

Pero tampoco pretendo ser una mujer razonable. Ni tan siquiera racional. Si lo fuera no me consideraría una mujer completa, puesto que lo que nos hace en cierto modo diferentes de los hombres, es el hecho de que somos capaces de dejarnos llevar por nuestros impulsos y nuestras emociones aun a sabiendas que nos acarrean la desgracia.

No he conocido ninguna mujer feliz que haya ido en contra de sus impulsos. Es posible que tenga una vida cómoda y en cierto modo placentera, pero siempre se sentir íntimamente frustrada. Lo difícil, lo imposible más bien, es seguir tus impulsos y que ellos te conduzcan a la plena felicidad.

A m¡ tan sólo me condujeron a Marruecos.

Hazihabdulatif consiguió recuperarse. Una de las balas permaneció para siempre en su interior, aguardando la que yo habría de enviarle, y que sería en esta ocasión definitiva, pero se las arregló para salir con bien de tan dolorosa aventura, y en cuanto se sintió con fuerzas recuperó su amor por el cine y por la intriga.

Nos instalamos en el último piso de un viejo caserón almenado de la Puerta de los Vigías, desde cuyos enormes ventanales se dominaba la entrada al puerto, y allí acudieron en los meses venideros terroristas de todos los estilos y todas las nacionalidades, puesto que lo que resultaba evidente era el hecho de que Al-Thani se encontraba magníficamente relacionado con la mayoría de los grupos m s activos de la violencia internacional.

Aprendí mucho. Pasada la primera etapa de desconcierto en un país tan diferente, y prácticamente confinada a las cuatro paredes de aquel vetusto edificio colonial, me concentré en la tarea de conocer gente nueva y tener una clara idea de cómo funcionaba tan complejo entramado.

Pronto llegué a una conclusión harto evidente: todo estaba permitido. Para Cimitarra y los suyos cualquier acto, por repulsivo que pudiera parecer a una persona normal resultaba lícito si estaba encaminado a conseguir el fin que se habían propuesto.

Y el fin no era otro que desestabilizar. Herir, matar, mentir, secuestrar, destruir e incluso traficar con drogas, armas o mujeres, formaba parte del juego si con ello se conseguía provocar una reacción negativa en el conjunto de la corrompida sociedad burguesa.

Después de tantos años de participar en dicho juego, he llegado a la conclusión de que lo único que pretendían era obtener una especie de patente de corso que les facilitara actuar a su antojo y sentirse heroicos y diferentes. El fin último, conseguir la libertad o la independencia de un determinado pueblo, un país o una región, carecía en absoluto de importancia.

Lo que en verdad perseguían era la propia libertad de acción, y para ello se hacía necesario desligarse de toda atadura moral, despreciando las reglas que coaccionaran tan particular concepto de libertad. La violencia endurece la piel y acaba por producir callosidades.

No había ideales. Conocí, eso sí, algunos idealistas puros, los menos, pero la mayoría tuvieron una vida efímera, mientras que los que prevalecían eran los otros: los auténticos profesionales que habían aparcado tiempo atrás los locos sueños de juventud.

Mubarrak creía en su causa.

Creyó en ella desde el día en que tuvo uso de razón hasta el día en que le asesinaron aquellos que no deseaban tener que escuchar la verdad que pregonaba.

Y tal vez Iñaki también. Y debido a ello sus propios compañeros le tendieron una trampa con el fin de que se pasara el resto de la vida en la cárcel sirviéndoles al propio tiempo de excusa reivindicativa.

A veces me he sentido tentada de escribirle contándole una verdad que pocos sabíamos, pero dudo que me creyera.

Me imagina muerta, y si descubriera que sigo con vida tal vez se lo contaría a quienes tienen graves cuentas que saldar conmigo.

Hubo otra cosa que también aprendí en Tánger.

Todos querían mandar, ya que en el mundo del terrorismo más sórdido suele haber mucho jefe y poco indio. Luchaban por ser diferentes al resto de la humanidad, pero una vez conseguido continuaban luchando para sentirse diferentes al resto de los diferentes.

Y Al-Thani no era una excepción.

Pese al duro revés que había significado el enfrentamiento con Yusuff y la definitiva pérdida del dinero de su organización, se negaba a dejar de ser el mítico Cimitarra, y la mayor parte de su actividad de aquellos meses se centró en la difícil tarea de recuperar su maltrecho prestigio.

Para conseguirlo se avino a pactos que quiero imaginar que en otras circunstancias nunca hubiera aceptado y cometió errores impropios de un hombre de su indiscutible inteligencia.

Quien se está ahogando no suele fijarse a qué clase de objeto se aferra.

Y en su desesperación Hazihabdulatif se aferró a los narcos colombianos, que a mi buen entender constituyen la peor especie de objeto flotante que navega por mares y océanos.

Una vez leí una biografía de Lope de Aguirre, que se consideraba a s¡ mismo El Azote de Dios, y quiero imaginar que aquel desmesurado sádico debió dejar su semilla de locura al pasar por la Amazonía colombiana.

De esa semilla desciende la bastarda estirpe de unos narcos capaces de asesinar a un niño de pecho con el fin de rellenarle el cuerpo de coca y cruzar con él una frontera.

Conocí personalmente al inventor de tan repugnante y sofisticada forma de contrabando.

Se llamaba Pereira, consiguió amasar una fortuna fabulosa, y años más tarde me contaron que le habían metido un embudo en el trasero rellenándole las tripas de cocaína para observar cómo se retorcía de dolor y acababa echando espumarajos por la boca.

No fue por justicia, ni tan siquiera por venganza. Tan sólo fue una divertida forma de ajustar cuentas y hacerse con el control de su bien montado cártel.

No. Hazihabdulatif nunca debió mezclarse con los colombianos.

Se lo advertí pero no me escuchó.

Me estaba sumamente agradecido por haberle salvado la vida, me respetaba, e incluso en alguna que otra ocasión me pidió consejo, pero en lo que respecta a los colombianos no me hizo el menor caso.

Necesitaba volver a Turquía victorioso y para conseguirlo se alió con la peor canalla de este planeta.

El día en que aterrizamos en Bogota comprendí que estaba acabado y que si seguía con él me arrastraría al abismo. Hasta ese momento aún quería aferrarme a la idea de que el turbio asunto que nos había llevado hasta allí se limitaba a negociar un pequeño cargamento de cocaína, pero en cuanto caí en la cuenta de que se trataba de heroína decidí cortar por lo sano.

Soporto mal a los traficantes de cocaína, pero aborrezco a los que negocian con heroína. A mi modo de ver merecen mil veces la muerte, y pese al profundo afecto que sentía por Al-Thani llegué a la conclusión de que no debía hacer ningún tipo de excepción, puesto que también tenía muy claro que jamás me permitiría marcharme por las buenas.

Hazihabdulatif sabía que yo sabía demasiadas cosas sobre él y cuantos le rodeaban, y abrigué el convencimiento de que desde el momento mismo en que sospechara que tenía la más mínima intención de abandonarle, acabaría conmigo.

Pese a lo que supusieran cuantos nos conocían, nunca fuimos amantes, pero pese a ello el nuestro era un matrimonio en el que no cabía el divorcio.

