IV LA REINA DE LAS BESTIAS

Del 36 al 33 a. J. C.

XV

Cleopatra y Cesarión entraron en Antioquía en las nonas de enero y atrapados por las garras de un invierno especialmente duro. Con la doble corona y en su litera, la reina iba sentada como la muñeca que había visto Fonteio: el rostro pintado, con un vestido de lino blanco plisado, el cuello, los brazos, los hombros, la cintura y los pies resplandecientes debido al oro y las joyas. Con la versión militar de la doble corona, Cesarión montaba un brioso caballo rojo -por ser el rojo el color de Montu, el dios de la guerra-, el rostro pintado de rojo, su cuerpo cubierto con la armadura faraónica egipcia de lino y escamas doradas. Las túnicas rojas, las armaduras plateadas de los mil guardias reales, el resplandor de los caballos enjaezados de los oficiales y los burócratas y la litera real, con Cesarión cabalgando a un lado, ofrecían a Antioquía un desfile que no veía desde que Tigranes fue proclamado rey de Siria.

Antonio había estado ocupado con algún propósito. Consciente de la verdad de la opinión de Fonteio de que el palacio del gobernador había sido una caravanera, había demolido varias manzanas de edificios cercanos y construido un anexo que consideró adecuado para albergar a la reina de Egipto.

– No es un palacio alejandrino -comentó mientras escoltaba a Cleopatra y a su hijo por las habitaciones-, pero es mucho más confortable que la vieja residencia.

Cesarión estaba que se salía de gozo, y sólo lamentaba haber crecido tanto que ya no podía cabalgar en el muslo de Antonio. Se obligó a sí mismo a no saltar, y caminaba con solemnidad e intentaba mostrarse regio. No era difícil, debajo de toda aquella odiosa pintura.

– Espero que haya un baño -dijo.

– Preparado y esperándote, joven César -respondió Antojo con una sonrisa.

Los tres no volvieron a encontrarse hasta media tarde, cuando Antonio sirvió una cena en el triclinium tan nuevo que aún olía a yeso y a los diversos pigmentos utilizados para adornar las tristes paredes con frescos de Alejandro Magno y sus generales más cercanos todos montados en airosos corceles. Dado que hacía mucho frío para abrir las persianas, quemaban incienso para disimular el olor. Cleopatra era demasiado cortés y distante para hacer comentarios, pero Cesarión no se sentía coartado.

– Este lugar apesta -dijo mientras se subía a un diván.

– Sí, es insoportable, podemos volver al viejo palacio.

– No, en unos minutos no lo notaréis, y los humos habrán perdido su capacidad para envenenar. -Cesarión se rió-. Catulo César se suicidó encerrándose en una habitación acabada de enyesar con una docena de braseros y todas las aberturas cerradas para impedir la entrada del aire. Era el primo hermano de mi bisabuelo.

– Has estado estudiando historia romana.

– Por supuesto.

– ¿Qué hay de la historia de Egipto?

– Hasta los registros orales, antes de los jeroglíficos.

– Cha'em es su tutor -dijo Cleopatra, que habló por primera vez-. Cesarión será un rey con una educación superior al resto.

Este intercambio marcó el tenor de la cena; Cesarión habló de continuo, su madre hizo algún comentario ocasional para reafirmar algunas de sus declaraciones y Antonio permaneció en el diván y fingió escuchar cuando no respondía a una de las preguntas de Cesarión. Aunque apreciaba al chico, vio la verdad de la observación de Fonteio; Cleopatra no le había dado a Cesarión ningún sentido real de sus limitaciones, y se sentía lo bastante seguro como para participar como un adulto en todas las conversaciones. Eso se podía tolerar, de no haber sido por el hábito de interrumpir. Su padre tendría que haberle puesto fin a esa conducta. ¡Antonio lo recordaba muy bien cuando había tenido la edad de Cesarión! En cambio, Cleopatra era una madre complaciente enfrentada a un hijo imperioso y con una fuerte voluntad. Nada bueno.

Cuando hubieron acabado de comer los postres, Antonio intervino.

– Es hora de marcharse, joven Cesarión -dijo, sin más-. Quiero hablar con tu madre en privado.

El muchacho lo miró con la boca abierta para protestar, entonces vio la chispa roja en los ojos de Antonio. Su resistencia se hundió como una vejiga pinchada. Un encogimiento de hombros en señal de resignación, y se marchó.

– ¿Cómo has hecho eso? -preguntó Cleopatra, aliviada.

– Hablé y actué como un padre. Le das mucha cuerda al muchacho, Cleopatra, y no te lo agradecerá más adelante.

Ella no respondió, demasiado ocupada en tratar de evaluar a aquel particular Marco Antonio. No parecía envejecer como los otros hombres, ni tampoco mostraba ninguna señal exterior de dispersión. Su vientre era plano, los músculos de sus brazos por encima de los codos no mostraban ningún indicio de flacidez de la mediana edad y su cabello era tan castaño como siempre, sin una cana. Los cambios estaban en sus ojos, los ojos de un hombre preocupado. ¿Qué le preocupaba? Llevaría algún tiempo averiguarlo.

¿Era Octavio el responsable? Desde Filipos había tenido que enfrentarse con Octavio en una guerra que no era una guerra. Un duelo de ingenio y voluntades, que se libraba sin desenvainar una espada o sin intercambiar golpes. Tenía claro que Sexto Pompeyo era su mejor arma, pero cuando llegó la oportunidad perfecta para unirse con Sexto y llevar a sus propios generales Pollio y Ventidio no lo había aprovechado. En aquel momento podría haber aplastado a Octavio. Ahora nunca lo haría, y comenzaba a comprenderlo. Mientras había creído que había una oportunidad para aplastar a Octavio, permaneció en Occidente. Que estuviera allí, en Antioquía, significaba que había renunciado a la lucha. Fonteio lo vio, pero ¿cómo? ¿Antonio había confiado en él?

– Te he echado de menos -declaró Antonio.

– ¿Lo has hecho? -replicó ella como si no estuviese muy interesada.

– Sí, muchísimo. Es curioso. Siempre creí que echar de menos a una persona era algo que se curaba a medida que pasaba el tiempo, pero mi anhelo ha empeorado. No podía esperar mucho más para verte.

Una táctica femenina.

– ¿Cómo está tu esposa?

– ¿Octavia? Dulce como siempre. La persona más encantadora.

– No deberías decir eso de una mujer a otra mujer.

– ¿Por qué no? ¿Desde cuándo Marco Antonio ha estado enamorado de la virtud, la bondad o la generosidad en una mujer siento compasión por ella?

– Eso significa que crees que está enamorada de ti.

– No tengo ninguna duda. No pasa un día sin que ella me diga que me quiere, en una carta, si no estamos juntos. Tengo todo un casillero lleno de cartas, aquí en Antioquía. -Hizo una mueca grotesca-. Me cuenta cómo están los niños, qué hace su hermano Octavio, por lo menos hasta donde sabe, y todo lo que ella cree que me parece divertido. Aunque nunca menciona a Livia Drusilia. No aprueba la conducta de la mujer de Octavio hacia la hija que tuvo con Escribonia.

– ¿Livia Drusilia ya ha dado a luz a un hijo? No tengo noticias.

– No. Es estéril como el desierto de Libia.

– Entonces quizá la falta es de Octavio.

– ¡No me importa de quién es la falta! -exclamó él, tajante.

– Deberías, Antonio.

En respuesta, se acercó a su diván y la atrajo hacia él.

– Quiero hacerte el amor.

¡Ah, ella había olvidado su olor, cómo la estimulaba! El beso fue puro como el sol, libre del más leve aroma oriental. Bueno, él comía las comidas de su propia gente y no había sucumbido a los cardamomos y a las canelas tan preferidas en Oriente. Por lo tanto, su piel no olía con los aceites residuales.

Una mirada a su alrededor le dijo que los sirvientes se habían marchado y que nadie, ni siquiera Cesarión, podría atravesarlas puertas. Su mano cubrió el dorso de la suya y se la acercó a un pecho, más lleno desde el nacimiento de los mellizos.

– Yo también te he echado de menos -mintió, y sintió cómo el deseo aumentaba y se extendía dentro de ella. Sí, la había complacido como amante, y Cesarión se beneficiaría de un segundo hermano. «¡Amón-Ra, Isis, Hator, dadme un hijo. Tengo treinta y tres años, no soy lo bastante mayor como para que el nacimiento sea un peligro para un Ptolomeo»-. Yo también te he echado de menos -volvió a decir ella en un susurro-. ¡Oh, esto es precioso!


Vulnerable, consumido por las dudas, inseguro de cuál seria su futuro en Roma, Antonio estaba preparado para caer las manos de Cleopatra, y cayó por propia voluntad en la palma de su mano. Había alcanzado una edad que se veía en la desesperada necesidad de algo más que el puro sexo en una mujer; ansiaba una compañera de verdad, y no la podía encontrar entre sus amigas, amantes o, sobre todo, en su esposa romana. Esta reina entre las mujeres -por cierto, este los hombres- era su igual en todos los sentidos: poder, y ambición la calaban hasta la médula.

Ella, consciente de todo eso, se tomaba su tiempo para obtener sus necesidades, que no eran de la carne y el espíritu. Cayo Fonteio, Poplicola, Sosio, Tito y el joven Marco Emilio Escauro estaban en Antioquía, pero ese nuevo Marco Antonio apenas si se fijó en ellos más de lo que lo hizo en Gneo Domitio Ahenobarbo cuando se presentó, su gobernación de Bitinia demasiado lejos de los entresijos para un hombre tan entremetido. Cleopatra siempre le había caído mal, y lo que vio en Antioquía sólo reforzó su desagrado. Antonio era su esclavo.

– No como un hijo con su madre -le comentó Ahenobarbo a Fonteio, en quien intuyó un aliado-, sino como un perro con su amo.

– Lo superará -señaló Fonteio, seguro de que Antonio lo haría-. Está más cerca de los cincuenta, ha sido cónsul, imperator, triunviro, todo excepto el indisputado Primer Hombre de Roma. Desde su desperdiciada juventud con Curio y Clodio ha sido un mujeriego, sin dar nunca su esencia a una mujer. Ahora eso ya ha pasado, y, por ese motivo, ahí está Cleopatra. ¡Afróntalo, Ahenobarbo! Ella es la mujer más poderosa del mundo, y fabulosamente rica. Ha de poseerla y conservarla contra viento y marea.

– Cacat! -replicó él intolerante-. ¡Ella lo guía, no él a ella! ¡Se está volviendo tan blando como un pastel esponjoso!

– Una vez que salga de Antioquía y esté en el campo de batalla, el viejo Marco Antonio volverá -manifestó Fonteio, seguro de estar en lo cierto.


Para gran sorpresa de Cleopatra, cuando Antonio le dijo a Cesarión que era hora de marchar a Alejandría para gobernar como rey y faraón, el chico se marchó sin un murmullo de protesta. No había pasado tanto tiempo con Antonio como había deseado, pero había conseguido salir de Antioquía varias veces, en una de las cuales pasó todo un día dedicado a cazar lobos y leones, que hibernaban en Siria antes de regresar a las estepas de Escitia. Tampoco se había dejado engañar.

– No soy un idiota, sabes -le dijo a Antonio después de abatir su primera pieza, un león macho.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó Antonio, sorprendido.

– Este es un país poblado, demasiado para que haya leones. Lo has traído aquí desde las regiones selváticas para que pudiéramos cazarlo.

– Eres un monstruo, Cesarión.

– ¿Gorgona o cíclope? raza nueva.

Las últimas palabras que le dijo Antonio antes de marchar a Egipto fueron más serias.

– Cuando tu madre regrese, asegúrate de ocuparte mejor de ella. Ahora mismo tú te impones a sus opiniones y deseos. Ése es el padre que está en ti. Pero de lo que careces es de su percepción de la realidad, que él comprendía que era algo más allá de su propio ser. Cultiva esa cualidad, joven César, y, cuando crezcas, nada te detendrá.

«Y yo -pensó Antonio- seré demasiado viejo para que me importe lo que haces con tu vida. Aunque he sido más que un padre para ti de lo que he sido para mis propios hijos. Claro que tu madre me importa muchísimo, y tú eres el centro de su mundo.»


Ella esperó cinco nundinae para atacar. Para entonces, casi todos los nuevos reyes y potentados habían visitado Antioquía para presentar sus respetos a Antonio. Ella no. ¿Quién era ella, excepto otro rey cliente? Amintas, Polemón, Pitodoro, Tarcondimoto, Arquelao Sisenes y, por supuesto, Herodes. ¡Tan pagado de sí mismo!

Ella comenzó con Herodes.

– No me ha pagado el dinero que me debe, ni mi parte de las ganancias del bálsamo -se quejó a Antonio.

– No sabía que te debiese dinero o los beneficios del bálsamo.

– ¡Claro que sí! Le presté cien talentos para que llevase su caso a Roma. El bálsamo era parte del pago.

– Se lo recordaré por carta mañana.

– ¡Recordarle, nada! No se ha olvidado; sencillamente no pretende hacer honor a sus deudas. Aunque hay una manera de forzar el pago.

– ¿De verdad? ¿Cuál? -preguntó Antonio con desconfianza.

– Cédeme a mí los jardines de bálsamo de Jericó y los yacimientos de bitumen en el Palus Asphaltites. Limpio y claro, todo mío.

– ¡Por Júpiter! ¡Eso equivale a la mitad de las ganancias de todo el reino de Herodes! Déjalos a él y al bálsamo en paz, amor mío.

– ¡No, no lo haré! No necesito el dinero y él sí, eso es verdad, pero no se merece que lo dejen en paz. ¡Es un gusano rechoncho!

Un pensamiento momentáneo provocó su diversión; los ojos de Antonio comenzaron a brillar.

– ¿Hay alguna otra cosa que quieras, mi pequeño gorrión.

– La absoluta soberanía sobre Chipre, que siempre perteneció a Egipto hasta que Catón lo anexó a Roma. Cyrenaica, otra posesión egipcia robada por Roma. Cilicia Tracheia. La costa siria hasta el río Eleutero ha sido casi siempre egipcia. Calcis. De hecho, todo el extremo sur de la Siria egipcia me vendría muy bien, así que lo mejor que puedes hacer sería cederme toda Judea. Creta no me vendría mal. También Rodas.

Él la miró boquiabierto y con los pequeños ojos como platos, sin saber muy bien si reírse o rugir de furia.

– Bromeas -acabó por decir.

– ¿Bromeo? ¿Bromeo? ¿Quiénes son tus nuevos aliados, Antonio? ¡Tus aliados, no Roma! Le has dado la mayor parte de Anatolia y una buena parte de Siria a un grupo de rufianes traidores y bergantes. ¡De hecho, Tarcondimoto es un bergante! ¡Le has dado las Puertas Sirias y todo el Amanus! Le has regalado al hijo de tu amante la Capadocia y entregado Galacia a un vulgar escribiente. ¡Has entregado a tu hija con una doble dosis de sangre juliana a un gordo usurero griego asiático! ¡Has puesto a un liberto a gobernar Chipre! ¡Oh, cuánta gloria has desparramado a lo largo y a lo ancho a tan maravilloso grupo de aliados! -Ella estaba montando en cólera con una precisión magistral; los ojos habían adquirido el resplandor fiero de un gato, los labios entreabiertos, el rostro, una máscara de puro veneno-. ¿Dónde está Egipto en todas estas brillantes disposiciones? -siseó-. ¡La has pasado por alto! ¡Ni siquiera la has mencionado! ¡Cómo se debe de estar riendo Tarcondimoto! En cuanto a Herodes, ese sapo repugnante, ese rapaz hijo de una pareja de nulidades.

¿Qué se había hecho de su cólera? ¿Dónde estaba su fiel herramienta, el martillo con el que había aplastado las pretensiones de oponentes más poderosos que Cleopatra? Ni una chispa del viejo fuego calentaba sus venas, convertidas en hielo bajo su mirada de Medusa. Confuso y asombrado como estaba, aún conservaba un poco de su astucia.

– ¡Me hieres hasta la médula! -jadeó él, y agitó las manos como alguien que se ahoga-. No pretendía insultarte.

Ella permitió que su aparente furia se calmase, pero no con Piedad.

– Oh, sé lo que debo hacer para conseguir los territorios que he pedido -continuó ella con un tono normal-. Tus paniaguados han conseguido sus tierras gratis, pero Egipto tiene Pagar. ¿Cuántos talentos de oro vale Cilicia Tracheia? El bálsamo y el bitumen son deudas, me niego a pagar por ellas.

Pero ¿Caléis? ¿Fenicia? ¿Filistea? ¿Chipre? ¿Cyrenaica? ¿Creta? ¿Rodas? ¿Judea? Las bóvedas de mi tesoro están a rebosar querido Antonio, como bien sabes. Ésa ha sido tu intención desde el primer momento, ¿no es así? ¡Hacer que Egipto pague miles sobre miles de talentos de oro por cada plethron de tierra! ¡Lo que otros paniaguados menos merecedores han recibido a cambio de nada, Egipto lo tendrá que comprar! ¡Eres un hipócrita! ¡Un miserable y mezquino intrigante!

Él se vino abajo y lloró, siempre una buena herramienta política.

– ¡Oh, deja de llorar! -exclamó ella, y le arrojó una servilleta como un plutócrata podría arrojarle una moneda a alguien que acaba de hacerle un enorme servicio-. ¡Sécate los ojos! Es hora de ponerse a negociar.

– No creía que Egipto desease más territorios -dijo Antonio, carente de cualquier argumento razonable.

– ¿De verdad? ¿Qué te ha llevado a esa suposición?

El dolor estaba comenzando: ella no lo amaba en absoluto.

– Egipto es tan autónomo. -La miró con lágrimas en los ojos. «Piensa, Antonio, piensa»-. ¿Qué harías con Cilicia Tracheia? ¿Creta? ¿Rodas? ¿Incluso Cyrenaica? Gobiernas una tierra que tiene grandes dificultades para mantener un ejército que defienda sus propias fronteras. -Hablar contuvo sus lágrimas, lo ayudó a encontrar cierta compostura. Pero no su autoestima, perdida para siempre.

– Añadiré esas tierras al reino que heredará mi hijo, las usaré como su campo de entrenamiento. Las leyes de Egipto están escritas en piedra, pero en otros lugares claman por tener las manos de un sabio gobernante, y Cesarión será el más sabio de los sabios.

¿Cómo responder a eso?

– Chipre lo comprendo, Cleopatra. Tienes toda la razón. Siempre ha pertenecido a Egipto. César te la dio de nuevo, pero cuando él murió volvió a Roma. Me sentiré feliz cediéndote Chipre. En realidad, tenía la intención de hacerlo. ¿No has visto que lo retuve de todas mis otras concesiones?

– Muy amable de tu parte -replicó ella con tono cáustico-. ¿Qué pasa con Cyrenaica?

– Cyrenaica es parte del suministro de trigo de Roma. Ni hablar.

– Rehúso regresar a casa con menos que tus alcahuetes y serviles.

– No son alcahuetes ni serviles, son hombres decentes.

– ¿Qué pides por Fenicia y Filistea?

¡Vaya con la codiciosa meretriz! Una vez que había comprendido que sus cuarenta mil talentos de plata del botín de Sexto Pompeyo tardarían años en llegar se había inquietado. Mientras que allí tenía a la reina de Egipto, preparada y capaz de pagar. Ella no lo amaba ni un ápice; ¡qué pena! Pero ella podía darle aquel espléndido ejército en ese momento. Bien, ahora se sentía un poco mejor, al menos de la cabeza.

– Hablemos de los pagos. Tú quieres la completa soberanía y todos los beneficios. A lo largo del tiempo, cien mil talentos de oro cada una. Pero aceptaré el uno por ciento como anticipo. Mil talentos de oro por Fenicia, Filistea, Cilicia Pedía, Calcis, Mesa, el río Eleutero y Chipre. No entran Creta, Cyrenaica o Judea. El bálsamo y el bitumen, gratis.

– Un total de siete mil talentos de oro. -Ella se desperezó y soltó un suave ronroneo-. Trato hecho, Antonio.

– Quiero los siete mil ahora, Cleopatra.

– A cambio de los títulos oficiales, firmados y sellados por ti en tu función como triunviro a cargo de Oriente.

– Cuando tenga el oro y lo haya contado, tendrás tus títulos. Con el sello de Roma, además de mi sello de triunviro, incluso pondré mi sello personal.

– Eso es satisfactorio. Enviaré un correo rápido a Menfis por la mañana.

– ¿Menfis?

– Es más rápido, créeme.

Esto los dejó sin más ideas de qué hacer a continuación. Ella había venido a conseguir lo que pudiese, y había conseguido más de lo que esperaba; él había necesitado de su fuerza y guía con desesperación y no había conseguido nada. El vínculo físico era frágil; el mental, inexistente. Pasó un largo momento mientras se miraban el uno al otro sin encontrar nada más que decir. Entonces, Antonio suspiró.

– No me amas en absoluto. Has venido a Antioquía como cualquier otra mujer a comprar.

– Es verdad que he venido a conseguir la parte del botín que le toca a Cesarión -respondió, sus ojos ahora lo bastante humanos para parecer un poco tristes-. Sin embargo, debo amarte. Si no lo hiciera, hubiese continuado con mi tarea de manera diferente. No lo ves, pero te he perdonado.

– ¡Los dioses me preserven de una Cleopatra que no me haya perdonado!

– Oh, lloras, y eso significa para ti que te he emasculado, nadie puede emascularte, Antonio, excepto tú mismo. Hasta que Cesarión crezca (como mínimo diez años más).

Egipto necesita un consorte, y sólo tengo un nombre en mi mente: Marco Antonio. No eres débil, pero careces de objetivos. Lo veo con tanta claridad como Fonteio debió de verlo.

Marco Antonio frunció el entrecejo.

– ¿Fonteio? ¿Habéis estado comparando notas?

– No, en absoluto. Sólo intuí que estaba preocupado por ti. Ahora veo por qué. Veo que no amas Roma como lo hizo César, y tu rival en Roma es veinte años más joven que tú. A menos que lo maten, debe de vivir más que tú, y no veo a Octavio muriendo joven, a pesar del asma. ¿Asesinato? Una respuesta ideal, si se pudiera hacer, pero no se puede. Entre Agripa y los guardias germanos es invulnerable. ¿Octavio despedir a sus lictores como hizo César? ¿No? Ni siquiera si le ofrecen a Sexto Pompeyo en una bandeja de oro. Si fueses mayor, te sería más fácil para ti, pero veinte años no son suficientes, aunque parezcan demasiados. Octavio hará veintiséis este año. Mis agentes me dicen que es más hombre ahora que se le ha pasado el rubor de la juventud. Tú tienes cuarenta y seis y yo he cumplido treinta y dos. Tú y yo estamos mejor emparejados por la edad, y haré que Egipto recupere su viejo poder. A diferencia del reino de los partos, Egipto pertenece a tu Mare Nostrum. Contigo como mi consorte, Antonio, piensa en lo que podríamos hacer en los próximos diez años.

¿Lo que ella proponía era factible? No era romano, pero Roma estaba escapándose de su mano, hilillos de humo en el perfumado aire oriental. Sí, él estaba confuso, pero no tanto como para no comprender lo que ella le proponía y cuáles eran los problemas. Estaba perdiendo el poder sobre sus partidarios en Roma: Pollio se había marchado, y Ventidio, Salustio y todos los grandes generales, excepto Ahenobarbo. ¿Durante cuánto tiempo más podría contar con sus setecientos clientes-senadores, a menos que hiciese largas visitas a Roma a intervalos frecuentes? ¿Valía la pena el esfuerzo? ¿Podía aceptar más esfuerzos cuando Cleopatra no lo amaba? Como era un hombre poco racional, no podía entender lo que ella le había hecho; sólo que la amaba. Desde el día que ella había llegado a Antioquía, estaba derrotado, y ése era un misterio que superaba su capacidad para resolverlo.

Ella hablaba de nuevo.

– Con Sexto Pompeyo por derrotar, pasarán algunos años antes de que Octavio y Roma estén en condiciones de mirar lo que está pasando en Oriente. El Senado no es más que un grupo de viejas gallinas cluecas, impotentes de arrebatarle el gobierno a Octavio, o a ti; a Lépido no lo tomo en cuenta.

Ella se levantó de su diván y fue a tenderse junto a él, su mejilla apoyada en uno de sus musculosos antebrazos.

– No estoy abogando por la sedición, Antonio -dijo con una voz suave y almibarada-. Ni por asomo. Lo único que digo es que, en concierto conmigo, podrás hacer de Oriente un lugar mejor y más fuerte. ¿Cómo puede ser eso injurioso para Roma? ¿Cómo puede disminuir a Roma? Todo lo contrario. Por ejemplo, evitará la aparición de otro Mitrídates o Tigranes.

– Sería tu consorte en un abrir y cerrar de ojos, Cleopatra, si de verdad creyese que algo de todo esto era por mí. ¿Hasta la última mota ha de ser para Cesarión? -preguntó con la boca contra su hombro-. Por fin he llegado a comprender que, antes de morir, quiero estar solo como un coloso al pleno resplandor del sol. ¡Sin sombras de ninguna clase! Sin la sombra de Roma, ni la sombra de Cesarión. Quiero acabar mi vida como Marco Antonio, ni romano ni egipcio. Quiero ser alguien verdaderamente singular. Quiero ser Antonio Magno. Tú no me lo ofreces.

– ¡Sí que te ofrezco la grandeza! No puedes ser egipcio, eso por descontado. Si eres romano sólo tú puedes quitártelo. Es sólo una piel que se quita con la misma facilidad que una serpiente quita la suya. -Su boca rozó un costado de su rostro-. ¡Antonio, lo comprendo! Ansias ser más grande que Julio César, y eso significa conquistar nuevos mundos. Pero con los partos estás mirando al mundo equivocado. Vuelve tu cabeza hacia el oeste, no vayas más lejos hacia el este. César nunca conquistó en realidad Roma, sucumbió ante Roma. Antonio puede ganarse el nombre de Magno sólo con la conquista de Roma.


Aquél no fue más que el primer asalto de una incesante batalla que duró hasta marzo, primavera en Antioquía. Una lucha titánica librada en la oscuridad de sus emociones mezcladas, en el silencio de sus dudas y desconfianzas no dichas. El secreto era urgente y completo: si Ahenobarbo, Poplicola, Fonteio, Furnio, Sosio o cualquier otro romano en Antioquía hubiese adivinado que Antonio estaba vendiendo para siempre y sin tributo lo que pertenecía a Roma a perpetuidad y sólo era alquilado a los clientes-reyes a cambio de tributos, entonces hubiese habido una convulsión tan grande que Antonio quizá se hubiese visto encadenado y enviado de regreso a Roma. Los textorios recibidos por Cleopatra tenían que parecer cedidos sin segundas hasta que el poder de Antonio fuese mucho más fuerte. De forma tal que lo que era de conocimiento público de una manera, sólo era conocido para Antonio y Cleopatra de otra. Para sus compañeros romanos tenían que parecer como simples cesiones para conseguir el oro destinado a financiar su ejército. Una vez que fuese invencible en Oriente ya no importaría que se supiese. Había intentado convencer a César que se hiciese rey de Roma, y había fracasado. Antonio era mucho más maleable, sobre todo en su actual estado mental. Oriente ansiaba un rey fuerte. ¿Quién mejor que un romano, formado en las leyes y el gobierno y no dado a los caprichos o a las locuras asesinas? Antonio Magno convertiría Oriente en algo formidable capaz de enfrentarse a Roma por la supremacía mundial. Ése era el sueño de Cleopatra, muy consciente de que aún tenía un largo camino por recorrer, y más todavía antes de que pudiese aplastar a Antonio Magno en favor de Cesarión, Rey de Reyes.

Antonio consiguió engañar a sus colegas. Ahenobarbo y Poplicola fueron testigos de los documentos de Cleopatra, pero sin leer su contenido, y se burlaron de su ingenuidad. ¡Tanto oro!

Pero el peor conflicto de Antonio no se lo confió a nadie. La reina se oponía férreamente a su campaña parta, y se quejaba de que su oro sirviese para financiarla. Temía ver al ejército reducido por los ataques partos, temía ver a su ejército demasiado debilitado para hacer lo que ella pretendía hacer: ir a la guerra contra Roma y Octavio. Unos planes que sólo había revelado a Antonio en parte, pero que estaban siempre presentes en su mente. Cesarión debía reinar el mundo de César, además de Egipto y Oriente, y nada, incluido Marco Antonio, iba a impedirlo. Para horror de Antonio, se enteró de que Cleopatra terna la intención de marchar con él a la campaña, y esperaba tener voz y voto en los consejos de guerra. Canidio lo esperaba en Carana, después de un exitoso golpe en el norte, en el Cáucaso, y ella miraba con ansia encontrarse con él, y no dejaba de repetirlo. Por mucho que lo intentó, Antonio no pudo convencerla de que no sería bien recibida, que sus legados no la tolerarían.

Así pues, en el espacio de un nundinum se libró de los hombres que, probablemente, se rebelarían contra su presencia. Envió a Poplicola a Roma para animar a sus setecientos senadores y a Furnio a gobernar la provincia de Asia. Ahenobarbo fue de nuevo a gobernar Bitinia y Sosio debía continuar en Siria. Entonces, el más natural e inevitable de los acontecimientos lo salvó: un embarazo. Aliviado a más no poder, pudo decirle a sus legados que la reina viajaba con las legiones sólo hasta Zeugma, en el Eufrates, y de allí regresaría a Egipto

Admirados y divertidos, los legados asumieron que el amor de la reina por Antonio era tan grande que apenas si podía soportar verse alejada de él.


En esas circunstancias, una satisfecha Cleopatra le dio un beso de despedida a Marco Antonio en Zeugma al comenzar el largo viaje por tierra a Egipto; aunque podía haber navegado, tenía una razón para no hacerlo: Herodes, el rey de los judíos. Cuando se enteró de la pérdida del bálsamo y el bitumen, había acudido a todo galope desde Jerusalén hasta Antioquía. Nada más ver a Cleopatra sentada junto a Antonio en la sala de audiencias, se dio media vuelta y regresó a casa. Una acción que enseñó a Cleopatra que Herodes prefería esperar hasta conseguir ver a Antonio a solas. También significaba que Herodes había visto aquello que no habían visto los romanos: que ella dominaba al triunviro al mando en Oriente, como una arcilla en sus manos ocupadas y entremetidas.

Sin embargo, pese sus sentimientos privados, Herodes no tuvo más elección que darle la bienvenida a la reina de Egipto a su capital y albergarla con todo lujo en su nuevo palacio, un magnífico edificio.

– La verdad es que veo edificios nuevos que se levantan por todas partes -le comentó Cleopatra a su anfitrión durante la cena, mientras pensaba que la comida era espantosa y que la reina Mariamne era fea y aburrida. Pero, sin embargo, era fecunda, ya que tenía dos hijos-. Uno se parece sospechosamente a una fortaleza.

– Oh, eso es una fortaleza -dijo Herodes, imperturbable-. La llamaré Antonia en honor a nuestro triunviro. También estoy construyendo un nuevo templo.

– También he escuchado decir que hay algunas nuevas estructuras en Masada.

– Fue un cruel exilio para mi familia, pero un lugar muy conveniente. Estoy construyendo nuevas casas, más graneros, depósitos de alimentación y cisternas de agua.

– Es una pena que no lo pueda ver. La carretera de la costa es más cómoda.

– Sobre todo para una dama embarazada. -Le hizo un gesto a Mariamne, que se levantó y se marchó en el acto.

– Tienes un ojo muy agudo, Herodes.

– Y tú un insaciable apetito de territorios, según los informes de Antioquía. ¡Cilicia Tracheia! ¿Para qué quieres ese rocoso trozo de costa?

– Entre otras cosas, para devolverle Olbia a la reina Aba y a la dinastía de los Teucro. Sin embargo, no recibí la ciudad.

– Cilicia Seleucia es demasiado importante estratégicamente para los romanos, mi querida y ambiciosa reina. De paso, no puedes disponer de mis ingresos por el bálsamo y el bitumen. Los necesito mucho.

– Ya tengo el bálsamo y el bitumen, Herodes, y aquí -añadió, y sacó un papel del bolso de redecilla de oro con recamado de joyas- están las indicaciones de Marco Antonio que te ordenan recoger los beneficios en mi nombre.

– ¡Antonio no puede hacerme esto a mí! -gritó Herodes mientras leía.

– Antonio puede y lo ha hecho. Aunque fue mi idea que tú te encargases del cobro. Tendrías que pagar tus deudas, Herodes.

– Yo duraré más que tú, Cleopatra.

– Tonterías. Eres demasiado codicioso y demasiado gordo. Los gordos mueren antes.

– ¿Con eso quieres decir que las mujeres esqueléticas viven para siempre? No en tu caso, reina. Mi codicia no es nada comparada con la tuya. No estarás contenta con menos de todo el mundo. Pero Antonio no es el hombre que lo conseguirá para ti. Está perdiendo el control sobre la parte del mundo que ya tiene, ¿no lo has visto?

– ¡Bah! Si te refieres a su campaña contra el rey de los partos, eso es algo que sólo necesita sacarse de dentro antes de que dedique sus energías hacia objetivos más accesibles.

– ¡Objetivos que tú has inventado para él!

– ¡Tonterías! Él es muy capaz de verlo por sí mismo.

Herodes se echó hacia atrás en su diván y entrelazó los gordos dedos enjoyados sobre la barriga.

– ¿Cuánto tiempo llevas planeando lo que creo que estás planeando?

Los ojos dorados se abrieron como platos, lo miraron con ingenuidad.

– ¡Herodes! ¿Yo urdiendo complots? A veces tu imaginación se desborda. Lo próximo que harás será delirar. ¿Qué complots podría preparar?

– Con Antonio con un anillo en la nariz y con un gran número de legiones detrás, mi querida Cleopatra, creo que lo que intentas es derrocar Roma en favor de Egipto. ¿Qué mejor momento para atacar mientras Octavio es débil y las provincias occidentales necesitan a sus mejores hombres? No hay límite para tus ambiciones, para tus deseos. Lo que me sorprende es que nadie parezca despertar a tus designios excepto yo. ¡Pobre Antonio cuando lo haga!

– Si eres prudente, Herodes, te guardarás tus pensamientos para ti, y no dejarás que lleguen a la punta de tu lengua. Son una locura sin ninguna base.

– Dame el bálsamo y el bitumen, y guardaré silencio.

Ella se levantó del diván y se puso las chinelas.

– ¡No te daré ni el olor de un trapo sucio, ser abominable!

Y se marchó, sus prendas haciendo ruidos sibilantes como suaves voces que susurran hechizos.

XVI

Al día siguiente en que Cleopatra dejó Zeugma con rumbo a Egipto, Ahenobarbo se presentó feliz y sin disculparse.

– Se supone que tendrías que estar camino de Bitinia -le dijo Antonio con expresión insatisfecha y sintiéndose muy alegre.

– Ése fue tu plan para librarte de mí cuando tú pensabas que la arpía egipcia iba a ir de campaña contigo. Ningún hombre romano toleraría eso, Antonio, y me sorprende que creyeras que yo podría; a menos que hubieses renunciado del todo a ser un hombre romano.

– No, no lo he hecho -replicó Antonio, irritado-. Ahenobarbo, tienes que comprender que la voluntad de Cleopatra de prestarme enormes cantidades de oro es lo único que mantiene esta expedición en marcha. Ella parece creer que el préstamo le da derecho a participar en la empresa, pero en el momento en que llegamos hasta aquí se sintió feliz de marcharse a casa.

– Pues yo me sentí feliz de abandonar mi viaje a Nicomedia. Por lo tanto, amigo mío, ponme al corriente de los últimos acontecimientos.

«Antonio tiene buen aspecto -pensó Ahenobarbo-, mejor del que le he visto desde Filipos. Tiene que hacer algo digno de su acero, y ésa es la gratificación de un sueño. Por mucho que yo odie a la arpía egipcia, le estoy agradecido por el préstamo de su oro. Él se lo devolverá con lo que consiga de una corta campaña.»

– He obtenido una fuente de información de los partos -dijo Antonio-. Un sobrino del nuevo rey parto, llamado Monaeses. Cuando Fraates mató a toda su familia, Monaeses consiguió escapar a Siria porque en aquel momento no estaba en la corte. Estaba en Nicephorium tratando de resolver una disputa comercial con los esquenitas. Por supuesto, no se atreve a regresar a casa; han puesto precio a su cabeza. Al parecer, el rey Fraates se casó con la hija núbil de alguna casa arsácida menor e intenta criar un nuevo lote de herederos. La familia de la novia fue pasada por la espada, o decapitada con un hacha, o lo que sea la costumbre entre los partos. Esta nueva carnada de hijos tardará años en crecer, y, por lo tanto, estarán a años de convertirse en un peligro para Fraates. Mientras que Monaeses es un hombre crecido y tiene seguidores. Son despiadados estos monarcas orientales.

– Espero que lo recuerdes cuando trates con Cleopatra -manifestó Ahenobarbo con un tono seco.

– Cleopatra -replicó Antonio, un tanto altivo- es diferente.

– Y tú, Antonio, estás enamorado -dijo el otro con un tono brusco sin comprometerse-. Confío en que tu juicio del tal Monaeses sea más sensato.

– Sólido como un bronce de Bryaxis.

Pero cuando Ahenobarbo conoció al príncipe Monaeses, sintió un súbito vacío en el estómago. «¿Confiar en este hombre? ¡Nunca! Es incapaz de mirarte a los ojos, por mucho que hable un magnífico griego e imite los modales griegos.»

– ¡No le des ni la punta del meñique! -gritó Ahenobarbo-. ¡Hazlo y te arrancará el brazo del hombro! No ves que es él a quien el rey Fraates guardó en reserva, educado en los modos occidentales, por si acaso fuese necesario poner un espía en nuestro seno. Monaeses no escapó a la muerte, fue perdonado para hacer su deber parto: atraernos hacia la ruina y la derrota.

La réplica de Antonio fue una carcajada; nada de lo que Ahenobarbo o cualquier otro de los que dudaban pudiesen decir le harían cambiar de opinión de que Monaeses era tan bueno y puro como el oro de Cleopatra.



La mayoría del ejército esperaba en Carana con Publio Canidio, pero Antonio trajo con él otras seis legiones además de diez mil jinetes galos y un total de treinta mil reclutas extranjeros entre judíos, sirios, cilicios y griegos orientales. Había dejado una legión en Jerusalén para asegurar que Herodes continuase teniendo el trono -Antonio era un amigo leal, aunque algunas veces ingenuo- y siete legiones para vigilar Macedonia, siempre inquieta. El Eufrates había abierto un ancho valle entre Zeugma y las alturas en Carana; había muchos pastos para los caballos, las mulas y los bueyes. Llegaron y dejaron atrás Samosata, el valle comenzó a angostarse un poco y la carretera se hizo más áspera a medida que la enorme fuerza marchaba hacia Melitene. No mucho más al norte de Sarnosata el ejército alcanzó al tren de equipajes, una desilusión, porque Antonio lo había hecho salir de Zeugma veinte días antes que las legiones, y había creído que ambas unidades llegarían a Carana al mismo tiempo. Pero había esperado con demasiada confianza que los bueyes caminasen quince o más millas al día, mientras que ni todos los latigazos y maldiciones del mundo consiguieron que caminasen más de diez, como en aquel momento se había descubierto.

El tren de equipajes era el orgullo y la alegría de Antonio, el mayor que hubiese reunido nunca ningún ejército romano. Centenares de catapultas, ballestas y otras piezas menores de artillería marchaban detrás del número requerido de bueyes que cada pieza necesitaba, además de varios arietes capaces de romper las puertas más comunes de las ciudades, y un monstruo de ochenta pies de largo capaz de romper -como Antonio le dijo risueñamente a Monaeses-«¡incluso las puertas de la vieja Ilium!». Aquello sólo era la maquinaria de guerra. En las carretas venían los suministros -trigo, toneles de cerdo en salazón, jamones ahumados, aceite, lentejas, garbanzos, sal, piezas de recambio, herramientas y equipos para los artesanos de la legión, carbón, lingotes de hierro fundido para el acero, enormes postes y tablas, sierras para cortar árboles o rocas blandas como la toba, cuerdas y picos, lonas, tiendas de campaña, postes, arneses, todo lo que un eficiente praefectus fabrum podía imaginar que un ejército de ese tamaño podría necesitar para reponer lo que llevaba además de para afrontar un asedio. En una sola fila, la caravana tenía quince millas de largo, pero marchaba en un amplio frente de tres millas de ancho; dos legiones de cuatro mil hombres cada una estaban asignadas a la custodia permanente de tan inmenso y precioso complemento de la guerra; Oppio Estatiano estaba al mando, y se quejaba a todo aquel que quisiera escucharlo. Su auditorio incluyó a Antonio cuando pasó el ejército. -Todo está muy bien mientras podamos marchar así -dijo Estatiano sin el menor tacto-, pero aquellas montañas de delante significan angostos valles para mí, y tendremos que alinearlas carretas en una fila, por lo que tanto nuestras comunicaciones como las defensas no durarán.

No era una opinión que Antonio quisiese escuchar o estuviese preparado para escuchar.

– Eres una vieja, Estatiano -dijo, y clavó los talones a su caballo para seguir-. ¡Sólo consigue sacarles más millas por día!

Las fuerzas móviles llegaron a Carana quince días después de dejar Zeugma, una distancia de trescientas cincuenta millas, pero el tren de equipajes no llegó hasta doce días después, a pesar de su ventaja. Y eso significaba que Antonio estaba de muy mal humor; cuando sucedía esto, no escuchaba a nadie, desde amigos como Ahenobarbo hasta generales como Canidio, que acababa de llegar de una expedición al Cáucaso y estaba muy bien informado de las montañas,

– Italia está rodeada por los Alpes -dijo Canidio-, pero son como ladrillos de un juguete infantil comparados con estos picos. Mira alrededor del valle donde está Carana y verás centenares de montañas de tres mil metros de altura. Si vas al norte o al este, sólo las encontrarás todavía más altas y con mayores precipicios. Los valles son muescas apenas más anchos que los torrentes que los atraviesan. Estamos a mediados de abril, y eso significa que tienes hasta octubre para hacer tu campaña. Seis meses, y llegará el invierno. Carana es la mayor de las tierras relativamente planas entre aquí y las grandes llanuras donde el Araxes fluye hasta el mar Caspio. Todo lo que tenía eran diez legiones y dos mil jinetes, pero encontré que incluso una fuerza de ese tamaño no se podía mover en este territorio. Sin embargo, me atrevería a decir que sabes lo que estás haciendo, así que no pretendo discutir.

Como Ventidio, Canidio era un militar de origen humilde; sólo su gran capacidad como general de tropas le había permitido ascender. Se había unido a Marco Antonio después de la muerte de César, y apreciaba más a Antonio que a sus capacidades militares. Sin embargo, después del triunfo de Ventidio en Siria, Canidio sabía que no le darían el mando de una empresa como la que Antonio ahora proponía llevar al reino de los partos, se podría decir, por la puerta trasera. Un difícil compromiso que requería el genio de un César y Antonio no era un César. Para empezar, le gustaba lo enorme, mientras que César había detestado los grandes ejércitos. Para él, diez legiones y dos mil jinetes eran todos los hombres que cualquier comandante podía desplegar con éxito; si eran más, las órdenes se confundían y las líneas de comunicación quedaban en peligro por la distancia y el tiempo. Canidio estaba de acuerdo con César.

– ¿El rey Artavasdes ha llegado? -preguntó Antonio.

– ¿Cuál?

Antonio parpadeó.

– Me refiero a Armenia.

– Sí, está aquí, y espera con la tiara en la mano a que le des una audiencia. Pero también está Artavasdes de Media Atropatene.

– ¿Media Atropatene?

– Así es. Ambos se enteraron de mi campaña en el Cáucaso, y ambos han decidido que Roma va a ganar este encuentro con los partos. Artavasdes de Armenia quiere que le devuelvan sus setenta valles en Media Atropatene, y Artavasdes de Media Atropatene quiere gobernar el reino de los partos. Antonio se echó a reír a carcajadas. -¡Canidio, Canidio, qué suerte! ¿Sólo dime cómo podemos diferenciarlos aparte de por sus nombres?

– Llamo a Armenia, Armenia, y a Media Atropatene, simplemente Media.

– ¿No tienen algún atributo físico que pueda utilizar?

– ¡No ésta pareja! Son como gemelos; supongo que es debido a que se casan tanto entre ellos. Faldas y chaquetas, barbas postizas, montones de rizos, narices ganchudas, ojos negros y pelo negro.

– Eso parece parto.

– Me imagino que son todos de la misma raza. ¿Estás preparado para verlos?

– ¿Alguno de los dos habla griego?

– No, ni tampoco arameo. Hablan sus propias lenguas, y el parto.

– Bueno, está bien, tengo a Monaeses.


Sin embargo, no tuvo a Monaeses durante mucho más. Después de haber actuado como intérprete en varias audiencias un tanto extrañas entre personas que no tenían ni idea de cómo pensaban sus opuestos, Monaeses decidió regresar a Nicephorium; era, como le recordó Antonio, rey de los árabes esquenitas, y debía poner a su nuevo reino en pie de guerra. Con muchos agradecimientos y afirmaciones de que los tres hombres que había encontrado para actuar como intérpretes lo harían mejor que él, Monaeses se marchó rumbo al sur.

– Desearía poder confiar en él -le dijo Canidio a Ahenobarbo.

– Desearía poder confiar en él, pero no lo hago. Dado que los acontecimientos se han puesto en movimiento y ahora no se pueden detener, lo único que podemos hacer cualquiera de los dos, Canidio, es rezar a los dioses para que estemos equivocados.

– O si estamos acertados, que no haya nada que Monaeses Pueda hacer para alterar los planes de Antonio.

– Me sentiría más feliz si nuestro ejército fuese muchísimo más pequeño. ¡Está como un niño con sus catafractarios armenios! Pero como veterano de los catafractarios armenios y partos, te puedo decir que los armenios no son nada comparados con los partos -comentó Canidio con un tono de resignación-. Sus armaduras son más delgadas y débiles y sus caballos no son mucho más grandes que los nuestros; yo los llamaría mejor lanceros con cotas de malla que catafractarios de verdad. Pero Antonio está entusiasmado porque le hayan regalado dieciséis mil.

– Dieciséis mil caballos más que alimentar -señaló Ahenobarbo.

– ¿Podemos confiar en Armenia o Media más de lo que confiamos en Monaeses? -preguntó Canidio.

– Quizá en Armenia. En Media, en absoluto. ¿A qué distancia estamos de Artaxata? -quiso saber Ahenobarbo.

– Doscientas millas, quizá un poco menos.

