3

El sol del mediodía entraba por las ventanas sin cortinas de la parte sur del piso de Kincaid, creando un efecto invernadero sofocante. Abrió la ventana y la puerta del balcón, se quitó la chaqueta y la colocó al fondo del armario de la entrada. Empezó a sudar por las axilas y por encima del labio, y el auricular del teléfono le resbalaba entre los dedos mientras marcaba el número del despacho del juez de instrucción.

Kincaid se identificó y explicó la situación. Sí, habían mandado el cuerpo al hospital porque no había médicos de guardia para extender un certificado de defunción. No, entonces no había puesto en cuestión la causa de la muerte, pero luego se había enterado de algo que la hacía sospechosa. ¿Pediría el juez de instrucción una autopsia al histopatólogo? Sí, suponía que era un requisito oficial. ¿Le informarían de los resultados lo antes posible?

Dio las gracias y colgó, satisfecho por, al menos, haber empezado los trámites. El papeleo podía esperar hasta el día siguiente. Se quedó mirando irresoluto a su alrededor, con miedo a llamar al hermano de Jasmine.

Los platos sucios de hacía días se acumulaban en el fregadero, tazas con posos pegajosos cogían polvo en la mesa de la cocina, y libros y ropa atestaban los muebles. Kincaid suspiró y se hundió en la silla, frotándose la cara, como ausente. Notaba incluso la piel pegajosa y floja por el agotamiento. Al reclinarse en el respaldo y cerrar los ojos sintió un bulto duro contra el omoplato: su chaqueta, con la agenda de direcciones de Jasmine en el bolsillo del pecho. Sacó el fino cuaderno y se puso a estudiarlo. Era muy propio de Jasmine, pensó, piel verde esmeralda estampada con dragoncitos dorados, elegante y un poco exótica. Cruzó por su mente que tenía que preguntarle dónde la había encontrado, pero sacudió la cabeza. Sin embargo, debía asumirlo.

Hojeó las páginas de borde dorado, que fluyeron como alas de mariposa, y entrevió la letra minúscula de puño de Jasmine. Los nombres saltaron hacia él: Margaret Bellamy, con una dirección en Kilburn; Felicity Howarth, Highgate. A Theo lo encontró en la T, sólo el nombre de pila y la dirección.

Volvió a marcar los números, esta vez más despacio. El teléfono daba una señal distante, y casi había renunciado cuando una voz de hombre contestó:

– Bagatelas.

– ¿Cómo dice? -dijo Kincaid, sobresaltado.

– Bagatelas, ¿dígame? -Esta vez la voz sonó un poco molesta.

– ¿Señor Dent? -preguntó Kincaid, tomando coraje.

– Sí, ¿qué desea? -La molestia se convirtió en claro fastidio.

– Señor Dent, me llamo Duncan Kincaid. Vivo en el edificio de su hermana, Jasmine. Siento mucho tener que comunicarle que murió anoche. -El silencio sepulcral al otro lado de la línea duró tanto que Kincaid dudó que el hombre siguiera allí-. ¿Señor Dent?

– ¿Jasmine? ¿Está seguro? -Theo Dent parecía perplejo-, claro que está seguro -prosiguió con algo más de fuerza-. Qué pregunta tan idiota. Es que… No me esperaba…

– Ya, nadie…

– Lo ha pasado… es decir, ha tenido…

Kincaid respondió con suavidad.

– Parecía muy serena. Señor Dent, debería usted venir para arreglar las cosas.

– Ah, por supuesto. -Un plan de acción pareció impulsarlo a una eficiencia inconexa-. ¿Adónde la han…? ¿Dónde está? No puedo salir antes esta tarde. Tengo que cerrar la tienda, y no conduzco. Tengo que coger el tren en…

Kincaid lo interrumpió.

– Si quiere nos podemos ver aquí, en el piso, y entonces le daré los detalles.

No quería explicarle por teléfono que tal vez retrasaran el funeral.

Theo soltó un audible suspiro de alivio.

– ¿En serio? Se lo agradezco mucho. Cogeré el tren de las cinco. ¿Vive usted encima o debajo? Jasmine nunca me…

– Arriba.