Hasta que la muerte nos separe. La cuestión se limitaba a quién sería el muerto. Uno de los peores errores que suelen cometer las personas cuando han llegado a la conclusión de que van a romper definitivamente con otra, es ir cambiando paulatinamente de actitud hacia ella, en una especie de inconsciente y personal intento de autojustificación hacia lo que en lo más íntimo de su ser consideran una traición.

Es como si se estuvieran preparando para poder decirle en su momento: Te lo venía advirtiendo, pero no has querido darte cuenta. Es una actitud que no me vale. Las cosas o se dicen a las claras, o no se dicen. Lo demás son cataplasmas.

Y en mi caso particular decirlo a las claras era tanto como concederme a m¡ misma un plazo máximo de veinticuatro horas de vida.

¿Adónde podía ir en pleno corazón de Bogotá si se me ocurría la estúpida idea de abandonar a un hombre que estaba tratando un importante negocio con los señores de la droga?

¿A la policía?

¿A la embajada española para contar mi historia de crímenes y atracos?

Probablemente no llegaría ni al cercano Museo del Oro que abría sus puertas a cinco manzanas del hotel, y que era el punto más lejano al que me habían aconsejado que me aventurara sola y a plena luz del día.

— Callejear por Bogotá siempre acarrea un cierto peligro, señorita — me había advertido el jefe de recepción-. Pero para una mujer como usted callejear por Bogotá puede significar el disgusto final.

El disgusto final es una expresión muy colombiana y altamente expresiva, propia de un país en el que cada día se suele dar ese tipo de disgustos de forma violenta a docenas de personas.

A los ojos de todos yo no era más que la querindonga de un traficante moro, pero un moro aparentemente muy bien relacionado con la gente más temida y respetada del país.

Constituía sin lugar a dudas una apetitosa presa para las docenas de hijos de puta que habían hecho del secuestro su forma natural de vida, y entrañaba al propio tiempo un riesgo evidente si se me pasaba por la cabeza la idea de aproximarme a menos de cinco metros de un policía.

Tenía la suficiente experiencia como para haberme dado cuenta de que en cuanto ponía el pie fuera del hotel dos pares de ojos me vigilaban siguiéndome a todas partes, pero nunca conseguí averiguar si se trataba de ojos amigos o enemigos. O de amigos que podían transformarse como por arte de magia en enemigos.

Decidí por tanto tener paciencia y continuar comportándome como lo había venido haciendo hasta el presente. A las dos semanas Al-Thani me pidió que preparara el equipaje, y a la mañana siguiente nos encaminamos a El Dorado con el fin de embarcar en un vetusto y cochambroso avión cuyo destino final era Pasto, en el departamento de Nariño.

Un todoterreno de alquiler nos esperaba en el mismo aeropuerto, y me desconcertó descubrir que la reserva estaba hecha a mi nombre. No me gustó nada. Nada en absoluto.

Firmé el contrato y acepté la documentación sin rechistar, pero tomé buena nota del detalle.

¿Por qué yo?

¿Por qué alguien que Hazihabdulatif sabía muy bien que viajaba con documentación falsa?

¿Quizá porque la suya era aún más falsa que la mía?

Fui a buscar el vehículo al aparcamiento, y al regresar para recoger el equipaje advertí que Al-Thani cargaba una pesada bolsa roja que no habíamos facturado en Bogotá.

— Eso no es nuestro — dije.

— Sí que lo es — replicó secamente-. Y no hagas preguntas.

Consultó un mapa, se puso al volante y emprendimos la marcha a través de una sinuosa carretera que de tanto en tanto atravesaba densas zonas de vegetación auténticamente selvática.

En otras ocasiones discurríamos junto a enormes precipicios que me obligaban a cerrar los ojos, convencida de que si caíamos por uno de ellos pasarían años antes de que descubrieran nuestros cadáveres.

Al cabo de un par de horas no pude contenerme y acabé por inquirir:

— ¿Qué hay en esa bolsa?

— Dinero.

— ¿Solamente dinero?

— Solamente dinero.

— Pues debe ser mucho.

— Lo es.

— ¿Y para qué lo quieres?

Se volvió a mirarme de soslayo.

— No te hagas la estúpida! — señaló con acritud-. Lo sabes muy bien.

— ¿Vas a comprar heroína?

— Exactamente.

— ¿Y qué haremos con ella?

— Pasar al Ecuador.

La frontera ecuatoriana estaba muy cerca, eso ya lo sabía, pero lo que no supe — y ni siquiera imaginé hasta aquel momento- era que el famoso y temido Cimitarra tuviera intención de cruzarla transportando un cargamento de heroína en un vehículo alquilado a mi nombre.

No me lo merecía.

Han pasado muchos años y aún sigo convencida de que no merecía semejante trato teniendo en cuenta que le había salvado la vida en un tablao flamenco y me había arriesgado por él arrastrándole moribundo por media España.

Pero no dije nada. No lo dije hasta media hora después:

— Tengo pis.

— Pararé en la primera gasolinera.

— No creo que aguante. Lo haré aquí mismo.

Se detuvo al borde de la carretera y me adentré en la espesura.

Tal como suponía aprovechó la ocasión para orinar a su vez y estirar un poco las piernas, por lo que se encontraba paseando en el centro de la solitaria carretera cuando se volvió y me vio surgir de entre los árboles con el arma empuñada.

Lo comprendió en el acto. Me conocía muy bien, aunque resultó evidente que me conocía mucho peor de lo que imaginaba, y que en realidad no llegó a conocerme a fondo hasta aquel mismo momento.

— Si es por el dinero, puedes llevártelo — aventuró con voz ronca.

— No es por el dinero y lo sabes — repliqué.

— Supongo que debería saberlo — admitió.

Giró sobre sí mismo y se alejó hacia los árboles, nunca he sabido bien si confiando en que por el hecho de darme la espalda no sería capaz de disparar, o tal vez, para facilitarme las cosas.

Fue una ejecución rápida y limpia, tal como se merece alguien que trafica con heroína y traiciona a quien le debe la vida, pero aun así sigue siendo su amigo.

Arrastré el cuerpo para empujarlo al fondo de una pequeña hondonada y me alejé de allí convencida de que tardarían mucho tiempo en encontrarle, si es que alguna vez alguien se detenía a orinar en tan desolado rincón del universo.

A menudo pienso en él.

En cierto modo se le podía considerar un gran tipo.

Un gran tipo que cometía demasiados errores.

Y había elegido un ambiente en el que los errores se pagan con la vida.

Me enamoré de Ecuador desde el momento en que lo vi.

Apenas crucé una frontera en la que dos perros husmearon cada rincón del todoterreno a la búsqueda de una droga que de haber existido estoy convencida que hubieran acabado por encontrar, tomé conciencia de que todo a mi alrededor había cambiado pese a que en cierto modo el paisaje circundante continuara siendo el mismo.

Colombia no puede evitar ser un país violento y agresivo, con una raíz de violencia que se remonta a varias generaciones, y una agresividad que ha ido en aumento a medida que políticos y narcotraficantes se han empeñado en alimentarla día tras día como a una gran bestia con la que esperan aniquilar a sus enemigos, sin comprender que ser n ellos los primeros en acabar aniquilados.

No soy quién, ni me encuentro lo suficientemente preparada, como para aventurar un ligero esbozo de las razones últimas de esa desatada violencia que se ha convertido en un cáncer social entre los colombianos, y lo único que puedo decir es que flotaba en el ambiente, envolvía como una bruma impalpable, y obligaba a mantenerse en tensión temiendo que desde cualquier punto surgiera de improviso un golpe mortal.

