El sábado fue un día tan hermoso y cálido como había sido el viernes, por lo que Tim salió rumbo a Artarmon a las seis de la mañana llevando una camisa de manga corta, pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla. Su madre siempre procuraba que anduviera bien presentado, le preparaba el desayuno y le ponía en un paquete su comida del día, asegurándose de que llevara en su bolsa un par de pantalones de trabajo limpios y de que tuviera dinero para salir de un apuro.
Cuando Tim llamó a la puerta de Mary Horton acababan de dar las siete y ella estaba profundamente dormida. Al oír los golpes se levantó y, descalza y con pasos torpes, se echó encima de su sencillo pijama de algodón blanco una bata gris y, alisándose unos rebeldes mechones de pelo, se dirigió con impaciencia a la puerta de atrás.
– ¡Por Dios! -exclamó, frotándose los ojos-. ¿Siempre llega usted a las siete de la mañana?
– Se supone que ésa es la hora en que debo empezar a trabajar -repuso él, sonriendo.
– Bueno, ya que está usted aquí, es mejor que le muestre qué es lo que hay que hacer -decidió Mary, bajando por los escalones que daban al patio y cruzando luego el césped hasta una casita rodeada de helechos.
Los helechos disfrazaban el hecho de que, en realidad, la casita era un depósito de equipo de jardinería, herramientas y fertilizantes. Un tractor pequeño, de apariencia más bien urbana, estaba ahí guardado, cubierto con una lona impermeable para el caso de que el techo goteara, cosa que, por supuesto, nunca había sucedido ya que era propiedad de Mary Horton.
– Aquí está el tractor, con la segadora ya acoplada. ¿Sabe usted manejarlo?
Tim sacó la cubierta y acarició con ternura la brillante superficie del tractor.
– ¡Oh! -exclamó-. ¡Qué bonito es!
Mary reprimió su impaciencia.
– Bonito o no, ¿sabe usted manejarlo, señor Melville?
– ¡Claro que sí! Papá dice que soy muy bueno con toda clase de maquinaria.
– ¡Vaya, qué simpático! -comentó ella irritada-. ¿Cree usted que haya algo más que se le ofrezca, señor Melville?
Los ojos azules de Tim la miraron con extrañeza.
– ¿Por qué me llama usted señor Melville? -interrogó-. ¡El señor Melville es mi padre! Yo soy solamente Tim.
«¡Cielos!», pensó ella. «¡Si es tan sólo un niño!»
No obstante eso, dijo:
– Bien. Ahí lo dejo. Si necesita algo, llame a la puerta de atrás.
– ¡Muy bien, señora! -dijo él en tono alegre, sonriendo.
– ¡No soy señora! -replicó ella-. Me llamo Mary Horton. ¡Señorita Horton!
– ¡Muy bien, señorita Horton! -enmendó él al instante, sin desconcertarse en absoluto.
Cuando regresó a la casa, Mary estaba ya totalmente despierta y había abandonado la idea de quedarse en la cama dos o tres horas más. De un momento a otro, él echaría a andar el tractor y ahí terminaría todo. La casa tenía aire acondicionado, por lo que siempre estaba fresca y seca sin que importara cuáles fueran la humedad y la temperatura en el exterior, pero mientras se preparaba algo de té y ponía pan en la tostadora, Mary decidió que sería muy agradable desayunar en la terraza, desde donde podría ver a su nuevo jardinero.
Cuando salió con una pequeña bandeja en las manos iba ya completamente vestida con su uniforme de fines de semana en casa, el cual consistía de un vestido de algodón gris oscuro, sin ningún adorno pero tan perfecto y sin arruga alguna como todo lo que siempre se ponía. El pelo, que ella dejaba en una larga trenza para dormir, lo traía arreglado en el moño que usaba durante el día. Mary jamás usaba pantuflas ni sandalias, ni siquiera cuando estaba en su cabaña de la playa cerca de Gosford; siempre, en cuanto salía de la cama, se vestía con toda formalidad, lo cual significaba que también se ponía sus medias elásticas y los resistentes zapatos negros.
