ALICE BERGSTROM

Nadie los observa. A nadie le importa que el edificio vacío se encuentre ahora ocupado. Se han establecido.

Cuando se decidió a dar el paso para hacer causa común con Bing y Ellen el verano pasado, se imaginaba que se verían obligados a vivir en la sombra, entrando y saliendo sigilosamente por la puerta trasera siempre que no hubiera moros en la costa, ocultos tras cortinas opacas para que no se escapara ni un resquicio de luz por las ventanas, siempre con miedo, mirando continuamente por encima del hombro, esperando que en cualquier momento les cayera un castigo ejemplar. Se mostraba dispuesta a aceptar esas condiciones porque estaba desesperada y pensaba que no había otro remedio. Había perdido su apartamento, y ¿cómo puede alguien alquilar un sitio para vivir si la persona en cuestión no tiene dinero para pagarlo? Las cosas serían más fáciles si sus padres estuvieran en condiciones de ayudarla, pero apenas salen adelante por sí solos: viven a base de cheques de la Seguridad Social y recortan cupones del periódico en una sempiterna búsqueda de gangas, saldos, reclamos, cualquier oportunidad de ahorrar unos centavos en el gasto del mes. Se imaginaba que la cosa iba a salir muy mal, que llevarían una vida miserable, muertos de miedo en un sitio de mierda todo destartalado, pero en eso se equivocaba, erraba el tiro en muchas cosas, y aunque Bing se ponga insoportable a veces y dé puñetazos en la mesa mientras los somete a otra de sus aburridas exhortaciones, sorba la sopa, chasquee los labios y se llene la barba de migas, juzgó mal su inteligencia, sin darse cuenta de que había elaborado un plan enteramente razonable. Nada de pasar desapercibidos, dijo. Comportarse como si no tuvieran derecho a estar allí sólo serviría para advertir al vecindario de que eran intrusos. Tenían que actuar a plena luz del día, ir con la cabeza alta y hacer como si fueran los legítimos dueños de la casa, que habían comprado al Ayuntamiento por poquísimo dinero, sí, sí, a un precio escandalosamente bajo, porque le habían ahorrado los gastos de la demolición del edificio. Bing tenía razón. Era una historia verosímil y la gente se la había creído. Hubo una breve conmoción debido a sus idas y venidas cuando se mudaron a finales de agosto, pero la curiosidad cesó pronto y a estas alturas la pequeña manzana, escasamente habitada, se ha acostumbrado a su presencia. Nadie los observa y a nadie le importan. Por fin han vendido la vieja casa de los Donohue, el sol continúa saliendo todos los días y la vida sigue como si no hubiera pasado nada.

Durante las primeras semanas, hicieron cuanto estuvo en su mano para que las habitaciones resultaran habitables, atacando con diligencia toda forma de ruina y deterioro, acometiendo cada pequeña tarea como si fuera un empeño humano trascendental, y poco a poco convirtieron aquella pocilga inapropiada y miserable en algo que con cierta generosidad podría considerarse un cobertizo. No hay muchas comodidades, múltiples inconvenientes les salen al paso todos los días y ahora que hace frío, un aire glacial penetra por mil grietas de las paredes y jambas, obligándolos a abrigarse por la mañana con gruesos jerséis y ponerse tres pares de calcetines. Pero ella no se queja. Al no tener que pagar alquiler ni recibos de la luz durante los últimos cuatro meses ha ahorrado cerca de tres mil quinientos dólares, y por primera vez en mucho tiempo puede respirar sin sentir opresión en el pecho, sin tener la sensación de que le van a estallar los pulmones. Su trabajo va progresando, ya ve el final surgir en el lejano horizonte y sabe que tiene energía para llevarlo a buen término. La ventana de su cuarto da al cementerio y mientras redacta la tesis en el pequeño escritorio situado justo debajo de esa ventana, con frecuencia se queda contemplando la vasta y ondulada extensión de Green-Wood, donde hay más de medio millón de cadáveres enterrados, aproximadamente el mismo número de habitantes de Milwaukee, la ciudad en que ella nació, la misma en que sigue viviendo la mayor parte de su familia; y le parece raro, extraño y hasta inquietante que haya tantos muertos yaciendo en ese terreno frente a su ventana como personas en el lugar donde ella vino al mundo.