La ignorancia de Theo no le sorprendió, al fin y al cabo él tampoco sabía que Jasmine tuviera un hermano.

Colgaron y Kincaid cerró los ojos por un momento: la peor de sus responsabilidades había terminado. No había sido tan terrible como creyera. El hermano de Jasmine pareció más sorprendido que dolido. Tal vez no se llevaran bien, aunque se daba cuenta de que el silencio de Jasmine sobre un tema no era necesariamente indicativo. Se sentía demasiado confuso para pensar claramente en ello y se dirigió a la cocina. Miró en la nevera: huevos, un tomate arrugado, un trozo de queso sospechoso y varias latas de cerveza. Abrió una cerveza y tomó un sorbo; después, hizo una mueca y volvió a dejarla.

Llevaba ya la camisa medio desabrochada, de camino al dormitorio, cuando llamaron a la puerta con los nudillos -dos golpecitos secos, perentorios-. Kincaid abrió la puerta y parpadeó. No estaba acostumbrado a ver al comandante Keith si no era con su mono de jardinero, pero ahora estaba muy elegante: traje de tweed con corbata de rigor, zapatos lustrados brillantes como patenas, gorra cuidadosamente doblada en la mano, y la preocupación que asomaba a su redondo rostro.

– ¿Comandante?

– Acabo de hablar con el cartero. Dice que ha visto una ambulancia salir del edificio cuando ha pasado antes y me he preguntado… Nadie ha contestado en el piso de abajo, ahora mismo. ¿Está bien?

¡Dios! Kincaid se dejó caer contra el quicio de la puerta. ¿Cómo había olvidado que el comandante no se había enterado? Y eran amigos, no sólo meros conocidos; sus reconfortantes visitas de tarde, al menos, eran algo que Jasmine sí le había contado. «No estoy muy segura de que se puedan llamar "charlas"», decía riendo. «Nos quedamos ahí sentados, como dos perros viejos al sol.»

Kincaid se recompuso, consciente de que en su cara tenía impresa la consternación.

– Pase, comandante, por favor.

Dejó entrar al comandante y le indicó una silla con un gesto vago, pero el comandante se volvió y se quedó en pie, frente a él, aguardando. Tenía unos ojos intensos, azul pálido, sorprendentes.

– Debió usted decírmelo -dijo, por fin. Kincaid suspiró.

– Esta mañana no ha abierto la puerta a su enfermera. He llegado en aquel momento y he forzado la cerradura. La hemos encontrado en la cama, parecía haber muerto en paz mientras dormía.

El comandante asintió y Kincaid no pudo descifrar la expresión que cruzó por su rostro.

– Era una buena chica, a pesar de… -se interrumpió y miró a Kincaid. Su deje escocés se hizo más pronunciado-. En fin, ahora ya es igual. ¿Se encarga usted de todo, pues?

Otra suposición de intimidad con Jasmine que no creía merecer, pensó Kincaid con curiosidad.

– Temporalmente, al menos. Su hermano llega esta tarde.

El comandante se limitó a asentir y se volvió hacia la puerta.

– Le dejo que siga.

– Comandante -Kincaid lo detuvo cuando alcanzaba la puerta-, ¿Jasmine le había mencionado alguna vez a su hermano?

El comandante se volvió mientras se ponía la gorra sobre el ralo cabello que le cruzaba el cráneo. Pensativo, se tocó los pelos grises que tenía sobre, el labio superior, como la paja de un tejado.

– Pues, ahora mismo no sé. No hablaba mucho. En una mujer, eso es de admirar.

Se formaron arrugas en torno a sus ojos azules.

Kincaid miró cómo el comandante bajaba las escaleras; cerró la puerta y se apoyó en ella por dentro. Ni siquiera trabajar toda la noche en un caso justificaba sus piernas pesadas y la cabeza embotada. La conmoción, supuso, el recurso de la mente para mantener a raya el dolor.

Corrió la cadena de la puerta, pasó el cerrojo y levantó el auricular al pasar junto al teléfono. Entró en el dormitorio mientras se desnudaba. Las moscas, pesadas, entraban y salían por la ventana abierta. Una franja de sol cruzaba la cama en diagonal, tan sólida como una piedra. Kincaid cayó en ella y se quedó dormido antes de tocar con la cara las arrugadas sábanas.


