Capítulo tres

Leigh dejó el anuario para intentar retornar al presente, pero el pasado la retenía entre sus redes. Sarah Culpepper nunca había sido encontrada ni tampoco su secuestrador. Conforme pasaron las semanas y el jefe Cooper no avanzaba en el caso, la gente dejó de llamar secuestrador a Wade para tacharlo de asesino. Las únicas personas que lo consideraban inocente eran Ena, los tíos que habían criado a Sarah y el jefe de la policía. Sin embargo, Leigh nunca rompió su silencio.

Leigh cerró los párpados con fuerza sin conseguir que las imágenes del pasado se desvanecieran. Si hubiera tenido el valor suficiente como para haber cumplido con su deber quizá podría haberlo superado después de tantos años. Recordaba vivamente la amalgama de amor, remordimientos y culpa que la habían atormentado durante aquellos días. Había obrado mal, pero sólo era una chica asustada por una sociedad rígida y un padre dominante. Pero el jefe Cooper nunca presentó cargos contra Wade y la necesidad de ir a confesarle lo que había sucedido aquella noche no se presentó. Wade desapareció dos semanas después del secuestro reforzando la opinión general de que él había sido el culpable. Leigh no había vuelto a verlo hasta la semana anterior.

Cuando se levantó de la cama, temblaba de pies a cabeza. Sólo habían mantenido una relación durante dos semanas, pero habían bastado para cambiarla para siempre. Intentó calmarse sabiendo que nunca podría ser neutral en lo referente a Wade. Hacía tiempo, le había inspirado una pasión ardiente que ahogaba todo sentido común. Al encontrarse de nuevo, otra clase de sentimiento la atormentara. Era la culpa.


El reloj era de oro y realzaba la elegancia de su muñeca. Eran las siete y media cuando llegó a la puerta de Wade. Se había ensimismado tanto en sus rememoraciones del pasado que no se había dado cuenta del transcurrir del tiempo. Cuando reparó en lo tarde que se le había hecho sólo tuvo tiempo de ponerse unos vaqueros y una camiseta limpios y peinarse con rapidez.

Se detuvo ante la decrépita casa que había sido de Ena para recuperar el aliento. Antes de que pudiera tocar el timbre, la puerta se abrió. Leigh dio un paso hacia atrás. Los últimos rayos de sol cayeron sobre Wade resaltando la masculinidad de su cuerpo. Tuvo la sensación de que tenía un aspecto aun más extraño que en el cementerio con su traje de sastre y su pelo cortado por un profesional.

– Ya me parecía que había oído algo aquí fuera. Adelante.

Leigh se dio cuenta de que Wade sí se había arreglado para la ocasión. Llevaba una camisa de manga corta y unos pantalones blancos. Ella se miró las zapatillas de tenis que se había puesto y se mordió los labios. Apenas había entrado en la casa y ya se encontraba en desventaja.

– Siento llegar tan tarde pero es que… -se detuvo al darse cuenta de lo que iba a confesarte-. Se me ha pasado el tiempo volando.

– Creí que habías vuelto a cambiar de opinión -dijo él, dándole a sus palabras una doble intención.

Hacía doce años no había aparecido a la cita. Ahora, llegaba media hora tarde y con aspecto desaliñado. Aquello le decía cuánto le importaba él.

– Vamos, la cena está casi lista.

Wade se dirigió al patio trasero y ella le siguió con un paso más lento. Nunca se había sentido cómodo dentro de la casa, ni siquiera de niño.

Parecía demasiado pequeña para albergar todos los muebles y cachivaches de Ena. No se sentía de ninguna parte. No le gustaba aquella casa ni aquel pueblo, pero tampoco le gustaba la violencia y las multitudes de Manhattan. Lo único que le gustaba de Nueva York era que la gente no chismorreaba de sus vecinos. A nadie le importaba nadie.

