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Mientras el carruaje seguía su camino hacia Mayfair entre las atestadas calles, Robert observaba a su compañera, intrigado por su comportamiento. Estaba sentada erguida como un palo, con las enguantadas manos enlazadas sobre la falda, y aunque dirigía la mirada a las tiendas que pasaban, parecía mirar más allá de ellas. Robert se fijó que le temblaba un músculo de la mejilla, signo inequívoco de que la señora Brown estaba apretando los dientes. De repente, se le ocurrió que estaba más que triste; parecía auténticamente angustiada.

Recordó que lady Gaddlesrone había comentado que la señora Brown había sido su acompañante durante el viaje. ¿Estaría pasando la señora Brown por dificultades económicas que la obligaran a buscar un empleo? La mirada de Robert se entretuvo sobre el vestido de luto. El traje estaba bien cortado y era de buena tela, pero mostraba sutiles señales de uso. No podía decir si era acorde con la moda, porque desconocía los estilos americanos. Pero si se guiaba por la moda inglesa, hubiera dicho que tenía varios años.

Le picaba la curiosidad, pero se contuvo con firmeza. La situación económica de la señora Brown no era asunto suyo, y notaba que ésta no recibiría con agrado ninguna pregunta al respecto. Tampoco lo haría él, en circunstancias similares. Su obligación tan sólo era cuidar de ella y hacerla sentirse bienvenida hasta que se reuniera con Elizabeth en Bradford Hall. Y cuanto antes lo lograra, antes podría reemprender la búsqueda de una esposa. Y sin duda podría aprovechar su inesperada estancia en Londres. Una visita a su abogado para revisar las últimas cuentas del pago de la indemnización…

Decidido a representar el papel de perfecto anfitrión ante su reservada acompañante, se aclaró la garganta y se forzó a sonreír.

– ¿Aparte del accidente de hoy, ha disfrutado del viaje por el océano? -pregunto.

La señora Brown siguió mirando por la ventana.

– Sí.

– ¿Encontraron mal tiempo en algún momento?

– Sí.

– ¿Sintio temor?

– No.

Robert chasqueó los labios.

– ¿Cree que si lo sigo intentando, daré con alguna pregunta a la que me responda con más de una sílaba?

Finalmente, la joven lo miró.

– Quizá.

– Ah, ¿lo ve? Ya lo he conseguido. -Le sonrió, pero la señora Brown simplemente siguió mirándolo, estudiándolo en realidad, y Robert se preguntó si estaría otra vez pensando en que le recordaba a su marido-. ¿Aparte de sus asuntos, hay alguna otra cosa que le gustaría hacer durante su estancia en Londres? ¿Asistir a la ópera? ¿Visitar las tiendas?

Esperaba que la mención de las tiendas despertara un brillo de interés en los ojos de la mujer, pero ella se limitó a murmurar: «No, gracias», y volvió a concentrarse en el exterior.

La lástima lo inundó de nuevo y notó un nudo en la garganta. Con pocos meses de diferencia, Robert había perdido a su amado padre y luego a Nate, un hombre que había sido para él más que un sirviente de toda la vida. Había sido un amigo querido. Pero qué devastador debía de ser perder a la persona que se amaba por encima de todas. ¿Cómo habría sido la señora Brown antes de la muerte de él?

Intentó apartar la mirada de ella, pero, para ser sincero, encontraba su aspecto inesperadamente… cautivador. Había algo en esos grandes ojos castaños, de largas pestañas, en cuyas profundidades se reflejaba una profunda melancolía… Era casi doloroso mirarla, pero le resultaba imposible apartar la vista de ella.

Su mirada se posó en la boca de la mujer, y observó fascinado cómo se mordisqueaba preocupada el labio inferior, con unos dientes blancos y perfectos. Diablos, el resto podía ser una triste viuda, pero esa increíble boca parecía robada a una cortesana. Al instante recordó el roce de sus labios con los de ella, y la sensación como de un golpe en el estómago que había experimentado.

Una aberración, se dijo con firmeza. Cualquier hombre con ojos en la cara opinaría que esos labios eran hermosos. Además, siempre se sentía así cuando besaba a una mujer hermosa.

«No, no es cierto. Nunca habías sentido nada igual.»

Frunció el ceño, y se obligó a separar la vista de la mujer y mirar hacia la calle. ¡Dios, aquello se estaba convirtiendo en un viaje realmente difícil! Y de repente tuvo la sospecha de que su día o dos en Londres con la señora Brown iban a parecerle como una década o dos.

