Nos dio mucha alegría que hayas ganado la beca; estábamos seguros de que te la darían, pero bueno, se habían presentado tantos. Que a tu edad estés en la Universidad y que además puedas ahora mantenerte solo es algo que nos pone doblemente orgullosos. Y pensar que vos te quejabas de que no eras tan inteligente como el hijo de la señora Roderer. A propósito, la encontré hace poco; te envía muchos saludos. Pareciera que ya está resignada a que su hijo se convierta en un inútil. Desde que dejó el colegio, me contó, no sale de su cuarto. A ella le dice que estudia, que estudia algo muy importante. ¿Te imaginas? Y ni siquiera quiso terminar el secundario.
Por supuesto, tampoco piensa trabajar. Para mí es un caso típico de inmadurez: no quiere asumir responsabilidades. Lo peor es que no les queda mucho dinero, la pobre mujer está preparando alfajores para vender en la temporada. ¿A vos te parece? En fin, ya ves: la inteligencia es una parte del asunto, pero la inteligencia sin voluntad no puede ir muy lejos. Lo que me preocupa es que tu hermana, entre tantos candidatos, sólo tenga ojos para ese muchacho. Ella cree que no me doy cuenta, pero una madre se entera, se entera incluso de cosas que no quisiera saber. Y sé por qué te digo esto, aunque no sea un tema para tratar aquí.
Me contaba luego que mi padre estaba pensando en cerrar su estudio. Está cansado, decía solamente, y terminaba más abajo con algunas recetas de cocina. Para que no comas todos los días salchichas y hamburguesas.
La alusión a Roderer me sobresaltó: no recordaba haber llegado a quejarme de que él fuera más inteligente. La inteligencia sin voluntad no puede ir muy lejos, había escrito mi madre. Eso era en el fondo lo mismo que me había esforzado por pensar yo, como una íntima carta de triunfo. Pero ahora, escrito por ella, me sonaba como un lugar común mezquino, intolerable, y sentía removerse otra vez en mí la vieja inquietud que casi había logrado olvidar desde que estaba en Buenos Aires. Es cierto que no hubiera podido señalar ni un solo motivo para estar disconforme; la vida se había allanado a mis propósitos con una benevolencia que no dejaba, a veces, de llamarme la atención: había tenido una de las mejores notas en el ingreso y en el segundo cuatrimestre me habían nominado para la Olimpíada Universitaria; la matemática me estaba resultando un juego apenas más difícil que el ajedrez. Y aunque tenía en la Facultad compañeros absolutamente brillantes, de una inteligencia superior, podía mirar a cada uno y sentirlos en el fondo mis iguales: ellos tampoco, me daba cuenta, hubieran escapado a la clasificación de Rago.
Sí, todo estaba resultando mejor aún de lo que había planeado, y sin embargo, no había conseguido dejar atrás a Roderer; había bastado esa sola mención de mi madre para que su sombra se alzara otra vez y desde su irritante quietud empezara como antes a invadirlo todo. Aquello sobre mi hermana, por ejemplo, ¿era sólo lo que yo sabía o había algo más? Recordé, sin poder evitarlo, la escena que tuve con Cristina la noche en que volví de la casa de Roderer. Nos habíamos tratado en la mesa, durante la cena, como si nada hubiese ocurrido. Yo, que hubiera lamentado más que todo volver a avergonzarla, me concentré en mi plato y evité hablarle por temor a que una inflexión en mi voz o un desliz al mirarla dejara traslucir que la había descubierto. Me fui luego a la cama y ya estaba acostado, tratando de poner en orden lo que me había dicho Roderer, cuando Cristina entró en mi cuarto sin llamar. Estaba descalza, en camisón, llorosa y desesperada.
– ¿Soy tan fea? -me dijo, con la voz entrecortada-; ¿tan fea? -Y con un movimiento brusco y desolado se quitó el camisón y quedó desnuda, de pie junto a mi cama. Me alcé sobre los codos, sobresaltado, y ella, con los hombros sacudidos por el llanto, se dejó caer de rodillas y ahogó la cara en la sábana. La cubrí con una de las frazadas y durante un rato larguísimo le acaricié el pelo, con la mayor suavidad posible; cuando logró volver a hablar me contó entre hipos que el día anterior se había acercado en la playa hasta quedar delante de él.
– No me vio; tenía los ojos abiertos y yo estaba parada justo enfrente, pero no me veía. -Alzó la cabeza, asombrada, como si la explicación hubiera estado allí todo el tiempo.- Se droga, ¿es eso?