– ¿Debemos ir allí?

– Por el vientre de los armenios, dirás. Por desdicha, sí. Nunca me ha entusiasmado mucho este acercamiento por la puerta de atrás, aunque tendría mérito si el terreno no fuese tan difícil. Tomaremos Fraaspa, luego Ecbatana, a continuación Susa y de allí a Mesopotamia. ¿Crees que el tren de equipajes se mantendrá al paso? ¡Desde luego que no!

– Oh, él es Marco Antonio -dijo Ahenobarbo-. Pertenece a la escuela de generales que cree que si desean algo con la fuerza necesaria sucederá. Es muy bueno en campañas como la de Filipos. Pero ¿cómo se las apañará con lo desconocido?

– Todo se reduce a dos cosas, Ahenobarbo. La primera: ¿Monaeses es un traidor? La segunda: ¿podemos confiar en Armenia? Si la respuesta a la primera es negativa y la respuesta a la segunda es afirmativa, Antonio triunfará. De lo contrario, no.


Aquella vez el tren de equipajes se había puesto en marcha para ir a Artaxata, la capital de Armenia, casi en el momento en que había llegado a Carana, para gran enfado de Oppio Estatiano, privado de un descanso, un baño, una mujer y la oportunidad de hablar con Antonio. Había pretendido darle a Antonio una lista de las cosas que consideraba que podían quedarse en Carana, y de esa manera reducir el tamaño del tren y quizá aumentar un poco su velocidad; pero no, llegaron las órdenes de continuar en marcha y llevarlo todo. Desde el momento en que llegase hasta Artaxata, comenzaría su viaje a Fraaspa. De nuevo ningún descanso, ningún baño, ninguna mujer y ninguna ocasión de hablar con Antonio.

Antonio estaba inquieto y ansioso por iniciar su campaña, convencido de que estaba ganándole la carrera a los partos. Oh, sin duda alguien le había avisado de que Fraaspa sería la primera ciudad parta en ser atacada -había demasiados orientales y extranjeros de todas las posiciones como para mantener un secreto tan grande-, pero Antonio confiaba en la velocidad de su marcha; pretendía que fuese tan rápida como cualquier marcha que César hubiese comandado. Un ejército romano estaría en Fraaspa meses antes de lo que se esperaba.

Por lo tanto, no se demoró en Artaxata, sino que continuó la marcha tan rápido como fue posible en la línea más recta. Había quinientas millas desde Artaxata hasta Fraaspa, y en algunos lugares el terreno no era tan áspero ni tan elevado como el que habían atravesado desde Carana hasta Artaxata. Pero los guías medios y armemos de Antonio le dijeron que estaba marchando en la dirección equivocada para un paso fácil. Cada cadena, cada pliegue, cada hondonada iba de este a oeste, y hubiese sido mucho más fácil marchar al este del lago Matiane, una enorme extensión de agua. El único paso a través de las montañas significaba marchar por su lado oeste y cruzar muchas cadenas arriba y abajo, arriba y abajo. En el lado sur del lago, el ejército tendría que dirigirse al este antes de girar para caer sobre Fraaspa; con una nueva cadena de picos de tres mil metros e incluso más altos al oeste.

Dieciséis legiones, diez mil jinetes galos, cincuenta mil tropas extranjeras a caballo y a pie y dieciséis mil catafractarios armenios -aproximadamente, ciento cuarenta mil hombres- comenzaron la marcha. Más de cincuenta mil de ellos a caballo. Ni siquiera Alejandro Magno había mandado semejante multitud, pensó Antonio, exultante, con la seguridad de que no había fuerza en la tierra que pudiese derrotarlo. ¡Qué aventura, qué empresa colosal! Por fin eclipsaría a César.

Se encontraron con el tren de equipajes muy pronto; todavía no había cruzado el paso para bajar al lago Matiane, por lo que aún le quedaban casi cuatrocientas millas de marcha. Aunque Canidio urgió a Antonio a aminorar el paso y quedarse a una distancia relativamente cercana del tren, Antonio se negó. A decir verdad, si mantenía el paso ante el tren de equipajes, llegaría demasiado tarde a Fraaspa para tomarla antes del invierno, incluso si no oponía mucha resistencia. Además, estaban moviéndose, a pesar de las constantes subidas y bajadas de la montaña. Antonio se contentó con un mensaje a Estatiano donde decía que separaría algunos elementos del tren e intentaría asegurar las cosas aligerando el peso de las carretas más adecuadas para seguir adelante.

El mensaje nunca le llegó a Estatiano. Sin exploradores a la búsqueda de alimentos o de partidas forrajeras, Artavasdes de Media había unido sus fuerzas con Monaeses; cuarenta mil catafractarios y arqueros a caballo seguían la ruta romana lo suficientemente lejos como para que su polvo no fuese advertido.

Cuando el tren de equipajes cruzó el paso para bajar al lago Matiane, las carretas iban en una sola hilera debido a lo angosto de la pobre carretera; Estatiano decidió mantenerlos así hasta que el terreno se allanase un poco. Diez mil catafractarios medios atacaron todas las partes del tren simultáneamente. Con las comunicaciones destrozadas, Estatiano no se enteró de qué estaba pasando, dónde o cuándo, por lo que no pudo enviar a sus dos legiones en ninguna dirección con certeza. Mientras titubeaba, sus hombres eran asesinados, y aquellos que sobrevivieron al ataque murieron más tarde para asegurarse de que Antonio no tuviese ni idea de lo que había ocurrido con su suministro. ¡Qué recompensa! Al cabo de un día, hasta la última carreta viajaba al norte y al este, hacia Media, bien lejos del camino de Antonio. Ahora, sus fuerzas sólo tenían provisiones, que llevaban con ellas, justo para un mes, y ni una pieza de artillería o equipo de acero.

Conseguido eso, Monaeses se llevó al segmento parto, de treinta mil hombres, a la estela de Antonio pero sin atacar. En ese momento tenía dos águilas de plata de las legiones de Estatiano para añadir a las nueve en Ecbatana: las siete de Craso y ahora cuatro de Antonio.

El ignorante Antonio llegó a Fraaspa intacto, pero una vez allí descubrió que aquella ciudad distaba mucho de ser la vulgar construcción de ladrillos que había imaginado; era una ciudad del tamaño de Attaleia o Tralles, inmune detrás de enormes bastiones de piedra y equipada con enormes puertas. Una mirada le dijo a Antonio que tendría que asediarla. Por consiguiente, se instaló con su ejército para encerrar a los habitantes, muy tranquilo al ver que la tierra alrededor de Fraaspa estaba rebosante de trigo maduro que a ningún parto se le había ocurrido quemar, así como también de miles de ovejas bien gordas. Tenían para comer.

Pasó un día tras otro sin ninguna señal del tren de equipajes.

– Maldito sea Estatiano, ¿dónde está? -preguntó Antonio, consciente de que uno de cada dos de sus grupos forrajeros no regresaba.

– Intentaré buscarlo -dijo Polemón, que había decidido acompañar a sus honderos. Cabalgó con mil de sus hombres de la caballería ligera, y saludó descaradamente a los partos en lo alto de las murallas de Fraaspa, muy confiado en Antonio y su magnífico ejército.

Pasaron los días, pero Polemón no regresó. Sin árboles que tumbar, los numerosos romanos sólo podían mantener a los habitantes de Fraaspa dentro de sus fortificaciones; era obvio que la ciudad estaba bien provista, y tenía fuentes de agua. Un largo asedio, un lento asedio. Llegó julio y pasó, comenzó Sixtilis y siguieron sin tener noticias del tren de equipajes. ¡Oh, aquel ariete de veinticinco metros! Hubiese hecho astillas las puertas de Fraaspa.

– Acéptalo, Antonio -dijo Publio Canidio después de que el ejército llevase acampado delante de Fraaspa setenta días-. El tren de equipajes no llegará porque ya no existe. No tenemos maderas para construir torres de asedio, ni catapultas, ni ballestas, ni nada de nada. Hasta ahora hemos perdido veinticinco mil reclutas extranjeros enviados a buscar forraje, y hoy he recibido una negativa a moverse de los silicios, judíos, sirios y capadocios. De acuerdo que son veinticinco mil bocas menos que alimentar, pero no estamos trayendo bastante de los campos para mantener a los cuerpos y la moral mucho más. En algún lugar más allá de lo que llegan nuestros exploradores (aquellos que consiguen volver) hay un ejército parto que está haciendo lo que Fabio Máximo le hizo a Aníbal.

Su vientre parecía estar lleno de plomo esos días, una señal a la que Antonio ya no quería hacer caso por lo que significaba: el conocimiento de la derrota. Las oscuras murallas de Fraaspa se burlaban, y él estaba tan perdido, tan impotente, de hecho, como lo había estado en la premonición durante muchos y muchos meses. Incluso años. Todo conducía a aquello: el fracaso. ¿Era eso por lo que la melancolía lo había envuelto? ¿Por qué había perdido su buena fortuna? ¿Dónde estaba el enemigo? ¿Porqué no atacaban los partos si le habían robado sus provisiones? Incluso peor, un temor mayor lo invadió: ni siquiera le iban a ofrecer la oportunidad de una batalla, de morir gloriosamente en el campo, como había hecho Craso, para redimir en sus últimas horas todos los terribles errores de una fracasada campaña. Por esa sola razón, el nombre de Craso era mencionado con tanto respeto pero con dolor ya que su cabeza sin ojos estuvo colgada en las paredes de Artaxata. Pero ¿el nombre de Antonio? ¿Quién lo recordaría, si ni siquiera habría una batalla?

– No intentarán atacarnos mientras estemos aquí, ¿verdad? -le preguntó a Canidio.

– Así es como yo lo interpreto, Marco -respondió Canidio, que habló sin compasión, ya que sabía lo que estaba pensando Antonio.

– Sí, así es como yo también lo interpreto -añadió Ahenobarbo con el entrecejo fruncido-. No nos van a ofrecer batalla, quieren que muramos lentamente y por cosas más mundanas que las heridas de espada. También hemos tenido a un traidor en nuestro seno para decírselo todo: Monaeses.

– ¡Oh, no quiero acabar de esta manera! -gritó Antonio, sin hacer caso de la referencia a Monaeses-. ¡Necesito más tiempo! Fraaspa no puede estar viviendo con raciones completas, ninguna ciudad tiene tanto abastecimiento dentro de sus murallas, ni siquiera Ilium. Si persistimos un poco más, veré la rendición de Fraaspa.

– Podríamos asaltarla -dijo Marco Titio.

Nadie se molestó en responderle; Titio era un cuestor joven y tonto que se lo creía todo.

Antonio se sentó en su silla de marfil y miró a la distancia, su rostro casi embelesado. Por fin salió de su ensimismamiento para mirar a Canidio.

– ¿Cuánto tiempo más podemos durar aquí, Publio?

– Es principios de septiembre. Otro mes como mucho, y eso ya es demasiado. Si no conseguimos estar al otro lado de las murallas de Fraaspa antes del invierno, entonces tendremos que retirarnos a Artaxata por la misma ruta por la que hemos venido. Quinientas millas. Los legionarios lo harán en treinta días si se les empuja, pero la mayoría de los auxiliares que tenemos son infantes, y no pueden ni siquiera igualar ese ritmo. Eso significa dividir el ejército para preservar las legiones. Las tropas galas que han vivido por medio del forraje estarán bien; aún habrá hierba. A menos que miles de catafractarios la hayan convertido en fango. Como tú bien sabes, Antonio, sin exploradores somos como hombres ciegos en medio de una basílica.

– Eso somos. -Antonio sonrió con ironía-. Dicen que Pompeyo Magno se volvió cuando le faltaban tres días para llegar al mar Caspio porque él no podía aguantar las arañas, pero yo aceptaría a un millón de las más grandes y peludas sólo por tener un informe fiable de lo que nos está esperando allí afuera si decidimos retirarnos.

– Yo iré -dijo Titio, ansioso. El resto lo miró.

– Si los exploradores armenios no han vuelto, Titio, ¿por qué crees que tú sí puedes volver? -le preguntó Antonio; le tenía aprecio a litio, que era el sobrino de Planeo, e intentó convencerlo amablemente-. No, te doy las gracias por la oferta, pero tendremos que seguir enviando a armenios. Nadie más podría sobrevivir.

– Pero ¡si precisamente es eso! -replicó Titio-. Son el enemigo, Marco Antonio, no importa lo que digan que son. Todos sabemos que los armenios son tan traicioneros como los medos. ¡Déjame ir! Te prometo que sabré cuidarme.

– ¿Cuántos hombres te quieres llevar?

– Ninguno, Publio Canidio. Sólo yo con un caballo de aquí. Uno del color de los campos. Vestiré pantalón y chaqueta de piel de cabra para confundirme más. Quizá me lleve una docena de caballos conmigo para parecer un criador de caballos o un pastor de caballos o lo que sea.

Antonio se echó a reír y palmeó a Titio en la espalda.

– ¿Por qué no? Sí, Titio, ve. Sólo que vuelve. -Consiguió sonreír-. ¡Tienes que volver! El único cuestor que he conocido peor que tú a la hora de sumar cantidades era Marco Antonio, pero él sirvió para un amo mucho más exigente: César.


Nadie en la tienda de mando estuvo allí para ver a Marco Titio comenzar su misión porque ninguno quería llevar la memoria de su rostro pecoso en el futuro más que la de aquel pobre cuestor, Titio, a cargo de las finanzas del ejército y totalmente incapaz de manejar las propias.

Hacía un nundinum que se había marchado cuando el viento cambió de dirección y comenzó a soplar del norte. Con él llegó la lluvia y la escarcha. Y aquel día algunos de los fraaspas, en lo alto de las murallas, asaron cordero, y el olor flotó hasta el enorme campamento, en la llanura, una manera de decirles a los sitiadores que Fraaspa tenía abundancia de comida para el invierno, que no se rendiría.

Antonio convocó un consejo de guerra, no una reunión de sus íntimos sino una reunión que incluía a todos sus legados y tribunos, además de los centuriones primipilus y pilus prior; un total de sesenta hombres. Un número ideal para la comunicación personal; tendría que ser escuchado por todos sin la modestia de tener a heraldos que escuchasen sus palabras y retransmitiesen lo que decía más allá. Aquellos que debían estar allí intercambiaron significativas miradas; no había ningún extranjero presente. Una reunión para las legiones y no para todo el ejército.

– Sin el equipo de asedio no podemos tomar Fraaspa -comenzó Antonio-, y la pequeña demostración de hoy dice que la gente de Fraaspa todavía come bien. Llevamos sentados aquí cien días y hemos arrasado todos los campos de los alrededores, pero a un precio: la pérdida de dos tercios de nuestros auxiliares montados. -Inspiró profundamente e intentó mostrarse severo y decidido, en general, con un absoluto control de sí mismo y de la situación-. Es hora de irnos, muchachos. Sabemos por el tiempo que ha hecho hoy que en estas tierras se pasa del verano directamente al invierno de verdad, y en el último día de septiembre. Mañana, en las calendas de octubre, marcharemos a Artaxata. Para una cosa que la gente de Fraaspa no está preparada es para la velocidad de las legiones en marcha. Para cuando se levanten mañana por la mañana, todo lo que quedará de nosotros serán las hogueras. Ordenad que los hombres lleven la provisión de grano para un mes; las mulas centurias serán utilizadas para comida y fuego, y las mulas que tiran de las carretas serán convertidas en animales de carga; aquello que no podamos llevar a la espalda ni en las mulas tendrá que quedarse atrás. La comida y todo lo que se pueda quemar.

La mayoría había estado esperando ese discurso, pero a nadie le gustó escucharlo. Sin embargo, de una cosa Antonio podía estar seguro; aquellos hombres eran romanos, y no lamentarían el destino de los auxiliares, tolerados pero nunca estimados.

– Centuriones, entre ahora y la primera luz del alba, todo legionario debe conocer la situación y comprender lo que hacer para sobrevivir durante la marcha. No tengo idea de lo que hay ahí afuera esperando a que nos retiremos, pero las legiones romanas no se entregan, ni lo harán en esta próxima marcha. Debido al terreno tardaremos alrededor de un mes en llegar a Artaxata, especialmente si la lluvia y las escarchas continúan. Eso significa terrenos fangosos y condiciones de mucho frío. Todo hombre deberá sacar los calcetines de su mochila; si los tiene de piel de conejo o de ardilla, mejor. Mantenerse seco será gran parte de la batalla, porque es la única cosa que tendremos, muchachos. Los partos están ahí afuera y utilizan las tácticas fabianas; matarán a los rezagados, pero no se enfrentarán a nosotros en masa. Peor es el hecho de que no tendremos madera suficiente para hacer fuego entre aquí y Artaxata, y eso significa no poder hacer hogueras para calentarnos. Cualquier hombre que queme la madera de sus palos, cualquier parte de las astas o los astiles de los pilum será azotado y decapitado; quizá los necesitemos para rechazar las incursiones de los partos. Tampoco podemos confiar en ninguno de los reclutas extranjeros, incluidos los armenios. Las únicas tropas que Roma espera que preservemos son sus legiones. Se hizo un breve silencio, roto por Canidio.

– ¿Cuál es la formación de marcha, Antonio? -preguntó.

– Agmen quadratum donde el suelo sea lo bastante llano, Canidio, y donde no lo sea, también en cuadro. No me importa lo angosto que pueda ser un sendero, nunca marcharemos en fila. ¿Entendido?

Murmullos desde todos los lados.

Ahenobarbo abrió la boca para formular otra pregunta cuando se produjo una conmoción en el perímetro del grupo; algunos hombres se movieron para permitir que Marco Titio pasase hasta el lugar donde estaba Antonio, los rostros con grandes sonrisas, incluso algunos palmearon al joven cuestor en la espalda.

– ¡Titio, perro! -gritó Antonio, encantado-. ¿Has encontrado a los partos? ¿Cuál es la verdadera situación?

– Sí, Marco Antonio, los encontré -respondió litio con expresión severa-. Cuarenta mil de ellos, al mando de nuestro amigo Monaeses; lo vi claramente en varias ocasiones, y cabalgaba con una cota de malla de oro y tenía un penacho en su yelmo. Un príncipe parto de al menos la misma importancia que tenía Pacoro, por la descripción de Ventidio.

La nueva sobre Monaeses no fue ninguna sorpresa, ni incluso para Antonio, su más firme partidario. El rey Fraates los había engañado, había puesto un traidor en su seno.

– ¿A qué distancia están? -preguntó Fonteio.

– A unas treinta millas, y directamente entre nosotros y Artaxata.

– ¿Catafractarios? ¿Arqueros montados? -preguntó Canidio.

– Ambos, pero más arqueros a caballo. -Titio sonrió brevemente-. Supongo que están escasos de catafractarios después de la campaña de Ventidio; alrededor de unos cinco mil, no más. Pero hordas de arqueros. Todo un ejército montado, y han hecho un magnífico trabajo cortando el terreno; con esta Nuvia, nuestros soldados chapotearán por el barro. -Se interrumpió y formuló una pregunta con los ojos a Antonio-, Al menos, supongo que estamos planeando una retirada.

– Lo estamos. Has llegado justo a tiempo, Titio. Un día más tarde, y te hubieses encontrado que ya habríamos marchado.

– ¿Tienes algo más de lo que informar? -preguntó Canidio.

– Sólo que no actúan como guerreros que huelen la batalla. Se comportan más bien como una fuerza dispuesta a permanecer a la defensiva. Oh, intentarán hacer incursiones, pero a menos que Monaeses sea mejor general de lo que creo que es después de observar cómo se pavonea para parecer importante, tendríamos que ser capaces de contener lo que sea que lance contra nosotros si se nos advierte a tiempo.

– No necesitaremos ninguna advertencia, Titio -dijo Ahenobarbo-. Marcharemos en agmen quadratum, y cuando no lo podamos hacer, marcharemos en cuadro.

La reunión se calmó y pasó a ocuparse de la logística: cuál de las catorce legiones marcharía primero, cuál la última, con qué frecuencia los hombres en la parte exterior de cada cuadrilátero debía descansar y entrar para ser reemplazado, qué tamaño tendrían los cuadriláteros, cuántas acémilas podrían contener cada cuadrilátero en su tamaño más pequeño -mil y unas decisiones que debían hacerse antes de que el primer pie en su cáliga comenzase la marcha.

Finalmente, Fonteio preguntó lo que nadie más haría.

– Antonio, los auxiliares. Treinta mil infantes. ¿Qué pasará con ellos?

– Si pueden mantener el ritmo, formarán nuestra retaguardia; en forma de cuadrilátero. Pero no podrán hacerlo, Fonteio, todos lo sabemos. -Los ojos de Antonio se humedecieron-. Lo siento mucho, y como triunviro de Oriente soy responsable de ellos, pero las legiones deben ser preservadas a cualquier coste. Es curioso que siga pensando que tenemos dieciséis, pero no las tenemos, por supuesto. Las dos de Estatiano han desaparecido hace mucho.

– Incluidos los no combatientes, ochenta y cuatro mil hombres. Suficiente para formar un formidable frente si alguna vez pudiesen marchar en agmen. Tenemos cuatro mil soldados galos y otros cuatro mil gálatas para proteger nuestros flancos, pero no hay mucha hierba, tendrán problemas antes de que hayamos recorrido la mitad de la distancia -dijo Canidio.

– Envíanos delante, Antonio -propuso Fonteio.

– ¿Y pelar el terreno todavía más? No, viajarán con nosotros y nuestros flancos. Si no pueden enfrentarse con el número de arqueros y catafractarios que Monaeses lance contra ellos, al menos podrán refugiarse en el interior de los cuadriláteros. Mi caballería gala es especialmente valiosa para mí, Fonteio. Se ofrecieron voluntarios para esta campaña, y están medio mundo lejos de su casa -manifestó Antonio, y levantó las manos-. Muy bien, dispersaos. Marcharemos con la primera luz, y quiero que todos estén en marcha al amanecer.

– A los hombres no les gustará retirarse -señaló Titio.

– ¡Soy muy consciente de eso! -replicó vivamente-. Por esa razón intento hacer de César. Voy a ir de columna en columna para hablar con los hombres en persona, incluso aunque me lleve un nundinum.


El agmen quadratum era una formación ideal para un ejército con la suficiente fuerza para desplegarse en columna a través de un ancho frente, preparado para girar en un instante y ocupar posiciones de batalla. También permitía la formación de cuadriláteros muy rápido. Ahora era el momento en que el más torpe de los soldados comprendía los días, los meses incluso los años de implacables maniobras; sus maniobras tenían que ser respuestas automáticas, sin ningún pensamiento.

Con la infantería auxiliar colocada detrás de este frente de una milla de ancho formado por los legionarios, la retirada comenzó en buen orden, aunque con un helado viento del norte que congelaba el barro y transformaba el campo arado en filosos bordes, resbaladizos, lacerantes.

La marcha más rápida que las legiones podían hacer era de veinte millas al día, pero incluso eso era demasiado rápido para los auxiliares. Al tercer día, con Antonio todavía visitando a sus soldados con bromas y predicciones de victoria para el año siguiente ahora que sabían con lo que se enfrentaban, Monaeses y los partos atacaban la retaguardia, los arqueros tumbaban a docenas de hombres en cada salida. Pocos morían, pero aquellos demasiado heridos para mantenerse en marcha tenían que quedarse atrás; junto a la enorme extensión del lago Matiane, que parecía como un mar, la mayoría de auxiliares habían desaparecido, ya fuese por las ejecuciones a manos de los partos o por no soportar una vida de esclavitud, nadie lo sabía.

La moral era sorprendentemente alta hasta que el terreno se hizo tan empinado que se debieron abandonar las columnas en favor de los cuadriláteros. Mientras pudo, Antonio mantuvo los cuadriláteros con el tamaño de una cohorte, y eso significaba seis centurias de hombres que marchaban de cuatro en fondo alrededor de los cuatro lados de un cuadrilátero, los escudos de las filas exteriores colgados para protegerse, como si formasen una tortuga. En el interior del centro vacío estaban los no combatientes, las mulas y la poca parte de la artillería que siempre viajaba con las centurias, escorpiones que disparaban dardos de madera y catapultas muy pequeñas. Si los atacaban, se formaba el cuadrilátero con los cuatro costados preparados para la lucha; la última fila de soldados sostenía largas astas de asedio para clavarlas en los vientres de los caballos que intentaran saltar al interior, algo que Monaeses aparentemente no quería hacer. Si los catafractarios se habían vuelto escasos en las tierras partas gracias al viejo Ventidio, los grandes corceles tardaban aún más en criar. Los días pasaron a un desilusionante paso de entre diecisiete y diecinueve millas arriba y abajo, arriba y abajo, conscientes de que los partos los seguían. Hubo pequeños enfrentamientos entre los gálatas y los galos con los catafractarios, pero el ejército continuó en buen orden de marcha y con gran ánimo.

Hasta que, al subir a picos todavía más altos para llegara un paso de tres mil cuatrocientos metros de altura, se encontraron con una borrasca como nunca habían visto en Italia. La nieve cegadora como un muro blanco, con vientos terribles, que caía en tanta cantidad que dejaba a los hombres hundidos en cristales hasta la cintura.

Cuanto más empeoraban las condiciones, más alegres se mostraban sus legados; se repartían secciones del ejército entre ellos, y animaban a los hombres, les decían lo valientes, fuertes y resistentes que eran. Los cuadriláteros se habían reducido ahora a manípulos, y sólo de diez hombres de fondo. Después del paso formarían en cuadriláteros de centuria, pero ni Antonio ni nadie más creía que el paso fuese un buen lugar para el ataque; no había espacio.

Lo peor era que, aunque la mochila de cada legionario tenía prendas como calcetines, capotes (sagi) y bufandas, todavía se congelaban, incapaces de mantenerse calientes con el fuego. En aquellos momentos, cubiertos dos tercios de la marcha, el ejército se había quedado sin el más preciado producto: el carbón. Nadie podía cocinar pan, calentarse unas gachas; los hombres marchaban ahora masticando granos de trigo crudo, su único alimento. El hambre, la congelación y las enfermedades comenzaron a ser tan severos que incluso Antonio no pudo aleccionar al más valiente de sus soldados, que protestaban por morir en la nieve, sin poder volver a ver nunca más la civilización.

– ¡Sólo consigue llevarnos al otro lado del paso!-le grito Antonio a su guía armenio, Ciro-. Nos has guiado certeramente durante dos nundinae; no me dejes ahora, Ciro, te lo ruego.

– No lo haré, Marco Antonio -respondió el hombre en un griego atroz-. Mañana veremos a los primeros cuadriláteros comenzar a cruzar, y después sé dónde encontrar carbón. -Su rostro oscuro se oscureció más-. Aunque debo advertírtelo, Marco Antonio, no confíes en el rey de Armenia. Siempre ha estado en contacto con su hermano de Media y ambos son criaturas del rey Fraates. Me temo que tu tren de equipajes era demasiado tentador.

Esta vez Antonio escuchó; pero aún estaban a cien millas de Artaxata, y el humor de las legiones era cada vez más lúgubre, y se acercaba hacia la insurrección.

– Incluso el amotinamiento -le comentó a Fonteio con la mitad de sus tropas a un lado de las montañas y la otra todavía cruzando o a la espera para cruzar-. No me atrevo a mostrar mi cara.

– Eso es verdad para todos nosotros -respondió Fonteio sin ánimo-. Llevan comiendo trigo crudo durante siete días, tienen los dedos congelados y se les caen; las narices también. ¡Terrible! Te culpan a ti, Marco; a ti y sólo a ti. Los más descontentos dicen que nunca tendrías que haber permitido que el tren de equipajes se fuese de tu vista.

– No soy realmente yo -dijo Antonio con un tono sombrío-, es la pesadilla de una campaña sin frutos que no les dio la oportunidad de mostrar lo que valen en combate. Tal como lo ven, no hicieron más que estar sentados en un campamento durante cien días mirando a una ciudad que les hacía el medicus. «¡Que os den por el culo, romanos!» ¿Crees que eso es grande? Bueno, tú no lo crees. Lo comprendo. -Se interrumpió cuando entró litio a la carrera con una expresión de miedo.

– ¡Marco Antonio, el motín se respira en el aire!

– Dime algo que no sepa, Titio.

– No, pero esto es serio. Esta noche o mañana. Al menos seis legiones están involucradas.

– Gracias, Titio. Ahora ve y ocúpate del balance de tus libros o de contar cuánto se le debe a los soldados, o lo que sea.

Titio se marchó, por una vez, incapaz de ofrecer una solución.

– Será esta noche -dijo Antonio.

– Sí, estoy de acuerdo -asintió Fonteio.

– ¿Me ayudarás a caer sobre mi espada, Cayo? Una de las cosas más molestas de tener un pecho tan desarrollado y los brazos tan musculosos es que impiden la perfecta ejecución. Soy incapaz de sujetar bien la empuñadura de la espada para que se clave profunda y segura.

Fonteio no discutió.

– Sí -dijo.

La pareja se acurrucó en el interior de la pequeña tienda de cuero durante toda la noche, a la espera de que comenzase el motín. Para Antonio, ya hundido, éste era el adecuado final para la peor campaña que un general romano hubiese librado desde que Carbo fuera cortado a trozos por los cimbrios germanos, o que el ejército de Caepio fuera derrotado en Arausio, o -lo más horrible de todo- que Paulo Emilio y Varrón en Cannae cayeran aniquilados por Aníbal. ¡Ni un solo hecho brillante para iluminar el abismo de la total derrota! Al menos, los ejércitos de Carbo, Caepio, Paulo Emilio y Varrón habían muerto luchando. Mientras que su gran ejército nunca había tenido ni la más mínima oportunidad para demostrar su valía; ninguna batalla, sólo impotencia.

«No puedo culpar a mis soldados por amotinarse -pensó Antonio mientras permanecía sentado con la espada desenfundada en su regazo, preparado-. La impotencia. Es eso lo que sienten tanto como yo. ¿Cómo podrán hablarle a sus nietos de la expedición de Marco Antonio a Media Parta sin escupir ante el recuerdo? No hay ni la más mínima ocasión de mostrar orgullo o distinción. Miles gloriosus, eso es Antonio. El soldado que se vanagloria. El material perfecto para una farsa. Que se pavonea, presuntuoso, imbuido de su propia importancia. Pero su éxito es tan vacío como él. Una caricatura como hombre, una broma como soldado, un fracaso como general. Antonio Magno. Bah.»


Como por arte de magia, el motín se desvaneció en el aire enrarecido de aquel paso como si los legionarios nunca hubiesen hablado de él. Por la mañana vio a los hombres continuar con su travesía del paso, y a media tarde, éste había quedado bastante atrás. Antonio encontró la fuerza para ir entre los hombres de alguna parte y hacer como si nunca hubiese escuchado a nadie ni siquiera susurrar sobre un amotinamiento.

Veintisiete días después de levantar el campamento delante de Fraaspa, las catorce legiones y un puñado de caballería llego a Artaxata, sus estómagos medio llenos con un poco de pan y toda la carne de caballo que habían podido tragar. Ciro el guía le había dicho a Antonio dónde encontrar carbón para cocinar.

Lo primero que hizo Antonio al llegar a Artaxata fue darle a Ciro el guía una bolsa de monedas y dos buenos caballos y mandarlo a todo galope a la ruta más directa al sur. La misión de Ciro era urgente y secreta, especialmente de Artavasdes. Su destino era Egipto, donde debía pedir una audiencia con la reina Cleopatra; las monedas que Antonio le había dado, cuando había permanecido en Antioquía el invierno anterior, era su pasaporte a la reina. Había recibido instrucciones para suplicarle que viniese a Leuke Kome para traerle ayuda a las tropas de Antonio. Leuke Kome era un pequeño puerto cerca de Berytus, en Siria, un lugar mucho menos poblado que puertos como los de Berytus, Sidón, Joppa. Ciro se marchó con gratitud y rapidez; quedarse en Armenia una vez que los romanos se marchasen hubiese significado una sentencia de muerte, porque había guiado bien a los romanos, y eso era algo que el armenio Artavasdes no había querido. Se suponía que los romanos debían vagar, perdidos, sin comida ni combustible, hasta que el último de ellos hubiese muerto.

Pero con las catorce legiones bien acampadas en las afueras de Artaxata, el rey Artavasdes no tuvo más elección que aceptar que Antonio pasase el invierno allí. Sin confiar ni en una sola de las palabras que Artavasdes decía, Antonio se negó a demorarse. Forzó al rey a abrir sus graneros; luego, bien abastecido, marchó hacia Carana sin preocuparse de las tormentas y las nieves. Los legionarios, que en aquellos momentos parecían inmunes, recorrieron aquellas últimas doscientas millas muchísimo más animados porque ahora tenían hogueras para la noche. La madera también era escasa en Armenia, pero los armenios de Artaxata no se habían atrevido a discutir cuando los soldados romanos se lanzaron sobre sus pilas de leña y se las confiscaron. La idea de los armenios muriendo de frío no conmovió en lo más mínimo a los romanos. Ellos no habían marchado masticando carne cruda gracias a la traición oriental.


Antonio llegó a Carana -desde donde la expedición había salido en las previas calendas de mayo- a mediados de noviembre Todos sus legados habían visto la depresión, la confusión, sólo Fonteio sabía lo cerca que había estado Antonio de cuidarse. A sabiendas de esto, pero muy renuente a confiárselo a Canidio, Fonteio asumió la tarea de persuadir a Antonio de contar hacia el sur hasta Leuke Kome. Una vez allí, si podía, si era necesario, enviaría otro mensaje a Cleopatra.

Pero primero, Antonio debía saber lo peor a través de un inflexible Canidio. La suya no siempre había sido una relación amistosa, porque Canidio había visto el futuro a principios de la campaña, y había estado a favor de la retirada desde su inicio. Tampoco había aprobado la manera como se había reunido y guiado al tren de equipajes. Sin embargo, todo esto quedaba en el pasado, y se había puesto de acuerdo consigo mismo, con sus propias ambiciones. Su futuro estaba con Marco Antonio, pasara lo que pasase.

– El censo está hecho y completo, Antonio -dijo con voz agria-. De la fuerza auxiliar a pie, unos treinta mil, no ha sobrevivido ninguno. De la caballería gala, seis de diez mil, pero sus caballos han desaparecido. De la caballería gálata, cuatro de diez mil, pero sus caballos han desaparecido. Todos han sido sacrificados para servir de comida a lo largo de las últimas cien millas. De las dieciséis legiones, dos (las de Estatiano) han desaparecido, la fortuna que han corrido, desconocida. Las otras catorce han recibido muchas pero no mortales bajas, la mayoría por congelación. Los hombres que han perdido los dedos tendrán que ser retirados y enviados a casa en carreta. No pueden marchar sin dedos. Cada legión, salvo las de Estatiano, está con todas sus fuerzas; casi cinco mil soldados más un millar de no combatientes. Ahora, al repartir los hombres, cada legión tiene poco menos de cuatro mil y quizá quinientos no combatientes. -Canidio tomó aliento y miró en cualquier dirección menos hacia el rostro de Antonio-. Éstas son las cifras. Auxiliares a pie, treinta mil. Caballería auxiliar, diez mil, pero veinte mil caballos. Legionarios, catorce mil no podrán luchar nunca más, además de los ocho mil de Estatiano. Y no combatientes, nueve mil. Un total de setenta mil hombres, veinte mil caballos. Veintidós mil de ellos son legionarios. La mitad del ejército, aunque no la mejor. En ningún caso han muerto todos, aunque mejor lo estarían.

– Todo irá mejor -dijo Antonio con labios temblorosos- si decimos una tercera parte muerta como una quinta incapacitada. ¡Oh, Canidio, perder a tantos sin luchar una batalla! Ni siquiera puedo invocar a Cannae.

– Al menos ninguno pasó bajo el yugo, Antonio. No es una desgracia, es simplemente un desastre debido al clima.

– Fonteio dice que debería continuar hasta Leuke Kome a esperar a la reina, enviarle otro mensaje si es necesario.

– Una buena idea. Ve, Antonio.

– Trae al ejército lo mejor que puedas, Canidio. Calcetín de piel o de cuero para todos, y cuando encuentres una tormenta, espera que pase en un buen campamento. Si sigue el Eufrates hará un poco más de calor. Sólo mantenlos en movimiento, y promételes vagabundear por los Campos Elíseos cuando lleguen a Leuke Kome: sol, mucha comida y todas las putas que puedas encontrar en Siria.

La clemencia hacia los caballos había desaparecido en cuanto encontraron carbón entre el paso de la montaña y Artaxata. Con las piernas casi tocando el suelo, Antonio salió de Carana montado en un caballejo, acompañado por Fonteio y Marco Titio.

Llegó a Leuke Kome un mes más tarde, y su aparición fue recibida con asombro; Cleopatra no había ido, ni tampoco había ningún mensaje de Egipto. Antonio envió a Titio a Alejandría, pero con poca esperanza; ella no había querido que él emprendiese esta campaña, y no era una mujer dispuesta a perdonar. No habría ninguna ayuda, ni dinero para mantener a lo que quedaba de sus legiones; él, al menos, había logrado traer a sus legiones diezmadas pero no aniquiladas, y ella probablemente lamentaría la pérdida de las levas auxiliares.

Llegó la depresión y se convirtió en una desesperación tan negra que Antonio se dio a la bebida, incapaz de enfrentarse a los pensamientos del terrible frío de los dedos congelados, del motín en una terrible noche, de filas y filas de rostros llenos de odio, de soldados que lo odiaban por la pérdida de sus amados caballos, de sus propias y patéticas decisiones, siempre equivocadas y siempre desastrosas. Él, y nadie más, cargaba con la culpa de tantas muertes, tanto sufrimiento humano. ¡Oh, era insoportable! Bebió hasta olvidar todo y continuó bebiendo. Veinte y treinta veces al día salía de su tienda con una copa a rebosar en una mano, caminaba tambaleante la corta distancia hasta la playa y miraba hacia la boca de la bahía, donde no había barco ni vela alguna.

– ¿Viene? -le preguntaba a cualquiera que estuviese cerca-. ¿Ella viene? ¿Viene?

Lo tomaban por loco, y huían en el momento que lo veían salir de la tienda. ¿Quién tenía que venir?

De nuevo en el interior bebía de nuevo, y después al exterior.

– ¿Ella viene? ¿Ya viene?

Enero dio paso a febrero, luego llegó el final de febrero y nunca vino ni envió ningún mensaje. Ninguna noticia de Ciro o Titio.

Finalmente, las piernas de Antonio no pudieron sostenerlo. Acurrucado sobre la jarra de vino en su tienda, intentaba decir «¿Ya viene?» a cualquiera que entrase.

– ¿Ya viene? -preguntó al ver un movimiento en la entrada de la tienda a principios de marzo, una pregunta ininteligible para aquellos que no sabían, por una larga experiencia, lo que intentaba decir.

– Está aquí -respondió una suave voz-. Ya está aquí, Antonio.

Sucio, maloliente, Antonio consiguió de alguna manera ponerse de pie; cayó de rodillas y ella se arrodilló junto a él, acunando su cabeza contra su pecho mientras él lloraba y lloraba.


Ella se sintió horrorizada, aunque eso sólo era una palabra; ni siquiera podía describir las emociones que pasaron por su mente y devastaron su cuerpo durante los días que siguieron mientras hablaba con Fonteio y Ahenobarbo. Antonio lloraba hasta quedarse dormido, momento que aprovechaba para colocarlo en una cama más cómoda que su camastro militar; todo este proceso doloroso de devolverle la sobriedad y hacerlo sin vino exigió que Cleopatra exprimiera su ingenio hasta sus límites. Él no era un buen paciente, dado su estado de ánimo: se negaba a hablar, se enfurecía cuando le negaban el vino y parecía lamentar incluso haber querido que Cleopatra estuviese allí. Por lo tanto, habían tenido que ser Fonteio y Ahenobarbo quienes hablaran con ella, el primero muy dispuesto a ayudarla de la manera que pudiese, el segundo, sin hacer el menor intento por disimular su desagrado y el desprecio hacia ella. Así pues, intentó dividir los horrores que le relataban en categorías, con la esperanza de que, al enfocar las cosas lógicamente, secuencialmente, podía ver con más claridad cómo seguir adelante con la cura de Marco Antonio. ¡Si debía sobrevivir, debía ser curado!

De Fonteio recibió toda la historia de la condenada campaña, incluida la noche cuando el suicidio había parecido la única alternativa. De las ventiscas, del hielo y de la nieve hasta la cintura no tenía ella ni la menor idea, porque sólo había visto la nieve durante sus dos inviernos en Roma, y no habían sido duros, según le habían dicho en ese momento; el Tíber no se había congelado, y las pocas nevadas habían tenido su encanto, un mundo absolutamente silencioso cubierto de blanco. Tampoco, adivinó, nada remotamente comparable a la retirada desde Fraaspa.

Ahenobarbo se concentró en pintar gráficas figuras para ella, de los pies podridos por la congelación, de los hombres que masticaban trigo crudo, de Antonio enloquecido por la traición de todos desde sus aliados hasta sus guías.

– Tú has pagado por esta debacle -le dijo-, sin siquiera detenerte a pensar en el equipo que no estaba incluido, y que debía haber estado, como prendas de abrigo para los legionarios.

¿Qué podía responder ella? No habían sido ésas sus preocupaciones, ya que eso entraba dentro de las atribuciones de Antonio y su praefectus fabrum. Si lo hacía, Ahenobarbo atribuiría su respuesta a su autopreservación a costa de Antonio; Ahenobarbo no estaba dispuesto a escuchar ninguna crítica a Antonio, y prefería echarle la culpa a ella sólo porque había sido su dinero el que había financiado la expedición.

– Ya estaba todo preparado cuando me pidió el dinero. ¿Cómo hubiese llevado a cabo su campaña Antonio sin mi dinero?

– ¡Entonces no hubiese habido campaña, reina! Antonio hubiera tenido que continuar sentado en Siria, endeudado con los proveedores de todo el material: desde las cotas de malla hasta la artillería.

– ¿Tú hubieses preferido que continuase de esa manera en lugar de tener el dinero para pagar y ser capaz de llevar esta campaña?

– ¡Sí! -replicó Ahenobarbo.

– Eso implica que tú no lo consideras un general capaz.

– Deduce lo que tú quieras, reina. No diré nada más. -Ahenobarbo se marchó, irradiando odio.

– ¿Él tiene razón, Fonteio? -le preguntó a su comprensivo informante-. ¿Marco Antonio es incapaz de comandar una gran empresa?

Sorprendido y agitado, Fonteio maldijo para sus adentros la irascible lengua de Ahenobarbo.

– No, su majestad, no tiene razón. Pero tampoco estaba diciendo lo que tú piensas. Si tú no hubieras acompañado al ejército a Zeugma con la intención de ir más adelante y haber dicho lo que pensabas en los consejos, los hombres como Ahenobarbo no hubiesen tenido ningún argumento para criticar, Lo que dice él es que te entrometiste en la aventura al insistir en que se condujese de una determinada manera, que, sin ti, Antonio hubiese sido un hombre diferente, y no hubiese ido a la derrota sin batalla.

– ¡Oh, eso no es justo! -dijo ella, sorprendida-. ¡Yo no tengo ningún tipo de mando sobre Antonio! ¡Ninguno!

– Te creo, señora. Pero Ahenobarbo nunca lo hará.

Cuando el ejército comenzó a moverse hacia Leuke Kome tres nundinae después de la llegada de la reina de Egipto, se encontró con la pequeña bahía abarrotada con barcos y una gran cantidad de campamentos instalados en las afueras de la ciudad. Cleopatra había traído médicos, medicinas, todo lo que parecía ser una legión de panaderos y cocineros para alimentar a los soldados con mejor comida que la que le daban sus sirvientes no combatientes, camas cómodas, ropas limpias; incluso se había tomado la molestia de mandar a sus esclavos a que quitasen los erizos de las zonas menos profundas de la playa para que todos se pudieran bañar libres de las peores molestias que había en aquel extremo del Mare Nostrum. Si Leuke Kome no era exactamente los Campos Elíseos, para el legionario medio parecía algo muy cercano. Los espíritus se animaron, sobre todo entre aquellos hombres que no habían perdido los dedos.

– Te estoy muy agradecido -le dijo Publio Canidio a Cleopatra-. Mis muchachos necesitaban unas vacaciones de verdad y tú se las has dado. Una vez que se repongan olvidarán lo peor de su sufrimiento.

– Excepto los dedos y las narices podridos -respondió Cleopatra con amargura.

XVII

Portus Julius se acabó a tiempo para que Agripa entrenase a los remeros y marineros durante todo el suave invierno que vio a Lucio Gelio Poplicola y Marco Cocceio Nerva asumir el consulado el día de Año Nuevo. Como siempre, el partidismo ganó sobre la neutralidad; la tercera persona imparcial en las negociaciones para el pacto de Brundisium, Lucio Nerva, se perdió en favor de la causa de su hermano, partidario de Octavio. Destinado a Roma por Antonio para mantener una acción vigilante, Poplicola decidió ostentar el cargo de gobernador de Roma; Octavio no quería verle reclamando ninguna victoria sobre Sexto Pompeyo para la facción de Antonio, todavía demasiado grande y vocinglera.

Sabino había sido un buen supervisor de la construcción de Portus Julius y quería asumir el mando, pero su tendencia a ser una persona de trato difícil lo hacía inadecuado a los ojos de Octavio; mientras Agripa estaba ocupado en Portus Julius, Octavio se dirigió al Senado con sus propuestas.

– Después de haber sido cónsul, estás en el mismo nivel que Sabino -le dijo Agripa cuando éste volvió a Roma para informar-, así que el Senado y el pueblo de Roma han dispuesto que tú, y no Sabino, serás comandante en jefe en la tierra y almirante en el agua. Bajo mi mando, por supuesto.

Dos años de gobernador en la Galia Transalpina, un consulado y la confianza de Octavio en su iniciativa habían obrado maravillas en Agripa. Cuando antes se habría ruborizado y habría rechazado cualquier alabanza, ahora simplemente se enorgullecía un poco y parecía complacido. Su grado de importancia -ninguno- no se había alterado, pero la confianza en si mismo había florecido sin manifestar ninguno de los tremendos fallos de Antonio; no había en él ningún signo de ociosidad de atención errática al detalle o de renuencia a ocuparse de la correspondencia de Marco Agripa. Cuando éste recibía una carta, la respondía de inmediato, y de forma tan sucinta que su receptor no experimentaba ninguna duda sobre la naturaleza de su contenido.

Todo lo que dijo Agripa en respuesta a la noticia de su enorme trabajo fue:

– Como tú quieras, César.