Cuando llegaron a la elegante mansión Bradford, Allie suspiró aliviada. Normalmente no le importaba el silencio, pero de alguna manera la falta de conversación con lord Robert había hecho incómoda la situación. La culpa, claro, era totalmente suya, y se hizo el propósito de ser más correcta en cuanto se hubiera ocupado de sus asuntos y pudiera concentrarse en otras cosas. Naturalmente, las otras cosas no serían lord Robert, pero como mínimo le resultaría más fácil conversar cuando su mente estuviera libre de preocupaciones.

Después de bajar del carruaje, lord Robert la acompañó a través de una elaborada verja de hierro forjado hasta la elegante mansión de ladrillo. En el vestíbulo blanco y negro, con suelo de mármol, Allie intentó no mirar asombrada el lujo y la elegancia que la rodeaban, pero no lo consiguió en absoluto. Cientos de prismas brillantes reflejaban la luz solar, que daba sobre la araña más grande que nunca había visto, y cubrían las paredes tapizadas de seda con minúsculas estrellas de sol. Un corredor se abría hacia la izquierda y otro hacia la derecha, y una amplia escalinata se curvaba hacia el piso supcrior. Resultaba increíble pensar que su alborotadora amiga de la niñez viviera ahora en medio de todo ese lujo.

Un recuerdo de la hermosa casa que había compartido con David destelló en su memoria. Los altos techos, las paredes recién pintadas, las cavidades convertidas en inesperados y acogedores rincones. No era tan grandioso como lo que tenía ante sí, pero había amado cada centímetro de aquel lugar… hasta que se enteró de que había sido comprado con mentiras y engaños.

El sonido de la voz de lord Robert la devolvió al presente.

– La señora Brown será nuestra invitada durante varios días, Carters -decía al mayordomo, que estaba cuadrado ante él-. Enviaré una nota a la familia para informarles del cambio de planes.

– Sí, lord Robert. Daré orden de que las pertenencias de la señora Brown se coloquen en la habitación verde. ¿Debo servirles el té?

– Sí. En el salón, por favor. Y ocúpese de que calienten agua para que la señora Brown pueda bañarse.

Carters hizo una reverencia, giró con elegancia sobre los talones y se marchó.

– Por aquí. -Lord Robert hizo una inclinación de cabeza hacia la izquierda y la condujo por el corredor. La mirada de Allie iba de un lado a otro intentando fijarse en las exquisitas porcelanas colocadas sobre las mesas de madera de cerezo y la colección de pinturas que se alineaba en las paredes.

– Es una casa muy hermosa.

Robert sonrió.

– Protege de la lluvia a Austin y Elizabeth. -Se detuvo ante una amplia puerta de roble, giró el picaporte y le indicó que entrara.

Allie cruzó el umbral y un suspiro de placer se escapó de entre sus labios. El sol entraba en el salón desde una alta ventana en la pared del fondo, resaltando el tono cálido y dorado de toda la habitación. La recorrió con la mirada, contemplando todo al mismo tiempo. Las paredes amarillo pálido; un sofá de brocado y un par de sillones dorados colocados alrededor de una chimenea de mármol, el suelo de brillante madera de roble, decorado con dos amplias alfombras persas; un escritorio de mármol y oro, un piano en el rincón.

– Maravilloso -murmuró. Sus zapatos resonaron sobre el pulido suelo y luego se hundieron en la alfombra mientras cruzaba la estancia. Su mirada cayó sobre el cuadro de marco dorado que colgaba sobre la chimenea, y se le hizo un nudo en la garganta. Era Elizabeth, vestida con un sencillo traje color marfil, sentada en medio de un prado colmado de lilas, con varios gatitos y un perrito jugueteando a su alrededor. Un mechón caoba le caía sobre las mejillas, como empujado por una brisa primaveral, y su rostro expresaba una felicidad total, mezclada con un toque de pillería.

– Es exactamente así como la recuerdo -exclamó Allie en voz baja-. Feliz. Juguetona. Y rodeada de animales. ¿Lo han pintado recientemente?

– El año pasado. Elizabeth lo encargó como regalo de cumpleaños para Austin. Y está rodeada de animales. Cada uno de esos traviesos gatitos o ha sido padre o ha producido varias camadas, y al perrito se le podría denominar el Mayor Perro del Reino. Se llama Pirata, pero yo lo llamo C.L.