Hacía veinte minutos que desde el patio trasero se dejaba oír el zumbido de la segadora cuando Mary tomó asiento ante una mesa de hierro forjado, pintada de blanco, junto a la balaustrada, y se sirvió una taza de té. Tim estaba en esos momentos trabajando en el extremo más lejano, donde el patio se inclinaba sobre la hondonada de lo que había sido la ladrillera, y hacía su trabajo de una manera lenta y metódica, como si estuviera trabajando para Harry Markham; se bajaba del tractor cuando completaba una pasada, para de esa forma asegurarse de que la siguiente cubriría en parte la que acababa de hacer.
Mary seguía mordisqueando las tostadas y sorbiendo su té sin que sus ojos abandonaran ni un solo instante la distante figura del joven. Como no era dada al autoanálisis y ni siquiera a la introspección, no se le ocurrió preguntarse por qué lo miraba con tanta fijeza; ya era bastante el comprender que el muchacho la fascinaba, pero en ningún momento se le ocurrió que dicha fascinación fuera atracción.
– ¡Buen día, señorita Horton! -llegó la ríspida voz de la señora Parker y, al momento, ésta se dejó caer con su vestido estampado en colores en la silla vacía.
– Buenos días, señora Parker. ¿Le gustaría tomar una taza de té? -ofreció Mary, en tono más bien frío.
– Sí, querida; es una idea buenísima. No, no se levante usted. Yo puedo buscar otra taza.
– No. Por favor no lo haga. De todas maneras tengo que hacer más té.
Cuando regresó al patio con una nueva tetera y un poco más de pan tostado, la señora Parker había acomodado la barbilla en una mano y miraba fijamente a Tim.
– Ésa fue una buena idea -dijo-, la de contratar a Tim para que le cortara el césped. Ya me había dado cuenta de que el hombre que acostumbra venir ha dejado de hacerlo desde hace tiempo. En eso sí tengo suerte. Siempre viene uno de mis hijos a cortarme el césped, pero usted no los tiene, ¿verdad?
– Bueno; hice lo que usted me pidió ayer y me aseguré de que todo estuviera bien con los albañiles y la basura que habían dejado. Así fue como me encontré con Tim, al que habían dejado para que barriera. Creo que le encantó la idea de ganarse un dinero extra.
La señora Parker pasó por alto la última frase de la señorita Mary.
– ¡Como si no fuera eso algo muy típico de esos haraganes! -vociferó-. No contentos con hacerle la vida imposible al pobre desgraciado todo el día, corren a la taberna en cuanto dan las tres y lo dejan para que les termine el trabajo. ¡Y tuvieron la frescura de decirme que todos iban a regresar a limpiar! ¡Se me está ocurriendo rebajarle unas cuantas libras a la cuenta del señor Harry Markham!
Mary dejó su taza de té en el plato y, sorprendida, miró a la señora Parker.
– ¿Qué es lo que la enoja tanto, señora Parker? -preguntó.
Las flores amarillas y moradas que enfundaban el amplio busto de la anciana subieron y bajaron.
– ¡Vaya! -exclamó-. ¿Y a usted no le sucedería lo mismo? ¡Oh! Me olvidaba que no la vi anoche para contarle lo que esos miserables le hicieron al pobre muchacho. ¡Hay ocasiones en las que mataría a todo hombre nacido! Parece que no tienen la menor pizca de compasión o de comprensión para los desvalidos, a menos, ¡claro!, que se trate de un borracho o de un infeliz como ellos. ¡Pero de alguien como Tim, que se gana la vida decentemente y se porta bien, no sienten la menor lástima en absoluto! Se convierte en objeto de burla y se lleva todos los golpes, ¡y el pobre inocente es demasiado tonto para comprenderlo! No es culpa de él el haber nacido así, ¿verdad? Bueno, espere a que le diga lo que le hicieron ayer a la hora del refrigerio…
La voz vulgar y de tono nasal de la señora Parker zumbaba mientras le relataba su pequeña y sucia historia a Mary, pero esta última apenas si la oía, con los ojos clavados en la inclinada cabeza dorada que se movía en el fondo del patio.
