Capítulo 10

La mujer moderna actual puede perfectamente verse convertida en blanco del afecto de uno o más caballeros. Esa es una envidiable posición, puesto que siempre es ventajoso tener elección. Sin embargo, si se da el caso de que uno de los caballeros deba ser el elegido entre los demás, la mejor forma de desanimar a los pretendientes sobrantes es dejar claro que sus afectos se reclaman en otro lugar.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima


Esa noche, Andrew iba sentado delante de lady Catherine en el carruaje de ésta. Se dirigían a la velada ofrecida por el duque de Kelby. Aunque Andrew habría preferido disfrutar de otra noche hogareña y colmada de risas como la anterior en vez de asistir a una reunión en la que sólo Dios sabía cuántos hombres se disputarían la atención de lady Catherine, pensaba aprovechar todas las oportunidades para cortejarla que la noche pudiera ofrecerle. Y si una de esas oportunidades era la de desanimar a la competencia, mejor que mejor. Con su inminente partida de Little Longstone pendiendo sobre su cabeza como una oscura nube de condena, había decidido aprovechar el tiempo.

Justo en ese momento, lady Catherine le sonrió y el corazón a punto estuvo de salírsele del pecho. Con un vestido de muselina de color turquesa claro y lazos a juego enlazados entre sus relucientes rizos castaños, Catherine quitaba el aliento. Por Dios, no veía el día de poder estrecharla libremente entre sus brazos y besarla, dejando así de tener que observarla desde la distancia.

Le devolvió la sonrisa y dijo:

– El color de su vestido me recuerda a las hermosas y centelleantes aguas del Mediterráneo. Está usted -su mirada la recorrió, posándose en sus labios durante varios segundos antes de volver a sus ojos-, imponente.

Catherine sintió que el calor le arrebolaba las mejillas.

– Gracias. -Repasó con la mirada la chaqueta azul marino, la corbata pulcramente anudada y los pantalones de color crema de Andrew, y tuvo que apretar los labios para reprimir un suspiro de apreciación femenina. ¿Podía un hombre estar imponente? Una mirada a su compañero le aseguró con claridad que así era-. Podría decirse lo mismo de usted.

– ¿Podría decirse? -la provocó-. ¿O lo dice?

Su sonrisa a punto estuvo de cortarle el aliento.

– ¿Está usted intentando sonsacarme un cumplido, señor Stanton?

– Dios me libre. Simplemente intento comprobar si me ha dedicado usted uno de modo inconsciente.

Catherine arrugó los labios y fingió ponderar la cuestión en profundidad.

– Dios mío. Creo que así ha sido.

– En ese caso, le doy las gracias, señora. Reconozco que nadie me había llamado «imponente» hasta ahora. Dígame, ¿le ha contado Spencer nuestras aventuras en el pueblo?

– Sí, aunque al parecer no me lo ha contado todo, pues no deseaba estropear su sorpresa. Por lo que me ha dicho, parece ser que se lo han pasado en grande.

– Cierto.

– Me ha dicho que varias personas lo han mirado con cara de extrañeza, pero que «el señor Stanton lo puso todo en su lugar». Me ha dicho que se ha presentado, a usted y a Spencer, a todas las personas que han encontrado a su paso y a todos los dueños de las tiendas que han visitado.

El señor Stanton asintió.

– Cuando la gente se enteraba de que era su hijo, se mostraban muy amables. Todas las personas con las que hemos hablado le han mandado saludos. Algunos nos miraban, pero he tranquilizado a Spencer diciéndole que lo más probable es que le miraran por simple curiosidad y no por desconsideración.

– Según me ha contado, usted le ha dicho que si alguien se mostraba desconsiderado con él, le sacaría el… ejem… pis a puñetazos.

– Esas han sido mis palabras exactas, sí -concedió el señor Stanton sin el menor titubeo.

Catherine no logró reprimir la sonrisa que asomaba ya a sus labios.

– Bien, aunque reconozco que quizá el método se me antoje algo incivilizado, le agradezco la idea. Confío en que la buena gente de Little Longstone no haya considerado oportuno poner a prueba su talento pugilístico.

– Han sido todos la personificación de la amabilidad. De hecho, hasta hemos visto a alguien a quien conozco. A una de las inversoras del museo.

– ¿Ah, sí? ¿A quién?

