Capítulo diez

Cuando salieron del restaurante, hacía un calor insoportable. Leigh deseó que se levantara la brisa para llevarse el ánimo severo que se había apoderado de Wade.

– No puede decirse que te hayamos ofrecido una bienvenida calurosa, ¿eh, Wade? Estoy segura de que desearías no haber vuelto.

– Siempre he sabido que acabaría volviendo-. Leigh supo a qué se refería. Sabía que volvería porque ella estaba allí. Se detuvieron bajo la luz de una farola. Los rasgos atractivos e indios del muchacho que se había ido se habían hecho más duros, los ojos habían perdido parte de su inocencia. Sin embargo, seguía siendo el hombre que ella conocía, el hombre que amaba.

Ella tenía un aspecto tan hermoso a la luz de la farola que Wade se preguntó por qué se empeñaba en resistirse a la atracción que le empujaba a abrazarla. Tenía que admitir que él era como las polillas que revoloteaban en torno a la luz que caía sobre ellos. No podía resistirse aunque acabara quemándose.

Leigh se puso de puntillas al mismo tiempo que él inclinaba la cabeza y sus labios se unieron. Wade le había hecho el amor a muchas mujeres, pero ninguna había conseguido encender la pasión que Leigh desataba con un mero roce de los labios. Quería encontrar algún lugar para poder hacer el amor al aire libre. Quería olvidar el pasado para concentrarse en el futuro.

Leigh lo abrazó y deseó no haberlo perdido nunca. La lengua de Wade penetró en su boca iniciando un duelo sensual que la elevó por encima de Kinley y sus mortíferos secretos. La estrechó contra sí y ella pudo sentir la evidencia de su deseo apretándose contra su vientre. Tras unos momentos. Wade la apartó de sí temblando.

– Ya que estamos en un lugar público no me parece acertado que sigamos así.

Leigh se sonrojó porque había sido él quien había puesto los pies en la tierra. A ella ni siquiera se le había ocurrido que pudieran encontrarse con alguien. La tomó de la mano y continuaron su paseo. La noche era muy oscura, pero Leigh se sentía a salvo e incluso un tanto optimista. Había una ventana abierta a la esperanza de renovar su relación.

– Wade, ¿por qué no me hablas de tu padre?

Sintió que la mano de Wade se tensaba. Al instante, supo que había hecho la pregunta equivocada. El frágil vínculo se quebró y Wade le soltó la mano.

– ¿Hay algo que Burt no te haya dicho ya? No vayas a negar que Burt está detrás de esa pregunta porque ya ha hablado conmigo.

– No pensaba negarlo. Burt me ha hablado de tu padre, pero quería saber la verdad de ti.

– ¿Qué te ha contado?

Leigh sintió un desánimo infinito. Parecía que cada vez que daban un paso hacia delante en sus relaciones ocurría algo que las empujaba hacia atrás.

– Que se llamaba Willie Lovejoy y que murió el año pasado.

Wade se sentó en uno de los bancos que flanqueaban la calle principal y Leigh lo imitó. Su herencia india nunca le había parecido tan pronunciada. El pelo era más negro que la noche y su nariz recta destacaba contra el alumbrado.

– ¿Te ha dicho que murió en un psiquiátrico? Es verdad. El pobre estaba loco. Y ahora veamos si puedo imaginarme cómo funciona la mente de Burt. Estoy seguro de que cree haber hallado mi motivación para raptar niñas. Estoy loco, igual que mi padre.

Leigh esperó en silencio a que Wade continuara. Cuando habló, pareció que un dique se había roto en su interior. Un torrente de palabras tristes en un tono suave.

– Willie Lovejoy nunca fue un buen hombre, lo que es difícil de decir del propio padre. Pero yo no le consideraba mi padre. Ni siquiera lo vi hasta hace unos pocos años en ese psiquiátrico. Fui a su habitación con las rodillas temblando, pero no era alguien que pudiera ponerme nervioso. Estaba sentado en la cama, vestido con un camisón verde y miraba fijamente hacia delante. Podría haber jurado que no había nadie en el cuarto.