Cuando llegaron al patio, Leigh se dio cuenta de que Wade había hecho un esfuerzo para que la mesa quedara atractiva. En el centro había un jarrón con narcisos amarillos recién cortados. Unas copas de vino de tallo largo contrastaban con los platos de marfil a juego con los cuencos de las ensaladas. Un ventilador refrescaba el rincón, pero las manos de Leigh traspiraban. Se preguntaba por qué Wade se esforzaba en agradarla cuando su vieja traición se interponía entre ambos.

– Acabo de poner la carne en la parrilla. Estará hecha en un momento -dijo Wade sin mostrar ninguna expresión en su rostro-. Hace tanto calor que pensé que aquí estaría mejor.

Leigh asintió intentando dominar su nerviosismo. Se sentía tan incómoda en su presencia que le hubiera dado igual el frío o el calor.

– ¿Quieres que te ayude? -preguntó pensando que alguna actividad podría aliviarla.

– No. No hay nada que hacer.

Leigh se descubrió preguntándose en qué momento habría desaparecido el entusiasmo de su voz. El Wade que ella había conocido era un torrente de alegría y de ganas de vivir. El hombre que tenía delante parecía vacío, sin vida.

– Ya he aderezado la ensalada y descorchado el vino -prosiguió él-. Siéntate. Acabaré en un instante.

Se dio media vuelta y desapareció en la cocina. Se sentía tan incómodo como ella. Estaba irritando consigo mismo por el alivio que había experimentado al ver que ella no le había dejado plantada y con Leigh por no ser ni de lejos de la mujer que él había creído hacía tanto tiempo. Había sabido que la invitación no era una buena idea incluso antes de formularla. No quería mirarla y recordar lo que había resultado ser a la vez los mejores y los peores días de su vida. Sin embargo, había intentado de corazón que la cena fuera lo más agradable posible. Había intentado convencerse de que Leigh era una compañera de cena casual, pero no lo había conseguido. No era una mujer que acabara de conocer en la tienda de la esquina. Era la mujer que le había enseñado el significado de la palabra traición.

– ¡Maldita sea! -exclamó descargando el puño sobre el poyo de la cocina.


Leigh no pudo esperarle sentada. Fue al salón que había sido de Ena y pasó una mano por el mármol de la chimenea. Sobre la repisa había una foto de Wade y Ena. La había visto antes, pero nunca se le había presentado la oportunidad para estudiarla detenidamente.

Madre e hijo se habían retratado en la azotea de una de las torres gemelas de World Trade Center. Wade la abrazaba con un sólo brazo mientras reía. Los ojos de la mujer rebosaban de amor y alegría. Leigh suponía que había sido tomada por una de las sofisticadas amigas neoyorquinas de Wade. Sin embargo, se dijo a sí misma que ella no trataba de competir con ninguna chica de gran ciudad.

– Leigh, la cena está lista -dijo Wade desde la cocina.

A ella siempre le había gustado la manera que tenía de pronunciar su nombre. Parecía acariciar cada sílaba como si se tratara de algo muy importante. Respiró profundamente y se dirigió al comedor dispuesta a enfrentarse con lo que la velada le deparara.

Wade reparó en su aspecto nervioso. Se le ocurrió que quizás le tenía miedo y eso le hizo sentirse mejor. Quería que siempre recordara el daño terrible que le había ocasionado. Pero querer algo y conseguirlo son dos cosas diferentes. Leigh se había encargado de enseñárselo hacía muchos años.

– No los he hecho mucho -dijo él refiriéndose a los filetes-. Me pareció lo más seguro.

– Así es como me gustan a mí.

Leigh se llevó a la boca un pedazo de carne decidida a librarse de la sensación de incomodidad e inquietud que la invadía. Hacía mucho tiempo, Wade había conseguido que se mostrara abierta e incluso locuaz, pero aquellos tiempos sólo existían en el recuerdo.

– ¿Qué tal está la carne? Puedo pasarla un poco más si no te gusta tan cruda.

– No es necesario. Está deliciosa -dijo ella sin levantar la vista de su plato.

