No volví a Puente Viejo en las vacaciones siguientes; quería "ver mundo" y apenas terminaron las clases, con un dinero que había ahorrado durante el año, hice un viaje al Norte, sin planear demasiado el itinerario. Desde Salta crucé a Bolivia y cambiando dos veces de ómnibus seguí hasta Puno, en el Perú, y desde allí, siempre por tierra, hasta el Cuzco. En una tarde imborrable de enero, al día siguiente de mi llegada, hice el ascenso a pie al Machu Picchu; se había anunciado lluvia a la mañana y los contingentes turísticos no habían subido; me encontré al bordear la ciudadela absolutamente solo y, con la sensación de estar pisando suelo prohibido, me asomé, desde la roca funeraria, al valle sagrado de los incas. Estremecido, extático, sentí vacilar por primera vez mi orgulloso ateísmo, como si fuera a ser arrasado por ese silencio infinito. Y aunque me quedé luego en el Cuzco casi un mes entero, no volví a las ruinas; temía, sobre todo, que el flash de una cámara, la voz de los guías, o una exclamación en inglés, pudieran arruinar de algún modo ese recuerdo sobrecogedor. A fin de enero, cuando ya había decidido volver, conocí en una plaza de compra y venta a una estudiante árabe de Arqueología, que me convenció de acompañarla hasta Chancay, al norte de Lima, a las huaquerías en los cementerios preincaicos. Compré en una feria, con el dinero que había reservado para el pasaje, una mochila y unas ojotas de llanta; me sentía, por primera vez, aventurero, irresponsable, feliz, y me dejé arrastrar por ella, de pueblo en pueblo, hasta el fin del verano.
Encontré a mi regreso dos cartas bajo la puerta. La primera era una cédula del Ejército, con la citación para cumplir el servicio militar; la otra era una carta de Roderer. La guardé cuidadosamente todos estos años, sin conseguir formarme una opinión definitiva. La transcribo tal como la recibí, sin fecha ni encabezamiento.
Sé que no te agradecí como hubiera debido la lección del verano pasado. Todos estos meses estuve sobre esas hojas que me dejaste y a medida que pasa el tiempo mi deuda de gratitud no hace sino aumentar. Es verdad que tuve un primer momento de duda, incluso una vacilación. Pero cuando el pensamiento ha llegado suficientemente lejos, toda nueva oposición es sólo en apariencia oposición: en realidad señala la próxima altura a conquistar y la razón la recoge en sí al pasar, se alimenta de ella, y ala vez la suprime y la conserva. El teorema de Seldom no invalida la posibilidad de un sistema filosófico. No podía hacerlo por un motivo absurdamente sencillo: porque yo, como adivinaste, estaba desarrollando uno, un sistema que sin duda no era trivial y tampoco -esto lo sé ahora-tiene inaccesibles. Y sin embargo el resultado de Seldom es irreprochable y es cierto también que reduce a modestas especulaciones todos los sistemas filosóficos anteriores. Pero no alcanza al mío, que es de una naturaleza distinta. La razón de que esto sea así, como sucede en estos casos, es difícil de descubrir y fácil de explicar: ocurre que todo el pensamiento filosófico, hasta ahora, estuvo penetrado hasta las raíces por una lógica binaria. No podía ser de otro modo, porque la formación del pensamiento lógico es anterior a toda filosofía. No sólo los métodos de demostración, las formas de validación o las refutaciones; incluso las categorías están fraguadas en la única lógica que conocía el hombre, el rígido ser o no ser aristotélico. Y los que trataron luego de evadirse -Spinoza, Hegel, Lukasiewicz-, consiguieron imaginar, sí, cómo podrían ser las leyes o los fundamentos de una filosofía distinta, pero los concibieron desde esa limitación binaria que está incorporada a la matriz del pensamiento. Los imaginaron como imaginaría un círculo un hombre que sólo conociera las líneas rectas. El teorema de Seldom da cuenta de esa imposibilidad esencial, de ese error de origen. Se me ocurre para vos otro símil geométrico, quizás más preciso: si se piensa a la lógica binaria como un plano verdadero-falso, el teorema de Seldom alcanza a todas las figuras racionales que puedan dibujarse en ese plano, pero no a una que estuviera trazada en el espacio.
