Capítulo 4

Los hombres entienden muy poco a las mujeres porque buscan consejo e información sobre ellas en otros hombres igualmente desinformados. Ganar el favor de su dama ocurriría de forma mucho más fluida si el caballero en cuestión simplemente le preguntara a su dama: «¿Qué es lo que deseas?». Si la mujer moderna actual llega a ser tan afortunada como para ser blanco de semejante pregunta, es de esperar que responderá con absoluta sinceridad.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


– ¿Cómo se encuentra, lady Catherine?

Catherine alzó la mirada de su labor para mirar a su compañero de viaje, ahora sentado delante de ella y a quien había logrado ignorar con gran éxito con la excusa de concentrarse en su labor de costura durante la última hora… al menos todo lo que una mujer puede ignorar a un hombre sentado a menos de medio metro de ella. Un hombre que parecía ocupar demasiado espacio. Nunca había reparado en lo imponente que resultaba la presencia del señor Stanton. Una cosa era compartir un salón o un comedor con él y, como acababa de descubrir, otra muy distinta compartir los límites impuestos por un carruaje.

Catherine fijó su mirada en los ojos preocupados de Andrew.

– Estoy un poco dolorida, pero nada más.

– ¿Desea que paremos a descansar un poco?

Lo cierto es que nada le habría gustado más que ver cómo el carruaje detenía su tambaleo. Cada sacudida y cada remezón radiaba dolor a través de su dolorido hombro y daba alas a las punzadas de dolor sordo que le palpitaban tras los ojos. Sin embargo, cada sacudida la acercaba un poco más a Little Longstone y a Spencer, alejándola a la vez de la pesadilla de la noche anterior. Más próxima a la seguridad de su casa, y más alejada de quienquiera que hubiera sido el autor del disparo… disparo que, estaba convencida, no había sido ningún accidente. Más cerca de Genevieve, con quien necesitaba hablar lo antes posible. Necesitaba contar todo lo ocurrido a su querida amiga y hablarle del investigador contratado para encontrar a Charles Brightmore. Advertirla del peligro. Avisarla de que ella podía ser la siguiente.

– No es necesario que nos detengamos -dijo.

– Está usted pálida.

– Vaya, gracias. Sin duda semejante piropo me inflamará la cabeza… que, después de mi caída de anoche, está ya bastante inflamada.

Su conato de humor pasó desapercibido a Andrew, quien juntó las cejas en un gesto de preocupación.

– Le duele…

– Estoy bien. Perfectamente. El doctor Gibbens me ha dado permiso para viajar…

– Después de haberle intimidado. Si mal no recuerdo, sus palabras exactas cuando hemos salido de la casa de su padre esta mañana han sido: «No he conocido a una mujer más obstinada en toda mi vida».

– Estoy segura de que no le ha oído correctamente.

– Estoy seguro de que sí.

– Aun así, si no me equivoco, anoche acordamos que el oído de la mayoría de los hombres no es todo lo fino que debería.

Varios segundos de silencio se interpusieron entre ambos y Catherine tuvo que contener la repentina necesidad de encogerse bajo la firme mirada de Andrew.

– Yo no soy la mayoría de los hombres, lady Catherine -dijo él por fin con voz queda-. Además, la veo muy preocupada.

– Simplemente estoy ansiosa por llegar a casa.

– No me cabe duda. Pero hay algo más. Algo la tiene preocupada.

– ¿Qué le lleva a decir eso? -preguntó, forzando un tono más ligero de voz. Maldición, qué mala suerte la suya, estar encerrada en un carruaje con el único hombre perceptivo de toda Inglaterra.

– Esa reticencia tan impropia de usted. Nunca la había visto tan… poco habladora.

– Ah, bueno. Eso se debe simplemente a que he estado concentrada en mi labor.

– Eso es algo que me intriga aún más, teniendo en cuenta que usted odia la labor de aguja. -Obviamente, Andrew pudo leer el sonrojo de culpabilidad que sintió arder en sus mejillas, pues añadió-: Mencionó su aversión a la costura hace dos meses, en su visita a Londres.

