Diez

El ómnibus llegó a Puente Viejo cerca del mediodía. Era uno de los últimos días de octubre y en algunos chalets del camino de acceso ya estaban los carteles de alquiler. Cuando subimos la cuesta hacia la estación, al ver el pueblo extendido entre los pinos, sentí otra vez ese raro apaciguamiento, esa íntima incredulidad que era mi argumento extremo cuando pensaba en Roderer: nada excesivo podía ocurrir allí. Apareció el mar, gris y picado; el viento empujaba un cordón de nubes que cubría de lado a lado el cielo y aun esa tormenta que avanzaba sobre el pueblo parecía una amenaza desproporcionada. Hubo en mi casa un almuerzo desanimado; vi a mis padres, por primera vez, viejos y cansados. Mucho más impresionante era el efecto que una nueva tristeza, un dolor reciente y declarado -que no se debía, por supuesto, a mi partida- había causado en la cara de Cristina. Era como si algo en ella hubiera cedido y un fondo de amargura se hubiese filtrado en sus rasgos de un modo sutil, irreparable. Yo, que no alcanzaba a imaginar el motivo de esta pena, estaba seguro en cambio de quién era el responsable.

Se había hablado en la mesa de mi viaje.

– Al fin y al cabo -dijo en un momento mi madre- en un año vas a estar de vuelta.

No tuve más remedio entonces que contarles todo.

– Hay algo que no puse en la carta: el programa contempla una extensión de la beca, para hacer un doctorado.

Mi madre, que había empezado a servir el postre, me miró con inquietud.-

– Y eso, ¿cuánto tiempo sería?

– Cuatro años más.

Escuché cómo ahogaba un gemido y bajé la cabeza al plato; habló mi padre con su voz lenta y asmática.

– Ya no vas a volver.

– Claro -dijo Cristina como un eco-, a qué va a volver.

Terminamos de comer en silencio; mi padre, sin esperar el café, como si no pudiera quebrar una costumbre, se fue con el diario a la biblioteca. Mientras Cristina recogía los platos, mi madre desapareció un momento y volvió con un gran paquete.

– Te compramos un regalo -dijo.

Deshice el moño y rompí el envoltorio: era un piloto.

– Para cuando vayas de paseo a Londres -dijo Cristina-. Vamos, probátelo.

Sonó de pronto, desde su habitación, la alarma de un despertador. Mi hermana fue a apagarlo y mi madre la siguió hasta el cuarto. Oí el murmullo confuso de una discusión.

– Ni siquiera hoy, el único día que viene tu hermano.

– Sabes que tengo que ir cada ocho horas; voy a tratar de volver pronto. -Mi hermana parecía recorrer el cuarto, juntando cosas. Oí el golpe de un cajón, ruido de frascos, el cierre de una cartera.

– Hasta cuándo, hasta cuándo digo yo.

Escuché entonces la voz de Cristina, rápida y furiosa.

– No te preocupes; antes de lo que pensás.

Hubo un silencio y mi madre dijo en otro tono, como si estuviese algo arrepentida.

– ¿Te acordás por lo menos de que invité a Aníbal a cenar?

– Voy a tratar de volver pronto -repitió Cristina. Pasó delante de mí, me subió el cuello del piloto y me dio un beso rápido:-Las inglesitas van a morir de amor.

Mi madre salió del cuarto cuando escuchó la puerta; pensé entonces que me diría algo. Pero parecía resignada, como si hubiera comprendido que estábamos los dos fuera de su alcance. Extendió vagamente la mano.

– Sácatelo -murmuró-: voy a repasarle los botones.