La noche anterior, antes de irse a acostar, había revisado en los estantes de su pequeña biblioteca y había hojeado algunos libros en busca de una cara que se pareciera a la de él. ¿Boticelli?… después de examinar algunas de las reproducciones de las pinturas de éste, las había hecho a un lado despectivamente. Los rostros que dicho artista había pintado eran demasiado suaves, demasiado femeninos, demasiado sutilmente arteros y felinos. Al final había abandonado la búsqueda, completamente insatisfecha. Sólo en las antiguas estatuas griegas y romanas había encontrado algún parecido con Tim, tal vez porque esa clase de belleza podía plasmarse mejor en piedra que en el lienzo. Era una criatura tridimensional y ella había deseado fervientemente que en sus torpes manos hubiera habido el arte necesario para poder inmortalizarlo.
Mary se percataba de que había sufrido una violenta y terrible desilusión y de que sentía ganas de llorar; la presencia de la señora Parker parecía haberse retirado al trasfondo de sus pensamientos. Era una especie de anticlímax irónico el descubrir ahora que la trágica boca de Tim y los nostálgicos ojos interrogantes conducían interiormente a la nada, que su chispa interna había sido extinguida mucho antes de que hubiera alguna posibilidad de tragedia o de pérdida alguna. Tim no era mejor que un perro o que un gato, al que uno conservaba porque era algo hermoso de mirar y un animal ciega y amorosamente leal. Pero incapaz de pensar, que nunca podría contestar inteligentemente ni hacer despertar una respuesta temblorosa en alguna otra mente. Todo lo que la bestia hacía era estar ahí, sonriendo y amando. Al igual que Tim; Tim, el idiota. Engañado para que comiera excremento, ni siquiera lo había vomitado como cualquier ser pensante lo habría hecho; en lugar de eso había llorado, del mismo modo que un perro hubiera aullado, y había sido nuevamente inducido a que sonriera otra vez ante la promesa de algo sabroso para comer.
Sin hijos, sin amor, desprovista de cualquier influencia humanizante, Mary Horton no contaba con ninguna pauta emocional con la cual medir ese nuevo y pavoroso concepto de un Tim sin inteligencia. Tan retrasada en lo emocional como él lo era intelectualmente, no sabía que Tim podía ser amado precisamente a causa de su retraso mental, no sólo a pesar de eso. Había pensado en él a la manera cómo Sócrates debió haber pensado de Alcibíades; viejo y feo filósofo enfrentado a una juventud de insuperable belleza física e intelectual. Ella se había imaginado a sí misma introduciéndolo al mundo de Beethoven y Proust, ampliando su descuidada mente juvenil hasta que ésta abarcara la música, la literatura y el arte, hasta que llegara a ser tan hermoso por dentro como lo era por fuera. Y, sin embargo, era un simplón, un pobre tonto, medio retardado.
La señora Parker no se había percatado de que sólo había retenido una pequeña parte de la atención de Mary y seguía parloteando libremente sobre la insensibilidad del varón común corriente, bebiendo una taza de té tras otra y contestando sus propias preguntas cuando Mary no lo hacía. Al fin se puso en pie y se dispuso a marcharse.
– Me voy ya, querida, y muchas gracias por la tacita de té. Si en su refrigerador no tiene nada que a él le guste, mándemelo y yo le daré algo de comer.
Mary asintió con la cabeza de una manera ausente. Luego, mientras su visitante descendía por los escalones, ella retornó a la contemplación de Tim. Echándole una mirada a su reloj, se dio cuenta de que ya iban a dar las nueve y recordó que los trabajadores al aire libre como el que tenía en su jardín tomaban el té más o menos a esa hora. Entrando en la casa, preparó una nueva tetera, descongeló un pastel de chocolate y lo cubrió con crema recién batida.
