MARY-LEE SWANN

Simon se marchó anoche, de vuelta a Los Ángeles para dar su clase de Historia del Cine, y así empieza la paliza de idas y venidas, el pobre cruzando el país de acá para allá todas las semanas durante los próximos tres meses, el diabólico avión nocturno, el desfase horario, la ropa pegajosa y los pies hinchados, la horrorosa atmósfera de la cabina, ese aire artificial a presión, tres días en Los Ángeles, cuatro en Nueva York, y todo por la miseria que le pagan, aunque diga que le gusta enseñar, y desde luego es mejor que esté ocupado, que tenga algo que hacer en vez de quedarse de brazos cruzados, pero no podía haber ocurrido en peor momento, cuando tanto lo necesita a su lado, cuando tanto aborrece dormir sola, y ese papel, Winnie, tan difícil y agotador, teme no estar a la altura, tiene horror a darse de narices y hacer el ridículo, nervios, nervios, el conocido nudo en el estómago antes de que se levante el telón, y cómo va a saber ella qué es un termes, una especie de hormiga, tuvo que consultarlo en el diccionario, y por qué Winnie dice «termes» en vez de «hormiga», es más gracioso decir «termes» que «hormiga», sí, no cabe duda de que es más divertido, o al menos inesperado y por tanto extraño, «¡Un termes!», lo que lleva a esa palabra que pronuncia Willie, «formicación», tan rara, y uno piensa que está mal escrito, que es fornicación, pero después de consultar el término inglés en el diccionario se da cuenta del chiste, «sensación física semejante a la de tener hormigas en la piel», y Fred pronuncia la palabra maravillosamente bien, es un magnífico Willie, un tío estupendo para trabajar con él, y qué bien lee el periódico al comienzo del primer acto, «Oportunidad para joven avispado, Se busca chico espabilado», se echó a reír en la primera lectura completa cuando dijo esas frases, Fred Derry, el mismo nombre del personaje de una película que vio la otra noche con Simon, la que proyectará hoy en clase, Los mejores años de nuestra vida, un excelente film clásico, al final se le hizo un nudo en la garganta y lloró, y cuando fue a ensayar al día siguiente y preguntó a Fred si sus padres lo habían llamado así por el personaje de esa película, su marido en escena sonrió y le contestó: Lamentablemente, mi buena señora, no, yo soy un carcamal que vino al mundo cinco años antes de que se realizara esa película.

«Lamentablemente, mi buena señora.» Duda que alguna vez haya sido buena. Muchas otras cosas ha sido en el largo trayecto desde el primer día hasta hoy, pero no buena, no, eso nunca. Intermitentemente afectuosa, adorable, a intervalos encantadora, desprendida a veces, pero no las suficientes para que se la pueda calificar de buena.

Echa de menos a Simon, el piso parece horrorosamente vacío sin él, pero quizá sea mejor que no esté aquí esta noche, precisamente ésta, de un martes de principios de enero, el sexto día del año, porque dentro de una hora Miles llamará al timbre del portal, dentro de una hora entrará en este ático de la tercera planta de un edificio de la calle Franklin y después de siete años y medio de no tener contacto con su hijo (siete años y medio), probablemente sea mejor verlo a solas, hablar los dos cara a cara. No tiene idea de lo que va a pasar, no sabe lo que esperar de la noche, y como le da mucho miedo detenerse a pensar en esos imponderables ha centrado su atención en la cena, en la comida misma, en qué servir y en qué no servir, y como el ensayo iba a durar demasiado para luego ponerse a cocinar, ha llamado a dos restaurantes diferentes para que lleven los platos al ático a las ocho y media en punto, dos restaurantes porque después de pedir dos menús de carne en el primero, pensando que la carne era lo menos arriesgado, a todo el mundo le gustan los filetes, en particular a los hombres con buen apetito, empezó a preocuparse por si había elegido mal, por si su hijo se había hecho vegetariano o tenía aversión a la carne, y no quería que las cosas tuvieran un comienzo embarazoso colocando a Miles en una posición que lo obligara a comer algo que no le gustase, o incluso peor, servirle una cena que no pudiera o no quisiera comer, y por tanto, sólo para ir sobre seguro, llamó a otro restaurante y pidió otra cosa: lasaña sin carne, ensalada y verduras de invierno a la plancha. Para beber, lo mismo que con la comida. Recuerda que le gustaban el whisky y el vino tinto, pero puede que sus preferencias hayan cambiado desde la última vez que lo vio, y en consecuencia ha comprado una caja de vino tinto y otra de blanco y abastecido el mueble bar con una abundante serie de posibilidades: whisky escocés, americano, de centeno, vodka, ginebra, tequila y tres marcas distintas de coñac.