Es posible que en cualquier otro país, no me hubiera decidido a acabar con Al-Thani.

Estoy convencida de que en Ecuador no me hubiera sentido tan incontrolablemente agresiva.

¿Quién sabe?

A menudo he intentado recordar si aquel día estaba a punto de venirme la regla.

De ser así tal vez influyó en mi decisión.

Colombia, la violencia, la selva, la decepción al saberme traicionada y la sorda tensión que en ocasiones me invade cuando estoy a punto de menstruar me empujaron a apretar el gatillo, aunque admito que con posterioridad lo apreté en infinidad de ocasiones sin que existieran circunstancias atenuantes.

No obstante, a medida que me iba adentrando en Ecuador, me sentía más y más relajada, y en cuanto aparqué el vehículo en una callejuela de Otavalo y me mezclé con una abigarrada multitud de indígenas de coloridos ropajes y docenas de turistas que lo curioseaban todo con manifiesto asombro, me asaltó la impresión de que en aquel país me encontraba a salvo y por primera vez en mucho tiempo ningún peligro me acechaba.

Son tan escasas las ocasiones en que he experimentado algo semejante.

¡Tan escasas!

Era como si por primera vez en años me estuvieran permitiendo respirar a pleno pulmón y sin ningún tipo de ataduras, y me maravillaba ver sonreír continuamente a la gente mientras a mi alrededor pululaban docenas de chicuelos que me besaban las manos cuando les entregaba unas monedas.

Me compré un precioso poncho color lila que me recordó en cierto modo al raído poncho rojo del inefable Alejandro, almorcé en el minúsculo restaurante que se alza junto a las enormes arcadas de piedra de la plaza del mercado, y disfruté de una indescriptible e impagable libertad tras tanto tiempo de saberme ligada de una forma absurda al mundo de intrigas y violencia de Hazihabdulatif.

Serenidad.

Esa es a mi modo de ver la palabra que mejor reflejaba mi estado de ánimo en aquellos momentos. Serenidad en perfecta sintonía con un bucólico paisaje de altas montañas, verdes praderas y oscuros bosques de eucaliptos entre los que transitaban hombres, mujeres y niños de piel oscura, pequeños, activos y silenciosos, pero que parecían querer competir en el colorido de sus ropajes con toda la gama de tonalidades del arco iris que a media tarde hizo su aparición entre dos lejanas colinas.

¡Serenidad!

Qué palabra tan hermosa para quien, como yo, vivía desde tanto tiempo atrás en un continuo conflicto interior!

Para un espíritu tan caprichosamente atribulado como el mío, una hora de íntima armonía puede llegar a ser tan importante como el agua que apaga la sed o el aire que permite respirar.

Y Ecuador me ofreció eso. Eso, y mucho más.

Ecuador me ofreció la oportunidad de encontrarme a m¡ misma, permitiendo que mis numerosos e infatigables fantasmas personales me abandonaran por un corto período de tiempo.

De Otavalo seguí hacia Quito, y Quito me fascinó.

¡Qué ciudad tan perfecta!

¡Qué clima, qué gente, qué paisaje…!

De verde intenso, siempre limpio, y con el majestuoso volcán Pichincha dominándolo todo.

Me hospedé en el hotel Quito que se alza justo en el punto por el que Francisco de Orellana se lanzó a la loca aventura de descubrir el río Amazonas para atravesar por primera vez el continente de parte a parte, y si alguna vez hubiera poseído una casa que pudiera considerar auténticamente mía, supongo que me habría sentido en ella tan a gusto como me sentía en aquel inolvidable lugar.

Recuerdo que amanecía siempre a las seis en punto, y era como si de pronto se encendiera una luz sin transición alguna, y el ancho valle que se abría ante mi ventana aparecía tan cubierto de flores cómo el m s cuidado de los jardines.

A media mañana bajaba a la piscina, donde tenía que protegerme de un sol que allí, a tres mil metros de altitud y en plena línea ecuatorial abrasaba como un hierro al rojo, pero luego, a las doce en punto, observaba día tras día, con exactitud cronométrica, cómo las nubes llegaban desde la Amazonía para descargar larga y mansamente sobre la ciudad.

En cuanto se alejaban de nuevo lucía un esplendoroso sol sobre los volcanes y colinas que aparecían recién lavadas, limpias y oliendo a tierra mojada.

A las cinco de la tarde llegaba una espesa bruma que envolvía la ciudad en un manto de misterio, y a las seis en punto, ni un minuto más, cerraba una noche oscura como boca de lobo.

Paz.

Y tiempo para pensar.

Algunos días me aventuraba en largas excursiones en las que descendía por la increíble carretera que se abre paso a todo lo largo de la impresionante avenida de los Volcanes flanqueada por gigantescos picachos eternamente nevados, o me aproximaba al monumento que señala el punto exacto por el que pasa la raya que divide los dos hemisferios de la Tierra.

Cómo me gustó Latacunga con su hermosa laguna y sus rebaños de alpacas y llamas!

O Santo Domingo de los Colorados, con sus indios que parecen extraídos de una película!

Me comportaba como una turista más.

Una despreocupada turista que jamás hubiera hecho daño a nadie y a la que evidentemente le sobraba el dinero.

¡Dinero!

Nada menos que cuatrocientos mil dólares contenía la misteriosa bolsa roja que alguien había entregado a Hazihabdulatif en Pasto.

Los dividí en tres partes.

Una la envié a una cuenta secreta en Suiza.

Otra la enterré muy cerca de la estatua de Francisco de Orellana que se alza al fondo de los jardines del hotel Quito, y aún debe seguir allí.

Y la tercera me la quedé para sentirme rica por primera vez en mi vida.

¡Es bueno sentirse rica de vez en cuando!

Resulta muy agradable el hecho de poder vivir en hoteles de lujo, cenar en los mejores restaurantes, e incluso permitirse la excentricidad de perder en la ruleta.

En los bajos del hotel se abrían las salas de un coqueto casino al que me gustaba acudir de tanto en tanto sabiendo que con doscientos dólares me entretenía toda la noche sin preocuparme m s que de la posibilidad de que salieran mis números.

¡Qué persona tan distinta debía parecer en aquellos momentos!

Aún me parece mentira al recordarlo.

Una noche se sentó a mi lado un tipo alto, flaco, narigudo y desgarbado.

No tenía nada de especial, aunque aquella misma mañana lo había estado observando en la piscina, ya que me había llamado la atención el hecho de que sin ser lo que pudiera considerarse un auténtico atleta o un nadador de estilo impecable, se movía en el agua con la gracia y la agilidad de una nutria, hasta el punto de que podía creerse que era m s un ser casi acuícola que terrestre.

En el casino parecía, no obstante, un extraterrestre y lo observaba todo con la expresión de asombro y estupefacción de alguien que acabara de llegar de la m s profunda selva.

No dijo nada, pero al cabo de un rato pareció avergonzarse de permanecer allí clavado como una estatua por lo que avanzó la mano para colocar dos pequeñas fichas sobre el tapete. Una en el pasa y otra en el falta.

El crupier le dirigió una significativa mirada de desprecio pero se limitó a hacer girar el mágico cilindro.

Si no recuerdo mal salió el catorce, por lo que lógicamente el narigudo perdió una ficha y ganó otra.