***

La temperatura bajó rápidamente en cuanto el sol se puso y Kincaid se despertó al percibir el aire frío en la piel. El pedazo azul que veía por la ventana del sur todavía abierta era ahora carbón apenas teñido de rosa. Rodó panza arriba, miró el reloj, soltó un juramento y saltó de la cama en dirección a la ducha.

Al cabo de quince minutos se ponía unos tejanos y un jersey, y aún se estaba pasando un peine por el cabello húmedo, cuando sonó el timbre. Todas sus expectativas en torno a una versión masculina de Jasmine Dent se deshicieron en cuanto abrió la puerta.

– ¿Señor Kincaid? -La pregunta era vacilante, como si tuviera miedo de un desaire.

Kincaid lo observó, advirtiendo que sólo el rostro ovalado y la menuda estructura ósea representaban todo el parecido con Jasmine. Theo Dent tenía una capa extra de grasa en todo el cuerpo, un halo de rizos castaños, gafitas redondas estilo John Lennon, y unos ojos más azules que castaños.

– Señor Dent -Kincaid tendió la mano y Theo le dio un rápido apretón. Tenía la palma húmeda y a Kincaid le dio la impresión de que temblaba.

– ¿Tiene usted llave de casa de su hermana, señor Dent?

– No, lo siento -dijo Theo sacudiendo la cabeza.

Kincaid reflexionó.

– Pues pase usted mientras busco una cosa.

Dejó a Theo en pie con las manos juntas delante de sí, meciéndose sobre los talones, en tanto que él revolvía los cajones de su escritorio. Cuando trabajaba en Robos uno de sus empleados le dio un juego de ganzúas que nunca había podido usar.

Cogió la anilla de delicados alambres y salió al salón. Theo arqueó las cejas inquisitivo por encima de sus gafas.

– Cuando he cerrado antes no se me ha ocurrido buscar una llave -dijo Kincaid por toda explicación-. Éstas deberían funcionar.

– Pero, ¿cómo…?, o sea, ha sido usted quien ha encontrado…

– Sí. Esta mañana lo he hecho con menos elegancia, todo hay que decirlo. Con un clip.

Si Theo se extrañó de que Kincaid tuviera un juego de ganzúas, no preguntó nada.

Bajaron las escaleras y Kincaid abrió la cerradura en un abrir y cerrar de ojos. Al entrar y apartarse, rozó con el brazo a Theo y notó un temblor que lo recorría. Hizo una pausa y tocó el hombro de Theo.

– Mire, da igual, aquí no hay nada que ver. No tiene por qué entrar si no quiere. Es que pensé que querría ver sus papeles.

Theo lo miró, con un sincero parpadeo de sus ojos azules.

– No, tengo que entrar. Debo hacerlo. Perdone que sea tan tonto.

Adelantó a Kincaid y se adentró en el piso de Jasmine. Su impulso lo llevó al centro del salón, donde se detuvo, con los brazos colgando a los lados. Miró los objetos de su hermana, de jade y de cobre, las telas de colores brillantes y la impecable cama de hospital que ocupaba demasiado espacio.

Para consternación de Kincaid, las lágrimas comenzaron a deslizarse por debajo de las gafas y a correr irrefrenables por el rostro de Theo. En medio de las pertenencias de su hermana, parecía a la vez patético e incongruente; la chaqueta de tweed sobre la camisa de raya diplomática y los tirantes rojos era casi como una parodia del modo de vestir inglés. A Kincaid le recordó un osito vestido en un escaparate.

– Por aquí. -Cogió a Theo del brazo, quien se dejó guiar por el salón hasta una silla-. Siéntese.

Buscó pañuelos de papel en la mesilla de noche, y al ver el libro y las gafas de leer de Jasmine tan bien puestos junto a la caja, tuvo una sensación de vacío él también.

– Jasmine tenía whisky en el aparador -dijo, tendiéndole los pañuelos a Theo-. Le irá a usted bien. Nos iría bien a los dos.

