Capítulo 9

Si la mujer moderna actual desea que su caballero exprese más pasión, debería explicarle abiertamente que, si bien un beso en la mano puede emplearse para demostrar una ferviente estima, no es el método más efectivo, pues puede también simbolizar tan sólo una muestra de sentimiento fraternal. Sin embargo, resulta casi imposible malinterpretar el significado que encierra un beso en los labios. O en la nuca. O en la columna…


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima


Tras una noche agitada, que atribuyó, convencida, a sus preocupaciones fruto del disparo, Catherine puso en marcha de inmediato su estrategia de «evita e ignora» tomando un desayuno temprano y solitario en su habitación. Sabía que Spencer no se levantaría tan temprano y no tenía la menor intención de arriesgarse a enfrentarse a un cálido desayuno con el señor Stanton como única compañía. Después del desayuno, ocupó el resto de la mañana sentada a su escritorio, poniéndose al día con el correo. Cuando terminó, se vistió cuidadosamente, aliviada al ver que el dolor del brazo había remitido tanto que apenas lo notaba. Dedicó un tiempo adicional a su aspecto y se dijo que lo hacía porque deseaba estar presentable cuando esa tarde visitara a Genevieve.

Cuando decidió que ya era hora más que apropiada para ir a ver qué hacía Spencer, quien sin duda ya debía de haberse levantado, y representar el papel de cortés anfitriona con el señor Stanton, bajó deseosa de tomar una taza de té.

Al entrar al vestíbulo, Milton, que llevaba una pequeña bandeja con una nota sellada, la saludó al instante.

– Acaba de llegar de Londres, señora.

A Catherine se le aceleró el corazón al reconocer la clara letra inclinada de su padre. Decidió entonces que el té podía esperar, dio las gracias a Milton con una leve inclinación de cabeza y se dirigió directamente a su habitación. En cuanto cerró la puerta a su espalda, rompió el sello y leyó el contenido de la nota.


Querida Catherine:

Me complace informarte de que el canalla autor del disparo de anoche ha sido arrestado. El hombre, un rufián llamado Billy Robbins, es muy conocido por el magistrado por perpetrar robos en Mayfair y en demás lugares. Gracias a la información suministrada por el señor Carmichael, Robbins fue identificado y capturado cerca de los muelles. Como ya sospechábamos, fuiste víctima de un robo malogrado. Naturalmente, Robbins insiste en su inocencia, pero, como todos sabemos, Newgate está plagado de hombres «inocentes».

Aunque esta noticia no logre borrar el angustioso sufrimiento que has padecido, al menos cuentas ahora con la satisfacción de saber que el culpable ya no podrá hacer daño a nadie. Por favor, haz extensivos mis saludos a Spencer y al señor Stanton, y espero volveros a ver muy pronto.

Con todo mi amor,

Tu padre


Catherine cerró los ojos y soltó un suspiro de profundo alivio. Había sido un accidente. Gracias a Dios. No corría peligro. Spencer tampoco. Ni Genevieve. La identidad de Charles Brightmore estaba a salvo. Sí, todavía estaba el investigador contratado por lord Markingworth y sus amigos, pero dado que el editor de la Guía femenina jamás revelaría el secreto que compartía con Genevieve, llegaría el momento en que el hombre tendría que darse por vencido. Las posibilidades de que sus investigaciones le llevaran a Little Longstone eran ínfimas, por no decir inexistentes.

Catherine abrió los ojos, sonrió e inspiró lo que le pareció su primer aliento relajado desde que se había ocultado tras el biombo oriental de su padre. Ahora su vida podría retomar su curso tranquilo, sin amenaza de peligro. Sin la necesidad de protección…

Sin necesidad del señor Stanton.

Se le congeló la sonrisa en los labios. Ya no requería la protección y la seguridad que garantizaba su presencia. Andrew podía marcharse de Little Longstone en ese mismo instante, aunque Catherine supuso que sería de una enorme grosería sugerirle que partiera antes de la mañana del día siguiente. Y, puesto que ella en raras ocasiones viajaba a Londres, no tenía que preocuparse de volver a verle en un futuro inmediato.

La inminente marcha del señor Stanton era una buena noticia. Muy buena. Ya no necesitaba de la táctica de «evita e ignora». Ese hombre era una plaga en su pacífica existencia, y cuanto antes volviera a Londres, mejor. Catherine estaba feliz. Extáticamente feliz.

Su voz interior volvió a la vida entre toses para informarla de que en cierto modo se las había ingeniado para confundir «extáticamente feliz» por «absolutamente desgraciada».

Caray. Necesitaba encontrar la forma de acallar esa maldita voz.


– ¿Puedo robarle un minuto, señor Stanton?

Andrew se detuvo en lo alto de la escalera. Se agarró a la barandilla de caoba y contuvo un suspiro al notar que el corazón le daba un vuelco ante el simple sonido de la voz de Catherine.