Wade pensó que todavía era muy hermosa. No le gustaba pensar de aquel modo, pero tampoco podía evitarlo. Incluso sin arreglar era mucho más atractiva que cualquiera de las mujeres que conocía en Nueva York. Había albergado la esperanza secreta de que se hubiera casado y perdido su atractivo con los niños y la vida de pueblo, pero su esperanza había sido vana. Si la hubiera visto por primera vez habría quedado cautivado por sus encantos de la misma manera que hacía doce años. Lo que sí había cambiado era que él era más maduro y no estaba dispuesto a sucumbir ante su belleza.

Leigh cortó otro trozo de carne antes de atreverse a levantar los ojos hacia Wade. Sus miradas se encontraron. Leigh no había podido olvidar aquella mirada de admiración. A los diecisiete años, Wade ya la veía como una mujer. A Leigh sólo le costó un segundo notar la diferencia. Los ojos de Wade ya no reían sino que eran duros y desconfiados.

– Nunca me hubiera imaginado que mi madre y tú fuerais amigas.

– Ena era una mujer maravillosa. Nos hicimos amigas hace unos cinco años cuando ella se cayó y se fracturó una pierna. Tenía problemas para moverse y yo venía de vez en cuando para traerle los pedidos de la tienda.

Había mucho más que decir, pero no quería desvelar todos sus secretos. Leigh había necesitado una amiga íntima. Todas las mujeres de su edad estaban casadas y tenían niños y no soportaba las conversaciones interminables sobre pañales y dientes que salían. Leigh deseaba tener niños algún día, pero le parecía algo poco probable ya que no había nadie en Kinley con quien quisiera casarse.

– Fuiste muy amable -comentó Wade, preguntándose qué la habría motivado a hacerlo.

Ena no tenía dinero por lo que no podía pensar en una recompensa económica. Wade tampoco era rico, pero había invertido su dinero con inteligencia lo que le permitía vivir razonablemente bien y mandarle a su madre un cheque mensual para mejorar sus ingresos.

– No fue ninguna molestia -protestó ella-. Siempre voy andando a la tienda y la casa de tu madre no me pillaba lejos. Para mí era encantadora. Cuando la pierna sanó, continué viniendo un par de veces por semana sólo para charlar.

– Nunca me lo dijo. Claro que sabía que no quería saber nada de ti.

Wade quiso abofetearse. No había sido su intención dejar que Leigh supiera lo mucho que le había herido. No deseaba que Leigh creyera que su traición seguía siendo importante al cabo de tanto tiempo.

Wade tomó un sorbo de vino mientras ella tamborileaba los dedos sobre la mesa en un gesto nervioso. No podían evitar el tema de su comportamiento desleal indefinidamente, pero no se encontraba preparada para discutirlo. Las razones que Wade hubiera podido imaginar durante doce años no podían ser un tema de conversación adecuado para su reencuentro.

– ¿Por qué te has quedado en Kinley trabajando en el almacén? -preguntó él, cambiando bruscamente de conversación.

Leigh se había preparado para todo excepto para aquella pregunta. Había dejado de pintar poco después de que Wade se fuera de la ciudad y cualquier esperanza que hubiera alentado de llegar a ser artista había muerto con su padre.

Todavía le dolía cuando pensaba en lo que podía haber sido.

– Las cosas no salieron como yo había previsto. Fui a la escuela superior, pero mi padre murió cuando me encontraba en mi segundo curso. Mi madre estaba demasiado abrumada como para encargarse de los negocios así que decidí volver y llevar la tienda.

– ¿Y qué hay de Ashley y Drew? ¿Por qué tenías que hacerte cargo tú y no ellos? -preguntó él mientras la miraba con los párpados entreabiertos.

– Era lo lógico. Ashley acababa de tener un bebé y Drew tenía diecisiete años y estaba recién admitido en «La Ciudadela» -dijo Leigh, refiriéndose a la escuela militar de Charleston-. Mis padres soñaban con que Drew se hiciera militar, de modo que la responsabilidad recayó sobre mí. Tuve que hacerlo por la familia.

