BING NATHAN

Miles está preocupado por el dinero. Para empezar no tenía suficiente, y ahora que se ha pasado casi dos semanas recorriendo la ciudad con Pilar, comiendo dos veces al día en restaurantes, comprándole ropa y perfume, sacando a lo loco entradas caras para el teatro, se ha fundido sus reservas antes de lo que esperaba. Hablaron de eso el 3 de enero, horas más tarde de que Pilar subiera al autocar para volver a Florida, minutos después de que Miles dejara el confuso mensaje en el contestador de su madre, y Bing le dice que el problema tiene una solución muy sencilla si está dispuesto a aceptar su oferta. Necesita ayuda en el Hospital de Objetos Rotos. Mob Rule ha encontrado por fin un agente, así que saldrán dos semanas a finales de enero y otras dos semanas en febrero a tocar en universidades del estado de Nueva York y Pensilvania, y no puede permitirse cerrar la tienda mientras está de gira. Puede enseñar a Miles a enmarcar cuadros, limpiar y arreglar máquinas de escribir, componer todo lo que los clientes quieran reparar, y si le conviene trabajar a tiempo completo por tantos dólares a la hora, podrán ponerse al día con los encargos sin acabar que se han ido acumulando durante los últimos meses: Bing saldrá pronto para ensayar con la banda siempre que le apetezca, y cuando el grupo se vaya de gira Miles se quedará al cargo de la tienda. Bing se encuentra ahora en condiciones de pagar un sueldo gracias a lo que se ha ahorrado viviendo sin pagar alquiler en Sunset Park durante los últimos cinco meses; y luego, aparte de eso, resulta que Mob Rule va a ganar más pasta que en cualquier otro momento de su historia. ¿Qué le parece? Miles se mira los zapatos, sopesa el ofrecimiento durante unos momentos y luego levanta la cabeza y dice que está de acuerdo. Piensa que le vendrá mejor trabajar que pasarse el tiempo vagando por el cementerio y haciendo fotografías, y antes de salir a hacer la compra para la cena, da las gracias a Bing por haberlo salvado de nuevo.

Lo que Miles no entiende es que Charles Bingham Nathan está dispuesto a hacer cualquier cosa por él, y aunque Miles hubiera rechazado su propuesta de trabajar por unos cuantos dólares a la hora en el Hospital de Objetos Rotos, a su amigo no le hubiera importado prestarle el dinero que necesitara, sin obligación de devolverle el préstamo antes de que acabara el siglo veintidós. Sabe que Miles sólo es media persona, que su vida está destrozada y nunca volverá a componerse del todo, pero la mitad de Miles que queda es más importante para él que las dos de cualquier otro. Todo empezó cuando se conocieron doce años atrás, en el otoño inmediatamente posterior a la muerte de su hermano, Miles con sólo dieciséis años y Bing un año mayor, el uno siguiendo la pauta de chico listo en Stuyvesant y el otro el plan de estudios de música en LaGuardia, dos chicos airados que encontraron causa común en su desprecio hacia las hipocresías de la vida norteamericana, y el más joven fue quien enseñó al mayor el valor de la resistencia, cómo era posible negarse a participar en los inútiles juegos en que la sociedad les exigía participar, y Bing sabe que la persona en que se ha convertido desde entonces es en buena parte resultado directo de la influencia que Miles ha ejercido sobre él. Más que las palabras de su amigo, sin embargo, más que cualquiera de los centenares de observaciones incisivas que había hecho en materia política o económica, más que la claridad con que hacía trizas el sistema, fue lo que Miles decía en combinación con lo que Miles era, y el modo en que transmitía las ideas en las que creía, la gravedad de su actitud, el apesadumbrado muchacho sin ilusiones ni falsas esperanzas, y aunque nunca se hicieron amigos íntimos, duda que entre las personas de su edad haya alguien por quien sienta mayor admiración.