– Creo que sí -dije.
– Pero… ¿por qué? -me preguntó, implorante-. ¿Qué le pasa?
Estuve a punto de confiarle la conversación que había tenido con Roderer, pero a mí mismo se me hizo de pronto increíble, como si fuera un sueño equivocado. Traté de consolarla.
– Tal vez sea sólo un poco de marihuana cada tanto.
Cristina me sonrió tristemente y se dio vuelta para ponerse otra vez el camisón.
– Pobre hermano -me dijo antes de irse-, siempre quisieras que nada fuera muy grave.
Creí que esa noche había recuperado a Cristina, en realidad, la estaba perdiendo para siempre. Aquella fue la última vez que se confió a mí y desde entonces se volvió impenetrable, como si hubiese tomado una resolución que la apartaba definitivamente de mi lado. De esto, por supuesto, no me di cuenta en aquel momento: yo estaba jugando las últimas fechas del torneo de ajedrez y la preocupación por las partidas no me dejaba ver demasiado alrededor. Lo gané finalmente y tuve mi copa y una foto en el diario, pero no logré sentir la alegría que había esperado: aquella frase desdeñosa de Roderer había hecho su trabajo. Roderer, siempre Roderer. Y la distancia, ahora tenía la prueba, no conseguía arreglar las cosas. Traté de olvidar la carta, pero en los meses siguientes empecé a sentir una vaga intromisión que se fue acentuando hasta hacerse del todo reconocible, como una imagen que hubiese entrado en foco. En cada uno de mis momentos libres, cuando dejaba de lado el estudio para ir al cineclub, o cuando se alargaban las sobremesas en el comedor, me asaltaba con intolerable nitidez la idea de que mientras tanto, a mil trescientos kilómetros, Roderer estaba encorvado sobre su escritorio, de que en todos mis tiempos muertos él seguía pensando.
Volví a Puente Viejo en las vacaciones de verano, después de rendir los exámenes de diciembre. En la estación de ómnibus me estaba esperando mi hermana; en aquel año se había transformado en una chica abrumadoramente hermosa; nos miramos y reímos al mismo tiempo, algo incómodos.
– Te dejaste el pelo largo -dijo ella.
– Y vos -empecé admirado-, vos… -Pero ella me abrazó antes de que pudiera decirle nada. Vi afuera, perfectamente estacionado, el viejo Peugeot de mi padre.
– Hey -dije-, ¿y desde cuándo sabes manejar? Si yo te había dicho… ¿Quién te enseñó?
Volvió a reírse.
– No te preocupes -dijo-: aprendí sola.
Amanecía y la calle de acceso estaba desierta. Yo miraba su cara de perfil, atenta a las indicaciones del camino, miraba el bello ángulo de la garganta, el cambio misterioso y decisivo de su cuerpo y ella giraba cada tanto la cabeza y sonreía entristecida, como diciendo: sí, pero eso no cuenta.
A la tarde, después del almuerzo, desaté sin querer una discusión en mi casa. Mi padre, a quien había encontrado más callado que de costumbre, se había ido a la biblioteca, a dormitar en su sillón. Cristina se había puesto la malla para acompañarme al mar y cuando apareció otra vez en la cocina yo hice en voz alta una broma sobre novios y pretendientes.
– Sí -dijo mi madre-, hacen cola, pero tu hermana es Mademoiselle No. Imagínate: prefirió ir sola al baile de fin de curso.
Cristina se volvió hacia mí. -.
– Mamita quería que fuese con Aníbal., -¿Con Aníbal Cufré? -dije yo, incrédulo.
– Cambió mucho -dijo mi madre-, desde que trabaja es otro muchacho. Y yo solamente dije que me daba lástima: venía todos los días con flores.
– De Florerías Cufré -dijo mi hermana-: el único que quiso emplearlo fue el tío.
– Por lo menos no es drogadicto -observó calmosamente mi madre.
Mi hermana enrojeció de furia.
– Yo me voy -dijo-. Te espero en el espigón.
– No me mires así -dijo mi madre alzando los platos-. No puedo evitarlo: me preocupan mis hijos. Y esto no es la Capital. Sobre todo para una mujer; si no viene a dormir de noche, tarde o temprano alguien se va a enterar.