Se diría que con eso se sentía satisfecho.

Insistió en idéntico juego.

Y naturalmente volvieron a quitarle una ficha y pagarle otra.

Sonrió feliz.

A la quinta oportunidad ya no pude contenerme.

— Cuando apuesta a falta, está jugando del uno al dieciocho — le hice notar-. Y al apostar al pasa, del dieciocho al treinta y seis. Así nunca ganar.

— Pero tampoco perder‚. Y no estoy tan loco como para pretender ganar el primer día — fue su desconcertante respuesta-. Me conformo con entretenerme y aprender.

— Sin embargo — le hice notar-, en cuanto salga uno de los ceros le quitarán la mitad en cada una de las apuestas.

Las ruletas ecuatorianas, tienen, como todas las del continente, dos ceros en lugar de uno, lo cual las diferencia de las europeas.

Eso pareció confundirle, por lo que estudió el tapete y por último inquirió:

— ¿Y cuándo suelen salir los ceros?

— No tengo ni idea. Ojalá lo supiera!

— Vaya por Dios!

Se rascó pensativamente las cejas, se volvió a mirarme de frente y se diría que fue en ese preciso instante cuando reparó en el hecho de que estaba hablando con una mujer joven y quiero suponer que muy atractiva.

— Perdone si le parezco estúpido — se disculpó con una tímida sonrisa-. Pero es que en las Galápagos no hay casinos, y jamás había visto antes una ruleta.

— ¿Vive en las Galápagos? — inquirí de inmediato puesto que era uno de los lugares que deseaba visitar pero me habían advertido en la oficina de turismo que se hacía necesario solicitar plaza con mucho tiempo de antelación.

Asintió en un casi imperceptible gesto de la cabeza mientras respiraba satisfecho al comprobar que la bolita no había caído en ninguno de los ceros.

— ¿Desde cuándo?

— Desde siempre. Nací allí.

Yo había leído varios libros y visto infinidad de documentales sobre las islas Galápagos y su extraña y maravillosa fauna, pero debo admitir que jamás se me había pasado por la cabeza la idea de que alguien pudiera nacer y vivir en ellas, y así se lo hice notar.

Me miró como a una retrasada mental.

— ¿Y por qué no? — replicó-. En Isabela hay un pueblo, aunque yo nací en Santa Cruz. Mi abuelo fue uno de los creadores de la Fundación Darwin y luego la dirigió mi padre. Yo estoy especializado en iguanas marinas.

— ¿Especializado en iguanas marinas? — repetí-. No puedo creerlo!

Nos pasamos el resto de la velada charlando sobre iguanas marinas y sus diferencias con las de tierra, as¡ como de focas, tortugas gigantes, pinzones de diferentes tipos y toda clase de bichos exóticos, y debo reconocer que fue sin lugar a dudas una de las noches más inolvidables de mi vida.

Mario amaba a los animales. Más que amarlos se podría asegurar que era uno entre ellos, aunque referido siempre a lo mejor que existe en ellos.

Había nacido y se había criado en un ambiente en el que cada ser viviente — y en ello incluyo a la mayor parte de las especies vegetales- tenía sus propios hábitos y sus propias características, y estaba claro que lo sabía casi todo sobre sus pautas de comportamiento.

Era como una enciclopedia de la naturaleza, o como un joven comandante Cousteau — al cual en cierto modo se parecía por lo alto, lo flaco, lo desgarbado, lo narigudo y lo tan de otro mundo- y sin ser, repito, un hombre en absoluto atractivo, cautivaba por su forma de expresarse.

Con el tiempo llegué a la conclusión de que era una especie de niño grande que tenía la virtud de despertar el instinto maternal de las mujeres.

¿A quién se le ocurre especializarse en un bicho tan feo como una iguana marina?

Únicamente a Mario.

Entendí por qué por la mañana me había dado la impresión de que se movía en el agua como una nutria, y por qué tenía aquella narizota alargada y aquellos acuosos ojos de un azul inquisitivo. Por lo visto se pasaba horas bajo el mar, observando a unos negruzcos lagartos de aspecto terrorífico que no obstante resultaban inofensivos ya que tan sólo se alimentaban de algas, pero incluso cuando me contaba cómo se sumergía tras unos bichos a primera vista tan poco interesantes, vigilando siempre que no hiciera su aparición a sus espaldas un tiburón hambriento, captaba mi atención con la misma intensidad que si se estuviese refiriendo a una peligrosa cacería de leones o elefantes en pleno corazón del Continente Negro.

La razón de su viaje a Quito no era otra que la de presionar a las autoridades con el fin de que redujeran aún más el cupo de visitantes a un parque natural que comenzaba a presentar preocupantes pruebas de degradación, y recuerdo que estuvimos a punto de enzarzarnos en una acalorada discusión cuando le acusé de estar pretendiendo limitar al disfrute exclusivo de sí mismo y un elegido grupo de los suyos un rincón del planeta que debería ser considerado en justicia Patrimonio de la Humanidad.

¡Absurdo! Absurdo y desconcertante que alguien que venía de pegarle un tiro en la cabeza a su mejor amigo para arrojar su cadáver al fondo de un barranco, se dedicase a teorizar sobre parques naturales, pero así era, puesto que en cierto modo me estaba comportando como correspondía a una muchacha de mi edad.

Ecuador, repito, me había cambiado, e incluso permitió que dejara a un lado el obsesivo recuerdo de Sebastián, puesto que ese recuerdo se limitaba en aquellos momentos al de un querido ser que había muerto años atrás, y cuya sombra no compartía ya mi lecho noche tras noche.

Y es que debo admitir que hasta el día de mi llegada a Quito, raramente había estado en consonancia con mi auténtica naturaleza.

El divorcio entre lo que debía haber sido y lo que en realidad era resultaba evidente, y las pesadillas y obsesiones que de continuo me asaltaban me impedían disfrutar de los más sencillos placeres de la vida.

Disentir acaloradamente sobre la política a seguir en un parque natural podía muy bien ser uno de ellos.

Captar la intensidad de la admiración con que me observaba un hombre tímido e inexperto que parecía haber entendido desde el primer momento que estaba totalmente fuera de su alcance, también.

Disfrutar de una buena cena, de una hora de ruleta, de una tranquila visita a las pintorescas aldeas del valle que parecían no haber cambiado en el transcurso de los últimos quinientos años, también.

Era como si por el hecho de haber cruzado la línea que divide en dos el mundo y haberme internado treinta kilómetros en el hemisferio sur, mi mente hubiera cambiado al igual que cambian las estaciones o comienzan a cambiar las estrellas en el firmamento.

A partir de allí, hacia el sur, el invierno se volvía verano y el verano invierno. A partir de allí, durante las noches, en el cielo no reinaba la Estrella Polar sino la Cruz del Sur. A partir de allí nacían las antípodas. En cierto modo me había convertido en mi propia antípoda.

La noche que invité a Mario a subir a mi dormitorio creyó estar soñando. Y en el momento en que descubrió que era virgen se cayó de la cama.

No fue una noche de pasión, pero sí de ternura. No escuché los hermosos susurros que escuchaba de niña en el cuarto vecino, pero no me hizo falta. Percibía su profundo respeto.

Deseo, admiración y repito que casi incredulidad, pero sobre todo respeto por parte de un hombre que contemplaba mi cuerpo como quien contempla una irrepetible puesta de sol o un cuadro de Goya.