Había estado toda la mañana -por no mencionar un buen número de horas de la madrugada, cuando no había podido conciliar el sueño- reviviendo la maravillosa noche anterior. Compartir una cena y pequeñas historias con ella y con Spencer, riéndose juntos, disfrutando de los juegos después de la cena… todo ello dibujaba una escena doméstica y acogedora que había visto en sueños más veces de las que podía recordar. Y la realidad había superado todas sus imaginarias expectativas. Por Dios, no veía la hora de repetir la escena esa noche.

Y todas las noches, durante el resto de sus vidas.

¿Habría reparado Catherine en lo bien que encajaban los tres? ¿En lo perfecta que había sido la noche anterior? Bien, si por alguna razón ella no había sido consciente de ello, él estaba más que decidido a ponerle remedio esa misma noche.

Se volvió y vio cómo se acercaba. Unos rizos castaños le enmarcaban el rostro con un estilo favorecedor e iluminaban sus dorados ojos marrones. El vestido de muselina de pálido color melocotón resaltaba su piel sedosa. Aunque el vestido y el escote eran de una discreta modestia, en vez de inspirar en él decoro, la imaginación de Andrew enloqueció al imaginar las delicias que el discreto atuendo cubría.

Cuando ella se le acercó, el sutil aroma a flores invadió sus sentidos y cerró con fuerza la mano alrededor de la barandilla para reprimir el deseo de tocarla.

– Puede pedirme todos los momentos que desee, lady Catherine.

– Gracias. ¿En la biblioteca?

– Donde desee. -«Donde desee. Como lo desee. Lo que usted desee.» Andrew apretó los dientes para reprimir las palabras que amenazaban con romper los barrotes de su corazón. No era aquel ni el lugar ni el momento idóneos para declarar que estaba locamente enamorado de ella, que la deseaba tanto que el deseo era puro dolor y que sólo ansiaba poder concederle todo lo que ella le pidiese.

La siguió escaleras abajo y por el pasillo, admirando las sutiles insinuaciones de las curvas femeninas que revelaba al andar. Su mirada ascendió hasta posarse en esa suave y vulnerable nuca, ahora al descubierto por el recogido de su pelo… desnuda salvo por un único rizo que dividía en dos su pálida piel con una reluciente espiral castaña.

Andrew flexionó los dedos y tensó los codos para evitar tender la mano y pasar la yema del dedo por aquel seductor rizo solitario. Tan concentrado estaba en el zarcillo que no reparó en que Catherine se había detenido delante de una puerta cerrada. No se dio cuenta hasta que tropezó con ella.

Catherine soltó un jadeo y tendió los brazos, pegando las palmas de las manos contra el panel de roble para mantener el equilibrio y evitar así dar de cabeza contra la puerta. Las manos de Andrew salieron despedidas y se deslizaron alrededor de su cintura.

Durante varios segundos de absoluta perplejidad, ninguno de los dos se movió. La mente de Andrew le gritaba que la soltara, que retrocediera, pero sus manos y pies se negaban a obedecer la orden. En vez de eso, sus ojos se cerraron y Andrew absorbió el intenso placer de sentir el cuerpo de Catherine contra el suyo desde el pecho a los muslos. El aroma de ella, esa embriagadora esencia de flores, lo envolvió como una nube seductora. Sólo tenía que volver ligeramente la cabeza para pegar los labios a la fragante piel de Catherine, esa piel tan cercana… de forma tan atormentadora.

Antes de poder pensarlo, antes de que cualquier muestra de razón que le impidiera hacerlo invadiera su cabeza, se rindió al abrumador deseo. Sus labios tocaron la piel de marfil justo detrás de la oreja, con la ternura de un susurro desprovisto de aliento, tan suavemente que Andrew dudó incluso de que ella se hubiera dado cuenta de lo que acababa de hacer… ni de que lo había hecho deliberadamente.

Pero él sí lo sabía, y el efecto que ese acto tuvo sobre él, el asalto que aquel beso supuso sobre sus sentidos, fue enorme. El deseo, un deseo feroz, ardiente y tanto tiempo negado le golpeó de pleno y cerró aún más los ojos en un vano intento por sortear las necesidades que clavaban en él sus garras.

La absoluta quietud de Catherine y la rigidez de su columna devolvieron a Andrew la cordura. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se obligó a apartar las manos de su cintura y dar un paso atrás.

– Le pido disculpas -dijo con una voz vacilante que sonó como si se hubiera tragado un puñado de gravilla-. No he visto por dónde iba.

Catherine no dijo nada durante varios segundos y a continuación se aclaró la garganta, apartó las manos de la puerta y las bajó.

– Disculpas aceptadas.

Andrew se quedó de una pieza al percibir el ligero temblor en la voz de ella. ¿Era el tono vacilante de sus palabras fruto de la rabia o de la vergüenza? ¿O quizá cabía la posibilidad de que se hubiera visto tan afectada por esos escasos segundos como él? En silencio, Andrew deseó que ella se volviera para poder mirarla a la cara, leer en sus ojos y ver si existía en ellos alguna sombra de deseo, pero Catherine no le dio ese gusto. En vez de eso, abrió la puerta y se dirigió apresuradamente hacia la chimenea de mármol que ocupaba la pared más alejada.