Encontré a Cristina sentada en la arena, abrazada a las rodillas. Se había puesto un buzo sobre la malla y lo había estirado para cubrirse las piernas, como una débil defensa contra el viento. No había empezado todavía la temporada y sólo se veían, muy lejos, dos o tres cañas, los viejos compañeros de pesca de mi padre. Me senté a su lado y saqué dos cigarrillos; el viento no dejaba de soplar y me costó encenderlos.
– Perdí la práctica -dije; ella sonrió y se quedó mirando un instante la pequeña brasa en la punta.
– Fumé una vez en casa -dijo-. No delante de mamá; pero estaba papá.
– ¿Y qué dijo?
– Pasó de largo y se rué a su sillón; no le importó. Pero creo que últimamente no le importa nada: hay días que se pasa toda la tarde sentado. Va a cerrar el estudio, me parece; quiere pedir la jubilación.
– Sí, algo me contó mamá. ¿Y ella, como está?
– ¿Mamita? Igual que siempre; y nunca se va a jubilar.
Hablábamos todavía con cautela, ensayando el modo de antes, como si no estuviéramos muy seguros de cuánto seguía igual y cuánto había cambiado. Ella juntaba mecánicamente puñados de arena y evitaba mirarme, tal vez porque yo la miraba demasiado. En un momento nos quedamos en silencio; los dos presentíamos que se había acabado lo que era fácil de contar. Le pregunté entonces por Roderer. Fue sencillamente eso, una pregunta, pero me miró furiosa, y dolorida, como si le hubiese dado un golpe a traición.
– Te mandó ella, ¿no es cierto? Te mandó mamá.
Le juré que no, pero no me creyó; hundió el cigarrillo en la arena y se levantó bruscamente.
– En el fondo son los dos iguales; y no entienden nada. ¡No entienden nada!
Se fue caminando hasta la orilla del mar.
Y se quedó parada allí, con los brazos cruzados y la cabeza encogida, como una figurita temblorosa al lado del agua.
No pasó mucho tiempo antes de que empezara a invadirme el mismo desasosiego que había sentido en Buenos Aires. Me pesaban como una culpa las horas vacías al sol, la indolencia adormecedora del verano; ni siquiera me divertía ya meterme con mi canoa en el mar o acompañar a mi padre cuando se quedaba de noche pescando. No me sorprendió no encontrar a Roderer en la playa: debía detestar el aspecto de Puente Viejo en la temporada, con la arena llena de latas de cerveza y el espectáculo de la gente amontonada al sol. Yo tenía planeado ir a visitarlo -había en realidad algo que había "visto y oído" y que quería contarle- pero una íntima resistencia, un orgullo estúpido, me hacía postergar de un día a otro la visita. A mediados de enero me encontré una tarde en el Correo con su madre. Yo estaba en la fila de franqueo y no la escuché acercarse.
– Déjeme adivinar -me dijo y puso una cómica cara de embeleso-: carta para una novia.
Admití, riendo, que era algo así. Nos miramos con afecto.
– Se dejó el pelo largo. Y está más flaco. ¿Su novia no sabe cocinar?
– Y usted se cambió el peinado -dije.
– Sí que es observador. -Se tocó ligeramente el pelo.- No me quedó más remedio: tengo un quiste aquí y últimamente creció un poco. Nada serio, dicen los médicos. Pero feo de ver. A mi edad -suspiró- nada se hace por simple coquetería.
– ¿Cómo está Gustavo? -pregunté.
– Igual que siempre -dijo desalentada-. Encerrado. Pero escúcheme: si usted sigue tan caballero como lo recuerdo, podría ayudarme con este paquete y hablar un rato con él. Son frascos de dulce de leche. ¿Estaba enterado de mi nueva ocupación? Le voy a hacer probar mis alfajores.
Durante el camino me siguió hablando con ese entusiasmo casi juvenil que me hacía sentir vagamente culpable; yo la escuchaba sólo a medias: estaba pensando cómo sería volver a entrar en esa casa, ver otra vez a Roderer. Elogié mecánicamente un cantero de azaleas en el jardín de entrada.
– Me habían dicho que no iban a crecer aquí -dijo, orgullosa, y se detuvo un instante a contemplarlas-. Pero ya ve. -Se inclinó para arrancar un yuyo, las miró otra vez y me sonrió, algo avergonzada:- Será porque yo les hablo.
Me ayudó con el paquete en los escalones del porch y se adelantó para abrir la puerta.
– ¡Gustavo! -escuché que llamaba. Entré y dejé los frascos en la cocina-. ¡Gustavo! -volvió a gritar la madre-: Una sorpresa.