No lamenta que Millie se haya marchado. Bing está conmocionado, por supuesto, perplejo por la brusca marcha de su novia, pero a ella le parece que el grupo estará mejor sin esa pelirroja quisquillosa, con su torrente de quejas y desconsideradas pullas, que no fregaba los platos de la cena y ponía la radio a todo volumen, que casi hizo polvo a la pobre y frágil Ellen con sus observaciones sobre sus dibujos y cuadros. Un tal Miles Heller vendrá a vivir con ellos mañana o pasado. Bing dice que es con mucho la persona más inteligente e interesante que ha conocido en la vida. Por lo visto se conocieron de adolescentes, en los primeros años de instituto, de modo que su amistad ha durado el tiempo suficiente para que Bing vea las cosas con cierta perspectiva; que es bastante extremista; si le preguntan a ella, porque Bing tiende a menudo a la hipérbole, y sólo el tiempo dirá si el señor Heller está a la altura de tan enérgica aprobación.

Es sábado, una tarde gris de primeros de diciembre, y está sola en casa. Bing ha salido hace una hora para ensayar con su banda, Ellen ha ido a pasar el día con su hermana y los pequeños gemelos en el Upper West Side, y Jake está en Montclair, en Nueva Jersey, visitando a su hermano y su cuñada, que también acaban de tener un hijo. Están surgiendo niños por todos lados, en todas las partes del globo las mujeres jadean y empujan y echan al mundo nuevos batallones de recién nacidos, poniendo su granito de arena para prolongar la raza humana, y en algún momento de un futuro no muy lejano ella espera poner su vientre a prueba para ver si también puede contribuir a la causa. Lo único que queda es elegir al padre adecuado. Durante casi dos años ha tenido el convencimiento de que esa persona era Jake Baum, pero ahora empieza a albergar dudas, algo parece derrumbarse entre ellos, pequeñas erosiones diarias han empezado poco a poco a mermar su territorio particular y, si las cosas siguen estropeándose, no pasará mucho tiempo sin que desaparezcan playas enteras, sin que pueblos enteros queden sumergidos bajo el agua. Hace seis meses no se habría planteado la cuestión, pero ahora se pregunta si en el fondo quiere seguir con él. Jake nunca ha sido una persona comunicativa, pero había en él una ternura que ella admiraba, una concepción del mundo irónica y encantadora que la reconfortaba y le daba la impresión de que hacían buena pareja, de que en el fondo eran muy semejantes. Ahora él se está alejando de ella. Parece disgustado y abatido, sus despreocupadas agudezas de antes han cobrado un tono cínico y nunca parece cansarse de menospreciar a sus alumnos y a sus colegas del profesorado. El Colegio Universitario LaGuardia ha pasado a ser la Escuela Superior de Deformación Profesional para Vagos, la Universidad de Tontos del Culo y el Instituto de Retraso Mental Avanzado. A ella no le gusta oírle hablar así. Sus estudiantes son en su mayor parte gente humilde, inmigrantes de clase trabajadora, que asisten a clase mientras mantienen su puesto de trabajo, cosa que nunca resulta fácil, como ella bien sabe, ¿y quién es él para burlarse de ellos porque quieran adquirir una educación? Con sus escritos, es más o menos lo mismo. Un aluvión de cáusticas observaciones siempre que le rechazan otra obra, un agrio desdén por el mundillo literario, un resentimiento permanente contra todo editor que no haya reconocido sus dotes. Está convencida de que tiene talento, de que está progresando en su trabajo, pero se trata de un talento modesto, en su opinión, y las expectativas que ella alberga sobre su futuro son también modestas. Puede que eso sea parte del problema. Quizá perciba que ella no cree lo suficiente en él, y a pesar de todo lo que le ha dicho para infundirle ánimos, de todas esas largas conversaciones en que ella ha mencionado los prolongados esfuerzos de un importante escritor tras otro, él no parece haberse tomado en serio sus palabras. No le reprocha que se sienta frustrado, pero ¿quiere pasarse el resto de la vida con un hombre frustrado, alguien que se está convirtiendo rápidamente en fracasado ante sus propios ojos?