– ¡Tim! -llamó, poniendo la bandeja sobre la mesa, bajo la enredadera; el sol empezaba a asomarse por el borde del techo y en la mesa que estaba cerca de los escalones hacía ya demasiado calor como para estar a gusto.
El muchacho alzó la cabeza, le hizo un ademán con la mano e inmediatamente detuvo el tractor para oír lo que ella le decía.
– ¡Tim, ven a tomar una taza de té!
El rostro del joven se iluminó como el de un cachorro al que ofrecen un bocado, descendió del tractor dando un salto, ascendió por el patio, se metió en la casita de los helechos, reapareció con una bolsa de papel en la mano y subió los escalones de dos en dos.
– ¡Qué bien! Gracias por llamarme, señorita Horton; no me había dado cuenta de qué hora era -dijo alegremente, sentándose en la silla que ella le indicaba y esperando dócilmente hasta que Mary le dijo que podía empezar.
– ¿Sabes leer la hora, Tim? -le preguntó con gentileza, sorprendida de poder dar a sus palabras esa inflexión.
– Pues… no, realmente no. Más o menos me doy cuenta de a qué hora tengo que irme a casa; eso es cuando la manecilla grande está en la parte de arriba y la chica tres rayitas detrás de ella. Ahí es cuando son las tres. Pero no tengo reloj propio porque papá dice que lo perdería. Por eso no me preocupa. Siempre alguien me dice la hora, como cuándo hay que hacer el té para el smoke-oh o cuándo es hora de almorzar o de irse a casa. Soy tonto, pero como todo el mundo lo sabe, no importa.
– No, supongo que no -contestó ella en tono triste-. Come, Tim. El pastel es todo para ti.
– ¡Oh, qué bueno! Me encanta el pastel de chocolate… ¡especialmente con mucha crema encima, como éste! ¡Gracias, señorita Horton!
– ¿Cómo te gusta el té, Tim?
– Sin leche y con mucho azúcar.
– ¿Mucho azúcar? ¿Cuánto es mucho?
Tim alzó el rostro para mirarla, frunciendo las cejas y con crema en toda la cara.
– Pues no me acuerdo -dijo-. Yo lleno la taza hasta que el té se derrama en el plato. Entonces sé que así está bien.
– ¿Has ido alguna vez a la escuela, Tim? -sondeó Mary, volviendo a sentir interés en él.
– Fui durante un tiempo, pero no pude aprender nada y ya no me obligaron a que fuera. Me quedaba en casa a cuidar a mamá.
– Pero tú entiendes lo que se te dice y tú solo pudiste manejar el tractor.
– Hay algunas cosas que son fáciles, pero leer y escribir es muy difícil, señorita Horton.
Sorprendiéndose de lo que hacía, Mary le acarició la cabeza mientras movía la cuchara dentro de su taza de té.
– Bien, Tim -dijo-. Eso no importa.
– Eso es lo que dice mamá.
El muchacho se terminó todo el pastel, luego recordó que había traído de casa un bocadillo y también se lo comió, acompañándolo con tres tazas grandes de té.
– ¡De veras, señorita Horton, todo estuvo colosal! -suspiró al fin, sonriendo beatíficamente.
– Me llamo Mary y a ti te será más fácil decir Mary que señorita Horton, ¿no crees? ¿Por qué no me llamas Mary?
El muchacho la miró con aire de duda.
– ¿Está usted segura de que eso está bien? -interrogó-. Papá dice que a la gente vieja no debo llamarla de otra manera que señor, señora o señorita.
– Algunas veces puede hacerse, como entre amigos.
– ¿De veras?
Mary probó de nuevo, expurgando mentalmente de su vocabulario todo polisílabo.
– Realmente, no soy tan vieja, Tim. Es simplemente que el cabello blanco me hace parecer vieja. No creo que tu papá se enfadara si me llamas Mary.
– ¿Entonces tu pelo blanco no quiere decir que eres vieja, Mary? ¡Yo siempre pensé que así era! El pelo de papá es blanco y también el de mamá y sé que son viejos.