Roderer se asomó a la puerta del cuarto y me saludó apenas con un gesto. No había cambiado nada. Forzando la atención me pareció que tal vez sus ojos estaban algo más brillantes y que sus manos tenían un ligero temblor nervioso que yo no recordaba. También el cuarto estaba intocado, como si el tiempo no hubiera transcurrido allí adentro. Saqué por mi cuenta la pila de libros de una de las sillas, decidido esta vez a no tomármelo en serio.
– ¿Sigues encadenado a este montón de libros cubiertos por el polvo que envuelve desde el viejo papel hasta lo alto de las bóvedas?
Roderer sonrió a su pesar; yo seguí, entusiasmado, imitando el tono grandilocuente de las representaciones universitarias.
– ¡Sal al ancho mundo! En vano es esperar que una árida reflexión te explique los signos sagrados.
– El ancho mundo… como trampa es demasiado vieja; así tentó a Cristo en la cima del monte. Todas estas cosas te daré: los reinos y la gloria de este mundo. Con tal de que cediera a la vida, de hacerlo vivir una vida humana. Ese es su juego: extinguirnos en el mundo. Pero el mundo es sólo un ejemplo, los reinos de este mundo son los reinos de lo accidental.
– Puede ser, pero tenes que reconocer que hay accidentes muy admirables.
Roderer siguió mi mirada. Dos chicas que volvían de la playa se habían detenido casi frente al ventanal. Esperaban a otras dos que venían algo más atrás, con una loneta y una sombrilla. Cuando cruzaron, una de ellas señaló, riendo, hacia nosotros y antes de desaparecer las dos últimas se dieron vuelta y alzaron la mano para saludarnos. Me di cuenta de que tenía en ese momento una leve ventaja: Roderer no podía saber cuánto había cambiado yo en aquel ano. Esto me dio una repentina sensación de impunidad.
– Esa tentación -dije- no vas a poder resistirla.
– Claro que sí -me respondió, molesto; y luego, como arrepintiéndose de su brusquedad, me dijo en otro tono-: Si algo sé es que lo que no se reveló hasta ahora a nadie no lo voy a tener por menos de la vida entera. Y eso es lo que estoy pagando, no lo dudes, por conocer la respuesta.
– Pero ¿y si no hubiera respuesta? ¿Si pudiera demostrarse, por ejemplo, que la solución está fuera de los límites de la razón humana?
– Si te referís a los argumentos kantianos…
– No. Estaba pensando en un resultado de la lógica matemática que se probó hace muy poco, un teorema absolutamente irrefutable. Se lo escuché mencionar a Cavandore, un matemático argentino que está en Cambridge y dio en Buenos Aires una serie de conferencias. Dijo que los alcances no están todavía del todo aclarados, pero que puede ser el último clavo para enterrar la filosofía. Lo que demuestra el teorema, básicamente, es la insuficiencia de todos los sistemas conocidos hasta ahora. De todos: desde las cosmogonías más antiguas y los grandes sistemas del siglo diecinueve hasta los últimos intentos del estructuralismo y el Círculo de Viena. Esto solo, aunque ya es bastante impresionante -dije, tratando de repetir las palabras de Cavandore- no sería tan nuevo, porque después de todo la sensación de ese fracaso ya está, de mil modos, y desde hace más de un siglo, en el espíritu de la época; está, incluso, dentro de la filosofía, desde Kant en adelante. Que ahora los matemáticos lo pongan en fórmulas no debería sobresaltar a nadie. Pero lo que si es nuevo, lo que hace al teorema verdaderamente extraordinario, es que en la demostración se logra abstraer la noción exacta de sistema filosófico y entonces el resultado central, por lo que parece, podría aplicarse no sólo hacia atrás, como hasta ahora, para invalidar los sistemas conocidos, sino también hacia adelante, lo que liquidaría la posibilidad de cualquier pensamiento filosófico futuro.
Esto último dio de lleno en el blanco. Roderer se demudó y dijo contra su voluntad:
– Parece interesante; me gustaría verlo.
– Sí, me imaginé que te interesaría; le pedí las referencias a Cavandore y lo estudié por mi cuenta: la matemática que se usa es bastante elemental. Puedo enseñártelo si querés -dije. Por primera vez estaba disfrutando-. Claro que hacer la demostración en detalle llevará su tiempo, hay algunas definiciones que deberías aprender; pero mañana o cualquier otro día podemos empezar.
