8

El lunes amaneció frío y ventoso, de manera que se daba por acabado el tiempo idílico que había acompañado la muerte de Jasmine. Kincaid se anudó la corbata y encogió los hombros dentro de la chaqueta de lana con un sentimiento de alivio y expectación. Se miró al espejo del baño y esperaba encontrar alguna señal del paso lento del fin de semana, pero la mirada de sus ojos azules parecía corriente y soñolienta. Se peinó por última vez y consideró que ya estaba presentable. Hizo una pausa para recoger las llaves y la cartera, tiró al fregadero el café a medio terminar, y salió de casa.

Cogió el metro y salió en St. James Park. Tras unos minutos a pie se hundió en la fría sombra de acero y cemento que albergaba New Scotland Yard. Las aceras estaban vacías, excepto por los guardias uniformados que vigilaban delante de las puertas de cristal. El viento acumulaba basura en la cuneta; no era precisamente una visión consoladora, pero Kincaid se dijo que los arquitectos no pensaban en términos piadosos. Saludó con un gesto al guardia y entró en el edificio.

El corto paseo le había dado tiempo para preparar sus argumentos y fue directo a ver a su comisario jefe. La secretaria de Denis Childs, una chica regordeta y de cabello oscuro, levantó la vista de la máquina de escribir y le dirigió una amplia sonrisa.

– Buenos días, señor Kincaid, ¿qué desea usted?

El comisario jefe tenía el don de escoger personal tan agradable como eficiente, y que mantenía su maquinaria oficial bien engrasada.

– Holly, ¿está? -Kincaid indicó la puerta cerrada del despacho interior.

– Está leyendo informes, creo. No hay nada urgente esta mañana, llame a la puerta.

Antes de acabar la frase ya había vuelto al teclado, y sus dedos volaban sobre las teclas.

El comisario jefe había montado su despacho con un estilo moderno escandinavo, todo madera clara, mimbre y plantas, y Kincaid sospechaba que el motivo era más una especie de lucha contra las convenciones que una preferencia especial.

Denis Childs estaba reclinado en la silla detrás del escritorio, con un informe en equilibrio sobre las rodillas cruzadas y un cigarrillo se consumía en el cenicero situado en el borde de la mesa. El tamaño de Childs hacía que los muebles parecieran insignificantes, y la claridad del conjunto resultaba anémica en comparación con su cabello negro y sus vivos ojos castaños.

– ¿Qué ocurre, Duncan? Coge una silla.

Pasó la última página del informe y lo metió en el cesto, apagó la colilla y entrelazó las manos sobre la cintura, listo para escucharle atentamente, como de costumbre.

Tras acomodarse en la silla de las visitas, Kincaid contó los detalles de la muerte de Jasmine y sus acciones posteriores.

– Me gustaría llevar a cabo una investigación oficial -concluyó-. No necesitaré muchos refuerzos; en realidad, sólo a Gemma y a mí mismo.

Childs lo pensó un momento antes de hablar mientras se acariciaba la barriga con los dedos.

– Parece un simple suicidio. Ya sabes que en estos casos lo solemos mirar de otra manera. No ganamos nada en insistir, sobre todo por la familia; sin embargo, si hay alguna prueba directa de que la joven… ¿cómo se llama?

– Margaret Bellamy.

– … de que Margaret Bellamy estuviera presente y ayudara físicamente al suicidio de tu amiga de algún modo, deberíamos presentar los cargos.

– No puedo descartarlo. Ella dice que no estaba allí esa noche, pero no tiene coartada. -Kincaid se deslizó por el asiento y la silla crujió de forma alarmante-. Aunque esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué mencionó el pacto de suicidio? Si no hubiera dicho nada, yo no me habría preocupado tanto como para pedir una autopsia:

– ¿Porque estaba bajo un estado de shock? -sugirió Childs mientras encendía un Player del paquete de su mesa y miraba a Kincaid a través del humo.

Kincaid se encogió de hombros, irritado.

– Lo estaba, cierto, y sin duda no estaba, emocionalmente, en su momento más lúcido, pero no es estúpida. Debe conocer la ley, y eso -se sentó hacia delante en la silla y se apretó los brazos- es lo que me molesta. Jasmine, sin duda, conocía el riesgo que corría Meg. He leído los libros de Exit -Kincaid no hizo caso de las cejas arqueadas de su jefe- y recomiendan fuertemente que se den a conocer las propias intenciones a amigos y familiares, y se dejen documentos exculpatorios en caso de sospecha.

– ¿Una nota de suicidio?