– A la señora Warrenfield. Sufre de diversas enfermedades y está de visita en Little Longstone para tomar las aguas. Mencionó la fiesta que el duque da esta noche, de modo que supongo que asistirá. -Vaciló y luego añadió-: Le sorprendió que Spencer deseara aventurarse hasta el pueblo.

– Lo cierto es que me quedé perpleja. A Spencer le encanta deambular por los terrenos de la propiedad, caminar hasta los manantiales y pasear por los jardines. La propiedad es privada y estoy muy agradecida de que tenga este lugar en el que poder moverse solo, fortaleciéndose con ello y permitiéndome así no tener que preocuparme, que, me temo, suelo hacer con frecuencia. Pero siempre se ha mostrado remiso a aventurarse a salir de la propiedad. Hace unos años simplemente dejé de preguntarle si quería acompañarme.

– Entiendo que sufriera y que se preocupara por él, y le agradezco que confiara lo bastante en mí como para dejar que me acompañara. Spencer también se lo agradece.

– Nunca he dudado de que estuviera en buenas manos. Aunque debo admitir que me preocupaba que alguien hiriera los sentimientos de mi hijo, confiaba en que no dudaría usted en…

– ¿Sacarles el pis a puñetazos? No sabe el placer que eso me habría producido.

Catherine bajó los ojos y tironeó de las hebras de satén de su retícula.

– Cuando Spencer terminó de contarme su tarde en el pueblo, le hablé del disparo. -Levantó entonces los ojos y se enfrentó sin ambages a la mirada del señor Stanton-. Le permito que me diga «ya se lo advertí».

– Se enfadó.

– Por decirlo finamente. Insistió en que le contara todos los detalles, interrogándome como lo haría un investigador de Bow Street al sospechoso de un crimen. Me costó un gran esfuerzo convencerle de que estaba bien.

– ¿Y lo está?

– Sí, estoy perfectamente.

– ¿Y logró convencer a Spencer con su argumentación?

– No exactamente. Exigió ver mi herida. Después de comprobar con sus propios ojos que apenas se trataba de un rasguño, nuestra conversación dio un giro a mejor.

– Le ha dolido que no haya confiado en él.

– Estaba dolido, enojado, preocupado. Espero no volver a ver nunca la expresión que he visto en su rostro.

– Spencer se preocupa por usted tanto como usted por él. No siempre podemos evitar que nuestros seres queridos se preocupen. A veces, tenemos que limitarnos simplemente a dejar que lo hagan.

– Spencer me dijo algo muy parecido… justo después de recordarme que ya no era un niño. Luego me hizo prometerle que nunca le ocultaré nada importante. -Un extremo de su boca se curvó hacia arriba-. Naturalmente, yo he conseguido de él la misma promesa.

– Entonces, al final todo se ha arreglado.

Asintió.

– Creo que, en el fondo, tenía plena intención de contárselo, pero me ofendió que usted me dijera que debía hacerlo. Hace años que no tengo a un hombre a mis pies diciéndome lo que debo o no debo hacer.

– Sin duda, se refiere usted a la acepción más galante de la expresión «a mis pies» -dijo Andrew con un destello de sus hoyuelos-. Y no era mi intención decirle lo que debe hacer. Simplemente era una sugerencia.

– Soy consciente de ello… ahora. Sin embargo, reaccioné mal en su momento, y lo siento. -Esbozó una sonrisa tímida-. Me temo que a la mujer moderna actual no le gusta que le den órdenes.

Andrew se echó hacia atrás en una muestra de exagerada sorpresa.

– ¿Es cierto eso? Nunca lo hubiera dicho.

Catherine se rió.

– En cuanto a Spencer, se ha mostrado muy varonil en su empeño por cuidar de mí.

– Ya, bueno, me temo que eso es lo que les gusta hacer a los hombres con las mujeres a las que quieren… cuidar de ellas.

Las palabras, pronunciadas desde la suavidad de su voz, provocaron un revoloteo de mariposas en el estómago de Catherine.

– Sin embargo, la mujer moderna actual puede cuidar de sí misma.

– Aun así, resulta muy agradable tener a alguien con quien compartir las cosas buenas y malas que ofrece la vida.

Catherine meditó esas palabras durante unos segundos y luego asintió.

– Sí, supongo que es cierto.