Sin saber nada de esto, yo había partido de una página olvidada de Nietzsche sobre la formación del pensamiento en la mente de los hombres, la descripción de la lógica como el resultado de una larga serie de simplificaciones, necesarias para la supervivencia, pero fatalmente ilógicas: la inclinación dominante a tratar las cosas parecidas como si fueran iguales, a desestimar lo cambiante y lo transitorio, a suprimir las fluctuaciones, a ceder en cada ocasión el triunfo al instinto animal, más rápido y activo, sobre la circunspección o la duda; la lógica, en fin, como un antiguo malentendido que el sopor de la costumbre no nos deja ver. En esas pocas líneas estaba condensada la sensación de extrañeza de toda mi vida. Por primera vez sentí que quizás no fuera yo el equivocado y me dediqué a repensar todo lo que hasta entonces había aprendido, a empezar desde "primeros principios" revisándolo todo. No podrías imaginarte, nadie podría hacerlo, la desesperante lentitud con que avanzaba, tratando de separar, una y otra vez, lo que la costumbre había igualado, esforzándome por recuperar todos los estados intermedios del pensamiento, los razonamientos precarios, los nexos perdidos u olvidados, las intuiciones primitivas, y sobre todo los contenidos, que estaban increíblemente arrasados, casi aniquilados, por la igualdad formal. Pero adquirí en estos años un método, una facultad para discernir que se eleva sobre lo humano, un nuevo entendimiento que abrirá las puertas de otro cielo, un cielo todavía vacío que espera a los hombres. Mi triunfo es, sin embargo, un triunfo a medias. Está amenazado. Ahora sé -vos me lo dejaste saber- hasta qué punto estoy solo. Lo que me queda por delante, el último problema, es quizás el más difícil. Hacer inteligible para la vieja razón humana esta nueva ciencia. ¿Te das cuenta de la dificultad maligna que hay en esto? No es lo mismo estar sano que saber curar al enfermo. ¿Cómo hacerle entender a la razón lo que ella nunca podrá entender? ¿Cómo lograr que se me comprenda? Hasta entonces estaré expuesto. Deséame suerte: llevo una llama del fuego más guardado, voy sobre regiones vedadas desde siempre al pensamiento humano.
Releí esta carta muchas veces a lo largo del tiempo; en un primer momento sólo quise ver en ella los signos declarados de algún tipo de locura, una especie de misticismo intelectual, o una triste y risible megalomanía. Aquello del nuevo cielo, ¿no revelaba por sí solo una perturbación mental? Llegué a pensar también que todo podía ser una fabulación ideada por Roderer para no reconocer su fracaso; una salida de ingenio: atribuirse la posesión de un secreto que por su misma naturaleza no podría develarse. Igualmente, no me decidí nunca a tirar la carta: el argumento central y el símil geométrico me resultaban, casi a mi pesar, convincentes; ¿por qué no podía ser cierto también lo demás? Sea como fuere, al leerla ahora, sólo consigo ver, agigantadas y patéticas, las dos palabras casi escondidas del final, las únicas que pueden justificar que Roderer haya realizado una acción tan extraña en él como caminar hasta el Correo para enviarme una carta. Deséame suerte, lo más parecido a un grito de auxilio que fue capaz de emitir.
En marzo de aquel año empecé el servicio militar, en el regimiento 7 de Infantería. Mi buena suerte no me había alcanzado para librarme en el sorteo y tampoco durante la revisación médica. Después de mucho pensarlo, había decidido no pedir la prórroga universitaria: imaginaba que todo sería cuestión de atravesar el período de instrucción y que apenas me dieran destino me las arreglaría de un modo u otro para recuperar el año. La realidad trajo algo mucho peor. Cuando aún no habíamos cumplido el primer mes de adiestramiento, nos despertaron un día de madrugada, nos reunieron en el patio de armas del batallón y nos anunciaron que el país entraba en guerra. Galvanizados de estupor, sacudidos por los gritos de los oficiales, preparamos febrilmente el equipo de campaña y antes del mediodía subimos a un tren militar con destino al Sur. La noticia de la guerra, como un golpe de efecto teatral, había levantado en vilo al país. En cada pueblo, en cada estación, la gente se agolpaba junto a las vías, con bombos y banderas; y en esas caras entusiasmadas, en el desfile incesante de manos que nos despedían entendí por primera vez la frase de Roderer: el mundo es un ejemplo.