Andrew cruzó el umbral y luego cerró la puerta tras él. El chasquido de la puerta al cerrarse reverberó en el pesado silencio de la estancia, un silencio que a punto estuvo de romper, apuntando que su petición de perdón no había sido una disculpa. Sin duda no se arrepentía ni un ápice de haber gozado de la inesperada oportunidad de tocarla… aunque quizá debería arrepentirse. El exquisito contacto con ella se le había quedado grabado en la mente y todavía sentía en el cuerpo, en los labios, el hormigueo que le había recorrido debido al impacto.

No pudo evitar una mueca antes de avanzar hacia ella. Aunque le molestaba sobremanera que ella siguiera con la mirada fija en las llamas bajas, ignorándole, era mejor así. Si Catherine se volvía, sin duda se daría cuenta de lo mucho que el breve encuentro entre ambos le había afectado.

– ¿Le importa si me sirvo una copa? -preguntó, con la esperanza de encontrar un poco de brandy en una de las botellas de cristal dispuestas en una mesa redonda de caoba situada junto al sofá.

Catherine no se volvió.

– Sírvase usted mismo, se lo ruego.

– ¿Quiere acompañarme?

Le sorprendió al responder:

– Sí. Para mí un jerez, por favor.

Andrew cruzó la estancia hasta las botellas. Se tomó su tiempo para servir las dos copas, inspirando lenta y profundamente hasta que logró recuperar el control de sus emociones y de su cuerpo. Luego fue hasta la chimenea, deteniéndose a una distancia prudencial de ella.

– Su jerez, lady Catherine.

Por fin ella se volvió a mirarle. Una sombra febril le teñía las mejillas, aunque Andrew no logró saber si el seductor tizne era fruto de la vergüenza, del calor del fuego o del deseo. Ella le miró con una expresión perfectamente calmada y fría que le provocó una oleada de irritación en la columna. Bien, obviamente no había sido deseo. En un claro intento por mostrar una mirada tan preocupada como la de ella, le hizo entrega de la copa de cristal con el licor.

– Gracias. -Catherine cogió la copa y Andrew se percató de que ponía todo su empeño en evitar que los dedos de ambos se tocaran. Ella apartó la mirada de él y dio un sorbo a su jerez. Andrew la imitó, reprimiendo el deseo de beberse su potente brandy de un trago.

Después de un segundo sorbo, Catherine sacó una hoja de papel vitela amarfilado del bolsillo de la falda y se lo mostró.

– Esto ha llegado hace un rato. Es de mi padre. El hombre responsable del disparo ha sido apresado.

Andrew dejó su copa sobre la mesa, cogió la nota y leyó el contenido apresuradamente. Billy Robbins. Se le tensó la mandíbula cuando sus ojos leyeron el nombre del canalla que había herido a Catherine. El hombre que fácilmente podría haber acabado con su vida. «Alégrate de estar en manos de Newgate y no en las mías, bastardo.»

Cuando terminó de leer, devolvió la nota a Catherine.

– Me alivia saber que el rufián ha sido apresado. Debemos dar gracias por la capacidad de observación del señor Carmichael.

– Sí. Le debemos todo nuestro agradecimiento. -Catherine volvió a meterse la nota en el bolsillo-. Y la captura de este hombre significa que ya no existe sobre mí amenaza de peligro…

– ¿Ya? -Andrew entrecerró los ojos-. No tenía conciencia de que estuviera usted bajo amenaza de peligro. ¿A qué se refiere?

Un destello de lo que pareció temor chispeó en sus ojos, aunque desapareció tan deprisa que Andrew no logró averiguar si era real o imaginado. Catherine apretó los labios durante varios segundos y a continuación dijo:

– Quería decir que ya no existe amenaza de peligro para mi salud. Me encuentro perfectamente y Milton y el servicio pueden atender completamente mis necesidades. Sin ninguna ayuda.

Andrew comprendió entonces el mensaje, comprensión que llegó acompañada de una irreprimible dosis de fastidio. Y, demonios, cuánto le dolió. Catherine quería que se marchara de Little Longstone.

– Puedo arreglarlo para que disponga de mi carruaje mañana por la mañana -prosiguió ella-. Aunque aprecio su amabilidad y le doy las gracias por haberme acompañado a casa, no desearía que sacrificara más de su valioso tiempo lejos de su trabajo en Londres.

Antes de que a Andrew se le ocurriera una respuesta adecuada, y después de haber sabiamente decidido que «Demonios, no, no pienso marcharme» no lo era, alguien llamó a la puerta.

– Entre -dijo lady Catherine.

La puerta se abrió y Spencer entró arrastrando los pies en la estancia. Su sonrisa se desvaneció en cuanto alternó la mirada entre su madre y Andrew.