Doble maldición. El hombre era perceptivo y además recordaba detalles triviales. Qué absolutamente irritante.

– Bueno… yo… espero poder desarrollar cierta afición por la actividad. Y, además de eso, simplemente no tengo nada que decir.

– Entiendo. En general… ¿o a mí en particular?

Catherine a punto estuvo de hacerle callar con un requiebro cortés, pero como él no parecía blanco de fácil disuasión, admitió la verdad.

– A usted en particular.

En vez de parecer ofendido, Andrew asintió con actitud solemne.

– Eso sospechaba. En cuanto a la conversación de anoche… no era mi intención molestarla.

– No me molestó, señor Stanton. La duda chispeó en los rasgos de su rostro, en el que se arqueó una ceja oscura.

– ¿Es cierto eso? ¿Debo entender entonces que normalmente se comporta usted como una tetera a punto de estallar?

– De nuevo debo implorarle que contenga sus halagos. Ciertamente, «molesta» es un término de pobre elección. «Decepción» se aproxima más a lo que sentí.

– ¿Por mí?

– Sí.

– ¿Simplemente porque no estuve de acuerdo con usted? Si es así, soy yo el decepcionado.

Sintiéndose en cierto modo castigada, Catherine ponderó sus palabras durante varios segundos y a continuación negó con la cabeza.

– No, no porque no llegáramos a un acuerdo, sino porque hizo usted afirmaciones categóricas sin tener ninguna base ni conocimiento de primera mano. A mi entender, eso es injusto, lo cual me parece a la vez una decepcionante, por no decir molesta, cualidad en una persona.

– Entiendo. Dígame, ¿alguna vez, en alguno de nuestros anteriores encuentros, le he parecido injusto?

– Jamás. Por eso la conversación de anoche se me antojó tan…

– ¿Decepcionante?

– Sí. -Catherine se aclaró la garganta-. Por no decir fastidiosa.

– Sin duda. No olvidemos mencionarlo.

De nuevo el silencio se interpuso entre ambos, incómodo de un modo inexplicable que la inquietó. Hasta la noche anterior, siempre se había sentido cómoda en compañía del señor Stanton. Ciertamente había encontrado inteligente, ingeniosa y encantadora la compañía del mejor amigo de su hermano, y había disfrutado de la relajada amistad y de la camaradería que había ido gestándose entre ambos durante la media docena de veces en que habían coincidido. Sin embargo, los comentarios de Andrew la noche anterior sobre la Guía habían resultado realmente decepcionantes. Escandalosas y espantosas bobadas llenas de basura. ¡Bah! Y su opinión, según la cual Charles Brightmore era un renegado con poco, si es que tenía alguno, talento literario le había hecho rechinar los dientes. Había tenido que echar mano de toda su capacidad de contención para no apuntarle con el dedo y preguntarle cuántos libros había leído en su vida.

Naturalmente, la parte de ella que clamaba justicia tenía que reconocer que la Guía podía ser descrita como escandalosa. Aunque estaba firmemente convencida de que la información que facilitaba la Guía era necesaria y valiosa para las mujeres, una parte de ella estaba encantada con los tintes escandalosos del libro y no podía por menos que reconocer que ese había sido precisamente el elemento decisivo a la hora de embarcarse en el proyecto. Le producía una inconfesada satisfacción y un estremecimiento malévolamente secreto fastidiar a los hipócritas miembros de la sociedad a quienes ella había dado la espalda tras el doloso trato que habían infligido a su hijo. Ese deseo, esa necesidad de un poco de venganza, era sin duda un defecto en su carácter, pero ahí estaba. Y disfrutaba de cada minuto del revuelo que había causado… hasta la noche anterior. Hasta que se había dado cuenta de que la Guía se había convertido en un escándalo de proporciones desmesuradas. Se estremeció al pensar en el espantoso escándalo que estallaría si llegaba a descubrirse la auténtica identidad de Charles Brightmore. Sería su ruina. Y no sería ella la única. Tenía que pensar en Spencer. Y en Genevieve… Dios mío, Genevieve perdería casi tanto, si no más, que la propia Catherine si llegaba a descubrirse la verdad.