Theo sacudió la cabeza.

– No suelo beber. -Hizo una inspiración, se quitó las gafas y se secó la cara, luego se sonó la nariz-. Pero supongo que una copita no me hará daño.

Kincaid sirvió un dedo de whisky en dos copitas y le pasó una a Theo.

– Salud.

– Gracias. Trátame de tú, por favor. En estas circunstancias, cualquier otra cosa suena absurda. -Bebieron en silencio durante un rato y Theo recuperó un poco el color. Hundió la cara en el pañuelo de papel y se sonó, luego se sacó del bolsillo un pañuelo arrugado y se dio unos toquecitos en la punta de la nariz.

– Es que no me lo creía -dijo Theo de pronto, como si continuara una conversación que Kincaid no había empezado- hasta que he llegado y he visto el piso vacío y la cama aquí, en el salón. No sabía nada de la cama.

Kincaid frunció el ceño. Jasmine había encargado la cama de hospital hacía varios meses.

– ¿Cuánto hace que no veías a tu hermana?

Theo tomó otro sorbo de whisky y pensó la respuesta.

– Creo que seis meses. Más o menos. -Observó la mirada de sorpresa de Kincaid-. Pero no te lleves una mala impresión… ¿cómo has dicho que te llamas? No he asimilado nada cuando me has llamado.

– Duncan.

Theo hizo una inclinación de búho con la cabeza y Kincaid pensó que no había exagerado en su poca tolerancia al alcohol.

– Duncan, no es que no quisiera ver a mi hermana, sino que ella no me quería ver a mí. O mejor dicho -se inclinó hacia delante y agitó su copa ante Kincaid con énfasis-, no quería que la viera a ella. Cuando supo que estaba enferma no me animó a visitarla. -Theo se apoyó en el respaldo y suspiró-. ¡Dios mío! ¡Qué cabezota era! Yo la he llamado todas las semanas. Una vez, cuando llamé y le supliqué que me dejara venir a verla, me dijo: «Theo, estoy perdiendo el cabello, no quiero que me veas así.» No me la imagino sin. ¿Estaba…?

– Lo perdió, pero le volvió a crecer cuando interrumpieron el tratamiento. Espeso y oscuro, como el de un chico.

Theo se quedó pensativo, mientras asentía.

– Siempre lo había llevado largo, desde que era niña. La enorgullecía mucho.

Guardó silencio y cerró los ojos tanto rato que Kincaid empezó a pensar que se había quedado traspuesto. Ya había alargado la mano para quitarle la copa que oscilaba en la de Theo, cuando éste abrió los ojos y prosiguió, como si no hubiera hecho ninguna pausa.

– Jasmine siempre ha cuidado de mí. Nuestra madre murió cuando nací, nuestro padre cuando yo tenía diez años y Jasmine quince. Pero papá servía de poco. En realidad siempre estuvimos los dos solos. -Theo dio otro sorbo a su bebida y se volvió a secar la punta de la nariz con el pañuelo-. Me dijo que el tratamiento la había ayudado, que estaba mejor. Debí haberlo comprendido. -Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió y habló, sus palabras sonaron amargas de pronto-. Creo que no soportaba no estar por encima, no ser ella quien llevara las riendas. Me ha arrebatado mi única ocasión de devolverle el favor, de cuidarla como ella había hecho conmigo.

– Sin duda no quería hacerte sufrir -dijo Kincaid con suavidad.

Theo inspiró.

– Tal vez. Pero no habría sido peor que esto… Este modo de dejar las cosas sin acabar.

Kincaid juzgó inoportuno ofrecerle otra copa, así que recogió la copa vacía de Theo y la suya propia y las lavó en la cocina. Sintió inesperadamente que también él sentía la cabeza ligera, y recordó que lo último que había comido fueron unos bocadillos rancios, de madrugada, en su escritorio. La voz de Theo interrumpió sus pensamientos antes de que se centraran obsesivamente en la comida.

– Lo más raro de todo es que me había llamado ayer -raro de por sí, pues casi siempre aguardaba a que fuera yo quien llamara- para decirme que quería verme este fin de semana. Yo pensé que estaba mejorando. Me pareció que estaba bien. Quedamos para el domingo, pues yo no puedo cerrar la tienda el sábado.