– Sin embargo -continuó Octavio-, te pediría humildemente que me buscases una pequeña flota o un par de legiones para comandar. Quiero servir en esta guerra personalmente. Desde que me casé con Livia Drusilia parece que he perdido el asma para siempre, incluso en contacto con los caballos, así que debería sobrevivir sin incurrir en otro nuevo montón de críticas y comentarios sobre mi cobardía. -Lo dijo con un tono natural, pero con una mirada vidriosa que desmentía su determinación de borrar cualquier marca de Filipos para siempre.

– Había pensado hacerlo de todas maneras, César -respondió Agripa con una sonrisa-. Si tienes tiempo, me gustaría hablar de los planes de guerra.

– Livia Drusilia tendría que estar aquí.

– Estoy de acuerdo. ¿Está en casa o comprando prendas?

La esposa de Octavio tenía pocas faltas, pero desde luego su amor por las prendas era una. Insistía en vestir bien, tenía un gusto impecable, y sus joyas -aumentadas por su marido regularmente- eran la envidia de todas las mujeres de Roma. Que el habitualmente parsimonioso Octavio no objetase nada a sus extravagancias residía en el hecho de que él quería que su esposa estuviese por encima de todas las demás en todos los sentidos; debía parecer y comportarse como, una reina sin corona, y de esa manera establecer su ascendencia sobre las demás mujeres. Algún día eso sería muy importante.

– En casa, creo. -Octavio dio unas palmadas y le dijo al hombre que respondió a la llamada que fuese a buscar a la dama Livia Drusilia.

Ella entró un momento más tarde, vestida con unas prendas de un azul muy oscuro, con algún zafiro que destellaba cuando reflejaba la luz. El collar, los pendientes y los brazaletes eran de zafiros y perlas y los botones que cerraban sus mangas también.

Agripa parpadeó, deslumbrado.

– Precioso, querida -dijo Octavio con una voz que parecía la de un hombre de setenta años; ella tenía ese efecto sobre él.

– Sí, no puedo comprender por qué los zafiros son tan poco populares -dijo ella, y se acomodó en una silla-. Encuentro su oscuridad muy sutil.

Octavio le hizo un gesto a los escribas y empleados, que permanecían con los oídos bien abiertos.

– Iba a comer o a contar los peces en algún estanque que los germanos no hayan saqueado -les dijo.

Y después se dirigió a Agripa:

– ¡Oh, qué fastidio tener que vivir detrás de muros fortificados! ¡Dime que este año podré derribarlos, Agripa!

– Este año, sin duda, César.

– Habla, Agripa.

Pero, primero, Agripa desplegó un gran mapa sobre la mesa que servía como depósito para la miríada de papeles que un triunviro muy atareado coleccionaba en el curso de sus obligaciones: Italia desde el Adriático hasta el mar Tirreno, Sicilia y la provincia de África.

– Acabo de hacer un recuento y te puedo decir que disponemos de cuatrocientos once barcos -dijo Agripa-. Todos menos ciento cuarenta están en Portus Julius, preparados y a la espera.



– Antonio tiene ciento veinte más los veinte de Octavia en Tarentum -dijo Octavio.

– Así es. Si pretendiesen navegar a través del estrecho de Messana, serían vulnerables, pero no se acercarán a los estrechos. Tomarán rumbo al sur y llegarán a Sicilia por el cabo de Pachino, y después se dirigirán hacia el norte por la costa para atacar Siracusa. Esta flota va a Tauro, que también tendrá cuatro legiones de tropas terrestres. Después de tomar Siracusa habrá de desplazarse por las faldas del Etna para conquistar el territorio a medida que avancen, y llevar a sus legiones a Messana, donde es muy posible que esté concentrada la mayor resistencia. Pero Tauro necesitará ayuda, tanto en la toma de Siracusa como en su marcha posterior. -Los ojos castaños debajo de la frente sobresaliente de Agripa brillaron súbitamente con un tono verde-. La tarea más difícil de todas será el cebo, que consistirá en sesenta grandes quinquerremes especialmente elegidos para soportar una dura batalla marítima; preferiría no perderlos, si es posible, aunque sean el cebo. Esta flota navegará desde Portus Julius a través de los estrechos para reforzar Tauro. Sexto Pompeyo hará lo que hace siempre: acechar en los estrechos.

Se lanzará sobre nuestro cebo como un león sobre un venado. El objetivo es mantener la atención de Sexto firme en los estrechos y, por supuesto, Siracusa. ¿Por qué sino una flota de grandes quinquerremes estaría navegando al sur si no es para atacar Siracusa? Con un poco de suerte, mi propia flota, que seguirá a la flota cebo, le ganará la mano a Sexto y conseguirá desembarcar las legiones en Mylae.

– Yo estaré al mando del cebo -dijo Octavio, ansioso-. Dame esa tarea, Agripa, por favor. Llevaré a Sabino conmigo para que no sienta que ha sido dejado de lado en una tarea importante.

– Si quieres la flota cebo, César, es tuya.

– A partir de allí se producirá un ataque por los dos frentes dirigido al extremo oriental de la isla -señaló Livia Drusilia-. Tú avanzarás desde el oeste hacia Messana, Agripa, mientras el contingente de Tauro se acerca a Messana por el sur. Pero ¿qué hay del extremo occidental de Sicilia?

En el rostro apareció una expresión de desdicha.

– En cuanto a eso, señora, me temo que tendremos que utilizar a Marco Lépido y a algunas de las muchas legiones que ha acumulado en la provincia de África. Es una breve navegación desde África hasta Agrigentum y Lilybaeum, que es mejor que la haga Lépido. Sexto puede que tenga su cuartel general en Agrigentum, pero no permanecerá mucho tiempo por allí con tantas cosas que pasan alrededor de Siracusa y Messana, nunca creí que se fuese a quedar allí, pero sí estarán sus bóvedas -manifestó Livia Drusilia con una expresión acerada-. Hagamos lo que hagamos, no podemos permitir que Lépido se marche con el botín de Sexto Pompeyo. Cosa que intentará hacer.

– Absolutamente -dijo Octavio-. Por desdicha tiene conocimiento de nuestros contactos con Antonio, así que sabe perfectamente bien que Agrigentum es vital. Y también que militarmente no es el primer objetivo. Tendremos que batir a Sexto alrededor de Messana, separarlo de Agrigentum, que está situada en el otro lado de la isla y separada por varias cadenas montañosas. Pero veo Agrigentum como otro cebo. Lépido no puede permitirse confinar sus actividades en el extremo occidental si quiere preservar su estatus como triunviro y mayor contribuyente a la victoria. Así que lo que hará será proteger Agrigentum con varias legiones hasta que pueda regresar para vaciar las arcas. Por lo tanto, no podemos permitirle regresar.

– ¿Cómo piensas hacer eso, César? -preguntó Agripa.

– Todavía no estoy seguro. Sólo acepta mi palabra de que es lo que le sucederá a Lépido.

– Te creo -dijo Livia Drusilia con una expresión oronda.

– Yo también -afirmó Agripa con una expresión leal y devota.


Poco dispuesto a enfrentarse al riesgo de las tempestades equinocciales, Agripa no montó su ataque hasta principios del verano, después de recibir aviso de África de que Lépido estaba Preparado y navegaría con los idus de julio. Estatilio Tauro, que de lejos tenía que hacer el viaje más largo, debía navegar desde Tarentum trece días antes, en las calendas, mientras que

Octavio, Messala Corvino y Sabino salieron de Portus Julius el día anterior a los idus y Agripa el día posterior.

Se había acordado que Octavio desembarcaría en Sicilia, al sur del talón de la bota italiana, en Tauromenium, y tendría el grueso de las legiones a su cargo. Tauro se uniría a él allí después de cruzar el monte Etna. El amigo de Octavio, Messala Corvino, marcharía con las legiones a través de Lucania hasta Vibo, desde cuyo puerto cruzarían a Tauromenium. Todo eso hubiese estado muy bien de no haber sido por una imprevista tormenta que causó más daños a la flota de Octavio que las que le produjo Sexto Pompeyo. Octavio se encontró varado en el lado italiano de los estrechos junto con la mitad de las legiones; la otra mitad, tras haber desembarcado en Tauromenium, esperó a que llegasen Tauro y Octavio. Una larga espera. Incluso después de que la tormenta se disipase dos nundinae más tarde, Octavio y Messala Corvino estaban frustrados por los daños sufridos por los transportes de tropa. Para el momento en que estuvieron reparados ya estaban bien adentrados en Sixtilis y toda la isla estaba involucrada en la lucha terrestre.

Lépido no tuvo ninguna dificultad. Recaló en Lilybaeum y Agrigentum a la vez, desembarcó doce legiones y atacó por el norte y el este a través de las montañas, en dirección a Messana. Tal como Octavio había dicho, dejó una guarnición en Agrigentum con otras cuatro legiones, seguro de que él y nadie más regresaría para hacerse con el contenido de las arcas de Sexto Pompeyo.

Pero fue Agripa quien ganó la campaña. Como sabía el tamaño de la flota de Tauro en Tarentum y al sobreestimar el tamaño de la flota de Octavio, Sexto Pompeyo trajo todos los barcos que poseía y los concentró en el estrecho, decidido a retener Messana y, por lo tanto, el extremo oriental de la isla. Con el resultado de que los doscientos once quinquerremes y trirremes de Agripa enviaron una pequeña flota pompeyana al fondo de Mylae, y desembarcaron a cuatro legiones allí, sanas y salvas. Luego, Agripa siguió por la costa norte en dirección al oeste antes de reunir a sus barcos de guerra y disponerlos frente a la costa, en Naulochus.

Al parecer no había entrado en la mente de Sexto Pompeyo, que despreciaba a Octavio, que pudiese reunir tantos barcos y tropas contra él. Las malas noticias siguieron a las malas noticias: Lépido se estaba haciendo con el extremo occidental de Sicilia, Agripa se había apoderado de la costa norte y Octavio había conseguido finalmente cruzar el estrecho. Sicilia estaba abarrotada de soldados, pero pocos de ellos pertenecían a

Sexto Pompeyo. Dominado por el miedo y la desesperación, el hijo menor de Pompeyo Magno decidió jugárselo todo a una gran batalla naval, y salió al encuentro de Agripa.

Las dos flotas se encontraron en Naulochus, Sexto convencido de que, además de la superioridad numérica, también tenía la capacidad. Más de trescientas galeras mandadas y tripuladas soberbiamente, con él al mando. ¿Qué se creía un palurdo de Apulia como Marco Agripa que estaba haciendo para enfrentarse a Sexto Pompeyo, siempre victorioso en el mar durante diez años? Pero los barcos de Agripa eran más agresivos y estaban armados con su arma secreta. Había tomado un vulgar garfio y lo había convertido en algo que se podía disparar desde una catapulta a mucha mayor distancia que la que se podía conseguir lanzándolo con el brazo. Después, la nave enemiga era arrastrada, al tiempo que se la bombardeaba con dardos, piedras y flechas incendiarias. Mientras ocurría esto, el barco de Agripa miraba de proa y corría a lo largo de la banda del barco enemigo para cortarle los remos. Hecho esto, los marineros saltaban a través de las pasarelas y acababan el proceso matando a todos los que no habían saltado al agua para morir ahogados o ser pescados como prisioneros de guerra. De acuerdo con la manera de pensar de Agripa, los espolones estaban muy bien, pero pocas veces conseguían hundir un barco, y la mayoría conseguía escapar. El harpax cortaba los remos y luego a los marinos, sin duda significaba un pasaporte a la muerte.

Con el rostro bañado en lágrimas, Sexto Pompeyo vio cómo sus flotas combinadas acababan destruidas. En el último momento hizo virar su nave insignia hacia el sur y huyó, dispuesto a no ser llevado en cadenas a través del foro romano para ser juzgado en secreto por traición en el Senado, como Salvidieno. Porque sabía muy bien que su estatus lo protegería del destino habitual de alguien declarado hostis: ser muerto por el primer hombre que lo viese. Eso lo podría soportar.

Se escondió en una cala y después cruzó el estrecho al amparo de la oscuridad, luego puso rumbo al este para rodear el Peloponeso y buscar refugio con Antonio, que sabía que estaba ausente en su campaña; desembarcaría en algún lugar amigo hasta que Antonio regresase. Mitylene, en la isla de Lesbos, le había dado asilo a su padre; haría lo mismo por su hijo, Sexto estaba seguro.

La resistencia terrestre fue mínima, especialmente después del tercer día de septiembre, el día que Agripa ganó en Naulochus. Las «legiones» de Sexto estaban formadas por esclavos, libertos y ladrones mal entrenados y nada valientes. Sexto sólo los había utilizado para aterrorizar a la población local; enfrentados a legiones romanas de verdad no tenían ninguna posibilidad de triunfo. La mayoría se rindió e imploró misericordia.

Lépido disfrutó con su superioridad, y se tomó su tiempo para cruzar la isla. Incluso así, llegó a Messana antes que Octavio, que encontró una decidida resistencia en la costa norte de Tauromenium. Cuando Lépido llegó a Messana, el gobernador pompeyano, Plinio Rufo, se rendía a Agripa. Un insulto que Lépido no podía tolerar. Mandó a llamar a Plinio Rufo de inmediato y exigió que se rindiese a él y no a Agripa, aquel don nadie de baja estofa. No pasó así porque Agripa aceptó la rendición en su propio nombre y no en el de Octavio.

Cuando Octavio llegó al campamento de Agripa, se lo encontró rabioso: ¡toda una nueva experiencia! En todos sus años juntos no recordaba a Agripa con una furia tan monumental.

– ¿Sabes lo que ha hecho ese cunnus? -gritó Agripa, que descargó un latigazo metafórico-. Dijo que él es el vencedor de Sicilia, no tú, el triunviro de Roma, de Italia y de las islas. Dijo, dijo, oh, no puedo recordar, estoy tan furioso.

– Venga, vayamos a verlo -dijo Octavio con voz más tranquila-, le hablaremos de nuestras diferencias, y recibiremos unas disculpas. ¿Qué te parece?

– Nada que no sea su cabeza me satisfará -protestó Agripa.

Lépido, sin embargo, no estaba de muy buen humor. Recibió a Octavio y a Agripa vestido con su paludamentum escarlata y una armadura de oro, la coraza trabajada que mostró a Emilio Paulo en el campo de batalla de Pydna, una famosa victoria. A los cincuenta y cinco años, Lépido no era joven, y se sentía eclipsado por los jóvenes. Era ahora o nunca, en lo que a él concernía; tiempo de hacer la jugada para obtener el poder, que aparentemente siempre lo eludía. Su rango era el mismo que el de Antonio y Octavio, y, sin embargo, nadie lo tomaba en serio, y eso tenía que cambiar. Incorporó a su propio ejército todas las «legiones» de las tropas de Sexto, con el resultado de que en Messana tenía veintidós legiones, sin incluir las cuatro que tenía en Agrigentum y las que había dejado para vigilar la provincia de África. Sí, era el momento de actuar.

– ¿Qué quieres, Octavio? -preguntó con altivez.

– Lo que me corresponde -respondió Octavio con voz tranquila.

– No te mereces nada. Yo derroté a Sexto Pompeyo, y no tus sirvientes de baja estofa.

– Qué extraño, Lépido. ¿Por qué creo que fue Marco Agripa quien derrotó a Sexto Pompeyo? Se lo jugó todo en una batalla naval en la que tú no estuviste presente.

– Te puedes quedar con los mares. Octavio, pero no tendrás esta isla -replicó Lépido, y se irguió-. Como triunviro con los mismos poderes que los tuyos, declaro que de aquí en adelante Sicilia es parte de África, y yo la gobernaré desde África. África es mía, y se me dio en el pacto de Tarentum por otros cinco años. Excepto -añadió Lépido con una sonrisa de burla- que cinco años no son suficientes. Me tomo África, incluida Sicilia, a perpetuidad.

– El Senado y el pueblo te privarán de ambas si no vas con cuidado, Lépido.

– ¡Entonces que el Senado y el pueblo vayan a la guerra contra mí! Tengo treinta legiones bajo mi mando. Te ordeno que tú y tus sirvientes regreséis a Italia, Octavio. ¡Márchate de mi provincia ahora!

– ¿Es tu última palabra? -preguntó Octavio, con la mano bien sujeta en el antebrazo de Agripa para asegurarse de que no desenvainase la espada.

– Lo es.

– ¿Estás de verdad preparado para otra guerra civil?

– Lo estoy.

– Estás convencido de que Marco Antonio te respaldará cuando regrese del reino de los partos. Pero no lo hará, Lépido. Créeme, no lo hará.

– No me importa si lo hace o no. Vete ahora que todavía hay vida en tu cuerpo, Octavio.

– Llevo algunos años siendo César, pero tú sigues siendo Lépido el ignominioso.

Octavio se volvió y salió de la mejor mansión de Messana, con su mano todavía sujetando el brazo de Agripa bien lejos de la espada.

– ¡César, cómo se atreve! ¡No me digas que tendremos que luchar contra él! -gritó Agripa, que se quitó por fin la mano de Octavio del brazo.

En los labios de Octavio apareció su más hermosa sonrisa; los ojos que miraban a Agripa eran luminosos, inocentes, encantadoramente jóvenes.

– ¡Querido Agripa! No, no tendremos que luchar, te lo prometo,

Agripa no pudo adivinar más que eso.

Octavio sencillamente dijo que no habría guerra civil, ni siquiera una escaramuza, un duelo, una maniobra.

A la mañana siguiente, con el alba, Octavio desapareció; para el momento en que un frenético Agripa lo encontró, todo se había acabado. Solo y vestido con su toga, había entrado en el enorme campamento de Lépido y se había paseado entre los miles de soldados con una sonrisa, los había felicitado y se los había hecho suyos. Juraron con entusiasmo a Telio, Sol Indiges y Liber Pater que César era su único comandante, que César era su querido, su mascota de cabellos rubios, divi filius.

Las ocho legiones de variados reclutas de Sexto Pompeyo fueron desmanteladas aquel mismo día, y permanecieron bajo una fuerte custodia mientras pensaban en su destino con bastante humor; Lépido les había prometido la libertad, y como conocían muy poco a Octavio, esperaban con gran confianza recibir el mismo trato.

– Ya has corrido tu carrera, Lépido -dijo Octavio cuando el asombrado Lépido entró en tromba en su tienda-. Sólo porque estás emparentado por sangre con mi divino padre, te perdonaré la vida y no te someteré a un juicio por traición en el Senado. Pero haré que ese mismo cuerpo te prive de tu triunvirato y de todas tus provincias. Te retirarás a la vida privada y nunca más la abandonarás, ni siquiera para buscar el cargo de censor. Sin embargo, podrás mantener tu cargo de pontífice máximo. Te lo han dado de por vida, y seguirá siendo tuyo mientras vivas. Te requiero que viajes a bordo de mi barco conmigo, pero te dejaremos en Circeii, donde tienes una casa. No entrarás en Roma bajo ninguna razón, ni tampoco se te permitirá vivir en la Domus Publica.

Con el rostro tenso, Lépido escuchó, la garganta cada vez más cerrada. Cuando no encontró nada que decir en respuesta, se desplomó en una silla y se cubrió el rostro con un pliegue de la toga.


Octavio fue fiel a su palabra. Por mucho que el Senado estuviese lleno de clientes de Antonio, promulgaron los decretos que se les pedía sobre Lépido sin un murmullo. A Lépido se le prohibió entrar en Roma, se le despojó de todos sus deberes y honores públicos y de las provincias.

Aquel año la cosecha se vendió a diez sextercios el modius, e Italia se alegró. Cuando Octavio y Agripa abrieron las arcas en Agrigentum, encontraron la increíble suma de ciento diez mil talentos. El cuarenta por ciento de Antonio, cuarenta y cuatro mil talentos, se separó y se le envió a Antioquía en el momento en que su flota ateniense estuvo libre para navegar. Para prevenir los robos fueron guardados en cofres de roble con flejes de metal cada uno clavado y sellado con un sello de plomo que llevaba una réplica del sello de esfinge de Octavio, IMP. CAES. DIV. FIL. TRI. Cada barco llevaba seiscientos sesenta y seis cofres, cada uno con cincuenta y seis talentos.

– Esto debería complacerlo -comentó Agripa-, aunque no le gustará que te quedes con las veinte galeras de Octavia.

– Oh, irán a Atenas el año que viene, con dos mil tropas escogidas a bordo, y Octavia como regalo añadido. Ella lo echa de menos.


Pero la parte de Roma, el sesenta por ciento ahora que Lépido estaba eliminado de la ecuación, llegó a Roma intacta después de todo. Los sesenta y seis mil cofres fueron cargados a bordo de los transportes de tropas que primero llegaron a Portus Julius, donde descargaron las veinte legiones que Octavio traía a casa, algunas para el retiro, la mayoría para quedarse bajo las águilas por razones que nadie, salvo Octavio, sabía.

La voz del enorme tesoro se había corrido. Los representantes de las legiones, al final de la campaña de Sicilia, no eran un grupo admirable, ni tampoco estaban imbuidos de patriotismo. Cuando Octavio y Agripa los llevaron a Capua y los instalaron en un campamento en las afueras, veinte representantes de las legiones se presentaron como una delegación ante Octavio para hablar de amotinamiento a menos que les pagase a cada uno un sustancioso premio.

Lo decían de verdad, algo que Octavio veía con claridad. Escuchó a su portavoz con rostro imperturbable, y después preguntó:

– ¿Cuánto?

– Mil denarios (cuatro mil sextercios) para cada uno -dijo Lucio Desidio-. De lo contrario, las veinte legiones se declararán en rebeldía.

– ¿Eso incluye a los no combatientes?

Era obvio que no; los rostros reflejaron desconcierto. Sin embargo, Desidio pensaba rápido.

– Para ellos, cien denarios para cada uno.

– Por favor, disculpadme mientras me siento con mi ábaco y calculo a cuánto asciende -dijo Octavio, al parecer muy tranquilo.

Procedió a hacerlo; las cuentas de marfil volaban en ida y vuelta por sus delgadas varillas tan rápido que ninguno de los representantes de las legiones daba crédito a lo que veía. ¡Oh, el joven César era muy amable!

– Son quince mil setecientos cuarenta y cuatro talentos de plata -dijo al cabo de unos momentos-. En otras palabras, el contenido habitual del tesoro de Roma, hasta el último denario,

– Gerrae!, no lo es -exclamó Desidio, que sabía leer y escribir, pero no sabía nada de suma-. ¡Eres un estafador y un mentiroso!

– Te aseguro, Desidio, que no soy ninguna de las dos cosas. Sólo digo la verdad. Para probarlo, cuando te pague (sí, te pagaré) pondré el dinero en cien mil bolsas de mil para los hombres y en veinte mil bolsas de cien para los no combatientes. Denarios, no sextercios. Apilaré los sacos en el campo de asambleas, y te sugiero que busques los suficientes legionarios que sepan contar para que verifiquen que cada saco contiene exactamente la cantidad de dinero solicitada. Aunque es más rápido pesar que contar -añadió con expresión plácida.

– Ah, me olvidé decir que hay cuatro mil denarios para cada uno de los centuriones -añadió Desidio.

– ¡Demasiado tarde, Desidio! Los centuriones recibirán lo mismo que los soldados rasos. Acepté tu primer pedido y rehúso alterarlo después, ¿está claro? Voy a ir un poco más allá (porque soy triunviro y se me permite ese privilegio) al decirte que no podrás tener esta recompensa ni esperes tierras. Ésta es tu paga de retiro, y nos dejas a nosotros libres de todo cargo. Si consigues tierras, será por mi consentimiento. Llévate lo que debería estar en el tesoro con mis buenos deseos, pero no pidas más, ahora o en el futuro. Porque Roma no pagará más grandes recompensas. En el futuro, las legiones de Roma lucharán por Roma, no por un general ni en una guerra civil. En el futuro, las legiones de Roma recibirán su paga, sus ahorros, y una pequeña gratificación cuando se retiren. No más tierras, nada que el Senado y el pueblo no sancionen. Estoy instituyendo un ejército de veinticinco legiones, y todos los hombres servirán durante veinte años sin licencia. Una carrera, no un trabajo. Una antorcha que se llevará por Roma, no un tizón por un general. ¿Me he expresado con claridad? Se ha acabado, Desidio, hoy mismo.

Los veinte representantes lo escucharon con creciente horror, porque había algo en aquel hermoso rostro joven de César que ahora no era hermoso ni joven como solía ser. Sabían que les decía la verdad. Como representantes, eran los más militantes y los más venales de su clase, pero incluso los más militantes y los más venales de los hombres podían escuchar cómo se cerraba una puerta, y una se cerró aquel día. Quizá el futuro también contendría motines, pero César estaba diciendo que significaría la pena de muerte para todos los involucrados.

– No puedes ejecutar a cien mil de nosotros -dijo Desisio.

– ¿Oh, no puedo? -Los ojos de Octavio se hicieron más grandes, más luminosos-. ¿Cuánto crees que durarías si le digo a los tres millones de habitantes de Italia que los tienes como rehenes y que les robas el dinero de sus bolsas? ¿Por qué llevas una cota de malla y una espada? No es bastante razón, Desidio. Si el pueblo de Italia lo supiera, os haría trocitos a los cien mil. -Hizo un gesto con la mano-. ¡Venga, marchaos! Mirad el tamaño de vuestras recompensas cuando apile mis bolsas en el campo de asambleas. Entonces sabréis cuánto habéis pedido.

Se marcharon con aire contrito pero decididos.

– ¿Tienes sus nombres, Agripa?

– Sí, hasta el último de ellos, y unos cuantos más.

– Dispérsalos y mézclalos con otras tropas. Creo que es mejor que cada uno sufra un accidente, ¿no crees?

– La fortuna es caprichosa, César, pero la muerte es más fácil de preparar. Es una pena que la campaña se haya terminado.

– ¡En absoluto! -dijo Octavio con su voz más cordial-. El año que viene iremos a Illyricum. Si no lo hacemos. Agripa, las tribus se unirán con los besios y los dardanios y pasarán por los Alpes Cárnicos a la Galia Cisalpina. Es la forma más fácil y que evita tener que hacerlo a mayor altura para entrar en Italia. La única razón para que no lo hayan utilizado para invadirnos es la falta de unidad entre las tribus, que se están romanizando de forma equivocada. Los representantes de las legiones se comportarán de manera heroica, y muchos morirán en el proceso de ganar una corona al valor. Por cierto, voy a otorgarte la corona naval -se rió-. Te quedará muy bien, Agripa, todo ese oro.

– Gracias, César, es muy amable de tu parte. Pero ¿e Illyricum?

– No habrá amotinamiento. Pasará de moda, o sino mi nombre no es César y no soy hijo de un dios. ¡Bah! Acabo de perder casi dieciséis mil talentos por una triste campaña que ha visto morir más hombres ahogados que mediante la punta de una espada. Vale la pena pagar las exorbitantes gratificaciones simplemente para que no haya más guerra civiles. Las legiones irán a luchar a Illyricum por Roma, sólo por Roma. Será una campaña en toda regla, sin elementos de adoración al mando o dependencia para que otorgue gratificaciones. Aunque iré también a combatir, es tu campaña. Agripa. Confío en ti.

– Eres sorprendente, César.

Octavio pareció verdaderamente sorprendido.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Te has enfrentado a ellos y has derrotado a toda esa roñosa pandilla de villanos. Han venido aquí esta mañana a intimidarte, y tú has vuelto las tornas y los has intimidado. Se marcharon como hombres muy asustados.

Apareció la sonrisa que -o al menos así creía Livia Drusilia- podía fundir a una estatua de bronce.

– Oh, Agripa, puede que sean unos absolutos villanos, pero son como niños. Sé que al menos uno de cada ocho legionarios sabe leer y escribir, pero en el futuro, cuando pertenezcan a un ejército permanente, todos tendrán que saber leer, escribir y contar. El campamento de invierno va a estar lleno de maestros. Si tienen alguna idea de lo mucho que su codicia le acaba de costar a Roma, se lo pensarán de nuevo. Es por eso que las lecciones comienzan ahora, con esas bolsas. -Exhaló un suspiro, pareció entristecido-. Tendré que enviar a pedir toda una corte de empleados del tesoro. Aquí estaré hasta que esté hecho. Agripa, delante de mis propios ojos. Nada de malversaciones, fraudes o estafas en el lejano horizonte.

– ¿Les pagarás con cistóforos? Había muchos en el botín de Sexto, y recuerdo la historia del hermano del gran Cicerón, a quien le pagaron con cistóforos.

– Los cistóforos serán fundidos y acuñados como sextercios y denarios. Mis empedernidos villanos y los hombres a los que representan cobrarán en denarios como exigieron. -En sus ojos apareció una mirada soñadora-. Estoy intentando visualizar la altura que alcanzarán las pilas de sacos, pero incluso mi imaginación naufraga.


Acabada su tarea, Octavio no pudo regresar a Roma hasta enero. Convirtió el acontecimiento en algo así como un circo, y obligó a cada uno de los ciento veinte mil hombres a desfilar por el campo de asambleas para que contemplasen las pequeñas montañas de bolsas; luego, hizo un discurso más al estilo del difunto César que del suyo propio. Su manera de transmitir lo que decía fue una novedad; él mismo estaba en lo alto de una tribuna y se dirigía a aquellos centuriones que, según sus agentes le informaron, eran los hombres de verdad influyentes, mientras cada uno de estos agentes repetía el mismo discurso a una centuria de tropas. Y no lo leían de un papel, sino que lo recitaban de corrido. Aquello asombró a Agripa, que lo sabía todo de los agentes de Octavio menos cuántos eran. Una centuria estaba formada por ochenta soldados y veinte no sirvientes no combatientes, y allí reunidas había veinte legiones, con sesenta centurias cada una, para contemplar las bolsas y escuchar el discurso. ¡Y mil doscientos agentes! No era de extrañar que él supiese todo lo que había que saber. Podía decir que era hijo de César, pero la verdad era que Octavio no se parecía a nadie, ni siquiera a su divino padre. Era algo absolutamente nuevo, tal como hombres tan perspicaces como el difunto Aulio Hirtio habían comprendido al principio de su carrera.

En cuanto a sus agentes, eran hombres que no servían para ser empleados en ninguna otra cosa; la clase de haraganes y charlatanes que disfrutaban con el solo hecho de rondar por los mercados y hablar, hablar y hablar mientras les pagasen un pequeño estipendio. Cuando uno comunicaba alguna información valiosa a su superior a lo largo de una muy bien estructurada cadena, recibía unos pocos denarios como recompensa, pero solamente si la información era correcta. Octavio también tenía agentes en las legiones, que cobraban por facilitar información; Roma pagaba sus sueldos.

Para el momento en que se acabó el espectáculo, las legiones sabían que sólo los veteranos de Mutina y Filipos se retirarían; que al año siguiente el grueso de ellos estaría luchando en Myricum, y que no se tolerarían amotinamientos por ninguna razón, y mucho menos por las gratificaciones. Al menor indicio de amotinamiento serían desnudadas las espaldas para el látigo y, después, rodarían las cabezas.

Por fin, Agripa tuvo su triunfo por las victorias en la Galia Transalpina; Calvino, cargado con el botín de Hispania y una temible reputación por tratar a los soldados amotinados con crueldad, cubrió la deteriorada y pequeña Regia, el templo más viejo de Roma, con costosos mármoles y adornó su exterior con estatuas; Estatilio Tauro recibió el encargo de gobernar África y de reducir sus legiones a dos; el trigo fluía como debía fluir, y al precio antiguo, y un feliz Octavio ordenó que demóren las fortificaciones alrededor de la domus Livia Drusilia, construyó un cómodo barracón para sus germanos al final del latino, en una esquina donde la Vía Triunfal se encontraba con el Circo Máximo, y los nombró guardaespaldas especiales. Aunque caminaba detrás de dos lictores, como era la costumbre, él y los lictores estaban rodeados por germanos con armadura. Aquél era un nuevo fenómeno para Roma, nada acostumbrada a ver tropas armadas dentro del sagrado recinto de la ciudad salvo en tiempos de emergencia.

Aunque las legiones pertenecían a Roma, los germanos estaban a las órdenes de Octavio, y sólo de Octavio. Aquel cuerpo estaba compuesto por seiscientos hombres, los cohors praetorii, oficialmente designados como protectores de magistrados, senadores y triunviros, pero ningún magistrado o senador se hacía ninguna ilusión; cuando fuera necesario, sólo responderían a Octavio, que de pronto se había convertido en especial de una manera que ni siquiera César lo había hecho. Los ricos y poderosos senadores y caballeros siempre habían contratado guardaespaldas, pero eran ex gladiadores que nunca tenían un verdadero aspecto militar. Octavio había vestido a los germanos con un equipo espectacular, y los mantenía descansados y al Censo por Cabezas entretenido ya que realizaba sus ejercicios dentro del Circo Máximo todos los días.

A Octavio ya nadie le gritaba, silbaba o escupía cuando caminaba por las calles de la ciudad o aparecía en el foro romano; había salvado a Roma y a Italia del hambre sin la ayuda de Marco Antonio, cuya flota prestada de alguna manera nunca se mencionó. El trabajo de organizar Italia se le encomendó a Sabino. Este trabajo, consistente en confirmar las escrituras de tierras, valorar las tierras públicas de las diversas ciudades y municipios, realizar el censo de veteranos, de los cultivadores de maíz o de cualquiera que Octavio considerase digno de tener en cuenta y en reparar carreteras, puentes, edificios públicos, puertos y graneros, le entusiasmaba. Sabino también contaba con un equipo de pretores que escuchaban los juicios de quejas, bastante abundantes; los romanos de todas las clases eran litigiosos.

Veinte días después de la batalla de Naulochus, Octavio había cumplido los veintisiete; llevaba en el corazón de la política y la guerra romanas nueve años. Más que incluso César o Sila, que habían estado ausentes de Roma durante años. Octavio era algo fijo en Roma. Esto se veía de muchas maneras, pero particularmente en su porte.

Delgado, no alto, su forma togada se movía con gracia, dignidad y una extraña aureola de poder; el poder de alguien que había sobrevivido contra todo pronóstico y había emergido triunfante. La gente de Roma, desde los más altos hasta los más bajos, se había acostumbrado a verlo, y, como Julio César, nunca era demasiado grande como para no hablar con cualquiera. Eso, a pesar de sus guardaespaldas germanos, que sabían que no debían intervenir cuando se abría paso entre sus filas para hablar con un ciudadano. Si sus espadas estaban flojas en las vainas, habían aprendido a ocultar la ansiedad, a intercambiar comentarios en un latín horroroso con aquellos en la multitud que no intentaban llegar hasta César. Tenía un aspecto magnífico.


Para el Año Nuevo, cuando aquel pompeyano con el mismo nombre, Sexto Pompeyo, había asumido el consulado junto con Lucio Cornificio, comenzaron a llegar las noticias de grandes victorias en Oriente, propagadas por los agentes de Antonio a instancias de Poplicola. Antonio había conquistado a los partos, ganado inmensas extensiones para Roma, acumulado extraordinarios tesoros… Sus partidarios estaban exultantes y sus enemigos confundidos. Octavio, el más importante de los incrédulos, envió agentes especiales a Oriente para averiguar si esos rumores eran ciertos. En las calendas de marzo llamó al Senado, algo que no era muy habitual. Cada vez que lo hacía, los senadores se presentaban hasta el último hombre, llevados por la curiosidad y un profundo respeto. Aún no lo había conseguido del todo, aún había senadores que lo llamaban Octavio, que se negaban a darle el título de César, pero su número iba disminuyendo. Su supervivencia durante nueve peligrosos años había añadido un elemento de temor. Si su poder continuaba creciendo y Marco Antonio no regresaba a casa pronto, nada le impediría convertirse en lo que quisiese. De allí era de donde venía el temor.

Como triunviro a cargo de Roma e Italia, ocupaba una silla curul de marfil en la tarima de los magistrados, al final de la nueva Curia que su divino padre había construido, un proceso tan largo que aún no había sido acabado hasta la derrota de Sexto Pompeyo. Como su imperio era maius, superaba en autoridad a los cónsules, cuyas sillas curules de marfil estaban a cada lado de la suya pero un poco más atrás.

Se levantó para hablar, sin notas, la espalda recta, sus cabezas una aureola dorada en un edificio cuyo tamaño hacía que fuese un tanto apagado. La luz entraba por las ventanas del triforio, muy alto, y era engullida por la penumbra de un interior bastante grande como para albergar a mil hombres en dos bancadas de tres gradas, una a cada lado de la tarima. Estaban senados en taburetes; aquellos que habían sido magistrados superiores en la primera grada, los magistrados menores en la grada del medio y los pedarii, que tenían prohibido hablar, en la última grada. Como no había sistema de partido, si un hombre escogía sentarse a la izquierda o a la derecha de la tarima no era algo significativo, aunque aquellos que pertenecían a una facción tendían a agruparse. Algunos tomaban notas en taquigrafía para sus propios archivos, pero había seis escribas que tomaban notas para el Senado como cuerpo, que después eran copiadas, impresas con los sellos de los cónsules y guardadas en los archivos que estaban en la puerta vecina, en las salas de negociaciones del Senado.

– Honorables cónsules, consulares, pretores, ex pretores, ediles, ex ediles, tribunos de la plebe, ex tribunos de la plebe y senadores, estoy aquí para informar lo que se ha hecho. Lamento no haber podido hacer este informe antes, pero tuve que viajar ineludiblemente a la provincia de África para instalar a Tito Estatilio Tauro como gobernador y para ver por mí mismo el estado de confusión que el ex triunviro Lépido ha creado. Un desaguisado considerable, consistente principalmente en la acumulación de un sorprendente número de legiones que más tarde utilizó en un intento para tomar el gobierno de Roma. Una situación que resolví, como ustedes saben. Pero nunca más a ningún promagistrado de cualquier rango o imperio se le permitirá reclutar, armar y entrenar legiones en su provincia o importar legiones a su provincia sin el expreso consentimiento del Senado y el pueblo de Roma.

»Muy bien, prosigamos. Mis legiones más antiguas, los veteranos de Mutina y Filipos, serán licenciados y recibirán tierras en África y en Sicilia, esta última todavía más desordenada que África, con una desesperada necesidad de un buen gobierno, una adecuada agricultura y una población próspera. Estos veteranos se acomodarán entre uno o dos centenares de iugera de tierra, que deberán cultivar trigo alternado con legumbres cada cuatro años. Los viejos latifundios de Sicilia serán subdivididos, salvo uno, dado al imperator Marco Agripa. Él actuará como supervisor general de los agricultores veteranos, y de esta manera los aliviará de la carga de vender la cosecha, que él hará en su nombre y pagará justamente. Los representantes de las legiones de estas tropas están satisfechos con mis arreglos, y ansiosos por ser licenciados.

»Su marcha dejará a Roma con veinticinco buenas legiones, un número de hombres suficientes para enfrentarse con cualquier guerra que Roma se vea obligada a afrontar. Muy pronto servirán en Illyricum, que pretendo someter durante este año, al siguiente o quizá al posterior. Ya es hora de que las gentes de la Galia Cisalpina oriental estén protegidas contra las incursiones de los iapudes, los dálmatas y otras tribus de ilirias, Si mi divino padre hubiese vivido, esto es lo que hubiese hecho. Así que ahora me corresponde a mí, y lo haré en conjunción con Marco Agripa. Porque yo mismo no puedo y no dejaré Roma aunque sea una cuestión de meses. El buen gobierno se hace de primera mano, y la mía es la mano que el Senado y el pueblo de Roma han honrado con la tarea de establecer un buen gobierno.

Octavio bajó de la tarima curul, hizo un recorrido alrededor de los largos bancos de madera que acomodaban a los diez tribunos de la plebe y caminó hasta el centro del suelo a cuadros. Allí habló girándose en muy lentos círculos para que cada senador pudiese verlo bien, tanto su cara como la nuca.

El nimbo de luz dorada lo siguió e imbuyó a su delgada figura una aureola sobrenatural.

– Hemos tenido alborotos y algaradas desde que Sexto Pompeyo comenzó a interferir en el suministro de trigo -continuó con voz calma-. El tesoro estaba vacío, la gente moría de hambre, los precios subieron hasta un punto en que nadie sin medios podía vivir como todos los romanos deben vivir: con dignidad y un mínimo de confort. Aquellos que no podían permitirse tener un esclavo se multiplicaron. Los capite censi que no tenían el ingreso de la paga de un soldado estaban en verdaderos apuros y había momentos en que ningún comercio de Roma se atrevía a abrir. ¡No era culpa suya, senadores! Era culpa nuestra, por no habernos enfrentado a Sexto Pompeyo. No teníamos las flotas ni el dinero para enfrentarnos a él, como todos ustedes bien saben. Tardamos cuatro años en ahorrar para reunir los barcos que necesitábamos, pero el año pasado se hizo, y Marco Agripa barrió a Sexto Pompeyo de los mares para siempre.

Su voz cambió y tomó un tono acerado.

– Me he ocupado de las tropas de tierra de Sexto Pompeyo con la misma dureza que hice con sus marineros y remeros. Aquellos que eran esclavos fueron devueltos a sus amos con la petición de que nunca fuesen liberados. Si sus antiguos amos no pudieron ser encontrados porque Sexto Pompeyo los mató, dichos esclavos fueron empalados. ¡Sí, un verdadero empalamiento! Una estaca metida a través del recto hasta los órganos vitales. Los libertos y extranjeros fueron azotados y marcados en la frente. Los almirantes han sido ejecutados. El ex triunviro Marco Lépido quería agruparlos en sus legiones, pero Roma no necesita ni tolera a tal escoria. Han muerto o se enfrentan a una vida de esclavitud, como es justo y correcto.

»Los cónsules romanos, pretores, ediles, cuestores y tribunos de los soldados tienen ciertos deberes que deben cumplir con celo y eficiencia. Los cónsules redactan leyes y autorizan empresas. Los pretores escuchan los pleitos civiles y criminales. Los cuestores tienen a su cargo el dinero de Roma, ya esté en el tesoro o en las oficinas de algún gobernador, puerto u otro. Los ediles atienden a la propia Roma al ocuparse del suministro de agua, de las cloacas, de los mercados, de los edificios y de los templos. Como triunviro a cargo de Roma e Italia, vigilaré atentamente a estos magistrados, y espero que ellos sean buenos magistrados.

Sonrió, mostrando sus dientes blancos fugazmente, y pareció un poco travieso.

– Aprecio la estatua dorada colocada en el foro que dice que yo he restaurado el orden en mar y tierra, pero aprecio más el buen gobierno. Tampoco es Roma todavía lo bastante rica para permitirse dedicar estatuas de sus ingresos. Gastad con sabiduría, senadores.

Recorrió el piso, luego volvió a la tarima, permaneció de pie para que todos lo vieran y esperó a ver cómo reaccionaban a su perorata, aliviados de que fuese breve aunque un tanto terrorífica.

– En último lugar, pero no por ello menos importante, senadores: ha llegado a mis oídos que el imperator Marco Antonio ha obtenido grandes victorias en Oriente, que su frente está coronada con laureles y su botín es inmenso. Entró en las tierras del rey parto hasta Fraaspa, a menos de doscientas millas de Ecbatana, y en todas partes triunfó. Armenia y Media están bajo su pie, y sus reyes son sus vasallos. Por lo tanto, votemos una gracia de veinte días por sus valerosos actos. Todos los que estén de acuerdo que digan sí.

El rugido de aprobación fue ahogado por los gritos y los golpes con los pies; los ojos de Octavio recorrieron las bancadas, contando. Sí, todavía había unos setecientos senadores fieles a Octavio.


– Yo llegué primero -le dijo, complaciente, a Livia Drusilia cuando regresó a casa-, y no le di a sus criaturas ninguna oportunidad de gritar las nuevas de los triunfos de Antonio desde los bancos.

– ¿Nadie sabe todavía del fracaso de Antonio? -preguntó ella.

Al parecer, no. Al proponer que se le diese un premio, evité discusiones.

– También evitaste cualquier moción para que se votasen unos juegos de victoria en su honor o alguna historia que hubiera trascendido al pueblo, incluso hasta el Censo por Cabezas -dijo ella, satisfecha-. Excelente, amor mío, excelente.

El la atrajo a su lado del diván y le besó los párpados, las mejillas, su deliciosa boca.

– Siento deseos de hacer el amor -le murmuró al oído.

– Entonces hagámoslo -susurró ella, y le tomó de la mano.

Dejaron la sala de Livia Drusilia del brazo para entrar en su dormitorio. «¡Ahora, que él está encendido de placer! ¡Ahora, ahora! -pensó ella mientras se quitaban las ropas y se tendían en la cama voluptuosamente-. Besa mis pechos, besa mi vientre, besa lo que queda debajo, cúbreme de besos, lléname con tu simiente.»


Seis nundinae más tarde, Octavio volvió a convocar al Senado, provisto con una montaña de pruebas que sabía que no necesitaría, pero que debía tener a mano por si acaso. Esta vez comenzó con el anuncio de que había suficiente en el tesoro como para eliminar algunos impuestos y reducir otros, y siguió con la declaración de que el gobierno de la República regresaría tan pronto como la campaña en Illyricum hubiese concluido. Ya no serían necesarios los triunviros, los candidatos a cónsules podrían proponer sus nombres sin la aprobación de los triunviros, el Senado reinaría supremo, las asambleas se reunirían con regularidad. Todo eso fue recibido con vivas y fuertes aplausos.

– Sin embargo -le dijo al Senado con tono imperioso-, antes de concluir debo hablar de los asuntos en Oriente. Esto es, del tema del imperator Marco Antonio. En primer lugar, Roma ha recibido muy poco en tributos de las provincias de Marco Antonio desde que asumió el triunvirato en Oriente Poco después de Filipos, aproximadamente hace seis años y medio. Que yo, triunviro de Roma, Italia y las islas, acabe de Poder reducir algunos impuestos y cancelar otros es mi propio trabajo, sin contribución o ayuda de Marco Antonio. Y antes de que alguien en los bancos de delante o del medio salte para decirme que Marco Antonio donó ciento veinte barcos para la campaña contra Sexto Pompeyo, debo decirles a todos que cobró a Roma por el uso de dichos barcos. ¡Sí, cobró a Roma! ¡Escucho que preguntáis, ¿cuánto? ¡Cuarenta y cuatro mil talentos, padres conscriptos! Una suma que representa el cuarenta por ciento del botín de las arcas de Sexto Pompeyo. Los otros sesenta y seis mil talentos vinieron a Roma, no a mí. Repito, no a mí. Fueron destinados a pagar las enormes deudas públicas y a regularizar la provisión de trigo. ¡Soy el sirviente de Roma y no tengo el deseo de ser el amo de Roma! ¡Me beneficio de aquello donde el beneficio es una costumbre honrada por el tiempo! Aquellos ciento veinte barcos costaron trescientos sesenta y seis talentos cada uno, y fueron prestados por Antonio, no dados. Un quinquerreme nuevo cuesta cien talentos, pero tuvimos que alquilar la flota de Marco Antonio. No había dinero en el tesoro, y no podíamos permitirnos posponer nuestra campaña contra Sexto Pompeyo otro año más. Así que, en nombre de Roma, acepté este chantaje, porque es un chantaje.