Sin embargo, los acontecimientos de la noche anterior sugerían que quizá su reputación no era lo único que estaba en juego. Su propia vida podía correr peligro. Naturalmente, cabía la posibilidad que hubiera sido víctima de un accidente -rezaba porque así fuera-, pero la coincidencia de lo ocurrido parecía inquietantemente sospechoso. Y Catherine no creía demasiado en las coincidencias…

Andrew se aclaró la garganta, sacándola de sus densas cavilaciones.

– ¿ Qué diría si le dijera que quizá esté planteándome la posibilidad de aceptar su desafío y leer el libro de Brightmore?

Catherine lo miró fijamente durante varios segundos y luego estalló en carcajadas. Una combinación de fastidio y de confusión parpadeó en los ojos de Andrew.

– ¿Qué demonios le parece tan divertido?

– Usted. Usted está «quizá planteándose la posibilidad…» Diría que evita usted tanto la lectura de este libro como verse flotando en mitad del Atlántico de regreso a Estados Unidos. -Un malévolo demonio interno la llevó a añadir-: Aunque no crea que me sorprende. Como bien sabe la mujer moderna actual, la mayoría de los hombres son capaces de llegar muy lejos a fin de no comprometerse con nada, a menos que sea en beneficio y placer propios, naturalmente. Y ahora, antes de pasar a otra discusión, sugiero que cambiemos de tema, puesto que resulta obvio que estamos en total desacuerdo sobre la cuestión de la Guía. -Tendió su mano-. ¿Tregua?

Él estudió su rostro durante varios segundos y a continuación tendió la mano para estrechar la de ella. La mano de Andrew era grande y fuerte, y ella sintió el calor de su palma incluso a través de los guantes.

– Tregua -concedió él suavemente. Se le crisparon los labios cuando sus dedos apretaron con suavidad los de Catherine-. Aunque sospecho que en realidad está intentando conseguir mi rendición incondicional, en cuyo caso debo advertirle algo. -Se inclinó hacia delante y en sus labios destelló una sonrisa-. No me rindo fácilmente.

¿Era el timbre profundo y suave de su voz, el irresistible aunque en cierto modo malévolo destello que iluminó sus ojos oscuros, o el calor que le subió por el brazo desde el punto exacto donde la mano de Andrew apretaba la suya -o quizá la combinación de los tres- lo que de pronto provocó en ella la sensación de que el carruaje se había quedado totalmente desprovisto de oxígeno? Despacio, Catherine retiró la mano. ¿Eran imaginaciones suyas o Andrew parecía mostrarse reticente a soltársela?

– Su advertencia ha quedado debidamente registrada. -Cielos, sonaba como si le faltara el aliento.

– No ha sido mi intención discutir con usted. Ni ahora, ni anoche, lady Catherine.

– ¿Ah, no? ¿Y cuál era entonces su intención?

– Pretendía pedirle que me concediera un baile.

Una imagen colmó al instante la mente de lady Catherine. Se vio girando alrededor de la pista de baile al ritmo de los armónicos acordes de un vals, con la mano de nuevo entre la de él, y el fuerte brazo de Andrew alrededor de su cintura.

– Hace más de un año que no bailo -murmuró-. Y créame que lo echo mucho de menos.

– Quizá tengamos oportunidad de disfrutar de un vals en Little Longstone.

– Me temo que no. No suelen darse allí sofisticadas veladas. -Decidida a borrar de su mente la turbadora imagen de ambos bailando, le pidió-: Cuénteme más sobre cómo progresan las cosas en el museo.

– Vamos un poco retrasados debido a la reciente ausencia de Philip, pero el edificio debería estar terminado a final de año.

Un escalofrío de culpa la recorrió.

– Y si se toma usted el tiempo para acompañarme a Little Longstone se retrasará aún más. -Se tragó los restos del fastidio que la embargaba y sonrió. Al fin y al cabo, Andrew no podía evitar resultar irritante… era un hombre-. Es usted un amigo de verdad, un buen amigo mío y de toda mi familia, y le estoy agradecida. -El dolor palpitó en su hombro: un recordatorio físico de que alguien podía desearle un daño verdadero. «Más agradecida de lo que imagina.»