No era el único que pensaba de esa manera. Hasta donde podía recordar, Miles era diferente de todos los demás, poseía una fuerza magnética, animal, que cambiaba la atmósfera siempre que aparecía en algún sitio. ¿Era la intensidad de sus silencios lo que le hacía merecedor de tanta atención, la reservada y misteriosa naturaleza de su personalidad lo que le convertía en una especie de espejo donde los demás se proyectaban, la escalofriante sensación de que estaba y no estaba allí al mismo tiempo? Era inteligente y guapo, sí, pero no toda la gente guapa e inteligente emitía esa magia, y si se añadía el hecho de que todo el mundo sabía que era hijo de Mary-Lee Swann, el único hijo de Mary-Lee Swann, puede que el aura de la fama de la actriz contribuyera a incrementar la sensación de que Miles era uno de los elegidos. Algunos tenían celos de él, por supuesto, sobre todo chicos, pero nunca chicas, aunque ¿cómo no iba a molestar a los chicos su suerte con las chicas, por ser precisamente el que ellas preferían? Incluso ahora, tantos años después, el toque Heller parece haber sobrevivido a la larga odisea de ida y vuelta hacia ninguna parte. No hay más que fijarse en Alice y Ellen. Alice lo encuentra «enteramente admirable» (cita textual), y Ellen, la querida y pobre Ellen, está loca por él.

Miles ya lleva un mes viviendo en Sunset Park y Bing se alegra de que esté con ellos, se ufana de que el Trío Anodino se haya convertido en el Cuarteto Meritorio, aunque sigue perplejo por el súbito cambio de opinión de Miles sobre venir a Brooklyn. Al principio fue que no, en la larga carta donde explicaba por qué quería quedarse en Florida, y luego la apremiante llamada al Hospital a última hora de un viernes, justo cuando Bing se disponía a cerrar y volver a Sunset Park, en la que Miles le dijo que «había ocurrido algo» y que si aún había sitio para él, aquel fin de semana cogería un autocar para Nueva York. Miles nunca dará explicaciones, por supuesto, y sería inútil pedírselas, pero ahora que está aquí, Bing se alegra de que el bueno de don Carilargo se encuentre finalmente dispuesto a hacer las paces con sus padres y acabar con esa estupidez que ya está durando mucho, demasiado tiempo, y de que su propio papel como embustero y agente doble toque pronto a su fin. No se siente culpable por haber engañado a Miles. En todo caso, está orgulloso de lo que ha hecho, y cuando Morris Heller ha llamado al Hospital esta mañana para enterarse de las últimas noticias, ha experimentado una sensación de triunfo al informarle de que Miles había llamado a su oficina mientras él estaba en Inglaterra y de que volvería a llamarlo el lunes, y ahora que Miles acaba de decirle que también ha llamado a su madre, la victoria es casi absoluta. Miles ha entrado por fin en razón y probablemente sea buena cosa que esté enamorado de Pilar, aunque ese amor resulte un tanto extraño, un poco inquietante en realidad, una chica tan joven, la última persona con la que cabría esperar que Miles se enredaría, pero bonita y encantadora sin discusión, mayor para su edad quizás, y por tanto dejemos que Miles se quede con su Pilar y no pensemos más en eso. Buenas noticias por todos lados, cosas positivas que ocurren en tantos frentes, y sin embargo ha sido un mes difícil para él, uno de los más angustiosos de su vida, y cuando no se ha estado revolcando en el lodo del desorden y la confusión, se ha visto a un paso de la desesperación. Todo empezó cuando Miles volvió a Nueva York, en el momento en que vio entrar a Miles en la tienda y lo estrechó en sus brazos y lo besó, y desde aquel día le ha parecido casi imposible no tocarlo, no querer tocar a Miles. Es consciente de que a Miles no le gusta, que lo desconciertan sus espontáneos abrazos, sus palmadas en la espalda, sus apretones en el cuello y los hombros, pero Bing no puede dejar de hacerlo, sabe que debería parar pero no puede, y como le asusta haberse enamorado de Miles, como tiene miedo de haber estado siempre enamorado de Miles, vive en un estado de desesperación.

