Capítulo 3

Rebecca se quedó mirando boquiabierta al hombre que tenía enfrente. Trent no era una pesadilla, sino más bien un sueño, pero ella debería estar gritando de todos modos.

– ¿Me darías un millón de dólares por mi bebé?

– Nuestro bebé. Y sí, te daría un millón de dólares, pero tú no lo aceptarías, ¿verdad?

De alivio, Rebecca se dejó caer sobre el respaldo de la silla.

– Eh… yo…

Uno de los niños del otro extremo de la sala emitió un grito que atrajo la atención de Trent. Cuando se volvió hacia Rebecca de nuevo, le dijo:

– Necesitamos hablar en un lugar más privado.

– Está bien -dijo ella con la voz ahogada.

– Esta noche tengo un compromiso, pero, ¿qué te parece mañana por la noche? -le preguntó mientras se levantaba de la silla.

Ella también se levantó, con Vince acunado en un brazo.

– Está bien -respondió.

Aún estaba intentando asimilar lo que había ocurrido. Trent había ido a verla con la intención de comprarle a su bebé pero, afortunadamente, se marchaba en aquel momento, y parecía que estaba convencido de que no lo conseguiría porque ella no iba a acceder. Sin embargo, ¿significaba eso que iba a cederle todos sus derechos? Eso era lo que ella quería.

Se pasó la mano libre por el vientre. «¿Qué debería hacer, Eisenhower?»

Mientras acompañaba a Trent hacia la salida de la sala de juegos, su mirada se posó sobre un cartel que había pegado con celo en la puerta de cristal.

– La feria -dijo.

– ¿Qué? -Trent se detuvo y se volvió hacia ella.

Si él la veía con niños de nuevo, si llegaba a conocerla un poco mejor, se daría cuenta de que iba a ser una buena madre y de que no necesitaba ni quería nada de él. Trent continuó mirándola, esperando.

– Mañana es sábado -le dijo ella-. Si no tienes nada que hacer, ¿te gustaría venir a ayudar por la mañana a la feria infantil? Más o menos, estoy a cargo, y sé que siempre vienen bien un par de manos.

– ¿Una feria infantil? -preguntó él, como si nunca hubiera oído nada similar.

– Sí. Dijiste que se te dan bien los niños.

– Y es cierto -respondió él, y salió de la sala.

– ¡A las diez en punto! -dijo Rebecca-. ¡Espero verte allí!


A las diez menos cuarto de la mañana, Rebecca se dio cuenta de que ya lo había conseguido todo. Hacía semanas, había comenzado a preguntar entre la plantilla del hospital si había voluntarios para la feria, y todos se habían ofrecido sin reparos. Los beneficios estaban destinados a Camp I Can, un campamento de verano para niños que había organizado Meredith Malone Weber, una fisioterapeuta infantil del hospital. Gracias a aquella buena causa, las auxiliares de enfermería ayudaban a los niños a pintarse las caras, los internos se acercaban en sus descansos a hacer perritos calientes para los niños y para repartir muestras de crea protectora contra el sol y otros voluntarios hacían de todo, desde vender entradas a supervisar la cola de los ponis.

La feria se estaba llenando incluso antes de su apertura oficial. Rebecca saludó a unos cuantos conocidos y después repasó la lista de las tareas. Con la charla excitada y las risas de los niños a su alrededor, la mano que le tocó el hombro salió de la nada al mismo tiempo que una voz masculina le hablaba al oído.

– Presente, enfermera Holley.

Trent. Era Trent. A ella le ardió la cara al mirar hacia arriba y verlo. Tenía el pelo húmedo y se había puesto una camisa blanca, unos pantalones vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte.

– ¿Hay algo malo en lo que me he puesto? -dijo él, y abrió ambos brazos.

Ella sacudió la cabeza, pensando: «Tenía razón sobre lo de tus genes perfectos, Eisenhower».

– No, no, estás muy bien. Quiero decir, lo que llevas está muy bien.

– Tú también estás muy guapa.