– El placer es sólo mío.

Andrew guardó silencio y Catherine volvió a centrar toda su atención en el odiado bordado. Con la cabeza gacha, le miró a través de sus pestañas, reparando en que estaba totalmente concentrado en la ventana, circunstancia que aprovechó para recorrerlo con la mirada. Un pelo denso y oscuro como la medianoche, con un mechón rebelde cayéndole sobre la frente. Pestañas oscuras rodeando unos ojos marfileños que en cierto modo lograban resultar atractivos y serenos a la vez. Le gustaban sus ojos. Eran serenos. Pacientes y firmes, aunque a menudo fastidiosamente ilegibles. Pómulos marcados, fuerte mandíbula y una boca bien perfilada dada a sonrisas burlonas y bendecidas con un par de idénticos hoyuelos que le marcaban las mejillas perfectamente afeitadas cuando sonreía. Aunque no era un hombre de una belleza clásica, no podía negarse que el señor Stanton era muy atractivo, y de pronto Catherine se preguntó si habría alguna mujer en su vida.

– ¿En qué está pensando?

Ante el suave tono de su pregunta, la cabeza de Catherine se elevó bruscamente. Sus miradas se cruzaron y su corazón se aceleró al ver la intensidad que ardía en esos oscuros ojos normalmente serenos y firmes. La temperatura en el interior del carruaje pareció de pronto demasiado elevada y Catherine se resistió a la tentación de abrir su abanico. Tras un apresurado debate interno, optó por contarle la verdad sin ambages… o casi.

– Me preguntaba si habría alguna dama especial en Londres que le eche de menos mientras está con nosotros en Little Longstone.

Andrew pareció tan asombrado por la pregunta que Catherine no pudo contener la risa.

– Sé que Meredith ha intentado presentarle a algunas damiselas, señor Stanton. Es la casamentera de Mayfair, por si no lo sabía.

Él se encogió de hombros.

– Lo ha intentado en varias ocasiones, pero hasta el momento me las he ingeniado para no caer en sus redes.

– Ah. Evitando cuidadosamente el altar. Cuan… típicamente masculino de su parte.

– Al contrario. Me encantaría tener esposa. Y familia.

Catherine arqueó las cejas.

– Entiendo. Se da usted cuenta de que las posibilidades de que eso ocurra aumentarían considerablemente si dejara de evitar caer en las redes de casamentera de Meredith.

– Humm. Hace usted que parezca un pez.

– Un pez escurridizo -concedió Catherine entre risas-. Bueno, como amiga suya, siento que es mi deber advertirle de que Meredith me ha dicho que en cuanto se recupere del todo del parto, usted es su próximo proyecto.

Andrew inclinó la cabeza.

– Como amigo suyo, aprecio la advertencia, aunque confieso que no me preocupa demasiado. Sé perfectamente la clase de mujer que quiero. No necesito ninguna ayuda.

La curiosidad hizo presa en Catherine.

– ¿Qué clase de mujer cree usted que quiero?

– Hermosa, joven, sumisa, núbil, de dulce voz y comedida. Y si adorara el suelo por donde pisa, eso sería un plus adicional.

Andrew echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, llenando el carruaje con el potente sonido de su risa.

– ¿Percibo acaso una pizca de cinismo en su respuesta, lady Catherine?

– ¿Está diciendo que estoy equivocada?

– «Equivocada» quizá sea el término incorrecto. La frase correcta sería «total y absolutamente equivocada».

Ella ni siquiera hizo el menor intento por ocultar su duda.

– No pretenderá que crea que anhela encontrar una arpía espantosa y horrenda.

– Nooo. Tampoco eso la describe.

– Le ruego que no me mantenga en vilo.

Andrew se recostó contra el respaldo y su abrigo marrón de Devonshire dibujó un oscuro contraste sobre el terciopelo gris pálido del asiento. Su ánimo jocoso se desvaneció, tornando su expresión en una máscara ilegible.