Esta vez se desató el tumulto en las bancadas, sus ocupantes gritaban insultos o alabanzas, los setecientos dóciles senadores de Antonio -conscientes de que estaban a la defensiva- gritaban el doble de fuerte que los otros. Con el rostro descompuesto, Octavio esperó a que pasase el furor.

– ¿Ah, pero el tesoro recibió los sesenta y seis mil talentos de plata? -preguntó Poplicola-. ¡No! ¡Sólo fueron depositados cincuenta mil talentos! ¿Qué pasó con los otros dieciséis mil? ¿Acabaron en tus bóvedas, Octavio?

– No -dijo Octavio con voz amable-. Fueron pagados a las legiones romanas para evitar un grave motín. Un tema que tengo la intención de discutir con los miembros de esta cámara en otra ocasión, porque es algo que debe cesar. Hoy, la cámara discute la administración de Marco Antonio en Oriente. ¡Es un fraude, padres conscriptos! ¡Un fraude! ¡Los magistrados de Roma de mí para abajo no tienen ninguna noticia de las actividades de Antonio en Oriente, como tampoco el tesoro de Roma recibe tributo de Oriente!

Hizo una pausa para mirar las gradas, primero a la derecha, luego a la izquierda, su mirada posándose más tiempo en los partidarios de Antonio, que estaban comenzando a recelar. «Sí -pensó-, lo saben. ¿Creían que yo no lo iba a averiguar. ¿Me creyeron sincero cuando les hice votar para Antonio una muestra de agradecimiento por parte del Senado?»

– Todo en Oriente es un fraude -dijo con voz sonora-, incluidas las victorias de Marco Antonio contra los partos. No ha habido ninguna victoria, padres conscriptos. Ninguna en absoluto. En cambio, Antonio ha caído derrotado. Antes de asumir el triunvirato, el palacio de verano del rey de los partos en Ecbatana tenía siete águilas romanas, perdidas cuando Marco Craso y siete legiones fueron exterminadas en Carrhae. ¡Una vergüenza que todos los verdaderos romanos deploran! La pérdida de una águila significa la pérdida de una legión; en estas circunstancias, el enemigo controla el campo de batalla al acabarse la contienda. Estas siete águilas están allí para vergüenza de Roma, porque eran las únicas que tenía el enemigo. ¡Sí, utilizo el pasado! ¡Con toda intención! Porque en estos seis años y medio durante los cuales Marco Antonio ha gobernado Oriente, otras cuatro de nuestras águilas han ido al palacio de verano en Ecbatana. ¡Perdidas por Marco Antonio! Las dos primeras pertenecían a las dos legiones que Cayo Casio dejó en Siria, a quien Antonio confió la defensa de Siria cuando se marchó a Atenas después de la invasión de los partos. Pero ¿cuál era su deber? Pues permanecer en Siria y expulsar al enemigo. No lo hizo y escapó a Atenas para continuar su disoluto estilo de vida. Mataron a su gobernador, Saxa, y también al hermano de Saxa. ¿Regresó Antonio para vengarlos? ¡No, no lo hizo! Gobernó lo que le quedaba de Oriente desde Atenas, y cuando los partos fueron expulsados, su conquistador, Publio Ventidio, tuvo los honores de un vulgar mulero. Un buen hombre, un soberbio general, un hombre del que Roma puede estar completamente orgullosa. Mientras su jefe descansaba en Atenas y hacía pequeños viajes a través del Adriático para atormentarme, a mí, un compañero, por no conseguir mis objetivos, como habíamos acordado. Pero los he conseguido, y cuando llegó el momento estuve allí en persona. Que confiase el mando de mi campaña a Marco Agripa era puro sentido común. Es mucho mejor general que yo y, sospecho, de lo que es Marco Antonio. Porque yo le di a Marco Agripa vía libre, mientras que Antonio ató a Ventidio de pies y manos. Se le ordenó que mantuviese a los partos contenidos para su jefe para cuando a éste le viniese de gusto mover su pesado culo, ya fuese dentro de cinco meses o cinco años. Por fortuna para Roma, Ventidio no hizo caso de las órdenes y expulsó a los partos. Pero no puedo evitar Pensar, padres conscriptos, que si Ventidio hubiese obedecido órdenes, Antonio habría dirigido las legiones al desastre, como ahora.

Dejó de hablar, sin razón aparente, sólo para disfrutar con el profundo silencio de ochocientos hombres, la mayoría de ellos partidarios de Antonio, asombrados, que se preguntaban cuánto sabría Octavio, temiéndose la denuncia que se aproximaba. Ni un solo grito de protesta, ninguno.

– El pasado mayo -dijo Octavio con voz normal- Antonio dirigió a una poderosa fuerza desde Carana, en la Pequeña Armenia, hacia el este en una larga marcha. Dieciséis legiones romanas (noventa y seis mil hombres) y una fuerza auxiliar de caballería e infantería de sus provincias (otros cincuenta mil) hicieron una pausa en Artaxata, la capital de Armenia, antes de embarcarse en un viaje a través de territorio desconocido guiados por unos armenios en los que confiaba Antonio. Una de las tragedias de mi relato, padres conscriptos, es que Marco Antonio ha demostrado una increíble capacidad para confiar en los hombres equivocados. Sus consejeros protestaron hasta lo indecible, pero Antonio no quiso escuchar sus sabios consejos. Confió en aquellos que no debía confiar, comenzando por el rey de Armenia y luego el rey de Media. Los dos Artavasdes, primero, le taparon los ojos y, después, lo esquilaron. Nuestra pobre oveja Antonio perdió su tren de equipajes, el más grande reunido nunca por un comandante romano, y en el proceso también perdió dos excelentes legiones comandadas por Cayo Oppio Estatiano, de la eminente familia de los banqueros. A Ecbatana fueron otras dos águilas de plata, que sumaron en total cuatro las perdidas por Antonio y once las que adornan el palacio de verano del rey Fraates. ¿Una tragedia? Sí, por supuesto. Pero fue más que eso, padres conscriptos, ¡fue una calamidad! ¿Qué enemigo extranjero va a temer al poder de Roma cuando sus tropas pierden las águilas?

Esta vez el silencio fue roto por suaves sollozos; no todos los senadores conocían la historia, incluso la mayoría de los que la sabían no habían escuchado los detalles.

– Sin su equipo de asedio -continuó Octavio-, robado por el rey Artavasdes de Media junto con el resto del equipaje, Marco Antonio permaneció acampado fútilmente delante déla ciudad de Fraaspa durante más de cien días, incapaz de tomarla. Sus grupos forrajeros estaban a merced de los partos que lo acechaban, dirigidos por un tal Monaeses, el parto en quien había confiado totalmente. Cuando llegó el otoño, Antonio no tuvo más alternativa que retirarse. Quinientas millas hasta Artaxata, acosado por Monaeses y su horda parta, que mataban a los retrasados por miles, la mayoría, tropas auxiliares, que no podían marchar al ritmo de una legión romana. Pero un gobernador romano que emplea tropas auxiliares está ligado por el honor a protegerlos como si fuesen romanos, y Antonio los abandonó deliberadamente para salvar a sus legiones.

Quizá yo o Marco Agripa hubiésemos hecho lo mismo en similares circunstancias, pero dudo de que cualquiera de los dos hubiese perdido un tren de equipajes al permitir que se retrasara centenares de millas detrás del ejército.

»Se acabó la retirada y el ejército se quedó en un campamento temporal en Carana a finales de noviembre. Antonio, entonces, escapó a un pequeño puerto sirio, Leuke Kome, y dejó a Publio Canidio el encargo de traer las tropas, que estaban necesitadas de auxilio. Algunos perecieron en aquella última marcha debido al terrible frío, muchos perdieron los dedos de las manos y los pies por congelación. De sus ciento cuarenta y cinco mil hombres murieron más de la tercera parte, la mayoría de ellos auxiliares. El honor de Roma quedó manchado, padres conscriptos. Menciono la pérdida de un hombre en particular, un rey nombrado por Marco Antonio: Polemón de Pontus, que contribuyó en gran medida a las victorias de Publio Ventidio y generosamente dio fuerzas a Antonio, incluida su propia persona. Añado que yo, en nombre de Roma, decidí que una pequeña parte del botín de Sexto Pompeyo fuera destinado a rescatar al rey Polemón, que no se merece morir cautivo de los partos. Le costará al tesoro una minucia: veinte talentos.

Los lloros ahora eran bien audibles, muchos de los senadores estaban sentados con los pliegues de la toga por encima de sus cabellos. Un día negro para Roma.

– Dije que el ejército de Antonio necesitaba ayuda con desesperación. Pero ¿a quién se volvió Antonio en busca de auxilio? ¿Dónde fue a buscar ayuda? ¿Os la pidió a vosotros, padres conscriptos? ¿Acaso a mí? ¡No, no lo hizo! ¡Acudió a Cleopatra de Egipto! Una extranjera, una mujer que adora a dioses bestias, una no romana. Sí, envió a buscarla. Y mientras esperaba, ¿informó al Senado y al pueblo de esta desastrosa campaña? ¡No, no lo hizo! Se emborrachó hasta quedar inconsciente durante dos meses, sólo para hacer pausas dornas de veces cada día para correr fuera de su tienda y preguntar: «¿Ya viene?», como un niño pequeño que llama a su mamá. «Quiero a mi mamá», es lo que dijo realmente una y otra vez. «Quiero a mi mamá, quiero a mi mamá.» El pequeño Marco Antonio, triunviro de Oriente.»Y finalmente vino, padres conscriptos del Senado. La Reina de las Bestias vino con comida, vino, médicos, hierbas dadoras, vendas, frutas exóticas, toda la abundancia de Egipto. Y mientras los soldados llegaban a duras penas a Leuke Kome ella los atendió. ¡No en nombre de Roma, sino en el nombre de Egipto! Mientras, Marco Antonio, borracho, ponía su cabeza y lloraba. Sí, lloraba.

Poplicola se levantó de un salto.

– ¡Eso no es verdad! -gritó-. ¡Mientes, Octavio!

Octavio esperó de nuevo con paciencia a que cesase el tumulto, con una débil sonrisa en los labios mientras la luz del sol se reflejaba en el agua. Era un principio; sí, claramente, era un principio. Algunos de los menos entusiastas senadores partidarios de Antonio estaban lo bastante furiosos como para abandonarlos a él y a su causa. Lo único que había hecho falta era la palabra sollozar.

– ¿Tienes alguna moción que presentar? -preguntó Quinto Laronio, uno de los seguidores de Octavio.

– No, Laronio, no la tengo -respondió Octavio con firmeza-. He venido hoy a la Curia Hostilia de mi divino padre para relatar una historia, para dejar las cosas bien claras. Lo he dicho muchas veces antes, y lo repito ahora, ¡nunca iré a la guerra contra un romano! Por ninguna razón, ni siquiera por ésta, nunca se me ocurriría pensar en una guerra contra el triunviro Marco Antonio. Que se las componga. Que continúe cometiendo error tras error, hasta que esta cámara decida que, como Marco Lépido, tendría que ser apartado de sus magistraturas y sus provincias. No presentaré ninguna moción al respecto, padres conscriptos, ahora o en el futuro. -Hizo una pausa y adoptó una expresión de pena-. A menos, claro está, que Marco Antonio rechace su ciudadanía y su tierra natal. Roguemos a Quirinoya Sol Indiges que Marco Antonio nunca haga eso. Hoy no habrá debate. Esta reunión se ha acabado.

Bajó del estrado y caminó por las losas blancas y negras del suelo hasta las grandes puertas de bronce al final, donde los lictores y los germanos lo rodearon. Las puertas no se habían cerrado, una astuta jugada, y, sin sospechar nada, los cónsules no habían insistido en que las cerrasen; los oyentes, en el exterior, que también frecuentaban el foro, lo habían escuchado todo. Dentro de una hora, la mayoría de Roma sabría que Marco Antonio no era ningún héroe.


– Veo un destello de esperanza -le dijo a Livia Drusilia, Agripa y Mecenas durante la cena aquella tarde.

– ¿Esperanza? -preguntó su esposa-. ¿Esperanzas de qué, César?

– ¿Te lo imaginas? -le preguntó él a Mecenas.

– No, César. Por favor, explícanos.

– ¿Y tú, Agripa, te lo imaginas?

– Quizá.

– Sí, tú sí. Tú estabas conmigo en Filipos, escuchaste mucho de lo que no le dije a nadie más.

Octavio guardó silencio.

– ¡Por favor, César! -gritó Mecenas.

– Se me ocurrió de pronto, mientras hablaba en el Senado. Improvisé, dado el tema. Es divertido relatar historias que no se deberían relatar. Por supuesto, he conocido a Marco Antonio toda mi vida, y hubo un momento en que me gustaba mucho, de verdad. Era mi antítesis: grande, amistoso, burlón. La clase de tipo que mi salud me decía que yo nunca podía ser. Pero entonces, supongo que a la par con mi divino padre, me desilusioné. Sobre todo, después de que Antonio matara a ochocientos ciudadanos en el foro y sobornara a las legiones de mi divino padre. ¡Tantas desilusiones! No se le podía permitir que heredase. Lo peor de todo era que él estaba absolutamente convencido de que heredaría, así que sufrí el más rudo golpe de mi vida. Él se dedicó a buscar mi ruina; pero vosotros ya sabéis todo esto, así que pasaré al presente.

Seleccionó una aceituna con mucho cuidado, se la metió en la boca, la masticó y se la tragó, mientras los demás lo observaban con el aliento contenido.

– Fue el trozo aquel donde comparé a Antonio con un niño pequeño que llama a su madre: ¡quiero a mi mamá! De pronto tuve la visión del futuro, pero vagamente, como a través de un trozo de ámbar. Todo depende de dos cosas. La primera es la serie de terribles desilusiones de Antonio, que no vienen de la expedición parta. No puede enfrentarse a la desilusión, lo destruye. Acaba con su capacidad para pensar claramente, exacerba su temperamento, hace que se apoye mucho en quienes lo elogian, y trae como consecuencia las borracheras.

Se sentó erguido en su diván y levantó una de sus pequeñas y feas manos.

– La segunda es la reina Cleopatra de Egipto. Es sobre ella donde gira todo, desde mi destino hasta su destino. Si ella llega a representar a su madre para Antonio en el sentido literal, él obedecerá todos sus caprichos, dictados y peticiones. Ésa es su naturaleza, quizá porque su verdadera madre es tal desilusión. Cleopatra reina, y ha nacido para reinar. Desde la muerte de Divus Julius, ella ha sido su consejera o asistente. También tiene una pequeña historia con Antonio: convivieron un invierno en Alejandría, y ella le dio un niño y una niña. El pasado invierno ella estuvo con él en Antioquía, y le dio otro hijo. En circunstancias normales, yo siempre la hubiese situado en la lista de una de las numerosas conquistas reales de Antonio, pero su comportamiento en Leuke Kome sugiere que ve en ella a alguien del que no puede despegarse, como su madre.

– ¿Qué es exactamente lo que ves de una forma vaga, como a través del ámbar? -le preguntó Livia Drusilia con los ojos brillantes.

– Un compromiso. De Antonio a Cleopatra. Un no romano que no se contentará con los relativamente modestos regalos que Antonio ya le ha hecho: Chipre, Fenicia, Filistea, Cilicia Tracheia, y las concesiones del bálsamo y el bitumen. Se excluían la Siria tiria, Sidón y Cilicia Seleuceia, los importantes lugares donde está el dinero de verdad. Aunque iré de nuevo al Senado dentro de aproximadamente un mes para quejarme de estos regalos a la Reina de las Bestias. ¿No creéis que es un buen nombre para ella? A partir de ahora voy a ligar su nombre con el de Antonio constantemente. Insistiré en su calidad de extranjera, en su forma de sujetar a Divus Julius. Sus tremendas ambiciones. Sus designios sobre Roma a través de la persona de su hijo mayor, a la que él llama hijo de César cuando todo el mundo sabe que el niño es de clase baja, el hijo de algún esclavo egipcio que utilizó para calmar sus voraces apetitos sexuales.

– ¡Júpiter, César eso es genial! -gritó Mecenas, que se frotó las manos alegremente. Luego frunció el entrecejo-. Pero ¿será bastante? No veo a Antonio renunciando a su ciudadanía, ni siquiera a Cleopatra animándolo a que lo haga. Para ella es más útil como triunviro.

– No puedo responder a eso, Mecenas, el futuro está demasiado oscuro. Sin embargo, no es necesario que abjure de la ciudadanía formalmente. Lo que debemos hacer es que parezca que lo ha hecho. -Octavio bajó las piernas del diván y esperó hasta que una palmada hizo que viniese un sirviente a atarle los zapatos-. Mandaré a mi gente que comience a hablar -dijo, y le tendió la mano a Livia Drusilia-. Ven, cariño, vamos a mirar el nuevo pez.


– ¡Oh, César, éste es puro oro! -exclamó ella con una expresión de asombro-. ¡Ni un fallo!

– Una hembra, y embarazada. -Él le apretó los dedo ¿Cuál es su nombre? ¿Alguna sugerencia?

– Cleopatra. Y aquel enorme que está allí es Antonio.

Junto a Cleopatra nadaba una carpa mucho más pequeña, de un negro aterciopelado, con las rayas de un tiburón. -Aquél es Cesarión -dijo Octavio, y señaló-. ¿Lo ves? Nada por debajo, sin llamar la atención; todavía es una cría, pero peligrosa.

– Aquel otro -dijo Livia Drusilia, y señaló a un pez dorado claro- es Imperator César Divi Filius. El más hermoso de todos.

XVIII

Para mayo, las últimas tropas de Antonio llegaron a Leuke Kome, al cuidado de los centenares de esclavos de Cleopatra -no enterados de los motivos políticos que anidaban bajo su apariencia noble al lado de Antonio, los soldados le estaban muy agradecidos. La mayoría de las víctimas del congelamiento estaban más allá de la salvación, pero algunos aún retenían sus dedos ennegrecidos, y la medicina egipcia era mejor que la romana o la griega. Así y todo, unos diez mil legionarios nunca volverían a sostener una espada o a realizar una larga marcha. Para sorpresa de Antonio, su flota ateniense llegó a Seleucia Pieria a principios de aquel mes para entregarle cuarenta y tres mil cofres de roble (tres barcos se habían hundido durante una galerna frente al cabo Taenarum) que contenían su parte del botín de Sexto Pompeyo. Fue recibida con alivio ya que Cleopatra no había traído dinero con ella, y juraba que nunca más daría fondos para campañas inútiles contra los partos. Antonio pudo darle a sus soldados heridos grandes pensiones y los cargó a bordo de las galeras que retornaban a Grecia, aparte de licenciarlos; sus años de servicio marítimo se habían acabado. También esto le permitió comenzar a reunir un nuevo ejército con abundancia de veteranos, amargamente desilusionados.

– ¿Por qué Octavio hizo eso? -preguntó Cleopatra.

– ¿Hacer qué, amor mío?

– Enviarte tu parte del tesoro de Sexto.

– Porque ha hecho toda una carrera de deslumbrante honestidad. Queda bien con el Senado, ¿y para qué necesita dinero? Él es el triunviro de Roma, tiene el tesoro a su disposición.

– Debe de estar lleno hasta el techo -dijo ella en un tono pensativo.

– Así lo entiendo por la carta que envió Octavio.

– Que no me has dejado leer.

– No tenías derecho a leerla.

– No estoy de acuerdo. ¿Quién te ha traído ayuda a este perdido lugar? Yo, no Octavio. Dámela, Antonio.

– Di por favor.

– ¡No, no lo haré! ¡Tengo derecho a leerla! Dámela.

Antonio sirvió un vaso de vino y bebió abundantemente.

– Te estás volviendo demasiado grande para tus zapatos -dijo él, y eructó-. ¿Qué quieres, un par de botas militares?

– Quizá -dijo ella, y chasqueó los dedos-. Estás en deuda conmigo, Antonio, así que dámela.

Con un gesto agrio le dio la única hoja de papel fannio, que ella leyó, como había podido hacer César, de una ojeada.

– ¡Bah! -exclamó ella, que hizo una bola con el papel y lo arrojó a un rincón de la tienda-. ¡En el mejor de los casos es semiletrado!

– ¿Satisfecha de que no contenga nada?

– Nunca pensé lo contrario, pero soy tu igual en poder, en rango y en riqueza. Tu socio en nuestra empresa oriental. Se me debe mostrar todo, de la misma manera que debo estar presente en todos tus consejos y reuniones. Algo que Canidio comprende, pero no don nadies como Titio y Ahenobarbo.

– Titio, te lo concedo, pero ¿Ahenobarbo? Está muy lejos de ser un don nadie. ¡Venga, Cleopatra, deja de ser tan quisquillosa! Muéstrale a mis consortes aquel lado de ti que sólo parezco ver yo: amable, cariñosa, considerada.

Su pequeño pie, calzado con una sandalia dorada, golpeó el suelo de tierra de la tienda, y su rostro adoptó una expresión todavía más seria.

– Estoy muy cansada de Leuke Kome, ése es el problema -respondió ella, y se mordió el labio inferior-. ¿Por qué no podemos ir a Antioquía, donde los aposentos no chirrían ni gimen cada vez que el viento sopla?

Antonio parpadeó.

– En realidad no hay ninguna razón para no ir -contestó Marco Antonio, y su tono mostraba su gran sorpresa-. Vayamos a Antioquía. Canidio puede continuar aquí preparando las tropas. -Exhaló un suspiro-. Antes del nuevo año no creo que pueda llevarlas a Fraaspa. ¡Maldito perro traidor de Monaeses! Le cortaré la cabeza, lo juro.

– ¿Si tienes su cabeza, beberás menos?

– Probablemente -respondió él, y dejó el vaso como si contuviese lava-. ¿Oh, no lo comprendes? -gritó, y se estremeció-. ¡He perdido mi suerte! Si es que alguna vez la tuve. Sí, tuve suerte en Filipos. Y me parece que sólo en Filipos.

Antes y después, ni la más mínima suerte. Por eso he de continuar luchando contra los partos. Monaeses se llevó mi suerte junto con mis dos águilas. Cuatro, si incluyes las dos que robó Pacoro. Tengo que recuperarlas, mi suerte y mis águilas.

«Da vueltas y vueltas -pensó ella-, siempre la misma vieja conversación sobre la fortuna perdida y el triunfo de Filipos. Los borrachos hablan en círculo, siempre el mismo tema una y otra vez, como si en ellos hubiese alguna perla de sabiduría con el poder de curar todas las desdichas o maldades en el mundo. Dos meses en Leuke Kome escuchando a Antonio dar vueltas y vueltas, persiguiéndose su propia cola. Quizá cuando vayamos a un lugar nuevo y diferente mejorará. Aunque él no tiene nombre para lo que le aflige, yo lo llamaría una profunda depresión. No tiene cambios de humor, duerme demasiado, como si no quisiese levantarse y poner los ojos en su vida, incluso conmigo en ella. ¿Cree que debería haberse suicidado aquella noche de la amenaza del motín? Los romanos son extraños, tienen esta cosa del honor que los lleva a abalanzarse sobre sus espadas. Para ellos, la vida no tiene precio, sólo un punto de corte que involucra la dignidad, y no tienen miedo de morir como la mayoría de las personas, incluidos los egipcios. Por lo tanto, he de arrancar de raíz la depresión de Antonio o lo estrangulará. Debo devolverle su dignidad. ¡Lo necesito, lo necesito! Sano y entero, el viejo Antonio. Capaz de derrotar a Octavio y de poner a mi hijo en el trono de Roma, que ha estado vacante durante quinientos años, a la espera de Cesarión. ¡Oh, cuánto echo de menos a Cesarión! Si conseguimos llegara Antioquía, llevaré a Antonio a Alejandría. Una vez allí se recuperará.»


Pero Antioquia deparaba nuevas sorpresas, ninguna de ellas agradable. Antonio se encontró con una pila de cartas de Poplicola en Roma, cada una con la fecha en el exterior para que pudiese leerlas por orden.

Las cartas detallaban la campaña de Octavio contra Sexto Pompeyo en términos gráficos, aunque dejaban claro que la principal queja de Poplicola era su exclusión de lo que él llamaba una operación muy bien hecha. No es que Octavio se hubiese escondido en el equivalente italiano de un pantano, incluso durante las fuertes batallas después de haber desembarcado finalmente en Tauromenium. Los jadeos, decía alegremente, habían desaparecido del todo desde su casamiento. «Vaya -pensó Antonio-, los peces fríos navegan muy bien juntos,»

Las noticias del destino de Lépido le enfurecieron; de acuerdo con los términos de su pacto tenía derecho a votar en un tema como la expulsión de Lépido de todos sus cargos públicos y provincias, pero Octavio no se había molestado en comunicarse con él, alegando la excusa del aislamiento de Antonio en Media. ¡Treinta legiones! ¿Cómo había podido Lépido acumular la mitad de esas legiones en un lugar apartado como la provincia de África? ¡El Senado, incluidos los suyos, los partidarios de Antonio, había votado exiliar al pobre Lépido de la propia Roma! Estaba encerrado en su villa, en Circes.

Había una carta de él también llena de excusas y lamentaciones. Su esposa, la hermana de Bruto, Junia Menor (Junia Mayor era la esposa de Servilio Vatia), no siempre le había sido fiel, y ahora le estaba haciendo la vida difícil porque no podía escapar de él. Quejas, quejas, quejas. Antonio se cansó de las quejas de Lépido, y rompió la carta a medio leer. Quizá Antonio tenía parte de razón; desde luego, el pequeño gusano había tratado correctamente a las tropas de Lépido. ¡Qué bien actuaba aquel dulce muchacho! La versión de Octavio del incidente de Lépido era un tanto diferente, aunque tenía cosas que decir también sobre alistar las legiones del enemigo en las de Roma, como había hecho Lépido con las de Sexto Pompeyo. La carta de Octavio decía:


Creo que es hora de que el Senado y el pueblo de Roma vean claro como el agua que los días en que las tropas enemigas eran tratadas con bondad se han acabado; la bondad no puede ayudar sino incordiar, sobre todo cuando los legionarios de Roma tienen que soportar la presencia junto a ellos de los hombres contra los que han luchado el último nundinum. Saber que estos hombres detestados recibirán tierras cuando se retiren, como si nunca hubiesen levantado sus espadas contra Roma. He cambiado eso. Los soldados, marinos y remeros de Sexto Pompeyo han sido castigados con mucha dureza. No es costumbre romana hacer prisioneros, pero sí es costumbre romana liberar al enemigo conquistado como si fuesen romanos. Sexto Pompeyo tenía pocos romanos en sus legiones o tripulaciones. Aquellos que tenía fueron declarados hostis. En otras condiciones podría haberlos vendido como esclavos, pero en cambio preferí hacer un ejemplo de ellos.

Sexto Pompeyo escapó, junto con Libo y dos de los asesinos de mi divino padre, Décimo Turullio y Casio Parmensis. Han escapado hacia el este y. por lo tatito, se han convertido en tu problema, no en el mío. Se rumorea que han buscado asilo en Mitilene.


Octavio aún tenía que decir algo más. Continuaba con palabras seguras y fuertes; éste era el nuevo Octavio, victorioso, con mucha suerte y consciente de ello. No era una carta a la que Antonio podía escupir y romper.


Recibirás tu parte del botín de Sexto Pompeyo junto con mi carta, y tomo la licencia de decirte que esta enorme suma de dinero, pagada en moneda de la República, cancela cualquier obligación que tenga de enviarte veinte mil soldados. Eres, por supuesto, libre de venir a Italia para reclutarlos, pero no tengo el tiempo ni la inclinación para hacer el trabajo sucio por ti. Lo que sí he hecho es escoger dos mil de los mejores hombres, todos dispuestos a servir contigo en Oriente, y los embarcaré rumbo a Atenas dentro de poco. Como vi por mí mismo que setenta de tus galeras de guerra estaban en la costa cubiertas de crustáceos y podredumbre, te donaré setenta quinquerremes nuevos de mis propias flotas, además de una excelente artillería y el equipo de asedio para ayudarte a reemplazar a los que perdiste en Media. No se reconocerá ningún triunfo por la campaña contra Sexto Pompeyo, que debe ser clasificada como romana. Sin embargo, recomiendo a Marco Agripa, que demostró ser tan brillante almirante como es general en tierra. Lucio Comificio, cónsul menor este año, fue bravo e inteligente en el mando, como lo fueron Sabino, Estatilio Tauro y Messala Corvino. Sicilia está en paz, entregada permanentemente a Marco Agripa, el único que ha recibido un latifundio al viejo estilo allí. Tauro ha viajado para gobernar la provincia de África; viajé con él hasta Útica y supervisé el comienzo de su mandato, y te puedo asegurar que no se excederá. De hecho, nadie se excederá de sus atributos, desde los cónsules hasta los pretores, los gobernadores y los magistrados menores. También he comunicado a las legiones de Roma que no se pagarán más gratificaciones. En el futuro lucharán por Roma, y no por ningún hombre.


Y así en estos términos hasta el final. En cuanto acabó de leer el largo pergamino, Antonio se lo arrojó a Cleopatra.

– ¡Ten, lee esto! -dijo con voz tajante-. El cachorro se cree un lobo y líder de la manada.

Cleopatra lo leyó en la décima parte de tiempo que había empleado Antonio, y lo dejó con dedos temblorosos para, a continuación, mirar el rostro de Antonio con sus ojos dorados,

¡Nada bueno, nada bueno! Mientras Antonio fracasaba en Oriente, Octavio había triunfado en Occidente. Tampoco nada de medias tintas; una victoria sorprendente y completa que había volcado riquezas al tesoro, y eso significaba que Octavio tenía los fondos para equipar y entrenar nuevas legiones a medida que las necesitaba y también mantener flotas.

– Es paciente -fue su comentario-. Muy paciente. Esperó seis años para hacerlo, pero cuando lo hizo, lo hizo del todo. Creo que este Marco Agripa debe de ser un hombre extraordinario.

– Octavio está soldado a él -gruñó Antonio.

– El rumor dice que son amantes.

– Eso no me sorprendería. -Antonio se encogió de hombros y recogió la siguiente carta, mucho más corta-. Es de Furnio, en la provincia de Asia.

Tampoco llegaban buenas noticias de la provincia de Asia. Furnio escribía que Sexto Pompeyo, Libo, Décimo Turullio y Casio Parmensis habían llegado al puerto de Mitilene en la isla de Lesbos a finales del pasado noviembre, y no habían estado ociosos. Su estada no había sido larga; para enero estaban en Éfeso, y reclutaban voluntarios entre los veteranos que, a lo largo de los años, habían recibido tierras en la provincia de Asia. Para marzo tenían tres legiones completas, y se preparaban para intentar conquistar Anatolia. Un asustado Amintas, rey de Galacia, había unido sus fuerzas con Fumio. Para el momento en que Antonio recibió esta carta, Furnio esperaba que la guerra ya hubiese estallado.

– Tendrías que haber acabado con Sexto Pompeyo años atrás -manifestó Cleopatra, y reabrió la vieja herida.

– ¿Cómo podía hacerlo si mantenía a Octavio ocupado y no lo tenía nunca a mano? -replicó Antonio, y buscó la jarra de vino.

– ¡No lo hagas! -le gritó ella-. Todavía no has leído la última carta de Poplicola. Si debes beber, Antonio, hazlo después de acabar tus ocupaciones.

Obedeció como un niño, algo que la satisfizo ya que necesitaba de su opinión más de lo que necesitaba el vino. ¿Cuándo iba a comprender que él necesitaba más al vino que a ella? En la mente de Cleopatra surgió un pensamiento: ¡una amatista! Las amatistas tenían poderes mágicos sobre el vino, evitaban la dependencia. Le encargaría al joyero real de Alejandra que hiciese el más espléndido anillo de amatista del mundo. Cuando lo llevase, superaría su necesidad del vino.

Por supuesto, Poplicola siempre había sabido que la campaña de Antonio contra los partos había fracasado; había sido él quien había propagado la historia a todo lo ancho y largo de Roma de que Antonio había conseguido una gran victoria, con la teoría de que cualquiera que pudiese desparramar primero una versión de los acontecimientos triunfaría. Había escrito con un humor jubiloso para decirle a Antonio que Roma y el Senado habían creído su versión, y se había reído del hecho que nada menos que el propio Octavio había propuesto un agradecimiento a Antonio por su «victoria». La última de las cartas era muy diferente. El grueso del texto informaba del discurso de Octavio en el Senado, describiendo la campaña de Antonio como un terrible fracaso; los agentes que Octavio había enviado a Oriente habían encontrado hasta el más pequeño detalle.

Para el momento en que acabó de leer todo el pergamino, las lágrimas rodaban por el rostro de Antonio; Cleopatra lo observó con creciente desilusión, le arrebató el pergamino y leyó aquella intensa política diatriba. ¡Oh, cómo se atrevía Octavio a recuperar su propia parte en aquellos acontecimientos como algo maligno! ¡La Reina de las Bestias! ¡Quiero a mi mamá! Una brillante difamación. ¿Cómo haría ahora para curar a Antonio?

«Te maldigo, Octavio, te maldigo. Que Sobek y Tawaret te chupen por sus narices y te ahoguen, mastiquen y pisoteen.»

Luego ella vio su camino, se preguntó cómo no había pensado en eso antes. Antonio tendría que ser apartado de Roma, hacerle comprender que su destino y su suerte estaban en Egipto, no en Roma. Ella haría un nido para él en Alejandría tan cómodo y halagador, tan lleno de diversiones que nunca querría estar en ninguna otra parte. El se casaría con ella; qué suerte que los monógamos romanos no consideraban los matrimonios extranjeros como ilegales. Por el momento, Antonio tenía que acostarse con Octavia; eso no importaba. En realidad, su unión egipcia contaría mucho más para aquellos que sus relaciones privadas tenían importancia: sus clientes-reyes, sus príncipes menores.

Se sentó con la cabeza de Antonio en su regazo y fijó la mirada en un busto de César, el compañero perfecto que le habían arrebatado. Era de Afrodisias, que no tenía rivales entre los escultores y los pintores; todo era perfecto, desde el tono del pelo, de un color pálido oro, hasta los penetrantes ojos, del azul más pálido, rodeados por anillos oscuros como la tinta. El dolor que la dominó fue reprimido sin piedad.

«Haz lo que debas con lo que tienes, Cleopatra, no lamentes lo que pudo haber sido.

«Habrá una guerra, tiene que haber una guerra. La única pregunta es, ¿cuándo? Octavio miente al decir que no habrá más guerras civiles; tendrá que luchar contra Antonio o perder lo que tiene. Pero todavía no por aquel discurso. Tiene el plan de preparar sus legiones hasta el máximo mediante el sometimiento de las tribus de Illyricum, y habla de tres años de campaña. Eso significa que tenemos tres años para prepararnos, y entonces invadiremos Occidente, invadiremos Italia. Dejaré que Antonio acabe con los partos dentro de su mente, de manera que utilizará sus legiones sin destruirlas. Porque Antonio no tiene la clase de César como general de tropas. Siempre he debido de saberlo, pero creía que, con César muerto, nadie podría rivalizar con Antonio. Pero ahora que lo conozco mejor comprendo que los fallos que demuestra como hombre también afectan a su capacidad para mandar tropas. Ventidio era mejor; también, creo, que lo es Canidio. Que Canidio haga el trabajo de verdad mientras Antonio disfruta de la reputación y deslumbra al mundo con los trucos ilusorios de un mago.

«Primero, el casamiento. Lo haremos tan pronto como pueda enviar a llamar a Cha'em. Apartar a Canidio de la primera parte de esta ridícula campaña, ver a Armenia aplastada y a Media demasiado intimidada para moverse. Mantener a Antonio fuera del reino de los partos. Y convenceré a Antonio de que, al conquistar Armenia y Media Atropatene, también habrá conquistado a los partos. Lo confundiré con vino, dirigiré las cosas yo misma. ¿Por qué no puedo ser yo capaz de dirigir una campaña tan bien como cualquier hombre? ¿Oh, Antonio, por qué no has podido ser tú como César? ¡Qué fácil hubiese sido todo!

Un día, no mucho más allá de diez años, Cesarión debe ser rey de Roma, porque quien es rey de Roma es rey del mundo. Haré que él destruya los templos en el Capitolio y construya su palacio allí, con una sala dorada donde se sentará a emitir sus juicios. Los dioses bestias de Egipto se convertirán en los dioses de Roma. Júpiter Óptimo Máximo se postrará a sí mismo delante de Amón-Ra. He hecho mi deber con Egipto: tres hijos y una hija. El Nilo continuará inundando. Tendré tiempo para centrar mi atención en la conquista de Roma, y Antonio será mi socio en la empresa.

Las lágrimas de Antonio habían cesado; ella le levantó la cabeza, le sonrió con ternura y le limpió el rostro con un suave pañuelo de lino.

– ¿Mejor, mi amor? -preguntó ella, y le besó la frente.

– Mejor -respondió él, humillado.

– Bebe una copa de vino, te hará bien. Tienes cosas que hacer, un ejército que organizar. ¡No hagas caso de Octavio! ¿Qué sabe él de ejércitos? Apuesto mil talentos a que fracasará en Illyricum.

Antonio bebió hasta vaciar la copa.

– Bebe un poco más -lo invitó Cleopatra con voz dulce.


Se casaron a finales de junio según el rito egipcio; Antonio recibió el título de faraón consorte, cosa que pareció complacerlo. Ahora que ella había abandonado la idea de un Antonio sobrio para compartir su trono, a pesar de que sólo fuera como consorte, se relajó un poco, y después comprendió lo duro que había sido intentar mantener a Antonio apartado del vino desde su regreso de Carana. Un trabajo inútil.

Ella volvió su atención a Canidio, e hizo que Antonio lo convocase a un consejo donde estaban los tres y nadie más. Pero se aseguró de que Antonio estuviese sobrio; no era parte de sus planes exponer su debilidad a sus comandantes, aunque algún día estaba destinado a suceder. El único que podría haber puesto objeciones a tan pequeña reunión, Ahenobarbo, había regresado a Bitinia y ahora estaba involucrado en la guerra de Furnio contra Sexto Pompeyo, que había decidido que Bitinia era un lugar ideal para matar al intratable Ahenobarbo antes de tomarlo. Ahenobarbo no tenía ninguna intención de que esto sucediese.

Bien aleccionado de antemano por Cleopatra, Antonio comenzó a trazar sus planes para la próxima campaña de manera que no traicionase su cuidadosa preparación.

– Tengo veinticinco legiones a mi disposición -le dijo a Publio Canidio con una voz que no tenía el menor rastro de chapurreo-, que están en Siria y muy debilitadas, como tú sabes. ¿Exactamente hasta qué punto están debilitadas, Canidio?

– Si hacemos el promedio, sólo disponen de tres mil hombres. Cinco cohortes, aunque algunas tienen ocho, y otras sólo dos. Las he llamado legiones, trece en total.

– De las cuales, la de Jerusalén, está concretamente formada. Hay otras siete más en Macedonia, con todas las fuerzas, dos en Bitinia, también completas, y tres que pertenecen a Sexto Pompeyo, completas. -Antonio sonrió, parecía el mismo de antes-. Muy amable de su parte reclutarlas en mi nombre, ¿no crees? Será un hombre muerto para final de este año, y por ese motivo he sumado sus legiones y las de Ahenobarbo a mi total. Sin embargo, creo que debo de tener treinta legiones, sin que todas estén a su máxima capacidad o experiencia. Lo que me propongo hacer es mandar a las legiones menos numerosas de Siria a Macedonia, y traer aquí a las tropas de Macedonia para mi campaña.

Canidio pareció tener dudas.

– Comprendo tus razones, Marco Antonio, pero te recomiendo vivamente que dejes una de las legiones de Macedonia donde está. Manda a buscar seis, pero no envíes a ninguno de tus hombres sirios allí. Espera hasta haber reclutado otras cinco legiones, y después envíalos. Estoy de acuerdo en que los soldados nuevos sin experiencia estarán bien en Macedonia; los dardanios y los besios no se han recuperado todavía de Pollio y Censorino. Tendrás tus treinta legiones.

– ¡Bien! -dijo Antonio, que se sintió mucho más animado que durante los últimos meses-. Necesitaré a diez mil soldados de caballería gálata y tracia. Ya no puedo reclutar más caballería de los galos. Octavio tiene el control y no está dispuesto a cooperar. ¡El malnacido me niega las cuatro legiones que me debe!

– ¿Cuántas legiones te llevarás a Oriente?

– Veintitrés, todas bien equipadas y con hombres experimentados; ciento treinta y ocho mil, incluidos los no combatientes. Nada de auxiliares esta vez, son un incordio insoportable. Al menos, la caballería puede marchar al paso de las legiones. Iremos en cuadro todo el camino, con el tren de equipajes en el medio. Allí donde el terreno sea lo bastante llano, marcharemos en agmen quadratum.

– Estoy de acuerdo, Antonio.

– Sin embargo, creo que tenemos que hacer algo este año, aunque deba quedarme aquí hasta ver qué ocurre con Sexto Pompeyo. Este año te tocará a ti mandar, Canidio. ¿Cuántas legiones puedes reunir para comenzar ahora?

– Siete completas si reúno las cohortes.

– Son suficientes. No será una campaña larga; ocurra lo que ocurra, no te dejes pillar por el invierno a menos que tengas unos alojamientos calientes. Amintas te puede dar dos mil soldados de caballería inmediatamente; por su carta, deben de estar casi aquí. Sospecho que, de no ser así, él hubiese preferido tenerlos para enfrentarse con Sexto.

– Tienes razón, Sexto no durará -afirmo Canidio, complacido.

– Entra en Armenia desde Carana. Es importante que le demos una pequeña lección a Artavasdes de Armenia este año. Entonces estará maduro para el año que viene.

– Como tú quieras, Antonio.

Cleopatra carraspeó; los dos hombres la miraron sorprendidos porque hablan olvidado su presencia. Con Canidio intentó mostrarse, si no humilde, al menos amena, sensible.

– Sugiero que comencemos a construir flotas -dijo.

Asombrado, Canidio no pudo ocultar su reacción.

– ¿Para qué? -preguntó-. No estamos planeando ninguna expedición marítima.

– Ahora no, lo admito -dijo ella con gran compostura, sin mostrar su desagrado-. Sin embargo, quizá podamos necesitarlas en el futuro. Los barcos tardan mucho en ser construidos, sobre todo en las cantidades que necesitaremos, o quizá, mejor dicho, podríamos necesitar.

– ¿Necesitar para qué? -preguntó Antonio, tan intrigado como Canidio.

– Publio Canidio no ha leído la transcripción del discurso de Octavio al Senado, así que queda libre de todo movimiento obstruccionista. Pero tú lo has hecho, Antonio, y yo diría que el mensaje es claro: algún día navegará hacia el este para aplastarte.

Por un momento ninguno de los dos hombres dijo una palabra. Consciente de un peso en su estómago, ¿qué pretendía aquella mujer?

– He leído el discurso, su majestad -dijo-. Me fue enviado por Pollio, con quien me carteo cuando puedo. Pero no veo ninguna amenaza a Marco Antonio en ella, más allá de las críticas que Octavio no está calificado para formular. De hecho, reitera que no irá a la guerra contra un compañero romano, y yo le creo.

El rostro de Cleopatra adoptó una expresión pétrea; cuando habló, su voz era helada.

– Permíteme decir, Canidio, que tengo muchísima más experiencia política que tú. Lo que Octavio dice es una cosa. Lo que hace es otra muy distinta. Te aseguro que pretende aplastar a Marco Antonio. Por lo tanto, nos prepararemos, y comenzaremos a hacerlo ahora, no el año próximo, o el otro. Mientras vosotros vais a vuestra odisea parta, yo haré un buen trabajo en las costas del Mare Nostrum al encargar los mayores barcos de guerra posible.

– Conténtate con quinquerremes -dijo Canidio-. Cualquier cosa más grande es demasiado lenta y torpe.

– Quinquerremes era lo que tenía pensado -replicó ella con altivez.

Canidio exhaló un suspiro y se dio una palmada en los muslos.

– Bueno, me atrevería a decir que no pueden hacer ningún daño.

– ¿Quién las va a pagar? -preguntó Antonio con suspicacia. -Yo, por supuesto -contestó Cleopatra-. Debemos tener por lo menos quinientas galeras de guerra y el mismo número de transporte de tropas.

– ¿Transporte de tropas? -exclamó Canidio-. ¿Para qué?

– El nombre lo dice todo.

Con la boca abierta para replicar, Canidio la cerró, asintió, y se marchó.

– Lo confundes -dijo Antonio.

– Soy consciente de ello, pero no entiendo por qué.

– Él no te conoce, querida -señaló Antonio, un tanto cansado.

– ¿Tú te opones? -preguntó ella, y apretó los dientes. Los pequeños ojos rojos se abrieron como platos.

– ¿Yo? Edepol, no! Es tu dinero, Cleopatra. Gástalo en lo que se te ocurra.

– ¡Bebe a tragos! -replicó ella; luego, recuperó el control y le dedicó la más encantadora de las sonrisa-. Por una vez beberé contigo. Mi mayordomo dice que el vino que trajo el viejo Asander, el mercader de vinos, es especialmente bueno. ¿Sabes que Asander es una degeneración de Alejandro?

– No es un esfuerzo muy inteligente para cambiar de tema, pero aceptaré la invitación. -Antonio sonrió-. Aunque si crees que vas a emborracharme, tendrás que emborracharte tú sola.

– ¿Cómo dices?

– Mi recuperación es completa, he acabado con el vino.

Ella lo miró boquiabierta.

– ¿Qué?