Fui hasta la biblioteca; mi padre se había quedado dormido con el diario caído sobre el pecho. Me encontré de pronto deambulando solo por la casa. Abrí la puerta de mi cuarto; todo estaba allí todavía, como una trampa: mi cama, el escritorio, los afiches en la pared, la copa que había ganado en el torneo de ajedrez. Cuando estaba por atravesar el living entreví por la puerta del dormitorio a mi madre sentada de espaldas, en el borde de la cama, con el costurero abierto sobre la mesa de luz; se había doblado extrañamente sobre el piloto, con la frente casi tocando la tela. Tardé un instante en darme cuenta de que estaba llorando. Se sacó los anteojos empañados, los frotó con un pañuelo y con una mano temblorosa enhebró otra vez la aguja para seguir cosiendo. Me volví en silencio sobre mis pasos y me quedé sentado en la biblioteca junto a mi padre. En el escritorio vi apiladas, sin abrir, las revistas del club de pesca en sus sobres de plástico. Alcé la última: tenía en la tapa el anuncio de las Veinticuatro Horas de San Blas; mi padre se movió en el sillón y abrió los ojos. Pareció avergonzarse un poco de que lo hubiera encontrado dormido.

– ¿Es verdad que dejaste de pescar?

– Es verdad, sí.

– Me lo contó mamá pero no podía creerlo. ¿Ni siquiera vas a ir a San Blas?

– No, no creo -dijo; cerró otra vez los ojos y se echó hacia atrás, como para seguir durmiendo-. Llega un momento en que hasta lo que más te gustaba te empieza a cansar.

Hay que acostumbrarse. Pero está bien que sea así. Es la misericordia de la vejez: que te canse la vida.

Mi madre se asomó en la puerta, con la nariz colorada y el piloto cuidadosamente doblado.

– Pensaba hacerte una tarta de manzanas para el té -me dijo y me pidió que la acompañase a la cocina. Quiso que le contara qué ropa había puesto en las valijas y en dónde me iba a alojar cuando llegase, pero no me escuchaba del todo; mientras batía miraba cada tanto hacia afuera, vigilando la puerta. Comprendí que no me diría nada sobre Cristina. Había decidido tal vez que era una cuestión demasiado penosa como para tratarla justo aquel día, o quizá sintiera que yo estaba ya demasiado lejos, que estaba por convertirme en alguien ajeno al que no había por qué enterar de secretos vergonzosos. Y si yo tampoco me decidí a preguntar, no rué esta vez por evitar enterarme de algo malo de la persona que adoraba, sino porque me sentía exactamente así: como un extraño al que no le quedan derechos sobre los asuntos de la familia.

Cristina volvió cuando el té estaba servido. Se sentó con nosotros a la mesa, con la cara grave y absorta, y ni siquiera probó su pedazo de tarta. La conversación apenas se sostenía; el tiempo se demoraba con esa pesadez de pueblo a la que me había desacostumbrado. Al fin escuché, hondas y solemnes, las campanadas de la misa de la tarde. Cuando me levanté mi madre me miró con una sorpresa dolorida.

– ¿Vos también vas a irte?

– Quiero bajar un momento al mar -dije-. Antes de que oscurezca.

– No tardes -me pidió-: invité al novio de tu hermana a cenar.


Afuera, estaba destemplado; no había llovido pero las nubes se mantenían apretadas y espesas. El viento soplaba ahora más fuerte y traía gotas de agua de mar. Atravesé la plaza en diagonal hacia el Club Olimpo. En la breve escalera que conducía al salón de juegos me invadió esa sensación de realismo trucado con que vuelven a existir y comparecen íntegros, exactos, sin fallas, los lugares a los que no se pensaba regresar nunca. Nada había cambiado demasiado; Jeremías estaba detrás de la barra y me pareció que habría podido reconocer a todos en las mesas, un poco más viejos. Pedí una cerveza y dejé que Jeremías me contara de los que se habían ido del pueblo y de los que habían muerto. Había el mismo ruido feroz de dados y botellas, el mismo humo, pero aquel espectáculo me parecía ahora increíblemente inofensivo: apenas hombres cansados que salían del trabajo y apostaban por la ginebra antes de volver a sus casas. Noté que ya nadie jugaba al ajedrez: quedaba en el fondo una sola de las mesas cuadriculadas. Alguien gritó mi sobrenombre, que yo casi había olvidado; era Nielsen. Saludé desde lejos y varias manos se alzaron. Terminé mi cerveza y estaba por preguntarle a Jeremías sobre Roderer cuando lo vi aparecer en la escalera. Se había quedado inmóvil en el último escalón, con la mano izquierda aferrada al tope del pasamanos, como si no consiguiese recuperar el aliento; recién cuando giró para entrar vi el bastón en la otra mano. Me levanté para ayudarlo pero se sostuvo en el respaldo de una silla y me indicó, con la cabeza, la mesa de atrás. En el salón se había hecho bruscamente silencio; todas las miradas seguían su recorrido vacilante hacia el fondo, como si hubieran apostado a que no podría llegar solo. Apenas logró sentarse se reiniciaron los ruidos. Roderer se echó hacia atrás, fatigado, y atravesó el bastón sobre las rodillas.

