Capítulo 15

Desde la sala de estar, Rebecca oyó cerrarse la puerta principal de la casa de Trent y se asomó al vestíbulo. Él estaba allí. Desde la última vez que ella lo había visto, Trent se había quitado la chaqueta y la corbata. Estaba despeinado y se había remangado la camisa descuidadamente. Ella nunca lo había visto tan desarreglado.

– Has vuelto.

– Sí.

– Bien, me alegro.

Él se quedó sorprendido.

– ¿Te alegras?

– Necesito que me ayudes. Ven a la sala -le pidió Rebecca.

Mientras entraban, ella tuvo unos segundos para parpadear y atajar las lágrimas que amenazaban con derramársele por las mejillas.

– ¿Qué necesitas? -le preguntó él.

«A ti. A nosotros. Todo como era antes, pero mejor». Sin embargo, aquello no podía ser, así que Rebecca se lo quitó de la cabeza.

– El castillo de juguete es demasiado grande y no cabe por la puerta. Quizá entre los dos podamos oprimirlo un poco, o sacarlo inclinado, o algo así.

Él se metió las manos en los bolsillos y observó el castillo de cartón con la cabeza ladeada. Ella también lo miró. Ya quedaba muy poco por hacer antes de que estuviera listo para Merry. Durante la semana anterior, los dos habían terminado la construcción y después ella había ido dando los toques finales durante sus ratos libres. Lo había pintado de verde, con ladrillos rojos alrededor de la puerta y las ventanas. El tejado y el puente levadizo eran azules. Había margaritas de colores en la hierba que crecía en la parte baja de los muros.

Rebecca se inclinó para levantar el puente levadizo. Lo empujó por la parte de la puerta y notó que los parches de velero lo cerraban un poco. Aquello también había sido una brillante idea de Trent. Después se agachó por la parte trasera y le dio un pequeño empujón que lo movió un par de centímetros.

– 0 quizá si yo empujara y tú tiraras…

Trent tiró del castillo y lo deslizó hacia la entrada un par de metros.

– Es demasiado grande -le dijo a Rebecca-. Nunca lo vamos a conseguir así.

– ¡Pero tengo que llevármelo! -respondió ella. No podía dejarse nada atrás. No podía-. Tiene que haber un modo de sacarlo.

Hubo otro momento de silencio. Entonces, ella oyó los pasos de Trent en la cocina. Oyó que abría un cajón y después lo cerraba.

– Puedes utilizar esto -le dijo él cuando volvió.

Rebecca rodeó el castillo y lo miró. Llevaba un cortador en la mano.

Ella se quedó observándolo y tragó saliva. Después alzó la mirada.

– ¿Quieres que corte el castillo de Merry?

– Si quieres sacarlo de aquí, tendrás que hacerlo.

Ella alargó la mano para tomar el cortador, pero los dedos le vacilaron antes de hacerlo. Respiró profundamente y se obligó a bajarlos.

Sin embargo, antes de que Rebecca tomara el cortador, Trent cerró el puño y bajó el brazo.

– No hagas eso, Rebecca -le dijo-. No destruyas algo que hemos construido juntos.

– Pero no hay otra forma de hacerlo. Tú mismo lo has dicho.

Él apretó los labios.

– Podría quedarse donde está. Tú podrías quedarte donde estás.

– Trent…

– Está atascado ahí, Rebecca. Igual que tú estás atascada en mi corazón.

Ella sacudió la cabeza.

– No. Tú no me quieres. Tú no quieres eso.

– Bueno, Rebecca, quizá no esté muy contento -le explicó él en un tono de impaciencia-. Quizá estuviera acostumbrado a pasarme dieciocho horas al día en la oficina. Quizá se me diera muy bien ser Trent Crosby, el presidente de la empresa adicto al trabajo, pero no se me da bien en absoluto ser Trent Crosby, marido y amante de Rebecca. Pero no tengo elección.

– Eso es porque te sientes responsable por mí.

Él suspiró.

– Me concedes demasiados méritos.

Ella no lo creía. Aquél era un hombre que había criado a sus hermanos pequeños. El hombre que tenía nueve años cuando se había sentido culpable por el secuestro de otro niño en su casa.

– Entonces, es que nuestro matrimonio fue un error y tú no quieres admitirlo -le dijo Rebecca, intentando utilizar todo lo que se le ocurría para mantenerse a salvo de él.

Trent apretó la mandíbula y dio un paso hacia ella.

– Reconozco que me equivoqué en cuanto al amor. Eso es lo que estoy admitiendo, Rebecca. Estoy diciendo que te quiero. Que estoy enamorado de ti.

– No -respondió ella, sacudiendo la cabeza con vehemencia. No podía permitirse creerlo-. No.

– ¡Maldita sea! -exclamó él y, enfadado, tiró el cortador a una esquina-. ¿Qué hace falta para llegar hasta tu corazón, Rebecca?

Rebecca comenzó a llorar. Hacía semanas que él había llegado hasta el fondo de su corazón. Sin embargo, ella no podía permitir que Trent lo supiera, así que se secó las lágrimas de las mejillas.

– Lo siento, lo siento. Son las hormonas. El médico me dijo que podía ocurrirme.

– Oh, demonios, Rebecca. -Trent se acercó a ella y la abrazó-. ¿No ves que éste no es el momento para tomar una decisión tan importante?

Ella quería apartarse de él. Sin embargo, se quedó donde estaba, entre sus brazos, sacudiendo la cabeza.

– No eres tú misma.

Rebecca alzó los ojos llorosos para mirarlo.