Wade se daba cuenta de que Leigh había omitido partes muy sustanciales de la historia. Era curioso, pero no le satisfacía que ella no hubiera conseguido lo que esperaba de la vida. Tenía la impresión de que sus padres la habían obligado a renunciar a su propio futuro para que su hermano pudiera tener el suyo. No le extrañaba porque las consideraba tan sexista como estrechos de miras.

– ¿Te importó mucho? -preguntó.

– ¿Por qué habría tenido que importarme? -replicó ella, encogiéndose de hombros-. Era necesaria en el almacén.

– ¿Me equivoco al suponer que las cosas no le fueron bien a Drew en la academia militar?

– No pasó al ejército. Le desengañó la estricta disciplina militar y regresó en cuanto se graduó.

– ¿Sigues pintando? -inquirió él, aunque sabía que la respuesta iba a ser negativa.

Leigh había estado esperando aquella pregunta. ¿Cómo habría podido olvidarse de hacerla? Hacía mucho tiempo que sus cuadros y sus sueños estaban guardados en un trastero de su casa.

– No. Pero hablemos de ti. Cuéntame cómo te convertiste en escritor.

Aunque Wade se había dado cuenta de que el tema de la pintura era una herida abierta para ella, decidió no presionarla. Se sirvió un poco de vino antes de contestar.

– No hay mucho que contar. Después de irme de aquí, me dirigí al norte y trabajé en la construcción. No había mucho más donde poder elegir sin el diploma de graduación. Trabajé muy duro, pero mi mente se aburría. Empecé a leer en mi tiempo libre. Leí mucho robándole horas al sueño. Entonces, una noche tomé unas hojas y comencé a escribir. No pasó mucho tiempo antes de que llenara el cuarto donde vivía con mis escritos.

– ¿Y qué pasó entonces?

Leigh, más que ninguna otra persona, sentía en su propia carne el proceso creativo de Wade. Él se tomó su tiempo para responder. No veía la razón de contarle su historia. Pero Leigh lo miraba con sus ojos violetas muy abiertos y los labios húmedos y expectantes. Sintió el impulso desesperado de besarla a pesar de que sabía de sobra la clase de mujer que era. Decidió concluir su historia.

– Nunca pensé que mis escritos fueran publicables, pero una amiga mía se quedó a dormir una noche y leyó algo. Conocía a un editor y me animó a que se lo mandara. Al poco tiempo me enteré que había sido publicado por una editorial pequeña.

Era la versión abreviada de lo sucedido. Había abandonado Kinley con la confianza en sí mismo bastante maltrecha. Quizá nunca hubiera llegado a ningún sitio de no ser por la mujer que acababa de mencionar. Había conocido a Kim Dillinger en Nueva York. Ella era todo lo que cualquier otro hombre podría haber soñado, una persona inteligente, atractiva, divertida y cariñosa. Pero Wade no podía haber amado a nadie sino a Leigh. Kim se dio cuenta de que no tenía la menor oportunidad desde el principio, aunque eso no había impedido que lo animara y lo convenciera para mudarse a Manhattan por las ventajas que representaba para su carrera.

– ¿Y subiste por ti mismo hasta la cima?

A Leigh le habría gustado saber qué clase de relación le había unido con aquella mujer. A pesar de los años transcurridos, todavía le dolía imaginárselo en los brazos de otra.

– Casi, casi -le corrigió él, sintiendo el orgullo de quien ha dejado atrás los malos tiempos-. Desde hace algunos pocos años, mis novelas han tenido un relativo éxito. Hay un editor de los importantes que está interesado en lo próximo que escriba. Pero tengo que escribirlo. No es nada que se haga chasqueando los dedos. Tendré que trabajar y luego hará falta que le guste.