– No sabía que estabas enfermo.

– Ya ves -dijo, como si no valiera la pena hablar de eso-: igual pude levantarme y venir.

Busqué no muy seguro en su cara los rastros de la enfermedad. Al menos esto puedo decir en mi defensa: allí sentado, con la respiración aquietada y el bastón oculto, verdaderamente parecía sólo un poco febril. Había de todos modos algo en sus facciones que llamaba la atención, una fijeza antinatural, una especie de falta de realidad; demoré un momento en determinar qué era: en todos esos años su cara no había cambiado nada, no tenía una línea más, ni una señal, ni una marca; Roderer no se había expuesto a la vida y la vida, con un respeto burlón, había pasado a su lado sin tocarlo.

– Cristina me contó que estás por irte.

Asentí y por un antiguo reflejo hablé de Cambridge con un entusiasmo que no era del todo auténtico.

– Cambridge -dijo Roderer-. Eso queda cada vez más lejos.

Dije que estudiaría con Seldom y Roderer hizo un gesto distraído de asentimiento, como si le hubiera mencionado algo remoto que apenas recordaba. Seguí hablando a pesar de todo, no porque creyera que pudiera interesarle -ni impresionarlo- nada de aquello, sino por una razón más oscura y agobiante: porque temía callarme y cederle el turno. Es notable lo que uno puede llegar a decir cuando está dispuesto a no dejar de hablar: me encontré haciendo una especie de balance de mi vida -de lo que yo creía que era una vida- en un tono satisfecho, casi desafiante: una exhibición ridícula de mis pequeños triunfos y cada cosa que añadía, de un modo irrefrenable, sólo conseguía empeorar la anterior. Fue, creo, la vergüenza de escucharme lo que finalmente me hizo callar.

Roderer se inclinó sobre la mesa. Sólo entonces advertí hasta qué punto había controlado su impaciencia. Miró hacia atrás, como si temiera que alguien más lo escuchara y me dijo, casi en un susurro:

– Lo terminé.

Vi un destello en sus ojos que no era el brillo de la fiebre, ni aquella antigua luz de vigilia, sino orgullo, el puro y viejo orgullo humano. Una debilidad, pensé.

– Terminaste… ¿qué? -pregunté con calma.

Roderer me miró sorprendido, como si fuera imposible que yo no recordara aquello.

– Lo que te escribí en la carta. Lo que intentaron Spinoza y De Quincey, la gran visión que persiguió Nietzsche: el nuevo entendimiento humano.

– Pensé que ya habías abandonado… eso -dije. Estuve a punto de decir "esa locura", pero aquella nota nueva de orgullo otra vez me había hecho dudar; era una debilidad, sí, pero también podía ser una prueba.

– ¿Abandonarlo? No entiendo. -Y me miró verdaderamente extrañado. Sentí al hablar que me deslizaba a otra derrota.

– Cristina me contó que vendiste los libros.

– Ah, los libros. -Y sonrió, como si le causara gracia mi interpretación.- Sólo seguí el camino hasta el final: ya los había cargado encima a todos y después, los había derrotado a todos. Inocencia y olvido; el que perdió el mundo quiere ganar su mundo.