Recuerda una excursión de hace once años, el verano después de terminar el instituto, tres chicos y dos chicas apilados en un coche pequeño con destino al norte, a las Catskills. Los padres de alguno tenían allí una casa de campo, un sitio aislado en medio del bosque con un estanque y una cancha de tenis, y Miles iba en el coche con su amor del momento, una chica llamada Annie, y también estaba Geoff Taylor con su conquista más reciente, cuyo nombre ha olvidado, y por último, pero no por eso indigno de mención, él mismo, el único sin novia, el que iba solo, como de costumbre. Llegaron tarde, entre medianoche y la una de la madrugada, y como tenían calor y estaban entumecidos después del largo viaje, alguien sugirió refrescarse en el estanque, y de pronto todos echaron a correr, se quitaron la ropa y se metieron en el agua. Recuerda la agradable sensación de chapotear en aquel lugar perdido con la luna y las estrellas sobre la cabeza, los grillos cantando en el bosque, la cálida brisa acariciándole la espalda, junto al placer de ver el cuerpo de las chicas, las largas piernas de Annie con su estómago liso y las nalgas deliciosamente redondeadas, y la novia de Geoff, menuda y regordeta, de pechos grandes y ensortijadas guedejas de pelo negro enroscadas sobre los hombros. Pero no se trataba de un placer sexual, no había nada erótico en lo que estaban haciendo, era un simple desahogo físico, el gusto de sentir el agua y el aire en la piel, de andar por ahí en una cálida noche de verano, de estar con los amigos. Él fue el primero en salir y cuando llegó a la orilla del estanque vio que los otros se habían emparejado, que las dos parejas estaban quietas, metidas hasta el pecho en el agua, besándose, y mientras observaba a Miles y Annie que se abrazaban con las bocas fundidas en un beso prolongado, le pasó por la cabeza la más extraña de las ideas, algo que lo cogió enteramente desprevenido. Annie era indiscutiblemente una chica preciosa, una de las chicas más encantadoras que había conocido en la vida, y la lógica de la situación exigía que sintiera envidia de Miles por tener a semejante preciosidad entre los brazos, por ser lo bastante atractivo para haber conquistado el afecto de tan deseable criatura, pero mientras los veía besarse en el agua, comprendió que la envidia que sentía iba dirigida a Annie, no a Miles, que quería estar en el lugar de Annie y ser él quien besara a Miles. Un momento después empezaron a andar hacia la orilla del estanque, en línea recta hacia él, y cuando salieron del agua, Bing vio que Miles tenía una erección, una erección grande, plenamente formada, y la vista de aquel rígido pene lo estimuló, lo excitó de una manera que nunca había creído posible, y antes de que Miles pisara tierra firme, Bing tenía a su vez una erección, circunstancia que lo dejó tan perplejo que volvió corriendo al estanque y se metió en el agua para ocultar su apuro.

Suprimió durante años la evocación de aquella noche, nunca volvió a ella ni en los más íntimos y oscuros reductos de su imaginación, pero entonces Miles reapareció y con él el recuerdo, y durante el último mes Bing ha estado reviviendo la escena en su cabeza cinco, diez veces al día, y a estas alturas ya no sabe quién ni qué es. ¿Acaso su reacción a aquel falo erecto atisbado hace años a la luz de la luna significa que prefiere los hombres a las mujeres, que le atrae más el cuerpo masculino que el femenino, y si es así, podría eso explicar la extraña racha de fracasos con las mujeres con las que ha tenido relaciones a lo largo de estos años? No lo sabe. Lo único que puede decir con certeza es que se siente atraído por Miles, que siempre que está con él, cosa que ocurre a menudo, piensa en su cuerpo y en aquel falo erecto, y que piensa en tocar el cuerpo de Miles y aquel pene en erección siempre que no está con él, cosa que sucede aún con mayor frecuencia, y que actuar de conformidad con esos deseos sería un grave error, una equivocación que tendría las consecuencias más horribles, porque Miles no tiene interés alguno en emparejarse con otros hombres, y si Bing sugiriese alguna vez esa posibilidad, si musitara siquiera una sola palabra de lo que le pasa por la cabeza, perdería la amistad de Miles para siempre, algo que sinceramente no desea para nada.