Andrew se inclinó hacia delante, apoyó los antebrazos en las rodillas y la observó solemnemente. Catherine contuvo el aliento al tomar conciencia de la repentina proximidad del señor Stanton que le llenaba la cabeza con su aroma limpio y masculino. El corazón le latió con fuerza en el pecho al ver la expresión de seriedad que revelaron sus ojos oscuros.

El silencio se instaló en el interior del carruaje durante varios segundos hasta que Andrew dijo:

– ¿Se da usted cuenta de que llevamos en este coche casi un cuarto de hora y todavía no hemos discutido? De hecho, a menos que me equivoque, acabamos de ponernos de acuerdo en algo.

Catherine parpadeó.

– Por Dios, tiene usted razón.

– ¡De nuevo estamos de acuerdo!

– Y eso a pesar de que han sido pronunciadas las palabras «mujer moderna actual».

– Tres veces -dijo el señor Stanton.

– Dos.

– Ah. Ya sabía que era demasiado bueno para que durara.

Catherine no pudo reprimir una sonrisa, absorbiendo el calor que la bañó cuando él le sonrió a su vez. El carruaje se detuvo con una sacudida y Catherine se obligó a apartar los ojos de Andrew para mirar por la ventanilla. Acababan de llegar a Kelby Manor.

Una casa llena de gente en la que no tendría que pasar una confortable noche a solas con el señor Stanton, que era precisamente lo que necesitaba.

Y es que, tal y como había experimentado durante el agradable paseo en carruaje, cada vez resultaba más difícil evitar e ignorar al señor Stanton.


Haciendo girar un brandy en una de las copas de delicado cristal del duque, Andrew se quedó entre un grupo de caballeros que hablaban de cierto tipo de técnicas de explotación granjera. O quizá hablaran de ovejas. ¿O sería de finanzas? Tenía la atención tan firmemente concentrada en el otro extremo de la estancia que no podía saberlo con seguridad.

Lady Catherine estaba cerca de la chimenea, hablando con su amiga, la señora Ralston, y, aunque habría estado feliz deleitándose con el hermoso perfil de lady Catherine durante toda la noche, estaba de hecho más concentrado en los hombres que dirigían sus miradas en esa dirección.

A juzgar por el número de caballeros presentes que Andrew había conocido en la fiesta de cumpleaños de lord Ravensly en Londres, obviamente el duque había cumplido con su promesa de invitar a sus amigos a tomar las aguas. Situados cerca de la ponchera, lord Avenbury y lord Ferrymouth tenían la mirada clavada en lady Catherine como quien mira un dulce desde el escaparate de una confitería. Estaba también lord Kingsly, aquel réprobo casado, quien la miraba de un modo tal que Andrew no pudo evitar apretar la mano alrededor de la copa. Y, cerca de los grandes ventanales, estaba el doctor Oliver, quien le había sido presentado a Andrew poco después de su llegada a la fiesta, mirando a lady Catherine con lo que supuso eran sus «ojos soñadores». No costaría mucho convencer a Andrew para que pusiera morados esos dos malditos ojos soñadores…

– …¿Está usted de acuerdo, señor Stanton?

Andrew volvió abruptamente la atención a la conversación. El duque, lord Borthrasher, el señor Sydney Carmichael y lord Nordnick le miraban con expresión expectante.

– ¿De acuerdo?

– En que hoy en día las mujeres expresan sus opiniones de manera demasiado directa -dijo el duque.

– He reparado en ello, sí -dijo secamente-. Aunque prefiero que una dama diga lo que piensa.

– Sin embargo, a menudo lo que piensan no son más que bobadas -protestó lord Borthrasher.

– Supongo que eso depende de la dama en cuestión -dijo Andrew.

– Bueno, si quieren saber mi opinión, son demasiado testarudas -dijo el duque-. Mis sobrinas, sin ir más lejos. -Señaló con la cabeza al trío de jovencitas con vestidos de colores pastel que gorjeaban cerca de las puertas abiertas que llevaban a la terraza-. No hay un sólo pensamiento inteligente entre ese grupo de bobaliconas. Hace un rato, la menor me ha informado de que no tenía la más mínima intención de casarse para conseguir fortuna… de que sólo se casará por amor. Menuda ridiculez. Es responsabilidad de un padre concertar matrimonios en base a las ventajosas uniones de fortunas y propiedades.