«Tiene veinticinco años, pensó ella, por lo tanto, su padre y su madre serán apenas un poco mayores que yo.» Sin embargo, dijo:
– Bien, yo soy más joven que ellos; por lo tanto, todavía no estoy tan vieja.
Tim se puso en pie.
– Ya es hora de que vuelva a trabajar -dijo-. Tienes un jardín muy grande, Mary. Espero poder terminar a tiempo.
– Bien, si no terminaras, hay muchos otros días. Si lo prefieres, puedes venir a terminar algún otro día.
Tim consideró el problema gravemente.
– Creo que me gustaría volver -concedió- si papá dice que puedo venir. -De pronto, le sonrió ampliamente-. Me gustas mucho, Mary -dijo-. Me gustas más que Mick y Harry y Jim y Bill y Curly y Dave, me gustas más que todos, excepto papá, mamá y mi Dawnie. Eres bonita y tienes un pelo blanco muy hermoso.
Mary tuvo que luchar con cien indefinibles emociones que la acosaban desde muchos puntos y por fin se las arregló para sonreír.
– ¡Vaya, muchas gracias, Tim! -dijo al fin-. Eres muy amable.
– ¡Oh! No es nada -repuso él con indiferencia y bajó de un brinco las escaleras con las manos abiertas sobre las sienes y el trasero levantado-. ¡Ésa fue mi imitación especial de un conejo! -gritó desde el césped.
– Fue muy buena, Tim. Supe que eras un conejo desde que empezaste asaltar -replicó ella; luego, recogió la vajilla del té y la llevó adentro.
Le era terriblemente difícil conversar como si él fuera una criatura porque Mary Horton nunca había tenido nada que ver con niños desde que ella misma había dejado de serlo. Y, de cualquier manera, nunca había sido realmente joven. No obstante era lo bastante sensible para percibir que a Tim podía lastimársele fácilmente, que tenía que tener cuidado con lo que le dijera y controlar su carácter y su exasperación; que si le dejaba sentir el dardo de su lengua, él adivinaría la intención de sus palabras aunque no comprendiera el sentido de éstas. Se sintió mortificada al recordar cómo se había impacientado con él el día anterior cuando Tim se había mostrado, por lo menos así lo había creído ella en esos momentos, deliberadamente obtuso. ¡Pobre Tim, tan profundamente inconsciente de los matices y de las corrientes subterráneas que había en la conversación de los adultos y, por lo mismo, tan completamente vulnerable! Ella le gustaba; él pensaba que era hermosa porque tenía el cabello blanco, igual que su papá y su mamá.
¿Y por qué era tan triste su boca, si él sabía tan poco y funcionaba a una escala tan limitada?
Sacó el automóvil y se dirigió al supermercado a comprar algo para el almuerzo pues en la casa no tenía nada que a él le atrajera especialmente. El pastel de chocolate era su fondo de emergencia para alguna eventualidad como la de esa mañana; la crema, una equivocación fortuita de parte de su lechero. Tim, según ella sabía, había traído consigo su almuerzo, pero tal vez no fuera suficiente, o tal vez pudiera ella halagarlo ofreciéndole algo así como hamburguesas o salchichas calientes, el encanto de toda fiesta de niños.
– ¿Has ido alguna vez a pescar, Tim? -le preguntó mientras almorzaban.
– ¡Oh, sí! Me encanta pescar -replicó él, atacando su tercera salchicha-. Papá me lleva a pescar a veces, cuando no está demasiado ocupado.
– ¿Está ocupado con frecuencia?
– Bien; va a las carreras y al cricket y al fútbol y a cosas así. Yo no voy con él porque me pongo enfermo donde hay mucha gente. El ruido y la gente hacen que me duela la cabeza y la barriga se me revuelve.
– Entonces, un día voy a llevarte a pescar -dijo Mary.
A media tarde Tim ya había terminado el jardín del fondo y vino a preguntarle si seguía con el de la parte delantera. Mary miró la hora en su reloj.