Pero, bueno, tampoco debe exagerar. Las más de las veces es cariñoso con ella, y en ningún momento ha dado a entender que estuviera cansado de su relación, nunca ha sugerido que rompieran. Aún es joven, después de todo, todavía no ha cumplido los treinta y uno, lo que para un escritor de ficción es una edad bastante temprana, y si sus relatos siguen mejorando, hay posibilidades de que se produzca algo interesante, un éxito de alguna clase, y con eso su estado de ánimo sin duda mejorará también. No, puede sobrellevar sus decepciones si tiene que hacerlo, ése no es el problema, lo aguantará todo mientras sienta que él está a su lado de manera inequívoca, pero eso es precisamente lo que ya no percibe, y aunque él parece contento de seguir con ella dejándose llevar por los viejos hábitos, por el reflejo de los afectos de antaño, cada vez está más segura, no, «segura» quizá sea una palabra demasiado fuerte, cada vez se encuentra más dispuesta a considerar la idea de que ha dejado de quererla. No es que lo haya dicho alguna vez. Es la forma en que la mira ahora, en que la lleva mirando los últimos meses, sin interés manifiesto alguno, los ojos inexpresivos, extraviados, como si el hecho de mirarla a ella no fuera distinto de observar una cuchara o un paño para lavarse, una mota de polvo. Apenas la toca ya cuando están solos, e incluso antes de mudarse a Sunset Park su vida sexual había entrado en apresurada decadencia. Ése es el quid de la cuestión, sin duda el problema empieza y acaba ahí, y se echa la culpa de lo que ha pasado, no puede evitar la certeza de que la responsabilidad recae enteramente sobre sus hombros. Siempre ha sido una persona corpulenta, en el colegio lo era más que ninguna otra chica: más alta, más ancha, más robusta, más atlética, nunca rechoncha, jamás demasiado gruesa para su talla, sólo grande. Cuando conoció a Jake hace dos años y medio, medía uno setenta y ocho y pesaba setenta y uno doscientos. Sigue midiendo lo mismo, pero ahora pesa setenta y siete kilos. Esos cinco kilos ochocientos gramos son la diferencia entre una mujer fuerte e impresionante y una montaña de mujer. Ha estado a régimen desde que aterrizó en Sunset Park, pero por mucho que limite la ingestión de calorías, no ha logrado perder más de un kilo, que siempre parece recuperar de un día para otro. Su cuerpo la repele a ella misma y ya no tiene valor para mirarse al espejo. Estoy gorda, le dice a Jake. Se lo repite una y otra vez, estoy gorda, estoy gorda, es incapaz de dejar de repetir las palabras, y si a ella le repugna la visión de su propio cuerpo, imagina lo que debe de sentir él cuando ella se desnuda y se mete en la cama.

La luz se está yendo y, al incorporarse en la cama para encender una lámpara, se dice que no debe llorar, que sólo los debiluchos y los imbéciles sienten lástima de sí mismos, razón por la cual no debe sentir compasión por ella misma, porque no es ni debilucha ni imbécil, y sabe muy bien que el amor es una simple cuestión de cuerpos, de tamaño, forma y peso de los cuerpos, y si Jake no puede asumir la incipiente gordura de su novia, que está siguiendo una dieta radical, entonces que se vaya a hacer gárgaras. Un momento después, está sentada frente a su escritorio. Enciende el portátil y durante la media hora siguiente se sumerge en el trabajo, repasando y corrigiendo los pasajes más recientes de su tesis, escritos por la mañana.

Su tema es Estados Unidos en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, un análisis de las relaciones y conflictos entre hombres y mujeres tal como se muestra en obras literarias y cinematográficas de 1945 a 1947, en particular novelas policíacas populares y películas comerciales de Hollywood. Es un terreno muy amplio para un estudio académico, tal vez, pero no podía imaginarse empleando años de su vida en comparar rimas de Pope y Byron (una compañera suya lo está haciendo) ni analizando las metáforas de la poesía de Melville sobre la guerra de Secesión (otra de sus amigas se dedica a eso). Quería acometer algo más amplio, algo con importancia humana que le interesara como persona, y es consciente de que trabaja en ese tema a causa de sus abuelos y tíos abuelos, todos los cuales participaron en la guerra, sobrevivieron a la contienda y cambiaron para siempre con ella. Su línea de argumentación es que las normas tradicionales de conducta entre hombres y mujeres quedaron destruidas tanto en el campo de batalla como en el país mismo, y en cuanto terminó el conflicto, hubo que reinventar el modo de vida norteamericano. Se ha limitado a unos cuantos textos y películas, los que le parecen más emblemáticos, los que exponen el espíritu de la época en términos más claros y contundentes, y ya ha escrito capítulos sobre Pesadilla de aire acondicionado, de Henry Miller, la brutal misoginia de Yo, el jurado, de Mickey Spillane, el binomio femenino virgen-prostituta presentado en Retorno al pasado, el film de Jacques Tourneur, y ha analizado detenidamente un panfleto antifeminista que fue éxito de ventas titulado La mujer moderna: el sexo perdido. Ahora está empezando a escribir sobre Los mejores años de nuestra vida, la película de 1946 de William Wyler, obra central en su tesis y que considera la epopeya nacional de aquel momento determinado de la historia norteamericana: la historia de tres hombres destrozados por la guerra y las dificultades con que se encuentran al volver con su familia, la misma situación que millones de otras personas vivieron en la época.