– Me resulta extremadamente pasado de moda estar enamorado de tu mujer -apuntó lord Borthrasher. Se volvió hacia lord Nordnick-. Espero que tenga usted la intención de elegir sabiamente, Nordnick.

Una sombra de profundo carmesí tiñó de rubor el cuello del joven.

– Sin duda es posible concertar una boda ventajosa con una mujer a la que también se ame.

– Bobadas -dijo el duque, agitando la mano-. Escoja esposa en base a su familia y fortuna y considérese afortunado si es alguien con quien pueda vivir sin excesivas preocupaciones. Reserve su amor para su amante.

Lord Nordnick miró a Andrew.

– Usted es norteamericano, señor Stanton. Como tal, ¿tiene usted una opinión distinta?

– Sí. Más que casarme con una mujer con la que poder vivir, preferiría casarme con la mujer sin cuya presencia me resultara imposible vivir.

Lord Borthrasher carraspeó.

– ¿Y usted, Carmichael? ¿Cuál es su opinión?

– Es deber y derecho de todo padre casar a su hija como lo considere oportuno -dijo el señor Carmichael.

Andrew se tensó. Antes de poder contenerse, preguntó con suavidad:

– ¿Y si la hija no está de acuerdo con el novio elegido por su padre?

El señor Carmichael se volvió hacia él con una mirada estimativa. Levantó la mano para acariciarse la barbilla y el diamante de su anillo destelló.

– Sería una muestra de escasa sabiduría por su parte. Interferir en esa clase de disposiciones no es más que pedir un desastre a gritos.

– Bien, espero que mi cuñado pueda llegar a casar a esas tres tontuelas hijas suyas -dijo el duque-. Y, cuanto antes, mejor.

Un movimiento en el otro extremo de la sala captó la atención de Andrew, que se volvió a mirar. El doctor Oliver se dirigía hacia lady Catherine.

– Les ruego me disculpen, caballeros. -Con una leve inclinación de cabeza, Andrew abandonó su círculo. Sin embargo, antes de cruzar la habitación, se inclinó por detrás de lord Nordnick y dijo con voz queda-. Sé de buena fuente que lady Ofelia siente predilección por los tulipanes.

Satisfecho por haber hecho lo que estaba en su mano para dar alas a las tentativas de cortejo de Nordnick, había llegado el momento de preocuparse por las propias. Mientras cruzaba el salón, su mirada envolvió al doctor Oliver, haciéndole presa de su crítica evaluación. Esperaba que el doctor fuera un hombre viejo, decrépito y frágil. Calvo. Con una de esas espantosas panzas. Y con los dientes marrones. O, mejor aún, sin dientes. Con cara de podenco. Un podenco feo, calvo, gordo y desdentado.

Desgraciadamente, el doctor era un hombre alto, robusto y sin duda no mucho mayor de treinta años, si los llegaba a tener. Andrew vio, taciturno, que el rostro del doctor Oliver, aquel rostro condenadamente hermoso, se encendía como una maldita vela al acercarse a lady Catherine. Su sonrisa reveló una fila de dientes perfectos e inmaculadamente blancos. Andrew fue presa de un irreprimible deseo de desnivelar esos dientes.

– ¿Podría hablar con usted sólo un instante, Oliver? -preguntó, deteniendo estratégicamente al hombre antes de que llegara a la chimenea.

El doctor Oliver se detuvo y saludó a Andrew con una inclinación de cabeza.

– Por supuesto. No he tenido oportunidad de hablar mucho con usted cuando nos han presentado. Es un gran placer conocer al explorador que está creando el museo con el hermano de lady Catherine. Los relatos de sus hazañas con lord Greybourne han sido fuente de largas horas de entretenida conversación entre lady Catherine y yo.

– ¿Es eso cierto? -dijo Andrew con suavidad-. ¿Le ha contado lady Catherine la leyenda del desafortunado pretendiente?

El doctor Oliver frunció el ceño y negó con la cabeza.

– No lo creo.