– Hoy mismo; puedo decirle a mi madre que prepare algo de comer para más tarde. ¿O necesitas traer algún libro?
El tono imperioso de Roderer, que antes me hubiera sublevado, esta vez me hizo sonreír.
– No; me lo acuerdo bien. Sólo voy a precisar lápiz y papel.
Se trataba, por supuesto, del gran Teorema de Seldom, que estaba conmocionando al mundo de las matemáticas, el resultado más profundo que daba la lógica desde los teoremas de Gódel de los años treinta. Ya se sabía que Seldom había ido mucho más allá; sólo faltaba precisar cuánto. Existe ahora una versión aligerada de la demostración, debida, creo, a Liéger y Sachs; la prueba original de Seldom era larga y fatigosa y tuve, naturalmente, que empezar desde muy atrás: Roderer apenas recordaba la matemática del secundario. Me había dado unas hojas cuadradas, muy grandes, con los bordes amarillentos, que empecé a llenar con las primeras definiciones y con algunos ejemplos muy sencillos. Avanzábamos con una lentitud insólita: un momento, me decía casi a cada paso y se quedaba largo rato cavilando sobre la implicación más obvia, o bien, me hacía preguntas desconcertantes, preguntas que a cualquier otro le hubieran hecho sospechar que Roderer no entendía nada de nada. Pero yo me acordaba demasiado bien de cierta partida de ajedrez y no estaba dispuesto a subestimarlo. Al principio creí que trataba de comparar esos conceptos matemáticos que eran nuevos para él con las categorías filosóficas usuales; que quería, por así decirlo, asegurarse de estar entendiendo en toda su extensión los términos del lenguaje formal. Pero el recelo con que analizaba cada uno de los argumentos me hizo pensar luego algo mucho más descabellado, algo increíble, y que sin embargo se correspondía perfectamente con su modo de ser: que Roderer, con su media clase de matemática, estuviera tratando de detectar un error en la demostración de Seldom.
Fuera como fuere, demoré casi una semana en llegar al resultado crucial de la teoría. La madre me abría encantada la puerta cada tarde y nos preparaba sandwiches a la hora de cenar, o nos llevaba café cuando se hacía muy tarde. Siempre era yo el que proponía continuar al día siguiente; cuando me levantaba de mi silla, Roderer juntaba y numeraba las hojas escritas y al despedirme me quedaba la sensación de que apenas yo cerraba la puerta él volvía a sentarse y las seguía repasando toda la noche.
El último día, como si por fin se hubiese resignado, me escuchó sin interrumpirme, en un silencio hosco, casi desatento. Reuní uno a uno los hilos de la demostración, obligándolo a reconocer la justeza de cada uno, y tiré de ellos a la vez con el argumento simple y milagroso de Seldom. Roderer no hizo ningún gesto: su cara se mantuvo imperturbable, como si no lo hubiera alcanzado todavía la revelación que contenía el teorema.
– No se habla aquí de sistemas filosóficos -dije-, pero por supuesto, todo sistema filosófico es una teoría axiomática en el sentido de Seldom: las cosmogonías antiguas, el sistema aristotélico, las monadas de Leibniz, incluso la dialéctica hegeliana, o la marxista, todas son concepciones basadas en una cantidad finita de postulados. La idea misma de sistema filosófico precisa que se fije, aunque sea provisoriamente, alguna noción primitiva sobre la que pueda hacer pie la razón. Y como caen dentro de las hipótesis del teorema están condenados a la paradoja de Seldom: o bien son decidibles y en ese caso no pueden pretender un gran alcance, porque son demasiado simples, o bien, si tienen el mínimo necesario de complejidad, ellos mismos originan sus fórmulas inaccesibles, sus preguntas sin respuesta. En fin -dije, cobrándome una antigua cuenta-: o la escala es muy pequeña, o tienen agujeros insalvables.
Roderer guardó en silencio las últimas hojas con las demás y me despidió luego fríamente. Cuando abandoné la casa, cuando salí al aire tibio y sereno de la tarde, me invadió una euforia difícil de explicar, una alegría casi insana. Ya se había ido el sol pero persistía esa claridad extendida de los atardeceres de verano. Bajé a la playa, que estaba desierta, y corrí por la franja de arena húmeda junto a la orilla; corrí como un enloquecido, llevado en el aire por el estruendo profundo del mar, y en el vértigo de los pies sentí que la vida se bastaba de nuevo a sí misma.