El país entero vio la película, que ganó el premio de la Academia a la mejor película, mejor director, mejor actor principal, mejor actor secundario, mejor montaje, mejor banda sonora original y mejor guión adaptado, pero mientras la mayor parte de los críticos reaccionó con entusiasmo («algunas de las más bellas y ejemplares manifestaciones de fortaleza humana que ha dado el cine», escribió Bosley Crowther en el New York Times), a otros les llamó menos la atención. Manny Farber la puso por los suelos, calificándola de «carromato tirado por caballos de sensiblería izquierdista», y en su larga crítica publicada en dos partes en la revista Nation, James Agee condenó y a la vez alabó Los mejores años de nuestra vida, calificándola de aburrida por su simplismo y timidez, para concluir diciendo: «Sin embargo, siento cien veces más admiración y simpatía por esta película que desagrado o decepción». Alice reconoce que la película tiene sus defectos, que a menudo resulta un poco sosa y sentimental, pero en el fondo considera que sus virtudes superan sus deficiencias. La interpretación es sólida de principio a fin, el guión está lleno de diálogos memorables («El año pasado tuve que matar japoneses y este año tengo que ganar dinero; Creo que deberían fabricarte en serie; Me dedico al negocio de la chatarra, ocupación para la cual muchos creen que estoy bien preparado por formación y temperamento»), y la fotografía de Gregg Toland es excepcional. Saca su ejemplar de la Enciclopedia del cine de Ephraim Katz y lee la siguiente frase de la entrada de William Wyler: «El revolucionario plano con profundidad de campo de Toland permitió a Wyler desarrollar su técnica favorita de filmar largas tomas en las cuales los actores aparecen en el mismo encuadre durante escenas enteras, en lugar de ir cortando de una a otra e interrumpir así su mutua relación». Dos párrafos más abajo, al término de una breve descripción de Los mejores años de nuestra vida, el autor observa que la película contiene alguna de las composiciones más complejas jamás vistas en celuloide. Aún más importante, al menos para la tesis que está escribiendo, la historia se centra precisamente en esos elementos de conflicto hombre-mujer que más le interesan. Los hombres ya no saben cómo comportarse con sus mujeres y novias. Han perdido el gusto por la vida doméstica, su percepción del hogar. Tras años de vivir lejos de las mujeres, años de combate y matanzas, de lucha por sobrevivir a los horrores y peligros de la guerra, han acabado cercenados de su pasado civil, lisiados, atrapados en la repetitiva pesadilla de sus experiencias, y la mujeres que dejaron atrás se han convertido en extrañas. Así empieza la película. Se ha declarado la paz, pero ¿qué demonios va a pasar ahora?

Tiene un televisor pequeño y un reproductor de DVD. Como en la casa no hay conexión por cable, el aparato no recibe las emisiones normales, pero sí puede ver películas, y ahora que va a empezar el capítulo de Los mejores años de nuestra vida, considera que debe echarle otra mirada, darle un último repaso antes de ponerse a trabajar. Ya ha caído la noche, pero al acomodarse en la cama para verla, apaga la lámpara para estudiar la película en una oscuridad total.