– Me has escuchado, Cleopatra, te quiero hasta la locura, pero ¿de verdad has creído que no me daría cuenta de tu plan para mantenerme borracho? -Exhaló un suspiro, se inclinó hacia adelante con ansia-. Aunque crees saber lo que pasó mi ejército en Media, lo cierto es que no lo sabes. Tampoco sabes lo que yo pasé. Para saberlo, tendrías que haber estado allí, y no estabas. Yo, el comandante de mi ejército, no mantuve a mis hombres fuera de peligro porque me lancé a las tierras del enemigo como un jabalí furioso. Creí en los susurros de un agente parto y, sin embargo, no creí en las advertencias de mis legados. Julio César siempre me reprochó mi impetuosidad, y tenía razón. El fracaso de mi campaña media no puede ser atribuido a nadie más que a mí, y lo sé. No soy un palurdo o un borracho perdido. ¡Sólo tú crees que lo soy! Era necesario para mí borrar mi mala conciencia de Media bebiendo hasta el olvido. ¡Estoy hecho de esa manera! Y ahora, bueno, ha pasado. Te lo diré de nuevo, te quiero más que a mi vida; nunca dejaré de amarte. Pero tú no estás enamorada de mí, pese a todas tus protestas, y tu cabeza está llena de planes y maquinaciones destinados a asegurar que los dioses sepan que es por Cesarión. ¿Todo Oriente? ¿El Occidente también? ¿Está destinado a ser rey de Roma? Sueñas con eso perpetuamente, ¿verdad? Descargas tus propias ambiciones en los hombros de ese pobre chico…

– ¡Yo te quiero! -gritó ella para interrumpirlo-. ¡Antonio, nunca pienses que no es así! Y Cesarión, Cesarión…

Se calló, demasiado sorprendida ante aquel Antonio como para buscar argumentos. Él le cogió las manos y se las acarició.

– Está bien, Cleopatra. Lo comprendo -dijo amablemente, con una sonrisa. Las lágrimas aparecieron en sus ojos, y sus labios temblaron-. Y yo, pobre tonto, haré lo quieras. Ése es el destino de cualquier hombre enamorado de una gran mujer. Sólo concédeme el derecho de hacerlo de forma lúcida. -Las lágrimas habían desaparecido. Se rió-. ¡Lo que no equivale a decir que no volveré a beber vino! No puedo dominar mi tendencia al hedonismo, pero bebo a rachas. Puedo pasar sin el vino, y lo hago cuando más se me necesita. Estaré allí; por ti, por Ahenobarbo o Poplicola y por Octavia.

Ella parpadeó, sacudió la cabeza.

– Me has sorprendido -admitió-. ¿Qué más has advertido?

– Ése es mi secreto. Le he ordenado a Planeo que gobierne Siria -dijo, y se fue a otra parte-. Sosio quiere regresar a Roma. litio llevará mi flota a Siria y a Mileto con un imperium proconsular. Tendrá que ocuparse de Sexto Pompeyo -se rió-. ¿Ves como siempre estás acertada, mi amor? Ya necesito las flotas.

– ¿Cuáles son las órdenes de Titio? -preguntó ella con suspicacia.

– Traer a Sexto aquí a Antioquía.

– ¿Para una gran ejecución?

– ¡Qué aficionados sois los monarcas orientales a las ejecuciones! Puede ser -manifestó Antonio astutamente-; dado que tú estás tan dispuesta a construir barcos, quizá lo necesite como almirante. No lo hay mejor.

XIX

– Tengo un encargo para ti, querida -le dijo Octavio a su hermana durante la cena.

Ella dejó de masticar la pequeña chuleta de cordero que tenía en su mano, con su fina pero deliciosa capa de grasa untada con mostaza y pimienta. Su comentario interrumpió sus pensamientos, que se centraban en el cambio de los menús de las cenas de Octavio desde que se había casado con Livia Drusilia. ¡Las más deliciosas y elaboradas cenas! Sin embargo, ella tenía una buena razón para saber que nada se desperdiciaba, desde el exorbitante salario del cocinero hasta el dinero gastado en comprar ingredientes y viandas; Livia Drusilia hacía ella misma las compras, y discutía los precios. Tampoco el cocinero sufría de dolores de cabeza, ni se llevaba algunos de los productos para los favoritos de su propia cocina; Livia Drusilia lo vigilaba como un halcón.

– ¿Un encargo, César? -preguntó Octavia, que mordió una mayor cantidad de carne que de grasa; de esa manera, la grasa duraba más.

– Sí. ¿Qué me dices: hacer un viaje a Atenas para ver a tu esposo?

El rostro de Octavia se iluminó.

– ¡Oh, César, sí, por favor!

– Estaba seguro de que no objetarías nada. -Le hizo un guiño a Mecenas-. Tengo un encargo para ti que podrás hacer mejor que nadie.

Ella frunció el entrecejo.

– ¿Un encargo? ¿Es eso una comisión?

– Algunas veces -dijo Octavio con voz solemne.

– ¿Qué debo hacer?

– Llevarle a Antonio dos mil soldados escogidos (los mejores de los mejores), además de setenta nuevas naves de guerra, un ariete de asedio gigante, tres arietes más pequeños, doscientas ballestas, doscientas grandes catapultas y doscientos escorpiones.

– ¡Qué los dioses me protejan! ¿Debo de ser el oficial al mando de todo ese botín? -preguntó ella con los ojos brillantes.

– No hay nada que me guste más que verte tan feliz, pero no. Cayo Fonteio está ansioso por reunirse con Antonio, así que él será el oficial al mando -respondió Octavio, y masticó un trozo de apio-. Tú puedes llevarle una carta mía a Antonio.

– Estoy seguro de que él apreciará mucho los regalos.

– No tanto como una visita tuya, estoy seguro -dijo Octavio, y levantó un dedo.

Su mirada pasó de Octavia al diván que Mecenas compartía con Agripa, y se posó en éste con tristeza. No era algo frecuente que sus planes saliesen mal, pero aquél sí que había fracasado, pensó. ¿Dónde se había equivocado?

Fue por la soltería de Agripa, por la que Livia Drusilia había decidido que no podía continuar; si ella consideraba que la expresión de sus ojos era demasiado cariñosa cuando la miraba, se lo guardaba para sí, y sólo informaba a Octavio de que era hora de que Agripa se casase.

Sin sospechar nada pensó en su comentario y concluyó que ella, como siempre, tenía razón. Ahora que estaba cargado con riquezas, tierras y propiedades, ningún padre amante podía considerar a Agripa como un cazafortunas; era, además, muy atractivo. Eran pocas las mujeres de los quince a los cincuenta que no se volvían mimosas o coqueteaban con Agripa. Mientras que él nunca se daba cuenta. Nada de charlas, pocas gracias sociales, así era Agripa. Las mujeres babeaban y él bostezaba o, todavía peor, huía de la habitación.

Cuando Octavio sacó el tema de su soltería, él parpadeó y luego pareció molesto.

– ¿Estás insinuando que debo casarme? -preguntó.

– En realidad, sí. Eres el hombre más importante de Roma después de mí, y, sin embargo, vives como uno de esos ermitaños orientales. Un catre por cama, más armaduras que togas, ni siquiera una sirvienta -dijo Octavio-. Cada vez que te pica -soltó una risita y se mostró avergonzado-, te rascas con alguna campesina con la que no es posible que formes una unió» permanente. No estoy diciendo que debas dejar de rascarte con las campesinas, ya me entiendes, Agripa. Sólo estoy diciendo que deberías casarte.

– Nadie querría -dijo Agripa con un tono brusco.

– ¡Ah, es ahí donde te equivocas! Mi querido Agripa, tienes la figura, la riqueza y la condición, ¡Eres consular!

– Sí, pero no tengo la sangre, César, y no me gusta ninguna de esas muchachas altaneras llamadas Claudia, Emilia, Sempronia o Domitia. Si dicen que sí, sólo sería por mi amistad contigo. La idea de una esposa que me mire por encima del hombro no me atrae.

– Entonces mira un poco más abajo, pero no demasiado abajo -insistió Octavio-. Tengo la esposa ideal para ti.

Agripa lo miró con una expresión de sospecha.

– ¿Esto es cosa de Livia Drusilia?

– No, palabra de honor, no lo es. Todo esto es idea mía.

– Entonces, ¿quién es?

Octavio respiró profundamente.

– La hija de Ático -dijo con una expresión triunfante-. ¡Perfecto, Agripa, de verdad! No es de rango senatorial, aunque admito que eso es porque su tata prefiere hacer dinero por medios no senatoriales. Está vinculada por sangre con los Caecilio Metelli, por lo tanto, es de nacimiento elevado. Además, es heredera de una de las más grandes fortunas de Roma.

– Ella es demasiado joven. ¿Por lo menos sabes qué aspecto tiene?

– Tiene diecisiete, casi dieciocho, y sí, la he visto. Elegante más que bonita, una buena figura y extremadamente bien educada, como se podía esperar de la hija de Ático.

– ¿Es lectora o compradora?

– Lectora.

El rostro duro se relajó un poco.

– Bueno, eso ya es algo bueno. ¿Es morena o rubia?

– Mitad y mitad.

– Oh.

– Mira, si yo tuviese un familiar femenino con esa edad, podrías tenerla con mis bendiciones -gritó Octavio, y agitó las manos.

– ¿Lo harías? ¿Lo harías de verdad, César?

– Sí, por supuesto que lo haría. Pero como no lo tengo, depende de ti aceptar o no a Caecilia Ática.

– Nunca tendré el valor de pedírselo.

– Yo se lo pediré. ¿Lo harás?

– No parece que tenga más alternativas, así que sí, lo haré.

Y así se hizo, aunque Octavio no se había dado cuenta de la renuencia del novio. Agripa se había fijado sus objetivos a los doce; a los veintisiete se había dedicado al cemento, con el que tanto le gustaba experimentar. Excepto en la compañía de Antonio -y hasta cierto punto en la de Livia Drusilia-, era silencioso, severo y siempre vigilante. Todo esto no había influido para la novia, porque estaba, como todas sus amigas, enamorada del magnífico e inalcanzable Marco Vipsanio Agripa.

Un mes después del matrimonio, la alta y graciosa azucena (como Livia Drusilia la había bautizado) se había marchitado y oscurecido. Ella vertía sus quejas al oído compasivo de Livia Drusilia y ésta a su vez, a los oídos de Octavio.

– ¡Es un desastre! -se quejó-. La pobre Ática cree que a él no le interesa lo más mínimo. ¡Nunca le habla! Su idea de hacer el amor es… es… perdóname por ser tan vulgar, amor mío, se parece al de un semental con una yegua. La muerde en el cuello y… y… bueno, lo dejo a tu imaginación. Afortunadamente -continuó con un tono lúgubre-, no se aprovecha de los placeres conyugales muy a menudo.

Éste era un aspecto de Agripa que nunca había esperado conocer, ni tampoco quería saberlo ahora. Octavio enrojeció y deseó estar en cualquier otra parte menos allí, sentado con su esposa. Que su propio talento para hacer el amor dejaba algo que desear lo sabía, pero también sabía que el entusiasmo de Livia Drusilia venía del poder, y por este lado podía descansar tranquilo. Era una pena que Ática no tuviese las mismas inclinaciones; claro que ella no había estado seis años casada con Claudio Nerón para transformar sus sueños infantiles en los propósitos férreos de una mujer.

– Entonces confiemos en que Agripa la embarace -dijo-. Un bebé le dará a ella alguien en quien interesarse.

– Un bebé no es sustituto de un marido satisfactorio -dijo Livia Drusilia, muy satisfecha consigo misma. Frunció el entrecejo-. El problema es que ella tiene un confidente.

– ¿A qué te refieres? ¿Que los asuntos matrimoniales de Agripa son del conocimiento público?

– Sí fuese así de sencillo, no me preocuparía tanto. No, su confidente es su viejo tutor, el liberto de Ático, Quinto Caecilio Epirota. Según ella, el hombre más agradable que conoce.

– ¿Epirota? ¡Conozco ese nombre! -exclamó Octavio-. Un eminente erudito. Según Mecenas, una autoridad en Virgilio.

– Hum… estoy segura de que tienes razón, César, pero no creo que él le ofrezca consuelos poéticos. ¡Oh, ella es virtuosa! Pero ¿durante cuánto tiempo, si te llevas a Agripa a Illyricum?

– Eso está en las manos de los dioses, querida, y yo no tengo la intención de meter la nariz en el matrimonio de Agripa Debemos confiar en que llegue un bebé para mantenerla ocupada. -Exhaló un suspiro-. Quizá una muchacha muy joven no es lo más adecuado para Agripa. Quizá debería haber sugerido a Escribonia.

Fuera como fuese, para el momento en que Octavia fue a cenar con Mecenas y su Terencia y Agripa y su Ática, la mayoría de la clase alta sabía que el matrimonio de Agripa no prosperaba. Al ver la triste expresión de Agripa, su viejo amigo ansió ofrecerle palabras de consuelo, pero no pudo. Al menos, pensó, Ática estaba embarazada. Y él había tenido la necesaria fortaleza para insinuarle al oído de Ático que su muy amado Epirota debía mantenerse bien apartado de su muy amada hija. Las mujeres que veía, pensó, eran tan vulnerables como las que compraba.


Octavia casi voló hasta el palacio de Carinae, tan feliz estaba. ¡Ver a Antonio al fin! Habían pasado dos años desde que él la había dejado en Corcira; la pequeña Antonia Menor, conocida como Tonilla, ya caminaba y hablaba. Era una preciosa niña con el cabello rojo oscuro de su padre y sus ojos rojizos, pero, afortunadamente, sin su barbilla ni -por lo menos hasta ahora- su nariz. ¡Oh, qué temperamento! Antonia era más hija de su madre, mientras que Tonilla era toda de su padre. «¡Basta, Octavia, basta! Deja de pensar en tus hijos y piensa más en tu marido, a quien verás muy pronto. ¡Tanta alegría!, ¡tanto placer!» Fue a buscar a su modista, una mujer muy competente que estimaba mucho su posición en la casa de los Antonio y era, además, muy amiga de Octavia.

Estaban discutiendo sobre qué vestidos debía llevarse Octavia con ella a Atenas, y cuántos nuevos vestidos tenía que hacerse para deleitar a su marido, cuando vino el mayordomo para decirle que Cayo Fonteio Capito había venido a la casa.

Ella apenas lo conocía; había estado con ellos cuando ella y Antonio habían zarpado, pero el mareo la había tenido encerrada en el camarote y su viaje había sido interrumpido en Corcira. Así que recibió al alto, apuesto e impecablemente vestido Fonteio con cierta reserva, sin saber muy bien por qué había venido.

– El imperator César dice que tú y yo debemos llevar sus regalos a Marco Antonio en Atenas -dijo él sin intentar sentarse-, y me pareció que debía venir para saber si hay algo que necesites especialmente, ya sea en el viaje o como carga para Atenas; algún mueble o alguna comida no perecedera, quizá.

«Sus ojos -pensó él al mirar cómo las expresiones pasaban por ellos- son los más hermosos que he visto, aunque no es el color inusual lo que los hace tan hermosos; es la dulzura, el amor envolvente. ¿Cómo puede engañarla Antonio? Si fuese mía, me acostaría con ella para siempre. Otra contradicción: ¿cómo puede ser hermana de Octavio? Y otra: ¿cómo puede amar a Antonio y a Octavio?»

– Gracias, Cayo Fonteio -dijo ella con una sonrisa-. No se me ocurre en realidad nada, excepto -pareció temerosa- el mar, y eso está más allá de la capacidad de cualquiera para arreglarlo.

El se rió, le cogió la mano y la besó suavemente.

– Señora, haré todo lo que pueda. El padre Neptuno, Vulcano el Terremoto y los lares Permarini de los viajes tendrán todas las mejores ofrendas para que los mares estén llanos, los vientos sean propicios y nuestro viaje rápido.

Se marchó, dejando a Octavia, que lo miró marchar con un peculiar sentimiento de alivio. «¡Qué hombre tan agradable! Con él al mando, las cosas irían bien, no importa cómo se comportase el mar.»


Se comportó tal como había ordenado Fonteio al hacer sus ofrendas; incluso rodear el cabo Taenarum no representó ningún peligro. Pero mientras Octavia creía que su preocupación por su bienestar era sólo eso, Fonteio sabía cuánto de él había en sus esperanzas; quería la compañía de aquella adorable mujer durante el viaje, lo que significaba que, para ello, desgraciadamente debería padecer mareos. No podía fallarle, incluido el atraque en El Pireo. Agradable, ingeniosa, fácil de conversación, nunca mojigata o lo que él llamaba «matrona romana» en su actitud. ¡Divina! No era de extrañar que Octavio erigiese estatuas en su honor, y tampoco era de extrañar que las personas comunes la respetasen, la honrasen y la amasen. Los dos nundinae que había pasado en compañía de Octavia desde Tarentum hasta Atenas permanecerían en su memoria por el resto de su vida. ¿Amor? ¿Era amor? Quizá, pero él se imaginaba que no contenía ninguno de los bajos instintos que él asociaba con esa palabra cuando se refería a la relación entre un hombre y una mujer. De haberse aparecido ella en mitad de la noche para reclamar el acto de amor, él no se hubiera negado, pero ella no apareció; Octavia pertenecía a un escalón social superior, tanto como diosa y como mujer.

Lo peor era que sabía que Antonio no estaría en Atenas para recibirla, sabía que Antonio estaba en las firmes garras de la reina Cleopatra, en Antioquía. El hermano de Octavia también lo sabía.

– Te confío a mi hermana a tu cuidado, Cayo Fonteio -le había dicho Octavio poco antes de que la cabalgada se pusiese en marcha de Capua a Tarentum-, porque creo que eres más sincero que el resto de las criaturas de Antonio, y también creo que eres un hombre de honor. Por supuesto, tu tarea principal es escoltar estos equipos militares hasta Antonio, pero requiero algo más de ti, si estás dispuesto.

Era el típico cumplido de Octavio -él era una de las criaturas de Antonio-; no obstante, Fonteio no se sintió ofendido, porque intuyó que aquélla era simplemente la introducción a algo muchísimo más importante que Octavio deseaba de él. Y ahí lo tenía:

– Tú sabes qué hace Antonio, con quién lo hace, dónde lo hace, y probablemente por qué lo hace -dijo Octavio con una vena retórica-. Desdichadamente, mi hermana tiene poca idea de lo que está pasando en Antioquía, y yo no se lo he dicho porque es posible que Antonio sólo esté… ehhh… llenando el tiempo, llenando a Cleopatra. Es posible que regrese a mi hermana en el momento que sepa que ella está en Atenas. Lo dudo, pero es posible. Lo que pido es que permanezcas en Atenas en estrecho contacto con Octavia en caso de que Antonio no venga. Si no lo hace, Fonteio, la pobre Octavia necesitará a un amigo. La noticia de que la infidelidad de Antonio es grave la destrozará. Confío en que no seas más que un amigo, pero uno que se interesa por ella. Mi hermana es parte de la suerte de Roma, una Vestal figurativa. Si Antonio la desilusiona, ella debe regresar a casa, pero no traída a la carrera. ¿Lo comprendes?

– Completamente, César -manifestó Fonteio sin vacilar-. No debe abandonar Atenas hasta que haya desaparecido toda esperanza.

Al recordar aquella conversación, Fonteio sintió que su rostro hacía una mueca; sabía que la dama estaba ahora mucho mejor de lo que había estado él entonces, y descubrió que se preocupaba desesperadamente por su destino.

Bueno, aquello era Grecia; ahora, sus ofrendas debían ser para los dioses griegos: Demeter, la madre; Perséfone, la hija destrozada; Hermes, el mensajero; Poseidón, señor de los mares, y Hera, la reina. «Enviad a Antonio a Atenas, dejad que rompa sus vínculos con Cleopatra.» ¿Cómo podía preferir a la esquelética, fea y pequeña mujer y no a la hermosa Octavia? Él no podría, sencillamente no podría.

Octavia ocultó su desilusión al recibir la noticia de que Antonio estaba en Antioquía, pero se enteró lo suficiente de la desastrosa campaña en Fraaspa para comprender por qué probablemente prefería estar con sus tropas en ese momento. Así que le escribió de inmediato para comunicarle su llegada a Atenas, junto con el botín, en su tren, desde los soldados hasta los arietes y la artillería. La carta estaba repleta de noticias de sus hijos, de los otros ocupantes de la guardería, la familia, y acontecimientos en Roma, y sugería sin ningún tipo de sutileza que, si él no venía a Atenas, podía pedirle que viajase a Antioquía.

Entre escribir la carta y la respuesta de Antonio -alrededor de un mes-, Octavia tuvo que soportar la visita de amistades y conocidos de su anterior estada, la mayoría, irrelevantes. No obstante, cuando el mayordomo le anunció la llegada de Perdita, a Octavia se le hundió el corazón. Aquella madura matrona romana era la esposa de un mercader plutócrata inmensamente rico y peligrosamente ocioso. Perdita era su apodo, que mostraba con orgullo. No significaba tanto que ella misma estuviese arruinada como que sí contribuía a la ruina de otros. Perdita era una destructora, una portadora de malas noticias.

– ¡Oh, mi pobre y dulce querida! -exclamó, y entró en la sala vestida con gasas del más novedoso color, un deslumbrante magenta, la plétora de collares, brazaletes, esclavas y pendientes entrechocando como las cadenas de un prisionero.

– Perdita. Qué alegría verte -dijo Octavia mecánicamente, mientras soportaba los besos en las mejillas, los apretones en sus manos.

– Creo que es una desgracia, y espero que se lo digas cuando lo veas -exclamó Perdita, y se sentó en una silla.

– ¿Qué es una desgracia? -preguntó Octavia.

– ¡Vaya, la desvergonzada aventura de Antonio con Cleopatra!

Una sonrisa hurgó los labios de Octavia.

– ¿Es desvergonzada? -preguntó.

– ¡Querida, se casó con ella!

– ¿Eso hizo?

– Claro que sí. Se casaron en Antioquía, en el momento en que llegaron allí desde Leuke Kome.

– ¿Cómo lo sabes?

– Peregrino tiene las cartas de Gneo Cinna, Escauro, Titio y Poplicola -respondió Perdita-. Peregrino era su marido. Es la más absoluta verdad. Ella le dio otro hijo el año pasado.

Perdita estuvo una media hora de visita, sin moverse de su silla a pesar de los ruegos de su anfitriona, ofreciéndole algún tipo de refresco. Durante ese tiempo le relató toda la historia tal como ella la sabía, desde los meses de borrachera de Antonio a la espera de que llegase Cleopatra hasta todos los detalles del matrimonio. Algunos detalles, Octavia ya los sabía, aunque no de la manera que Perdita le pintaba los acontecimientos; escuchó con atención, sin revelar su rostro ninguna emoción, y se levantó tan rápido como pudo para acabar con la desagradable visita. Ni una palabra de la tendencia de los hombres a tomar amantes cuando estaban separados de sus esposas pasó por sus labios, ni ningún otro comentario que pudiese animar a Perdita a repetir el trabajo de aquella mañana. Por supuesto, la mujer mentiría, pero aquellos a quienes les mintiera no encontrarían confirmación de la versión de Perdita cuando se encontrasen con Octavia. Ella cerró su sala a la admisión incluso de los sirvientes durante una hora después de que Perdita se hubiese marchado bajo el sol de Ática. Cleopatra, la reina de Egipto. ¿Era por esto por lo que su hermano había hablado de Cleopatra a lo largo de la cena? ¿Cuánto sabían los demás, mientras ella no sabía prácticamente nada? Ella tenía conocimiento de los hijos que su marido había tenido con Cleopatra, incluido el niño nacido el año pasado, pero eso no la había molestado; sencillamente había asumido que la reina de Egipto era una mujer fértil que, como ella, no tomaba precauciones contra los embarazos. Sus propias impresiones habían sido las de una mujer que había amado a Divus Julius apasionadamente, con todo el corazón, y buscaba solaz en su primo para proveerle con más hijos para proteger su trono en la próxima generación. A Octavia, desde luego, nunca se le había ocurrido que Antonio no frecuentase a otras mujeres, tal era su naturaleza. Y ¿cómo podía cambiar eso?

Pero ¡Perdita hablaba de un amor eterno! Oh, ella exudaba malicia y rencor, ¿entonces por qué creerla? Sin embargo, el parásito había sido insertado bajo su piel y comenzaba a moverse a través de sus órganos vitales hacia su corazón, sus esperanzas, sus sueños. Ella no podía negar que su marido había buscado la ayuda de Cleopatra, ni que tampoco aún estaba en los brazos de aquella fabulosa monarca. Pero no, en el momento en que él se enterase de la presencia de Octavia en Atenas, él enviaría a Cleopatra de regreso a Egipto y vendría a por ella. Estaba segura de que sería así, absolutamente segura.

Incluso así, durante la hora que estuvo sola se paseó por la habitación, luchó contra el gusano que le había dejado Perdita, razonó su camino de vuelta a la sensatez, recurrió a sus formidables recursos del sentido común. Porque no tenia sentido que Antonio se hubiese enamorado de una mujo: cuyo principal reclamo a la fama era su seducción de Divus Julius, un intelectual, un esteta, un hombre de gustos inusuales, tan parecido a Antonio como la tiza lo era al queso. Aquélla era una metáfora habitual y, sin embargo, no los distinguía apropiadamente… ¿No, no, por qué estaba perdiendo su tiempo en metáforas ridículas? La única cosa que Obús Julius y Antonio tenían en común era la sangre de la gens Julia, y, por lo que su hermano César decía, sólo era esto lo que había animado a Cleopatra a buscar a Antonio. Ella, según le había revelado su hermano, se le había propuesto debido a su sangre Julia; sus hijos debían tener la misma sangre. Acostarse con una reina regente con el objetivo de proveerla de hijos hubiese atraído enormemente a Antonio; y eso consideró Octavia cuando se enteró de la aventura. Pero ¿amor? ¡No, nunca! ¡Imposible!

Cuando Fonteio llegó para hacer su rápida visita diaria, se encontró con Octavia sutilmente afligida; había una cierta sombra debajo de aquellos maravillosos ojos, la sonrisa tenía tendencia a desaparecer y sus manos se movían sin objetivo. Él decidió ser brusco.

– ¿Quién te ha estado parloteando? -preguntó.

Ella se estremeció, se mostró afligida.

– ¿Se nota? -preguntó ella.

– Nadie salvo yo. Tu hermano me encargó que me ocupase de tu bienestar, y yo he tomado ese encargo de todo corazón. ¿Quién?

– Perdita.

– ¡Mujer abominable! ¿Qué te dijo?

– Nada que no supiese, excepto lo del matrimonio.

– Pero no es lo que dijo, es cómo lo dijo, ¿verdad?

– Sí.

Él se animó a coger aquellas manos que se movían sin propósito, frotó con los pulgares los dorsos en lo que se podría entender como un consuelo o amor.

– ¡Octavia, escúchame! -dijo muy serio-. No pienses lo peor, por favor. Es demasiado pronto y demasiado efímero para ti (¡o para cualquiera!) para llegar a conclusiones. Soy un buen amigo de Antonio, lo conozco. Quizá no tan bien como tú, su esposa, pero de otra manera. A lo mejor podría ser que un matrimonio con Egipto pudiese ser algo que él considerase necesario para su propio gobierno como triunviro en Oriente. No te puede afectar; tú eres su esposa legal, Esta unión ilegal es un síntoma de sus problemas en Oriente, donde nada ha salido como él esperaba. Es, creo, una manera de contener el dolor de sus desilusiones. -Él le soltó las manos antes de que ella pudiese encontrar el contacto íntimo-. ¿Lo entiendes?

Ella pareció recuperar los ánimos, más relajada.

– Sí, Fonteio, lo comprendo. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.

– De ahora en adelante no estarás en casa para Perdita. ¡Ella vendrá corriendo la próxima vez que Peregrino reciba una carta de sus compañeros! Pero tú no la verás. ¿Prometido?

– Prometido -dijo ella con una sonrisa.

– Entonces tengo buenas noticias. Esta tarde hay una representación de Edipo Rey. Te daré unos momentos para que te arregles, después iremos a ver sí son buenos esos actores. El rumor dice que sí, que son fantásticos.


Un mes después que la carta de Octavia llegara a Antioquía se produjo la respuesta de Antonio.


¿Qué estás haciendo en Atenas sin los veinte mil hombres que me debe tu hermano? Aquí estoy, preparándome para una expedición de nuevo a la Media Partía, sorprendentemente escaso de buenas tropas romanas, ¿y Octavio tiene la pretensión de enviarme sólo dos mil? Eso es demasiado, Octavia, demasiado. Octavio sabe muy bien que no puedo regresar a Italia en este momento para reclutar legionarios en persona, y fue parte de nuestro acuerdo que él reclutaría para mí cuatro legiones. Legiones que necesito con urgencia.

Ahora recibo una ridícula carta tuya donde hablas de este y de aquel niño; ¿crees que la guardería y sus ocupantes me preocupan un ardite en un momento como éste? Lo que me preocupa es el acuerdo no cumplido de Octavio. ¡Cuatro legiones, no cuatro cohortes! ¡Esto es lo último! ¿Y por qué cree tu hermano que necesito un enorme ariete, cuando estoy sentado no muy lejos de los cedros del Líbano?

¡Que la plaga se lo lleve, a él y a todos sus partidarios!


Ella dejó la carta, bañada en sudor frío. Ni una sola palabra de amor, ni un solo término de cariño, ninguna referencia a su llegada, más allá de una diatriba dirigida contra César.

– Ni siquiera me dice lo que quiere que haga con los hombres y los pertrechos que he traído -le dijo a Fonteio.

Él notó el rostro endurecido, la piel rasposa como si hubiese sido alcanzada por un puñado de arena en una tormenta de tierra. Los grandes ojos fijos en él, tan transparentes que eran ventanas de sus pensamientos más íntimos, llenos con lágrimas que comenzaban a rodar por sus mejillas como si ella no supiese qué ocurría. Fonteio buscó en el seno de su toga, sacó un pañuelo y se lo dio.

– Anímate, Octavia -dijo casi sin poder controlar la voz-. Creo dos cosas al leer la carta. La primera, refleja un lado de Antonio que ambos conocemos: furioso, impaciente. Veo y lo escucho pasearse por la habitación y acabar con esta típica reacción inicial ante lo que él ve como un insulto de César. Tú sólo eres el intermediario, el mensajero que él mata para dar salida a su cólera. Pero la segunda es más seria. Creo que Cleopatra estaba escuchando, tomaba notas y ella misma dictaba esta respuesta. De haber respondido Antonio, él al menos hubiese indicado qué quería hacer con la donación de pertrechos y máquinas de guerra, además de soldados, que él necesita con urgencia. Mientras que Cleopatra no se preocuparía en dar unas directrices. La escribió ella, no Antonio.

Una respuesta que tenía sentido; Octavia se enjugó las lágrimas, se sopló la nariz, miró con preocupación el pañuelo sucio de Fonteio y sonrió.

– Lo he ensuciado y ahora habrá que lavarlo -dijo-. Gracias, querido Fonteio. Pero ¿qué debo hacer?

– Venir a la representación de Nubes de Aristófanes conmigo y luego escribirle a Antonio como si esta carta nunca hubiese sido enviada. Pregúntale qué quiere hacer con los regalos de César.

– ¿Puedo preguntarle si piensa venir a Atenas? ¿Puedo hacerlo?

– Por supuesto, él debe venir.


Pasó otro mes de tragedias, comedias, conferencias, excursiones, cualquier cosa que Fonteio podía inventar para ayudar a su querida a pasar el tiempo antes de que llegase la réplica de Antonio. Resultaba interesante que ni siquiera Perdita pudiera hacer un escándalo de las atenciones de Fonteio a la hermana del imperatum César. Sencillamente, nadie podría -o querría- creer que Octavia pudiese ser una esposa infiel. Fonteio era su guardián; César no había hecho ningún secreto de ello, y se había asegurado de que sus deseos fuesen conocidos incluso en la propia Atenas.

Ahora, todos hablaban de la continuada pasión de Antonio por la mujer que Octavio había llamado la Reina de las Bestias. Fonteio se encontraba atrapado en un dilema; la mitad de él deseaba salir en defensa de Antonio, pero la otra mitad, ahora profundamente enamorada de Octavia, se preocupaba sólo por su bienestar.

La carta no fue una sorpresa tan grande como la primera.


¡Vuelve a Roma, Octavia! No tengo nada que hacer en Atenas en el futuro próximo, así que es inútil que me esperes allí cuando deberías estar cuidando de tus hijos en Roma. ¡Te lo repito, vuelve a Roma!

En cuanto a los hombres y los pertrechos, envíalos a Antioquía de inmediato. Fonteio puede venir con ellos, o no, como le plazca. Por lo que he escuchado, parece que tú lo necesitas más que yo.

Te ruego que los envíes a Antioquía, ¿está claro? Ve a Roma, no a Antioquia.


Quizá fue la sorpresa la que la dejó sin lágrimas; Octavia no estaba segura. El dolor era terrible, pero él tenía una vida propia que de alguna manera no estaba relacionada con ella, Octavia, hermana del imperatum César y esposa de Marco Antonio. La destrozaba, la dejaba seca, mientras que su mente sólo pensaba en sus dos pequeñas hijas. Flotaban en un espacio absolutamente oscuro delante de sus ojos: Antonia, alta y serena; mamá Atia decía que era la imagen de la tía Julia de Divus Julius, que había sido la esposa de Cayo Mario. Ahora tenía cinco años, y ya estaba imbuida del sentido del deber, de compasión y bondad. Mientras que Tonilla era de ojos y cabellos rojos, imperiosa, impaciente, implacable, apasionada. Antonia apenas si conocía a su tata, mientras que Tonilla nunca lo había visto.

– ¡Eres igual que tu padre! -gritaba Alvia Atia, agotada más allá de cualquier tolerancia por una rabieta o un torrente de sentimientos.

– Eres igual que tu padre -susurraba Octavia con mucha ternura, que amaba todavía más al pequeño volcán por ello.

Ahora, lo sabía, todo se había acabado. Había llegado el día que una vez ella había previsto; durante el resto de su vida lo amaría, pero tendría que existir sin él. Lo que fuese que lo unía a la reina de Egipto era muy fuerte, quizá irrompible. Sin embargo, en algún lugar de su interior, Octavia sabía que la suya no era una unión feliz, que Antonio la aceptaba pero también la odiaba. «Conmigo -pensó-, él tenía paz y alegría. Yo lo calmaba. Con Cleopatra tiene incertidumbre y tumulto. Ella lo inflama, lo incordia, lo atormenta.»

– Esa clase de matrimonio lo enloquecerá -le dijo a Fonteio, y le mostró también la carta.

– Sí, lo hará -consiguió decir Fonteio, que tenia un tremendo nudo en la garganta-. ¡Pobre Antonio! Cleopatra lo moldeará a placer.

– ¿Cuál es su placer? -preguntó Octavia, que pareció intrigada.

– Desearía saberlo, pero no lo sé.

– ¿Por qué no se divorcia de mí?

Fonteio la miró asombrado y, después, mortificado. «Edepol! Por qué no se me ocurrió a mí preguntarme eso. ¿Sí, por qué no se divorcia de ti? Su carta casi exige que lo haga.»

– ¡Venga, Fonteio, piensa! Tú debes de saberlo. La razón que sea tiene que ser política.

– Esta segunda carta no ha sido una sorpresa, ¿verdad? Esperabas que dijese lo que pone.

– ¡Sí, sí! Pero ¿por qué no un divorcio? -insistió ella. -Creo que eso significa que él no ha quemado todavía todas sus naves -manifestó Fonteio con voz pausada-. Todavía hay una necesidad en él de sentirse un romano con una esposa romana. Tú eres una protección, Octavia. Puede ser también que, al no divorciarse de ti, esté buscando recuperar la independencia. Esa mujer lo atrapó en sus garras en un momento de desesperación, cuando él se hubo vuelto hacia cualquiera en busca de consuelo, ella estaba a mano.

– Ella se aseguró de eso.

– Sí, obviamente.

– Pero ¿por qué, Fonteio? ¿Qué quiere de él?

– Territorios. Poder. Ella es una monarca oriental, nieta de Mitrídates el Grande. No hay una gota de Ptolomeo en ella, ellos siempre han sido lentos y de poca ambición durante generaciones, más preocupados por robarse el trono de Egipto los unos a los otros que por mirar hacia adelante. Cleopatra está hambrienta de expansión; son los apetitos mitridáticos y seléucidas.

– ¿Cómo es que sabes tanto de ella? -preguntó Octavia con curiosidad.

– Hablé con la gente cuando estuve en Alejandría y Antioquía.

– ¿Qué impresión tuviste de ella cuando la conociste?

– Dos cosas sobre todo. Una, es que estaba absolutamente obsesionada con el hijo que tuvo con Divus Julius. La segunda, que ella es un poco como Tetis, capaz de transformarse en lo que cree necesario para conseguir sus fines.

– Tiburón, calamar, no recuerdo el resto, sólo que Peleo se aferró a Tetis sin importarle en qué se convertía. -Se estremeció-. ¡Pobre Antonio! Está decidido a aferrarse a ella.

Él decidió cambiar de tema, aunque no se le ocurrió nada que pudiese animarla.

– ¿Regresarás a casa? -le preguntó.

– Oh, sí. Lamento importunarte, pero ¿podrías buscarme un barco?

– Haré algo mejor que eso -respondió él con toda naturalidad-. Tu hermano me encomendó tu bienestar, y eso significa que regresaré contigo.

Aquello fue un alivio, aunque no una alegría; Fonteio vio cómo su rostro se relajaba un poco, y deseó con todo su anhelo que él, Cayo Fonteio Capito, pudiese convencerla para que lo amase. Muchas mujeres habían dicho que podían amarlo, y desde luego dos esposas lo habían hecho, pero no eran nada. Bastante después de lo que había esperado había encontrado a la mujer de su corazón, de sus sueños. Pero ella amaba a otro, y seguiría haciéndolo. De la misma manera que él continuaría amándola.

– En qué mundo extraño vivimos -dijo, y consiguió soltar una carcajada-. ¿Aceptarías ver Las troyanas esta tarde? Admito que el tema está muy cerca de nuestra actual vida (mujeres que han perdido a sus hombres), pero Eurípides es un verdadero maestro y el reparto es espléndido. Demetrio de Corinto interpreta a Hekabe, Dorisco interpreta a Andrómaco (dicen que está fabuloso en el papel), Aristógenes es Helena. ¿Vendrás?

– Sí, por favor -respondió ella, y le sonrió, incluso con los ojos-. ¿Qué son mis penares comparados con los de ellas? Al menos yo tengo mi casa, mis hijos y mi libertad. Me hará bien presenciar el sufrimiento de las mujeres troyanas, sobre todo porque nunca he visto la obra. He escuchado decir que desgarra el corazón, así que podré llorar por los problemas de los demás.


Octavio lloró por los sufrimientos de su hermana cuando ella llegó a Roma un mes más tarde. Era septiembre, y él estaba a punto de embarcarse para su primera campaña contra las tribus de Illyricum. Contuvo las lágrimas, y arrojó sobre la mesa las dos cartas que Fonteio le había dado y luchó para recuperar la compostura. Una vez la batalla ganada, apretó los dientes, furioso, pero no con Fonteio.

– Gracias por venir a verme antes de que fuese a ver a Octavia -le dijo a Fonteio, y le tendió la mano-. Te has comportado con honor y bondad con mi hermana, y no necesito que ella me lo diga. ¿Está… está muy deprimida?

– No, César, ella no es así. El comportamiento de Antonio la ha aplastado, pero no la ha derrotado.

Un veredicto con el que Octavio estuvo de acuerdo cuando la vio.

– Debes venir y vivir aquí conmigo -dijo, con un brazo sobre sus hombros-. Trae a los niños, por supuesto. Livia Drusilia está ansiosa porque tengas compañía, y Carinae está demasiado lejos.

– No, César, no puedo hacer eso -replicó Octavia con firmeza-. Soy la esposa de Antonio, y viviré en su casa hasta que él me ordene marcharme. ¡Por favor, no insistas ni me fuerces a ello! No cambiaré de opinión.

Con un suspiro, él la sentó en una silla, acercó la otra y le sujetó las manos.

– Octavia, él no vendrá a casa contigo.

– Eso lo sé, pequeño Cayo, pero no importa. Todavía soy su esposa, y eso significa que él espera que cuide de sus hijos y de su casa como debe hacer una esposa cuando su marido está en el extranjero.

– ¿Qué me dices del dinero? Él no te mantendrá.

– Tengo mi propio dinero.

Eso lo enojó, aunque su enojo estaba reservado a la dureza emocional de Antonio.

– ¡Tu dinero es tuyo, Octavia! Haré que el Senado te proporcione lo suficiente de los estipendios de Antonio para cuidar de su propiedad aquí en Roma y también de sus villas.

– ¡No, te lo ruego, no hagas eso! Llevaré una fiel contabilidad de lo que gaste, y él podrá devolvérmelo cuando regrese a casa.

– ¡Octavia, él no regresará a casa!

– No puedes decir eso con seguridad, César. No puedo afirmar que comprendo las pasiones de los hombres, pero conozco a Antonio. Esta mujer egipcia puede ser otra Glafira, incluso otra Fulvia. Se cansa de las mujeres cuando se vuelven inoportunas.

– Se ha cansado de ti, querida.

– No, no lo ha hecho -afirmó ella con valentía-. Todavía soy su esposa, no se ha divorciado de mí.

– Eso lo hace para mantener a sus senadores y caballeros en su bando. Así nadie podrá decir que está permanentemente en las garras de la reina de Egipto, si no se ha divorciado de ti, su verdadera esposa.

– ¿Nadie podrá decir? ¡Oh, vamos, César! ¡Tú no podrás, a eso te refieres! ¡No estoy ciega! Quieres que Antonio parezca un traidor; por tus propios fines, no por los míos.

– Cree eso si quieres, pero no es la verdad.

– Aquí me quedo -fue todo lo que dijo ella.

Octavio la dejó, sin sentir sorpresa o algo más que una leve irritación; él la conocía sólo como podía hacerlo un hermano menor, tras seguir a alguien cuatro años mayor como si estuviese atado a una correa, conocedor de pensamientos expresados en voz alta, conversaciones de chicas con sus amigos, amores y tonterías de adolescentes. Antonio había inspirado estos amores mucho antes de que ella tuviese la edad suficiente para amarlo como una mujer. Cuando Marcelo había pedido casarse con ella, Octavia había ido a su destino sin un murmullo de protesta porque ella conocía su deber y nunca había soñado con casarse con Antonio. Él estaba tan atrapado en las garras de Fulvia en aquel momento, que una muchacha de dieciocho años tan sensible como Octavia abandonó aquella esperanza de haberla tenido alguna vez.

– ¿No vendrá aquí? -preguntó Livia Drusilia cuando él regresó.

– No.

Livia Drusilia chasqueó la lengua.

– ¡Qué pena!

Él se rió y le pasó la mano por la mejilla afectuosamente.

– ¡Qué tontería! Te alegras profundamente. No te gustan los niños, esposa, y eres muy consciente de que aquellos niños indisciplinados y mimados correrían por todas partes si viviesen aquí, por mucho que nosotros intentásemos contenerlos.

– ¡Es verdad! -admitió ella con una risita-. Aunque, César, no soy yo quien se comporta de manera anormal, sino Octavia. Es muy deseable tener hijos y yo me regocijaría si quedase embarazada. Pero Octavia hace que una gata parezca descuidada. Me sorprende que consintiese en ir a Atenas sin ellos.

– Ella fue sin ellos porque (manteniendo la metáfora felina) sabe que Antonio es un gato macho y se siente como tú respecto a los chicos. ¡Pobre Octavia!

– Compadécete de ella, César, pero, de todas maneras, no Pierdas de vista el hecho de que es mejor que su dolor llegue ahora y no más tarde.

XX

Mientras Publio Canidio y sus siete legiones habían penetrado en Armenia y habían hecho un buen trabajo, Antonio permaneció en Siria, con la intención, muy ostensible, de supervisar la guerra contra Sexto Pompeyo en la provincia de Asia y de reunir un gran ejército para su próxima campaña en Media Partia. No era más que una excusa; de hecho, le había llevado todo aquel año emerger lenta y dolorosamente de su furor inducido por el vino. Mientras su tío Planeo gobernaba Siria y su sobrino Titio había sido delegado por Antonio para llevar un ejército a Éfeso para ayudar a Furnio, a Ahenobarbo y a Amintas de Galacia a derrotar a Sexto Pompeyo. Fue Titio quien lo arrinconó en Frigia Midaeum y Titio quien lo escoltó hasta la costa de Asia, en Mileto. Allí fue ejecutado por orden de Titio, un acto que Antonio deploró sonoramente. Acusó a Planeo de haber incitado a Titio a que lo hiciera, pero Planeo insistió firmemente en que la orden, secreta, había venido de Antonio, que debía asumir la responsabilidad.

– ¡De ninguna manera! -rugió Antonio.

De quién era la culpa quizá nunca se sabría, pero ciertamente Antonio se benefició de esa corta guerra. Heredó las tres buenas legiones de aburridos veteranos que había reclutado Sexto y dos espléndidos romanos navegantes, Décimo Turulio y Cassio Parmensis, los dos, asesinos de Divus Julius todavía vivos. Después de que ofreciesen a Antonio sus servicios y Antonio los aceptase, Octavio le escribió una carta casi histérica a Antonio en la que le decía, con su pequeña y meticulosa letra:


Si hacía falta algo más para demostrarme que tú fuiste parte del complot para asesinar a mi divino padre, Antonio, ésta es. De todos los actos infames traicioneros y repugnantes de tu siniestra carrera, éste es el peor. A sabiendas de que estos dos hombres son asesinos, los has tomado a tu servicio en lugar de ejecutarlos públicamente. No te mereces ostentar una magistratura romana, ni siquiera de las más bajas. Tú no eres mi compañero, tú eres mi enemigo, de la misma manera que eres enemigo de todos los hombres romanos decentes y honorables. Pagarás por esto, Antonio, lo juro por Divus Julius. Lo pagarás.


– ¿Fuiste parte del complot? -preguntó Cleopatra. Antonio se mostró ofendido.

– ¡No, por supuesto que no! Por Júpiter, han pasado diez años desde que César fue asesinado. Pregúntame qué prefiero, ¿dos presuntos asesinos muertos o dos almirantes romanos vivos? No hay comparación.

– Sí, veo tu lógica. Así y todo…

– ¿Así y todo qué?

– No estoy segura de creer tus negativas respecto al asesinato de César.

– Me importa muy poco si me crees o no. ¿Por qué no te vas a Alejandría y gobiernas en persona por una vez? Entonces podré ocuparme de mis planes de guerra con tranquilidad.


Cleopatra hizo lo que Antonio le sugería; al cabo de un nundinum el Filopátor zarpó para Alejandría con ella a bordo. Su voluntad de dejarlo era una prueba de su confianza de que él finalmente había reparado los destrozos que el vino había provocado en su cuerpo y, más importante, en su mente. ¡Realmente era extraordinario! Cualquier otro hombre de su edad hubiese emergido mostrando las huellas físicas de la disipación, pero Marco Antonio no. Fuerte como siempre, lo bastante fuerte, sin duda, para conducir su ridícula campaña. Pero aquella vez él no marcharía contra Fraaspa, de eso podía estar segura. Sin el ausente Canidio para respaldaría había sido difícil, pero había continuado machacando las ambiciones de Antonio a lo largo de meses, para moldearlo de forma diferente. Por supuesto, no había dejado entrever con palabras o gestos que él debía volver los ojos hacia Roma; en cambio, había insistido en el hecho de que Octavio vendría a Oriente después de derrotar a Sexto Pompeyo, cuya ejecución había sido idea suya. Un buen soborno a Lucio Munatio Planeo, otro al hijo de su hermana, Titio, y el hecho se había realizado.