Allie apartó lentamente la vista del cuadro y la fijó en lord Robert.

– ¿C.L.?

– Abreviatura de Caballo Ladrador. Lo entenderá en cuanto lo vea, se lo aseguro. -Le dedicó una breve sonrisa y luego miró hacia el reloj que se hallaba sobre la repisa de la chimenea-. Si no le importa, la dejaré sola un rato. Tengo que pasar por mis habitaciones, y debo enviar esa nota a Elizabeth y Austin. Luego, si lo desea, puedo regresar y podríamos cenar juntos.

Allie dudó por un momento, estudiando el apuesto rostro del joven. ¿Qué engaños se ocultaban tras la calidez que radiaba de sus oscuros ojos azules? ¿Qué secretos enmascaraba su amistosa sonrisa? Lo ignoraba, pero la experiencia le había enseñado a sospechar que debajo de sus encantadores modales debía hallarse alguna clase de engaño o insinceridad. Aun así, puesto que se encontraba en casa de su hermano, no podía negarse a cenar con él.

– Me parece perfecto, lord Robert.

– Excelente. Mientras tanto, si necesita cualquier cosa, dígaselo a Carters, aunque es tan espantosamente eficiente que, sin duda, sabrá lo que desea o necesita antes de que usted misma se dé cuenta. Y no deje que su aspecto la intimide. -Se inclinó hacia delante como si fuera a confiarle un secreto, y Allie aspiró la refrescante fragancia de la ropa recién lavada, mezclada con otro aroma fresco y boscoso que no sabía situar, pero que era sin duda agradable-. En caso de que haya escapado a su atención -explicó lord Robert en un tono conspiratorío-, le advierto que Carters es penosamente serio. Austin jura que lo ha visto reírse con Elizabeth, a lo cual sólo puedo responder que Austin debe de ser tonto, porque en toda mi vida nunca he visto a Carters ni sonreír. Y créame, no será porque no lo haya intentado. Conseguir que Carters sonría se ha convertido en algo así como un reto, pero por ahora sigo sin lograrlo. Por tanto lo he motejado señor C.F. -Ante la mirada inquisitiva de Allie, clarificó-: Señor Ceño Fruncido. -Le lanzó una sonrisa a la que Allie supuso que muy pocas mujeres serían inmunes y luego le hizo una reverencia-. Buenas tardes, señora Brown. Espero con impaciencia la cena de esta noche. -Salió de la sala y cerró la puerta tras de sí.

Allie se apretó el vientre con las manos y suspiró aliviada. Gracias a Dios que lord Robert se había ido. De alguna forma, el joven la hacía sentir falta de espacio aunque los separaran varios metros. Y se negaba a sentirse divertida por el mote que le había puesto a Carters. O al perro de Elizabeth.

No podía decidir qué era peor, si sus amables bromas, que la habían hecho sentir una inesperada e indeseada calidez, o su compasión, que le había provocado un sentimiento de culpa. Se miró el negro vestido. Como el resto del mundo, lord Robert había supuesto que su traje de viuda significaba que aún lloraba la muerte de David. Y como al resto del mundo, no lo había sacado de su error.

¿Cómo podía compartir la humillación de saber que si aún llevaba las ropas de viuda era porque no podía pagarse otras? ¿Que no se las podía permitir porque su marido había resultado ser un criminal, y todo su capital se había agotado por su decisión de indemnizar a la gente a la que su marido había timado?

Claro que llevar los vestidos de luto le proporcionaba otra ventaja, aparte de ahorrarle dinero. Alejaban a cualquier posible pretendiente. Y otro hombre era sin duda la última cosa que quería.

Aun así, odiaba la falta de sinceridad, y sentía remordimientos por tal engaño. Pero apartaba de sí la culpabilidad con firmeza. No cabía ninguna duda de que lord Robert Jamison no era más que cristal tallado: hermoso para contemplar, capaz de retener la atención de cualquiera durante un corto periodo de tiempo, pero sin la mis ligera sustancia detrás del brillante exterior. La sombra de algún secreto le oscurecía la mirada, y según lady Gaddlestone, alguna falta empañaba su pasado. Sí, ya conocía a los de su tipo, y era una experta en tratar con hombres así.

Pero tenía que dejar de pensar en él. Lo primero era un buen baño para librarse de los restos del agua de mar.

Luego necesitaba alquilar un vehículo.