Claro. Llevaba el pelo recogido en una coleta, unos pantalones y una camiseta enorme, propiedad del Hospital General de Portland. Aunque aquel atuendo, probablemente, no le era familiar a Trent, porque siempre la había visto con el uniforme de colores de la planta de pediatría. Sin embargo, ella no quería impresionarlo como mujer; aquel día quería mostrarle su faceta responsable y maternal.

En aquel momento, un niño pequeño se chocó contra sus rodillas y, automáticamente, ella se inclinó y lo ayudó a recuperar el equilibrio. Así. Aquel día habría muchos momentos como ése, en los que a podría demostrarle que era la persona adecuada para tener la custodia única del bebé que él había engendrado sin comerlo ni beberlo.

– Bueno, ¿qué puedo hacer?

Ella pasó el dedo por la lista e hizo un gesto de lástima.

– ¿Qué te parece encargarte de la máquina de algodón de azúcar?

– ¿Esa cosa dulce y pegajosa?

Con otro gesto de lástima, ella asintió.

– Lo siento, pero es el único trabajo que queda por asignar.

Él se rió y se inclinó hacia ella como si estuviera a punto de compartir un secreto oscuro y profundo.

– No te disculpes -dijo, y ella sintió su respiración cálida en el cuello-. No hay nada que me guste más que lo dulce y pegajoso.

A Rebecca se le tensaron todos los músculos del cuerpo, y la cercanía de Trent le envió una oleada de calor a la piel.

Deseo. El deseo, que había estado dormido en su cuerpo, se despertó.

– ¿Estás bien?

No. No había deseado a un hombre desde que había descubierto el cargo de novecientos treinta y ocho dólares a favor de una tienda de lencería cara en la tarjeta de crédito de su marido. No había vuelto a pensar en su cuerpo en términos sexuales desde que había decidido ser madre.

– Sí, estoy bien -respondió.

– Entonces, vamos -dijo él.

– Sí, vamos.

Rebecca se obligó a moverse. En pocos minutos, sus niveles hormonales volverían a recuperar la normalidad, y ella lo vería como el hombre poderoso e inalcanzable que era. No percibiría su olor delicioso y masculino, no querría que la acariciara ni querría acariciarlo.

Aquel día era para demostrarle que podía ser maternal y responsable, no una persona con necesidades sexuales.

La máquina de algodón de azúcar que habían alquilado estaba al final del pasillo que formaban todos los puestos. Durante la demostración, el manejo de la máquina había parecido muy fácil. Sin embargo, cuando Rebecca le dio a Trent las sencillas instrucciones, su esfuerzo no salió bien. Lo que se suponía que tenía que ser una nube de algodón esponjosa era una masa tenue y fláccida. La mayor parte del azúcar le había caído en los dedos en vez de cubrir el cono.

– Es horrible -dijo Rebecca al ver el resultado.

– Será mejor que me dejes probarlo -dijo Trent.

– ¿Eh? -ella frunció el ceño y alzó el algodón de azúcar para que él lo inspeccionara-. No sé qué ha podido salir mal…

Él le tomó la muñeca.

Al sentir el contacto con su piel, el brazo de Rebecca dio un tirón.

Él había inclinado la cabeza para probar el azúcar, pero en vez de hacerlo de la nube de algodón, atrapó un poco de azúcar del dorso de la mano de Rebecca con los labios.

Ella notó que las hormonas se le disparaban de nuevo. Lo miró a los ojos mientras notaba un cosquilleo en la piel y se le endurecían los pezones a causa de un imparable impulso sexual.

¿Se daría cuenta él?

Oh, claro que sí. Las aletas de la nariz se le movieron, como si estuviera olfateando el deseo que a Rebecca se le escapaba por los poros de la pie.

Ella emitió un susurro.

– No sé… no sé…

– ¿No sabes qué? -le preguntó él, en voz baja y ronca.

– No sé qué decir. Eh… lo siento.

– No tienes por qué disculparte -dijo él, mirándole los labios, y después los ojos de nuevo-.Te dije que me gustan las cosas pegajosas y dulces…

En aquel momento, la voz de un niño atravesó el aire junto a ellos.

– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Algodón de azúcar! ¡Por favor! Cómprame algodón de azúcar.