– Sí soy yo, Trent. Estoy asustada. Tú no creías en el amor. Yo no creía que pudiera pasarme de nuevo. Esto que hay entre los dos tiene que ser otra cosa. Tiene que serlo.

– Yo no sé cuál es la respuesta. No sé qué es lo que ha cambiado. Nos vimos en esta situación…

– Por error.

– Nos vimos en esta situación que nos dio la oportunidad de encontrarnos el uno al otro. ¿Y qué hicimos?

– Nos convencimos para casarnos y después lo embrollamos todo.

– Hicimos este castillo, Rebecca. Construimos algo que reflejaba lo que teníamos dentro.

– Tengo que decir que tú fuiste el que se nombró a sí mismo arquitecto real.

– Sí, ¿verdad? ¿Y no te parece que al menos por eso me merezco que te fíes de mí y que creas también que esto puede tener un final feliz?

Rebecca se apartó de él y se llevó la mano al vientre.

– Ya no hay final feliz.

Él tomó aire bruscamente.

– No de la manera que lo planeamos, pero piensa esto: si hubiera nacido Eisenhower, siempre habríamos pensado que tuvimos que casarnos. De este modo, sabremos que elegimos estar juntos.

– Estás intentando convencerme con la lógica, ¿verdad?

Él sonrió.

– ¿Y funciona?

Ella ya no podía negarlo más. No tenía sentido.

– Está bien, Trent, está bien. Yo te quiero. Estoy enamorada de ti -dijo, pero alzó la mano cuando él intentó acercarse a ella-. Pero yo… yo necesito algo más de ti. Hay algo que falta.

– ¿Qué? ¿Qué puede faltar?

Él había hablado de su corazón, pero ella no lo había visto. Rebecca se encogió de hombros.

Trent la miró y sacudió la cabeza.

– Eres una negociadora muy dura, Rebecca Crosby, ¿lo sabías?

– No soy uno de tus clientes, Trent.

Y aquél era el quid de la cuestión, pensó ella. Aunque él había conseguido decirle todas aquellas cosas, Rebecca tenía miedo de que estuviera llevando las cosas como si se tratara de una reunión de negocios, pasando todos los puntos del día.

Él habló de nuevo, en un tono impaciente.

– He vuelto a casa porque creo en ti. En nosotros. ¿Qué tengo que hacer para demostrártelo, Rebecca?

– Enséñame tu corazón, Trent -le dijo ella. No sabía explicárselo de otra manera más sencilla-. No me hables de lo que hay en él. Enséñamelo.

Él se pasó la mano por el pelo.

– He tomado tu té verde…

– Enséñamelo.

– ¡Maldita sea! La semana pasada hice la colada…

– Enséñamelo.

Él la miró con frustración y exasperación. Tenía el pelo revuelto y estaba echando chispas. Al menos, estaba menos perfecto que de costumbre.

– Maldita sea, Rebecca -repitió. Después bajó la cabeza y murmuró algo extraño-. Esto es culpa tuya, Terrence Logan.

Entonces, Trent miró a Rebecca fijamente. Alzó las manos y tiró de ambos lados de la camisa hasta que se la abrió rasgándose los botones.

Ella se sobresaltó.

– ¿Qué…?

Entonces, lo vio. De una cadena más larga que la que le había regalado a ella, Trent se había colgado al cuello la pequeña figura del ángel. Aquel ángel colgaba en mitad del pecho de Trent.

– Te lo dejaste en el lavabo del baño -le dijo él con la voz ronca-. La noche en que estabas en el hospital yo lo recogí y… no pude dejarlo en ningún sitio.

Ella lo miró a la cara y se quedó paralizada. Ya no era el mismo Trent frío y siempre correcto que ella había visto mil veces. En su lugar había un hombre de sangre caliente que sentía la tristeza, la angustia y el dolor. Un hombre que sentía de verdad. Él se cubrió el corazón con la mano y se dio la vuelta.

– Oh, Dios, Rebecca. Dios, Rebecca, hemos perdido a Eisenhower.

Ella corrió hacia él, lo abrazó y apoyó la mejilla en su espalda. Abrazó con fuerza a aquel hombre que no había querido perder otro niño.

– Lo sé,Trent. Lo sé, mi amor.

Después lo arrastró hasta el sofá y siguió abrazándolo con fuerza. Él apoyó la cabeza sobre la de ella y después la besó en la mejilla. Estaba húmeda. Debía de haber estado llorando de nuevo. No, era él mismo.

Meciéndose suavemente, se consolaron el uno al otro con palabras que ella no recordaría nunca.

Pero las palabras no importaban. Sus corazones sí. Rotos, curados, rotos de nuevo. Y después, curados para siempre.

Trent se apartó ligeramente de Rebecca y tomó su cara entre las manos.

– Lo siento. Lo siento. Tenía miedo de que, enfrentándome a la verdad, sintiera el dolor como algo real. Pero duele de todos modos. Me da tanta pena haber perdido a nuestro bebé…

Pero se habían encontrado el uno al otro.

Rebecca posó la mano sobre el ángel que descansaba en el pecho de Trent. Había otro ángel esperándolos en algún lugar, ¿verdad? ¿Sonriendo? ¿Esperando a otro momento para entrar en sus vidas?

Claro que sí.

– Te quiero -le dijo Trent.

Y en aquella ocasión, ella lo sintió.

Rebecca miró el castillo y después miró a su marido. Con Trent a su lado, tenía a aquella persona para amar que había querido tener toda su vida. Si estaban juntos, todo iría bien. Juntos, ya no era tan difícil creer en los finales felices.

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