Una mala jugada para un hermano, si es que pensaba suicidarse, se dijo Kincaid, pero no la creía capaz de tanta malicia. Con todo, ¿qué sabía él de la relación que tenían, o qué sabía de Theo, en el fondo? Se volvió y se apoyó en el fregadero, cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿Qué es lo que vendes? Jasmine nunca me lo dijo.

Theo sonrió.

– Trastos viejos, en realidad. Cosas no tan viejas como para considerarse antigüedades y no lo bastante caras como para considerarse mucho más. De todo, desde botones hasta mantequilleras. -Se entristeció-. Jasmine me ayudó a empezar. -Se puso en pie y caminó, inquieto, por la habitación, tocándolo todo. Sacudió la cabeza, luego se volvió hacia Kincaid con un elefantito de porcelana del escritorio de Jasmine en la mano-. ¿Qué hay que hacer ahora por Jasmine? Habrá que arreglar cosas… No sé por dónde empezar. ¿Tú sabes lo que quería? -Theo frunció la frente y continuó antes de que Kincaid hablara-. ¿Eras muy amigo de mi hermana? Lo siento, estaba tan encerrado en mí mismo que… No me he dado cuenta. Habrá sido muy difícil para ti.

Kincaid no estaba preparado para la compasión.

– Sí -dijo, respondiendo tanto a la pregunta como a la afirmación, luego tomó aire y se irguió: no podía postergarlo indefinidamente-. Era amigo de Jasmine, pero también soy policía. Cuando la enfermera de Jasmine y yo la hemos encontrado esta mañana, hemos supuesto que había muerto por causas naturales. Luego ha llegado Margaret, la amiga de Jasmine, y nos ha dicho que había accedido a ayudarla a suicidarse.

Los pasos de Theo lo habían llevado de nuevo a la silla. Se dejó caer de repente, como si le hubieran cortado las piernas.

– ¿Suicidarse?

– Margaret dice que Jasmine le aseguró ayer que lo había pensado mejor, pero ahora cree que Jasmine sólo quería librarla a ella del compromiso.

– ¿Pero por qué? ¿Por qué iba a matarse?

– Tal vez no quisiera depender tanto de nadie, o sufrir más de la cuenta.

– Claro. Qué estúpido. -Theo miraba como sin ver y acariciaba ausente el elefante de porcelana que todavía llevaba cogido-. Sería muy propio de ella.

– Le he pedido al juez de instrucción una autopsia. -Al ver la expresión estupefacta de Theo, Kincaid explicó-: En una situación como ésta, es necesario entender exactamente lo ocurrido.

– ¿Ah, sí? -preguntó Theo, todavía perplejo.

– Bueno, es el procedimiento habitual cuando cabe alguna duda sobre la causa de la muerte. -A Kincaid le pareció que la segunda sorpresa había dejado a Theo sin capacidad de reaccionar, y probablemente el whisky no ayudaba-. Me temo que el entierro tendrá que esperar a más tarde. Tal vez tú puedas ponerte en contacto con su abogado. -Theo lo miró sin expresión-. ¿Sabes cómo se llama su abogado?

Theo hizo un esfuerzo por rehacerse.

– Thomas… Thompson… Pero no estoy seguro. -Se levantó, todavía con el elefante en la mano-. Oye, has sido muy amable. ¿Te importaría encargarte de todo un poco más de tiempo? Creo que quiero irme a casa.

Kincaid se preguntó si lo lograría.

– ¿Te acompaño a la parada de metro?

Theo sacudió la cabeza.

– No, estoy bien, de verdad. -Se levantó, y al tender la mano a Kincaid reparó en el elefantito-. Era mío de pequeño -dijo, como respuesta a la mirada inquisitiva de Kincaid-. Se lo regalé a Jasmine cuando me mudé por primera vez. Supongo que no me parecía moderno, o que no era de adultos. -Dio un bufido como de autocrítica y devolvió el elefante con mucho cuidado a su sitio en el escritorio de Jasmine-. ¿Me llamarás? -preguntó, volviéndose a Kincaid y dándole un apretón de manos.