Rebecca se sobresaltó y Trent le soltó la mano mientras ella se daba la vuelta rígidamente, con la esperanza de que pareciera que todo era muy normal.

Debió de parecer muy normal, porque la madre le dio los dos tiques necesarios en vez de echar a correr en dirección contraria para proteger a su hijo de los pensamientos indecorosos que estaba teniendo Rebecca. El niño comenzó a saltar de alegría cuando Trent le entregó su algodón de azúcar. Su primer intento salió a la perfección, como era de suponer. Pero ella no tuvo tiempo de comentárselo, porque después del primer niño se había formado una larga cola.

Y siguió habiendo cola para el algodón de azúcar durante un par de horas, así que ella no tuvo tiempo para pensar, y mucho menos para preocuparse por su incontrolable respuesta hacia Trent. Ante su insistencia, ella se tomó un corto descanso para ir a tomarse un perrito caliente y una botella de agua, y le llevó lo mismo a él. Y entonces, tan rápidamente como se había formado la cola, se evaporó. La feria casi había terminado. Había sido todo un éxito.

Sin embargo, la marcha de los clientes significaba que Rebecca tendría que enfrentarse a Trent sin la máquina de algodón de azúcar entre ellos. Tendría que enfrentarse a aquellos momentos de atracción sexual breves, aunque muy intensos.

Él apagó la máquina, pero ella, incapaz de mirarlo a la cara, se concentró en contar los tiques que habían recogido.

«¿Qué va a pensar Trent de mí, Eisenhower?» ¿Qué madre responsable se dejaba dominar por el deseo hacia un hombre al que apenas conocía?

– Rebecca.

La voz de Trent, cerca de ella, la sobresaltó, y para no perder el equilibrio, estiró los brazos hacia atrás para agarrarse a la máquina. Entonces, posó las manos en los restos del azúcar del algodón.

Aún tambaleándose, golpeó con el pie un cartón abierto de mezcla para el algodón, que aún estaba medio lleno. El polvo se le cayó sobre las zapatillas de deporte.

– ¡Oh, no! -dijo ella y, mirando aquel desastre, se pasó las manos pegajosas de azúcar por el pelo.

Con otro gruñido, se desenredó como pudo las manos del pelo y, consciente del aspecto tan horrible que debía de tener, alzó la vista hacia Trent.

– No me lo puedo creer.

Él apretó los labios.

– Quizá sea culpa mía. Pero cuando dije que me gustaban las cosas pegajosas y dulces, no me refería a…

– ¡Oooh!

– No vuelvas a dar una patada contra el suelo si estás sobre todo ese polvo de azúcar, porque vas a empeorar mucho más las cosas.

– Oh. Normalmente soy una persona muy limpia -murmuró, molesta por su broma y muy avergonzada-. De verdad. Pregúntale a cualquiera.

Él se rió.

– Y yo te voy a dar la oportunidad de demostrarlo. Voy a buscar un cubo y una fregona.

– ¿De veras? -le preguntó Rebecca esperanzada. Al menos, así tendría unos minutos para lamentarse por su dignidad perdida-. Ve a la taquilla de los tiques y pregunta,por Eddie. Él te ayudará.

– Eddie -repitió Trent, asintiendo, y después le sonrió-. Bueno, no te marches a ningún sitio, ¿eh?

Como si pudiera hacerlo, pensó Rebecca, mientras miraba todo el algodón de azúcar que tenía que limpiar. ¿Podría empeorar más el día? ¿Podría empeorar más ella ante los ojos de Trent?

– Vaya, vaya, vaya -dijo una voz familiar-. Pero si es mi ex. Y con su espléndido aspecto habitual.

Rebecca se sintió humillada, pero no quiso que su ex marido se diera cuenta. Alzó la barbilla y lo miró con frialdad.

Él estaba muy elegante, vestido con unos pantalones de color beige y una camisa blanca almidonada con sus iniciales bordadas en el bolsillo. Llevaba la bata blanca de médico doblada en el brazo, y los dedos entrelazados con los de la mujer por la que había abandonado a Rebecca, Constance Blake.