Supone que ya habrá visto a su padre, después de llamarlo a la oficina a primera hora de la mañana de ayer tal como Bing Nathan dijo que haría, y que hayan cenado anoche los dos juntos. Hoy ha estado esperando que Morris la llamase para contarle en detalle lo que había pasado, pero ni palabra hasta el momento, ni un mensaje en el contestador ni en el móvil, aunque Miles debe de haberle dicho que vendría esta noche aquí, ya que Miles habló con ella ayer antes de la hora de cenar, es decir, antes de que viera a su padre, y resulta difícil imaginar que no surgiera el tema en la conversación. Quién sabe por qué no habrá recibido noticias de Morris. Podría ser que las cosas no hubieran ido bien anoche y aún esté demasiado disgustado para hablar de ello. O si no, es que simplemente ha tenido mucho que hacer hoy, su segundo día de trabajo después del viaje a Inglaterra, y a lo mejor se ha encontrado con problemas en la oficina; ahora mismo la editorial está atravesando momentos difíciles, y hasta es posible que siga en el despacho a las siete de la tarde, cenando comida china para llevar y disponiéndose a acometer una larga noche de trabajo. Y puede ser, también, que Miles perdiera el valor y no lo haya llamado. No es probable, porque no tuvo miedo de llamarla a ella, y si ésta es la semana que toca hacer las paces es lógico que empiece por su padre, él tendría que ser el primero porque Morris ha sido quien lo ha criado, se ha ocupado de él muchísimo más que ella, pero a pesar de todo, podía ser así, y aunque debía tener cuidado de que no se enterase de lo que Bing Nathan había estado haciendo a lo largo de todos esos años, se lo puede preguntar esta noche y averiguar si se ha puesto o no en contacto con su padre.

Por eso gritó ayer a Miles por teléfono: por solidaridad con Morris. Willa y él han soportado la peor parte de este asunto largo y desdichado, y cuando lo vio en la cena el sábado por la noche le pareció que había envejecido mucho, el pelo completamente gris, las mejillas hundidas, los ojos apagados de tristeza, y comprendió cuánto lo estaba afectando esta historia y como ahora ella tiene más años y es de suponer que sea más sensata (aunque eso podría ser objeto de discusión, según cree), la conmovió la oleada de afecto que aquella noche sintió en el restaurante por él, la avejentada sombra del hombre con quien se casó tanto tiempo atrás, el padre de su único hijo, y fue por Morris por lo que gritó a Miles, como si compartiera la ira de Morris hacia él por todo lo que había hecho e intentara comportarse como una verdadera madre, su madre, que lo regañaba porque estaba dolida, pero principalmente no fue más que un ejercicio de interpretación, casi todas las palabras eran fingidas, los improperios, los insultos, porque el caso es que está mucho menos resentida con él que Morris, y ella no ha ido todos estos años cargando por ahí con esa amargura por lo que había ocurrido: decepcionada, sí, confusa, sí, pero no amargada.