Con Lépido forzado al retiro y Sexto Pompeyo desaparecido para siempre, había dicho ella, no había nadie que pudiese impedir a Octavio regir el mundo excepto Marco Antonio. No había sido difícil convencer a Antonio de que Octavio quería gobernar el mundo, especialmente después de que ella hubo encontrado un aliado inesperado para reforzar sus opiniones. Como si su nariz tuviese la capacidad de oler un espacio vacante alrededor de Antonio, Quinto Delio había aparecido en Antioquía para ocupar el lugar que Cayo Fonteio había dejado; lleno de desconfianza hacia Fonteio, que juraba ser el esclavo de Octavia, un enamorado que era el hazmerreír de todos. Si bien Delio carecía totalmente de la integridad y la suavidad de Fonteio, no era un verdadero sustituto. Sin embargo, podía ser comprado, y una vez que un noble romano vendía sus servicios, permanecía fiel. Era, aparentemente, una cuestión de honor, aunque fuese un honor mancillado. Cleopatra lo compró.

Puso a Delio a trabajar en el hueco que Fonteio había dejado; una vez más sirvió como embajador de Antonio. El asunto de Ventidio y Samosata había desaparecido de la mente de Antonio, ya no parecía ser un crimen. Antonio, además, echaba de menos la varonil compañía de Fonteio, así que aceptó a Delio como sustituto. De haber estado en Siria, las cosas hubiesen sido diferentes, pero Ahenobarbo estaba ocupado en Bitinia. No había nada que se interpusiese en el camino de Delio o en el de Cleopatra.

Al momento, Delio estaba ocupado en una tarea diseñada por Cleopatra. Entre ambos, Cleopatra y él, habían tenido pocos problemas para convencer a Antonio de que era una tarea de gran importancia; debía viajar como embajador de Antonio a la corte de Artavasdes de Media, y allí proponer una alianza entre Roma y Media que pusiese coto a los intereses partos. Media, de la que Fraaspa era la capital, pertenecía al rey de los partos; Artavasdes gobernaba Media Atropatene, que era más pequeña y menos clemente. Dado que todas sus fronteras salvo aquellas con Armenia eran partas, Artavasdes estaba en conflicto; la autopreservación dictaba que él no debía hacer nada que ofendiese al rey de los partos, mientras que la ambición lo hacía mirar con codicia a Media. Cuando comenzó la desastrosa campaña de Antonio, él y su compañero armenio habían tenido claro que nadie podía derrotar a Roma, pero para el momento en que Antonio había salido de Artaxata en aquella terrible marcha, los dos Artavasdes habían pensado de otra manera.

Al enviar a Delio a Media Atropatene, Cleopatra intentaba cerrar una alianza que le permitiría mantener a aquel rey tranquilo mientras su consorte armenio del mismo nombre era conquistado por Roma. Todo eso era posible gracias a los problemas en la corte del rey Fraates, donde los príncipes de una casa arsácida menor confabulaban contra él.

«No me importa a cuántos de tus parientes consigues matar -pensó Cleopatra-, siempre hay algunos que permanecen tan ocultos que no los ves hasta que es demasiado tarde.»

Convencer a Antonio para que viese que no debía aprovecharse de ese tumulto parto para intentar tomar por segunda vez Fraaspa fue mucho más difícil, pero ella acabó triunfando al insistir constantemente en el dinero. Aquellos cuarenta y cuatro mil talentos que Octavio le había enviado habían sido engullidos por el coste de la guerra -pagar las legiones, armarlas, comprar los víveres que los legionarios preferían comer, desde el pan hasta las gachas, y también los caballos, las mulas y las tiendas- mil y una cosas necesarias. Cada vez que un general de cualquier nacionalidad equipaba a un nuevo ejército, los vendedores hacían su agosto; el general pagaba unos precios desorbitados por cualquier producto. Como Cleopatra continuaba negándose a pagar por las campañas partas y Antonio no tenía más territorios que cederle a cambio de su oro, se encontró atrapado en su muy bien montada trampa.

– Conténtate con la conquista completa de Armenia -le dijo-. Si Delio puede redactar un tratado con la Media de Artavasdes, tu campaña será un gran éxito, algo que podrás proclamar en el Senado con tonos que harán temblar las vigas del techo. No te puedes permitir perder otro tren de equipajes, ni los dedos de tus soldados, y eso significa que se acabaron las marchas a territorios desconocidos demasiado lejos de las propias provincias de Roma para obtener ayuda rápidamente. Esta campaña es simplemente para ejercitar a tus hombres experimentados y endurecer a los reclutas. Los necesitarás para enfrentarte a Octavio, nunca lo olvides.

Él lo había aceptado, de eso ella no tenía la menor duda, y por lo tanto podía dejarlo invadir Armenia sin necesidad de permanecer ella en Siria.

Otra cosa la animó a regresar a casa: una carta de su gran chambelán Apolodoro. Aunque no era nada específica, indicaba que Cesarión comenzaba a plantear problemas.


¡Oh, Alejandría, Alejandría! ¡Qué hermosa ciudad después de las sucias callejuelas y chabolas de Antioquía! En realidad, tenía tantos pobres en chabolas como Antioquía; en realidad mas al ser una ciudad más grande; pero cada calle era lo bastante ancha como para dejar correr el aire, y éste era dulce, fresco, seco, ni demasiado caliente en verano ni demasiado frío en invierno. Los barrios de chabolas eran nuevos, también; Julio César y sus enemigos macedonios prácticamente habían arrasado la ciudad catorce años atrás, y ella se había visto obligada a reconstruirla. César había deseado que ella aumentase el número de fuentes públicas y que ofreciera al pueblo baños gratis, pero ella no lo había hecho. ¿Por qué iba a hacerlo? Si navegaba por la gran bahía, llegaría a tierra dentro del recinto real, y si llegaba por carretera, utilizaría la avenida Canópica. Ninguna de las dos rutas hacían necesario que atravesase los barrios pobres de Rhakotis, y lo que sus ojos no veían, su corazón no lamentaba. La plaga había reducido la población de tres millones a uno, pero eso había sido seis años atrás; de alguna parte había aparecido otro millón de personas, la mayoría, por el nacimiento de bebés, además de un pequeño número de inmigrantes. No había egipcios nativos en Alejandría, pero sí muchísimos mestizos debido al cruce con los griegos pobres; formaban una gran clase de servidores de los ciudadanos libres que no disfrutaban de esa condición, ni incluso después de que César le insistiese en dar la ciudadanía de Alejandría a todos sus residentes.

Apolodoro la esperaba en el muelle de la Rada Real, pero no, como descubrieron sus atentos ojos, su hijo mayor. La luz murió en ellos, aun así le dio la mano a Apolodoro para que se la besase cuando se levantó de su reverencia, y no protestó cuando él la llevó a un lado, con su rostro denunciando la necesidad de darle una información vital en aquel mismo momento de su llegada.

– ¿Qué pasa, Apolodoro?

– Cesarión -dijo él.

– ¿Qué ha hecho?

– Nada, de momento. Es lo que planea hacer.

– ¿No podéis ni tú ni Sosigenes controlarlo?

– Lo intentamos, Isis reencarnada, pero cada vez es más difícil. -Se aclaró la garganta y pareció avergonzado-. Le han bajado los testículos, majestad, y se ve a sí mismo como un hombre.

Ella se detuvo y volvió sus grandes ojos dorados hacia s más leal sirviente.

– Pero ¡si todavía no ha cumplido los trece años!

– Cumplirá trece dentro de tres meses, majestad, y crece como un junco. Ya mide cuatro y medio cúbitos. Su voz quiebra, su físico es más el de un hombre que el de un niño.

– Dioses, Apolodoro! No, no me digas más, te lo ruego. Con esta información creo que es mejor que me forme mis propias conclusiones. -Volvió a caminar-. ¿Dónde está? ¿Por qué no ha venido a recibirme?

– Está ocupado en redactar una legislación que quería terminar antes de que llegases.

– ¿Redactando una legislación?

– Sí, te lo dirá todo al respecto, hija de Ra, y probablemente antes de que tengas tiempo de abrir la boca para hablar.

Incluso avisada, la primera visión que tuvo Cleopatra de su hijo le cortó la respiración. En su año de ausencia había pasado de chico a joven, pero sin la torpeza que sufrían habitualmente los varones. Su piel era limpia y tostada, tenía un abundante cabello de color oro cortado corto, no lo llevaba largo como hacían la mayoría de los adolescentes y, como había dicho Apolodoro, su cuerpo era el de un hombre. «¡Ya! ¿Mi hijo, mi hermoso chiquillo, qué te ha pasado? Te he perdido para siempre, y mi corazón está roto. Incluso tus ojos han cambiado; tan severos y firmes, tan inflexibles.»

Todo eso no era nada comparado con el parecido con su padre. Allí estaba César el joven, César como debía de haber sido cuando vistió la laena y el apex del Flamen Dialis, el sacerdote especial de Júpiter Óptimo Máximo de Roma. Habían sido necesarios Sila y que él cumpliese los diecinueve para liberarlo de aquel abominable sacerdote, pero allí estaba César como podría haber sido de no haber intentado Cayo Mario impedirle una carrera militar. El rostro alargado, la nariz bulbosa, la boca sensual con las arrugas producidas por la risa en las comisuras. «¡Cesarión, Cesarión, todavía no! No estoy preparada.»

Él cruzó la amplia extensión de suelo entre su mesa y el lugar donde estaba Cleopatra, transpuesta, con un grueso pergamino en una mano y la otra extendida hacia ella.

– Mamá, qué alegría verte -dijo él con una voz profunda.

– Dejé a un chico, contemplo a un hombre -consiguió decir Cleopatra.

Él le entregó el pergamino.

– Acabo de completarlo -dijo-, pero, por supuesto, tú debes leerlo antes que yo lo ponga en vigor.

El rollo de papel era pesado; ella lo miró, y después lo miró a él.

– ¿No recibo un beso?

– Quieres uno. -Él le dio un beso en la mejilla, y luego, al Parecer, decidió que no era suficiente y la besó en la otra-. ¡Ya esta! ¡Ahora lee, por favor, mamá!

Era hora de afirmar su ascendencia. -Más tarde, Cesarión, cuando tenga un momento. Primero quiero ver a tus hermanos. Más tarde pretendo cenar en tierra firme. Y después de eso tendré una reunión contigo, Apolodoro y Sosigenes en la que me podrás decir todo lo que has escrito ahí.

El viejo Cesarión hubiese protestado; el nuevo no lo hizo. Se encogió de hombros y cogió de nuevo el pergamino.

– En realidad, eso está bien. Trabajaré un poco más en él mientras tú te ocupas de las otras cosas.

– ¡Espero que vengas a cenar!

– Nunca ceno. ¿Por qué hacer que los cocineros se tomen la molestia de preparar una comida cuando yo no les hago justicia? Tomo pan fresco y aceite, una ensalada, algo de cordero o pescado, y como mientras trabajo.

– ¿Incluso hoy, cuando acabo de llegar a casa?

Los brillantes ojos azules chispearon; el joven sonrió.

– Debo sentirme culpable, ¿no es así? Muy bien, vendré a cenar.

Se marchó para ir a sentarse de nuevo a la mesa, el pergamino ya desenrollado y la cabeza agachada en el momento en que tanteaba en busca de la silla y la encontraba.

Sus pies la llevaron hasta la guardería como si perteneciesen a otra mujer, pero allí al menos había cordura, normalidad. Iras y Charmian fueron corriendo a abrazarla, besarla, y después se apartaron para mirar cómo su amada señora contemplaba a sus tres hijos menores. Ptolomeo Alejandro Helios y Cleopatra Selene estaban montando un rompecabezas, una escena de flores, hierbas y mariposas pintadas en una madera muy delgada que algún maestro artesano había cortado con una sierra en pequeños trozos irregulares. El gemelo del Sol estaba golpeando con un martillo de juguete un trozo que no encajaba mientras su hermana la Luna miraba furiosa.

Luego le arrebató el martillo a su hermano y lo golpeó en la cabeza. El Sol aulló, la Luna chilló de alegría; un momento más tarde estaban trabajando de nuevo en el rompecabezas.

– La cabeza del martillo es de corcho -susurró Iras.

¡Qué encantadores eran! Ya tenían cinco años, y eran tan diferentes en apariencia que nadie hubiese adivinado que fuesen gemelos. El Sol, de cabellos, ojos y piel dorados, apuesto, de estilo más oriental que romano; era fácil ver que cuando madurase tendría una nariz ganchuda y los pómulos altos. Luna tenía rizados cabellos negros, un rostro delicado y unos enormes ojos del color del ámbar sombreados por largas pestañas negras; también era fácil ver que cuando madurase sería muy hermosa de una manera muy particular. Ninguno de los dos se parecía a Antonio o a su madre. La mezcla de dos sangres muy dispares había producido hijos físicamente más atractivos que cualquiera de los padres.

El pequeño Ptolomeo Filadelfo, en cambio, era Marco Antonio de pies a cabeza: grande, de cabellos y ojos rojos, la nariz que luchaba para encontrar la barbilla a través de una pequeña boca de labios gruesos. Había nacido en el mes romano de octubre el año anterior, lo que le hacía tener una edad de dieciocho meses.

– Es el típico hijo menor -murmuró Charmian-. No hace ningún intento por hablar, aunque camina como su padre.

– ¿Típico? -preguntó Cleopatra, que envolvió su cuerpo, que se retorcía en un abrazo que él claramente no apreciaba.

– Los menores no hablan porque sus mayores lo hacen por ellos. Él balbucea, ellos lo entienden.

– Oh. -Cleopatra soltó al momento a Filadelfo cuando le hundió los dientes de leche en la mano, sacudiéndola para aliviar el dolor-. En realidad es como su padre, ¿verdad? Decidido. Iras, manda que el joyero de la corte haga un brazalete de amatista. Lo protegerá contra el vino.

– Lo arrancará, majestad.

– Entonces un collar ajustado, o un broche; no me importa, siempre y cuando lleve una amatista.

– ¿Antonio lleva la suya? -preguntó Iras.

– La lleva ahora -respondió Cleopatra con voz severa.

De la guardería fue a su baño; Charmian e Iras la acompañaron. Según le constaba, en Roma relataban fabulosas historias de su baño: que estaba lleno con leche de burra, que era del tamaño de un estanque de carpas, que tenía una cascada en miniatura para refrescarla, que la temperatura era probada primero sumergiendo a una esclava. Ninguno de esos relatos nacidos de su estancia en Roma era verdad; la bañera que Julio César había encontrado en la tienda de Léntulo Crus después de Farsalia era mucho más suntuosa. La de Cleopatra era de un tamaño normal hecha de granito rojo sin pulir. La llenaban las esclavas, que traían ánforas de agua, unas calientes, las otras, frías; la receta era normal, así que la temperatura pocas desvariaba.

– ¿Cesarión frecuenta a sus hermanos? -preguntó mientras Charmian le masajeaba la espalda y le vertía agua encima.

– No, majestad -respondió Charmian con un suspiro-. Le gusta, pero no se siente interesado.

– No me sorprende -dijo Iras, que preparaba un ungüento perfumado-. La diferencia de edad es demasiado grande para que pueda intimar con ellos; además, él nunca fue tratado como un niño. Ese es el destino del faraón.

– Es verdad.

Una observación reforzada durante la cena, a la que Cesarión asistió en cuerpo, pero no en alma; estaba en otra parte. Si alguien le servía comida, siempre se comía la más sencilla. Raramente los sirvientes habían sido enseñados en las cosas que debían ofrecerle. Comía abundante pescado, y también cordero, pero las aves, el cocodrilo joven y otras carnes no le apetecían en absoluto. El pan crujiente, todo lo blanco que lo podían hacer los panaderos, constituía la mayor parte de su comida, mojado en aceite de oliva o, a la hora del desayuno, con miel, le explicó a su madre.

– Mi padre comía sencillo -dijo él en respuesta a un comentario de reproche de Cleopatra destinado a convencerlo de que variase un poco más su dieta-, y no le hizo ningún daño, ¿no es así?

– Así es -admitió ella, y renunció.


Cleopatra celebraba sus consejos en una sala diseñada expresamente para eso, con una gran mesa de mármol a la que se sentaban ella y Cesarión en un extremo y otros cuatro hombres a cada lado; la otra cabecera siempre estaba vacía, como lugar de honor para Amón-Ra, que nunca venía. Aquel día Apolodoro ocupaba un lugar opuesto a Sosigenes y Cha'em. La reina se sentó, enfadada al no ver a Cesarión, pero antes de que pudiese hablar apareció él con manos llenas de documentos. Se escuchó una sonora exclamación; Cesarión fue al lugar de Amón-Ra y se sentó allí.

– Siéntate en tu silla, Cesarión -dijo Cleopatra.

– Ésta es mi silla.

– Pertenece a Amón-Ra, e incluso el faraón no es Amón-Ra. -He llegado a un acuerdo con Amón-Ra para que yo lo represente en todos los consejos -replicó el muchacho sin molestarse-. Es una tontería sentarse en una silla donde no puedo ver el rostro de la otra persona que más necesito ver, faraón, el tuyo.

– Reinamos juntos, por lo tanto, nos sentamos juntos.

– Si yo fuese tu loro, faraón, lo haríamos. Pero ahora que me he convertido en un hombre no pretendo ser tu loro. Cuando lo crea necesario, estaré en desacuerdo contigo. Me inclino ante tu edad y experiencia, pero tú debes indinarte ante mí como socio principal en nuestro reino conjunto. Soy el faraón varón, es mi derecho tener la última palabra.

A este tranquilo discurso siguió un silencio, durante el cual Cha'em, Sosigenes y Apolodoro miraron fijamente la superficie de la mesa y Cleopatra clavó su mirada en su hijo rebelde. Todo aquello era obra suya; ella lo había elevado al trono y había hecho que le consagraran como faraón de Egipto y rey de Alejandría. Ahora no sabía qué hacer, y dudaba de tener la suficiente influencia con ese extraño como para reafirmarse a sí misma como su socio principal. «¡Oh, roguemos para que esto no sea el comienzo de una guerra entre los Ptolomeo gobernantes! -pensó-. ¡Roguemos para que esto no vuelva a ser Ptolomeo el Barrigón contra Cleopatra la Madre! Pero no veo corrupción en él, ninguna codicia, ningún salvajismo. ¡Él es un César, no un Ptolomeo! Eso significa que no se someterá a mí, que se cree más sabio que yo, pese a toda mi "edad y experiencia". Debo ceder, debo ceder.»

– Comprendido, faraón -dijo ella sin furia-. Me sentaré en este extremo y tú en aquél. -De forma inconsciente se frotó con la mano la base del cuello, donde había descubierto, en el baño, que había aparecido un bulto-. ¿Hay algo que quieras discutir sobre tu conducción de los asuntos de Estado mientras estuve ausente?

– No, todo funcionó con normalidad. Dispensé justicia sin necesidad de consultar casos anteriores, y nadie discutió mis veredictos. En el erario público de Egipto está adecuadamente contabilizado, y también en el erario público de Alejandría. Dejé que el registrador y los otros magistrados hiciesen todas las reparaciones necesarias en los edificios de la ciudad, y también reparé varios templos y recintos a lo largo de las riberas del Nilo, tal como se había pedido. -Su rostro cambió, se volvió más animado-. Si no tienes ninguna pregunta y no has escuchado ninguna queja de mi conducta, ¿puedo pedirte que escuches mis planes para el futuro de Egipto y Alejandría?

– No he tenido quejas hasta el momento -dijo Cleopatra con cautela-. Puedes proceder, Ptolomeo César.

El había dejado los rollos de pergaminos en la mesa y habló sin consultarlos. La luz era escasa porque se acababa el día, pero unos rayos de sol bailaban con el polvo, debido al ondular délas frondas de las palmeras en el exterior. Un rayo más firme que el resto iluminó el disco de Amón-Ra en la pared, detrás de la cabeza de Cesarión; Cha'em adoptó su expresión de vidente y murmuró algo en el fondo de su garganta demasiado ahogado como para ser entendido, a la vez que apoyó las manos temblorosas en la mesa. Quizá era la luz que se desvanecía la que hacía que su piel pareciese gris; Cleopatra no lo sabía, pero sí sabía que la visión que había tenido no le sería comunicada. Eso significaba que había sido maligna.

– En primer lugar me ocuparé de Alejandría -dijo Cesarión con tono enérgico-. Tiene que haber cambios; cambios inmediatos. En el futuro seguiremos la práctica romana de dar raciones de trigo gratis para los pobres; además, con respecto al trigo, el precio no fluctuará, para fijar su coste si es comprado en ultramar cuando el Nilo no inunda. El gasto adicional será absorbido por el erario público de Alejandría. Sin embargo, estas leyes se aplicarán sólo a la cantidad de trigo que una familia pequeña consume durante el curso de un mes: el medimnus. Cualquier alejandrino que compre más de un medimnus al mes tendrá que pagar el precio normal.

Hizo una pausa, con la barbilla alzada, los ojos desafiantes, pero nadie habló. Continuó:

– Aquellos residentes de Alejandría que en ese momento no tengan derecho a la ciudadanía recibirán una franquicia. Esto se aplicará a todos los hombres libres, incluidos los libertos. De esa manera, habrá listas de ciudadanos y equipos del Estado para que otorguen los vales de trigo, ya sea para trigo gratis o para el medimnus subsidiado. Todos los magistrados de la dudad, desde el intérprete hacia abajo, serán elegidos de la manera más justa (por elección libre) y durarán en el cargo sólo un año. Cualquier ciudadano, ya sea macedonio, griego, judío, medo o egipcio mestizo, podrá presentarse, y se darán leyes para castigar el soborno electoral, como también la corrupción en el cargo.

Otra pausa, saludada con un profundo silencio. Cesarión lo interpretó como una señal de que la oposición, cuando llegase, sería implacable.

– Por último -anunció-, en cada intersección principal construiré una fuente de mármol. Estas fuentes tendrán varias espitas para sacar agua y un caño grande para lavar ropa y para que se laven las personas, construiré baños públicos en cada barrio de la ciudad, excepto Beta, donde el recinto real ya tiene las adecuadas facilidades. Era hora de pasar de hombre a niño; con una mirada viesa en los ojos, miró a cada uno de los rostros que había alrededor de la mesa.

– ¡Ya está! -gritó, y se echó a reír-. ¿No es espléndido?

– Espléndido desde luego -dijo Cleopatra-, pero manifiestamente imposible.

– ¿Por qué?

– Porque Alejandría no puede permitirse tú programa.

– ¿Desde cuándo cuesta más una forma de gobierno democrática que un grupo de macedonios vitalicios que están demasiado ocupados llenando sus propios nidos con el dinero público en lugar de gastarlo donde se debería gastar? ¿Por qué debe el erario público sufragar sus lujosas existencias? ¿Desde cuándo debe un joven ser castrado para entrar al servicio superior del rey y la reina? ¿Por qué las mujeres no pueden cuidar a nuestras princesas vírgenes? ¿Eunucos todavía hoy? ¡Es abominable!

– No hay respuesta -dijo Cha'em con la boca temblorosa al ver la mirada de horror en el rostro de Apolodoro, ya que él era un eunuco.

– ¿Desde cuándo el sufragio universal cuesta más que el sufragio selectivo? -preguntó Cesarión-. Montar un aparato electoral costará, sí. La ración de trigo gratis costará. Una ración de trigo subsidiado costará. Las fuentes y los baños costarán. Pero si los de los nidos son sacados de sus palos en lo alto del gallinero y todos los ciudadanos pagan todos los impuestos en lugar que algunos no los paguen, creo que se podría encontrar el dinero.

– ¡Oh, deja de ser un niño, Cesarión! -dijo Cleopatra con un tono de cansancio-. ¡Sólo porque tengas una gran asignación para derrochar no significa que entiendas de altas finanzas! ¡Encuentra dinero, jovencito! Eres un niño con ideas de niño sobre cómo funciona el mundo.

Desapareció toda alegría del rostro de Cesarión, que adoptó una expresión de rígida altivez.

– ¡No soy un niño! -dijo sin casi mover los labios, su voz helada como Roma en el invierno-. ¿Sabes cómo he gastado mi enorme asignación, faraón? ¡Pagué los salarios de una docena de contables y escribientes! Nueve meses atrás encargué que investigasen los ingresos y gastos de Alejandría. ¡Nuestros magistrados macedonios desde el intérprete hasta su burocracia de sobrinos y primos son corruptos! ¡Podridos! -Una mano con un anillo de rubí que resplandeció rojo como el fuego rozó los rollos de pergaminos-. ¡Todo está aquí, hasta el último peculado, estafa, fraude, robo! ¡Cuando tuve todos estos datos aquí me sentí avergonzado de llamarme a mí mismo rey de Alejandría!

Si el silencio podía resonar, aquel silencio lo hizo. Una parte de Cleopatra estaba exultante ante la sorprendente precocidad de su hijo, pero otra parte estaba tan furiosa que su palma derecha le ardía del deseo de abofetear al pequeño monstruo. ¡Cómo se atrevía! ¡Sin embargo, qué maravilloso que se atreviese! ¿Qué podía ella responder? ¿Cómo iba a salir de esto con su dignidad intacta, su orgullo no humillado?

Sosigenes pospuso aquel terrible momento.

– ¿Lo que yo quiero saber es quién te dio estas ideas, faraón? Desde luego no las has recibido de mí, y rehúso creer que han salido completas de tu propia mente. ¿Por lo tanto, de dónde han venido?

Incluso mientras hablaba, Sosigenes fue consciente de algo que se clavaba en su pecho, una punzada de pura pena por la niñez perdida de Cesarión. «Siempre ha sido impresionante presenciar la evolución de este verdadero prodigio -pensó-, porque, como su padre, es un verdadero prodigio.»

Pero eso había significado no tener infancia. Ya como un bebé en brazos había hablado con frases pulidas; nadie podía dejar de ver la poderosa mente que había dentro del infante Cesarión. Aunque su padre nunca lo había comentado o lo había visto; quizá las memorias de sus propios primeros años cerraban sus ojos. ¿Cómo había sido Julio César cuando tenía doce años? ¿Cómo, por ejemplo, lo había tratado su madre? No de la manera que Cleopatra trataba a Cesarión, decidió Sosigenes en aquella fracción mientras esperaba la respuesta de Cesarión. Cleopatra consideraba a su hijo como un dios, así que la profundidad de su intelecto sólo servía para aumentar sus tonterías. ¡Oh, si sólo Cesarión hubiese sido un poco más vulgar!

Sosigenes recordaba muy bien cómo convenció a Cleopatra para que dejase al niño de seis años jugar con alguno de los niños pertenecientes a los macedonios de alta cuna como el registrador y el contable. Aquellos niños se habían apartado de Cesarión por temor, o lo habían golpeado y pateado, o se habían burlado de él cruelmente. El había soportado todo esto sin quejas, tan decidido a conquistarlos como iba a conquisté las penurias de Alejandría ahora. Pero al ver su comportamiento, Cleopatra había prohibido a todos los niños y niñas cualquier contacto con su hijo. En el futuro, había ordenado el» Cesarión debía contentarse con su propia compañía. Con lo cual, Sosigenes había buscado un cachorro. Horrorizada» Cleopatra hubiese mandado ahogarlo. Pero Cesarión llegó en el momento oportuno, y al ver al perro se convirtió en un niño de seis años. Con el rostro sonriente, sus manos fueron a coger al pequeño cachorro; así había entrado Fido en la vida de Cesarión. Sin embargo, el niño sabía que Fido desagradaba a su madre, y se había visto obligado a ocultarle la importancia que el perro tenía para él. Una vez más, aquello no era normal. De nuevo, Cesarión se había visto forzado al comportamiento adulto. Dentro de él vivía un anciano, mientras el niño que nunca se le había permitido ser se secaba, salvo en los momentos secretos pasados lejos de su madre y de los tronos que ocupaba como su igual. ¿Igual? ¡No, eso no! Cesarión era superior a su madre en todos los sentidos, y ésa era la tragedia.

La respuesta del muchacho a la pregunta llegó, y de pronto fue un niño pequeño, el rostro iluminado.

– Fido y yo vamos a cazar ratas en los áticos del palacio; allí arriba hay unas ratas terribles, Sosigenes. ¡Algunas son tan grandes como Fido, lo juro! Les debe de gustar el papel porque se han comido pilas y pilas de viejos archivos; algunos, se remontan hasta el segundo Ptolomeo. En cualquier caso, hace unos pocos meses atrás, Fido encontró una caja que ellas no se habían conseguido comer, una caja de malaquita con incrustaciones de lapislázuli. ¡Hermosa! Cuando la abrí, encontré que tenía todos los documentos que mi padre había escrito mientras estaba en Egipto. ¡Documentos para ti, mamá! Consejos, no cartas de amor. ¿Alguna vez las has leído?

Con el rostro ardiente, Cleopatra recordó el paseo en burro que César le organizó a través de las ruinas de Alejandría para forzarla a ver lo que se debía hacer y en qué orden. Primero, casas para la gente común; inmediatamente después, templos y edificios públicos. ¡Oh, y las aparentemente interminables disertaciones! ¡Cuánto la habían irritado, cuando lo que ella quería era amor! Implacables instrucciones sobre lo que se debía hacer, desde la ciudadanía para todos hasta raciones de trigo gratis para los pobres. Ella había hecho caso omiso de todo salvo darle la ciudadanía a los judíos y a los metecos para ayudar a César a contener a los alejandrinos hasta que llegasen sus legiones. Pero tenía la intención de dársela a todos en algún momento. No obstante, en esta decisión habían intervenido su buena cabeza y su asesinato. Después de su muerte, ella había considerado sus reformas inútiles. Había intentado las reformas en Roma y lo habían matado por su presunción. Así que ella había puesto sus listas y sus órdenes en aquella caja de malaquita con incrustaciones de lapislázuli y se la había dado al mayordomo del palacio para que la guardase en alguna parte fuera de su vista, fuera de su mente.

Lo que no había contado era con un chico curioso y un perro ratonero. ¡Oh, el daño que su descubrimiento había creado! Cesarión estaba ahora infectado con la enfermedad de su padre; quería cambiar las cosas tan sagradas por los siglos que incluso aquellos que se beneficiarían no querían el cambio. ¿Por qué no había arrojado aquellas hojas de papel al fuego? Entonces su hijo no hubiese encontrado nada más que ratas.

– Sí, las leí -dijo.

– ¿Entonces por qué no actuaste de acuerdo a ellas?

– Porque Alejandría tiene su propio mos maiorum, Cesarión. Sus propias costumbres y tradiciones. Los gobernantes de un lugar, sea una ciudad o una nación, no están obligados a socorrer a los pobres, que son una aflicción que sólo la hambruna puede curar. Los romanos llaman a sus pobres proletarios, y eso significa que no tienen absolutamente nada para darle al Estado salvo hijos; ningún impuesto, ninguna prosperidad. Pero los romanos también tienen una tradición de filantropía, por eso alimentan a sus pobres a costa del Estado. Alejandría no tiene tal tradición, ni tampoco otros lugares. Sí, estoy de acuerdo en que nuestros magistrados son corruptos, pero los macedonios son los colonizadores originales, y se sienten con derecho a ocupar los cargos. Intenta quitárselos y te destrozarán en el ágora; no por los macedonios, sino por los pobres. La ciudadanía de Alejandría es preciosa, no se da a quienes no la merecen. En cuanto a las elecciones, son una farsa.

– Desearía que te escuchases a ti misma. Es pura mierda de hipopótamo.

– No seas vulgar, faraón.

Las expresiones desfilaron por su rostro como las ondulaciones en la piel de un caballo, primero infantiles -furiosas, frustradas, resistentes- pero lentamente se volvieron adultas -fríamente decididas, con una determinación pétrea.

– Me saldré con la mía -dijo él. Si no es ahora, más tarde, pero me saldré con la mía. Puedes impedírmelo durante un tiempo si apelas a un número suficiente de ciudadanos de Alejandría para impedírmelo. No soy un loco, faraón. Conozco la magnitud de la resistencia que habrá a mis cambios. Pero ¡llegarán! Y cuando lleguen, no se circunscribirán sólo a Alejandría. Somos faraones de un país de mil millas de largo pero sólo de diez millas de ancho excepto en Ta-She, un país que no tiene ningún ciudadano libre. Nos pertenecen, como nos pertenecen la tierra que cultivan y las cosechas que recogen. ¡En cuanto al dinero! Tenemos tanto que nunca lo podremos gastar, acumulado debajo del suelo, fuera de Menfis. Lo utilizaré para mejorar al pueblo de Egipto.

– No te lo agradecerán -replicó ella con voz firme.

– ¿Por qué iban a hacerlo? Con todo el derecho es su dinero, no el nuestro.

– Nosotros -dijo ella, y mordió cada palabra- somos el Nilo. Somos hijo e hija de Amón-Ra, Isis y Horus reencarnado, Señores de las Dos Damas del Alto y el Bajo Egipto, de la Juncia y la Abeja. Nuestro propósito es ser fructíferos, traer prosperidad a los altos y a los bajos. Faraón es el dios en la tierra, destinado a no morir nunca. Tu padre tuvo que morir para convertirse en deidad, mientras que tú has sido un Dios desde tu concepción. ¡Debes creer!

Él recogió los pergaminos y se levantó.

– Gracias por escucharme, faraón.

– ¡Dame tus papeles! Quiero leerlos.

Eso provocó una carcajada.

– Creo que no -replicó él, y se marchó.

– Bueno, al menos, ahora sabemos dónde estamos -le dijo Cleopatra a los demás-. En el borde del precipicio.

– Cambiará cuando madure -la consoló Sosigenes.

– Sí, lo hará -dijo Apolodoro.

Cha'em no dijo nada.

– ¿Tú estás de acuerdo, Cha'em? -preguntó Cleopatra-. ¿O es que tu visión te dice que no cambiará?

– Mi visión no tiene sentido -susurró Cha'em-. Estaba confusa, borrosa; de verdad, faraón, no significaba nada.

– Estoy segura de que para ti sí, pero no me lo dirás, ¿no es así?

– Lo repito, no hay nada que decir.

Pero se alejó como lo que era: un anciano y cuando estuvo lo bastante lejos como para no ser sorprendido comenzó a llorar.


Cleopatra cenó en sus habitaciones, pero no llamó a sus dos doncellas; el día había sido muy largo y seguramente Charmian e Iras estaban agotadas. Una muchacha -macedonia, por supuesto- le sirvió mientras ella picoteaba la comida sin apetito, y luego la ayudó a desnudarse para dormir. Entre los que disfrutaban de una buena posición y tenían muchos sirvientes no era costumbre llevar ropas en la cama. Aquellos que dormían vestidos lo hacían por mojigatería, como la difunta esposa de Cicerón. Terencia, o aquellos que no tenían bastantes sirvientes para lavar las sábanas con regularidad. Que ella dedicase tiempo a pensar en esto era culpa de Antonio; él despreciaba a las mujeres que llevaban camisón en la cama, y ella lo sabia. Incluso Octavia, una mujer más modesta que mojigata, no tenía inconveniente en hacer el amor desnuda, le había dicho Antonio, pero una vez acabado el acto, ella se ponía el camisón. La excusa (porque así le parecía a él) era que uno de los niños podía necesitarla urgentemente durante la noche, y ella no estaba dispuesta a que el sirviente que viniese a despertarla viese su desnudo. Aunque, según Antonio, su cuerpo era precioso.

Agotado este tema, la mente de Cleopatra pasó a los aspectos más curiosos de la relación de Antonio con Octavia: ¡cualquier cosa para no tener que pensar en lo que había acontecido aquel día!

El había rehusado divorciarse de Octavia, había mostrado su empecinamiento cuando Cleopatra había intentado convencerle de que el divorcio era la mejor alternativa. Antonio era ahora su esposo; el casamiento romano no tenía demasiada importancia. Pero había emergido durante el curso de sus exhortaciones que Antonio aún quería a Octavia y no solamente porque era madre de dos de sus hijos romanos. Ambas niñas y, por lo tanto -al menos para Cleopatra-, carente de importancia. No para Antonio, al parecer; él ya estaba planeando sus casamientos, aunque Antonia tendría unos cinco años, como mucho, y Tonilla aún no tenía dos. El hijo de Ahenobarbo, Lucio, estaba destinado a casarse con Antonia, pero Antonio aún no había tomado una decisión respecto al marido de Tonilla. ¡Como si algo de eso importase! ¿Cómo podría hacer para que se deshiciera de sus conexiones romanas? ¿Para qué le servían al faraón consorte, al padrastro del faraón? ¿Para qué quería una esposa romana, incluso la hermana de Octavio?

Para Cleopatra ese aferramiento de Antonio a Octavia era una señal de que aún esperaba llegar a un acuerdo con Octavio que le permitiese a cada uno tener su parte del Imperio. Como si aquel límite del río Drina que dividía el Este del Oeste fuese una cerca permanente, a cada lado de la cual el perro Antonio y el perro Octavio podrían gruñirse y ladrarse el uno al otro sin tener nunca la necesidad de luchar. ¿Oh, por qué Antonio no podía ver que tal arreglo no se daría nunca? Ella lo sabía y Octavio lo sabía. Sus agentes en Roma le informaban de los mil y un planes de Octavio para desacreditarla a los ojos de Roma e Italia. La llamaba la Reina de las Bestias, inventaba historias de su baño, de su vida privada y afirmaba que ella corrompía a Antonio con drogas y vino. Lo convertía en su criatura. Sus agentes informaban de que, hasta ahora, los esfuerzos de Octavio para difamar a Antonio caían en suelo estéril; nadie en realidad se los creía, por ahora. Sus setecientos senadores permanecían Heles, su aprecio por Antonio, alimentado por su odio hacia Octavio. Una muy pequeña grieta había aparecido en la sólida pared de su devoción después de que se conociese la verdadera historia de la campaña parta, pero sólo un puñado de ellos había desertado. La mayoría había decidido que el desastre oriental no era culpa de Antonio; admitir eso era admitir que Octavio tenía razón, y no estaban dispuestos a hacerlo.

Antonio… en aquellos momentos estaría comenzando su campaña contra Artavasdes de Armenia, a quien se le debía permitir conquistar. Pero antes de que pudiese contemplar la marcha contra Artavasdes de Media Atropatene, Quinto Delio debía de tener éxito en forjar una alianza que ningún general romano, incluido Antonio, podía rehusar de ninguna manera. Aunque había algunos aspectos del pacto que no se podían poner por escrito, ni siquiera comunicar a Antonio: eran entre Egipto y Media, para que, cuando Roma fuese conquistada y absorbida por el nuevo imperio egipcio, la Media de Artavasdes podría atacar al rey de los partos con todo el poder de cuarenta o cincuenta legiones y asumir el trono que él ansiaba por encima de todo lo demás. El precio de Cleopatra era la paz. Una paz que debía durar hasta que Cesarión fuese lo bastante grande como para calzarse las botas de su padre.

Allí, el nombre había aparecido por fin, no se podía evitar. Si los eventos de éste, su primer día de regreso en Alejandría, se tomaban como prueba del notable carácter de Cesarión, entonces iba a convertirse en la misma clase de genio militar que había sido su padre. Lo impulsaban los deseos de su padre, y éste había sido asesinado tres días antes de ponerse en marcha para una campaña de cinco años contra los partos. Cesarión querría conquistar el este del Eufrates, y una vez que hubiese triunfado, gobernaría desde el océano Atlántico hasta la ribera del océano más allá de la India. Un reino mucho más grande que el de Alejandro Magno en su momento cumbre. Tampoco su ejército se negaría a continuar marchando al este, ni la estructura de sus satrapías se verían en peligro por los generales rebeldes que intentarían derribar su imperio para repartírselo entre ellos. Porque sus generales serían sus hermanos y sus primos del matrimonio de Antonio con Fulvia. Unidos por la lealtad de la sangre; unidos, no divididos.

No veía nada de eso como imposible. Lo único que requería Para dar su fruto era una determinación de hierro por su parte, y eso lo tenía. Aunque sus consejeros no eran como ella, alguno de ellos al menos podría haberle preguntado qué le pasaría a aquel vaporoso edificio de ambiciones si su hijo no resultaba ser el genio militar de su padre. Una pregunta que ella apartaría de todas maneras. El muchacho era precoz como su padre, igual de dotado, como él, una joya única. Él era un Julia, la mitad de su sangre era de César. Era como Octavio, con mucha menos sangre Julia, cuando tenía dieciocho, diecinueve, veinte años. Había asumido su herencia, también había marchado dos veces sobre Roma y obligado al Senado a hacerlo primer cónsul. Un simple joven. Pero, junto a Cesarión, Octavio empalidecía hasta lo insignificante.

Ahora cómo podía hacer que Cesarión se apartase del tipo de idealismo que ella sabía que el pragmatismo de César hubiese atemperado. Los planes de César para Alejandría y Egipto eran experimentales, cosas que él creía que se podían aplicar en Egipto a través de dominar a su gobernante, Cleopatra, pensados hasta el punto del éxito de su programa en su reino cuando él intentaba las mismas reformas en Roma de forma más consistente que lo que el tiempo había permitido. Su soledad había sido su caída; no había sido capaz de encontrar apoyos que impulsasen sus ideas. Tampoco, ella lo sabía, los encontraría Cesarión. Por lo tanto, había que convencer a Cesarión para que no intentase implementar su programa.

Se levantó de la cama y fue a la preciosa pequeña habitación junto a sus aposentos, donde estaban las estatuas de Ptah, Horus, Isis, Osiris, Sejmet, Hathor, Sobek, Anubis, Montu, Tawaret, Thot y una docena más. Algunos tenían cabeza de bestia, eso era verdad, pero muchos no. Todos reflejaban aspectos de la vida a lo largo del río, no tan diferentes de las numina romanas y las fuerzas elementales. Más parecidos a ellos, de hecho, que los dioses griegos, que eran humanos en una escala gigantesca. ¿Acaso no habían necesitado los romanos darle caras a algunos de sus dioses a medida que pasaban los siglos?

Forrada en oro, la habitación estaba alineada con estas estatuas, pintadas con colores vivos que resplandecían incluso con la débil luz de la lámpara de noche. En el centro había una alfombra de Persépolis; Cleopatra se arrodilló, con los brazos extendidos delante de ella.

– Mi padre, Amón-Ra, mis hermanos y hermanas en divinidad, humilde os pido de vosotros que iluminéis a mi hijo y hermano Ptolomeo César, el faraón. Os suplico humildemente que me deis, a su madre terrenal, los diez años más que necesito para llevarlo a toda la gloria que le ofrecéis. Os ofrezco mi vida como garantía contra la suya, y suplico vuestra ayuda en mi difícil tarea.

Hecho su rezo, continuó humillándose, y así se quedó dormida, y sólo se despertó con el alba y la llegada del disco solar, acalambrada, asombrada, tiesa.

De camino de regreso a su cama, de prisa antes de que los sirvientes entrasen en servicio, pasó por delante de su enorme espejo de plata pulida y se detuvo, sorprendida, para observar a la mujer reflejada en él. Tan delgada como siempre, tan pequeña, tan fea. No tenía vello en el cuerpo; se lo depilaba con escrupuloso cuidado. Parecía más una niña que una mujer, salvo por su rostro. Su forma había cambiado: era más larga, dura, aunque no mostraba ninguna arruga ni surco. De hecho, tenía el rostro de una mujer de treinta y cuatro años, cuyos grandes ojos dorados se veían ensombrecidos por la tristeza. La luz aumentó. Ella continuó mirándose. ¡No, no el cuerpo de una niña! Tres embarazos, uno con mellizos, le habían convertido la piel del vientre en un pergamino flojo, arrugado, de un color marrón oscuro.

«¿Por qué me ama Antonio? -le preguntó a la imagen, sorprendida-. ¿Por qué yo no puedo amarlo?»

A media mañana se encontró a Cesarión, y decidió hablar con él. Tal como era su costumbre, había ido a una cala detrás de su palacio a nadar, y ahora estaba sentado en una roca con el aspecto de ser el tema ideal para Filias o Praxiteles. Sólo vestía un taparrabos, todavía lo bastante húmedo para mostrarle a su madre que ya era un hombre. Esta visión la aterrorizó, pero ella no era de las que se entregaban a sus sentimientos, así que se sentó en otra roca donde podía verle la cara, el rostro de César, cada vez más parecido a él.

– No he venido para reprochar, quejarme o criticar -le dijo.

Su brillante sonrisa mostró los dientes blancos y perfectos

– No esperaba que lo hicieses, mamá. ¿De qué se trata?

– Creo que es una petición.

– Entonces plantea tu caso.

– Dame tiempo, Cesarión -dijo ella con su voz más almibarada-. Necesito tiempo, pero tengo menos que tú. Tú me debes tiempo.

– ¿Tiempo para qué? -preguntó él con desconfianza.

– Para preparar a nuestra gente, a Alejandría y a Egipto Para el cambio.

Él frunció el entrecejo, disgustado, pero no dijo nada. Cleopatra se apresuró a seguir.

– No voy a decirte que no has vivido lo suficiente para tener la necesaria experiencia en tratar con la gente, ya sea tus súbditos o colaboradores; tú lo rechazarías. No puedes dar edictos faraónicos que lancen a la gente a una conmoción instantánea y no esperar oposición. Admiro la profundidad de tus investigaciones, y admito la verdad de mucho de lo que has dicho. Pero aquello que tú y yo sabemos que es la verdad no es obvio para los demás. Las personas vulgares, incluso los aristócratas macedonios, están aferrados a sus maneras. Se resisten al cambio de la misma manera que una mula se resiste a ser llevada de la rienda. El mundo de un hombre o una mujer está circunscrito a su entorno comparado a nuestro mundo; pocos de ellos viajan, y aquellos que lo hacen no van más allá del delta o de Tebas para unas vacaciones si tienen el dinero. El registrador no ha estado nunca más allá de Alejandría de Pelusium, ¿así que cómo crees que ve él el mundo? ¿Qué le importa Menfis, y no digamos ya Roma? Si eso es verdad para él, ¿cómo crees que piensan personas inferiores?

Su rostro se volvió hosco, pero sus ojos mostraron incertidumbre.

– Si los pobres van a recibir trigo gratis, mamá, no puedo creer que se vayan a rebelar.

– Estoy de acuerdo, y por eso te sugiero que comiences con ese paso. Pero ¡no de la noche a la mañana, por favor! Dedica el año próximo a trabajar en lo que tu padre hubiese llamado la logística, ponlo todo por escrito y tráelo de nuevo al Consejo. ¿Harás eso?