Y eso bastó para hacerme feliz.

Más feliz que un desatado orgasmo de los que tenían la virtud de desencajar el rostro de doña Adela.

No hubo sudores, ni jadeos, ni convulsiones.

Pero hubo, eso sí, una exquisita delicadeza en cada gesto y en cada palabra, puesto que Mario pareció comprender desde el primer instante, que le estaba haciendo entrega de un presente sumamente valioso.

— ¿Por qué yo?

¿Qué respuesta puede darse a un desconocido al que acabas de ofrecer un tesoro que te has esforzado en conservar intacto toda la vida?

¿Por qué él?

¿Tal vez porque fue el primer hombre que conocí en el nacimiento de las antípodas?

¿Qué importancia tiene?

Ocurrió porque algún día tenía que ocurrir y jamás me arrepentí de que hubiese sucedido de ese modo.

Siguieron días muy hermosos, y quiero creer que lo fueron tanto debido al hecho de que no nos unía una pasión desenfrenada, sino más bien una especie de cómplice camaradería que nos permitía disfrutar de cuanto nos rodeaba sin estar pensando continuamente en el sexo.

Decidimos conocer juntos la Amazonía para pasar toda una semana en un acogedor hotel que se alzaba en pleno corazón de la selva, a orillas del Napo, al otro lado del cual se abría el territorio de los feroces aucas que jamás cruzaban el río pero que alanceaban hasta morir a todo aquel que osara poner el pie en sus tierras.

El hotel Jaguar era, sin lugar a dudas, el paraíso de las mariposas y las orquídeas, aunque por desgracia lo era también de los mosquitos.

Pero resulta divertido y sumamente exótico el hecho de hacer el amor bajo un inmenso mosquitero escuchando el lejano rugido de un jaguar y sabiendo que a menos de un kilómetro de distancia acechan indios salvajes.

¡Mario, Mario! En estos momentos te imagino en tus hermosas islas del confín del universo fotografiando iguanas bajo el agua y atento a que un tiburón no te arranque una pierna.

De vuelta en una diminuta avioneta de nuestra inolvidable expedición al deslumbrante oriente ecuatoriano, dejé a Mario en el aeropuerto puesto que tenía que regresar de inmediato a su archipiélago.

Quedamos en que en cuanto me consiguiera una plaza en el viejo avión militar que une las islas con Guayaquil dos veces por semana, acudiría a recogerme a la antigua base americana del islote de Baltra.

Quería presentarme a sus padres.

Lo recuerdo y no puedo por menos que asombrarme: hubo una vez un hombre que quiso presentarme a sus padres.

Está claro que se trataba de un antípoda. Aunque cuando me detengo a meditar en ello, debo admitir que tal vez una pequeña isla a mil kilómetros de la costa ecuatoriana en pleno océano Pacífico hubiera constituido el lugar ideal para que alguien como yo rehiciera su vida.

Estoy hablando de la posibilidad de rehacer mi vida cuando todavía no había cumplido veintitrés años y acababa de acostarme por primera vez con un hombre.

¡Qué equivocada he estado siempre!

¡Qué equivocada!

Pero tan remota posibilidad de enderezar mi rumbo se truncó ese mismo día, ya que en el momento de pedir la llave de mi habitación, el conserje se inclinó hacia adelante para musitar con voz de manifiesta complicidad:

— Un pastueño la anda buscando.

— ¿Quién?

— Un pastueño… — repitió visiblemente nervioso-. Un colombiano que por el acento juraría que viene de Pasto — hizo una larga y significativa pausa para añadir-: Y tiene aspecto de ser mala gente, señorita.¡Muy mala gente!

— ¿Dónde está?

— Lo acomodé en la ciento catorce, pero se ha ido a los toros. Me ha dado cien dólares para que le avise en cuanto llegue.

— ¡Gracias! — le alargué tres billetes de cien dólares-. Esto para usted. Pida que me preparen la cuenta y cuando vuelva ese pastueño le dice que he abandonado la ciudad sin dar explicaciones.

Sabía que tenía poco más de una hora de tiempo, puesto que en Quito las corridas de toros se suelen celebrar por las mañanas para que acaben antes de que empiece a llover.

Hice el equipaje, me cercioré que no había nadie por los pasillos, y me encaminé a la habitación ciento catorce.

Entre las muchas cosas que había aprendido con AI-Thani había aprendido lógicamente la forma de abrir una cerradura tan sencilla como la de una puerta de habitación de hotel.

El tipo se llamaba Cirilo Barrientos y tenía una cara de hijo de la gran puta que no podía disimular ni en la fotografía familiar que descansaba sobre la mesilla de noche y en la que se le podía ver con una pelirroja bastante atractiva y tres chicuelos de corta edad.

En el fondo de la maleta ocultaba un revólver calibre treinta y ocho con el percutor cubierto, que es el arma preferida por los agentes de la CIA y los sicarios colombianos, ya que acostumbran a disparar desde el interior del bolsillo sin que se enganche en la tela.

Me la llevé, del mismo modo que me llevé la foto familiar, su carnet de conducir y las llaves de su coche.

Yo sabía muy bien que en Quito a nadie se le ocurría ir a los toros en su propio vehículo, consciente de las dificultades que presenta el aparcar cerca de la plaza, y tras hacer que cargaran el equipaje en mi todoterreno no me costó mucho descubrir que en el estacionamiento del hotel se encontraba otro muy parecido con matrícula colombiana.

Era el de Cirilo Barrientos, lo abrí con sus llaves y me quedé con el delco y la documentación que guardaba en la guantera.

Luego, y en el momento en que las primeras gotas golpeaban contra el parabrisas, enfilé hacia el sur por la carretera que se dirige a Guayaquil, y que a mi modo de ver es la más hermosa que pueda existir en este mundo.

Al llegar a Ambato hice un alto en el camino, telefoneé al hotel Quito y rogué que me comunicaran con la habitación ciento catorce.

El hombre tenía una voz ronca, hostil y aguardentosa y evidentemente se encontraba de un humor de perros.

— ¿Por qué me busca? — quise saber.

— Tienes algo que nos pertenece — fue su seca respuesta.

— ¿La bolsa roja? — inquirí-. Busque a Hazihabdulatif y pídesela a él. Me dio veinte mil dólares para que alquilara un coche y le esperara en Quito, pero no ha aparecido. Por lo que sé se dirigía a Bolivia, a cerrar un negocio.

— ¿A Bolivia…? -repitió visiblemente alarmado-. Hijo de la gran puta! ¿Y la cita que tenía en Tulcán?

— No sé nada de ninguna cita en Tulcán — repliqué y en esta ocasión no mentía-. Lo único que sé es que me engañó.

— ¿Podemos vernos?

— Ni por lo más remoto.

— ¿Por qué?

— Porque no tenemos nada de qué hablar. -hice una corta pausa y cambié el tono de voz-. Y recuerde una cosa: yo sé quién es usted, dónde vive, y cuántos hijos tiene… Por cierto, la niña es preciosa. Sin embargo, usted no tiene ni idea de quién soy, cómo me llamo en realidad, ni qué clase de amigos tengo. Si promete olvidarse de mí, le prometo olvidarme de usted y de su hermosa familia.

— ¿Y qué pasará con el dinero?

— Busque a Al-Thani y que él se lo explique.