Miles está prohibido, en préstamo permanente en el mundo de las mujeres. Pero el angustioso poderío de aquel miembro erecto ha impulsado a Bing a considerar otras posibilidades, a pensar en buscar la satisfacción de su curiosidad en otra parte, porque a pesar de que Miles es el único hombre que desea ardientemente, se pregunta si no ha llegado el momento de experimentar con otro, porque ésa será la única manera de descubrir quién y qué es: un hombre hecho para los hombres o para las mujeres, un hombre hecho tanto para los hombres como para las mujeres o para nadie salvo para sí mismo. El problema es dónde buscar. Todos los componentes de la banda están casados o viven con la novia, no tiene amigos homosexuales, que él sepa, y la idea de ir a ligar a un bar de maricas lo deja frío. Ha pensado algunas veces en Jake Baum, tramando diversas estrategias sobre cómo y cuándo abordarlo sin que se vean sus intenciones ni sufrir una humillación en caso de rechazo, pero sospecha que hay algo ambiguo en el novio de Alice, y aunque ahora está con una mujer, es posible que haya estado con hombres en el pasado y no sea inmune a los encantos del amor fálico. Bing lamenta no sentirse más atraído por Jake, pero en interés de una búsqueda científica de sí mismo estaría dispuesto a acostarse con él para descubrir si él mismo aprecia ese tipo de amor. Aún no ha hecho nada, sin embargo, porque justo cuando se disponía a engatusar a Baum para que tuviera relaciones sexuales con él prometiéndole arreglar la entrevista con Renzo Michaelson (no la idea más eficaz, quizá, pero no era fácil dar con alguna), Ellen le pidió que posara para ella y su búsqueda del conocimiento se desbarató temporalmente.

No tiene la menor idea de lo que se traen entre manos. Algo perverso, según cree, pero al mismo tiempo completamente inocente y sin riesgo. Un pacto de silencio de alguna clase, un entendimiento mutuo que les permite compartir su soledad y frustraciones, pero aunque van acercándose más el uno al otro en ese silencio, él continúa sintiéndose solo y frustrado, y percibe que Ellen no se encuentra en mejor posición. Ella dibuja y él hace música. Tocar la batería siempre ha sido para él una manera de gritar, y los nuevos dibujos de Ellen también son una especie de grito. Se desnuda delante de ella y hace todo lo que le pide. No sabe por qué se siente tan a gusto con ella, tan escasamente amenazado por su mirada, pero donar su cuerpo a la causa del arte de Ellen es poca cosa, en el fondo, y tiene intención de seguir haciéndolo hasta que ella diga basta.

El domingo, 4 de enero, pasa ocho horas con Miles en el Hospital de Objetos Rotos, dándole las primeras lecciones sobre el delicado y preciso trabajo de enmarcar cuadros, mostrándole el sólido mecanismo de la máquina de escribir manual, familiarizándole con las herramientas y materiales de la trastienda del pequeño local. A la mañana siguiente, lunes, 5 de enero, allí están otra vez para seguir con lo mismo, pero esta vez Miles parece inquieto y cuando le pregunta si algo va mal, le explica que acaba de llamar a la oficina de su padre y le han dicho que ha vuelto a Inglaterra «por un asunto urgente», y está intranquilo por si tiene algo que ver con su madrastra. Bing, a su vez, se queda preocupado y perplejo ante la noticia, pero no puede revelar el alcance de su inquietud al hijo de Morris Heller, ni tampoco decirle que ha hablado con él sólo hace cuarenta y ocho horas y en ese momento no parecía haber ningún problema. Trabajan sin parar hasta las cinco y media, momento en el cual Miles le informa de que quiere hacer otro intento de llamar a su madre y Bing, con toda deferencia, se va a la calle y se dirige a un bar, entendiendo que la llamada requiere total intimidad. Quince minutos después, Miles entra en el bar y le dice que ha quedado con su madre para cenar mañana por la noche. Hay un centenar de preguntas que a Bing le gustaría hacer, pero se conforma con una sola: ¿qué impresión le ha dado? Muy buena, contesta Miles. Le llamó estúpido de mierda, imbécil y asqueroso cobarde, pero luego se echó a llorar, los dos lloraron, y después su voz se volvió cálida y afectuosa, le habló con más cariño del que se merecía, y volver a oírla después de tantos años casi ha sido demasiado para él. Lo lamenta mucho, afirma. Cree que es la persona más estúpida que ha existido jamás. Si hubiera un ápice de justicia en el mundo, deberían llevarlo al paredón y fusilarlo.