Era obvio que el reparto de trigo gratuito era lo primero en su lista de prioridades; ella lo había adivinado.

– No tardará tanto -dijo Cesarión-. Sólo un mes o dos.

– Incluso la legislación del gran César tardó años en completarse -replicó ella-. No puedes tomar atajos, Cesarión. Ocúpate de cada cambio adecuada, meticulosa y perfectamente. Toma como ejemplo al primo Octavio; allí tienes a un verdadero perfeccionista, y no soy tan tonta como para no admitirlo. Tú tienes mucho tiempo, hijo mío. Haz las cosas poco a poco, por favor. Habla mucho antes de actuar; las personas deben ser preparadas cuidadosamente para un cambio para que no sientan como si se les hubiese impuesto sin aviso. ¿Por favor?

El rostro de Cesarión se relajó; ahora sonrió.

– De acuerdo, mamá, he comprendido tus propósitos.

– ¿Me darás tu solemne palabra, Cesarión?

– Mi solemne palabra. -Él se rió con un claro y atractivo sonido-. Al menos no me pides que jure por los dioses.

– ¿Crees en nuestros dioses lo bastante como para considerar un juramento tomado en su nombre como algo sagrado que liga hasta la muerte?

– Oh, sí.

– Te veo como a un hombre de palabra, a un hombre que no necesita verse ligado por juramentos.

Él se bajó de la roca, se acercó a ella para abrazarla, besarla.

– Oh, gracias, mamá, gracias. Haré como tú dices.

«Ésta es la manera -pensó ella al verlo saltar de roca en roca con la misma gracia de un bailarín- de manejarlo. Ofrécele una fracción de lo que quiere y convéncelo de que es suficiente. Por una vez ha actuado sabiamente, he visto mi camino sin errores.»


Un mes más tarde, Cleopatra comprendió que se estaba tocando constantemente la garganta para comprobar aquella hinchazón. No tenía el aspecto ni se sentía como un bulto, pero cuando Iras le comentó su nuevo hábito e inspeccionó la hinchazón por sí misma insistió en que su ama debía consultar a un médico.

– ¡No a una sabandija charlatana griega! Manda llamar a Hapd'efan'e -dijo Iras-¡Te lo digo de verdad, Cleopatra! Si no lo llamas, lo haré yo.

Los años habían sido bondadosos con Hapd'efan'e; estaba igual que cuando había seguido a César de Egipto a Asia Menor, a África, a Hispania, a Roma, siempre con un ojo atento a las «epilepsias» de César, que había comprendido que sólo ocurrían si César se olvidaba de comer por largos períodos, algo que su caprichoso y difícil paciente tenía la tendencia de hacer. Tras la muerte de César había regresado a su patria a bordo del barco de Cesarión; luego, después de un año como médico real en Alejandría, consiguió permiso para volver al recinto de Ptah en Menfis. La orden de los médicos estaba bajo el patronazgo de la esposa de Ptah, Sejmet; sus miembros se afeitaban la cabeza, llevaban una túnica de lino blanco que comenzaba debajo de los pezones y caía suavemente hasta un dobladillo por debajo de las rodillas, y exigía el celibato. Los viajes habían aumentado sus conocimientos, como hombre y como médico; ahora era reconocido como el mejor diagnosticador de Egipto.

En primer lugar examinó a Cleopatra cuidadosamente, le buscó el pulso, olió su aliento, apretó sus huesos, le bajó los Párpados inferiores, le hizo abrir las manos con los brazos extendidos, la observo caminar en línea recta. Sólo entonces se concentro en el problema: palpó debajo de la mandíbula y bajó por la garganta y el cuello.

– Sí, faraón, es una inflamación, no un bulto -dijo-. La causa de la inflamación no está encapsulada como una vejiga; los bordes simplemente se funden con el tejido muy inflamado a su alrededor. He visto como éstos entre aquellos que viven en las regiones de Egipto alrededor del río, pero pocas veces en Alejandría, el Delta y Pelusium. Se llama bocio.

– ¿Es maligno? -preguntó ella con la boca seca.

– No, majestad. Eso no significa que no vaya a crecer más. La mayoría de los bocios se hacen más grandes, pero muy lentamente, con el transcurso de los años. El tuyo es nuevo y, por lo tanto, siempre cabe la posibilidad de que su crecimiento sea rápido. Si es así, entonces tus ojos comenzarán a sobresalir de sus órbitas como los ojos de una rana. ¡No, no, no te asustes! Dudo de que este bocio te vaya a producir ojos saltones, pero un médico que no atiende a su paciente de todas las posibilidades no es un buen practicante de las artes médicas. Sin embargo, no estás del todo libre de los síntomas, majestad. Tienes una débil insinuación de temblor en las manos, y tu corazón late un poco demasiado rápido. Quiero que Iras te tome el pulso antes de que te levantes de tu cama cada mañana -le dirigió a ella y a Charmian su más dulce sonrisa- porque Charmian es demasiado dramática. Después de un mes, Iras sabrá lo rápido que late tu corazón, y estará en condiciones de controlarlo. El corazón está ligado al interior de tu pecho por recipientes que contienen la sangre, y es por eso que puedes valorarlo a través de encontrar el pulso en la muñeca. Si estos recipientes no existiesen, los corazones vagarían de la manera que los griegos creen que hace un útero.

– ¿Hay alguna poción que pueda tomar? ¿A un dios a quien hacer ofrendas?

– No, faraón. -Hizo una pausa y tosió con delicadeza. Tus humores, majestad. ¿Estás más nerviosa de lo que solías estar? ¿Tiendes a irritarte por cosas insignificantes?

– Sí, Hapd'efan e, pero sólo porque mi vida ha sido muy fácil estos dos últimos años.

– Quizá -fue todo lo que dijo, y se prosternó.

Retrocedió hasta salir de la habitación sobre las manos las rodillas…

– Es un alivio saber que no es algo verdaderamente maligno -les dijo Cleopatra a Iras y a Charmian.

– Sí, desde luego, pero si crece te desfigurará -manifestó Iras.

– ¡Muérdete la lengua! -gritó Charmian, que se volvió furiosa hacia Iras.

– ¿No fue dicho sin pensarlo, ridícula solterona? Estás demasiado preocupada por perder tu buen aspecto y todas tus esperanzas de encontrar a un marido como para ver que la reina debe estar preparada antes de que ocurra algo, así eres tú.

Charmian permaneció con los labios temblorosos, incapaz de soltar su réplica, mientras Cleopatra se reía, el primer sonido de genuina diversión que había soltado desde que había llegado a casa.

– ¡Vamos, vamos! -dijo cuando fue capaz-. Tenéis treinta y cuatro, no catorce, y ambas sois solteronas. -Una expresión ceñuda reemplazó a la sonrisa-. Os he robado la juventud y las oportunidades de casamiento, soy muy consciente de ello. ¿A quién podéis esperar encontrar excepto a eunucos y a viejos, sirviéndome?

Charmian se olvidó del insulto, y se echó a reír.

– He escuchado que César tenía algo que decir sobre los eunucos.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Cómo no podríamos saberlo, dirás? Apolodoro está castrado.

– ¡Oh, ese condenado muchacho!

XXI

El rey Artavasdes de Armenia no tuvo ninguna oportunidad de derrotar a la enorme fuerza que Antonio dirigió contra él, pero no se rindió dócilmente, cosa que dio a Antonio la oportunidad de librar varias decentes batallas que sirvieron de prueba de fuego a sus hombres novatos y acabó de mejorar la preparación de los veteranos. Ahora que no bebía ni gota de vino, su capacidad para mandar en una batalla reapareció, y con ella, su confianza. Cleopatra tenía razón; su verdadero enemigo era el vino. Sobrio y con una salud perfecta, se admitió a sí mismo que su propio curso el año anterior hubiese tenido que ser permanecer en Carana con los restos de su ejército y llevar allí la ayuda de Cleopatra; en cambio, les hizo padecer otra marcha de quinientas millas antes de que recibiesen cualquier socorro. Sin embargo, ya estaba hecho. No tenía ningún sentido lamentarse del pasado, se dijo el nuevo Antonio.

Titio gobernaba la provincia de Asia en lugar de Furnio, y Planeo permanecía en Siria, pero Ahenobarbo había venido a la campaña, y Canidio era, como siempre, la leal mano derecha de Antonio. Seguro dentro de Artaxata, su ejército acampaba cómodo, su propio humor era sanguíneo, y comenzó a planear su movimiento contra el otro Artavasdes. Había tiempo para invadir y conquistar antes del invierno; Armenia había caído y su rey era prisionero para comienzos de julio.

Entonces, antes de que él pudiese comenzar su marcha a Media Atropatene, Quinto Delio llegó a Artaxata acompañado por una enorme caravana que incorporaba al propio rey Artavasdes de Media Atropatene, su harén, sus hijos, su mobiliario, un impresionante número de tesoros incluidos un centenar de gigantescos caballos medos, y toda la artillería y las maquinas de guerra de Antonio.

Muy complacido consigo mismo, en el momento que puso los ojos en Antonio, Delio sacó un borrador del tratado que había hecho con el rey Artavasdes de Media.

Antonio pareció muy poco complacido, la furia crecía visiblemente en él.

– ¿Quién te dio el derecho de negociar cualquier cosa en mi nombre?

– preguntó.

Su rostro de fauno mostró una expresión de sorpresa, los ojos se abrieron de asombro.

– ¡Tú lo hiciste! ¡Marco Antonio, debes recordarlo! ¡Tú acordaste con la reina Cleopatra que la mejor manera de tratar con Media Atropatene era hacer que Artavasdes se pusiera de parte de Roma! ¡Tú lo hiciste, tú lo hiciste, lo juro!

Algo en su actitud convenció a Antonio, ahora, asombrado.

– No recuerdo haber dado tal orden -murmuró.

– Todavía estabas enfermo -dijo Deho, que se enjugó el sudor de la frente-. Eso debe de ser porque tú ordenaste que se hiciese.

– Sí, estaba enfermo, eso lo recuerdo. ¿Qué pasó en Media?

– Persuadí al rey Artavasdes de que su único camino era cooperar con Roma. Sus relaciones con el rey de los partos se han deteriorado desde que Monaeses fue a Ecbatana y le dijo a Fraates que los medos se habían hecho con todo el contenido de tu tren de equipajes; Monaeses había esperado compartir el botín. Para empeorar las cosas, Fraates está amenazado por los rivales que resultan tener sangre meda por la parte que no gobierna. No fue difícil para la Media de Artavasdes ver que tú conquistarías Armenia a menos que él viniese en su socorro. Cosa que no podía hacer, dada la situación en sus propias tierras. Así que hablé y hablé hasta que le hice ver que su mejor alternativa era aliar su reino con Roma.

La furia de Antonio desapareció, comenzaban a reaparecer los recuerdos. Aquello era preocupante; todavía peor, atemorizador. ¿Cuántas otras decisiones, órdenes y conversaciones Momentáneas no recordaba?

– Dame los detalles, Delio.

– Artavasdes vino en persona para reforzar su sinceridad sus mujeres y sus hijos. Si tú consientes, desea ofrecer a su hija de cuatro años, Iotape, como esposa para tu hijo egipcio Tolomeo Alejandro Helios. Otros cinco hijos, incluido un hijo con su principal esposa, serán entregados como rehenes. Hay puchos regalos, desde caballos medos hasta oro y piedras prensas de su reino: lapislázuli, turquesas, jade y cristal de roca. Toda tu artillería está aquí, tus máquinas y materiales de guerra, incluso el ariete de ochenta pies.

– O sea, que todo lo que he perdido son dos Iegiones y sus águilas. -Antonio mantuvo su tono neutro.

– No, sus águilas están con nosotros. Al parecer. Artavasdes no las envió de inmediato a Ecbatana, y para el momento que lo hubiese hecho, Monaeses había puesto a Fraates en su contra.

Con mucho mejor humor Antonio se rió.

– ¡Eso no le agradará al querido Octavio! Montó un dalo con mis cuatro águilas perdidas en Roma.


Un encuentro con la Media de Artavasdes alegró todavía más a Antonio. Con poca discusión y sin ningún rencor, los términos del tratado tal como habían sido proyectados por Delio fueron rehechos, ratificados y firmados con los sellos de Roma y Media Atropatene. Eso ocurrió después de que Antonio hubiese inspeccionado atentamente los regalos contenidos en cincuenta carretas: oro, piedras preciosas, cofres de monedas de oro partas, varios cofres de preciosas joyas. Pero ningún regalo entusiasmó a Antonio tanto como el centenar de grandes caballos, lo bastante altos y fuertes como para soportar el peso de un catafractario. La artillería y el material de guerra fueron divididos, la mitad iría a Carana más tarde con Canidio, la otra mitad a Siria. Canidio pasaría el invierno en Artaxata con un tercio del ejército antes de acampar en Carana.

Se sentó para escribirle a Cleopatra, en Alejandría.


Te echo mucho de menos, mi pequeña esposa, y estoy deseando verte. Primero, sin embargo, debo ir a Roma a tener mi triunfo. ¡OH, el botín! Tanto como el que tuvo Pompeyo Magno después de derrotar a Mitrídates. Estos reinos orientales están llenos de oro y joyas, incluso si no contienen estatuas dignas de Fidias o ningún otro griego. Una estatua de oro sólido de seis cubitos de altura de Anaitis va camino de Roma y el templo de Júpiter Óptimo Máximo, pero es sólo una pequeña parte del botín armenio.

Te gustará saber que Delio concluyó el tratado que tanto te interesaba; sí, Roma y Media Atropatene son ahora aliados. Artavasdes de Armenia es mi prisionero y caminará en mi triunfo. Hace mucho tiempo desde que un general triunfante mostrara a un verdadero personaje de la realeza de esta manera, a un monarca reinante de tan alto nivel. Toda Roma se maravillará.

Ahora faltan sólo quince días hasta las calendas de Sextilis, y dentro de poco comenzaré mi retomo a Roma. Tan pronto como acabe mi triunfo navegaré a Alejandría, con mares de invierno o no. Hay tantos arreglos que hacer, incluida una gran coalición en Artaxata. Allí dejaré a Canidio y a una tercera parte de mis tropas. Los otros dos tercios marcharán conmigo a Siria y los acamparé alrededor de Antioquía y Damasco. La decimonovena legión navegará conmigo a Roma para representar a mi ejército en mi triunfo, sus lanzas y estandartes coronados con laureles. Sí, fui aclamado como imperator en el campo de Naxuana.

Estoy muy bien, aunque un poco perturbado por algunos extraños lapsus de memoria. ¿Sabes que no podía recordar haber enviado a Delio a ver a Artavasdes de Media? Debo confiar en ti para que confirmes las cosas que traigan a mi atención.

Te envío un millar de millares de besos, mi reina, y anhelo tener tu pequeño cuerpo de pájaro en mis brazos. ¿Estás bien? ¿Cesarión está bien? ¿Cómo están nuestros propios hijos? Escríbeme a Antioquía. Habrá tiempo porque envío esta carta por mensajero a todo galope. Te quiero.


Publio Canidio, que había formado una afectuosa alianza con una mujer armenia, no lamentó pasar el invierno allí. La mujer estaba relacionada de una manera un tanto vaga con la familia real, hablaba bien el griego, estaba muy bien educada, y, aunque no estaba en la flor de su juventud, era hermosa. Su esposa romana no era de rancia cuna, apenas si podía leer, y no le ofrecía ninguna compañía real. Clymene, por lo tanto, le parecía a Canidio un regalo de los dioses armenios, algo especial que había conquistado sólo para él.

Antonio y sus dos tercios del ejército marcharon Vía Carana a Siria; Ahenobarbo los acompañó hasta las Puertas Sirias del Amanus, y luego se desvió para ir a su provincia, Bitinia. Sólo Delio, Cinna, Escauro y un nieto del difunto Craso continuaron en su expedición hasta Antioquía.

Allí, Antonio encontró la carta de Cleopatra.


¿Qué quieres decir, Antonio, con un triunfo en Roma? ¿Estás loco? ¿Lo has olvidado todo? Entonces permíteme que te refresque la memoria.

Me juraste que regresarías de tu campaña a Armenia a mí en Alejandría, junto con el botín. Me juraste que exhibirías tu botín en Alejandría. No se dijo nada de un triunfo en Roma, aunque supongo que no estoy en condiciones de impedírtelo si debes hacerlo. Pero juraste que Alejandría vendría antes que Roma, y que tu botín me sería donado a mí, como reina y faraón. ¿Dime, qué le debes tú a Roma y a Octavio? Él trabaja contra ti incesantemente, y en cuanto a mí, soy la Reina de las Bestias, la enemiga de Roma. Lo dice cada día, cada día el pueblo de Roma se siente más furioso. No les he hecho nada pero al escuchar a Octavio, cualquiera creería que soy Medea y Medusa juntas. ¿Ahora vas a regresar a Roma y a Octavia para saludar afectuosamente al hermano de tu esposa y donar tu botín ganado tan duramente a una nación que lo utilizará para derribarme?

Creo que de verdad debes de estar loco, Antonio, como para perdonar los insultos que se me arrojan continuamente por Octavio y Roma y para querer congraciarte con los enemigos de Egipto al hacer un triunfo en medio de una carnada de serpientes romanas. Eres un hombre sin honor al abandonarme a mí, tu más leal aliada, amiga y esposa en favor de personas que se burlan de ti tanto como de mí, que te desprecian por ser mi títere, que creen que te visto con prendas de mujer y desfilo ante ti vestida con armadura de hombre. Dicen que eres Aquiles en el harén del rey Nicomedes, con el rostro pintado y las faldas ondulantes. ¿De verdad quieres exhibirte delante de unas personas que dicen tales cosas a tu espalda?

Juraste que vendrías a Alejandría, y yo te exijo que cumplas esa promesa, marido. Los ciudadanos de Alejandría y el pueblo de Egipto han visto a Antonio, sí, pero no como mi consorte. Abandoné mi reino para ir por ti a Siria, llevé conmigo toda una flota de consuelos para tus soldados romanos. ¿Puedo recordarte quién pagó por aquella misión de misericordia?

¡Oh, Antonio, no me falles! No me desprecies como has despreciado a tantas mujeres. Dijiste que me amabas, después te casaste conmigo. ¿Debo yo, faraón y reina, verme descartada?


Con manos temblorosas, Antonio dejó caer la carta, como si fuese un hierro al rojo que le produjese un dolor insoportable. El ruido ensordecedor en el exterior, el de Antioquía, que seguía con su vida habitual, llegó a través de las ventanas abiertas de su sala de negociaciones; horrorizado, asombrado, miró el brillante rectángulo de luz que llenaba una de dichas aberturas, de pronto helado hasta el tuétano a pesar del calor del verano sirio.

¿Lo juré? ¿Lo hice? ¿Por qué lo diría si no lo hice? ¿Oh, qué le ha pasado a mi memoria? ¿Mi mente se ha vuelto como un queso de los Alpes, lleno de agujeros? Me parece tan clara que últimamente sé que ha estado clara. Vuelvo a ser el mismo de antes. Sí, estos dos lapsus sé que ocurrieron en Leuke Kome y Antioquía mientras me recuperaba de los efectos del vino. Es aquel período y aquel único período, en que datan mis omisiones. ¿Qué hice, qué dije? ¿Qué más juré?

Se levantó y comenzó a caminar por la sala, consciente de un peso en el vientre, una impotencia de la que no podía culpar a nadie más que a sí mismo. En los alegres momentos de su recobrada confianza, la desaparición de la melancolía y la furia había visto con perfecta claridad dónde estaban sus opciones, cómo recuperar su prestigio en Roma. ¿Egipto? ¿Alejandría? ¿Qué eran sino lugares extranjeros gobernados por una reina extranjera? Sí, él la amaba -la amaba lo suficiente para casarse con ella-, pero no era egipcio ni alejandrino. Él era un romano. Cada fibra de su ser era romana. Y había pensado en Artaxata, aún podría reparar sus diferencias con Octavio. Ahenobarbo y Canidio lo creían posible; es más, Ahenobarbo se había burlado de los relatos de Cleopatra de las repugnantes acusaciones de Octavio. Si eran verdad, había preguntado Ahenobarbo, ¿por qué setecientos de los mil senadores de Roma aún eran leales a Antonio? ¿Por qué los plutócratas y los caballeros empresarios eran tan firmes partidarios de Antonio? De acuerdo, sus disposiciones en Oriente habían tardado en llegar, pero ahora estaban donde debían y eran de un enorme beneficio para el comercio romano. También comenzaría a fluir el dinero al tesoro; los tributos, finalmente, se iban a pagar. Así había dicho Ahenobarbo, y Canidio había asentido su acuerdo.

Ahora, en Antioquía, no tenía a ninguno de los dos hombres para que lo apoyasen; sólo Delio y un grupo de hombres de menor importancia, nietos y sobrinos nietos de hombres famosos muertos hacía mucho tiempo. ¿Podía confiar en Delio? Nada de lo que pudiese decir Delio en ese asunto era neutral porque estaba regido por el interés propio, y no tenía ningún valor ético o moral cuando había sido mortalmente ofendido, como en aquel asunto de Ventidio y Samosata. Así y todo, esto no tenía nada en común con aquel otro asunto. ¡Si sólo Planeo estuviese aquí! Pero se había ido a la provincia de Asia a visitar a Titio. No había nadie a quien apelar salvo Delio. Al menos, pensó Antonio, Delio era consciente de que había tenido un lapsus de memoria. Quizá podía recordar otro.

– ¿Le juré llevar el botín de mi campaña a Alejandría? -le preguntó a Delio unos momentos más tarde.

Dado que Delio había recibido también una carta de Cleopatra, sabía exactamente qué responder.

– Sí, Marco Antonio, lo hiciste -mintió.

– ¿Entonces, por Júpiter, Delio, por qué no lo mencionaste en Artaxata o en la ruta al sur? Delio tosió en son de disculpa.

– Hasta que llegamos al Amanus no estuve en tu compañía Gneo Ahenobarbo no me tiene simpatía.

– ¿Y después del Amanus?

– Confieso que se me pasó por alto.

– ¿A ti también, eh?

– Nos sucede a todos.

– ¿Así que hice aquel juramento?

– Sí.

– ¿Por qué dioses juré?

– Por Tello, Sol Indiges y Liber Pater.

Antonio gimió.

– Pero ¿cómo los conocería Cleopatra?

– No tengo ni idea, Antonio, excepto que fue la esposa de César por varios años, habla latín como un romano y vivió en Roma. Desde luego ha tenido grandes oportunidades para saber cuáles son los dioses romanos por los que juran los romanos.

– Entonces estoy ligado, terriblemente ligado.

– Así me temo.

– ¿Cómo voy a decírselo a los otros?

– No lo hagas -respondió Delio con firmeza-. Deja a la Diecinueve en un buen campamento en Damasco (allí hace un tiempo soberbio) y dile a tus legados que marchas Vía Alejandría. Echas de menos a tu esposa, y quieres mostrarle el botín.

– Eso es un aplazamiento y también una mentira.

– Créeme, Marco Antonio, es la única manera. Una vez que llegues a Alejandría hay una docena de razones por las que quizá no quieras celebrar tu triunfo en Roma: enfermedad, crisis militares.

– ¿Por qué lo juré? -preguntó Antonio con los puños apretados.

– Porque Cleopatra te lo pidió, tú no estabas en condiciones para negárselo.

«Ya está -pensó Delio-. Al menos puedo vengarme de ti en esto, arpía egipcia.»

Antonio exhaló un suspiro y se golpeó las rodillas con las palmas de las manos.

– Si debo ir a Alejandría, será mejor que me marche antes de que regrese Planeo. Me interrogará mucho más a fondo de lo que lo harían Cinna y Escauro.

– ¿Por tierra?

– Y con todo el botín. No tengo otra alternativa. La legión de Jerusalén podrá reunirse conmigo y ser mi escolta. -Antonio sonrió con fiereza-. Podré visitar a Herodes y averiguar exactamente qué está pasando.


Diez millas al día en septiembre, sin ningún alivio del sol sirio hasta el final de octubre, o quizá incluso hasta más tarde; la caravana de carretas, de millas de largo, avanzaba lentamente hacia el sur desde Antioquía, y en el río Eleuteros entró en territorio ahora poseído por Cleopatra. Era un viaje de ochocientas millas que llevó dos meses y medio, y Antonio insistió en cabalgar o caminar al paso de la caravana, pero no en completo ocio; realizó excursiones para ver a todos los potentados, incluidos a los oficiales alejandrinos que Cleopatra había puesto a cargo de sus territorios. De esa manera hizo que los demás que seguían su odisea con cierta extrañeza creyesen que utilizaba este viaje como una excusa para comprobar cómo estaban las cosas en el sur de Siria. Los etnarcas de Sidón y Tiro airearon sus quejas ahora que estaban totalmente rodeados por posesiones egipcias; Cleopatra había puesto peajes en todas las carreteras que salían de esos dos grandes emporios y cobraba tributo de todos los bienes que salían de allí por tierra.

El rey Malcho de Nabatea fue hasta Accho Ptolemais para quejarse amargamente de que Cleopatra hubiese recibido las explotaciones de bitumen que Antonio le había otorgado.

– No me importa si la mujer es tu esposa, Marco Antonio -dijo un furioso Malcho-, ella es despreciable. Al ver por sí misma que los gastos de explotación hacen que el bitumen sea poco rentable, ha tenido la temeridad de venderme de nuevo mis yacimientos por una suma de doscientos talentos al año. ¡Y ha delegado en Herodes la obligación de cobrarlos! ¡Oh, no para él, sino en su nombre! ¡Perverso, perverso!

– ¿Qué esperas que haga yo al respecto? -preguntó Antonio, consciente de que no podía hacer nada y enfurecido por el hecho.

– ¡Tú eres su marido y triunviro de Roma! ¡Ordénale que me devuelva mis yacimientos sin ningún cargo! Han pertenecido a Nabatea desde tiempos remotos.

– Lo siento, no te puedo ayudar -respondió Antonio-. Roma ya no es soberana sobre tus yacimientos de bitumen.

La otra mitad de aquella situación, Herodes, fue llamado para que fuese a verlo a Joppa. El mismo destino le había caído a Herodes; podía tener sus jardines de bálsamo de nuevo por doscientos talentos al año, pero sólo si también cobraba doscientos talentos al año del rey Malcho.

– ¡Es repugnante! -se quejó Antonio.

– ¡Repugnante! ¡Esa mujer tendría que ser azotada! ¡Tú eres su marido, azótala!

– Si tú fueses su marido, Herodes, desde luego sería azotada -manifestó Antonio, consumido por la admiración ante la astucia de Cleopatra de mantener la enemistad entre Herodes y Malcho al rojo vivo-. Los romanos no azotan a sus esposas. Tampoco puedes quejarte a mí. Le cedí los jardines de bálsamo de Jericó a la reina Cleopatra, así que es a ella a quien debes quejarte, no a mí.

– ¡Mujeres! -fue la furiosa réplica de Herodes a esas palabras.

– Y eso me lleva a otras cosas aparte del bálsamo -dijo Antonio con la voz de un gobernador romano-, aunque sí conciernen a las mujeres. Tengo entendido que nombraste a una zadokita llamada Ananeel suma sacerdotisa de los judíos tan pronto como tú ocupaste el trono. Pero tu suegra, la reina Alejandra, quería este cargo para su hijo, Aristóbulo, de dieciséis años. ¿No es así?

– ¡Sí! -siseó Herodes con su tono más maligno-. ¿Y quién resultó ser la más íntima amiga de Alejandra? ¡Pues Cleopatra! Esa pareja conspiró contra mí, a sabiendas de que soy demasiado nuevo en mi trono para hacer lo que me encantaría hacer: asesinar a esa vieja cerda, Alejandra. ¡Oh, fue muy rápida en unirse a Cleopatra! ¡Una garantía de una continuada vida! Pero yo te pregunto a ti, ¿un chico de dieciséis años sumo sacerdote? ¡Ridículo! Además, él es un asmoneo y no un zadokita. Fue la primera jugada de Alejandra en su astuto plan para Arrebatarme el trono y dárselo a Aristóbulo. -Herodes extendió las manos-. ¡Marco Antonio, me estoy volviendo loco para conciliar a los parientes de mi esposa!

– Pero te inclinaste a los deseos de tu suegra, según me han dicho.

– Sí, sí, el año pasado nombré a Aristóbulo sumo sacerdote. No es que le hiciese a él o a su madre ningún bien. -Heredes asumió la expresión de un prisionero injustamente condenado-. Alejandra y Cleopatra organizaron un complot para hacer parecer que Aristóbulo estaba en peligro. ¡Vaya tontería! Que debía fugarse de Jerusalén y de Judea para refugiarse en Egipto. Entonces, después de una corta estancia allí, debía regresar con un ejército y usurpar mi trono. ¡El trono que tú me diste!

– Algo de eso he escuchado -manifestó Antonio con cautela.

– Pues tan lejos de la verdad era todo aquello que el joven Aristóbulo aceptó complacido mi invitación para una salida campestre. -Herodes exhaló un suspiro y adoptó una expresión de pena-. Toda la familia vino con nosotros, incluida Alejandra, su hija, mi esposa, nuestros cuatro hijos pequeños, mi propia amada madre; un grupo muy alegre, te lo aseguro. Escogimos un bello lugar donde el río tiene un gran remanso, muy profundo en algunos lugares pero no peligroso a menos que el bañista sea demasiado arriesgado. Aristóbulo fue demasiado arriesgado; se fue a nadar sin saber. -Los gruesos hombros se alzaron y bajaron-. ¿Necesito decir más? Debió de encontrar algún agujero, porque de pronto sólo su cabeza estaba por encima del agua y gritaba pidiendo ayuda. Varios de los guardias nadaron en su auxilio, pero fue demasiado tarde. Ya se había ahogado.

Antonio escuchó la historia con atención, consciente de que sería interrogado cuando se encontrase con Cleopatra. Por supuesto, sabía muy bien que Herodes había preparado aquella muerte «accidental», pero no había absolutamente ninguna prueba de ello, gracias a todos los dioses. ¡Mujeres! Aquel viaje al sur estaba mostrando más facetas de Cleopatra no como persona sino como monarca. Codiciosa de expansión, codiciosa de dominio, astuta en sembrar enemistad entre sus enemigos, sin preocuparle hacerse amiga de una reina viuda cuyo esposo e hijos habían luchado contra Roma. Y con cuánta astucia había maniobrado con él, Antonio, para conseguir sus fines.

– No veo cómo alguien que se ahoga por accidente podría ser obra tuya, Herodes, especialmente si, como tú dices, ocurrió ante los ojos de la madre del muchacho y también de toda la familia.

– Cleopatra quería que me juzgaran y ejecutasen, ¿no?

– Se mostró disgustada, es verdad. No ha estado mal que tú y yo no nos viésemos en la Laodiceia. De habernos encontrado, entonces quizá hubiese reaccionado de otra manera. Tal como están las cosas no veo ninguna prueba que sugiera que esto fue obra tuya, Herodes. Además, el cargo de sumo sacerdote es algo que te pertenece. Puedes nombrar a quien quieras. Pero ¿puedo preguntar por qué no haces tú que sea una tarea para toda la vida?

– ¡Espléndido! -dijo Herodes, complacido-. De hecho, iré aún más lejos. Mantendré las regalías sagradas en mi cargo y se las prestaré al sumo sacerdote cada vez que la ley mosaica requiera que él las vista. Dicen que son mágicas; por lo tanto, no quiero que él pueda caminar entre las gentes con esas vestimentas y provocar alborotos contra mí. Te lo juro, Antonio, que no cederé mi trono. Cuando veas a Cleopatra díselo.

– Te digo que Roma no aprobará ninguna reaparición de los asmoneos en Judea -afirmó Antonio-. La casa real asmonea no ha hecho más que provocar problemas; pregúntaselo a cualquiera desde el difunto Aulo Gabinio para abajo.


La caravana continuó su camino, especialmente agotador para Antonio después de que Gaza quedara atrás; a partir de ese punto la carretera se internaba tierra adentro por un territorio seco, donde proveer de agua a muchos centenares de bueyes era una tarea terrible. Que no se pudiese seguir por la costa era debido al delta del Nilo, un abanico de ciento cincuenta millas de ancho de pantanos y vías de agua que no atravesaba ninguna carretera. La única vía terrestre hasta Alejandría estaba hacia el sur, por Menfis, en el apex del Delta, y luego hacia el norte, a lo largo de la rama Canópica del Nilo.

Para finales de noviembre, el viaje finalmente se acabó; Antonio entró en la ciudad más grande del mundo a través de la Puerta del Sol, en el final este de la avenida Canópica, donde una horda de funcionarios parlanchines se hicieron cargo de las carretas y se las llevaron a las caravaneras, junto al lago Mareotis. Antonio cabalgó hasta el recinto real. La legión Jerusalén ya había emprendido la marcha de regreso a Judea; Antonio debía confiar que el temor a Cleopatra hubiese mantenido a los ladrones apartados de los tesoros que contenía cada carreta.

Ella no había venido a saludarlo a la Puerta del Sol, un hecho que sin duda significaba que estaba furiosa. La única persona que tenía más agentes que Octavio era Cleopatra, pensó Antonio cuando llegó al palacio principal. Estaba claro que ella sabía todo lo que él había hecho.

– Apolodoro, mi viejo cariño -dijo cuando el gran chambelán apareció-. ¿Dónde está nuestra quejosa majestad?

– En su sala, Marco Antonio. ¡Qué alegría verte!

Antonio arrojó su capa al suelo con una sonrisa y fue a ver a la leona en su cubil.

– ¿Qué significa eso de someter a mis sátrapas a preguntas y dictados sobre sus conductas en territorios que ya no son de ningún interés para Roma? -preguntó ella.

– Vaya qué bienvenida -dijo él, y se sentó en una silla-. Cumplo mis órdenes, mantengo mis promesas al traer mi botín para ti a Alejandría, y lo único que recibo en pago es una desagradable pregunta. Te lo advierto, Cleopatra, puedes llegar demasiado lejos. A lo largo de ochocientas millas he sido testigo de tus maquinaciones, de tu dominio sobre personas que no son egipcias; tú ejecutas, tú encarcelas, tú pones peajes para cobrar impuestos que no te corresponden, indispones a reyes contra reyes, siembras las discordias. ¿No es hora que recuerdes que tú me necesitas más a mí de lo que yo te necesito a ti?

El rostro de ella se heló, un destello de terror cruzó por sus ojos; por un largo momento, ella no dijo nada, mientras luchaba por poner alguna expresión en su rostro que pudiese reconciliarlo.

– Estoy sobrio -añadió él antes de que Cleopatra pudiese recuperar la voz-, y Marco Antonio sano y fuerte no es el lloroso sirviente en que se convierte cuando el vino ha conquistado su habilidad para pensar. No he probado una gota de vino desde la última vez que te vi. He librado una guerra exitosa contra un astuto enemigo. He recuperado mi confianza en mí mismo. He encontrado muchas razones por las que, como triunviro en Oriente y el mayor representante de Roma en Oriente, debo deplorar las acciones de Egipto en Oriente. Has interferido en las actividades de las posiciones romanas, de los clientes-reyes al servicio de Roma. Te has exhibido como museo en miniatura, has hecho gala de tu poder como si tuvieses un ejército de un cuarto de millón de hombres y de genio de militar a Cayo Julio César en su momento cumbre. -Respiró profundamente, los ojos resplandecientes de furia-. Cuando la verdad es que sin mí no eres nada. No tienes un ejército. No eres un genio. Es más, en realidad no veo mucha diferencia entre tú y Herodes de Judea. Ambos sois codiciosos y astutos como ratas. Pero ahora mismo, Cleopatra, me agrada más y siento más respeto por Herodes que por ti. Por lo menos, Herodes es un salvaje sinvergüenza que no se oculta con disfraces. Mientras que tú actúas un día como seductora, como la diosa de socorro al día siguiente, como una tirana, una glotona, una ladrona; entonces, después, vuelves a algún disfraz más amable. Eso se va a acabar ahora mismo, ¿me escuchas?

Ella había encontrado la expresión correcta: remordimiento. Unas lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas; sus preciosas y pequeñas manos se estrujaron la una contra la otra.

Él se echó a reír; su risa sonó verdadera.

– ¡Oh, vamos, Cleopatra! ¿No puedes ofrecer nada mejor que unas lágrimas? He tenido cuatro esposas antes que tú, así que las lágrimas no me pillan de sorpresa. Os enseñan a creer que es el arma más efectiva de las mujeres. Bien, en un sobrio Marco Antonio no tienen más poder que el agua que cae sobre el granito; cualquier huella que dejan tarda miles de años en exteriorizarse, y eso es más tiempo del que incluso una diosa en la tierra dispone. Te informo de que devolverás los jardines de bálsamo a Herodes sin ningún cargo y los yacimientos de bitumen a Malcho sin ningún cargo. Cerrarás tus puestos de peaje en las carreteras de Tiro y Sidón y tus administradores en los territorios que te vendí dejarán de aplicar la ley egipcia. Se les ha dicho que no tienen ningún derecho a ejecutar o a mandar a prisión a menos que un prefecto romano lo disponga. Como todos los demás clientes-reyes le pagarás tributo a Roma, y limitarás tus futuras actividades a Egipto. ¿Está claro, señora?

Ella había dejado de llorar, y ahora estaba furiosa. Sin embargo, no podía mostrar esa furia a aquel Marco Antonio.

– ¿Qué, intentando ver cómo puedes persuadirme para que beba una copa de vino? -se burló él, con la sensación de que sí quería conquistar el mundo ahora que había encontrado el coraje para enfrentarse a Cleopatra-. Insiste todo lo que quieras, cariño. No lo conseguirás. Como la tripulación de Ulises, me he tapado los oídos para no escuchar tu canto de sirenas. Tampoco, si te gusta más el papel de Circe, conseguirás convertirme de nuevo en un cerdo que chapotea en la pocilga líquida que tú has hecho.

– Me alegro de verte -susurró ella, desaparecida la furia-. Te amo, Antonio. Te amo mucho. Tienes toda la razón, me he excedido en mi mandato. Todo será hecho como tú deseas. Lo juro solemnemente.

– ¿Por Tello, Sol Indiges y Liber Pater?

– No, por Isis que llora a su difunto Osiris.

Él le tendió los brazos.

– Entonces ven y bésame.

Ella se levantó para obedecer, pero antes de poder llegar a la silla de Antonio, Cesarión entró corriendo por la puerta.

– ¡Marco Antonio! -gritó el muchacho, que fue a abrazarlo cuando él se levantaba-. ¡Oh, Marco Antonio, esto es fantástico! Nadie me había dicho que habías llegado hasta que me encontré a Apolodoro en el vestíbulo.

Antonio mantuvo a Cesarión apartado a la distancia de un brazo y lo miró, asombrado.

– ¡Por Júpiter, podrías ser César! -exclamó, y besó las mejillas de Cesarión-. Te has convertido en un hombre.

– Me alegra que alguien lo vea. Mi madre rehúsa hacerlo.

– Ya sabes, las madres detestan ver cómo sus hijos crecen. Se lo tienes que perdonar, Cesarión. Veo que estás bien. ¿Gobiernas más en estos días?

– Sí, un poco más. Estoy trabajando en la logística de un reparto de trigo gratis para los pobres de Alejandría.

– ¡Excelente! Muéstramelo.

Y se marcharon juntos, los dos casi de la misma altura, tanto había crecido en estatura Cesarión. Nunca sería un Hércules como Antonio, pero iba a ser más alto, pensó la abandonada Cleopatra mientras desaparecían.

Con la mente en pleno tumulto se acercó a una ventana que daba al mar; su mar, y al parecer seguiría siendo su mar si su marido tenía algo que ver en ello. Había actuado con demasiada rapidez, ahora lo veía; pero había asumido que Antonio volvería a la botella de vino. En cambio, él no mostraba ninguna indicación de que fuese a hacerlo; de no haber sido él testigo de sus acciones en el sur de Siria quizá hubiese sido más fácil de convencer; en cambio, aquellas acciones lo habían enfurecido, estimulando su deseo de hombre de ser la mitad dominante en un matrimonio. ¡Aquel repugnante gusano de Herodes! ¿Qué le había dicho a Antonio para excitarlo de tal manera? ¿Qué habían dicho Malcho y las dos ciudades gemelas de Fenicia? Los informes que sus agentes le habían enviado no eran acertados, porque ninguno había mencionado las órdenes de Antonio sobre sus propias posesiones, ni tampoco habían tenido noticias de sus conversaciones con Malcho, Herodes, Sidón o Uro.

¡Oh, qué acertado estaba! Sin él, ella no era nada. No tema ejército, ni genio como soldado o gobernante. Ahora más que nunca en el pasado comprendió que su primera -quizá única- tarea era convencer a Antonio para que abandonase su alianza con Roma. Todo surgía de aquello.

«Yo no soy -pensó Cleopatra mientras comenzaba a pasearse- un monstruo en ninguno de los disfraces que él ha dicho que asumo. Soy un monarca cuyo destino ha puesto en una posición de poder potencial en un momento y un tiempo en que puedo atacar para conseguir la total autonomía, recuperar los territorios perdidos de Egipto, ser una gran figura en el escenario mundial. ¡Mis ambiciones ni siquiera son para mí! Son para mi hijo. El hijo de César. Heredero de César, inmortalizado ya en su título, Ptolomeo XV César, faraón y rey. ¡El debe cumplir su promesa, pero aún es demasiado pronto! Durante otros diez años debo luchar para protegerlo a él y su destino; no tengo tiempo que perder amando a otras personas, personas como Marco Antonio. Él lo intuye; estos largos meses de separación han roto los grilletes que había forjado para mantenerlo encadenado a mi lado. ¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?»

Para el momento en que Antonio volvió a reunirse con ella, jovial, cariñoso, ansioso por irse a la cama, ella ya había decidido su curso de acción: hablar con Antonio, hacerle ver que Octavio nunca le permitiría ser Primer Hombre de Roma; por lo tanto, ¿de qué servía continuar ligado a Roma? Ella tenía que convencerle -sobrio, poseído de su autocontrol- de que la única manera que tenía de poder gobernar Roma él solo era ir a la guerra contra Octavio, el obstáculo.


Su primer paso fue arreglar que Antonio desfilase por Alejandría de la manera más parecida a un triunfo romano que se atrevió. Eso fue fácil porque el único romano con estatus de compañero que había traído con él era Quinto Delio, que estaba bajo las órdenes de ella para desviar los poderes de análisis de Antonio lejos de la forma de triunfo romano. Después de todo, no tenía legiones con él, ni siquiera una cohorte de tropas romanas. No habría carrozas, decidió, sólo carros planos tirados por bueyes con guirnaldas que llevarían unas plataformas especialmente diseñadas donde mostrar este o aquel tesoro saqueado. Tampoco se le permitiría cabalgar en nada ni siquiera remotamente parecido al antiguo carro de cuatro ruedas del triunfador romano; vestiría la armadura y el yelmo faraónico y él mismo conduciría un carro de dos ruedas faraónico. Tampoco habría un esclavo sosteniendo una corona de laureles sobre su cabeza para susurrarle en su oído que no era sino un hombre mortal. De hecho, los laureles no tenían ningún lugar en todo aquello; Cleopatra ya le recordaría que Egipto no tenía verdaderos árboles de laurel. Su peor batalla fue convencerá Antonio de que el rey Artavasdes de Armenia debía ser puesto con cadenas de oro y llevado detrás de un burro como prisionero; en un triunfo romano, los prisioneros de alto rango debían ser parte del desfile, ir vestidos con todas sus prendas reales y caminar como hombres libres. Antonio consintió las cadenas, convencido de que quitaban cualquier indicio de triunfo romano.

Con lo que él no contó fue con Quinto Delio, a quien Cleopatra había dado órdenes para que escribiese una nota específica a Poplicola en Roma.


¡Qué escándalo, Lucio! Por fin la Reina de las Bestias ha prevalecido. Marco Antonio ha hecho su triunfo en Alejandría en lugar de Roma. Oh, hubo diferencias, pero nada sobre lo que poder escribir. En cambio, sí que se me obliga a escribir sobre las similitudes. Aunque él dice que el botín es más grande que el que Pompeyo Magno le quitó a Mitrídates, la verdad es que, si bien es muy grande, no es tan grande. Incluso así, pertenece a Roma, no a Antonio. Quien, al final de su desfile por las anchas calles de Alejandría acompañado por los ensordecedores gritos de miles y miles de gargantas, entró en el templo de Serapis y dedicó los despojos. Sí, permanecerán en Alejandría, la propiedad de su reina y su niño rey. Por cierto, Poplicola, Cesarión es la imagen de César Divus Julius, así que detesto pensar en lo que podría sucederle a Octavio si Cesarión alguna vez fuese visto en Italia, y mucho menos en Roma.

Hay muchas evidencias de la mano de la Reina de las Bestias por todas partes. El rey Artavasdes de Armenia fue llevado en cadenas, te lo puedes imaginar. Luego, cuando el desfile acabó, fue encarcelado en lugar de estrangulado. En absoluto una costumbre romana. Antonio no dijo ni una palabra sobre las cadenas o la vida perdonada. Él es su títere, Poplicola, su esclavo. En lo único en lo que puedo pensar es que ella lo droga, que sus sacerdotes preparan pócimas que tú y yo, simples romanos, ni siquiera podemos llegar a comprender.

Te dejo a ti que decidas cuánto de todo esto deba ser divulgado; Octavio seguramente podría sacarle algún partido, me temo que hasta el punto de declararle la guerra a su compañero triunviro.


«Ya está -pensó Delio, y dejó su pluma-. Eso debería bastar para que Poplicola aproveche alguna parte; lo suficiente, en cualquier caso, para que se filtre hasta Octavio. Le da munición y al mismo tiempo exonera a Antonio. Si es guerra lo que ella quiere, entonces la guerra acabará por llegar. Pero deberá ser una guerra que, una vez que Antonio la gane, le permita retener su posición romana y no tener ningún problema para establecerse como único gobernante. En cuanto a la reina de Egipto, ella se esfumará en la oscuridad. Sé muy bien que Antonio está lejos de ser su esclavo; aún es dueño de sí mismo.»

Delio no tenía la inteligencia suficiente para olerse el más profundo secreto de las ambiciones de Cleopatra, ni tampoco ningún indicio de la profundidad de la sutileza de Octavio. Como sirviente a pago de la doble corona hizo lo que se le decía sin preguntar.