Leigh lo miró como si lo viera por primera vez desde que había vuelto a Kinley y Wade se detuvo pensando que había hablado demasiado. De repente, Leigh evaluaba los cambios que se habían producido en él. La piel y el pelo eran los mismos, pero todo lo demás era diferente. Su pecho se había ensanchado, su cuerpo era más rotundo y la línea de su mandíbula más acusada. Wade había dejado de ser el muchacho esbelto que ella había conocido para convertirse en un hombre.

– Has cambiado.

– Haces que suene como si fuera algo malo. Si no recuerdo mal, yo era un gamberro que sólo pensaba en divertirse. Ahora soy un profesional respetado que no hace nada más peligroso que conducir demasiado rápido o intentar aparcar sin echar monedas en el parquímetro.

Leigh estuvo a punto de protestar. Ella siempre le había considerado algo más que un simple gamberro. Lo recordaba como un muchacho lleno de buen humor contagioso. Nunca se había sentido más viva que cuando estaba a su lado. Al final, se limitó a encogerse de hombros.

– No lo decía como algo peyorativo. Sólo me refería a que nunca pensé que acabarías siendo escritor.

– Pero te lo hace un poco más fácil, ¿no es cierto? -dijo él, dejando escapar toda la amargura que había estado conteniendo.

– No te comprendo -repuso ella, pensando que no le gustaba el brillo que había aparecido en sus ojos.

– Hablo de ti y de mí. De aquí y de ahora. Incluso tu padre no hubiera puesto reparos a que cenaras con un escritor de prestigio -masculló Wade, sintiendo que podía llegar a odiarla.

Leigh advirtió el dolor que se camuflaba tras su agresividad y sintió que su corazón desfallecería. Quería decirle que nunca se había avergonzado de él, que sólo había sido una adolescente tonta que le tenía un miedo mortal a su padre.

– Te ha ido bien, Wade. Te has abierto camino por ti mismo y eso me alegra.

Wade arrugó la frente con tanta intensidad que ella podía ver la vena que el palpitaba en la sien. Hizo un esfuerzo para recordarse a sí mismo que no podía fiarse de nada de lo que ella dijera. Consiguió dominar su amargura y se puso en pie.

– No me opondré si quieres ayudarme con los platos.

Wade daba por zanjada la discusión. Leigh permaneció sentada un minuto antes de seguirle a la cocina.

Media hora después, Leigh acariciaba con devoción el mantel de encaje que Ena le había dejado con los ojos llenos de lágrimas. Wade la observaba en silencio sin poder explicarse aquella reacción. Su madre había guardado el tapete durante treinta años. No le parecía el tipo de objeto que alguien pudiera llegar a querer.

– ¿De verdad quería que me lo quedara?

Wade asintió fascinado. Consideraba a Leigh un camaleón que podía cambiar de la ternura a la traición en menos de lo que se tardaba en guiñar un ojo.

– No lo entiendo -dijo al fin.

– Era una de sus posesiones más preciadas. Tu abuela se la dejó en herencia. Cuando lo ponía en la mesa siempre pensaba en Texas, vuestro hogar.

– ¿Por qué te lo ha dejado a ti?

– Porque le dije que me parecía muy hermoso. Pero no es eso lo que me conmueve. Significa tanto para mí por lo mucho que significaba para tu madre.

– ¿De verdad? Me sorprendes. No puedo creer que alguien pudiera significar mucho para ti, Leigh.

Sin embargo, fue él el sorprendido por el tono suave en que había hablado, sin amargura ni reproches. Leigh supo instintivamente que preguntaba si había habido otro hombre en su vida. Podía haberle hablado del estudiante de económicas que había conocido en la universidad o el vendedor ambulante que había intentando establecerse en Kinley sin éxito. La verdad era que no había vuelto a sentir lo mismo que en las noches prohibidas de su juventud. Dobló cuidadosamente el tapete y lo dejó sobre su regazo.

– Ya conoces la vida de una ciudad tan pequeña, Wade. Una de dos, o te casas con el vecino de al lado o no te casas.

– ¿Nunca te has sentido tentada?