– ¿Algo va mal, mamá?

Catherine pareció cuadrarse de hombros y luego le sonrió.

– No, cariño. ¿Querías hablar conmigo?

Spencer no pareció en absoluto convencido. En lugar de responder a la pregunta de su madre, preguntó:

– ¿De qué hablabais?

Lady Catherine dejó su copa sobre la mesa y luego cruzó la alfombra Axminster de color verde claro para darle un beso en la mejilla.

– Estábamos concretando los detalles del transporte. El señor Stanton nos deja mañana por la mañana para regresar a Londres.

– ¿Que se marcha? ¿Mañana? -La consternación que embargó a Spencer era clara como el agua. Se volvió hacia Andrew y le miró con ojos rebosantes de confusión y dolor-. Pero ¿por qué? Si llegó ayer.

Lady Catherine dijo:

– El señor Stanton tiene muchas obligaciones en Londres, Spencer, sobre todo ahora que tu tío Philip no está disponible. Aunque tuvo la gentileza de dejar su trabajo en el museo para acompañarme a casa, debe regresar a sus responsabilidades.

– Pero ¿por qué tiene que irse tan pronto? Si acabamos de empezar… -cerró los labios y lanzó a Andrew una mirada implorante.

– ¿Empezar a qué? -preguntó lady Catherine.

– Es una sorpresa -intervino Andrew-. Algo de lo que Spencer y yo hablamos ayer por la tarde. Le prometí que le prestaría mi ayuda.

Catherine arqueó las cejas.

– ¿Qué clase de sorpresa?

El más puro pesar ensombreció el rostro de Spencer. Antes de que el niño pudiera responder, Andrew volvió a hablar.

– Si se lo dijéramos, ya no sería ninguna sorpresa. -Lanzó a Spencer un guiño conspirador-. Creo que tenemos que traerle un diccionario a tu madre para que pueda buscar en él «sorpresa», Spencer.

– Ya sé que normalmente no te gustan las sorpresas, mamá -dijo Spencer apresuradamente-, pero esta te gustará. Sé que estarás orgullosa de mí cuando hayamos terminado.

– Ya estoy orgullosa de ti.

– En ese caso lo estarás aún más.

Catherine estudió el rostro de su hijo durante varios segundos y luego se volvió hacia Andrew.

– Usted le prometió esta… ¿lo que quiera que sea?

– Sí.

– No me lo ha mencionado antes.

– No se me ocurrió hacerlo, pues esa es precisamente la naturaleza de toda sorpresa. Además, no había imaginado que mi visita sería tan breve.

El silencio llenó la estancia y Andrew casi pudo oír cómo las ruedas giraban en la mente de Catherine. ¿Por qué estaba de pronto tan ansiosa por deshacerse de él? ¿Había algún aspecto de su vida que temía que él descubriera? Las palabras que Catherine había pronunciado poco antes, «la captura de este hombre significa que ya no existe sobre mí amenaza de peligro…», le inquietaban en gran medida. El hecho de que hubiera percibido temor en sus ojos en más de una ocasión desde el disparo daba a su posterior explicación de «peligro para mi salud» una nota de falsedad. ¿Le habría mentido? ¿Por qué?

Sólo se le ocurrían otras dos razones por las que lady Catherine pudiera esperar ansiosa su marcha. Si estaba interesada en tener una relación con un hombre, como podía ser uno de los muchos pretendientes que le enviaban esos ramos de flores, la presencia de Andrew en su casa podía poner en peligro sus planes. Sin embargo, eso no tenía mucho sentido, puesto que Catherine había dejado claro que no deseaba establecer ningún tipo de compromiso.

El otro motivo le aceleró el corazón, colmándole de un rayo de esperanza. «Si tan vehemente era el rechazo manifiesto de lady Catherine a establecer una relación, y se diera el caso de que se siente atraída por mí…»

Naturalmente, desearía que se marchara. Lo antes posible. ¿Podía ser esa la razón por la que últimamente se mostraba tan quisquillosa con él? ¿Porque luchaba contra su propio deseo?

Andrew despertó de su ensueño y la miró. Catherine parecía muy contrariada, un poco como imaginaba que debía de estarlo un general cuya brillante campaña militar acabara de ser superada en estrategia. Humm. Resultaba de lo más prometedor.

– ¿Y cuánto tiempo hace falta para que completen la sorpresa en cuestión? -le preguntó ella.

– Al menos una semana -dijo Andrew, seguro de que alrededor de su cabeza había aparecido mágicamente un halo con el que acompañar la expresión angelical de sus rasgos.

– ¡Una semana! -El desconsuelo de lady Catherine era más que evidente… o quizá fuera el recelo que delataba su voz.

El rostro de Spencer por fin se iluminó.

– ¿Puede usted quedarse durante tanto tiempo, señor Stanton?

– Sí -dijo Andrew.

