11

– Asunto zanjado.

– Muy bien. Justifícalo. -Kincaid apartó la silla del escritorio y apoyó los pies en el último cajón, que estaba abierto. Tenía los ojos legañosos tras una tarde de trabajo de papeleo, cuando Gemma, envuelta en una fragancia de aire fresco y muy excitada, había entrado como una exhalación en su despacho.

– Está aterrada, la pobrecilla. -Gemma dejó de moverse y se sentó en el brazo de la silla de las visitas-. No quiero decir que lo supiera de antemano, pero le dijo lo del testamento a ese novio y ahora está sudando de angustia. -Se inclinó hacia delante, enfática, y con dedos rápidos se arregló el cabello que el viento había sacado de la horquilla de su nuca-. Roger estaba esperando a Margaret aquella tarde cuando salió de casa de Jasmine, y le dijo que Jasmine había cambiado de idea. Se pelean y Roger sale para montar la escena; más tarde, da excusas para retirarse pronto, pero va a casa de Jasmine.

– Él dijo que no había estado nunca.

Encogiéndose de hombros, Gemma replicó:

– Pudo mentir. ¿Quién va a contradecirle? ¿Margaret? -Hizo una pausa y luego prosiguió, más pensativa-. O quizás dijo la verdad, pero eso no quita que no se asomara a la puerta de Jasmine, con alguna excusa. Sabe ser muy… convincente, creo.

Kincaid se apoyó en la silla, con las manos detrás de la cabeza, y sonrió con sorna.

– Entonces, tú tampoco eres inmune a Roger…

Gemma se estremeció.

– Es como estar encerrada con una serpiente. ¡Qué escalofríos! Me da muy mala espina. Pero ¿y si -se puso en pie y empezó a caminar por los limitados confines del despacho- se había enterado del testamento de Jasmine antes de conocer a Margaret? ¿Por qué si no es así iba a querer ligar con ella primero? ¡Tendrá a todas las mujeres que quiera! Y no me digas -añadió, sonrojándose al ver la sonrisa de Kincaid- que ha captado la pureza de su alma o algo por el estilo, porque no me lo creo.

– Ni yo, pero puede que no sea tan sencillo, de todas formas. -Kincaid recordó la escena que había presenciado en la habitación de Margaret. Roger disfrutaba desplegando su atractivo sexual ante ella, y probablemente era sólo la punta del iceberg-. Supongamos que tienes razón, Gemma, por inverosímil que sea, ¿cómo pudo Roger enterarse de lo de Jasmine?

– ¿Sobornando al abogado?

Kincaid sacudió la cabeza imaginando la contenida indignación de Antony Thomas.

– Imposible, pero ¿y si tienes razón en cuanto a la primera parte y Roger sí fue al piso de Jasmine esa noche? No se han visto nunca, da alguna excusa para entrar y luego, ¿qué? Le dice: «Perdone, ¿me permite que le de una sobredosis de morfina?». -Señaló a Gemma con un dedo-. Yo estoy seguro de que no hubo lucha.

– Tal vez le dijera que Margaret la había estado utilizando, y entonces Jasmine decidiera suicidarse de todas formas.

– Él no hubiera tenido más que esperar. ¿Por qué iba a poner en peligro el resultado final?

– Tal vez pensara que estaba perdiendo poder sobre Margaret e hizo un último intento desesperado -dijo Gemma, volviendo a acomodarse en la silla y cruzando las piernas.

Se miraron un momento, reflexionando, luego Kincaid se irguió en la silla y cerró el cajón de una patada.

– No hay pruebas, Gemma. Ni una. Reconozco que Roger tiene pinta de sospechoso, pero tendremos que seguir excavando. Y tampoco Theo me convence del todo. -Consultó su reloj y se estiró, se aflojó el nudo de la corbata y se desabotonó el cuello-. Por hoy hemos hecho bastante, estoy hecho polvo. ¿Te apetece tomar algo antes de ir a casa?

Gemma vaciló, luego hizo una mueca.

– Mejor que no. Ya he hecho bastantes novillos últimamente. -Salió con un gesto de despedida, pero volvió a asomar la cabeza por la puerta-. No te olvides de cuidar del gato.