Constance llevaba un traje de color claro y también estaba muy elegante. Y quizá sus joyas fueran también regalo del ex marido de Rebecca. Se había gastado en ella el dinero de la pensión de la que había conseguido librarse en el acuerdo de divorcio.

– Hola, Ray -le dijo ella.

Él odiaba que lo llamara así. Su nombre de pila era Rayburn, y lo prefería. Siempre había dicho que Ray era un tipo que se tiraba en el sofá de su casa a beber cerveza.

– ¿Va todo bien, Rebecca?

Al oír aquella nueva voz en la conversación, todo el mundo miró hacia Trent. Acababa de llegar con un cubo lleno de agua y una fregona.

Oh, no. Rebecca reprimió un gemido. Lo último que quería era que el padre de Eisenhower conociera a Ray. Aquello sólo conseguiría empeorar la idea que Trent hubiera podido hacerse de ella. ¿Qué tipo de mujer iba a casarse con semejante idiota?

Y, como si quisiera confirmar aquello, Ray abrió la boca.

– ¿Es tu nuevo novio, Becca? -dijo, y miró el cubo y la fregona con una sonrisa de desdén-. ¿Estás saliendo con el conserje?


Trent había estado reprendiéndose a sí mismo durante todo el camino hacia la taquilla de Eddie y durante toda la vuelta. Había estado pensado con el cerebro que tenía por debajo del cinturón en vez de pensar con el que tenía entre las orejas, y había estado bromeando y coqueteando como un adolescente con Rebecca. Sin embargo, ella no necesitaba aquello. Había dicho que no necesitaba ni quería nada de él.

Y él, verdaderamente, no necesitaba que su implicación casual se convirtiera en nada más estrecho.

Sin embargo, aquellos pensamientos se evaporaron cuando la vio hablando con un hombre y una mujer. A Trent no le gustó la expresión tirante del rostro de Rebecca, una expresión que se hizo aún más tensa cuando el otro hombre dijo algo que Trent no entendió. Algo acerca de un conserje.

Se acercó a ellos y se dirigió directamente a aquel tipo.

– ¿Disculpe? ¿Estaba hablando conmigo?

El tipo miró a Rebecca.

– Le estaba preguntando a Becca sobre su vida amorosa -respondió él, con una sonrisa desagradable.

– Mi vida amorosa no es asunto tuyo, Ray -dijo Rebecca. Miró a Trent y exhaló un suave suspiro-. Te presento a mi ex marido, Ray Holley, y a su amiga, Constance Blake. Constance, Ray, os presento a Trent Crosby.

– Doctor Rayburn Holley -dijo el hombre. Después, con aires de grandeza, miró el cubo y la fregona que portaba Trent-.Te daría la mano, pero entro a trabajar dentro de pocos minutos. Así que estás saliendo con mi pequeña Becca, ¿eh?

Aaah. Si Trent juntaba la vida amorosa y el comentario del conserje, vería claramente que el doctor Ray había estado intentando humillar a su ex mujer. Trent sonrió.

– Más o menos, Ray -respondió, y se volvió hacia la amiga del médico-. Hola, Constance. ¿Te dijo tu hermano que el otro día le di una buena paliza en la pista de tenis?

Si las sonrisas pudieran matar, la de Constance lo habría fulminado allí mismo. Él sonrió también.

– ¿Qué te pasa, Con? ¿Te duelen las muelas?

– No me pasa nada, Trent.

– Nada que no pueda solucionar una transfusión de sangre caliente -murmuró él al oído de Rebecca, y se sintió satisfecho al percibir un pequeño resoplido de risa contenida. Después alzó la voz de nuevo-. Lo siento. Pensé que quizá por eso tuvieras una cita con el doctor Ray.

– Soy dermatólogo, no dentista -dijo el médico, y miró a su compañera-. ¿Conoces a este hombre, Constance?

Ella le dio un suave codazo.

– Es Trent Crosby, Rayburn. De Crosby Systems.

El doctor Ray parpadeó de sorpresa. Después miró a Trent y a Rebecca.

– Vaya -dijo, sacudiendo la cabeza-. Vaya, vaya.

Rebecca se cruzó de brazos.