Guardó silencio unos instantes, debió meditar a fondo mi propuesta y al fin admitió en un tono de voz que se me antojó sincero:

— Trato hecho, pero devuélvame mis cosas.

— Se las enviaré a su casa. Pero la foto familiar me la quedo. Y el arma también. Es magnífica.

Lanzó un reniego, y colgué.

Seguí mi camino y mientras conducía llegué a la conclusión de que el tal Cirilo Barrientos era sin lugar a dudas el más inepto de la larga lista de ineptos con los que me había tropezado hasta el momento — ahora puedo asegurar que incluso de cuantos me tropecé m s adelante- en este complicado mundo de la marginalidad.

Un auténtico profesional no se puede comportar en absoluto como él lo hizo.

Un auténtico profesional que recibe el encargo de recuperar cuatrocientos mil dólares escamoteados a un cártel de la droga, no tiene derecho a ir por el mundo dejando la fotografía de su mujer y sus hijos en la mesilla de noche de un hotel para marcharse tranquilamente a los toros.

Entre otras cosas, porque se supone que un asesino a sueldo no debe tener mujer e hijos. El hecho de que los tenga rompe todos los esquemas.

A Cirilo Barrientos debió perderle el hecho de imaginar que iba tras las huellas de una pobre mantenida que había llegado sola y despistada a un país desconocido, y probablemente no pretendía otra cosa que irse a la cama con el primero que le dijera por ah¡ te pudras.

Craso error, aunque en su descargo lo único que se me ocurre es que si se tratara de un hombre siquiera medianamente inteligente habría alcanzado años atrás la cúpula del narcotráfico colombiano en lugar de seguir siendo a su edad un simple sicario, bueno tan sólo para perseguir muchachas supuestamente inofensivas.

De haber sido tan sólo algo más listo Cirilo Barrientos habría tenido muy en cuenta quién era en realidad Hazihabdulatif Al-Thani, y por lo tanto debería haber imaginado que quienquiera que compartiese su vida no podía ser absolutamente inofensivo.

Nadie deambula más de un año entre la basura sin ensuciarse. Nadie vive rodeado de terroristas y maleantes sin aprender algunos trucos. Nadie sobrevive en un océano tempestuoso sin haber aprendido a nadar.

A los veintitrés años yo aún no sabía mamarla — cosa que hoy en día practican de maravilla la mayor parte de las chicas de dieciséis- pero sabía cómo hacer frente a situaciones que pondrían los pelos de punta a la más experimentada prostituta.

Admito que es más lógico, divertido e incluso saludable, dedicarse a mamarla con estilo, haciendo de paso feliz a un hombre, que a forzar habitaciones de hotel, atracar bancos o matar gente, pero aquélla era la forma de vida que había elegido, y lo que estaba claro es que empezaba a ser bastante buena en mi oficio.

Guayaquil se me antojó la otra cara de la moneda de Quito; es decir, una ciudad sucia, maloliente y bochornosa. Aunque entra dentro de lo posible que tan negativa y cuestionable apreciación se debiera más que nada a mi negro estado de ánimo.

Me hospedé en un hotelucho de mala muerte en el que ni siquiera se molestaron en pedirme la documentación, y durante todo un día me dediqué a sopesar los pros y los contras de seguir adelante con el plan de visitar Galápagos.

No obstante, muy pronto llegué a la conclusión de que no tenía derecho a hacerle daño a alguien que se había comportado conmigo con tan exquisita delicadeza.

Me constaba que no estaba enamorada de Mario, ni que probablemente llegara a estarlo nunca.

Era un buen hombre. Demasiado bueno para cargar con alguien como yo, y lo mejor que podría ocurrirle era olvidar con el tiempo su hermosa aventura quiteña, para regresar con sus iguanas, y encontrar algún día una mujer a su medida.

Dejé el todoterreno en el aparcamiento del aeropuerto, introduje las llaves en el buzón de la compañía de alquiler y a los pocos minutos me embarqué en el primer avión.

Salí de Ecuador con un pasaporte a nombre de Isabel Ramírez y entré en Panamá con otro a nombre de Náima Dávila sin que nadie advirtiera el cambio.

Los aduaneros suelen fijarse más en las caras y las fotos, que en los nombres. Sobre todo si se trata de una mujer joven y llamativa. A veces temo estar repitiendo en exceso que soy llamativa. No es por presunción, ni porque me sienta especialmente orgullosa de serlo; es porque estimo que ciertos pasajes de mi historia no llegarían a entenderse a no ser que quede muy bien establecido que mi aspecto físico tiene mucho que ver en mi forma de comportarme.

Precisamente por eso, por considerar que resulto demasiado llamativa como para andar sola incluso en una ciudad tan atestada de hombres de negocios que acuden a lavar dinero sucio entre ambos océanos como Panamá, decidí que si pretendía que mi rastro se diluyera aún más necesitaba buscarme una convincente tapadera.

El elegido fue el ínclito Jack Corazza, el alto ejecutivo más pagado de sí mismo que haya nacido nunca en Las Vegas, y que pareció aceptar como algo absolutamente normal y lógico que me prendara de sus encantos en cuanto se dignó dirigirme la palabra en el bar del hotel.

¡Qué tipo tan presuntuoso!

Fatuo hasta la exageración, pero la clase de persona que me venía como anillo al dedo en aquellos momentos, puesto que a la media hora de conocerme ya me había invitado a visitar media docena de países en el jet privado de la compañía de la que al parecer era Director General de Compras.

— ¿Y qué es lo que compras? — quise saber.

— Tierras. Enormes extensiones de tierra!

Y era cierto.

Acepté su invitación, por lo que a los dos días aterrizamos en la cercana península mexicana de Baja California, donde inició de inmediato negociaciones para quedarse con un inmenso valle pagándolo en el acto y en billetes contantes y sonantes.

Por lo que me contó aquél había sido de los lugares más fértiles del continente que abastecía de frutas exóticas Estados Unidos hasta que a mediados de los años cincuenta se agotaron sus pozos y comenzó convertirse en un inmenso erial.

Ahora, semidesértico y abandonado ofrecía un aspecto lamentable con enormes caserones que se caían a pedazos, viejos troncos que semejaban sarmientos y famélicas cabras que habían devorado ya hasta la última brizna de hierba.

Era a mi modo de ver el lugar más inhóspito y desolado del planeta, pero al fantasioso Jack Corazza pareció entusiasmarle, puesto que apoltronado en un viejo butacón del único hotel que quedaba en la zona, iba recibiendo uno por uno a los campesinos que hacían cola con sus documentos de propiedad en la mano, y en cuanto sus abogados certificaban que estaban en regla les colocaba un montón de dólares sobre la mesa y les obligaba a firmar un contrato de venta.

Se me antojaba un derroche! Un auténtico despilfarro!

Nunca imaginé que alguien pudiera regalar dinero de aquella forma, y el hecho de advertir la magnitud de mi desconcierto hacía feliz a un pavo real cuya mayor satisfacción parecía ser la de epatar a cuantos le rodeaban con sus inconcebibles desplantes y sus locos sueños de grandeza.

Era, eso sí, un duro negociador. Pagaba en el acto y sin inmutarse, pero pagaba siempre el precio que él mismo establecía, y se negaba a aceptar cualquier tentativa de negociación.

— O lo tomas, o lo dejas! — era su única oferta.