– Una historia realmente triste. Un joven mal aconsejado, quien, casualmente, era también médico, quedó prendado del objeto del afecto de otro hombre. Siendo la dama extremadamente hermosa, el hombre, que era además muy razonable, comprendió la fascinación que el médico sentía por ella y decidió que le daría justo aviso. Miró al médico directamente a los ojos y le dijo: «La dama le considera tan sólo un amigo, y sería un gran acierto por su parte recordarlo. Si le hace una sola insinuación más a mi mujer, me veré obligado a hacerle daño». -Andrew sacudió la cabeza con gesto triste-. Menuda pandilla de bárbaros, los antiguos egipcios.

Lentamente, la comprensión fue iluminando la mirada del médico y su mandíbula se tensó.

– Ni que lo diga. ¿Y qué hizo el médico?

– Según cuenta la leyenda, se batió en retirada. Una decisión de lo más inteligente.

Se miraron durante varios segundos y luego el doctor Oliver dijo:

– Estoy convencido de que si el médico se batió en retirada fue porque se dio cuenta de que la dama realmente lo veía sólo como a un amigo. No porque fuera un cobarde. -Se inclinó hacia delante y bajó la voz-. Porque si la dama le hubiera dado la menor indicación de que lo veía como algo más que un amigo, bien, en ese caso creo que el otro caballero se vería sin duda con una pelea entre manos.

Andrew mantuvo la expresión impasible, aunque mentalmente no pudo sino aplaudir al médico. De no haber sido por lady Catherine, de hecho quizá incluso habría sentido simpatía hacia ese hombre.

– Creo que nos entendemos.

– Sí, creo que así es. Y, si me disculpa, señor Stanton… -Con una seca inclinación de cabeza, Oliver le dejó para dirigirse hacia la ponchera.

Excelente. Otro pretendiente fuera de juego. Andrew miró a su alrededor y, en cuanto su mirada se posó en lord Kingsly, sus ojos se entrecerraron. Era evidente que Kingsly, al igual que varios otros caballeros, harían bien en oír el relato del desafortunado pretendiente.


Catherine estaba sola junto a la chimenea, sorbiendo su jerez y esperando el regreso de Genevieve. De hecho, cuando Genevieve se había excusado un instante, ella se había sentido aliviada. Por primera vez en el curso de su larga amistad, le había resultado difícil seguir el hilo de la conversación de su amiga. Se había visto obligada a decir «¿Perdón?» en tres ocasiones, y todo por culpa de él. La noche no transcurría como había imaginado. Oh, la parte de su plan basada en el arte de evitar funcionaba espléndidamente. Poco después de su llegada a la velada, había dejado al señor Stanton en compañía del duque y de varios caballeros más para ir a reunirse con Genevieve. Era la parte que se centraba en el arte de ignorar la que estaba fracasando miserablemente. Llevaba perfecta cuenta de las veces que el señor Stanton se movía por la sala. Las veces que hablaba con alguien nuevo. Las veces que se había acercado a la ponchera. Presa de la desesperación, había por fin decidido situarse dando la espalda a la estancia. Sin embargo, se vio entonces aguzando el oído en un intento por captar el sonido de su voz y lanzando apresuradas miradas por encima del hombro para estar al corriente de la ubicación del señor Stanton.

Nunca antes había estado tan intolerablemente pendiente de nadie. Jamás le había resultado tan absolutamente imposible ignorar a alguien. Era una sensación inquietante y confusa, y no le cabía duda de que no le gustaba ni un ápice.

Genevieve se reunió con ella y dijo, bajando la voz:

– Querida, acabo de oír una conversación de lo más fascinante.

– ¿Ah, sí? ¿Entre quién?

– Entre tu señor Stanton y el doctor Oliver.

El calor se adueñó de las mejillas de Catherine.

– No es mi señor Stanton, Genevieve.

– A juzgar por lo que acabo de oír, creo que lo es, quieras o no. Acaba de manifestar sus pretensiones ante el doctor Oliver, y de forma notablemente inteligente, debo añadir, al amparo de un relato titulado «la leyenda del desafortunado pretendiente».

– ¿Manifestar sus pretensiones? ¿A qué te refieres?

Catherine escuchó atentamente mientras Genevieve relataba la conversación que acababa de escuchar.

Cuando terminó, Genevieve dejó escapar un suspiro encantado.

– Ese hombre es sencillamente divino, Catherine.