Le resulta muy familiar, naturalmente. Después de verla cuatro o cinco veces, se la sabe prácticamente de memoria, pero se ha propuesto descubrir pequeñas cosas que se le hayan podido escapar antes, esos detalles que transcurren rápidamente y que en definitiva dan textura a una película. Ya en la primera escena, cuando Dana Andrews está en el aeropuerto tratando sin éxito de reservar un billete para volver a Boone City, sorprende a Alice que el hombre de negocios con los palos de golf, el señor Gibbons, pague tranquilamente su penalización por exceso de equipaje sin hacer el menor caso a Andrews, capitán de la fuerza aérea que acaba de contribuir a ganar la guerra para el señor Gibbons y sus conciudadanos; de ahora en adelante, decide ella, tomará nota de los actos de indiferencia civil hacia los soldados que regresan. La complace ver lo rápidamente que se multiplican a medida que avanza la película: el conserje del edificio de apartamentos donde vive Fredric March, por ejemplo, reacio a permitir que el sargento de uniforme entre en su propia casa, o el encargado de Midway Drugs, el señor Thorpe, que insidiosamente desecha el historial militar de Andrews cuando le ofrece un puesto de trabajo mal pagado, o incluso la mujer de Andrews, Virginia Mayo, que le dice que «se olvide de todo», que no irá a ninguna parte hasta que deje de pensar en la guerra, como si el hecho de haber entrado en combate se considerase un inconveniente menor, comparable con una desagradable sesión en el dentista.

Más detalles, más pequeñas cosas: Virginia Mayo quitándose las pestañas postizas; el repulsivo señor Thorpe vaporizándose la ventana izquierda de la nariz; Myrna Loy intentando besar al dormido Fredric March, que en respuesta casi le da un puñetazo; el estrangulado sollozo de la madre de Harold Russell al ver por primera vez los ganchos ortopédicos de su hijo; Dana Andrews metiéndose la mano en el bolsillo en busca del fajo de billetes cuando Teresa Wright lo despierta, sugiriendo con un rápido e instintivo movimiento las muchas noches que debe de haber pasado con mujeres de mala vida en ultramar; Myrna Loy poniendo flores en la bandeja del desayuno de su marido, para luego decidir quitarlas; Dana Andrews cogiendo la fotografía de la cena en el club de campo, rompiéndola por la mitad para conservar la imagen de Teresa Wright sentada a su lado, y luego, tras una breve vacilación, rompiendo también esa mitad; Harold Russell tartamudeando y equivocándose al decir sus votos matrimoniales en la escena de la boda al final; el padre de Dana Andrews tratando torpemente de ocultar la botella de ginebra el primer día que su hijo está en casa después de la guerra; un letrero visto por la ventanilla de un taxi que pasa: «¿Se conforma con un perrito caliente?».

Le interesa especialmente la interpretación de Teresa Wright en el papel de Peggy, la joven que se enamora del infelizmente casado Dana Andrews. Quiere saber por qué se siente atraída hacia ese personaje cuando todo apunta a que Peggy es demasiado perfecta para resultar creíble como ser humano -demasiado desenvuelta, bondadosa, guapa, inteligente, una de las encarnaciones más puras de la norteamericana ideal que conozca-, y sin embargo, cada vez que ve la película comprueba que ese personaje la atrae más que ningún otro. En el momento en que Wright hace su aparición en la pantalla, entonces -al principio, cuando su padre, Fredric March, vuelve con Myrna Loy y sus dos hijos- Alice decide rastrear hasta el último matiz del comportamiento de Wright, examinar los mejores aspectos de su interpretación con ánimo de entender por qué ese personaje, que en potencia es el vínculo más débil de la película, acaba dando solidez a la historia. No es la única en pensar eso. Incluso Agee, tan duro en su juicio sobre otros aspectos de la película, manifiesta efusivamente su admiración por el papel de Wright. «Esta nueva interpretación suya, carente por completo de grandes escenas, artificios o truculencias -apenas puede llamarse actuación-, me parece una de las creaciones más sabias y deliciosas que he visto en años.»

Inmediatamente después de los dos planos largos de March y Loy abrazándose al fondo del pasillo (uno de los momentos característicos de la película), hay un corte y la cámara enfoca en primer plano a Wright, y justo entonces, en esos pocos segundos en que Peggy ocupa la pantalla ella sola, Alice sabe lo que tiene que buscar. La interpretación de Wright se centra por entero en los ojos y en el rostro. Sólo hay que seguir la mirada y la cara, y el enigma de su maestría queda resuelto, porque son unos ojos insólitamente expresivos, sutil pero vívidamente explícitos, y el rostro registra sus emociones con una autenticidad tan sensible y comedida que no puede pensarse en ella sino en un personaje plenamente encarnado. Mediante los ojos y el rostro, Wright, en su papel de Peggy, es capaz de sacar al exterior lo más íntimo, e incluso cuando está callada, sabemos lo que piensa y siente. Sí, sin duda es el personaje más sano, más impetuoso de la película, pero ¿cómo no reaccionar ante su airada declaración a sus padres sobre Andrews y su mujer, «Voy a romper ese matrimonio», el contrariado desaire que hace a su atractivo galán de la cena cuando intenta besarla, diciéndole «No seas cargante, Woody», o la breve carcajada cómplice que comparte con su madre cuando se dan las buenas noches después de haber acostado a dos hombres borrachos? Eso explica por qué Andrews piensa que deberían fabricarla en serie. Porque es única, y cuánto mejor sería el mundo (¡cuánto mejores serían los hombres!) si hubiera más Peggys andando por ahí.