***

El cambio de tiempo había retirado a las multitudes del fin de semana de Hampstead Heath. La primavera había desplegado sus verdaderos colores y todo el mundo se precipitaba a los pubs y salones de té, aparte de algunos paseantes solitarios que sacaban a sus perros o los que salían a correr. La basura que había quedado de las reuniones al aire libre por el buen tiempo volaba por la hierba. Kincaid pasó por casa el tiempo justo para ponerse tejanos y anorak, cruzó East Heath Road al final de Worsley y se metió en un sendero del parque a la altura de Mixed Bathing Pond. Sentía la necesidad de sacudirse de la mente y del cuerpo algunos pensamientos obsesivos. Correr requería demasiada concentración, o al menos eso se dijo, así que se dirigió hacia el norte y echó a andar, dejando libre el flujo de su pensamiento.

Las teorías de Gemma lo preocupaban más de lo que quería reconocer; se fiaba de su instinto, y si ella decía que Margaret Bellamy estaba asustadísima, él se lo creía, pero no podía hacer una construcción lógica del resto. Había demasiados interrogantes.

Sonrió al pensar en los argumentos de Gemma. A veces su entusiasmo le divertía, otras le irritaba, pero ésa era una de las razones por las que trabajaban bien juntos. Ella se lanzaba sobre las ideas precipitadamente, mientras él tendía a preocuparse, y a menudo, llegaban juntos a una conclusión satisfactoria.

El sendero cruzaba el estanque del viaducto, y se detuvo un momento con las manos en los bolsillos para admirar la vista. Ramas con brotes nuevos formaban imágenes reflejadas en el agua y, al oeste, la aguja de la iglesia de Hampstead se elevaba sobre las ramas todavía desnudas de los árboles más altos. Gemma se había mostrado diferente el fin de semana, parte de su fogosa energía se atenuó por un conformismo perezoso. Un vestido de algodón de colores vivos protegía una piel levemente enrojecida por el sol, una difuminada fragancia de melocotón se desprendía de ella cuando había estado a su lado en la tienda de Theo. Kincaid parpadeó y se sacudió como un perro que sale del agua.


***

Volvió a caminar de nuevo, con la cabeza baja contra el viento, y emprendió la larga cuesta hacia la parte superior de la colina. Por algún motivo, durante el fin de semana, algo entre ellos había cambiado. Pero hoy habían vuelto a trabajar como siempre, y él había empezado a pensar que se estaba inventando las cosas. Sin embargo, había percibido la extraña vacilación de Gemma cuando le propuso tomar algo. Lo hacían con frecuencia y charlaban sobre el trabajo del día y el plan para el día siguiente, y sólo ahora se daba cuenta con qué impaciencia aguardaba esos momentos. Tal vez le exigía demasiado tiempo y ella se había resentido. Tendría más cuidado en el futuro.

Ramitas de tojo cargadas de brotes amarillos se le enganchaban en las mangas al pasar, ensimismado, demasiado cerca. Bellas y espinosas, como Gemma, y como a ella, había que manejarlas con cuidado. Sonrió.

El sendero terminaba en la parte superior de Heath Street, justo enfrente del Jack Straw's Castle. El aparcamiento del viejo pub ya estaba lleno, y cuando se abrió la puerta, el viento trajo la música a oídos de Kincaid. La multitud vociferante no le apetecía, y emprendió el descenso hacia la izquierda por Heath Street, notando un tirón en las pantorrillas al bajar la cuesta. Cuando llegó a la estación de metro, un impulso lo llevó hacia delante en lugar de a la izquierda, hasta Hampstead High Street. No tardó en toparse con Church Row a su derecha y se metió por el callejón, con la aguja de St. John guiándole como una brújula.

Kincaid entró en el cementerio por la gruesa verja de barrotes. Un borracho roncaba en un banco junto a la puerta de la iglesia, rompiendo el silencio. Kincaid giró a la izquierda hasta el verdor de la ladera cubierta de tumbas, que ya a principios de primavera estaba invadida de vegetación. El camino serpenteaba bajo las pesadas ramas de los árboles de hoja perenne, abriéndose paso entre las losas de piedra gris, manchadas de líquenes. Se detuvo en su lugar preferido, justo antes del límite del muro inferior.