El calor abrasaba a Catherine, quien a su vez intentaba convencerse de que no era más que el calor fruto de la vergüenza. Del ultraje ante la manifiesta temeridad del señor Stanton. Sin embargo, por mucho que se empeñara, no podía negar el estremecimiento femenino y casi primitivo que la recorrió.

– Oh, volver a ser deseada de ese modo… -Una sonrisa lenta y maliciosa curvó los labios de Genevieve-. Si no fuera por mis manos, estoy convencida de que competiría contigo por las atenciones del señor Stanton.

Una intensa y rauda inyección de celos se abrió paso en Catherine.

– Todo tuyo -dijo con expresión rígida.

Genevieve se rió.

– Querida, ojalá tus palabras fueran sinceras y mis manos no estuvieran tullidas ni el caballero tan profundamente enamorado de ti… -Interrumpió sus palabras y se acercó a Catherine para susurrar-. Aquí viene.

Antes de que Catherine pudiera tomar aliento, el señor Stanton apareció ante sus ojos.

– ¿Puedo acompañarlas, señoras?

– Por supuesto, señor Stanton -dijo Genevieve con una deslumbrante sonrisa-. Una fiesta deliciosa, ¿no le parece?

– Sin duda. Estoy disfrutando inmensamente.

– Está usted siendo muy sociable, señor Stanton -dijo Catherine, encantada al comprobar lo fría que sonaba su voz en contraste con el calor que la abrasaba-. Diría que ha hablado usted con todas las personas de la sala.

– Sólo intentaba animar un poco la velada.

– Estábamos hablando de la competición -dijo Genevieve, cuyos ojos se mostraron llenos de un interés inocente.

La certeza por parte de Catherine de que la temperatura que alimentaba el calor de sus mejillas no podía subir ni un grado más resultó incorrecta, y lanzó una mirada represiva a su amiga, mirada que Genevieve ignoró alegremente.

– ¿De la competición? -repitió el señor Stanton-. ¿En relación a los eventos deportivos?

Genevieve negó con la cabeza.

– En relación a los asuntos del corazón. ¿Sería tan amable de darnos su opinión?

La mirada del señor Stanton se posó entonces en Catherine y la atractiva mirada de sus ojos oscuros la paralizó. Luego, Andrew volvió su atención para incluir a Genevieve en su respuesta.

– Identificar al contrincante -dijo- y superar su estrategia.

– Excelente consejo -dijo Genevieve, asintiendo de modo aprobatorio-. ¿No estás de acuerdo, Catherine?

Catherine tuvo que tragar saliva dos veces para encontrarse la voz.

– Ejem, sí.

– La música está a punto de dar comienzo -dijo Genevieve-. ¿Conoce usted los pasos de nuestros bailes campestres, señor Stanton?

– Pasablemente.

– ¿El vals?

El señor Stanton sonrió.

– Extremadamente bien.

– Excelente. Estoy segura de que no le faltarán parejas. -Genevieve se inclinó hacia delante y bajó la voz en un gesto conspirador-. Las sobrinas del duque muestran un vivo interés por usted.

– ¿Cómo? -dijeron Catherine y el señor Stanton al unísono.

– Las sobrinas del duque. Se las ve muy encaprichadas.

La mirada de Catherine se clavó en el trío de jóvenes damas. Tres miradas fascinadas estaban prendidas del señor Stanton como si fuera una nueva especie de animal exótico. Sintió un calambre desagradable e indeseado que Catherine estaba empezando a reconocer demasiado bien.

El cuarteto de cuerda tocó una serie de arpegios y se lanzó a tocar su primera pieza, un vals.

El señor Stanton se volvió hacia Catherine y le ofreció una formal inclinación de cabeza.

– Ya que nos fue imposible compartir un baile en la fiesta de cumpleaños de su padre, ¿puedo ahora solicitar tal honor?

El sentido común le indicó que bailar con él, dejarse estrechar entre sus brazos, no encajaba en su táctica de «evitar e ignorar». Pero todo lo que había en ella de femenino anhelaba aceptar su oferta. Hacía mucho tiempo que no bailaba. Y deseaba tanto bailar con él…

– Será un placer -dijo.

Posando suavemente los dedos en el antebrazo que le ofrecía el señor Stanton, ambos se dirigieron a la pista de baile. Andrew la hizo girar hasta que ella quedó de cara a él y Catherine tuvo que contener el aliento al ver la expresión de sus ojos. Antes de poder descifrar esa mirada, su mano quedó envuelta en la de él al tiempo que la palma de Andrew se posó con firmeza en la base de su columna y la de ella sobre su ancho hombro. Luego… pura magia.

