8

La autodisciplina ayudó a Mary Horton a pasar la semana en la «Constable Steel & Mining» como si Tim Melville jamás hubiera entrado en su vida. Doblaba sus ropas antes de entrar al excusado como de costumbre, hacía el trabajo de Archie Johnson con la misma eficacia de siempre y manejaba un total de diecisiete personas entre mecanógrafas, mensajeros y empleados. Sin embargo, ya en casa cada noche, descubría que los libros no le atraían y, en vez de eso, se pasaba las horas en la cocina, leyendo libros de recetas y experimentando con pasteles, salsas y budines. Sondeando muy discretamente e Emily Parker había podido darse una mejor idea de cuáles eran las preferencias de Tim en cuestión de comidas; cuando llegara el sábado, deseaba tenerle preparada una variada selección de platos.

Un día de esa semana, durante la hora del almuerzo, visitó la tienda que en la parte norte de Sydney tenía un decorador de interiores y compró una mesa de vidrio en tono rubí, bastante cara, y luego descubrió una otomana de terciopelo en el mismo tono, que hacía juego con la mesa. Al principio ese toque de color, profundo y brillante, la inquietó un poco, pero una vez que se acostumbró a él tuvo que admitir que le daba mucha vida a su glacial sala de estar. De pronto las lisas paredes gris perla parecieron cobrar calor y Mary empezó a preguntarse si Tim, como tantos seres primitivos, no tendría un gusto instintivo por lo artístico. Tal vez un día podría llevarlo con ella en un recorrido por galerías de arte para ver qué era lo que los ojos de él descubrían.

El viernes por la noche se fue a la cama muy tarde por estar esperando alguna llamada de parte del padre de Tim diciéndole que no quería que su hijo perdiera el precioso tiempo de sus fines de semana trabajando como jardinero. Sin embargo, la llamada nunca llegó y exactamente a las siete de la mañana siguiente la sacó de un sueño profundo el sonido de la llamada de Tim a la puerta. Esta vez ella lo hizo pasar inmediatamente y le preguntó si deseaba una taza de té mientras ella se vestía.

– No, gracias; estoy muy bien -repuso él, con los ojos azules brillándole intensamente.

– En ese caso, puedes usar el baño pequeño que está junto a la lavandería para cambiarte mientras yo me visto. Quiero mostrarte cómo has de hacer el jardín del frente, donde tengo algunos problemas.

Con pisadas de gato, como de costumbre, Mary regresó a la cocina al poco rato. Tim no la había oído llegar y ella permaneció en silencio en la puerta de entrada contemplándolo, conmovida de nuevo por lo absoluto de su belleza. ¡Cuán terrible, cuán injusto era, pensó, que un recipiente tan maravilloso contuviera un contenido tan indigno!, pero inmediatamente se sintió avergonzada de pensar así. Tal vez ésa era la raison d'être de su belleza, la de que su avance hacia el pecado y el deshonor hubiera sido detenido en la inocencia de la primera infancia. De haber madurado normalmente, tal vez se hubiera visto muy diferente, como todo un Boticelli, sonriendo presuntuosamente, con una mirada conocedora agazapada en el fondo de los claros ojos azules. Tim no era para nada un miembro de la raza humana adulta, excepto en sus rasgos más ínfimos.

– Vamos, Tim; hay que enseñarte qué es lo que hay que hacer con el jardín del frente -dijo al fin, rompiendo el encanto.

Las cigarras estaban chillando y zumbando desde cada arbusto y cada árbol; Mary se llevó las manos a los oídos, le hizo una mueca a Tim y se dirigió a tomar la única arma de que disponía: la manguera.

– Las cigarras están este año peor que nunca -comentó una vez que el estrépito se hubo acallado un poco y a las adelfas les escurría el agua por todas partes.

– ¡Briiik! -eructó el maestro de coro en tono bajo profundo cuando las otras cigarras quedaron en silencio.

– ¡Ahí está, la vieja escandalosa! -dijo Mary y se dirigió a la adelfa más cercana a la puerta del frente, apartando las chorreantes ramas e inspeccionando inútilmente los oscuros recovecos de su interior-. Jamás he podido dar con ella -explicó, poniéndose en cuclillas y volviendo el rostro para sonreír a Tim, que estaba detrás.

– ¿Quieres atraparla? -preguntó el muchacho en tono serio.

– ¡Claro que quiero atraparla! Ella es la que alborota a todas las demás. Cuando ella no está, las otras parecen mudas.