– No creo que debamos ocuparnos del jardín del frente hoy, Tim. Ya casi es hora de que te vayas a casa. ¿Por qué no regresas el próximo sábado para hacer el jardín del frente, si tu papá te da permiso?
Tim asintió con la cabeza, dando muestras de alegría.
– Muy bien, Mary.
– Entonces, ve por tu bolsa a la casa de los helechos, Tim. Puedes cambiarte de ropa en mi cuarto de baño. Así verás si quedas bien arreglado.
El interior de su casa, tan casto y austero, fue algo que lo fascinó. Con los pies descalzos, recorrió lentamente la sala de tonos grises, hundiendo los dedos en la gruesa alfombra de lana con una expresión de casi éxtasis en el rostro y acariciando el tapizado de terciopelo gris perla de los muebles.
– ¡Uh, Mary, cuánto me gusta tu casa! -exclamó, entusiasmado-. ¡Todo en ella se siente muy suave y como muy fresco!
– Ven para que veas mi biblioteca -dijo ella, deseando tan fervientemente mostrarle lo que era su orgullo y deleite, que lo tomó de una mano.
Sin embargo, la biblioteca no le impresionó en absoluto y más bien le hizo sentirse temeroso y propenso a las lágrimas.
– ¡Todos esos libros! -dijo, estremeciéndose, y no quiso permanecer ahí aun cuando vio que su reacción la había desilusionado.
Mary tuvo que emplear varios minutos para que Tim le perdiera el miedo a la biblioteca y se cuidó bien de no repetir la equivocación de enseñarle algo que fuera intelectual.
Una vez repuesto de su deleite y confusión iniciales, Tim dio muestras de poseer cierta facultad de crítica y le reprochó a Mary el no tener en la casa nada de colores vivos.
– ¡Es muy bonito, Mary, pero todo es del mismo color! -protestó-. ¿Por qué no hay nada rojo? A mí me gusta mucho el rojo.
– ¿Y puedes decirme de qué color es esto? -preguntó la mujer, mostrando en la mano un marcador de páginas de color rojo.
– Rojo, por supuesto -repuso él.
– Entonces, veré qué puedo hacer al respeto -prometió Mary.
Mary le entregó un sobre con treinta dólares, sueldo mucho más alto que el que podría ganar cualquier obrero en Sydney en un día.
– En un papel que va adentro -le advirtió-, están anotados mi dirección y mi número de teléfono. Quiero que le entregues esto a tu padre cuando llegues a casa para que sepa dónde vivo y cómo ponerse en contacto conmigo. No vayas a olvidar entregárselo, ¿lo harás?
Tim la miró con aire ofendido.
– Nunca olvido nada cuando me lo dicen como debe ser -repuso.
– Lo siento, Tim; no tuve intención de ofenderte -dijo Mary Horton, a quien jamás le había importado si lo que decía ofendía a alguien. Y no era que fuera su costumbre el decir cosas ofensivas; pero Mary Horton evitaba decir cosas desagradables, simplemente por razones de tacto, diplomacia y buenas maneras, no porque le preocupara demasiado lastimar o no a un semejante.
La mujer agitó un brazo en ademán de adiós desde la puerta del frente después que Tim se negó a que lo llevara en el automóvil hasta la estación. Una vez que el joven hubo caminado unos cuantos metros calle abajo, Mary se llegó hasta la reja del frente y se inclinó sobre ella para mirarlo hasta que desapareció al dar vuelta a la esquina.
A cualquiera que hubiera estado en la calle observando, él le hubiera parecido un joven extraordinariamente guapo, caminando bajo el sol en el pleno apogeo de su buena salud y apariencia, con el mundo a su disposición. Era como una broma de la divinidad, pensó ella, la clase de broma que a los inmortales dioses griegos les hubiera encantado jugar a su creación, el hombre, siempre que éste se envanecía u olvidaba lo que les debía. ¡Qué carcajada gargantuesca no les produciría Tim Melville!