El salón empezó a girar en un remolino irisado mientras él la guiaba con mano experta alrededor del brillante suelo de la pista. Allí donde la mano de Andrew tocaba su espalda, el calor se expandía por todo su ser, envolviéndola en un ardiente halo, como si estuviera bajo un rayo de sol. Catherine notaba la flexible fuerza de su hombro bajo las yemas de los dedos y placenteros hormigueos ascendían por su brazo desde el imperceptible espacio que encerraban las manos entrelazadas de ambos. El olor del señor Stanton, esa deliciosa mezcla de lino, sándalo y algo más que le pertenecía sólo a él, le llenaba la cabeza, casi mareándola.

Tenía la sensación de flotar sobre la pista, volando entre sus fuertes brazos al tiempo que todo, todos, se desvanecían en un plano secundario salvo aquel hombre cuya mirada en ningún momento se apartó de la suya, cuya expresión embelesada la hacía sentir de algún modo hermosa y más mujer. Femenina y excitante. Joven y despreocupada. Estimulada, con el corazón latiéndole de puro regocijo, infundiéndole una sensación de libertad como no había conocido hasta entonces, obligándola a hacer uso de toda su educación para no echar atrás la cabeza del modo menos apropiado para una dama y simplemente reírse presa de la más pura y absoluta felicidad.

Cuando el señor Stanton finalmente la detuvo, Catherine ni siquiera había reparado en que la pieza había concluido. Durante el espacio de varios segundos, ninguno de los dos se movió y siguieron de pie en la pista cual presas de una danza inmóvil. Errantes jadeos hicieron su aparición entre los labios separados de Catherine, aunque no habría sabido decir si su laboriosa respiración se debía al esfuerzo del baile o a que el hombre seguía tocándola. Al mirarle, le pareció que esos ojos oscuros ocultaban cientos de secretos, miles de pensamientos, y de pronto se vio desesperada por conocer cada uno de ellos.

El aplauso dedicado a los músicos la sacó de su estupor. Andrew la soltó despacio y al instante ella lloró la pérdida de su calor y de su fuerza. Tras serenarse, no sin evidente esfuerzo, aplaudió cortésmente y sonrió al señor Stanton.

– Baila usted muy bien, señor Stanton.

– He encontrado la inspiración en mi encantadora pareja.

– Me temo que estoy tremendamente desentrenada.

– Nada así lo indica. Pero, se lo ruego, considéreme a su disposición si desea poner en práctica sus habilidades.

La tentación que suponía pasar horas disfrutando de la deliciosa sensación de girar alrededor de la pista con él a punto estuvo de abrumarla.

No, volver a bailar con él sería un error más que evidente. Y no haría sino probar de nuevo el fracaso de su táctica de «evita e ignora». Aun así, no tenía el menor deseo de bailar con ningún otro de los presentes.

El sonido de risas femeninas captó su atención y Catherine se volvió. Las tres sobrinas del duque se acercaban en ese instante a ellos con las miradas prendidas en el señor Stanton, cada una de las jóvenes a la espera de una invitación para bailar.

Alarmada, Catherine se dio cuenta de que no sólo no tenía el menor interés en bailar con ningún otro caballero que no fuera el señor Stanton, sino que no deseaba que éste bailara con nadie que no fuera ella. Las anteriores palabras de Andrew resonaron en su cabeza: «Identificar al contrincante y superar su estrategia». Levantó los ojos para mirarle y dijo con suavidad:

– Me temo que me encuentro un poco… acalorada. ¿Le importaría que volviéramos a casa?

Al instante, la preocupación asomó a los ojos de Andrew. A pesar de que la mirada del señor Stanton aguijoneó la conciencia de Catherine, lo cierto es que se sintió tremendamente acalorada.

– Por supuesto que no -fue la inmediata respuesta de Andrew-. Nos vamos ahora mismo.

Catherine intentó por todos los medios pasar por alto el arrebol de placer que la invadió ante la innegable disposición de Andrew, arrebol que nada bueno presagiaba para su estrategia basada en las premisas de «evita e ignora».

Lo intentó, pero fracasó.

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