– Willie era el secreto de mi madre. Jamás habló de él. Hace un par de años necesité una copia de mi certificado de nacimiento. Mi madre me dijo que no lo tenía, de modo que escribí a Tejas. Así me enteré de que tenía padre y de cómo se llamaba.

Wade hizo una pausa. Un búho ululó entre los árboles mientras los grillos proseguían con su concierto nocturno.

– Me quedé muy sorprendido. Como sabía que mi madre no me contaría nada, fui a ver a una tía que tengo allí que no puso reparos en contarme la historia. Willie Lovejoy era un indio de pura sangre que vivía en una reserva a pocos kilómetros de la casa de mi madre. Bebía demasiado, peleaba demasiado y blasfemaba demasiado. Sin embargo, por alguna razón inexplicable, a las mujeres les gustaba. Mi madre se enamoró de él cuando tenía dieciséis años. Willie tenía casi veinticinco, pero eso no le detuvo. La dejó embarazada y no quiso volver a verla cuando se lo dijo.

– Unos cuantos años después, empezó a actuar de una manera extraña. Dejó su trabajo en una gasolinera y empezó a vivir en las calles mendigando y negándose a ducharse. Luego le dio por exhibirse entre las chicas y lo detuvieron. Le diagnosticaron una esquizofrenia y lo ingresaron en un centro. Una gran figura paterna, ¿verdad?

– Lo siento, Wade. No lo sabía.

– Lo que me revienta es cómo la gente se precipita a sacar conclusiones. No creo que Burt tenga la más remota idea de lo que es la esquizofrenia. Yo sí. Los descendientes no tienen necesariamente que ir por ahí secuestrando y asesinando niñas.

– Nadie te ha acusado.

– Públicamente no. Pero ya me han condenado. Vamos -dijo levantándose-. Será mejor que te lleve a tu casa.

Las revelaciones sobre su padre parecían haberles separado aún más. Cuando un búho dejó escapar su lamento en la distancia, Leigh sintió que era el sonido de su propio corazón.

– ¿A qué hora paso a recogerte para el funeral de Sarah? -preguntó Wade, cuando llegaron a la puerta de la casa.

– Wade, no creo oportuno que vayas. ¡Por favor! Escúchame antes de interrumpirme. Creo que te convertirás en una molestia para los que acudan. La atención se centrará en ti en vez de en la ceremonia. Ya sé que querías a Sarah, pero tu presencia allí no conseguirá otra cosa que encrespar los ánimos.

Wade sacudió la cabeza sin dar crédito a sus oídos. Siempre había sospechado que Leigh era como su padre en el fondo de su corazón.

– ¿Por qué han de encresparse los ánimos si le presento mis respetos a una niña que no mereció la muerte a la que la condenaron? Y todo porque alguien me guarda rencor.

– Ya sé que es injusto -dijo ella, tratando de apaciguarle-. Pero no creo que Kinley esté preparado para verte en los oficios. Creo que pondrás en tu contra a alguna gente que más te convendría tener de tu lado.

– ¿Te veré mañana? -preguntó él, bajando la cabeza.

No estaba seguro de si tenía una vena masoquista que él mismo desconocía. ¿Por qué pedía que le siguieran castigando?

– Me temo que no. Mañana cerramos la tienda por el funeral. Mi madre ha invitado a toda la familia a cenar y tengo que estar allí.

– Y, por supuesto, yo no estoy invitado.

Wade no deseaba cenar con su familia, pero estaba harto de que lo trataran como un apestado. Leigh estaba dispuesta a hacer el amor con él siempre que fuera en privado. Aún no podía mostrarle su afecto delante de su familia. No se explicaba por qué había esperado otra cosa de ella.

– No te molestes en decir nada. No crees que fuera apropiada mi presencia y tampoco me quieres en la digna mesa de los Hampton. No ha cambiado nada.

Giró sobre sus talones antes de que Leigh pudiera responder, pero también antes de que pudiera ver la ira y el dolor que inundaban sus ojos grises. El muro que había habido entre ellos se alzaba de nuevo en su sitio.


La pequeña iglesia estaba llena de gente. Todo el mundo estaba presente excepto Martha, que había preferido quedarse en Charleston rumiando sus recuerdos, y Wade. Leigh se sentía incómoda porque empezaba a cuestionarse si su ausencia no equivaldría a una admisión de su culpabilidad ante los ojos de Kinley.