Catherine le lanzó una mirada indescifrable y se volvió a mirar a Spencer, cuyos ojos se colmaron de una angustiosa mezcla de entusiasmo y de esperanza. No había duda de que estaba desgarrado. Por fin, alargó la mano y la pasó por el pelo oscuro del pequeño.

– Una semana -concedió.

La sonrisa de Spencer podría haber iluminado una habitación oscura.

– Bien, y ahora que por fin está decidido -dijo lady Catherine-, debo ir a visitar a la señora Ralston.

– ¿Queda la casa de su amiga de camino al pueblo? -preguntó Andrew.

– Sí, ya que lo menciona. ¿Por qué?

– ¿Le importa que vaya con usted? Necesito comprar algunas cosas y me gustaría visitar las tiendas locales.

– ¿Qué desea comprar?

Andrew chasqueó la lengua y la señaló, agitando el dedo.

– No puedo decírselo. Es parte de la sorpresa.

– Quizá tengamos aquí ese material.

– Ya me he asegurado de comprobarlo por mí mismo y tengo la seguridad de que no. -Se volvió hacia Spencer-. ¿Te gustaría acompañarme, Spencer? -preguntó despreocupadamente.

Andrew percibió al instante la tensión que hizo insoportable el silencio del salón. Sabía que Spencer raras veces abandonaba la seguridad de la casa, y aunque quizá fuera demasiado pronto para animarle a ir al pueblo, habían hecho tan magníficos progresos esa mañana durante la primera lección de equitación que Andrew intentaba por todos los medios mantener vivo el ímpetu del muchacho.

Transcurrieron varios segundos más de silencio y Andrew se dio cuenta de que Spencer se debatía en un claro conflicto.

Lady Catherine se aclaró la garganta.

– Es muy considerado de su parte, señor Stanton. Sin embargo, a Spencer no le gusta aventurarse a…

– Me gustaría, sí -la interrumpió el joven.

– ¿En serio? -La perplejidad de su madre no dejó lugar a dudas.

Spencer asintió vigorosamente y Andrew se preguntó si el chiquillo estaría intentando convencer a su madre o a sí mismo de su decisión.

– Quiero ayudar con la sorpresa. -Levantó la barbilla-. Todo irá bien, mamá. El señor Stanton cuidará de mí. Quiero ir. De verdad.

Catherine vaciló durante unos segundos y Andrew percibió con claridad la sorprendida satisfacción que las palabras de Spencer habían causado en ella. Juraría haberla visto parpadear para contener las lágrimas. Por fin, sonrió a su hijo.

– Estaré encantada de disfrutar de vuestra compañía. Mandaré preparar el carruaje. Podéis dejarme en casa de la señora Ralston y seguir después hasta el pueblo. No hace falta que volváis a buscarme. Regresaré a casa dando un revitalizador paseo.

– ¿Y no podríamos utilizar el coche de dos caballos? -preguntó Spencer-. Así el señor Stanton podría enseñarme a llevarlo. -Se volvió hacia Andrew con expresión esperanzada-. Sabe manejarlo, ¿verdad?

Andrew asintió.

– Sí, pero en un coche de dos caballos sólo caben dos personas.

– Podemos estrecharnos un poco los tres en el asiento -insistió Spencer-. Yo apenas ocupo espacio. Además, la casa de la señora Ralston está muy cerca y como mamá desea volver caminando, sólo quedaremos nosotros dos.

Andrew se volvió hacia lady Catherine, quien estaba claramente perpleja ante el giro que habían tomado los acontecimientos. Manteniendo una expresión y una voz serenas, dijo:

– Estoy dispuesto a dar mi consentimiento al plan de Spencer siempre que esté usted de acuerdo, lady Catherine. Si descubrimos que vamos demasiado estrechos en el asiento, estaría encantado de caminar junto al vehículo hasta la casa de la señora Ralston.

Catherine le miró con una mezcla de preocupación y de esperanza.

– ¿Promete no correr durante esta lección?

Andrew se llevó la mano al corazón.

– Juro que jamás haría nada que pudiera poner a Spencer, ni a usted, en peligro.

La mirada de lady Catherine volvió a posarse en Spencer y sonrió.

– Muy bien. Sea entonces el coche de dos caballos.


Cuarenta y cinco minutos más tarde, Spencer, bajo la paciente tutela del señor Stanton, logró detener con éxito el par de idénticos bayos delante de la casa de Genevieve. A Catherine se le encogió el corazón al ver el absoluto deleite y el triunfo que revelaba el rostro de su hijo.

– Lo conseguí -dijo Spencer, con el color de la victoria sonrojándole las mejillas.

– Sí, lo has conseguido -concedió Catherine-. Y maravillosamente bien. Estoy muy orgullosa de ti… -Se le inflamó la garganta, ahogándole la voz. Para enmascarar su emoción, lo atrajo hacia ella para darle un abrazo. Los brazos de Spencer la rodearon y, con su mejilla pegada a la de él, Catherine miró por encima del hombro de su hijo y sus ojos encontraron la mirada firme y de ojos oscuros del señor Stanton.