– Es amable -dijo con voz queda y ojos serios-. Cariñosa. Leal. Y poseedora de un algo inexplicable que me conmueve como nadie me ha conmovido nunca. Así es ella. -Se llevó la mano al pecho-. Llena espacios que han estado vacíos durante años. Con ella, no existe la soledad.

El aliento de Catherine pareció quedar atrapado en sus pulmones. No sabía lo que había esperado oírle responder, pero sin duda no era… eso. ¿Vacío? ¿Solitario? Y no se trataba simplemente de lo que había dicho, sino de cómo lo había dicho, con aquel tinte de desolación resonando en su voz grave que la había dejado perpleja. Dios sabía que ella había experimentado esas sensaciones de soledad en más ocasiones de lo que deseaba recordar. Pero ¿el señor Stanton?

Antes incluso de que pudiera pensar en una respuesta, él pareció sacudirse de encima la seriedad que le embargaba y una sonrisa torcida elevó una de las comisuras de sus labios.

– Y, naturalmente, si da la casualidad de que además venera el suelo que piso, eso sería sin duda un plus añadido.

Catherine aprisionó firmemente la curiosidad -y la sensación de pena- que las intrigantes palabras de Andrew habían provocado en ella. Nunca le había parecido un hombre que sufriera de soledad, un hombre que encontrara vacía ninguna parte de su vida.

– No es mi deseo desanimarle, pero considero justo advertirle, por mi propia experiencia, que el matrimonio no es necesariamente una cura para la soledad. Sin embargo, le deseo suerte en la tarea de dar con el parangón que acaba de describir, señor Stanton. Espero que exista.

– Sé que existe, lady Catherine.

Cierto impulso la llevó a preguntar:

– ¿Y supone usted que ha leído la Guía femenina?

Él le dedicó una extraña mirada.

– Dado que al parecer todas las mujeres de Londres han leído el libro, es sin duda una posibilidad.

– Si lo ha leído, estoy segura de que quedará usted satisfecho cuando la conozca.

– ¿Satisfecho? -No había forma de hacer oídos sordos a su escepticismo-. ¿Qué quiere decir con eso?

Sonrió dulcemente.

– Le aseguro que, si hubiera leído el libro, lo sabría.

– Ah, sí, ese intrigante desafío. ¿Y si aceptara la apuesta? ¿Qué ganaría con eso?

Qué hombre tan arrogante. Suponer que merecía una recompensa por leer el libro. Aun así, aquello todavía podía actuar a favor de ella…

– No tenía ninguna apuesta en mente, créame, aunque ¿por qué no? -«Sobre todo, porque casi tengo la victoria garantizada»-. Quien salga victorioso deberá al otro un favor, dentro de los límites de lo razonable, que elegirá el ganador. -Catherine no pudo contener una sonrisa-. Ah, sí, ya le imagino sacudiendo las alfombras y podando las rosas. O quizá sacándole el brillo a la plata. Colocando las piedras del nuevo sendero del jardín, arreglando el techo de los establos…

– Gane o pierda, estaría encantado de ayudarle con esas tareas. Pero ¿por qué nadie se ha encargado hasta ahora de ellas?

Catherine se encogió de hombros.

– No es fácil encontrar ayuda adecuada en el campo.

– Entiendo -murmuró él-. ¿Y qué es lo que determinará quién es el ganador?

– Si lee usted el libro, el libro entero, por supuesto, siendo así capaz de entablar una discusión bien informada sobre los contenidos del mismo, usted gana. Si no lo logra, gano yo.

Al ver que él guardaba silencio, ella murmuró:

– Claro que si tiene usted miedo…

– ¿De una simple apuesta? Lo dudo.

– Entonces, ¿por qué duda?

– La verdad es que dudo seriamente si, a pesar de la gran tolerancia que tengo al dolor, seré capaz de sufrir las tonterías de Brightmore. Sin embargo, puesto que lo peor que puede pasar es simplemente que le deba un favor, supongo que no hay mal alguno en que acepte su apuesta. ¿Qué período de tiempo sugiere?