Vine aquí y dejé de pensar; me senté a esperar a que hiciera su juego secreto la última revelación, a que cerrara por sí sola la gran figura. Tardó, es cierto; tardó quizás demasiado. Pero ahora -dijo-, sólo falta escribirlo.

– Cómo -pregunté sorprendido-: ¿quiere decir que no tenes nada escrito?

– No -dijo Roderer-; y no creo que pueda escribirlo; pero no te preocupes, estaba seguro de que vendrías y lo estuve pensando bien: voy a contártelo y vos lo vas a escribir por mí. -Sonrió, como si quisiera compartir un viejo chiste.- Grande y sin embargo simple, simple y sin embargo grande. No voy a precisar más de dos o tres días, pero deberíamos empezar cuanto antes.

– Pero… ¿no te dijo Cristina? Me voy mañana al mediodía.

Vi que se demudaba; por un instante se quedó suspendido en un silencio angustioso y luego, como en un reflujo, apareció en su cara una expresión sombría y fanática.

– No importa -dijo-; tenemos la noche. Podemos empezar ahora y quedarnos hasta la madrugada.

– ¿Esta noche? -Y la idea apareció ante mí, clara y terrible, como si me sonriera. Miré el reloj.- Imposible -dije-. Me esperan a cenar.

– ¿Una cena? -dijo Roderer, como si tratara con desesperación de buscar en la palabra algún otro sentido o de penetrar un significado oculto. Me levanté tranquilamente.

– Una cena, sí: gente que come alrededor de una mesa y dicen frases célebres como "Alcánzame la sal" o "Qué rico está el pollo".

Salí sin mirarlo; sabía que, sobre todo, no debía mirarlo. Bajé la escalera en dos saltos y caminé de regreso a grandes pasos, escuchando cómo galopaba en mí una alegría rítmica y maligna. Alcánzame la sal. Qué rico está el pollo.

– Aquí estás, por fin -dijo mi madre-. ¿Por qué te demoraste tanto? Suerte que Aníbal todavía no llegó.

– Fui hasta el Club Olimpo -dije- y me encontré con Gustavo Roderer.

Mi hermana apareció desde la cocina, con unos cubiertos en la mano.

– ¿Qué dijiste? -me preguntó y cuando repetí que habla estado con Roderer dio un grito.

– ¡No podía levantarse! -gimió y salió desesperada, soltando los cubiertos sobre la mesa. Mi madre y yo quedamos por un instante en silencio. Vi que se acercaba a la mesa y repartía lentamente los cubiertos.

– Está muy enfermo -dijo de pronto.

– Yo… no pensé que fuera nada grave.

– Es una enfermedad muy rara. Lupus. Casi siempre es mortal. Pero no dejó que lo llevaran al hospital.

– Y Cristina lo está cuidando.

Mi madre asintió y fue hacia la cocina. Entré en el baño a ducharme, con la esperanza de que el chorro de agua me aturdiera, de que pudiese, por un minuto, dejar de pensar. Cuando estaba por salir escuché que golpeaban suavemente en el vidrio esmerilado. Entreabrí la puerta; era otra vez mi madre.

– Llegó Aníbal -me dijo-: está en el living. Y tu hermana todavía no volvió. Le dije que habían salido los dos juntos; por favor -me pidió.

Dije que no, pero cuando vi su gesto abatido terminé de vestirme con una sensación de fatalidad y salí por la puerta de atrás. La casa de Roderer estaba a más de diez cuadras, casi en el extremo oeste del pueblo. El nuevo alumbrado de mercurio de la costanera no había llegado hasta allá. Había en cada calle sólo un farol; oscilaban en el viento con un chirrido y arrojaban sobre el centro círculos movedizos y amarillentos. Vi junto a un cordón a un grupo de perros que devoraban los restos destripados de una bolsa de basura. Aunque estaban todavía lejos aminoré el paso; ellos también me habían visto y se desplazaban lentamente para ocupar la calle. Escuché el rumor contenido de las gargantas. Perros, los perros de siempre, pensé, pero cuando pasé entre ellos, tenso y vacilante, no me animé a mirarlos.