– Yo la encontraré.

Con toda facilidad, el joven deslizó el torso entre hojas y ramas, desapareciendo a la vista de la cintura para arriba. Esa mañana no llevaba botas ni calcetines ya que no había cemento que le ampollara o resecara la piel, y la tierra húmeda se le adhería a las piernas.

– ¡Briiik! -tanteó la cigarra, seca ya lo suficiente como para volver a empezar.

– ¡Te pesqué! -gritó Tim, retirándose del arbusto con la mano derecha cerrándose en algo.

En realidad, Mary lo único que alguna vez había visto de una cigarra eran los rojizos cascarones que quedaban en la hierba, por lo que se echó atrás, un poco temerosa pues, al igual que la mayoría de las mujeres, le asustaban las arañas y escarabajos y todo aquello que reptara o se arrastrara.

– ¡Aquí está, mírala! -dijo Tim, lleno de orgullo, abriendo los dedos delicadamente hasta que la cigarra quedó a la vista, sujeta únicamente de las alas por el pulgar y el índice de Tim.

– ¡Uff! -se estremeció Mary, retrocediendo más aún, sin mirar realmente.

– No le tengas miedo, Mary -rogó Tim, sonriéndole y acariciando suavemente al insecto-. ¡Mírala bien! ¿No es bonita, verde y hermosa como una mariposa?

La dorada cabeza se había inclinado sobre la cigarra y Mary los contempló a ambos con una súbita y enceguecedora lástima. Parecía que Tim tuviera cierto acuerdo con el insecto porque éste reposaba en la palma de su mano sin pánico ni miedo, y era en realidad hermoso una vez que uno se olvidaba de sus antenas marcianas y de su caparazón de langosta. El animalito tenía un cuerpo gordo, de un verde brillante, de unos cinco centímetros de largo, sombreado por un polvillo color oro, y sus ojos se encendían y brillaban como dos grandes topacios. Sobre el lomo, las alas, delicadas y transparentes, estaban recogidas y tenían venillas como la hoja de un árbol de un brillante amarillo oro que se tornasolaba con todos los colores del iris. Y por encima de ella se inclinaba Tim, tan ajeno, igualmente hermoso, igual de vivo y de brillante.

– ¿No vas a querer que la mate, verdad? -rogó Tim, alzando el rostro para mirarla con súbita tristeza.

– No -contestó Mary, volviendo la cara-. Ponla de nuevo en su arbusto, Tim.

Para la hora del almuerzo Tim ya había terminado con el césped de la parte del frente. Mary le dio dos hamburguesas y un buen montón de patatas doradas y luego coronó la comida con un budín bañado con crema de plátano caliente.

– Creo que ya acabé, Mary -dijo Tim mientras se bebía su tercera taza de té-. Lo único que siento es que el trabajo no haya durado más. -Sus grandes ojos la miraron húmedamente-. Me gustas, Mary -empezó-. Me gustas más que Mick o Harry o Jim o Bill o «Curly» o Dave; me gustas más que todos, excepto papá y mamá y mi Dawnie.

La mujer le palmeó la mano y le sonrió cariñosamente.

– Es muy dulce de tu parte que me digas eso, Tim, pero, realmente, no creo que sea cierto. Hace muy poco tiempo que me conoces.

– Ya no hay hierba que cortar -suspiró él, ignorando su negativa a aceptar el cumplido.

– El césped vuelve a crecer, Tim.

– ¿Cómo? -Aquel pequeño sonido interrogativo era su señal de que había que ir despacio, que algo se había hecho o dicho que estaba más allá de su comprensión.

– ¿Puedes desbrozar tan bien como cortas el césped?

– ¡Claro! Yo soy el que siempre lo hago en casa.

– Entonces, ¿te gustaría venir cada sábado y atender mi jardín en todo lo que necesite, cortar el césped cuando sea necesario, plantar semillas y desbrozar los macizos de flores, rociar los arbustos y barrer los senderos y echar fertilizante cuando se necesite?

Tim la tomó de la mano y la sacudió, con una ancha sonrisa en la cara.

– ¡Oh, Mary! -exclamó-. ¡De veras que me gustas! Vendré todos los sábados y atenderé tu jardín. ¡Te prometo que yo lo cuidaré!

Esa tarde, cuando partió rumbo a su casa, llevaba en el sobre otros treinta dólares.

Загрузка...