Hace lo que puede por concentrarse, por mantener los ojos fijos en la pantalla, pero a mitad de la película empieza a distraerse. Mientras observa a Harold Russell, el tercer protagonista masculino junto con March y Andrews, el actor no profesional que perdió las manos en la guerra, se pone a pensar en su tío abuelo Stan, el marido de Caroline, hermana de su abuela, el manco de tupidas cejas Stan Fitzpatrick, veterano del desembarco en Normandía, empinando el codo en fiestas familiares, contando chistes verdes a los hermanos de Alice en el porche de la casa de sus abuelos, uno de los muchos que nunca lograron recobrar la compostura después de la guerra, el hombre con treinta y siete trabajos distintos, el querido tío Stan, muerto hace ya diez años, y las historias que su abuela le ha contado últimamente de cómo «solía zurrar un poco a Caroline», a la ya fallecida Caroline, de cómo la sacudía de tal manera que un día perdió dos dientes, y luego están sus dos abuelos, aún vivos, uno apagándose y el otro lúcido, que combatieron en el Pacífico y Europa cuando eran muy jóvenes, tanto que parecían niños, y aunque ha intentado preguntar al abuelo lúcido, Bill Bergstrom, marido de la abuela que aún vive, nunca le dice mucho, sólo cuenta generalidades muy vagas, sencillamente no le resulta posible hablar de esos años, todos estaban desequilibrados cuando volvieron a casa, mutilados de por vida, y hasta los años de posguerra siguieron formando parte del conflicto, los años de pesadillas y sudores nocturnos, los años de querer atravesar la pared de un puñetazo, de modo que su abuelo le sigue la corriente diciéndole que fue a la universidad aprovechando la ley que ayudaba a los veteranos de guerra, que conoció a su abuela en un autobús y se enamoró de ella a primera vista, tonterías, gilipolleces de principio a fin, pero es uno de esos hombres que no puede hablar, miembro activo de la generación de hombres incapaces de hablar, y por tanto debe acudir a su abuela para que le cuente lo ocurrido, pero su abuela no estuvo en la guerra, no sabe lo que pasó allí y de lo único que puede hablar es de sus tres hermanas y sus maridos, la fallecida Caroline y Stan Fitzpatrick y Annabelle, cuyo marido resultó muerto en Anzio y que luego volvió a casarse con un tal Jim Farnsworth, otro veterano del Pacífico, pero ese matrimonio tampoco duró mucho, su marido le fue infiel, falsificó cheques o participó en una estafa bursátil, los detalles son confusos, pero Farnsworth desapareció mucho antes de que ella naciera, y el único marido que ella conoció fue Mike Meggert, el viajante de comercio, que tampoco hablaba nunca de la guerra, y por último está Gloria, Gloria y Frank Krushniak, el matrimonio con seis hijos, pero la guerra de Frank fue diferente de la de los demás, fingió una discapacidad y no tuvo que prestar servicio, lo que significa que Gloria tampoco tiene nada que decir, y cuando se pone a pensar en esa generación de hombres callados, los niños que crecieron durante la Depresión para ser ya mayores cuando estalló la guerra y convertirse o no en combatientes, no les reprocha que se nieguen a hablar, que no quieran volver al pasado, pero qué curioso resulta, piensa ella, qué incoherencia tan sublime que su propia generación, que no tiene mucho que contar todavía, haya producido hombres que nunca dejan de hablar, personas como Bing, por ejemplo, o como Jake, que se pone a hablar de sí mismo a la menor oportunidad, que tiene opinión sobre todos los temas, que vomita palabras de la mañana a la noche, aunque el hecho de que hable no quiere decir que ella quiera oírle, mientras que en lo que se refiere a los hombres callados, a los viejos, a los que están a punto de desaparecer, daría cualquier cosa por escuchar lo que tuvieran que decir.

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