Bing nunca ha visto a Miles con expresión más afligida. Durante unos momentos, piensa que efectivamente va a estallar en lágrimas. Olvidando su promesa de no volver a tocarlo, rodea a su amigo con los brazos y lo estrecha contra su pecho. Anímate, gilipollas, le dice. Al menos sabes que eres la persona más estúpida que ha vivido nunca. ¿Cuántos más son lo bastante inteligentes para reconocerlo?

Cogen un autobús de vuelta a Sunset Park y entran en la casa poco antes de las seis y media, un par de minutos antes de la concertada cita de Miles con Alice en la cocina. Tal como cabía esperar, Alice ya está ahí, con Ellen, ambas sentadas a la mesa, sin ocuparse de la cena, sin hacer nada, sólo sentadas a la mesa y mirándose a los ojos. Alice acaricia el dorso de la mano derecha de Ellen, Ellen acaricia con la izquierda el rostro de Alice, y las dos parecen desconsoladas. ¿Qué pasa?, pregunta Bing. Esto, dice Alice, y entonces coge un papel y se lo entrega.

Bing lleva esperando ese documento desde el día en que se instalaron en la casa en agosto pasado. Estaba seguro de que lo recibirían y sabía lo que iba a hacer cuando viniese, que es precisamente lo que hace ahora. Sin molestarse siquiera en leer todo el texto de la orden judicial de desalojar el inmueble, rompe la hoja de papel una, dos y luego tres veces, y después deja caer al suelo los ocho trozos.

No os preocupéis, les dice. Esto no quiere decir nada. Han descubierto que estamos aquí, pero hacer que nos marchemos les va a costar más que una estúpida hoja de papel. Sé cómo funcionan estas cosas. Nos han avisado y ahora se olvidarán de nosotros durante un tiempo. Dentro de un mes o así, volverán con otro papel, que nosotros romperemos y tiraremos al suelo otra vez. Y otra vez, y otra más después, y a lo mejor incluso una vez más. Los agentes judiciales no nos harán nada. No quieren problemas. Su trabajo consiste en entregar papeles y ya está. No tenemos que preocuparnos hasta que venga la poli. Entonces la cosa se pondrá fea, pero no aparecerá por aquí hasta dentro de mucho tiempo, si aparece. Somos un asunto de poca monta y la poli tiene mejores asuntos en que pensar que en cuatro pacíficas personas que viven en una casita tranquila en un barrio sin importancia. Que no cunda el pánico. Algún día tendremos que marcharnos, pero no hoy, y hasta que se presente la pasma, no voy a ceder un ápice. E incluso cuando vengan, tendrán que sacudirme en la cabeza y sacarme esposado. Ésta es nuestra casa. Ahora nos pertenece a nosotros y prefiero ir a la cárcel antes que renunciar a mi derecho a vivir aquí.

Así se habla, conviene Miles.

Entonces ¿estás conmigo?, pregunta Bing.

Pues claro que sí, afirma Miles alzando la mano derecha, como si prestara juramento. Jefe Miles no mover de tipi.

¿Y qué dices tú, Ellen? ¿Quieres marcharte o quedarte?

Quedarme, contesta Ellen.

¿Y tú, Alice?

Quedarme.

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