A nosotras, las otras, nos entregaron el pasado y los recuerdos. Nos escatimaron el presente. Hoy, por primera vez, nos aceptan ser testigos del acá.
Un trozo de cielo se asomó por los ventanales del taller de Violeta, a esa hora el cielo de Antigua estaba hecho de pájaros. Fue a esa hora, terminada la fiesta del bautizo, que cuatro mujeres ingresaron con sigilo al santuario de la creación. Misteriosamente desocupado, el bastidor -por primera vez sin tela en él- se arrima a la muralla; sólo un enorme espacio vacío, de altos muros y piso fresco. A lo lejos, el sonido de alguna campana que dobló a esa misma hora.
La luz incierta vio a las cuatro mujeres sentarse en el suelo sobre sus rodillas. Y aunque huidiza esta luz, alcanzó a mirarlas tomándose de las manos, formando el círculo.
Se oyó la voz de una de ellas. ¿Oraba?
Y los espíritus -aquéllos, los tutelares- parecieron traspasar los ventanales, colándose en el espacio ritual de la tarde, susurrando un cántico de celebración, de sanación, a través de sus nombres olvidados.
Hasta que nosotras, las otras, oímos las letanías.
– Soy Violeta, madre de Jacinta, hija de Cayetana, nieta de Carlota.
– Soy Josefa, madre de Celeste, hija de Marta, nieta de Adriana.
– Soy Jacinta, hija de Violeta, nieta de Cayetana, bisnieta de Carlota.
– Soy Celeste, hija de Josefa, nieta de Marta, bisnieta de Adriana.
Y comenzó la polifonía, el llamado de las voces confundiéndose, entramándose, urdiendo entre ellas la alianza. Hasta que se apagó la última, la primera, la que repitió, perennizando el gesto:
– Soy Violeta, hija de Cayetana, nieta de Carlota… soy Violeta.