– No creo en el matrimonio por el matrimonio. Siempre me he dicho que me casaría por amor o no lo haría nunca. Ya ves que no me he casado, y ahora, ¿podemos cambiar de tema, por favor?

A Wade se le pasó por la imaginación que podía haberse casado con él. Sus labios se apretaron en una línea recta. Todavía le dolía oírla decir que no se había casado porque no había querido a nadie lo suficiente y eso le incluía a él mismo. Le parecía que eso hacía que el muchacho que había sido pareciera aún más idiota.

– ¿Te molesta hablar de amor?

Estaban sentados en el suelo del dormitorio de Ena rodeados de paquetes y de cajas. Wade se apoyó en la cama y su movimiento atrajo la atención de Leigh. Pensó que era un lugar extraño para mantener aquella conversación.

– No puedo recordar ningún momento en que hayas utilizado la palabra amor libremente.

– No, claro que no me molesta -replicó ella, sabiendo que se refería a la última noche que habían pasado juntos-. Pero, ¿qué me dices sobre ti? ¿Ha habido muchas mujeres en tu vida? ¿Nunca has tenido tentaciones de casarte?

La sombra de una sonrisa apareció en los labios de Wade mientras se acariciaba la barbilla. Tenía las manos de un artista con dedos largos y gráciles. Sopesó un momento la posibilidad de ser sincero, pero optó por darle una evasiva.

– Son preguntas muy diferentes. Sí, ha habido muchas mujeres en mi vida. Y no, nunca he tenido la tentación de casarme con ninguna. No creo que quiera volver a casarme alguna vez.

La última frase, llena de cinismo y amargura, hizo que Leigh se diera cuenta de que el hombre joven que había amado se había ido para siempre dejando en su lugar a un extraño a quien no conocía en absoluto.

– Ya no te conozco, Wade. Ni siquiera sé por qué me has invitado a cenar.

Hubo un silencio tan largo que Leigh pensó que jamás contestaría a la pregunta que había estado haciéndose durante todo el día. La verdad era que él tampoco lo sabía. De lo único que estaba seguro era de que su cuerpo no escuchaba a su mente. Todo había terminado hacía mucho tiempo, pero todavía podía sentir un fuego en las entrañas cada vez que la miraba. Sólo podía pensar en quitarle la camiseta y los vaqueros y arrojarse con ella sobre la cama deshecha. Notó que su masculinidad se excitaba ante la mera idea.

– Quizá quise volver a escribir el pasado. O quizá sólo quise darte las cosas que mi madre te dejó. Tal vez lo único que sucedió es que no pude evitarlo.

Leigh tragó saliva e intentó decidir cuál era la verdadera razón, pero estaba confusa. ¿Era posible que todavía ardiera en ellos el viejo deseo?

¿Acaso deseaba saborear su boca cuando la miraba? Cerró los ojos porque era precisamente eso lo que ella temía.

– Me cuesta trabajo creerlo. Me parece que te has convertido en un hombre que domina perfectamente sus emociones.

Estaban a menos de treinta centímetros el uno del otro. Wade se inclinó hacia ella lentamente. Nunca había usado colonia. Leigh olió ávidamente el aroma limpio y masculino que siempre le había gustado. Podía sentir su aliento en las mejillas.

– Entonces, dime por qué quiero besarte.

– ¿Por los viejos tiempos?

Sin darse cuenta, Leigh se pasó la lengua por los labios. Wade la vio y no pudo seguir resistiendo.

La estrechó entre sus brazos mientras sus bocas se unían como si nunca se hubieran separado. Leigh cerró los ojos para saborear la dulzura de sus besos en toda su intensidad. Ningún otro hombre había sido capaz de hacerle sentir que se elevaba sobre el mundo al besarla. Los labios de Wade se movieron incitantes sobre los suyos, pero no tenía que esforzarse para provocar su respuesta. Abrió la boca en una invitación flagrante y Wade profundizó el beso acariciando las profundidades aterciopeladas de su interior.