– Bueno, Ray, no te entretengas más. Estoy segura de que tus pacientes te necesitan más que nosotros.

– Entonces, ¿hay un «nosotros», Rebecca? ¿Trent Crosby y tú?

El ver a Rebecca avergonzada y ruborizada fue todo el estímulo que necesitó Trent para responder:

– ¿Qué otra cosa podría sacarme de la oficina un sábado por la mañana aparte de una mujer bella, Ray? -dijo, y después le rodeó los hombros con el brazo a Rebecca y le dio un ligero beso en los labios.

Con sólo aquel breve contacto, el calor estalló. Trent se apartó y miró a Rebecca a los ojos. Ella estaba igualmente asombrada. A él le costó desviar la vista de ella hacia el médico.

– Ah, y gracias, a propósito.

– ¿Por qué? -preguntó el otro hombre, que no estaba muy feliz.

– Por perderte a esta mujer, claro. Así he podido quedármela yo.

Trent mantuvo el brazo sobre los hombros de Rebecca hasta que el doctor engreído se marchó con su reina de hielo. Entonces, ella se encogió y se apartó de él.

– No tenías por qué hacerlo.

– ¿Qué? -preguntó él.

No podía evitar sonreírle a Rebecca, porque el doctor idiota estaba fuera de su vida y porque estaba preciosa con todo el algodón de azúcar por el pelo.

– Fingir delante de Ray.

Trent se encogió de hombros.

– Él estaba intentando humillarte.

– Lo sé -respondió ella, con un suspiro-. Lo sé, y no puedo evitar que me afecte. Después de pillarlo engañándome, fue como si él quisiera culparme por sus propios defectos.

– Los cónyuges son unos cerdos.

Ella se rió.

– Al menos, tú eres sincero. Ray no lo fue.

– Ni tampoco mi ex mujer.

– Supongo que eso significa que tenemos más en común de lo que nunca hubiera sospechado -respondió Rebecca.

– Sí. Esposos infieles y una actitud muy negativa hacia el amor.

– Y también está el embarazo -dijo Rebecca-. Y debo ser honesta en eso, Trent. Espero que entiendas que nunca, nunca cederé a mi hijo. Quiero que me concedas la custodia única.

Aunque Trent sabía de antemano lo que ella quería, casi se sintió enfadado al oírselo decir.

– ¿Te parezco tan mal tipo?

– No. Claro que no -respondió Rebecca, con las mejillas enrojecidas y los labios apretados.

Aquello hizo que Trent pensara en el beso. En el sorprendente calor que había sentido. Quizá fuera mejor que se distanciara para siempre de ella. Y del bebé.

¡Pero no podía hacerlo! Tuvo cientos de recuerdos en aquel momento. Mejillas regordetas, deditos, adoración de hermano pequeño… Pensó en su sobrino y en Robbie Logan. No podía perder a otro niño. No podía.

– Yo también tengo que ser sincero, Rebecca -le dijo él-. No puedo desaparecer.

Ella asintió como si Trent hubiera confirmado sus peores miedos.

– Entonces tendremos que pensar en otro plan.

Sí, otro plan. Trent pensó que podrían conseguirlo porque, pese a sus roces iniciales, se llevaban bien. Muy bien, de hecho. Se reían juntos y disfrutaban de la compañía del otro. Y habían disfrutado de un beso. Demonios, aquello era más de lo que habían conseguido sus padres en su matrimonio.

– Nuestro bebé debería tener una madre y un padre a tiempo completo -dijo.

Rebecca se encogió de hombros.

– Eso es lo ideal, pero no es imprescindible.

Trent pensó de nuevo en el matrimonio de sus padres. Habían llevado vidas separadas aunque vivieran en la misma casa. Habían tenido hijos, pero en una relación de animosidad. Pero, ¿y si hubieran conseguido llevarse bien? ¿Y si hubieran conseguido tener vidas separadas pero hubieran compartido el espacio doméstico y a sus hijos? Aquello podría haber funcionado.

Podría funcionar.

– Quizá debiéramos casarnos -dijo en voz alta, experimentando el sonido de aquellas palabras-. ¿Qué te parece?

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