No tiene derecho a culpar a Miles por nada de lo que ha hecho, le falló por ser una madre tan inconstante e incompetente, y sabe que en eso ha fracasado de manera más horrorosa que en ningún otro aspecto de su vida, incluyendo todos sus errores y maldades, pero no estaba capacitada para ser madre cuando Miles nació, con veintiséis años pero sin preparar todavía, demasiado angustiada para concentrarse, inquieta por el salto del teatro al cine, indignada con Morris por haberla convencido, y pese a todos sus esfuerzos por cumplir con sus obligaciones durante aquellos seis meses, vio que se aburría con el niño, no resultaba muy agradable atenderlo y ni siquiera el placer de darle el pecho la resarcía, como tampoco el hecho de mirarlo a los ojos y ver cómo le devolvía la sonrisa llegaba a compensar el tedio asfixiante que sentía por todo aquello: el llanto incesante, la mierda húmeda y amarillenta en los pañales, la leche vomitada, los berridos en plena noche, el mal dormir, la tediosa regularidad, y entonces vino El soñador inocente y se largó sin pensarlo dos veces. Considerando ahora su comportamiento en retrospectiva, lo encuentra imperdonable, y aunque quiso al niño más tarde, después del divorcio, cuando empezó a crecer, tampoco estuvo a la altura y volvió a fallarle, ni siquiera se acordó de asistir a la puñetera ceremonia de entrega de títulos en el instituto, por amor de Dios, pero ése fue el momento decisivo, la imperdonable falta de no estar donde debía haber estado, y de entonces en adelante se volvió más escrupulosa, intentó enmendarse de todas las faltas cometidas a lo largo de los años (el maravilloso fin de semana en Providence con Simon, los tres juntos como si fueran una familia, qué feliz se sintió allí, qué orgullosa de su hijo), y entonces, seis meses después, el muchacho desapareció. La madre se larga, el hijo se marcha. De ahí sus lágrimas de ayer por teléfono. Le gritó por Morris, pero el llanto era por ella misma y las lágrimas decían la verdad. Miles ya tiene veintiocho años, es mayor que ella cuando lo trajo al mundo, pero sigue siendo su hijo y quiere recuperarlo, quiere que todo vuelva a empezar.

Compasión por la pobre hipopótama, dice para sus adentros. Demasiado gorda, buena señora, demasiados kilos de más sobre los viejos huesos. ¿Por qué tiene que ser Winnie ahora y no una mujer diferente, algo más estilizada, con más gracia? La esbelta Salomé, por ejemplo. Porque es demasiado vieja para hacer de Salomé, y Tony Gilbert le ha propuesto que haga de Winnie. «Eso es lo que me parece tan maravilloso. (Pausa.) Ojos en mis ojos.» Se ha cambiado tres veces desde que ha vuelto al ático, pero sigue sin estar satisfecha con el resultado. La hora se acerca rápidamente, sin embargo, y ya es tarde para considerar una cuarta posibilidad. Pantalones de seda azul claro, blusa blanca de seda y una chaqueta de gasa, amplia y diáfana, que le llega hasta las rodillas para ocultar la gordura. Pulseras en cada muñeca, pero sin pendientes. Zapatillas chinas. El pelo corto de Winnie, eso no tiene remedio. ¿Demasiado maquillaje o muy poco? Un poco discordante tanto carmín, quizá; quítate un poco. ¿Perfume o no? Nada de perfume. Y las manos, las reveladoras manos con esos dedos tan gordezuelos, tampoco pueden remediarse. Un collar tal vez sea demasiado, y además, no se vería bajo la gasa. ¿ Qué más? Esmalte de uñas. La de Winnie, tampoco puede hacerse nada. Nervios, nervios, el familiar nudo en el estómago antes de que el termes empiece a reptar y la formique. «Tus ojos en mis ojos.» Va al cuarto de baño a echarse una última mirada en el espejo. ¿La Vieja Madre Hubbard o Alicia en el País de la Maternidad? Entre medias, quizá. «Se busca chico espabilado.» Va a la cocina y se sirve una copa de vino. Hora de beber un sorbo, hora de un segundo sorbo, y entonces suena el timbre.