Me costó, en la oscuridad, reconocer la casa de Roderer. El jardín de la entrada con el camino de grava que la madre había cuidado tanto había desaparecido y las cortaderas empezaban a invadir el porch. Oí de pronto un grito desgarrado, el grito de alguien que estaba sufriendo una agonía inhumana. Me quedé inmóvil donde estaba, escuchando aterrado en el silencio; aguardaba otro sonido, un lamento, alguna señal de que la vida continuaba. Vi entonces que se abría la puerta; una figura que al principio no reconocí dio un paso y se detuvo bajo la arcada del porch, buscando algo en los bolsillos. Hubo un chasquido y distinguí, iluminada apenas por el fósforo, la cara del doctor Rago, que encendía su pipa. Me acerqué a él, ansiosamente; no pareció sorprenderse al verme.

– ¿Cómo está Gustavo?

– Creo que ahora va a estar… mejor -dijo-. ¿Recuerda usted sobre el lupus hepático? ¿No? Yo lo mencionaba siempre: el ejemplo clásico de dolor ambulatorio. Supplicium extremus, la devoración de uno mismo. Los anticuerpos dejan de reconocer a los propios órganos y simplemente los fagocitan. El dolor que eso produce no se parece a ningún otro; en los casos que me tocó ver siempre encontré a los enfermos así, caminando de pared a pared y afónicos de gritar. Lo único que puede calmarlos es la morfina; cuando su hermana vino a buscarme fue lo primero que puse en el maletín. Pero aquí -se detuvo y dio una bocanada-había una complicación. El muchacho tenía, digámoslo así, una tolerancia muy alta a la morfina y, a la vez, el hígado destruido. La dosis necesaria para dormirlo lo mataría. Por otro lado, si no lo inyectaba, podía sobrevivir dos o tres horas, hasta que hiciera el paro cardíaco por extenuación. Dos o tres horas más, absolutamente lúcido, ¿entiende? -Rago me miró fijamente, con sus ojos escrutadores.- No, no puede entender todavía. Había un detalle: el muchacho quería decir algo. Mientras lo atendía, me agarraba del saco y abría la boca para hablarme; el dolor, por supuesto, no lo dejaba articular. Pero estaba totalmente consciente y luchaba. Luchaba de un modo conmovedor. Quizás hubiera logrado decirlo.

– ¿Qué hizo usted?

– Lo consulté con su hermana. -Rago se llevó la pipa a la boca y por un instante la lumbre del tabaco iluminó su cara con un resplandor rojizo; me pareció ver que sonreía.- Por supuesto, estaba absolutamente seguro de que coincidiríamos. Era lo humano, después de todo. Y ahora -dijo, alzando el maletín- comprenderá que debo irme.

Entré en la casa; solamente había una luz al fondo del corredor. Crucé a tientas las habitaciones vacías, dirigido en la oscuridad por el vago recuerdo de las otras visitas. Abrí la puerta del cuarto; Roderer estaba tendido boca arriba, respirando afanosamente. Tenía los ojos entornados, como si en un último esfuerzo inconsciente se obstinaran en no cerrarse. Mi hermana estaba arrodillada a su lado; cuando me vio no hizo ningún gesto, ninguna señal, pero advertí que se ponía tensa, que todo en ella parecía rechazar mi presencia allí, como si yo no debiera asistir a ese último ritual que estaba oficiando.

Me acerqué, tratando de no hacer ruido.

– Cris… -la llamé suavemente-. Cristina…

Mi hermana me hizo un gesto de silencio; Roderer parecía murmurar algo confuso, como si hubiera visto una última luz y se debatiera por emerger de un sopor invencible. Nos inclinamos sobre él. Sus ojos se abrieron de una manera lenta, impresionante. No me miraban a mí, ni a mi hermana; miraban más arriba. Sus manos se extendieron con las palmas abiertas y como si estuviera tocando no sé qué altas puertas, susurró, con una voz que ya no era de este mundo: Abránme, soy el primero.

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