Muy entrada la noche llegamos al cruce de Urpila, a siete kilómetros de Puente Viejo. La gente del pueblo había ido hasta allí con linternas y faroles y habían encendido una gran fogata para esperarnos. Noté con desesperación que el tren no aminoraba la marcha. Saqué la cabeza y los brazos por la ventanilla y escuché en la oscuridad gritar mi nombre. Distinguí a mis padres, que corrían torpemente a la par del tren y vi, más atrás, a mi hermana. Estaba detenida junto al fuego, con los brazos en alto; alguien la abrazaba por la cintura, alguien que también me saludaba: era Aníbal Cufré.
Nuestro batallón fue asignado a la defensa de Monte Harriet, en la isla Soledad. Son curiosos los registros del tiempo; se supone que estuvimos allí apenas un mes y medio. El día de la rendición, por la noche, caímos prisioneros y durante casi una semana, hasta que terminaron las negociaciones, estuvimos encerrados en la iglesia de Puerto Argentino; luego, nos embarcaron en el Canberra con los restos de los demás destacamentos. Allí en cubierta, por primera vez en setenta días pudimos bañarnos, pero tuvimos que ponernos la misma ropa destrozada. Nos desembarcaron a la altura de Puerto Madryn, donde nos esperaba un equipo de enfermería con comida caliente y ropa limpia. Recién entonces sentí que todo había terminado. Yo, que no estaba herido, volví por tierra, en uno de los camiones de Gendarmería. A la altura de Puente Viejo pedí permiso para visitar a mi familia y me concedieron veinticuatro horas, con la obligación de reportarme a mi unidad al día siguiente. El camión me dejó en la ruta, a la entrada del pueblo. Era una mañana fría y luminosa; las calles, los árboles, el aire, todo parecía intocado, y brillaba débilmente con la primera luz del sol. La puerta de mi casa estaba, como siempre, sin llave, y desde la cocina llegaba, como un perfecto milagro, el olor a café del desayuno. Dieron al verme una exclamación de sorpresa.
– Soy yo -dije, y hubiera querido gritar: soy el mismo, el mismo.
Me abrazaron atropelladamente, riendo y hablándome todos a la vez. Mi madre me soltaba para mirarme y me volvía a abrazar y Cristina, que me había agarrado de la mano, no dejaba de sonreírme entre las lágrimas. Trajeron otra silla y tuve que hablar de la guerra, pero se dieron cuenta, creo, de que no quería contar demasiado. Nos quedamos de pronto en silencio los cuatro.
– Mejor cuéntenme ustedes -dije.
– Por aquí, ya sabes, nunca hay demasiadas novedades -dijo mi madre-. Tu hermana tiene una -y sonrió con aire feliz.
– Ah, sí -dije-: algo vi desde el tren; pero creí que me mentían los ojos.
Cristina, que se había levantado a traer más café, me miró suplicante.
– A él lo movilizaron en el segundo llamado -dijo mi madre-, pero tuvo más suerte: le tocó en el continente. Ya debe estar también por llegar; y adivina lo que le prometió Cristina. -Se detuvo, radiante.- Cristina, ¿se lo voy a tener que decir yo?
– Nos vamos a casar -dijo mi hermana-. A fin de año.
Dije que me parecía una locura, que Cristina tenía apenas dieciocho años y recién estaba terminando el secundario. Mi madre sonrió impasible.
– Yo también me casé a esa edad; puede esperar para tener hijos. Lo que pasa es que está hablando un ataque de celos. Voy a buscarte una ropa de tu padre, así te podes duchar.
Me llamó entonces desde el dormitorio.