– ¿Va a venir Wade? -preguntó Ashley.

Su hermana se había puesto un vestido blanco que contrastaba con el negro de Leigh. Pero la muerte de Sarah no había arrojado ninguna sombra en la vida de Ashley.

– Le pedí que no viniera. Pensé que la mayoría de la gente se sentiría molesta si le veían.

– Me parece muy acertado. Los ánimos ya están bastante exaltados.

Leigh vio que Everett se le acercaba. Lo hacía con tanta torpeza que tenía que disculparse con todos los ocupantes del banco por el que intentaba atravesar hasta ocupar un sitio junto a ella.

– Hola, Leigh -saludó mientras se subía las gafas.

– Hola, Everett.

Pero los pensamientos de Leigh estaban en otro sitio. Se le acababa de ocurrir que si Everett había ocupado uno de los últimos asientos vacantes, el asesino de Sarah estaba necesariamente presente en el acto. La sangre se le heló en las venas. Su mirada vagaba continuamente por la multitud en busca de posibles culpables. Reparó en Gary Foster, pero no podía creer que fuera capaz de algo tan monstruoso. Un carraspeo en la puerta le hizo girar la cabeza. Abe Hooper estaba allí, vestido con un traje marrón y roto, y una camisa que alguna vez debía haber sido blanca. Fumaba y había un bulto delator en uno de los bolsillos de su chaqueta. Sin mirar, supo que llevaba una botella de whisky. Leigh se preguntó a qué habría ido. A esas horas de la mañana, solía estar durmiendo la borrachera de la noche anterior.

El reverendo Manigault, un hombre de sesenta años, tomó su lugar ante el micrófono.

– Amigos míos, nos hemos reunido hoy aquí para recordar a una pequeña que no tuvo la oportunidad de convertirse en mujer. Una niña cuya vida fue arrebatada de una manera inimaginable para cualquier persona con corazón. Puede que nunca lleguemos a saber los motivos que…

– ¿Por qué no? -chilló Abe desde el fondo.

Todos los asistentes giraron la cabeza para ver quién hablaba. Pero el reverendo se limitó a carraspear antes de proseguir.

– Quizá nunca sepamos los motivos de este horrible crimen. No obstante, no debemos centrarnos en el aspecto negativo cuando pensemos en Sarah Culpepper.

– ¿Por qué? -insistió el graznido de Abe.

Burt se levantó y comenzó a avanzar entre la gente hacia la salida donde se encontraba el viejo borracho.

– Aunque vivió poco tiempo entre nosotros, Sarah dejó la huella de su sonrisa en esta comunidad. Su hora de reunirse con el Señor llegó demasiado pronto…

– ¿Por qué? -tuvo tiempo de gritar Abe, antes de que Burt lo alcanzara.

El jefe de policía le condujo fuera de la iglesia a lo que Abe no opuso resistencia.

– Su hora de reunirse con el Señor llegó demasiado pronto, pero no antes de plasmar su huella indeleble en Kinley.

Leigh no escuchaba el sermón. Había visto su oportunidad de hablar con Abe y no tenía intención de dejarla escapar.

– Perdona, Ashley. Tengo que irme.

– ¿Ahora?

Everett se inclinó torpemente para ver lo que sucedía.

– Creo que me he dejado el horno encendido -mintió Leigh.

Ya en la puerta, casi tropezó con Burt en su precipitación por darle alcance.

– El funeral no puede haber terminado -dijo el policía con aire escéptico.

– No, no. Es que no estoy segura de haber apagado el horno y es preferible que vaya a comprobarlo.

Leigh se zafó de su cuñado. Divisó a Abe que se dirigía al centro de la ciudad.

– ¡Leigh! -gritó Burt a su espalda-. Échale un ojo a Abe. Hoy está peor que de costumbre.

Se apresuró a ir tras de Abe. El viejo se movía con rapidez. Cuando llegó a su lado, estaba sudando por el esfuerzo.

– Señor Hooper -llamó a unos cuantos pasos.