Y la inmensa mayoría lo tomaba, puesto que mirándolo bien, lo que estaba vendiendo ya no valía nada.

De ese modo, la empresa, que supongo que no había que ser demasiado listo como para llegar a la conclusión de que pertenecía a la mafia de los casinos y la droga de Las Vegas, reciclaba miles de millones de dólares, ya que los contratos de compraventa se firmaban por cantidades ridículas, mientras que el verdadero precio se pagaba en billetes usados.

Pero ¿qué objetivo tenía lavar tantísimo dinero si lo que se estaba obteniendo a cambio no valía ni la décima parte?

— ¿Acaso es que hay petróleo? — quise saber-.

¿Oro, diamantes, minerales valiosos…?

— Aquí no hay nada, cariño — replicaba con desconcertante sinceridad-. No hay más que tierra. Yo únicamente compro tierras.

— Pero ¿por qué?

— Porque así se llama nuestra compañía: Tierras y Tierras y hemos adquirido ya miles de millones de hectáreas en los cinco continentes.

— ¿Y qué hacéis con ellas? ¿Las revendéis más caras?

— Dios me libre! — se escandalizó-. Nosotros no vendemos. Sólo compramos.

Y era cierto, repito.

Pasé mucho tiempo a su lado, recorrimos cerca de una veintena de países, y lo único que hizo en ese tiempo fue comprar y comprar eriales irredentos por los que ni los beduinos hubieran ofrecido un centavo.

Al fin, la noche que me negué en redondo a acompañarle a Mauritania para ser testigo una vez m s de cómo hacía el idiota pavoneándose ante los pobres lugareños que por un puñado de dólares serían capaces de venderle un desierto del tamaño de Andalucía, tomó asiento en el borde de la cama, me obligó a alzar el rostro para mirarle directamente a los ojos, y por último inquirió:

— ¿Realmente aún no has entendido por qué hago lo que hago?

— Lo único que he entendido es que lavas sumas prodigiosas de un dinero que supongo que proviene de un sinfín de negocios sucios.

— ¿Nada más? En ese caso eres menos inteligente de lo que suponía.

— ¿Qué tiene de inteligente tirar el dinero de ese modo? — me indigné-. ¿Cómo esperas recuperarlo?

— No sólo espero recuperarlo — sentenció seguro de sí mismo-. Lo recuperaremos multiplicado por mil, y además ser absolutamente legal.

¿Cómo? — quise saber cada vez m s intrigada.

— Con visión de futuro. Los grandes imperios se hacen siempre con visión de futuro — añadió sin su fatuidad habitual-. Hace poco más de un siglo el mundo comenzó a industrializarse y unos pocos comprendieron que muy pronto esa industria demandaría ingentes cantidades de energía. Ya no bastaba con el esfuerzo humano ni la tracción animal. Ni siquiera con el carbón!

Pero ellos, esos precursores se hicieron con el control del petróleo, la energía hidráulica y por último la energía nuclear. Petroleras y eléctricas se convirtieron en los nuevos dirigentes de la economía mundial.

— Hasta ahí lo entiendo — admití.

— Luego, hace unos treinta años, surgió la Revolución Electrónica y de ella han nacido también poderosísimos imperios — sonrió de oreja a oreja-. Y dentro de muy poco surgir la Revolución Agrícola, y ahí es donde estar presente Tierras y Tierras, Sociedad Anónima.

— ¿Revolución Agrícola? — no pude por menos que repetir estupefacta-. Pero ¿de qué demonios hablas? Todo el mundo sabe que el planeta se está desertizando, y el gran problema estriba en que cada día la población se amontona en mayor número en torno a las ciudades.

— ¡Exacto! — reconoció-. Ese es el Gran Problema. Pero siempre que la humanidad se ha enfrentado a un gran problema ha encontrado una gran solución porque para eso el creador nos dotó de inteligencia. Y esa gran solución se encuentra ya en camino.

— ¿Y cuál es, si puede saberse?

— El agua.

¡No podía creerlo! ¡Aquel loco estaba realmente loco! ¡El agua!

— Pero si cada día hay menos agua! — exclamé.

— Lo sé — admitió-. Pero por eso mismo, muy pronto, sobrar. Ese es el reto, y ésa será la victoria. ¿Acaso no te has dado cuenta de que todas las tierras que compro, son potencialmente fértiles, se encuentran en países cálidos, y además se alzan siempre a la orilla del mar?

— No! — reconocí-. No había caído en ello.

— Pues así es! — puntualizó-. Tierras que se convertirían en un vergel y en un emporio de riqueza si se regaran — hizo una corta pausa como para conferir mayor énfasis a lo que decía-.

Y muy pronto la regaremos porque ya todo el agua de mar se puede convertir en agua dulce.

— Pero eso cuesta carísimo! — le hice notar.

— Lo sé — reconoció impasible-. Casi tan caro como le costaba un coche a mi abuelo, pero yo tengo cinco. Y casi tan caro como costaba hace diez años un teléfono móvil, pero ahora algunos grandes almacenes incluso los regalan. Nosotros confiamos en el ser humano porque sabemos que cuando encuentra un camino sabe seguirlo hasta el final, sea para bien o para mal. Y en este caso es para bien.

— Nunca se me hubiera ocurrido algo así de la mafia — repliqué intentando hacer daño porque a decir verdad me sentía confusa y un tanto apabullada-. ¿Ahora, de pronto, confiáis en el ser humano?

— Yo no pertenezco a esa cosa que has mencionado, querida — puntualizó paciente-. Yo formo parte de la Tercera Generación de unos hombres que demostraron tener visión de futuro al fundar una ciudad como Las Vegas en pleno desierto. Y ahora nos consta que el exceso de liquidez que proporcionan ciertos negocios se convierte en un engorro. Por eso lo invertimos en algo que a la vuelta de una d‚cada ser sólido, honrado y productivo..: tierras excelentes — sonrió con cierta ironía-. Ten en cuenta que al fin y al cabo esa mafia a la que te refieres nació cuando los campesinos sicilianos se vieron obligados a emigrar. La Cuarta Generación de aquellos exiliados ser dueña de un imperio que no admitir fronteras puesto que habrá sabido establecerse en infinidad de países, controlando legalmente la producción de alimentos en un mundo que se encontrar superpoblado y que necesitar por lo tanto de dichos alimentos.

Aprendí muchas cosas de Jack Corazza. Aprendí mucho sobre grandes negocios, sobre cómo mover ingentes sumas de dinero, o sobre cómo corromper a políticos y funcionarios públicos.

Aprendí a comportarme en un restaurante de superlujo, a mantener una conversación interesante en un inglés más o menos fluido, y a elegir muy bien mi elegante y sofisticado vestuario.

Y aprendí a ser rica sin ser rica como amante de un hombre poderoso, ególatra y excéntrico pero en el fondo generoso e inteligente, que me cubrió de joyas de los pies a la cabeza. Aunque hubo algo: un fabuloso collar de zafiros que siempre guardó en su caja fuerte y nunca llegó a entregarme, puesto que la condición exigida para hacerlo era que me dejara dar por el culo, a lo que siempre me negué en redondo.

Desde entonces siempre he asociado la idea de zafiro, a algo negro, profundo, y en cierto modo, denigrante y doloroso.