– No necesariamente… si es que quería que se pensase que se trataba de muerte natural, pero Exit recomienda una declaración de intenciones detallada, firmada y fechada, por si se pone en cuestión la muerte. No estamos hablando de una nota con un «ya no aguanto más». Jasmine no dejó ni un hilo que yo haya podido seguir.

Childs suspiró y se balanceó suavemente en la silla, adelante y atrás.

– ¿Y no te encaja con su carácter? Cuando una persona está enferma no siempre actúa…

– No es el primero que me lo dice, pero dudo haber encontrado nunca a nadie tan racional como Jasmine, y sin duda el suicidio puede ser una decisión racional para un enfermo terminal.

– ¿Has hablado con su abogado? Puede que le haya dejado los documentos de descargo.

– Es lo primero que haré -dijo Kincaid, aliviado con el giro de la entrevista. Sabía que su jefe no abandonaba fácilmente un problema una vez había empezado a preocuparse por él.

– Te daré una autorización para acceder a los archivos del abogado. ¿Queda algo para los muchachos forenses?

Kincaid soltó una carcajada.

– Sería un milagro que quedase nada: el lugar está limpio. Hay un par de viales de morfina en la nevera, pero es improbable que falte la suficiente para dar cuenta de la muerte de Jasmine. Los traeré, pero dudo mucho de que encontremos huellas a las que no hubieran tenido acceso ya. Si ha sido un asesinato, se ha hecho con mucho cuidado. -Se mordió el pulgar mientras pensaba-. Si Jasmine se mató, ¿qué hizo con el vial vacío de morfina? Lo he registrado todo escrupulosamente.

Childs echó la silla hacia delante para aplastar la colilla.

– Te puedo dar unos días, si no hay nada más urgente. Esta mañana pongo a Sullivan, nos debe un dolor de cabeza.

La sonrisa perversa, pero benigna que acompañó este último comentario alegró a Kincaid de no estar en la piel de Bill Sullivan.

– ¿Y Gemma? -preguntó Kincaid.

– La última vez que se la asigné a Sullivan casi me dio un ataque. Dos pelirrojos no hacen equipo; al menos, esos dos. Puedes quedártela un par de días, si ella quiere… y que conste que no puedo darte más tiempo.

– Bien -dijo Kincaid mientras se levantaba para salir. -Gracias, jefe.


***

Kincaid encontró a Gemma esperándolo en su despacho, acomodada en la silla del escritorio. Cuando hizo ademán de levantarse, él le hizo un gesto negativo y se sentó en el borde de la maltratada mesa. La decoración de su despacho nunca había pasado de funcional, nunca conseguía que Scotland Yard le asignara más que estanterías.

Todo el espacio libre del minúsculo despacho encerraba libros. El cementerio de libros de mi madre, pensó Kincaid mientras repasaba los volúmenes apiñados en los estantes sin orden ni concierto. Eran volúmenes que le llegaban regularmente de la oficina de correos de Cheshire, siempre algo con que «acababa de dar» en la tienda: desde manuales de fontanería hasta ciencia-ficción rusa, todo el espectro de los entusiasmos de su madre. En aquella batalla por su educación continua, Kincaid veía la decepción de su madre ante su negativa a ir a la universidad, y nunca se resolvía a devolver o a dar los libros, y aunque se burlaba de su madre por sus obsesiones, resultaba imposible crecer entre libros, como él, y no quererlos.

Gemma cerró la carpeta que había estado examinando y se la tendió a Kincaid.

– El informe de la autopsia de Jasmine. No hay pruebas de pinchazos, la morfina debió suministrarse a través del catéter.

– No es de extrañar.

– He ido a ver al juez de instrucción. Han fijado la vista para el miércoles.

Gemma se levantó y sacudió algunas migas del libro de expedientes, luego cogió un tazón de café con restos de pintalabios en el borde. Había cambiado su traje de chaqueta habitual por un largo cárdigan de color azul marino y una falda estampada de una tela suave.

– Esta mañana te has puesto las pilas, ¿eh? -Kincaid le sonrió-. ¿Es ya el segundo desayuno?

Gemma hizo caso omiso.

– He oído que ibas directo a ver al jefe, ¿qué te ha dicho?

Kincaid se puso serio.