– ¿Digamos que tres semanas?

Asintió.

– Muy bien. Acepto.

Catherine apenas pudo reprimir el júbilo. Había muchas tareas que un hombre fuerte y robusto como el señor Stanton podía hacer en la propiedad. Lo único que necesitaba precisar era no sólo con cuál le sería de más ayuda, sino, además, cuál le irritaría más. Sin duda debería horrorizarla experimentar tal estremecimiento ante la idea de vencerle y de borrar así una porción de su arrogancia. Debería… pero no era así.

– Naturalmente -dijo el señor Stanton-, en el plazo de tres semanas, sin duda el chismorreo que rodea el contenido real de la Guía quedará suplantado por el escándalo que causará el desenmascaramiento de Charles Brightmore.

A Catherine le dio un vuelco el corazón. Andrew se refería sin duda al investigador que había sido contratado. Con suerte, el hombre no encontraría el rastro que le llevaría a Little Longstone. Pero si lo hacía, bien, mujer prevenida valía por dos. Desde luego no conseguiría la menor información de sus labios. Obligándose a hacer gala de una calma que estaba lejos de experimentar, soltó una risa ligera:

– ¿El desenmascaramiento? Cielos, cualquiera que le oyera creería que el señor Brightmore es un bandido.

– Mucha gente en Londres lo considera así.

– Incluido usted.

– Sí.

– Quizá cambie de opinión después de haber leído su libro… suponiendo que lo lea, claro.

El encogimiento de hombros con el que Andrew saludó su comentario indicó que no tenía una sincera intención de leer «esas tonterías», y de que, incluso aunque lo hiciera, no cambiaría de opinión. Una sensación de fastidio le recorrió la columna. Qué hombre tan irritante. ¿Cómo podía haberle creído galante? ¿Agradable? Sin duda, se había visto erróneamente predispuesta a una opinión favorable basada en los maravillosos informes de su hermano sobre el carácter del señor Stanton. La relajada camaradería que habían compartido en el pasado se debía sin duda a los temas que habían tocado, es decir, Philip y Meredith. Su boda, y, más recientemente, el inminente nacimiento de su hijo. El museo era también un tema común de conversación. Frunció el ceño. Volviendo atrás en el pasado, Catherine reparó en que todas sus conversaciones habían sido de naturaleza muy impersonal. De hecho, sabía muy poco acerca del señor Stanton. Lo había aceptado como amigo y buen hombre, sin cuestionarse nada más, porque Philip decía que lo era. Según Philip, el señor Stanton le había salvado de varias situaciones difíciles cuando ambos estaban en el extranjero. Definía a su amigo norteamericano como un hombre leal, firme, bravo y excelente con los puños y con el espadín. En fin, Catherine no tenía ninguna razón para dudar de que fuera todas esas cosas. Sin embargo, Philip había olvidado añadir, como tampoco ella había logrado discernir en el curso de sus anteriores encuentros, que el señor Stanton era también un hombre testarudo, obstinado e irritante.

Lo observó. Estaba mirando por la ventanilla al tiempo que un músculo le palpitaba en su mejilla suavemente afeitada, subrayando la tensión de su mandíbula. Su testaruda mandíbula. Aunque Catherine no podía negar que era una fuerte mandíbula testaruda. Con la intrigante sombra de un hoyuelo en el centro. Eso era algo que Philip no había mencionado. Como tampoco había hecho mención del perfil del señor Stanton… el ligero bulto que tenía en el puente de la nariz. Seguramente se trataba de un recuerdo de sus combates pugilísticos. Debería de haberle restado atractivo a su aspecto, y sin embargo le daba un aire tosco, mezclado con una apenas perceptible sensación de peligro, recordándole que, a pesar de su elegante atuendo, Andrew no pertenecía a su clase. Un tipo duro, sin duda.

E innegablemente atractivo.

– Tiene usted una expresión realmente intrigante, lady Catherine. ¿Le importaría compartir lo que piensa conmigo?