En su casa de Grosvenor Square, Geoffrey Hadmore, conde de Shelbourne, se hallaba sentado ante el escritorio de caoba de su estudio privado. Lentamente, alternaba la mirada entre el deslustrado anillo de plata que descansaba sobre la pulida madera y el hombre que acababa de entregárselo, al tiempo que intentaba dominar la tempestad que se iba formando en su interior. Se enorgullecía de mantener siempre una apariencia de calma, a diferencia de muchos de sus iguales, que eran dados a vulgares estallidos emocionales.

Aun así le costaba no saltar y rodear con las manos el escuálido cuello de Redfern. Su escuálido y estúpido cuello. Alzo el anillo y lo sostuvo entre el índice y el pulgar, luego clavó en Redfern su más gélida mirada.

– ¿Qué es esto, Redfern?

Redtern tuvo la temeridad de mirarlo como si fuera el tonto del pueblo.

– Es el anillo que me pidió que robara a la señora Brown.

– Dime, Redtérn -repuso Geoffrey con una voz mortalmente tranquila, ¿se parece esto en algo a un anillo con un escudo de armas?

Redfern se rascó su escaso cabello gris.

– Ni de lejos. Pero era el único anillo que tenía la dama. Busqué en su camarote con mucho cuidado.

– ¿Estaba este anillo en una caja?

– No, milord.

– Bueno, pues éste no es el anillo correcto -dijo Geoffrey con voz glacial. Has fallado miserablemente en una tarea bien simple: conseguir el anillo y la caja que va con él, y luego librarte de la mujer. ¿Has conseguido el anillo y la caja?

Las mejillas de Redfern se tornaron de color escarlata.

– Al parecer, no.

– ¿Y te has librado de la mujer?

– No, pero no porque no lo haya intentado. Esa maldita mujer siempre estaba con aquel infernal vejestorio de baronesa Y sus chuchos gritones. Pero no se preocupe, milord. Mañana me encargaré de la señora Brown.

Maldición, suponía que debía de estar agradecido a Redfern por haber fallado en sus intentos de matar a la señora Brown. La necesitaba viva hasta que tuviera el anillo, y la caja. Pero una pregunta que le había atormentado todos los días regresó de nuevo: ¿y si ella no tenía el anillo?

Si ella no tenía el anillo… Cerró los ojos con fuerza, intentado, sin lograrlo, contener la avalancha de horribles posibilidades. ¿Y si lo había perdido? ¿O vendido? ¿Y si estuviera en alguna polvorienta tienda de empeños de América, esperando a que alguien lo comprara y descubriera el terrible secreto que podía arruinar su vida?

Un dolor agudo se le clavó en los ojos y apretó los dientes, obligándose a concentrase en el problema inmediato. Tenía que descubrir si ella tenía el anillo, ven tal caso, recuperarlo. Y si no lo tenía, aún tendría que averiguar si había descubierto su secreto.

– No vas a matar a la señora Brown. No hasta que yo tenga mi anillo. -¿Dónde se halla ahora?

– La seguí hasta una casa elegante de la ciudad. En Mayfair, en Park Lane. El número seis.

Un ceño unió las cejas de Geotfrey.

– Esa es la residencia del duque de Bradford.

Los ojos de Redfern destellaron al reconocer el nombre.

– Ese era el nombre del tipo del que oí hablar a la señora Brown y a la vieja en el barco. Al parecer, la señora Brown es una gran amiga de la duquesa. Crecieron juntas o algo así. Creo que hasta mencionó que son primas lejanas.

Geoffrey se levantó y caminó sobre la alfombra persa, marrón y dorada, hasta las licoreras de cristal que había cerca de la ventana. Se sirvió un coñac, luego se quedo mirando las profundidades ambar del licor mientras el estómago se le retorcía ante las noticias de Redfern. Era muy mala suerte que la señora Brown tuviera relación con la familia Bradford. Si el duque llegara a enterarse de algo…

Se deshizo de esa idea, descartando la posibilidad. Si la señora Brown planeaba sacarle dinero, no iría a compartir esa información con Bradford, ni con nadie más. Todo el mundo sabía que el duque y la duquesa se hallaban en su casa de campo, esperando el nacimiento de su hijo. Si la señora Brown había viajado a Inglaterra para visitar a la duquesa, entonces ¿por qué no había ido a Bradford Hall? ¿Se habría quedado en Londres para verle a él? ¿Para chantajearlo? De ser así, entonces sin duda debía de tener el anillo.