– Sí, en cuanto sepa algo.

Theo se dio la vuelta y salió, dejando a Kincaid en una dudosa posesión del piso de Jasmine.


***

Kincaid se quedó allí plantado un momento, poniendo en orden sus ideas, determinado a hacer caso omiso de los rugidos de su estómago durante un rato más. La revelación de Theo Dent según la cual Jasmine pensaba verlo ese fin de semana, tras un lapso de seis meses, le preocupaba todavía más. ¿Habría mentido Jasmine tanto a Margaret como a Theo? En el caso de Margaret, el motivo podía ser la delicadeza, pero desde luego no en el caso de Theo.

Kincaid se metió las manos en los bolsillos y suspiró, paseando la vista por aquella estancia familiar. Le parecía que la callada presencia de Jasmine había proporcionado un ancla a más de una vida. Margaret y Theo se habían lamentado: «¿Qué voy a hacer ahora?», como niños indefensos y abandonados, pero no tenía idea de lo que Jasmine había sentido por ellos; ni por nadie, en realidad. Su presencia era ya tan evasiva como el humo, y eso que creía haberla conocido bastante bien.

Fue a la pila de la cocina, con el propósito de secar y guardar las copas de whisky. Tocó algo con el pie y bajó la vista, curioso. Era el cuenco de comida que había puesto aquella mañana al gato, intacta, seca y con una costra.

– ¡Maldita sea! -masculló. Se le había olvidado el gato. Quería hablarle de él a Theo, esperando que se lo llevara a casa o que se hiciera cargo de él.

Se arrodilló y se asomó debajo de la cama de Jasmine. La sombra oscura y abultada del gato le recordó exactamente dónde lo había visto la última vez, y se preguntó si se habría movido.

– Minino, minino, minino -lo llamó, causando tan poca respuesta como antes. Kincaid volvió a la cocina, tiró la comida seca a la basura y llenó de nuevo el cuenco. Empujó su ofrenda lo más dentro que pudo y se quedó apoyado sobre codos y rodillas, contemplando al gato. Se sentía culpable e impotente ante el duelo que vivía aquel animal, pero no tenía experiencia con gatos.

– Mira -le dijo al gato-, por ahora, no puedo hacer más. Si comes o no, es cosa tuya. No voy a seguir llamándote minino ni voy a llamarte Sidhi ni nada por el estilo. -El gato cerró los ojos, Kincaid no supo si de relajación o de aburrimiento-. Sid, a partir de ahora serás Sid a secas, ¿vale?

Quien calla otorga, así que se levantó, sacudiéndose las rodillas.

Debía encontrar una llave. Si tenía que seguir cuidando del gato no podía seguir jugando a ladronzuelo aficionado. ¿Dónde habría metido las llaves Jasmine? Pensó que no las habría usado mucho desde que enfermó, pero tenían que estar en algún lugar accesible. El pequeño secreter parecía lo más adecuado, y no tardó más que unos minutos en dar con ellas. La llave, sola, pendía de un llavero de cobre con un monograma y estaba metida en una caja de madera llena de cosas que había sobre la mesa.

Cuando se dio la vuelta, llamó su atención algo coloreado en un compartimento del secreter. Se trataba de una agenda semanal de las que venden en las tiendas de los museos, cada página era una semana e iba acompañada por un cuadro de Constable. Hojeó los meses recientes y encontró visitas a la clínica, cumpleaños, y su propio nombre con creciente regularidad. En el mes de marzo empezó a ver anotaciones botánicas: la floración de la japónica y la forsitia, de los narcisos, y cuando pasó a abril la floración de las peras y las ciruelas, y los tulipanes del jardín. Todas eran plantas visibles desde las ventanas del piso, y Kincaid intuyó que aquel no era un ritual anual de Jasmine, sino más bien un catálogo de su última primavera. En el día de ayer, junto a Vista desde Hampstead Heath de Constable, había escrito: «¿Theo domingo?», y luego, con letra muy pulcra: «Cumplo 50 años».

Él no lo sabía.

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