La inscripción junto a la tumba decía: «John Constable, Esq., R.A., 1837». Constable yacía junto a su esposa, Mary Elizabeth, y el epitafio mencionaba también al hijo de ambos, John Charles, muerto a los veintitrés años. El nombre de Constable estaba asociado con la historia de casi todos los rincones de Hampstead, pues alquiló una casa tras otra desde 1819 hasta su muerte, y se decía que había pedido que su «descanso eterno» tuviera lugar en el pueblo que había inmortalizado en sus cuadros.

Kincaid no sabía por qué aquel monumento victoriano le resultaba tan consolador, pero desde que vivía en Hampstead había tomado la costumbre de ir a pensar allí cuando no podía resolver algo. Se sentó en una roca y frotó una ramita entre los dedos, deshaciendo la corteza oscura en polvo. Frunció las cejas e intentó aclararse, concentrarse. Su instinto visceral le decía que Meg quería sinceramente a Jasmine, y no le habría hecho daño contra sus deseos. Sin embargo, Roger era de otra pasta, y bastante apestosa, por cierto. El sexo implica un poder fuerte y a veces retorcido, y no estaba seguro de hasta qué punto Meg podía hacer la vista gorda para conservar su relación con Roger.

¿Y Theo? ¿Sentiría más rencor que amor por su hermana? Sin duda, tenía razones para estarle agradecido, pero la contradicción de la naturaleza humana podía hacer de la gratitud una carga pesada de llevar.

Imaginó a Jasmine sentada en el centro de una red de relaciones, intacta. ¿Qué habría sentido ella por cada uno? ¿Se había movido por la vida insensible e inconmovible? Con idéntica imparcialidad había hecho frente a su enfermedad. Él no lograba conciliar la imagen de chica pasional de los diarios con la mujer que había conocido, fascinante, ingeniosa, inteligente, y más precavida de lo que hubiera imaginado.

Kincaid suspiró y se puso en pie. La luz se extinguía rápidamente, las tumbas ya no tenían secretos que revelarle y, si no se daba prisa, debería subir la colina a tientas. Reparó en que el viento había cesado y, más allá del límite del seto, las luces de la ciudad brillaban en la creciente oscuridad.

El borracho había desaparecido cuando Kincaid volvió a la iglesia. En el interior del edificio, amortiguadas por las pesadas puertas, unas voces cantaban cadencias familiares.

– Las vísperas -dijo Kincaid en voz alta. ¿Cuándo había oído unas vísperas por última vez? El sonido lo devolvió a la iglesia de ladrillo rojo de su infancia en Cheshire. Sus padres habían considerado el servicio de las vísperas el único compromiso entre su educación anglicana y su filosofía liberal, y mientras la familia acudía con frecuencia a las vísperas, Kincaid no recordaba un solo domingo en la iglesia.

Kincaid abrió unos centímetros la puerta acolchada de cuero azul y se introdujo por ella, se dirigió al último banco y se sentó con cuidado. Sólo unas pocas figuras aisladas llenaban los bancos delante de él. Se preguntó si el servicio tendría lugar con tan poca asistencia.

Las voces se elevaron, el sonido llenó toda la iglesia vacía y las notas del macizo órgano vibraron por el banco hasta sus huesos. Kincaid se relajó y se puso a mirar al director del coro. El hombre empleaba las manos como armas contundentes, dando señales a los coristas con movimiento sincopados. Se asemejaba más a un delantero de rugby que a un director de coro; superaba el metro ochenta y cinco, tenía hombros macizos bajo el sobrepelliz y una fuerte mandíbula en su cabeza cuadrada.

El director dio un paso hacia la derecha y Kincaid vislumbró una cara conocida en la última fila del coro. Una franja de cabello gris en torno a una calva y un rostro rubicundo, un bigote gris. Kincaid estaba tan acostumbrado al atuendo de tweed del comandante que la tela blanca del sobrepelliz lo había desorientado por un instante. ¿Cómo podía haber olvidado que el comandante le dijo que cantaba en el coro de Saint John? Kincaid lo observó, fascinado al ver a su taciturno vecino elevando su voz de bajo, alegre, con la boca bien abierta.

El servicio estaba a punto de acabar. El «Amen» final vibró suspendido y luego el coro se disgregó. Los demás fieles adelantaron a Kincaid en su camino hacia la puerta, sonrientes mientras le echaban un vistazo, curiosos. Asiduos, pensó, que se preguntaban quién era él. Cuando se cerró la puerta del porche tras el último rezagado, Kincaid se puso en pie y se dirigió al altar.

– Perdone.