Abe se detuvo. La miró recelosamente y entrecerró unos ojos teñidos de amarillo.

– ¿Por qué me sigues, niña? -gruñó.

– Quería hablar con usted sobre Sarah -dijo ella, resistiendo el tufo a alcohol.

– ¿Y qué te hace pensar que yo quiero hablar contigo?

– Sólo trato de averiguar lo que le sucedió. Me ha parecido, por sus comentarios en la iglesia, que usted podía saber algo -respondió ella, procurando no ponerse nerviosa.

Los labios del anciano se distendieron en una versión distorsionada de una sonrisa. Se echó a reír escupiendo pequeñas gotas de saliva.

– Ya he intentado decir lo que sabía, pero nadie quiere escucharme -dijo Abe mortalmente serio-. La gente de Kinley no quiere creer a un tipo como yo, ¿sabes? Todos piensan que sólo soy un borracho. Pero veo cosas y conozco asuntos e historias que nadie sabe.

– ¿Qué clase de cosas?

– Sé quién mató a la niñita porque lo vi con mis propios ojos. No la vi morir pero vi a quien lo hizo. Ella tenía problemas con su bicicleta y entonces él la cogió y se la llevó. Yo lo vi todo, pero él no lo sabe.

Leigh estaba paralizada. Un nudo le oprimía la garganta. Abe se refería a Wade. Era ridículo, pero no podía moverse del sitio. Tenía que sacarle más información.

– No lo entiendo. Si dice la verdad, ¿por qué el jefe Cooper no lo arrestó?

– ¡Oh! Le interrogó, ¡vaya que sí! Pero es un tipo astuto, casi convence al jefe para que me arrestara a mí. Sólo porque un hombre beba un poquito no se convierte en un embustero. No estaba a… ¿cómo se dice?

– Alucinando.

– Eso mismo. Bueno, pues el jefe no confió en lo que yo decía y, al cabo de un tiempo, dejé de decirlo. También sé que tú no me crees. Pero escúchame, niña. Andas en compañía de un tipo muy peligroso. Si no crees lo demás, por lo menos, fíate de lo que te digo.

Abe dio media vuelta y dejó a Leigh sola, clavada en el suelo. No supo cuánto tiempo estuvo allí antes de que se le ocurriera que debía cambiarse de ropa antes de ir a la casa de su madre. Echó a andar lentamente. Sólo podía pensar en Abe Hooper y en la terrible advertencia que le había hecho.


Rodeada de su familia, Leigh acabó por convencerse de que Abe deliraba. Era probable que su mente alcoholizada le hubiera hecho ver el crimen del que hablaba todo el mundo. Y no podía descartar la posibilidad de que él fuera el autor, pero era inconcebible que hubiera cometido el crimen en un delirio alcohólico para implicar a Wade.

– Leigh -la llamó su hermana-. La verdad, querida, es que últimamente parece que vives en otro mundo. Te preguntaba si te habías dejado el horno encendido.

– ¿El horno? -repitió Leigh con la mente en blanco.

– Sí, tu horno. ¿No te acuerdas que te fuiste del funeral para comprobarlo?

– ¡Ah, el horno! No, fue una falsa alarma. Ya sabes que esas cosas no te dejan tranquila hasta que las compruebas.

Leigh se dio cuenta de que toda la mesa la miraba. Estaba segura de que Burt no le había creído ni una sola palabra.

– Me alegro de que Sarah pueda descansar en paz al fin -dijo Grace Hampton.

Había sido una de las pocas personas que habían faltado a la ceremonia alegando que no podía soportar el sol de la mañana. Mirándola, presidiendo la mesa con su empaque regio, ninguno hubiera dicho que se trataba de una mujer débil.

– Me temo que no -apuntó Burt-. No podrá haber paz hasta que no haya arrestado al culpable.

– Eso suena como si ya estuvieras muy cerca. ¿No podrías darnos alguna pista? -preguntó Grace.

– ¡Mamá! -intervino Ashley antes de que su marido pudiera contestar-. Sabes muy bien que Burt no puede divulgar detalles mientras continúe la investigación. En especial esta investigación, considerando que Leigh está presente.