«En tal caso, no lo tendrá por mucho más tiempo, señora Brown. Y en cuanto el anillo esté en mi poder, su utilidad habrá acabado. Lo mismo que usted.»

Se bebió el coñac, saboreando la lenta quemazón que le bajaba por la garganta, y luego se volvió hacia Redfern.

– Te he contratado, Redfern, porque pensaba que eras discreto y capaz.

Una inconfundible furia brillo en los ojos de Redfern.

– Y lo soy, milord. No lo dude. Sólo he tenido un poco de mala suerte y circunstancias adversas. Pero eso va a cambiar.

– Asegúrate de que así sea. Creo que la señora Brown tiene el anillo. Registra sus pertenencias de nuevo. Exhaustivamente. No debe representar ningún problema, ya que ni el duque ni la duquesa se hallan en su residencia. Saca a la señora Brown de la casa y después encuentra el anillo. -Clavó su mirada en Redfern-. Y cuando lo encuentres, quiero que ella desaparezca.

– Sí, milord.

– Y hazlo esta noche, Redfern.

Allie bajó del carruaje y miró el rótulo pintado que colgaba sobre la puerta del establecimiento de Bond Streer. Antigüedades Firzmoreland.

– Firzmoreland es el mejor anticuario de Londres -le dijo el cochero desde su asiento, haciendo un gesto con la cabeza hacia el rótulo- ¿Debo esperarla?

– Sí, por favor. Sólo serán unos minutos. -Entró en la tienda y parpadeó para acostumbrar los ojos a la tenue luz interior. Ordenadas pilas de libros, jarrones y porcelanas colocados en estanterías que iban desde el suelo hasta el techo, mesas blancas y grandes muebles se hallaban repartidos por el interior, lo que daba al establecimiento la apariencia de un elegante salón. Un hombre de mediana edad, impecablemente vestido, avanzó hacia ella.

– ¿Puedo servirla en algo, señora?

El hombre recorrió con la mirada el vestido de luto de Allie, y era evidente que la estaba valorando, aunque de manera discreta. Sin duda estaba acostumbrado a tratar con una clientela adinerada, y Allie se alegró de haber puesto un cuidado especial en arreglarse el pelo y vestirse con su mejor traje.

– Busco al señor Fitzmoreland -respondió, alzando la barbilla. Él hizo una pequeña reverencia.

– Pues no busque más, señora, porque soy yo. ¿En qué puedo ayudarla?

No había más clientes en la rienda, y Allie se relajó un poco. Abrió el bolso de rejilla, saco un pergamino y se lo tendió.

– Necesito identificar el escudo de armas dibujado aquí. Me han informado de que usted es un experto en la materia.

– Su acento me indica que es usted americana -repuso alzando las cejas-. ¿Puedo preguntarle de quién ha sido la recomendación?

Formuló la pregunta en un tono perfectamente educado, pero Allie distinguió sin dificultad un matiz de solapado desdén. Sin duda la consideraba una viuda arruinada, desesperada por venderle alguna chuchería barata.

«Si al menos tuviera alguna chuchería que vender…», pensó Allie, y alzó las cejas de la misma manera que había hecho él.

– La duquesa de Bradford…

– ¿La duquesa me recomendó? -Su actitud cambió al instante y él pareció crecer dos centímetros-. Eso es muy amable por su parte.

Allie contuvo las ganas de decirle que en realidad había sido el mayordomo de la duquesa quien había hecho la recomendación, y que si le hubiera dejado acabar la frase, así se lo habría dicho. En vez de ello, se libró del sentimiento de culpa por permitir que el hombre siguiera con su suposición incorrecta.

– ¿Cree que puede ayudarme? -preguntó.

El señor Fitzmoreland observó con atención el dibujo durante unos segundos, luego asintió moviendo despacio la cabeza.

– Estoy seguro de ello. Sin embargo, tardaré un par de días.

– Me preocupa más la discrección que el tiempo.

– Naturalmente.

Los penetrantes ojos del hombre se clavaron en ella como si quisieran descubrir su secreto, pero Allie se obligó a no apartar la mirada.

– Soy la señora Brown y me alojo en la residencia de los Bradford aquí en Londres.

Él inclinó la cabeza.

– Le informaré de los resultados en cuanto averigüe algo.

Allie le dio las gracias y salió de la tienda. Suspiró aliviada al haberse librado de otra fracción del peso que la agobiaba.

Con suerte, pronto sabría a quién pertenecía el aillo. Lo devolvería, y luego por primera vez en tres años, sería libre.

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