El director tenía la mano en una puerta que Kincaid pensó que llevaría a la sacristía. Giró sobre sus talones, sobresaltado, con un movimiento sorprendentemente grácil en un hombre tan alto y voluminoso.

– ¿Sí?

– ¿Puedo hablar un momento con usted? Me llamo Duncan Kincaid. -Kincaid pensó rápidamente. No pretendía hacer una investigación oficial sobre un amigo y vecino así como así, sólo quedarse tranquilo. Tal vez los tejanos, el anorak y el cabello revuelto por el viento no eran ninguna desventaja, al fin y al cabo.

Con la mano tendida, el director del coro se acercó.

– Me llamo Paul Grisham, ¿qué desea?

Kincaid notó un deje familiar en su voz.

– Es usted galés -dijo, en tono afirmativo. El rostro de Paul Grisham se iluminó con una sonrisa, mostrando unos dientes grandes y torcidos. Tenía la nariz rota, probablemente se le había roto más de una vez.

– Pues sí señor, de Llangynog. -Grisham inclinó la cabeza mientras observaba a Kincaid-. ¿Y usted?

– Soy de allí cerca, al otro lado de la frontera. Me crié en Nantwich.

– Sí, no habla como un londinense de nacimiento.

– ¿Juega a rugby? -Kincaid se tocó la nariz con un dedo.

– Jugaba, sí, cuando mis huesos se soldaban más rápidamente. Wrexham Union.

Kincaid avanzó un poco y se apoyó en la barandilla del altar. Notó que Grisham estaba esperando que fuera al grano, y dijo como si tal cosa:

– He pasado por aquí por casualidad, no tenía ni idea de que hubiera vísperas. -Señaló con la cabeza el lugar del coro, detrás de Grisham-. Me ha parecido ver al comandante Keith.

Grisham sonrió.

– ¿Conoce al comandante? Uno de nuestros pilares, desde luego, aunque no se diría al verlo con tan mal genio. Puntual como un reloj, no se pierde un ensayo.

– ¿Dos veces a la semana? -aventuró Kincaid.

– Los domingos y los jueves por la noche.

– Es mi vecino de abajo. No sabía que cantara, pero me preguntaba adónde desaparecía tan regularmente. Me imaginaba que salía a tomar una cerveza. -Kincaid se irguió mientras Grisham se quitaba el sobrepelliz y hurgaba el bolsillo del pantalón en busca de unas llaves-. Es que me ha sorprendido verle.

– Si no le importa, le dejo salir por la puerta principal antes de cerrar. Es por los gamberros, ya sabe -añadió como disculpa.

– Por supuesto. -Kincaid se volvió y caminaron juntos por la nave central-. No quería hacerle perder tiempo.

Cuando llegaron al vestíbulo Grisham se detuvo y se volvió hacia Kincaid, vacilante. A la luz tenue, Kincaid tenía que mirar hacia arriba para leer su expresión. El hombre le sacaba una cabeza; debía de ser casi tan alto como su jefe.

– ¿Dice que es usted vecino del comandante?

Kincaid asintió.

– Desde que compré el piso, hace tres años.

– ¿Y lo conoce bien?

Kincaid se encogió de hombros y respondió:

– No mucho, creo que nadie lo conoce. -Enseguida le vino a la mente Jasmine, con sus relatos de los tés con el comandante, por las tardes, y pensó en las rosas plantadas en su memoria-. Bueno, quizás había una persona, nuestra vecina, pero murió la semana pasada.

Grisham aferró la pesada puerta del porche y la abrió como si fuera de cartón.

– Eso lo explica, entonces. El jueves pasado se fue del ensayo pronto, dijo que se encontraba mal. Era la primera vez que lo hacía y me preocupó un poco, viviendo solo como vive. Pero no es alguien a quien se pueda preguntar estas cosas.

– No -convino Kincaid, saliendo a la oscuridad-, supongo que no. Gracias por atenderme, volveré -dijo, sinceramente, y mientras la puerta se cerraba vio, por un instante, los blancos dientes de Paul Grisham.

Lo que no añadió fue que Jasmine no pudo ser la razón de la repentina indisposición del comandante, puesto que éste se enteró de su muerte cuando se lo dijo Kincaid, el mediodía del viernes.