Wade casi había olvidado la exquisitez de besarla y lo mucho que le excitaba oír los pequeños gemidos de placer que se escapaban de lo más hondo de su garganta. Leigh le pasó las manos por el cuello, por los cabellos y él también gimió.

Los pezones de sus pechos se irguieron buscando el calor de Wade. Sus lenguas se trabaron en un duelo erótico. Leigh podía sentir la dureza de su miembro contra el suelo. Él le acariciaba la espalda como si tratara de convencerse de que era la verdadera Leigh a quien estaba abrazando. La Leigh que había amado en su juventud. Los recuerdos volvieron en avalancha y tan rápido como había empezado el beso acabó.

Wade la empujó para liberarse de su abrazo, odiándose a sí mismo por haber sucumbido ante ella. Leigh lo miraba con los ojos muy abiertos sin intentar ocultar todo lo que le hacía sentir.

Pero Wade ya había velado sus emociones y la desconfianza que vio en sus ojos acerados hizo que regresara a la realidad. Por un momento había creído que un beso podía curar la herida que les esperaba. Leigh bajó los ojos, negándose a revelar más sobre sí misma.

– ¿Por qué me has besado? -preguntó ella, cuando no pudo soportar por más tiempo el silencio.

– ¿Por qué me has besado tú?

Leigh se puso en pie, recogió el tapete y retrocedió algunos pasos. Wade la contempló desde el suelo. Se levantó con una sonrisa ancha en los labios. Leigh pensó que empezaba a odiar aquella sonrisa. Le parecía una mueca que él utilizaba como máscara cada vez que el viejo Wade amenazaba con salir a la luz.

– Las viejas costumbres nunca mueren del todo.

– Pues entonces tendremos que ocuparnos de que esas viejas costumbres nos se interpongan en el camino de nuestras relaciones, ¿no? -replicó él, haciendo un gesto hacia la puerta.

Leigh no esperó a que se lo dijera dos veces y salió de la habitación de Ena que le resultaba agobiante. Estaba enfadada consigo misma por haber aceptado la invitación. Se despidió sin mirar hacia atrás y sin detenerse en su camino hacia la puerta.

– Te acompañaré a tu casa -dijo Wade.

– No será necesario. Iré sola.

Wade estaba tranquilo, como si ya hubiera olvidado el beso de la habitación. Hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Quiero acostumbrarme a vivir en el sur otra vez. Aquí, los caballeros siempre acompañan a las damas a su casa. De modo que no hay discusión posible.

La temperatura de la noche era fresca pero no incómoda, ideal para dar un paseo. Leigh alzó los ojos para ver la multitud de estrellas que tachonaban el cielo. Una de las ventajas de vivir en una ciudad pequeña era que las luces no impedían la contemplación del firmamento.

Echaron a andar separados pero con el paso sincronizado. Un coche pasó junto a ellos quebrando el silencio nocturno. Los dos saludaron al ver a Everett Kelly sentado al volante. El conductor les devolvió el saludo y aparcó enfrente de la casa de Wade.

– Pobre Everett -murmuró Wade.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿No te has fijado en cómo me ha mirado? Todavía está enamorado de ti después de tantos años.

Leigh dejó escapar una risa suave. Le parecía mucho más segura hablar sobre Everett Kelly que sobre ellos mismos.

– Imaginaciones tuyas, Wade. Everett siempre… Bueno, siempre se ha sentido atraído por mí, pero sabe perfectamente qué terreno pisa. Sólo es un viejo amigo que cree saber lo que me conviene.

– ¿Quieres decir que no le parece bien que pasee contigo?

– No me importa lo que pueda pensar -afirmó Leigh un tanto sorprendida al darse cuenta que lo decía muy en serio.

La madurez le había proporcionado la suficiente confianza en sí misma como para no prestar atención a lo que la gente pensara de sus actos.

– ¡Eso sí que es una novedad! -exclamó él que nunca podría olvidar que la esencia de vivir en Kinley era estar pendiente de lo que los demás pensaran.