– Tenemos un par de días, a no ser que llegue algo con lo que no pueda Sullivan; lo demás le toca todo a él. -Dio la vuelta al escritorio y tomó la silla que Gemma había dejado libre, se apoyó en el respaldo y se puso a contar con los dedos-: lo primero, el abogado de Jasmine; ya voy yo. Me gustaría que tú pasaras por la oficina de Planificación donde trabajaban Meg y Jasmine y vieras a Meg. Averigua lo que le dijo Jasmine sobre la legalidad del suicidio asistido; luego, entrevista a alguien que te parezca adecuado, pero antes quiero que localices al encantador Roger Leveson-Gower. A ver qué le sacas. -Sonrió ante la idea de oponer el genio de Gemma contra los sarcasmos socarrones de Leveson-Gower. Kincaid añadió-: A lo mejor a ti te dice dónde estuvo la noche del jueves, a mí seguro que no me lo dice.


***

Kincaid encontró la dirección de Bayswater, un apartamento en la planta baja de una casa que en otro tiempo fue residencial, sin muchas dificultades. Para su sorpresa, la placa de latón sólo decía: «Antony Thomas, abogado». Sin saber por qué, esperaba una larga lista de nombres altisonantes.

La recepcionista tomó el nombre de Kincaid y abrió sus oscuros ojos como platos cuando vio su carné. Es muy jovencita y muy guapa, probablemente pakistaní, pensó Kincaid. Lo miraba nerviosa de vez en cuando, mientras él esperaba pacientemente en la silla de duro respaldo. Cuando el interfono zumbó, lo hizo pasar al despacho con evidente alivio.

– ¿En qué puedo ayudarle, comisario? -Antony Thomas saludó a Kincaid con una sonrisa y un apretón de manos-. Pero siéntese, aunque si se trata de un asunto policial, no sé si podré hacer nada…

Kincaid se sentó en la poltrona situada cómodamente frente al escritorio y observó a Thomas. Otro prejuicio desbaratado; sin saber por qué, esperaba que el abogado de Jasmine fuera un viejo escribano de la familia, pero Antony Thomas era esbelto, de mediana edad, con una oscura franja de cabello en torno a la calva brillante y un deje galés en la voz.

– No se trata de un asunto del todo oficial, señor Thomas -explicó Kincaid, y le contó las circunstancias de la muerte de Jasmine Dent.

Thomas escuchó el relato en silencio, y cuando Kincaid acabó, permaneció un rato en silencio mientras tiraba de la barbilla con el pulgar y el índice. Cuando habló, lo hizo con voz suave y el deje más acentuado.

– Siento mucho oír eso, señor Kincaid. Yo conocía su situación, desde luego, pero uno nunca está lo bastante preparado. ¿Hace mucho que conocía usted a Jasmine?

La pregunta sorprendió a Kincaid.

– No mucho, desde que la enfermedad la obligó a dejar el trabajo.

Thomas suspiró y bajó la vista al tiempo que ordenaba los lápices del escritorio.

– Yo la conocía desde hacía mucho tiempo, señor Kincaid, más de veinte años. Mi despacho estaba en la misma calle que el contable para el que ella trabajaba entonces. Jasmine siempre tuvo buena cabeza para los números. La primera vez vino a verme por el acuerdo de la herencia de su tía. ¡Qué encanto de chica era entonces!, debió usted verla. -Levantó la cabeza y miró a los ojos a Kincaid-. Yo ya estaba casado, tenía dos hijos pequeños. -Se pasó una mano por la calva-. Y pelo, si puede creerlo, pero reconozco que sentí una fuerte atracción. No quiero darle una mala impresión; estoy seguro de que la fantasía fue sólo por mi parte. Luego, con los años, nos hicimos amigos.

– ¿Ella le había hablado de suicidio, señor Thomas? ¿O le dio algún documento en que declarara sus intenciones de suicidarse?

Thomas sacudió la cabeza.

– No, me habría afectado mucho.

Kincaid cruzó las piernas y estiró las arrugas de la pernera mientras decidía cómo abordar el siguiente paso.

– Sé que es un tema delicado, señor Thomas, pero necesito saber cómo dispuso Jasmine sus cosas y si tenía algún seguro de vida. No he encontrado ninguna copia ni resguardo de pólizas de seguro en su piso. -Se sacó la orden del bolsillo interior, la desdobló y se la pasó a Thomas por encima de la mesa-. Está todo en regla.

Thomas echó un vistazo al papel y llamó al interfono.

– Hareem, trae los archivos de Jasmine Dent, por favor. -Desconectó y se dirigió a Kincaid-. No me gusta, pero le daré lo que pueda.

Hareem entró con el archivo a la vez que miraba de reojo a Kincaid, con curiosidad, antes de cerrar la puerta.

Thomas revolvió los papeles e hizo un gesto de asentimiento al encontrar los documentos que buscaba, luego miró a Kincaid con expresión de sorpresa.