***

Se detuvo a tomar una empanada y una cerveza en King George, a media distancia del final de High Street. Cuando salió nuevamente a la calle, el aire le pareció húmedo sobre la piel. ¡Apostaba lo que fuera a que al día siguiente llovería! Se subió el cuello del anorak, hundió las manos en los bolsillos para protegerse del frío y caminó hacia casa despacio, mirando los escaparates iluminados de las tiendas vacías.

Sus pasos le llevaron con naturalidad a la puerta de Jasmine, y entró con la llave que había añadido a su llavero. Cuando encendió la lámpara, Sid parpadeó desde el centro de la cama, luego pareció levitar mientras se desperezaba.

«Hola Sid, ¿hoy te alegras de verme? ¿O es que tienes hambre?»

El gato lo siguió a la cocina y esperó sentado mientras Kincaid buscaba el abrelatas por la cocina.

«No te arremolinarás alrededor de mis tobillos, ¿eh, colega?» le dijo Kincaid, recordando cómo se enroscaba el gato en los finos tobillos de Jasmine a la hora de las comidas. Cuando ella estuvo más frágil, él temió que el gato la hiciera caer, pero nunca dijo nada. «Sin demasiadas confianzas, ¿de acuerdo?»

Dejó el plato en el suelo y pasó los dedos por el suave lomo de Sid mientras éste se aproximaba a la comida. Recordando las instrucciones de Gemma, encontró la caja de sus necesidades debajo del lavabo, la vació en el cubo de la basura y la volvió a rellenar con el contenido de un paquete que encontró en un armario. Sacó la bolsa de la basura del cubo y la preparó para llevársela.

Se sintió muy contento de sí mismo, cambió el agua de Sid y lo observó comer.

«¿Qué va a ser de ti, colega?». Mientras Sid lamía el plato, Kincaid añadió. «Parece ser que se te ha pasado ya el duelo». Humanos o animales, en la mayor parte de los casos el cuerpo se recupera con bastante rapidez. Ya bebas té o whisky, te comes lo que te echan y la vida sigue. «Hasta mañana, colega».

Dejó una lámpara encendida para el gato y subió a casa a seguir con los diarios de Jasmine.


5 de junio de 1963


Sólo puedo pensar en cuando él me toca. Me quema la piel. No puedo comer. No puedo dormir. Me siento un poco mareada todo el rato, pero no quiero que acabe, y ese nudo tan duro en mi estómago me duele y no se me pasa por mucho que haga. Ya sé lo que dice de él la gente, pero no es verdad. Él es diferente conmigo, dulce. Es que no lo entienden. No pertenece a este lugar, como yo. Los dos somos marginados, algo más oscuros, menos ingleses. Mi tía May dice que algunos parientes de mi madre eran franceses y que por eso tengo este aspecto, pero por cómo lo dice se ve que desprecia a mi madre. «A Rose Hollis, dice, no tiene sentido que Dios le diera hijos. No sé en qué estaba pensando tu padre cuando se casó con ella y se la llevó a la India.» Pobre mamá. Él la mató, tan seguro como si le hubiera clavado un puñal en el corazón, y yo tengo miedo. No quiero que me ocurra lo mismo, pero ya está fuera de control y no veo forma de retroceder.

Nos marcharemos en cuanto ahorre bastante con el trabajo para el señor Rawlinson. A Londres, donde nadie nos conozca, donde podamos estar juntos todo el tiempo. Buscar un piso. Prometí no irme sin Theo, pero puede dejar la escuela después de este año y tal vez para entonces pueda cuidar de él también.

Sueño con él cuando logro dormir. Cuando cierro los ojos veo su cara contra mis párpados. Su cabello oscuro como la seda sobre mi mano cuando lo acaricio. Anoche nos vimos detrás del club social en cuanto se hizo de noche. Era noche de bingo, y oía cómo llamaban dentro los números y las letras. «¿Jasmine?» dice él, de esa manera interrogante, como si no pudieran creer sus ojos en mí, y luego las comisuras de los labios se tuercen hacia arriba y sonríe. Pero la luz dura más cada tarde, y no hay dónde estar solos, dónde pueda besarme, meter sus manos donde quiero que me toque. La tía May me mataría si se enterara, y su madre todavía peor. Secas y arrugadas como pasas, y enfermas de envidia.

Sin embargo, tengo una idea, y si puedo llevarla adelante, nada podrá interponerse entre nosotros.

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