Tantas cosas que asimilar a la vez, tantos detalles que la asaltan en el instante en que se abre la puerta, el joven alto y moreno con las cejas de su padre, los ojos azul grisáceos de su madre, tan entero ya, la obra de crecimiento terminada al fin, un rostro más severo que antes, le parece, aunque de facciones más suaves, ojos más generosos, ojos que la miran a los ojos, y el violento abrazo que él le da antes de que cualquiera de los dos pueda decir una palabra; siente la gran fuerza de sus hombros y sus brazos a través de la chaqueta de cuero y otra vez se pone estúpida sin querer, se desmorona y rompe a llorar mientras se aferra a él como si le fuera la vida en ello, y le dice entre sollozos lo mucho que lamenta todos los malentendidos y agravios que lo impulsaron a marcharse, pero él afirma que todo eso no tiene nada que ver con ella, que está enteramente libre de culpa, que el culpable es sólo él y él es quien lo siente.

Ya no bebe. Ésa es la novedad que averigua cuando se enjuga los ojos y lo conduce al salón. No bebe, pero no es maniático con la comida, lo mismo tomará el bistec que la lasaña, lo que ella prefiera. ¿Por qué se siente tan nerviosa en su presencia, tan compungida? Ya se ha disculpado y él también, es hora de abordar cuestiones más importantes, hora de empezar a hablar, pero entonces hace justo lo que ha jurado no hacer, menciona la obra, explica que por eso está ahora tan gorda, es Winnie a quien tiene delante, no a Mary-Lee, una ilusión, un personaje imaginario, y el chico que ya no es ningún chico le sonríe y dice que tiene un aspecto imponente, «imponente», repite ella para sí, qué palabra tan curiosa, qué manera tan anticuada de expresarlo, ya nadie dice «imponente», a menos que se refiera a su volumen, claro está, a su rotundidad recientemente provocada, pero no, parece que le está haciendo un cumplido, y sí, añade él, ha leído algo sobre la obra y está deseando verla. Ella se da cuenta de que no para de juguetear con la pulsera, siente opresión en los pulmones, no puede estarse quieta. Voy por el vino, dice, pero ¿qué vas a beber tú? ¿Agua, zumo, gaseosa? Cuando echa a andar por el amplio espacio abierto del ático, Miles se pone en pie y la sigue, diciendo que ha cambiado de opinión, que tomará un poco de vino después de todo, quiere celebrarlo, ¿y quién sabe si lo dice en serio o es que se muere de ganas por una copa porque sencillamente está tan nervioso como ella?

Chocan las copas y mientras brindan ella se dice que ha de tener cuidado, recordar que no debe mencionar a Bing Nathan, que Miles no debe descubrir cuán de cerca le han seguido el rastro, los diferentes trabajos de los años pasados en todos esos sitios, Chicago, New Hampshire, Arizona, California, Florida, los restaurantes, los hoteles, los almacenes, lanzador del equipo de béisbol, las mujeres que aparecieron y se esfumaron, la chica cubana que acaba de estar con él en Nueva York, todo lo que saben de él debe quedar al margen y tiene que aparentar ignorancia siempre que él revele algo, pero ella está en condiciones de hacerlo, a eso se dedica precisamente, es capaz de lograrlo incluso cuando ha bebido mucho, y por la forma en que Miles se ha bebido el primer trago de Pouilly Fumé parece que esta noche va a consumirse bastante vino.

¿Y qué me dices de tu padre?, le pregunta. ¿Te has puesto en contacto con él?

Lo he llamado dos veces, contesta él. La primera estaba en Inglaterra. Me dijeron que volviera a llamar el día 5, pero cuando intenté hablar con él ayer, me dijeron que había vuelto a Inglaterra. Un asunto urgente.

Qué raro, dice ella. Cené con Morris el sábado por la noche, y no me dijo nada de que volvía a marcharse. Debió de irse el domingo. Muy extraño.

Espero que no le pase nada a Willa.

Willa. ¿Por qué piensas que está en Inglaterra?