– Lo ha nombrado a usted su albacea, señor Kincaid, por eso su nombre me resultaba conocido…

– ¿A mí? -preguntó Kincaid en tono más alto de lo que pretendía-. Pero, ¿por qué…? -se detuvo; no había otra persona en quien confiara como competente e imparcial-. ¿No tendría que haberme informado?

– No, pero puede negarse, si quiere.

Kincaid sacudió la cabeza.

– No, cumpliré con sus deseos, aunque esto me complica un poco las cosas.

Antony Thomas sonrió.

– Bien, se lo pondré lo más fácil que pueda, entonces.

– Jasmine escribió un nuevo testamento en otoño en el que decidió pagar el total de la hipoteca del negocio de su hermano. Aparte de algunas pequeñas donaciones, el resto de la herencia va a la señorita Margaret Bellamy.

– ¿Es mucho? -preguntó Kincaid, un poco sorprendido.

– Bueno, Jasmine tenía ojo para estas cosas: incluye valores y acciones, y el apartamento de Carlingford Road cuando esté totalmente pagado. Tanto ella como su hermano recibieron unos ahorros considerables cuando murió su tía. Jasmine lo invirtió bien y tenía buenos ingresos en su trabajo. No creo que gastara mucho en sí misma; de hecho, aparte de los desembolsos para su hermano, no creo que haya gastado casi nada.

Kincaid se irguió un poco en la silla.

– ¿O sea que al financiar la tienda de Theo no era la primera vez que le prestaba dinero?

Thomas negó con énfasis.

– ¡Qué va, qué va!, de hecho, después de ayudarla a arreglar el asunto de su tía, me encargó que rescatara algunas de las inversiones de Theo en un psicodélico club nocturno. En Chelsea, creo que era.

– ¿Theo? ¿Un club psicodélico? -repitió Kincaid, atónito.

– En 1967 o 1968 debió de ser, pero me temo que no tuve mucho éxito, y si no recuerdo mal, era la última de una serie de malas inversiones con el dinero de su tía. -Thomas hizo chasquear los dedos-. Lo perdió todo, y en muy poco tiempo; después, Jasmine le impuso varios planes. Fue a la escuela de arte y ella lo mantuvo durante un tiempo, pero lo de pintar no se le dio muy bien.

A Kincaid la idea de Theo pintando le pareció menos absurda que la de Theo dirigiendo una discoteca a la última moda.

– ¿Ha visto alguna vez a Theo?

– Unas cuantas, las que ha venido con Jasmine a firmar algún papel, pero hace ya varios años.

– ¿Le dijo algo Jasmine de cómo le iba el negocio?

Thomas sacudió la cabeza, a la vez que hacía una mueca.

– Sólo la vi una vez desde que le diagnosticaron la enfermedad, y no estuvo más de lo necesario. La encontré muy… reticente.

¿Por qué no quería hablar de su enfermedad con un viejo amigo, se preguntó Kincaid, o por qué no quería explicar el cambio de su testamento?

– ¿No le pareció raro, señor Thomas, que Jasmine no tuviera más en cuenta a Theo?

– Bueno, en realidad, sí. Dijo algo bastante misterioso, ahora que lo pienso: que era demasiado tarde para cortar los hilos, o algo así, pero necesario de todas formas. Y luego estaba el seguro de vi…

– ¿Jasmine tenía un seguro de vida? -Kincaid se inclinó hacia delante, con las manos en el borde de la silla.

Al tiempo que se encogía un poco, Thomas dijo:

– Pues… sí…

– ¿Y Theo era el beneficiario?

Thomas asintió.

– Pero no era mucho, señor Kincaid, sólo veinte mil libras.

Kincaid se relajó deliberadamente mientras se apoyaba en el respaldo y posaba la barbilla sobre los dedos.

– Señor Thomas -dijo, con cautela-. ¿La póliza tenía una cláusula de exclusión por suicidio?

Con el ceño fruncido, Thomas pasó las páginas de la carpeta.

– Aquí está. -Leyó por unos instantes, luego levantó la vista hacia Kincaid-. Sí, una cláusula de exclusión de dos años, y la póliza cumplió dos años el mes pasado.

Se miraron en silencio hasta que Thomas habló, con voz angustiada.

– Sin duda, Jasmine no pudo haber planeado… No sabía que estaba enferma…

– Tal vez sentía que había algo que no iba bien. -Los primeros síntomas persistentes, pensó Kincaid, y el miedo antes de ir al médico. ¿Theo sabía algo de la póliza?

Y Kincaid se preguntó: ¿Sabía que tenía una cláusula de exclusión?

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