– Te equivocas. Hace mucho tiempo que vivo en mi propia casa. ¿Recuerdas la casa de la señora Lofton? La compré tras su muerte, hace cinco años.

– Pero esa vieja casona es enorme.

– Por eso me gusta. Tengo todo el espacio que quiero y siempre dispongo de sitio cuando vienen a verme mis amigos. Habría sitio de sobra aunque viniera a verme un regimiento.

Leigh sonrió de su propio chiste, pero no estaba segura de si Wade había sonreído. Pasaban bajo una fila de magnolias grandes que ocultaban la luz de la luna. El amarillo pálido de la casa se destacaba entre las sombras de la noche. A Leigh se le había olvidado dejar encendida la luz del porche. El interior también estaba sumido en la oscuridad.

Wade la sujetó del brazo cuando tropezó. El contacto encendió en ella la llama de un deseo que la amedrentaba porque había estado levantando defensas contra él desde que se habían besado, unas defensas que él había traspasado con sólo tocarla.

Leigh se zafó de su brazo y buscó en el bolsillo las llaves de la casa. Cuando ellos eran jóvenes nadie en todo Kinley cerraba las puertas con llave. La delincuencia y el miedo habían llegado incluso hasta una ciudad pequeña.

– Gracias por la cena y por el tapete de tu madre. Es verdad que significa mucho para mí.

– No me des las gracias. Ella quería que tú lo conservaras.

Wade metió las manos en los bolsillos. Quería marcharse, pero no acabas de decidirse. ¿Cómo era posible odiarla y desear besarla al mismo tiempo?

La luz de la luna le iluminaba la cara. Leigh vio un brillo en sus ojos que bien podía ser de deseo. Tragó saliva y se volvió a abrir la puerta. Entró en la casa y se giró para despedirse. La luz resaltaba la prominencia de sus pómulos y la fuerza de su mandíbula.

– Ya nos veremos, Leigh.

– ¿Cuándo vuelves a Nueva York?

Leigh necesitaba saber cuándo volvería a desaparecer de su vida para poder enfrentarse a ese momento. Sin embargo, ni el mismo Wade había tomado esa decisión aún.

– No creo que me vaya por ahora. Me parece que me quedaré por aquí una temporada. Buenas noches, Leigh.

– Buenas noches -pudo decir ella, antes de ceder al impulso de cerrar la puerta.

Se quedó con la espalda apoyada contra ella sintiéndose presa de una debilidad terrible. El corazón le latía apresuradamente. Wade pretendía quedarse en Kinley y ella no estaba segura de poder soportarlo después de lo que había sucedido aquella noche.


Wade regresó a la casa de su niñez sin disfrutar de la paz de la noche sureña. Aún no eran las diez de la noche y no había ni un alma por las calles. En Manhattan las calles bullían de actividad lo mismo a las diez que a las doce. Ni siquiera había pasado otro coche desde que Everett les había saludado. Un gato negro cruzó la calle unos cuantos metros por delante de él. Wade suspiró resignado. No esperaba tener buena suerte durante su estancia en Kinley.

Había creído que ya había dejado la ciudad y Leigh definitivamente atrás, pero no era cierto. Su regreso había despertado las dudas e inseguridades que había llevado consigo durante años. No podía negar que se había sentido desengañado cuando Leigh no se había presentado puntual para la cena. ¿Cómo podía esperar todavía algo de ella, de Kinley? La ciudad y Leigh nunca habían sido buenas para él.

Quizá se hubiera equivocado, quizá debería haberse quedado para luchar y limpiar su nombre hacía doce años. No se merecía haber sido tratado como un criminal cuando su único delito había consistido en enamorarse de Leigh. Tampoco se merecía que lo trataran como un estúpido ahora.

Pateó una piedra. Había decidido quedarse, pero no sabía cómo sobrellevar lo que sentía hacia Leigh, hacia Kinley. Sólo había sido un beso y su cuerpo había reaccionado con el mismo fuego de antaño. El ulular melancólico de un búho contagió su corazón de tristeza.

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