Su corazón se debatía contra sus costillas, y la miríada de confusas y conflictivas emociones que aquel hombre inspiraba en ella volvieron a asaltarla una vez más. Sin embargo, una de ellas emergió presurosa a la superficie: la gratitud. Estaba profundamente agradecida a Andrew por haber dado a Spencer esa alegría. Parpadeando para contener la humedad que amenazaba ridículamente tras sus ojos, le sonrió. «Gracias», articuló en silencio.

Los labios de Andrew esbozaron una cálida sonrisa que la dejó sin aliento. «De nada», fue su silenciosa respuesta.

– Dios mío, ¿es el señorito Spencer a quien veo tras las riendas de este magnífico carruaje?

Al oír la sensual y viva voz de Genevieve, Catherine apartó los ojos del señor Stanton y dejó de abrazar a su hijo.

– Buenas tardes, señora Ralston -dijo Spencer, con una sonrisa de oreja a oreja-. Sí, así es. Acabo de aprender a llevarlo.

Genevieve se acercó al coche de dos caballos desde el sendero bordeado de flores que llevaba a la casa al tiempo que su ávida mirada envolvía a los tres pasajeros apretujados en el asiento del carruaje. Con un alegre vestido de muselina amarilla decorado con pequeños ramos de lilas bordadas, parecía un rayo de sol de finales de verano.

– Vaya, a punto he estado de no reconocerle, señorito Spencer -dijo, sonriendo directamente al joven-. Se ha convertido en un fornido jovencito desde la última vez que le vi.

Spencer se sonrojó de placer al oír sus palabras.

– Gracias, señora Ralston.

– ¿Y a quién trae con usted hoy a verme? -preguntó con una sonrisa burlona.

– Bueno, a mi madre, aunque ya la conoce.

– Sí, lady Catherine y yo nos conocemos bien.

– Y este es nuestro amigo, el señor Stanton. Viajó por todo Egipto con mi tío Philip. Debería pedirle que le contara la historia de cuando unos bribones le robaron la ropa a punta de cuchillo.

El calor ardió en las mejillas de Catherine en cuanto la imagen del señor Stanton desnudo asomó a su cabeza. La sonriente mirada de Genevieve examinó al señor Stanton con descarado interés.

– Soy la curiosidad misma.

Catherine se aclaró la garganta.

– Genevieve, permite que te presente formalmente al señor Andrew Stanton, el socio de mi hermano en el museo que están creando juntos. Señor Stanton, le presento a mi gran amiga, la señora Ralston.

El señor Stanton se desencajó del asiento y saltó ágilmente al suelo. Ofreció a Genevieve una inclinación de cabeza formal y una amistosa sonrisa.

– Encantado, señora Ralston.

– Lo mismo digo, señor Stanton. Bienvenido a Little Longstone. ¿Está usted disfrutando de su estancia?

– Mucho. Hacía mucho tiempo que no tenía oportunidad de disfrutar de un aire tan puro y de un entorno tan tranquilo y colorido. -Indicó la profusión de las bien cuidadas flores que les rodeaban-. Tiene usted un jardín excepcional.

El rostro de Genevieve se iluminó.

– Gracias. Lo cierto es que el mérito es sólo de Catherine. Fue ella quien resucitó toda esta zona del desastre de hierbajos y maleza que era cuando compré la casa. No ha querido dejarme contratar a un jardinero.

– ¿A un desconocido? -intervino Catherine con la voz colmada de un horror fingido-. ¿Cuidando de mis pequeñas? ¡Jamás!

– ¿Lo ve usted? -dijo Genevieve al señor Stanton con una arqueada sonrisa-. Una mujer increíblemente testaruda.

– ¿Es cierto eso? -dijo el señor Stanton con la viva imagen de la más exagerada de las conmociones en el rostro-. No había reparado en ello.

De labios de Genevieve gorjeó una risa encantada.

– ¿Tomará el té con nosotras?

– Gracias, pero Spencer y yo vamos de camino al pueblo.

– ¿En otra ocasión entonces?

– No quisiera interferir en su velada con lady Catherine.

– Bobadas. Tiene usted que contarme la historia de esos rufianes y sus cuchillos.

Andrew se rió.

– En ese caso, será para mí un honor unirme a ustedes otro día. -Tras una breve inclinación de cabeza de agradecimiento, se dirigió a la parte del coche que ocupaba Catherine y levantó la mano-. ¿Quiere que la ayude, lady Catherine?

Catherine clavó la mirada en su mano y tragó saliva. No quería tocarle. La brutal sinceridad de su voz interior la calificó inmediatamente de mentirosa, y tuvo que apretar los dientes. Maldición. Muy bien, deseaba tocarle, pero temía sobremanera hacerlo. Temía su propia reacción, sobre todo si era algo semejante a lo que había experimentado cuando el señor Stanton había tropezado contra ella en el pasillo…

«Oh, déjate de ridiculeces», se reprendió. No era más que su mano, una mano que la ayudaría para evitar que cayera ignominiosamente al suelo desde el asiento. Además, tampoco era exactamente que tuviera que tocarle, pues ambos llevaban guantes. Esbozando lo que, según esperaba, pudiera pasar por una sonrisa despreocupada y tranquila, puso su mano en la de él.