Sé que está en Inglaterra. Me entero de cosas, tengo mis fuentes.

Creía que nos habías vuelto la espalda. ¿No has rechistado en todo este tiempo y ahora me dices que sabes lo que hemos estado haciendo?

Más o menos.

Si te seguíamos importando, ¿por qué desapareciste, en primer lugar?

Ésa es la gran pregunta, ¿no? (Pausa. Otro trago de vino.) Porque pensé que estaríais mejor sin mí; todos vosotros.

O tú mejor sin nosotros.

Puede ser.

Entonces, ¿por qué volver ahora?

Porque las circunstancias me han traído a Nueva York, y una vez que llegué aquí, comprendí que la partida había terminado. Ya estaba bien.

Pero ¿por qué tanto tiempo? Cuando desapareciste, al principio pensé que sería cuestión de semanas, unos meses. Ya sabes: joven confuso se larga a recorrer mundo, lucha con sus demonios en tierra de nadie, se hace más fuerte, mejor persona, y vuelve. Pero han sido siete años, Miles, la cuarta parte de tu vida. Ya ves la locura que ha sido todo esto, ¿no?

Quería hacerme mejor persona. De eso se trataba. Ser mejor, más fuerte; todo muy loable, supongo, pero también un poco vago. ¿Cómo sabes cuándo te has hecho mejor? No es como ir cuatro años a la universidad y que te den un diploma para demostrar que has aprobado todas las asignaturas. No hay modo de medir los progresos. De manera que persistí en el intento, sin saber si me hacía mejor o no, desconociendo si era más fuerte o no, y al cabo de un tiempo dejé de pensar en el objetivo para centrarme en el experimento. (Pausa. Otro trago de vino.) ¿Tiene eso sentido para ti? Me convertí en adicto de la lucha. Perdí la pista de mí mismo. Seguí insistiendo, pero ya no sabía por qué lo hacía.

Tu padre cree que te marchaste por una conversación que escuchaste a escondidas.

¿Llegó a adivinarlo? Qué impresionante. Pero aquella conversación fue sólo el punto de partida, el primer impulso. No voy a negar lo tremendo que fue oírlos hablar así de mí, pero después de marcharme, comprendí que tenían razón, que no les faltaban motivos para estar preocupados por mí, que acertaban en su análisis de mi perturbada psique, y por eso me mantuve alejado: porque no quería seguir siendo esa persona y era consciente de que tardaría mucho tiempo en ponerme bien.

¿Y ya estás bien?

(Risas.) Lo dudo. (Pausa.) Pero no estoy tan mal como entonces. Han cambiado muchas cosas, sobre todo en los últimos seis meses.

¿Otra copa, Miles?

Sí, por favor. (Pausa.) No debería beber. No tengo práctica, ¿sabes? Pero es un vino extraordinariamente bueno y estoy muy, pero que muy nervioso.

(Rellenando las copas.) Yo también, cariño.

Tú nunca tuviste nada que ver, espero que lo entiendas. Pero cuando rompí con mi padre y con Willa, también tenía que romper contigo y con Simon.

Todo ha sido por lo de Bobby, ¿verdad?

(Asiente con la cabeza.)

Tienes que olvidarte de eso.

No puedo.

Debes hacerlo.

(Niega con la cabeza.) Demasiados malos recuerdos.

Tú no lo atropellaste. Fue un accidente.

Estábamos discutiendo. Le di un empujón y cayó en medio de la carretera, y entonces apareció el coche: a mucha velocidad, de repente.

Déjalo, Miles. Fue un accidente.

(Ojos llenándose de lágrimas. Silencio, cuatro segundos. Entonces suena el timbre del portal.)

Debe de ser la cena. (Se levanta, se acerca a Miles, le da un beso en la frente y luego se aleja para abrir al repartidor del restaurante. Por encima del hombro, pregunta a Miles.) ¿Cuál crees que será? ¿El menú vegetariano o el carnívoro?

(Largapausa. Una sonrisa forzada.) ¡Los dos!

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