Nuestra historia en común acabó en París, y lo hizo como suelen acabar estas historias, sin demasiados reproches ni acritudes, puesto que en el fondo ambos habíamos obtenido lo que pretendíamos: Jack disfrutar de la compañía de una muchacha joven, atractiva y presentable, y yo de una cierta seguridad y una experiencia que me habría de resultar muy útil en el futuro.

Habiéndome quedado sola en París dediqué un par de semanas a ir de compras, hacer turismo y meditar sobre mi posible futuro como prostituta de lujo, visto que contaba con una considerable lista de números de teléfono de amigos de Jack que a menudo se habían mostrado más que dispuestos a tomar su relevo si se presentaba la ocasión.

No obstante, tenía muy claro que continuar con aquella vida significaba tanto como traicionar mis m s profundas convicciones, y que haber matado a tres hombres y saberme rechazada por mi propia madre para acabar abriéndome de piernas a cambio de pulseras y abrigos de visón, no tenía el más mínimo sentido y carecía de la lógica m s elemental.

Las circunstancias me habían obligado a aplazar durante casi dos años la misión que me había encomendado a mí misma el ya lejano día en que unos hijos de puta mataron a Sebastián, y sentada una tibia tarde de primavera en la terraza de un café de los Campos Elíseos, llegué a la, a mi modo de ver, errónea decisión de que aquél era el momento idóneo para reemprender el camino iniciado.

Me compré un precioso deportivo, crucé la frontera por Irán sin que nadie reparase más que en el hecho de que era una turista en apariencia despreocupada y rica, y me dirigí directamente a Orense.

Me costó toda una semana localizar a Vicente, el aprendiz de relojero cuya detención había provocado la desbandada del grupo y de mi excesivamente largo exilio.

Trabajaba de pinche de cocina en un restaurante de mala muerte, y la noche que le abordé en una oscura esquina, me confundió con una vulgar prostituta e hizo ademán de pasar de largo.

— ¿Es que ya no me conoces?

Pareció realmente perplejo, pero casi de inmediato reaccionó y pude leer el miedo en sus ojos.

¿Qué haces aquí? -quiso saber-. Si nos ven juntos estoy perdido.

— Necesito saber qué ocurrió aquel día.

— Que me encerraron, pero como mucha gente testificó que estaba aquí la noche en que mataron al turco y tampoco podían relacionarme directamente con los atracos, a las dos semanas me soltaron.

— ¿Qué sabes de los otros?

— Alejandro y Emiliano continúan en Madrid. Diana desapareció del mapa. Ojalá pudiera hacer lo mismo!

— ¿Y quién te lo impide?

Me dirigió una larga mirada de asombro.

— Oh, vamos! — exclamó-. ¿Me has visto bien? Me echaron de la relojería y apenas gano para vivir.

— Cambia de país.

— Qué más quisiera yo! Mi tío, que trabaja de capataz en una hacienda argentina, me ha ofrecido trabajo, pero calculo que tardar‚ casi dos años en reunir el dinero para el pasaje.

— ¿Cuánto necesitas?

Su expresión cambió y una luz de esperanza brilló en sus ojos.

— ¿Me ayudarías?

— Sí, si prometes olvidarte de mí y no volver nunca.

— ¡Trato hecho!

— ¿Te arreglarías con tres millones?

— ¡Dios santo! ¡Desde luego que sí!

Metí la mano en el bolso, le entregué el dinero que llevaba preparado, y se quedó mirándolo como si temiera estar soñando.

— ¡Bendita seas! — exclamó.

— Vete de aquí y recuerda: nunca me has visto.

— Dalo por hecho.¡Y gracias!

Hizo ademán de seguir su camino, pero de pronto se detuvo y me observó con extraña fijeza:

— Favor por favor — musitó-. No te fíes de ellos.

— ¿De quién?

— De Emiliano y Alejandro. Nunca entendí por qué razón los dejaron en libertad, y no me sorprendería que los estuviesen utilizando como cebo. La policía sabe muy bien que fuiste tú quien apretó el gatillo y quien se largó con aquel moro. Por cierto, qué fue de él.

— Murió en la carretera — repliqué sin verme obligada a mentir.

— Era de suponer.¡Bueno! Repito: gracias por todo y cuídate.

Se perdió en la noche y quiero suponer que en estos momentos vivir en paz galopando en libertad por algún remoto lugar de la pampa argentina.

A la mañana siguiente abandoné Orense para dirigirme directamente al lago de Sanabria y sentarme a almorzar al aire libre junto a la orilla.

Hacía mucho tiempo que quería visitar el lugar del que tanto hablaba Sebastián, que siendo soldado había sido enviado a Ribadelago a raíz de la terrible catástrofe que destruyó todo un pueblo arrastrando al fondo de las aguas a la mayor parte de sus habitantes.

Para Sebastián aquélla había sido la experiencia más amarga de su vida, puesto que se había visto obligado a participar en el rescate de docenas de cadáveres que habían ido a parar al fondo del lago cuando una gran presa se derrumbó en mitad de la noche arrasándolo todo.

Ahora, sentada allí y disfrutando de un agradable sol que no llegaba a calentar, trataba de imaginármelo, joven, fuerte y animoso, navegando en los metálicos lanchones del ejército para ir subiendo a bordo los destrozados cuerpos de unas víctimas a las que la muerte había sorprendido en pleno sueño.

¡Sebastián!

Se le saltaban las l grimas al recordar aquella triste semana, y ahora yo contemplaba el paisaje que tantas veces me describió, preguntándome si esa misma tarde, a la hora de llegar a Tordesillas, debería elegir la carretera que me devolvería a París, u optar por la que me conduciría directamente a Madrid.

París significaba olvidar el pasado y empezar de nuevo, no necesariamente como prostituta de lujo. Madrid significaba reencontrarme con lo peor de mi pasado y tal vez tener que acabar con dos viejos amigos. Emiliano y Alejandro.

Una voz en mi interior, una oscura voz que nunca miente me advertía que si tomaba el ramal de la derecha acabaría matándolos. Y que al matarlos me lanzaría nuevamente por el sinuoso tobogán que me conduciría al abismo.

¿Quién me obligaba a hacerlo?

Era joven, disfrutaba de una cómoda posición, había conseguido una nueva identidad, y todo un mundo de libertad se abría ante mí.

¿Qué me impulsaba a hacerlo?

Pensé una y otra vez en ello mientras conducía, disfrutando del paisaje, rumbo a Tordesillas.

¿Qué ganaría con hacerlo?

Las primeras casas hicieron su aparición en el horizonte.

¿Por qué querría nadie hacerlo?

¿Por qué el drogadicto recurre una y otra vez a la aguja que le está matando?

¿Por qué el alcohólico regresa noche tras noche al bar en el que sabe se destruye copa a copa?

¿Por qué el jugador disfruta frente a una ruleta sufriendo al ver cómo lo pierde todo sin solución posible?

¿Por qué un ama de casa destroza su hogar a causa de una estúpida aventura pasajera?

¿En qué rincón de nuestra mente se oculta ese sádico virus de la autodestrucción que de improviso hace acto de presencia reclamando sus indiscutibles derechos?

Daría cualquier cosa porque alguien me proporcionara una respuesta inteligente. O tan siquiera mínimamente lógica.

¿Acaso estaba loca?

En París me esperaba una vida plena.

En Madrid una muerte amarga.

Dejé a un lado Tordesillas, alcancé el cruce, y ni tan siquiera lo dudé un instante.







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