Leigh cerró los ojos. Al abrirlos otra vez, descubrió a su hermano Drew que la miraba con aire compasivo desde el otro lado de la mesa. Los dos habían sido víctimas de los comentarios de su hermana en innumerables ocasiones y sabían lo que se avecinaba.

– ¿Qué insinúas, cariño? -preguntó su madre como era habitual.

Cuando Ashley no contestó, Grace se dirigió a su hija menor.

– ¿Qué ha querido decir tu hermana, Leigh?

Leigh decidió que había llegado la hora de anunciar las malas noticias.

– Estoy segura de que ya te lo imaginas, madre. Pero por si te queda alguna duda, se refiere a que Wade Conner es el principal sospechoso. Burt no debe hacer comentarios estando yo presente porque paso demasiado tiempo en compañía de Wade, ¿no es así, Ashley?

Ashley asintió y Leigh tuvo que admitir por su expresión que debía sentirse como una miserable. Se le ocurrió que quizá su hermana no fuera tan manipuladora y malintencionada como siempre había creído. Quizá sólo fuera una bocazas.

– No creo haberte entendido -dijo su madre con una voz súbitamente gélida-. ¿Has dicho que sales con Wade Conner?

– Me has entendido perfectamente. Y para ser completamente sincera te diré que también estaba con él la noche en que Sarah Culpepper desapareció. Papá me ordenó que me mantuviera alejada de él, pero no le hice caso.

– Pero… yo pensaba que sólo era un rumor de mal gusto. Eres una jovencita muy tonta -la reprendió su madre, fingiendo una indiferencia que no sentía-. No era apropiado para ti cuando tenías diecisiete años y sigue sin ser apropiado ahora.

– ¿Y tú cómo lo sabes, madre? -preguntó Leigh en tono desafiante-. No puedes pretender que te escuche ya que nunca has tratado de averiguar qué veía en él. Papá y todos vosotros siempre le habéis visto como un niño sin padre que no pertenecía a nuestra categoría social. Pues bien, ahora es todo un hombre y un hombre educado. Es una pena que seáis tan cerrados de mente para no daros cuenta.

Todo el mundo en la mesa se quedó con la boca abierta. No era que no se hubieran dado cuenta de la cerrazón de Grace sino que nadie se había atrevido a decírselo hasta aquel momento. Leigh se dio cuenta de que no tenía caso seguir allí. Se levantó con toda la gracia y la elegancia que su madre le había inculcado.

– Si te he insultado, lo siento, madre. Sin embargo, lo he dicho de corazón.

Leigh miró a Grace, pero ésta apartó la mirada.

– Y ahora, si me excusáis, creo que ya he dicho bastante para una tarde.


La noche había caído y Leigh comía una bolsa de patatas fritas sola en su casa. Había pensado llamar a Wade, pero el recuerdo de su dolor la había detenido. ¿Qué podía haberle dicho? ¿Qué Abe Hooper le acusaba de ser el asesino?

El problema era que habían empezado a investigar con años de retraso y la pista estaba fría. Sin embargo, el presentimiento de que eran ellos quienes debían solucionar el misterio se resistía a abandonarla. No podía quitarse de encima la sensación de que faltaba una pieza en el rompecabezas. ¿Pero dónde encajaba en aquel desfile de despropósitos y personajes dispares? Simplemente, no tenía sentido.

Dejó la bolsa de patatas que empezaba a empacharla y se dirigía a la cocina a beber un vaso de agua cuando sonó el teléfono.

– ¿Hola?

– Mantente lejos del pasado -dijo una voz amortiguada tras un pañuelo.

Leigh se indignó. Alguien de su ciudad intentaba asustarla y no iba a tolerarlo.

– ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?

– Mantente lejos del pasado o te arrepentirás.

– ¿Quién eres?

Al otro lado de la línea colgaron. Leigh dejó el teléfono preguntándose qué clase de locura se había apoderado de Kinley. Si tenía que creer a Abe, aquella voz era la de Wade. Era ridículo. Wade no era el asesino. Si la amenazaba era porque se estaban acercando. No estaba dispuesta a consentir que el verdadero asesino la asustara ahora.

– No voy a mantenerme lejos de nada -dijo en voz alta mirando al teléfono.

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