Los dedos de Andrew envolvieron los suyos con fuerza y firmeza, y el calor traspasó el tejido de sus guantes, subiéndole por el brazo. Un calor adicional le arrobó las mejillas y Catherine rezó para que nadie se diera cuenta de ello. En cuanto sus pies tocaron el suelo, retiró la mano como si Andrew la hubiera quemado.

– Gracias. -Se protegió los ojos contra la luz del sol que se colaba entre los árboles y sonrió a Spencer-. Disfruta de la excursión.

– Así lo haré, mamá.

El señor Stanton se volvió, como si estuviera a punto de volver a subir al coche. Sin embargo, en vez de hacerlo, se inclinó hacia ella.

– No se preocupe -dijo en voz baja para que sólo ella pudiera oírle-. Cuidaré bien de él.

Subió de un salto al asiento del coche y, dedicando una sonrisa y una leve inclinación de cabeza a Genevieve y a ella, indicó a Spencer que podían marcharse. Segundos después, el coche se alejaba hacia el pueblo.

Catherine siguió mirando el vehículo hasta que desapareció tras la esquina al fondo de la calle. Luego se volvió hacia Genevieve y dijo:

– Tengo novedades. -Sacó la carta de su padre de su retícula y se la pasó a Genevieve.

Tras leer la carta, Genevieve se la devolvió con una sonrisa de alivio.

– Entonces no hay de qué preocuparse.

– Así es. Bueno, salvo del investigador contratado por lord Markingworth y sus amigos, aunque no veo modo de que pueda descubrir nuestra identidad.

– Excelente. -Genevieve miró de nuevo a la calle por donde había desaparecido el coche de dos caballos-. Así que ese es el señor Stanton -dijo con la voz colmada de… algo-. Es muy distinto a como lo había imaginado después de oír tu descripción.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo habías imaginado?

Genevieve se rió.

– Desde luego no como ese hombre alarmantemente atractivo con esa sonrisa devastadora y esos ojos conmovedores. Querida, tu descripción no le hace en absoluto justicia. Podría describir a ese glorioso hombre en dos palabras: absolutamente divino.

Un sentimiento semejante al de los celos hizo presa en Catherine.

– Nunca dije que fuera feo.

– No, pero tampoco dejaste entrever en ningún momento que fuera tan… -dejó escapar un suspiro soñador- tan absolutamente divino. Masculino y fuerte. ¿Es que no te has fijado en esos maravillosos hoyuelos cuando sonreía?

«Dios, sí.» Le había costado Dios y ayuda apartar los ojos de ellos.

– Lo cierto es que no había reparado en ellos, aunque ahora que lo mencionas, sí, supongo que tiene hoyuelos.

– Parece haber intimado mucho con Spencer.

– Sí. Están preparando juntos cierta sorpresa que quieren darme.

– ¿Es eso cierto? ¿Qué clase de sorpresa?

– Si lo supiera, ya no sería una sorpresa -dijo Catherine con una sonrisa, haciéndose eco de las palabras que el señor Stanton le había dirigido poco antes-. Cuando el señor Stanton ha pedido a Spencer que le acompañara al pueblo, estaba segura de que nos enfrentaríamos a un instante incómodo. Y cuál ha sido mi sorpresa cuando Spencer ha aceptado. Hace años que dejé de pedirle que me acompañara porque sabía que se negaría a salir de los jardines de la casa. -Una sonrisa tímida asomó a sus labios-. De no haber estado tan satisfecha con el cambio de ánimo de Spencer, estaría molesta con el señor Stanton por haber conseguido en apenas veinticuatro horas lo que yo no he podido conseguir en todo este tiempo.

– Obviamente, el motivo que se esconde tras la inusual decisión de tu hijo hay que buscarlo en el señor Stanton. La presencia de tu invitado está sin duda teniendo un efecto positivo sobre Spencer.

– Sí. -Desgraciadamente, no sólo estaba provocando un claro efecto sobre Spencer.

La mirada de Genevieve buscó la suya, y todo rastro de diversión desapareció al instante.

– Siente algo por ti.

Catherine sintió que el fondo del estómago se le caía a los pies. Adoptó un tono desenfadado para decir:

– Por supuesto que siente algo por mí. Es mi hijo.

Genevieve la observó con una mirada tan penetrante que Catherine a punto estuvo de estremecerse.

– No me refería a tu hijo.

Catherine ordenó los rasgos de su rostro hasta esbozar con ellos una expresión que rezó para que pasara por sorpresa.

– Ah. Bueno, cualquier sentimiento que el señor Stanton pueda tener por mí no va más allá de una mera demostración de cortesía hacia la hermana de su mejor amigo.

