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Ron estaba en el «Seaside», como de costumbre, aunque más bien temprano para ser sábado. Había llenado de cerveza su nevera portátil y había ido a ver el encuentro de cricket en shorts, sandalias de cuero y una camisa abierta a todo lo largo para dejar entrar la brisa. Pero, ni «Curly» ni Dave habían hecho acto de presencia y, en cierto modo, el placer de estirarse al sol en la colina cubierta de césped de los campos de cricket de Sydney, no era igual estando solo. No obstante, estuvo ahí durante un par de horas, pero el partido de cricket transcurría a su acostumbrado paso de tortuga y los dos caballos que habían sido sus favoritos en Warwick Farm habían llegado en último lugar, por lo que, más o menos a las tres, había ya empacado sus cosas y su radio portátil y se había dirigido al «Seaside» con el infalible instinto de un buen perdiguero.

Nunca se le hubiera ocurrido regresar a casa a esas horas; Es acostumbraba jugar al tenis con las muchachas los sábados en la tarde, en su «Club Atínale y Ríete», como ella lo llamaba, y la casa estaría desierta pues Tim estaba trabajando. Dawnie había salido con alguno de sus enamorados.

Cuando Tim hizo su aparición un poco después de las cuatro, a Ron le dio mucho gusto verlo e inmediatamente le compró un porrón de cerveza.

– ¿Cómo te fue, compañero? -le preguntó a Tim mientras ambos se apoyaban en un pilar y contemplaban el mar.

– ¡De perlas, papá! Mary es de veras una señora muy simpática.

– ¿Mary? -Ron escrutó el rostro de Tim, sorprendido y preocupado.

– Señorita Horton. Me dijo que podía llamarla Mary. Yo estaba un poco preocupado, pero ella dijo que así estaba bien. Está bien, ¿verdad, papá? -agregó ansiosamente, sintiendo que había algo fuera de lo acostumbrado en la reacción de su padre.

– No lo sé, compañero. ¿Cómo es esa Mary Horton?

– Es encantadora, papá. Me dio un montón de cosas buenas en la comida y me enseñó toda su casa. ¡Tiene aire acondicionado, papá! Sus muebles son muy bonitos y lo mismo su alfombra, pero todo es de color gris. Le pregunté por qué no tenía nada rojo en su casa y me dijo que iba a ver qué hacía al respecto.

– ¿Te tocó, compañero?

Tim miró a Ron con una mirada impasible.

– ¿Tocarme? -dijo-. ¡Pues no lo sé! Me tomó de la mano cuando me estaba mostrando sus libros -agregó e hizo un gesto-. No me gustaron sus libros; tiene demasiados.

– ¿Es bonita, compañero?

– ¡Oh, claro que lo es! Tiene un cabello blanco de lo más bonito, papá; igual que el tuyo y el de mamá, sólo que más blanco. Por eso es por lo que yo no sabía si estaba bien que la llamara Mary, pues tú y mamá siempre me decís que no es educado llamar a la gente vieja por su nombre.

La tensión de Ron se aflojó.

– ¡Oh! -exclamó y palmeó afectuosamente a Tim en un brazo-. Ya me estabas preocupando un poco, te diré. Entonces es una vieja, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Te pagó como te había prometido?

– Sí; todo está aquí, en este sobre. También están su nombre y su dirección. Me dijo que tenía que entregártelo, por si querías hablar con ella. ¿Y para qué querrías hablar con ella, papá? No veo por qué has de querer hablar con ella.

Ron tomó el sobre que el muchacho le extendía.

– No quiero hablar con ella, compañero -repuso-. ¿Terminaste el trabajo?

– No; su jardín es muy grande. Si crees que está bien, ella quiere que vaya a hacerle el jardín del frente el sábado próximo.