– Hay otra noticia; nada alegre. La señora Roderer está muy grave, tiene un tumor cerebral. Deberías ir a verla, preguntó tanto por vos este tiempo. Y ya le queda muy poco. Está en su casa ahora: en el hospital necesitaban la cama y no la quisieron tener más.
Fui a visitarla antes de tomar el tren de regreso. Tuve que tocar dos veces el timbre y golpear en una de las ventanas antes de que Roderer saliera a abrirme. Estaba sin afeitar, con la ropa arrugada; parecía más que nunca ensimismado y huraño. Me miró con extrañeza, como si mi aparición fuera algo inexplicable que le exigiera la modificación crucial de una hipótesis.
– No creí… -y sin terminar la frase me tendió intempestivamente la mano, como para corregir una expresión involuntaria que por un instante había aparecido en su cara, una expresión fugaz pero inconfundible: era miedo. Qué doloroso, y al mismo tiempo, qué característico, que yo equivocara las cosas y en ese único gesto de afecto que Roderer tuvo hacia mí creyera ver una simulación y confundiera ese miedo con un temor intelectual. En realidad -pero esto sólo ahora puedo reconstruirlo-, al abrir la puerta, en ese brevísimo instante de duda, su inteligencia debió señalarle el significado exacto de que yo hubiera vuelto indemne de la guerra; y él no quiso oír e igualmente me tendió la mano.
– Vine a ver a tu madre -dije. Asintió y me condujo por un corredor que no conocía; se detuvo delante de una puerta entornada.
– ¿Estás seguro de querer verla? -me preguntó-. Tuvieron que hacerle quimioterapia; tal vez ni te reconozca, sólo de a ratos está lúcida.
Entré. Vi sobre la cama, como un bulto, el cuerpo recogido, con la cara vuelta contra la pared; las mantas sólo dejaban al descubierto la nuca, de la que colgaban unos últimos mechones lacios. El tumor sobresalía detrás de la oreja, tirante y amoratado. Recordé el gesto leve con que se había tocado el pelo: Nada serio, dicen los médicos. Di un paso adelante, sin saber cómo llamarla. La cama despedía un pesado olor a colonia. Ella debió advertir que alguien entraba; sin mover el cuerpo torció el cuello y giró hacia mí la cabeza. Me miraba con uno solo de sus ojos.
– Usted -dijo, como si me esperara desde hacía mucho-. Dígame usted, que estudió tanto -y su voz dio un vuelco aterrado-: ¿por qué me tengo que morir?
Su mirada se mantuvo clavada en mí por un segundo y luego subió imprecisa al techo.
– No sabe -suspiró-, tampoco sabe. -Y dando vuelta la cabeza se arrebujó otra vez silenciosamente contra la pared.
Retrocedí, tratando de no hacer ruido.
– Creí… ella me habla dicho -murmuré-que era un tumor benigno.
– Es un tumor benigno -dijo Roderer con una fría furia-, ese es su sentido del humor. Absolutamente benigno. Un quiste óseo. Si hubiera crecido sólo por afuera, dijo el médico, sería cuestión de rutina. Los operan por docenas, todos los días. Con anestesia local. Pero se infiltró a través del cráneo. El médico no se lo esperaba, pero a veces sucede: invierten la dirección. Y ahora atravesó el cráneo y ya no puede hacerse nada. Sólo esperar a que siga creciendo y benignamente le seccione el temporal. -Su voz enronqueció.- Creí que bastaba con que hubiera dejado de hablarle, que la había apartado lo suficiente. -Sonrió con una mueca.-Debo estar muy cerca -dijo y súbitamente volvió a mirarme:
– Llévate a Cristina, sácala ya mismo de aquí.
El nombre de mi hermana en boca de Roderer me causó una honda impresión.
– Cristina -dije secamente- está por casarse.
– ¿Es que no entendés todavía? ¿O crees que va a frenarlo la marcha nupcial? Sé lo que estás pensando, sé perfectamente lo que pensás; pero de esto, por lo menos, deberías acordarte: lo que provoca un efecto existe, también es real.
Y al abrirme la puerta me volvió a decir: Llévatela.