– Te equivocas, Catherine. No entiendo cómo no te das cuenta. ¿Es que no ves cómo te mira? Créeme si te digo que no se trata sólo de una muestra de cortesía.

Las mejillas de Catherine se ruborizaron.

– Me temo que necesitas anteojos, querida.

– Te aseguro que no. ¿No te ha dicho lo que siente por ti?

– Ahora que lo mencionas, sí. Me cree testaruda y fastidiosa. «Y hermosa.»

Genevieve se rió.

– Oh, sí, está total y perdidamente prendado. Querida, puede que te considere testaruda, lo que es cierto, y fastidiosa, algo que puede decirse de cualquiera en ocasiones. Aún así, te desea.

– Bah -se mofó Catherine, poniendo todo su empeño en hacer caso omiso del repentino pálpito que asaltó su corazón. Cielos, ¿estaría en lo cierto Genevieve? Y, de ser así, ¿por qué la posibilidad de que el señor Stanton la deseara le aceleraba el corazón en vez de horrorizarla?

– Puedes soltar cuantos «bah» desees, pero, como bien sabes, tengo gran experiencia en estas lides, Catherine. Ese hombre siente una gran atracción hacia ti. Y el hecho de que te niegues a ver lo que tienes ante los ojos no hace más que sugerirme que también a ti te importa él.

– ¡Te aseguro que no! Como ya te he dicho, es un hombre absolutamente irritante.

– Aunque muy atractivo.

– Testarudo y obstinado.

– Algo que ambos tenéis en común -dijo Genevieve con una sonrisa burlona.

– Discutidor.

– Aunque bondadoso con tu hijo.

Esas palabras dejaron helada a Catherine.

– Sí -concedió suavemente, desconcertada.

– Y no creo haber visto a un hombre con una boca más atractiva.

Una afirmación que la desconcertó aún más. La imagen de la atractiva boca del señor Stanton parpadeó en su mente. Esa atractiva boca que con gran suavidad había rozado su piel… ¿o no era así? Había sido tan rápido, tan dulce… La sensación de percibir el contacto de su cuerpo contra su espalda le detuvo el corazón en seco. Dejándola sin aliento. Lanzándole por todo su ser rayos de ardiente deseo que le debilitaron las rodillas.

Y todo había ocurrido en el plazo de dos simples segundos.

Dios santo, ¿qué habría ocurrido si en vez de dos, los segundos hubieran sido tres? ¿O media docena?

– ¿Catherine? ¿Estás bien? Te has ruborizado.

Sin duda, pues se sentía como si alguien hubiera prendido fuego a la falda de su vestido. Parpadeó para alejar de sí sus errantes pensamientos y dijo:

– Estoy bien. Es simplemente que estoy acalorada, aquí, de pie al sol.

– Entonces entremos y tomemos una taza de té. Baxter acaba de sacar del horno una bandeja de pastas.

Aunque un té caliente distaba mucho de lo que Catherine anhelaba, consciente de que era mucho más seguro que lo que temía estar anhelando, decidió que al fin y al cabo era una sabia elección.

Sin embargo, mientras disfrutaba de una tregua del señor Stanton en compañía de Genevieve, sabía que no tardaría en enfrentarse a otra hogareña velada en casa esa misma noche. Una velada compartiendo la cena, historias y juegos. «Evita e ignora». Sí, no podía olvidar en ningún momento sus contraseñas. Simplemente tenía que evitar e ignorar esos enfermizos anhelos que provocaba en ella la presencia del señor Stanton.

Pero ¿cómo?

– Dime -dijo Genevieve al entrar en la casa-, ¿asistiréis el señor Stanton y tú esta noche a la velada en casa del duque de Kelby? Según se chismorrea en el pueblo, ha llegado un grupo de invitados de Londres, así que promete ser una interesante diversión.

Catherine se acordó entonces de la invitación que había encontrado entre la correspondencia de la mañana. No tenía intención de asistir, pues no deseaba dar al duque la menor esperanza.

– No creo que… -Su voz se apagó en cuanto se dio cuenta de que la velada le proporcionaba la oportunidad perfecta para evitar otra hogareña noche en casa.

Sonrió.

– Creo que no me la perdería por nada del mundo.


Una mano enguantada se cerró sobre el pesado cortinaje de terciopelo de color verde bosque y apartó la tela a un lado. Al otro lado de la ventana, el pueblo de Little Longstone bullía de actividad, pero el único sonido que llenaba la habitación era el tictac del reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea y un suspiro de frustración lentamente expirado.

Ahí estaban esos idiotas, caminando, hablando, riendo, comprando, como si no tuvieran ninguna preocupación. Como si ninguna vida se hubiera visto destrozada.

Pero ninguna más lo sería. «Yo me encargaré de eso.»

La cortina cayó de nuevo, volviendo a su sitio.

«Lograste sobrevivir la última vez. La próxima no lo conseguirás.»

Загрузка...