En el sobre había tres crujientes billetes nuevos de diez dólares; Ron los miró largamente así como a la escritura de Mary Horton, cuya hermosa caligrafía hablaba de la educación y autoridad de su dueña. Las muchachitas frívolas o las amas de casa solitarias no tenían una escritura como ésa, decidió. ¡Treinta dólares por el trabajo de un día! Metió el dinero en su billetera y palmeó a Tim en la espalda.

– Lo hiciste bien, compañero, y puedes regresar el próximo sábado a terminar el trabajo, si es que quieres. De hecho, por lo que te paga puedes trabajar siempre que ella quiera.

– ¡Qué bueno, papá; gracias! -el muchacho balanceó en el aire su porrón sugestivamente-. ¿Puedo tomar otra cerveza?

– ¿Cuándo aprenderás a tomarte la cerveza despacio, Tim? El rostro del joven expresó su pesar.

– ¡Es que se me olvidó otra vez! -repuso-. De veras pensaba tomarla despacio, papá, pero estaba tan buena que se me olvidó.

A Ron le pesó inmediatamente su exasperación momentánea.

– No importa, compañero; no te preocupes por eso -dijo y agregó-: Ve y dile a Florrie que te dé otro porrón.

La extremadamente fuerte cerveza australiana parecía no obrar el menor efecto en Tim. Ron se preguntaba por qué algunos retrasados se volvían locos con sólo oler el licor y, sin embargo, Tim podía tumbar a su padre si se ponían a beber a la par y todavía llevarlo cargando a casa; así de insignificante era en él el efecto de la cerveza.

– ¿Quién es esa Mary Horton? -preguntó Es esa noche, una vez que Tim se hubo ido a la cama.

– Una vieja chiflada de Artarmon.

– Tim está muy impresionado con ella, ¿verdad?

Ron recordó los treinta dólares que reposaban en su billetera y miró a su esposa condescendientemente.

– Así parece -dijo-. Ella lo trata bien y el que le arregle el jardín los sábados mantendrá a Tim lejos de cualquier tentación.

– Y te dejará libre para que andes por ahí, en las tabernas y en el hipódromo con tus amigotes, querrás decir. -Es lo interpretaba con la experiencia de muchos años.

– ¡Por la sangre de Cristo, Es! ¡No le digas a un hombre cosas tan duras!

– ¡Bah! -replicó, descansando la labor en el regazo-. La verdad duele, ¿no es así? ¿Le pagó ella?

– Unos cuantos dólares.

– Los mismos que te embolsaste, por supuesto.

– No era gran cosa. ¿Qué esperabas por cortar la hierba con una máquina, vieja intrigante? ¡No hay suerte, sencillamente no hay suerte!

– Mientras tú me des lo que necesito, me importa un pito cuánto le pagó ella -Es se levantó y se estiró-. ¿Quieres una taza de té, querido?

– ¡Oh! Eso sería realmente algo bueno. ¿Dónde anda Dawnie?

– ¿Cómo diantres voy a saberlo? Ya tiene veinticuatro años y es muy señora de sus actos.

– ¡Mientras no sea señora de algún otro!

Es se encogió de hombros.

– Los jóvenes ya no piensan como pensábamos nosotros, querido, y no hay que darle vueltas. Además, ¿te atreverías a preguntarle a Dawnie dónde ha estado o si se está acostando con algún tipo?

Ron siguió a Es a la cocina, palmeándole el trasero cariñosamente.

– ¡Claro que no! Me miraría desde la punta de esa nariz tan larga que tiene y me saldría con una sarta de palabras que yo no entendería. Acabaría yo sintiéndome un tonto redomado.

– Quisiera que Dios hubiera repartido la inteligencia de una manera más justa entre nuestros hijos -suspiró Es mientras ponía la tetera en el fuego-. Si la hubiera repartido por partes iguales los dos estarían muy bien.

– Ya no tiene caso llorar la leche derramada, Es. ¿Hay algo de pastel?

– ¿De frutas o de semillas?

– De semillas.

Se sentaron a ambos lados de la mesa de la cocina y entre los dos dieron cuenta de un pastel de buen tamaño y seis tazas de té.

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