El calor le inundó las mejillas. Dios mío, ¿cuánto tiempo llevaba mirándole? ¿Y por qué la estaba observando él de esa… forma especulativa? ¿Como si ya le hubiera adivinado el pensamiento? Bah. Un aspecto más de él que sumar al irritante conjunto.

Adoptando lo que esperaba que pudiera pasar por un aire desenfadado, Catherine dijo:

– Estaba pensando que, a pesar del tiempo que hemos pasado juntos durante los últimos catorce meses, lo cierto es que no nos conocemos demasiado. -Arqueó las cejas-. ¿Y en qué pensaba usted?

– De hecho, en algo muy similar… que no la conozco todo lo bien que creía.

Catherine arrugó la nariz y olisqueó el aire acusadamente.

– No sé por qué, pero eso no me ha sonado demasiado halagador.

– No pretendía insultarla, se lo aseguro. -La malicia parpadeó en los ojos de Andrew-. ¿Le gustaría que la piropeara? Estoy seguro de que, si eso la complace, podría llegar a ocurrírseme algún cumplido.

– Le suplico que no se esfuerce usted por mí -respondió Catherine con una voz seca como el polvo.

Él respondió con un gesto desestimativo.

– Le aseguro que no es para mí ningún esfuerzo. -Su mirada se paseó por el vestido de viaje de color verde bosque de Catherine-. Está usted preciosa.

Tres simples palabras. Sin embargo, algo en su forma de decir «preciosa», combinado con el inconfundible calor de sus ojos, provocó un revoloteador estremecimiento que la recorrió por entero. Andrew impidió cualquier respuesta que ella hubiera podido darle, concentrando toda su atención en su boca.

– Y sus labios… -Sus ojos parecieron oscurecerse, y se inclinó hacia delante. Todo el interior de Catherine se paralizó… a excepción de aquellos inexplicables revoloteos, que de pronto se volvieron mucho más… revoloteadores. Dios mío, ¿acaso iba a besarla? Sin duda no…

Su propia mirada quedó prendida de los labios de Andrew, y por primera vez reparó en su atractiva boca. Parecía suave y firme a la vez. La clase de boca que sin duda sabía besar a una mujer…

– Sus labios -dijo él en voz baja, acercándose aún más hasta que sus rostros quedaron a menos de dos pies de distancia y ella fue presa de la abrumadora necesidad de inclinarse hacia él y borrar esos escasos centímetros-. Se han… desinflamado mucho y tienen mejor aspecto que tras el incidente de anoche. Casi han recuperado su belleza habitual.

Se retiró y esbozó una amplia sonrisa. Fuera cual fuese la locura que había hecho presa en ella, se desintegró como una nube de humo y Catherine se incorporó de inmediato, pegando la espalda al cojín, horrorizada. No tanto con él, como consigo misma. Le subió el calor por el cuello y rezó para no sonrojarse. Dios mío, durante un instante de locura había creído que él pretendía… que ella quería que él…

La besara. Pero aún más humillante era el hecho de que se sentía decepcionada porque no lo había hecho. Demonios, estaba perdiendo la cabeza.

– ¿Lo ve? -dijo él-. Contrariamente a lo que usted cree, soy muy capaz de hacerle cumplidos. Y no veo la hora de visitar su casa, puesto que dispondré así de la oportunidad de descubrir cuánto es lo que todavía no sabemos el uno del otro.

Buen Dios, la de cosas que él no sabía de ella… Catherine tenía intención de dejarlas como estaban.

– Maravilloso. Tampoco yo… veo el momento.

En vez de ofenderse por su tono desinflado, la sonrisa asomó a los labios de Andrew.

– Le ruego que no se esfuerce usted dando muestras de entusiasmo por mí.

Bah. ¿Cómo se atrevía a estar de buen humor cuando se suponía que debía de estar abatido? Debía de ser el norteamericano que había en él. Bueno, quizá tuviera en mente que se conocieran mejor durante su estancia en su casa, pero, como bien sabía la mujer moderna actual, ella no tenía por qué acceder a los planes de ningún hombre si no lo deseaba.

Y, a juzgar por los secretos que debía salvaguardar, Catherine no tenía la menor intención de hacerlo.

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