Antes de encontrar un mensajero y un barco para enviar su corta misiva a Roma y Poplicola ya estaba escribiendo una larga posdata:


¡Oh, Poplicola, esto va de mal en peor! Totalmente engañado, Antonio acaba de participar de una ceremonia en el gimnasio de Alejandría, más grande, desde que la ciudad fue reconstruida, que el ágora y escenario de todas las reuniones públicas. Se construyó un enorme podio dentro del gimnasio, con cinco tronos en sus gradas. En la más alta, un trono. Un escalón más abajo, otro trono. Y otro poco más abajo, otros tres tronos más pequeños. En el más alto se sentó Cesarión, vestido con toda la regalía faraónica. La he visto a menudo, pero te la describiré brevemente para ti: una mitad blanca y una mitad roja, una doble parte en la cabeza, muy grande y pesada, que se llama doble corona. Un vestido de lino blanco plisado, un ancho collar de gemas y oro alrededor del cuello y los hombros, un ancho cinturón de oro recamado con joyas, muchos brazaletes, púberas, esclavas, anillos para los dedos y los pies. Palmas y plantas de los pies, pintados a leña. Sorprendente, la mujer faraón, Cleopatra, sentada un escalón más abajo, con la misma regalía, excepto que su vestido estaba hecho de tela de oro y cubría sus pechos. En el escalón de abajo estaban sentados los tres hijos que le había dado Antonio: Ptolomeo Alejandro Helios estaba vestido con el atuendo de rey de Partía: tiara, collares de oro alrededor del cuello, una blusa y falda con volantes y joyas. Su hermana, Cleopatra Selene, vestida con algo a medio camino entre lo faraónico y lo griego, estaba sentada en medio. Ya su otro lado estaba sentado un niño pequeño que aún no debe de tener tres años, ataviado como el rey de Macedonia: un sombrero rojo de ala ancha con la diadema atada alrededor de la corona, un clamis rojo, una túnica roja y unas botas rojas.

La multitud era enorme, llenaba el gimnasio, que se dice que tiene un aforo de cien mil, aunque, conociendo el Circo Máximo, lo dudo. Habían montado tarimas, pero éstas estaban interrumpidas con material atlético. Cleopatra y sus cuatro hijos estaban al principio, al pie del estrado, y Marco Antonio entró montado en un magnífico caballo medo, un caballo gris con el hocico, la crin y la cola negros. Estaba equipado con una montura de cuero rojo, tachonada y con bordes de oro. Se bajó del caballo y caminó hasta la tarima. Vestía una túnica y una capa rojas, pero al menos su armadura dorada era de estilo romano. Debo añadir que yo, su legado, estaba sentado muy cerca, disfrutando de una buena vista de los procedimientos. Antonio cogió a Cesarión de la mano y lo guió por los escalones de la tarima hasta el trono superior y lo sentó. La multitud lo aplaudió furiosamente. Una vez que el chico estuvo sentado, Antonio lo besó en ambas mejillas, y luego gritó que por la autoridad de Roma proclamaba a Cesarión rey de reyes, regente del mundo. La multitud enloqueció. Luego llevó a Cleopatra a su trono, un poco más bajo, y la sentó. Fue proclamada reina de reyes, regente de Egipto, Siria, las islas del Egeo, Creta, Rodas, toda Cilicia y Capadocia. Alejandro Helios (su pequeña prometida estaba sentada en un escalón, a su lado) fue proclamado rey de Oriente, todo al este del Éufrates y todo al sur del Cáucaso. Cleopatra Selerte fue proclamada reina de Cyrenaica y Chipre. Y el pequeño Ptolomeo Filadelfo fue proclamado rey de Macedonia, Grecia, Tracia y todas las tierras alrededor del mar Euxino. ¿Mencioné Epirus? También recibió eso.

A través de todo esto, Antonio permaneció tan solemne como si de verdad creyese en lo que estaba haciendo, aunque más tarde le dijo que sencillamente lo había hecho para acabar con las protestas de Cleopatra. El hecho es que una buena parte de las tierras mencionadas pertenecen a Roma, confundieron la imaginación para que fuéramos testigos de que a estas cinco personas se las proclamara soberanos de lugares que no tienen y no pueden gobernar.

¡Oh, pero a los alejandrinos les pareció maravilloso! En raras ocasiones he visto tales aclamaciones. Después de finalizada la ceremonia de coronación, los cinco monarcas bajaron del estrado y montaron en una especie de carreta, una plataforma con ruedas donde habían montado cinco tronos. Debo añadir que Egipto debe de estar nadando en oro, porque los otros diez tronos utilizados eran todos de oro puro, tachonados con tantas gemas que resplandecían y brillaban más que una puta romana con cuentas de vidrio. Esta carreta, tirada por diez caballos medos blancos -una carga lo bastante liviana para que no tuviesen que tirar-, desfiló por la avenida Real, luego por la avenida Canópica y acabó su viaje en el Serapeum, donde el sumo sacerdote, un hombre llamado Cha'em, realizó un ritual religioso. Los espectadores fueron agasajados en diez mil enormes mesas cargadas a tope con comida; algo que nunca se había hecho antes, según tengo entendido, y que se hizo a petición de Antonio. Fue incluso una pelea más salvaje que la que se da en una fiesta pública romana.

Los dos acontecimientos -el«triunfo» de Antonio y la donación del mundo a Cleopatra y sus hijos- me han dejado atónito, Poplicola. He bautizado a esto último como las Donaciones. ¡Pobre Antonio! Está atrapado en las redes de aquella mujer, lo juro. Una vez más te dejo a ti la libertad de divulgar de todo esto, pero, por supuesto, Octavio tendrá los informes de su propios espías, así que no creo que puedas ocultar el hecho durante mucho tiempo. Si eres consciente de lo que se prepara, quizá puedas tener oportunidad de rebatirlo.


La carta fue enviada a Roma; Delio se instaló en su precioso pequeño palacio dentro del recinto real para pasar el invierno con Antonio, Cleopatra y sus hijos.

Antonio y Cesarión eran grandes amigos, y escogieron hacerlo todo juntos, ya fuese ir a cazar cocodrilos o hipopótamos en el Nilo, ejercicios de guerra o carreras de carros en el hipódromo o nadar en el mar. Por mucho que lo intentó Cleopatra no pudo conseguir que Antonio bebiese vino; rehusó incluso beber un sorbo, decía con franqueza que una vez que lo probara continuaría hasta emborracharse. Él no confiaba en ella ni se descuidaba de sus intenciones; no se ocultaba de oler de forma manifiesta los contenidos de su copa para asegurarse de que contuviese agua.

Cesarión veía todo esto y lo lamentaba. Era el único entre ellos que veía las dos partes. Su madre, sabía, hacía todo lo posible no para sus propios fines, sino por los de él, Cesarión, mientras que Antonio, muy enamorado de ella, resistía hasta lo imposible sus intentos de apartarlo de Roma. El problema era, pensaba el joven, que no estaba seguro de querer lo que su madre ansiaba para él; no tenía sensación de destino, por mucho que lo tuviese su padre, y su madre también. Hasta ahora, su experiencia del mundo le decía que había mucho trabajo que hacer en Alejandría y Egipto y que él nunca viviría lo suficiente para acabarlo, aunque fuese a vivir cien años.

De una manera curiosa era más parecido a Octavio que a César, porque ansiaba conseguir que todo se hiciera a la perfección, hasta el último detalle, y se apartaba de la idea de aceptar cargas adicionales en sus hombros que inevitablemente harían imposible que nada se hiciese correctamente. Su madre no tenía las mismas ideas; ¿cómo podía tenerlas? Nacida y criada en un nido de víboras como Ptolomeo Auletes, su idea de la soberanía era dejar la fastidiosa tarea de la administración diaria a otros, y estos otros probablemente también fuesen sicofantes y talentosos.

Él sabía muy bien cuáles eran las limitaciones de su madre. También sabía por qué intentaba darle su condición de romano a Antonio, su independencia y su suplicio. Nada que no fuese la dominación del mundo la satisfacería, y ella veía Roma como su enemigo. Con mucha razón; un poder tan atrincherado como el de Roma no cedería a ella sin una guerra. ¡Oh, si él sólo fuese mayor! Entonces podría enfrentarse a Cleopatra como un verdadero igual, e informarle con firmeza que lo que ella quería para él no era lo que él quería. Hasta el momento, él no le había dicho nada de sus propios sentimientos, a sabiendas de que ella descartaría sus opiniones como las de un niño. Pero ¡él no era un niño, nunca lo había sido de verdad! Debido a la precoz inteligencia de su padre y a una posición soberana desde la más temprana infancia, había bebido el conocimiento como un perro hambriento en un charco de sangre, y por ninguna otra razón más que su amor por aprender. Todo conocimiento era tomado, guardado para su inmediato recuerdo cuando se necesitase, y, cuando un conocimiento suficiente de un tema había sido asimilado, para analizarlo. Pero no estaba enamorado del poder, no sabía si eso era también verdad en su padre. Algunas veces sospechaba que lo era; César ascendido a las alturas olímpicas porque no ascender hubiese significado el exilio de verse privado de toda mención en los anales de Roma. El destino que César no podía tolerar. Pero no había intentado con mucha fuerza vivir, Cesarión lo sabía de alguna manera. «Mi tata, del que recuerdo de cuando era un bebé tan vividamente su cara, su cuerpo alto que saltaba al interior de mis ojos en aquel entonces. Mi tata, a quien echo de menos con desesperación. Antonio es un hombre maravilloso, pero no es César. Necesito a mi tata aquí para que me aconseje, y eso no puede ser.»

Animado, buscó a Cleopatra e intentó decirle cómo se sentía, pero resultó ser como lo esperaba. Ella se rió de él, le pellizcó la mejilla, lo besó cariñosamente y le dijo que se fuese a hacer las cosas que debían hacer los chicos de su edad. Herido, aislado, sin nadie a quien poder volverse, que más allá que su madre mentalmente y comenzó a no asistir a las cenas. Que hubiese podido acudir a Antonio nunca se le ocurrió; veía a Antonio como la presa de Cleopatra; no pensaba que Antonio fuese a responder de una manera diferente a la de ella. Las ausencias a las cenas se hicieron cada vez más numerosas, en exacta proporción al incesante machaque de Cleopatra a su marido, a quien ella trataba, le pareció a Cesarión, más como a un hijo que como a un socio en su empresa. De todas maneras, había días deliciosos, algunas veces períodos más largos; en enero, la reina sacó al Filopátor del cobertizo y navegó por el Nilo hasta la primera catarata, aunque no era la estación adecuada para inspeccionar el nilómetro. Para Cesarión fue un viaje maravilloso. Ahora que era más grande podía apreciar del todo los detalles de la experiencia, desde su propia cabeza de Dios hasta la sencillez de la vida a lo largo del poderoso río. Los hechos eran guardados; más tarde, cuando fuese faraón de verdad, le daría a esas personas una vida mejor. A su insistencia se detuvieron en Coptos y siguieron la ruta de caravanas por tierra hasta Mvos Hormos en el Sinus Arabicus; él había querido tomar el largo camino a Berenice, mucho más abajo del Sinus, pero Cleopatra había rehusado hacerlo. Desde Myos Hormos y Berenice, las flotas egipcias partían para la India y Taprobane, y de allí regresaban con sus cargas de especias, pimientos, perlas oceánicas, zafiros y rubíes. Allí también fondeaban las flotas del Cuerno de África; transportaban marfil, casia, mirra e incienso de la costa africana alrededor del Cuerno. Unas flotas especiales traían el oro y las joyas enviadas por tierras al Sinus desde Etiopía y Nubia; el terreno era demasiado escarpado y el Nilo muy convulso por las cataratas y los rápidos como para poder utilizar el río.

En el viaje de regreso, ahora que navegaban corriente abajo, hicieron una pausa en Menfis, entraron en el recinto de Ptah y allí les mostraron los túneles del tesoro que se abrían, desplegados en un largo camino hacia los campos de pirámides. Cesarión y Antonio no los habían visto, pero Cha'em, como su guía, tuvo el cuidado de demostrarle a Antonio por dónde y cómo se accedía a la entrada; fue llevado a ciegas y le pareció algo muy divertido, hasta que le quitaron la venda de los ojos y observó la riqueza de Egipto. Para Cesarión fue incluso una sorpresa mayor; ni siquiera había comenzado a tener una idea de lo inmenso que era, y pasó el resto del largo viaje asombrado ante la parsimonia de su madre. Se podría permitir el lujo de alimentar a Alejandría hasta satisfacer la glotonería de todos y, sin embargo, se quejaba de su patético ofrecimiento de dar una ración de trigo gratis.

– No la entiendo -le murmuró a Antonio mientras el Filopátor entraba en la bahía real.

Un comentario que provocó un ataque de risa en Antonio.

XXII

La conquista de Illyricum tardaría tres años, pero el primero de ellos, el mismo año en que Antonio se suponía que debería haber sido primer cónsul, fue el más duro, sencillamente porque tardó un año en comprender cómo realizar las funciones. Como cualquier empresa de Octavio, fue meticulosamente planeada como debía ser cualquier otra aventura militar. Gobernador de la Galia Cisalpina durante la campaña ilírica, Cayo Antistio Veto tendría que enfrentarse a las revoltosas tribus que vivían en el valle de los Salassi, en la frontera noroccidental; aunque estaba a muchos centenares de millas de Illyricum, Octavio no quería que ninguna zona de la Galia Cisalpina estuviese a merced de las tribus bárbaras, y los salassi eran todavía un incordio.

La actual campaña fue dividida en tres escenarios separados: uno en el mar y dos en tierra.

De nuevo favorecido, Menodoro recibió el mando de las flotas adriáticas; su tarea era dirigirse a las islas que había delante de Istria y Dalmacia y barrer a los piratas liburnios del mar. Estatilio Tauro recibió el mando del grupo de legados que marchaban al este desde Aquileia a través del paso del monte Ocra hacia la ciudad de Emona y, eventualmente, a la cabecera del río Savo. Aquí vivían los tauriscos y sus aliados, que asediaban perpetuamente a Aquileia y Tergeste. Agripa debía atacar desde el sudoeste, desde Tergeste hasta las tierras de los dálmatas y la ciudad de Senia; a partir de ese punto, Octavio asumiría el mando personalmente, viraría al este, cruzaría las montañas y bajaría hacia el río Colapis. Una vez en el río marcharía a Siscia, en la confluencia del Colapis y el Savo. Ése era el territorio más salvaje y menos conocido.

La propaganda había comenzado mucho antes que la campaña, porque la conquista de Illyricum era parte del plan de Octavio para dejarle claro a los pueblos de Italia y Roma que él, y sólo él, se preocupaba tanto de su seguridad como de su bienestar. Una vez que la Galia Cisalpina estuviese libre de cualquier amenaza exterior, toda la nalga italiana limitada por los Alpes sería tan segura como la pierna.

Después de dejar a Mecenas para que gobernase Roma ante la mirada indiferente de los cónsules, Octavio navegó desde Ancona hasta Tergeste, y desde allí cabalgó para unirse a las legiones de Agripa como su comandante en jefe nominal. Illyricum fue toda una sorpresa; habituado como estaba a los espesos bosques, éstos le parecieron más cercanos a los páramos de los bosques germanos que a cualquier otra cosa que pudiesen ofrecer Italia y otros lugares civilizados. Húmedos, umbríos, densos más allá de lo que se podía imaginar, los gigantescos árboles se extendían inmensamente, el terreno escabroso debajo de su follaje tan carente de luz que sólo crecían helechos y hongos. Los habitantes, los iapudes, cazaban ciervos, osos, lobos, gatos monteses y toros, algunos para comer, otros para proteger sus patéticas aldeas. Sólo en unos pocos claros cultivaban la tierra para plantar mijo y escanda, la materia prima de un pan blanquecino. Las mujeres criaban unas pocas gallinas, pero la dieta era monótona y poco nutritiva. El comercio, que fluía a través de un único emporio, Nauportus, consistía en pieles de oso y otros animales, y oro extraído de ríos como el Corcoras y Colapis.

Halló a Agripa en Avendo, que se había rendido al ver a las legiones y sus formidables equipos de asedio.

Avendo fue la última rendición pacífica; a medida que las legiones comenzaron a cruzar la cordillera Capella, los bosques resultaron tener una maleza de arbustos demasiado densos para cruzar sin abrir físicamente un sendero.

– No es de extrañar -le comentó Octavio a Agripa- que países mucho más alejados de Italia que Illyricum hayan sido pacificados mientras Illyricum permanece sin ser conquistado. Creo que incluso mi divino padre hubiese empalidecido en este terrible lugar. -Se estremeció-. También desfilamos (si se me permite utilizar la palabra con ironía) con algún riesgo de ataque. La maleza hace imposible reconocer el lugar de una emboscada delante de nosotros.

– Es verdad -asintió Agripa, que esperó ver qué sugería César.

– ¿Ayudaría si enviamos algunas cohortes a las cumbres de las montañas a cada lado de nuestro avance? Podrían tener la oportunidad de avistar a los atacantes cuando crucen un claro.

– Buena táctica, César -manifestó Agripa, complacido.

Octavio sonrió.

– No creías que las tuviese, ¿no?

– Nunca te he subestimado, César. Estás lleno de sorpresas.

El avance de las cohortes en las cumbres evitó varias emboscadas; Terpo cayó, delante estaba Metulum. Aquél era el mayor asentamiento en la zona, con una bien fortificada guarnición en lo alto de una grieta de sesenta metros. Las puertas estaban cerradas, y los habitantes, desafiantes.

– ¿Crees que la puedes tomar? -le preguntó Agripa a Octavio.

– No lo sé; en cambio, sé que tú podrás.

– No, porque no estaré aquí. Tauro tiene un dilema: ¿continuar marchando al este o virar al norte, hacia Panonia?

– Dado que Roma necesita pacificar tanto el este como el norte. Agripa, será mejor que vayas y tomes la decisión por él. Pero ¡te echaré de menos!


Octavio observó Metulum cuidadosamente, y decidió que su mejor línea de ataque era construir un montículo desde el fondo del valle que llegara hasta los muros de troncos, sesenta metros más arriba. Los legionarios cavaron alegremente, apilaron la tierra y las rocas hasta la altura especificada. Pero los metulanos, que habían capturado máquinas y aparatos de asedio de Aulo Gabinio años antes, se apresuraron a utilizar sus magníficas espadas y palas romanas para socavar el montículo; atravesado de túneles, se desmoronó. Octavio lo volvió a construir, pero esta vez no contra los acantilados de Metulum, sino apartado, protegido por todos los lados con gruesas tablas. A su lado se levantó un segundo montículo. Capaces de hacer lo que fuese, los ingeniosos legionarios comenzaron a construir una estructura de madera entre los acantilados de la fortaleza y los dos montículos romanos; cuando la plataforma alcanzara la altura de los muros, se podrían hacer dos puentes de tablas desde cada montículo hasta las paredes. Cada una de esas cuatro pasarelas era lo bastante ancha como para permitir que pasasen ocho soldados en fondo, que prestaría al asalto un gran e inmediato poder de ataque.

Agripa regresó a tiempo para presenciar el ataque a las murallas de Metulum, y observó los trabajos de asedio pensativamente.

– Avaricum a pequeña escala y, con mucho, más débil -opinó.

Octavio pareció destrozado.

– ¿Qué hice mal? ¿No es lo que se necesitaba? ¡Oh, Marco, no vayamos a desperdiciar vidas! ¡Si no está bien lo derribaremos, por favor! Tú pensarás en una manera mejor.

– No, no, está bien -lo tranquilizó Agripa-. Avaricum era una ciudad con murus Gallicus, y la plataforma de troncos de Divus Julius se tardó un mes en construir. Esto bastará para Metulum.

Para Octavio, de esta campaña dependía mucho, incluso por encima y más allá de su importancia política. Habían pasado ocho años desde Filipos, sin embargo, a pesar de la campaña contra Sexto Pompeyo, la gente todavía decía que era un cobarde, demasiado temeroso de enfrentarse a las tropas enemigas. El asma había desaparecido finalmente, y él creía poco probable su recurrencia en lugares como éste, húmedos y boscosos. Creía que el casamiento con Livia Drusilia lo había curado, porque recordaba que el médico egipcio de su divino padre, Hapd'efan'e, había dicho que una feliz vida doméstica era la mejor receta para una cura.

Aquí, en Illyricum, tenía que labrarse una nueva reputación; como un valiente soldado. No como general, sino como alguien que luchaba en las primeras filas con espada y escudo, de la misma manera que había hecho en muchas ocasiones su divino padre. De alguna manera tenía que encontrar la oportunidad de ser un soldado en la primera fila, pero hasta ahora no lo había conseguido. El hecho tenía que ser espontáneo y dramático, visible para aquellos que luchaban a su alrededor; algo verdaderamente notable, digno de ser relatado de legión a legión. Si esto ocurría, se vería libre de la mancha de Filipos. Podría mostrar las cicatrices del combate a todos.

Su oportunidad llegó cuando se puso en marcha el ataque a Metulum en la madrugada del día siguiente al regreso de Agripa. Desesperados por librarse de la presencia romana, los metulanos, sin ser descubiertos, habían perforado un túnel para salir de la ciudadela y emerger en la base de la plataforma en mitad de la noche. Serraron los postes de apoyo principal, pero no del todo; sería el peso de los legionarios, que avanzaban por las pasarelas, lo que provocaría el colapso.

Tres de los cuatro puentes se rompieron y cayeron, los soldados se desplomaron al fondo del valle por docenas. Por un feliz azar, Octavio estaba cerca del puente restante, y cuando sus tropas titubearon y comenzaron a retroceder, cogió un escudo, desenvainó la espada y corrió hasta la vanguardia, a medio camino.

– ¡Adelante, legionarios! -gritó-. ¡César esta aquí, podéis hacerlo!

Verlo obró maravillas; con grandes gritos de guerra a Marte Invicto, las tropas se reagruparon y, con Octavio a la cabeza, avanzaron por la pasarela. Casi lo consiguieron. Ya casi junto a la pared, el puente cedió con un tremendo estrépito; Octavio y los soldados que estaban detrás de él cayeron al valle.

«¡No puedo morir!», continuó repitiendo la mente de Octavio, pero seguía siendo una mente fría. Mientras caía de la estructura se asió al extremo de una viga rota, se sujetó lo suficiente para ver otra por debajo de él, y así fue bajando los sesenta metros en etapas. Notaba el brazo arrancado de la clavícula, sus manos y los antebrazos estaban cubiertos de astillas, y en algún lugar su rodilla derecha recibió un golpe tremendo, pero cuando llegó al suelo cubierto de hierba y acabó sepultado debajo de los maderos, aún estaba vivo.

Los hombres, frenéticos, deshicieron la pila, al tiempo que le gritaban a sus horrorizados compañeros que César estaba herido pero no muerto. Mientras lo sacaban, sujetándole la pierna derecha con toda la suavidad que pudieron, llegó Agripa, pálido.

Octavio miró al círculo de rostros a su alrededor, consumido de dolor, pero dispuesto a no ser un mariquita y mostrarlo.

– ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Qué estás haciendo aquí, Agripa? ¡Construye más puentes y toma de una vez esta maldita fortaleza!

Agripa, que sabía de las pesadillas de Octavio por la cobardía, sonrió.

– ¡Muy propio! -gritó con voz estentórea-. César está malherido, pero sus órdenes son tomar Metulum. ¡Venga, muchachos, comencemos de nuevo!

Para Octavio, la batalla se acabó en aquel momento; lo pusieron en una camilla y lo trasladaron hasta la tienda del cirujano, que estaba abarrotada de heridos, tantos que la llenaban y yacían alrededor de la misma.

Algunos estaban inmóviles, otros gemían, aullaban, gritaban. Cuando los camilleros se disponían a apartar a los heridos para que César recibiese atención inmediata, Octavio los detuvo.

– ¡No! -jadeó-. ¡Ponedme donde me corresponda! Esperaré hasta que los cirujanos consideren que mi herida es la siguiente en la lista.

Por mucho que lo intentaron, no pudieron convencerlo.

Alguien vendó fuertemente la herida para detener la hemorragia y se tendió a esperar su turno; los soldados intentaban tocarlo para tener buena suerte, otros, todavía con fuerzas, se arrastraban para coger su mano.

En contra de sus deseos, cuando le llegó su turno fue tratado por el cirujano jefe, Publio Cornelio, que se encargó de la rodilla en persona, mientras un ayudante se ocupaba de quitarle las astillas de las manos y los antebrazos.

Cuando le quitaron el vendaje, Cornelio gruñó:

– Una mala herida, César -manifestó al tiempo que la tocaba delicadamente-. Te has roto la rótula, que se ha destrozado en algunas zonas y ha atravesado la piel. Por fortuna, ninguna de las venas principales se ha perforado, pero hay mucha hemorragia lenta. Tendré que quitar los fragmentos; eso es algo doloroso.

– Tú quita, Cornelio -dijo Octavio con una sonrisa, consciente de que todos los demás ocupantes de la enorme tienda lo miraban y escuchaban-. Si grito, siéntate sobre mí.

De dónde sacó la fortaleza para soportar la hora siguiente, no lo sabía; mientras Cornelio trabajaba en la rodilla, él se mantuvo ocupado charlando con los otros heridos: bromeaba con ellos, como si su propio sufrimiento no fuese nada. De hecho, de no haber sido por el dolor, toda la experiencia era fascinante. «¿Cuántos comandantes habían venido alguna vez a la tienda del cirujano para ver por sí mismos lo que hacía la guerra? -se preguntó-. Lo que he visto hoy es una razón más por la que, cuando sea el indiscutido Primer Hombre de Roma, colocaré en Pelión la Osa para evitar la guerra por la guerra; la guerra para asegurar un triunfo después de una gobernación se ha acabado. Mis legiones cuidarán, no invadirán. Sólo lucharán cuando no haya otra alternativa. Estos hombres son valientes mucho más allá de la obligación que impone el deber, y no se merecen sufrir sin necesidad. Mi plan para tomar Metulum fue malo, no conté con que el enemigo tuviese la inteligencia necesaria para hacer lo que hizo. Eso me convierte en un tonto. Pero un tonto afortunado. Porque he sufrido una grave herida como consecuencia de mi error, los soldados no me acusarán de la equivocación.»

– Tendrás que dar la tarea por acabada y regresar a Roma -dijo Agripa después de la capitulación de Metulum.

Habían reconstruido las pasarelas sobre una estructura más sólida y colocado guardias para asegurarse de que los mineros metulanos no repitiesen su trabajo; el hecho de que César hubiese resultado gravemente herido animó a sus hombres a entrar en Metulum, que ardió hasta el suelo después de que sus habitantes se entregasen al pánico. Ni botín, ni cautivos para ser vendidos como esclavos.

– Me temo que tienes razón -alcanzó a decir Octavio; el dolor ahora era mucho peor que en el momento de recibir la herida. Tiró de las mantas, los ojos hundidos en las órbitas-. Tendrás que continuar sin mí, Agripa. -Se rió con amargura-. ¡Ninguna traba al éxito, lo sé! De hecho, lo harás mejor.

– No te culpes a ti mismo, César, por favor. -Agripa frunció el entrecejo-. Cornelio me dijo que la rodilla se ve inflamada, y me pidió que te convenza de que tomes un poco de jarabe de amapolas para aliviar el dolor.

– Quizá cuando esté fuera del distrito, pero hasta entonces no puedo. El jarabe de amapolas no está disponible para un humilde legionario, y algunos de ellos sufren mucho más que yo. -Octavio hizo una mueca, se movió en su catre-. Si debo reparar lo de Filipos, debo mantener las apariencias.

– Siempre y cuando eso signifique que sobrevivas, César.

– Oh, sobreviviré.


Fueron necesarios cinco nundinae para transportar a Octavio en una litera a Tergeste, y otros tres para llevarlo a Roma vía Ancona. Una infección hizo que atravesase los Apeninos delirante, pero el cirujano asistente que había viajado con él pinchó el absceso que se había formado y, para el momento en que fue llevado a su propia casa, se sentía mejor.

Livia Drusilia lo cubrió con lágrimas y besos, y luego le dijo que dormiría en otra parte hasta que él estuviese totalmente fuera de peligro.

– ¡No! -dijo con voz firme-. ¡No! Todo lo que me ha sostenido es el pensamiento de yacer junto a ti en nuestra cama.

Con tanto deleite como preocupación, Livia Drusilia consintió en compartir el lecho siempre y cuando se colocase un techo de caña curvada sobre la rodilla herida.

– Cecilio Antifanes sabrá cómo curarla -dijo ella.

– ¡Maldito Cecilio Antifanes! -gruñó Octavio con aspecto fiero-. Si he aprendido alguna cosa en esta campaña, querida mía, es que nuestros cirujanos militares son infinitamente mejores que cualquier médico griego en Roma. Publio Cornelio me cedió los servicios de Cayo Licinio, y Cayo Licinio continuará atendiéndome, ¿está claro?

– Sí, Cesar

Ya fuese por los cuidados de Cayo Licinio o porque Octavio, a los veintinueve años, estaba mucho más sano de lo que había estado a los veinte, una vez instalado en su propia cama, con Livia Drusilia a su lado, mejoró rápidamente. Cuando por primera vez se aventuró a salir y bajar al foro romano, lo hizo con dos bastones, pero dos nundinae más tarde se movía fácilmente con un solo bastón, que no tardó en descartar.

La gente lo aclamaba; nadie, ni siquiera los senadores más leales a Antonio, volvieron a hablar de Filipos. La rodilla (un lugar muy cómodo donde llevar una horrible cicatriz, como descubrió) podía ser desnudada para la inspección, y admitía exclamaciones y comentarios al ver que las vendas eran innecesarias. Incluso las cicatrices en sus manos y antebrazos eran impresionantes, porque algunas de las astillas habían sido enormes. Su heroísmo era manifiesto.

Junto con las noticias de su recuperación llegaron las nuevas de que había habido problemas en Siscia, que había tomado Agripa. Había dejado a Fufio Gemino al mando de una guarnición, pero los iapudes atacaron con fuerza. Octavio y Agripa marcharon en su ayuda, y se encontraron con que Fufio Gemino había conseguido contener el alzamiento sin ellos.

Por lo tanto, el día de Año Nuevo las ceremonias pudieron seguir adelante como estaban previstas; Octavio era el primer cónsul, y Agripa, aunque consular, asumió los deberes de edil curul.

De alguna manera, éste iba a ser el año de la mayor gloria de Agripa, porque había comenzado la enorme tarea del abastecimiento de agua y las cloacas de Roma. La reconstrucción del Aqua Marcia estaba terminada y el Aqua Julia trajo un aumento del suministro de agua al Quirinal y al Viminal, que hasta ahora habían dependido en gran medida de los pozos. Maravilloso, sí, pero insignificante con lo que Agripa había emprendido con las inmensas cloacas de Roma. Tres arroyos subterráneos habían hecho posible este sistema de túneles en arco; había tres salidas, una directamente debajo del Trigarium del Tíber, un punto donde el río era limpio y puro para la natación, otra en el puerto de Roma y el tercero, el más grande, donde fluía la Cloaca Máxima, a un lado del puente de Madera. Allí, la abertura (que una vez había sido la salida del río Spinon) era lo bastante grande como para permitir la entrada en la Cloaca Máxima en un bote de remos. Toda Roma se maravillaba de los viajes que Agripa hacía en su bote de remos para trazar los mapas del sistema y tomar nota de los lugares donde las paredes necesitaban refuerzos o reparaciones. No habría, prometió Agripa, más retrocesos de las cloacas cuando el padre Tíber se inundara. Es más, dijo aquel hombre sorprendente, mientras viviese no pretendía entregar la supervisión de las cloacas y el suministro de agua después de abandonar el cargo. Marco Agripa sería como un perro negro de guardia delante de los locales de la compañía de agua y de cloacas, que durante mucho tiempo habían tiranizado Roma. Sólo Octavio conseguía ser la mitad de popular entre la gente. Después de dominar la compañía de agua y de cloacas, Agripa expulsó a todos los magos, profetas, adivinos y charlatanes médicos de Roma. Quitó el polvo de las pesas y medidas y obligó a todos los vendedores de lo que fuese a que las utilizasen, y después se puso a trabajar con los contratistas de obras. Por un tiempo intentó mantener la altura máxima de todos los apartamentos de las ínsulas a treinta metros, pero eso, como no tardó en aprender, era una tarea que incluso superaba a Marco Agripa. Lo que podía hacer -e hizo- fue asegurarse de que las conexiones que salían de las tuberías de agua tuviesen el tamaño adecuado; ¡se acabaría el exceso de agua para los elegantes apartamentos del Palatino y Carinae!

– Lo que me sorprende -le dijo Livia Drusilia a su marido-, es cómo Agripa hace todo esto y al mismo tiempo realiza su campaña en Illyricum. Hasta este año había creído que tú eras el más infatigable trabajador de Roma, pero pese a todo y lo mucho que te quiero, César, debo decir que Agripa hace más.

Octavio la abrazó y la besó en la frente.

– No me ofendo, meum mel, porque sé la causa. De tener Agripa una esposa tan encantadora como tú en casa no necesitaría trabajar tanto. Lo que hace es buscar cualquier excusa para no estar con Ática.

– Tienes razón -admitió ella con una expresión triste-. ¿Qué podemos hacer?

– Nada.

– El divorcio es la única respuesta.

– Eso tiene que decidirlo él por sí mismo.


Luego, el mundo de Livia Drusilia se puso patas arriba de una manera que ni ella ni Octavio habían esperado. Tiberio Claudio Nerón, que sólo tenía cincuenta años, murió tan repentinamente que fue su mayordomo quien descubrió el cuerpo, todavía inclinado sobre su mesa. El testamento, que Octavio abrió, lo dejaba todo en manos de su hijo mayor. Tiberio, pero no decía qué quería que se hiciese con sus hijos. El joven Tiberio tenía ocho años; su hermano, Druso, nacido después de que su madre se casase con Octavio, sólo tenía cinco.

– Creo, querida, que tendremos que adoptarlos -le dijo Octavio a una asombrada Livia Drusilia.

– ¡César, no! -exclamó ella-. ¡Los han criado para que te odien! Sé que tampoco yo les gusto. ¡Nunca los he visto! ¡Oh, no, por favor, no me hagas esto! ¡No te hagas esto a ti mismo!

Bueno, él nunca se había hecho ilusiones con Livia Drusilia; a pesar de sus protestas en contrario, ella no era maternal. Sus hijos bien podían no haber existido, pensaba en ellos muy poco, y cuando alguien le preguntaba con qué frecuencia los visitaba, ella sacaba la prohibición de Nerón; no era deseada. Había ocasiones en las que él se preguntaba cuánto se esforzaba ella por quedar embarazada, pero su esterilidad no era un pesar para él. ¡Cuan afortunado era! Los dioses le habían dado los hijos de Livia Drusilia. Si la pequeña Julia no tenía hijos, él aún tendría herederos con su nombre.

– Lo haremos -dijo con una voz que informó a su mujer que no cambiaría de opinión-. Los pobres chicos no tienen a nadie salvo, oh, me atrevería a decir que unos primos en el grado más remoto. Los Claudio Nerón y los Livio Druso no son familias afortunadas. Tú eres la madre de estos niños. La gente esperará que los acojamos. -No quiero, César.

– Lo sé. Sin embargo, ya se está en marcha. He enviado a buscarlos y llegarán aquí en cualquier momento. Burgundino está preparando los alojamientos adecuados para ellos: un salón, dos cubículos dormitorios, un aula y un jardín privado.

– Creo que la suite era para el joven Hortensio. Mañana iré personalmente a contratar a un pedagogo para ellos, mientras Burgundino irá hasta la casa de Nerón a recoger sus cosas. Estoy seguro de que habrá juguetes que no querrán perder, como también prendas y libros. No obstante, no aceptaré a su actual pedagogo, incluso si le tienen un gran aprecio. Pretendo acabar con su desagrado hacia nosotros, y eso es mejor hacerlo bajo los auspicios de extraños.

– ¿Por qué no los puedes enviar con Scribonia y la pequeña Julia?

– Porque ésa es una casa de mujeres, una especie a la que no están acostumbrados. Nerón no tenía ni una sola mujer en su casa, ni siquiera una lavandera -dijo Octavio. Fue a besarla, pero ella apartó la cara-. No seas tonta, cariño, por favor. Acepta tu destino con toda la gracia que le corresponde a la esposa de César.

Su mente corría para adelantarse a la de Octavio. ¡Qué extraordinario que él pusiese su corazón en sus hijos! Por qué lo había hecho, eso era patente. Así que, por amarlo y comprender que su futuro dependía de él, se encogió de hombros, sonrió y lo besó.

– Supongo que no necesitaré verlos mucho -dijo.

– Todo lo mucho y lo poco que se le supone a una buena madre romana. Cuando esté fuera de Roma, espero que tú tomes mi lugar con ellos.


Los chicos llegaron tensos y sin lágrimas, sin los ojos hinchados que podrían sugerir que ya se les habían agotado las lágrimas. Ninguno de los dos recordaba a su madre, ninguno de ellos había visto a su padrastro, ni en el foro; Nerón los había encerrado en casa bajo una estricta supervisión.

Tiberio tenía el pelo y los ojos negros, la piel de aceituna y unas facciones muy regulares; era alto para su edad, pero terriblemente delgado. «Como si no hiciese bastante ejercicio», pensó Octavio. Druso era adorable; que llegase al corazón de Octavio fue por su parecido con su madre, aunque sus ojos eran más azules; tenía un aluvión de rizos negros, una boca de labios gruesos y los pómulos prominentes; como Tiberio, era alto y delgado. ¿Acaso Nerón nunca había dejado correr a sus hijos para que pusiesen algo de músculo sobre sus huesos?

– Siento mucho la muerte de vuestro tata -dijo Octavio sin sonreír, en un esfuerzo por parecer sincero.

– Yo no -dijo Tiberio.

– Yo tampoco -dijo Druso.

– Aquí está vuestra madre, chicos -dijo Octavio, perdido.

Ambos se inclinaron, los ojos ocupados en mirarlo todo.

Para Tiberio, aquel hombre y aquella mujer parecían amistosos y relajados, en absoluto lo que se había imaginado después de tantos años de escuchar a su padre hablar de ellos con tanto odio. De haber sido Nerón amable y abierto, sus sentimientos hubiesen calado en el chico mayor; en cambio, eran irreales. Dolorido por una salvaje paliza, ocultando sus lágrimas y sus sentimientos de injusticia, Tiberio había deseado la liberación de su atroz padre, un hombre que bebía demasiado vino y había olvidado que alguna vez había sido niño. Ahora había llegado la liberación, aunque en las pocas horas transcurridas desde que fuera descubierto el cuerpo de Nerón, Tiberio pensó que pasaría de las brasas al fuego. En cambio, descubrió que Octavio era especialmente agradable, quizá por su extraña justicia, por sus enormes y tranquilos ojos grises.

– Tendrás tus propias habitaciones -comentó Octavio con una sonrisa- y un fantástico jardín donde jugar. Tendrás que estudiar, por supuesto, pero quiero que tengas mucho tiempo para corretear. Cuando seas mayor, te llevaré conmigo de viaje; es importante que veas mundo. ¿Te gustará?

– Sí -respondió Tiberio.

– Tu rostro es duro -dijo Livia Drusilia, que lo acercó a ella-. ¿Sonríes alguna vez, Tiberio?

– No -contestó él, que se percató de que su perfume era exquisito y su redondez tremendamente consoladora. Apoyó la cabeza entre sus pechos y cerró los ojos para sentirla mejor y hundirse en aquel perfume a flores.

Tiempo para Druso, que miraba a Octavio como si fuese una estatua de oro refulgente. Octavio se puso en cuclillas para estar a su nivel y le acarició la mejilla, suspiró y apartó las lágrimas.

– Mi querido pequeño Druso -dijo, y se dejó caer de rodillas para abrazar al niño-. ¡Serás feliz con nosotros!

– Es mi turno, César -dijo Livia Drusilia, que no soltó a Tiberio-. Ven, Druso, deja que te abrace.

Pero Druso, aferrado a Octavio en busca de consuelo, se negó a ir.

Durante la cena, los asombrados y mucho más tranquilos nuevos padres descubrieron algunas de las razones por las que los chicos habían sobrevivido a Nerón sin imbuirse de su odio. Las revelaciones eran inocentes pero, sin embargo, asombrosas; habían tenido una infancia fría e impersonal y una escasa falta de atención. Su pedagogo estaba considerado el más barato en los libros de Stichus, por esa razón ninguno de los chicos sabía leer o escribir bien. Aunque no les pegaba, había recibido la orden de informar de sus ofensas a su padre, que obtenía un gran placer empuñando el látigo. Cuanto más borracho estaba, peor era la paliza. No tenían apenas juguetes, lo que provocó el desconsuelo de Octavio. Él había estado siempre rodeado de juguetes facilitados por su mimosa mamá; lo mejor de la casa de Filipo era para él.

Hombre frío y desapasionado y al que muchos llamaban frío como el hielo, Octavio, sin embargo, tenía un lado blando que salía a la luz cada vez que estaba con niños. No pasaba un día cuando estaba en Roma que no dispusiese de unos pocos momentos para ver a la pequeña Julia, una encantadora niña que ahora tenía seis años. Si bien no había añorado tener hijos hacerlo hubiese sido poco romano-, siempre había anhelado la compañía de los niños, una característica que compartía con su hermana, cuyo cuarto de los niños era visitado por el tío César, que era divertido, alegre, siempre con ideas para nuevos juegos. Ahora, al ver a sus hijastros durante la cena, podría decirse de nuevo lo afortunado que era. Era obvio que Tiberio pertenecería a Livia Drusilia, que parecía haber perdido todo su malestar por su primer hijo. ¡Ah, pero el querido pequeño Druso! «Tendremos uno cada uno», pensó Octavio, que se sentía tan feliz que creyó que podía estallar. Incluso la cena fue una maravilla para los famélicos niños, que comieron sin darse cuenta de que revelaban que Nerón había racionado tanto la calidad como la cantidad de la comida que les servía. Fue Livia Drusilia quien les advirtió que no se empacharan y Octavio quien los animó a probar un poco de esto, un poco de lo otro. Por fortuna, los párpados se cerraron antes de que llegasen los postres; Octavio llevó a Druso y Burgundino a Tiberio a sus dormitorios, los acomodaron y abrigaron en sus colchones; el invierno todavía hacía sentir su rigor.

– ¿Cómo te sientes ahora, esposa? -le preguntó Octavio a Livia Drusilia mientras se preparaban para irse a la cama.

– Mucho mejor; ¡oh, sí, mucho mejor! -Ella le apretó la mano-. Me avergüenzo de no haber intentado visitarlos más, pero nunca esperé que el odio de Nerón hacia nosotros perjudicase a sus hijos. ¡Qué mal los trató! ¡César, son patricios! Tenía todas las oportunidades para convertirlos en nuestros implacables enemigos, ¿y qué hizo? Los azotó hasta conseguir que lo odiasen. No se preocupó por su bienestar; los mató de hambre, no les hizo caso. Me alegro mucho de que esté muerto y de que podamos cuidar de nuestros chicos adecuadamente.

– Mañana tendré que dirigir su funeral.

Ella le puso una mano sobre su pecho.

– ¡Oh, lo había olvidado! ¿Supongo que Tiberio y Druso tendrán que ir?

– Me temo que sí. Daré la elegía desde la rostra.

– ¿Me pregunto si Octavia tendrá alguna toga negra de niño?

Octavio se rió.

– Está obligada. Enviaré a Burgundino para que pregunte, en cualquier caso. Si ella no tiene un par guardadas, tendrá que comprarlas en el Porticus Margaritaria.

Se acurrucó contra él y le besó la mejilla.

– ¡Debes tener la suerte de Julio, César! ¿Quién hubiese imaginado que nuestros chicos madurarían para que nosotros los cogiésemos? Hoy hemos ganado dos importantes aliados para nuestra causa.


El día después del funeral Octavio llevó a los chicos a conocer a sus primos. Octavia, que había estado en el funeral, estaba ansiosa por darles la bienvenida al seno familiar.

Casi a punto de cumplir los dieciséis y de alcanzar la adultez oficial, Cayo Scribonio Curio debía abandonar las habitaciones infantiles y convertirse en contubernalis. Era un joven pelirrojo y pecoso que quería ser cadete de Marco Antonio, pero éste lo había rechazado. Así que iría con Agripa. El mayor de los dos hijos de Antonio con Fulvia, Antillo, tenía once años y se moría por hacer la carrera militar. El otro hijo, Julio, tenía ocho. Eran unos chicos apuestos: Antillo, con los cabellos rojizos de su padre; Julio, más como el marrón hielo de su madre. Sólo en una casa como la de Octavia podían haberse criado tan bien, porque ambos chicos eran impetuosos, aventureros y belicosos. La mano amable pero firme de Octavia los había mantenido, como dijo ella con un tono risueño, como «miembros de la gens humana».

Su propia hija, Marcela, tenía trece años, ya menstruaba y prometía ser una gran belleza. Morena como su padre, tenía su propia naturaleza: coqueta, altiva e imperiosa. Marcelo tenía once y era otro apuesto niño moreno. Él y Antillo, de su misma edad, no se podían ver el uno al otro, y estaban todo el día como el perro y el gato; nada de lo que inventó Octavia consiguió que se hiciesen amigos, así que, cada vez que el tío César estaba en la ciudad, se le llamaba para que administrara golpes en la palma con una palmeta. En privado, Octavio consideraba a Marcelo como el más agradable de los dos, porque tenía un temperamento tranquilo y una mente más clara que Antillo. Cellina, la hija menor de Octavia con Marcelo Menor, tenía ocho años, los cabellos rubios, los ojos azules y era muy bonita. Había un fuerte parecido entre ella y la pequeña Julia, que era una visitante habitual del cuarto de los niños, porque Octavia y Scribonia eran buenas amigas. Antonia, que tenía cinco años, tema los cabellos rubios y los ojos verdes; no era ninguna belleza porque había heredado la nariz y la barbilla de Antonio. Su naturaleza se había vuelto orgullosa y distante, y consideraba su compromiso con el hijo de Ahenobarbo, Lucio, por debajo de su posición. A menudo se la escuchaba quejarse: «¿Es que no había alguien mejor?» La más joven de todas, Tonilla, tenía los cabellos cobrizos y los ojos ámbar, aunque afortunadamente sus facciones eran de gens Julia más que de gens Antonia. En carácter, era decidida, inteligente y brava.

Julio y Cellina tenían más o menos la edad de Tiberio, mientras que Antonia y Druso cumplirían en poco tiempo seis años.

No importaban las intrigas y disputas que tenían lugar cuando aquella carnada estaba en presencia de Octavia, todos eran educados y alegres. Era evidente que a Druso le gustaba Tonilla mucho más de lo que le gustaba la siempre quejosa Antonia; procedió a tomarla bajo su protección y la hizo su esclava. Las cosas resultaron más difíciles para Tiberio, ya que resultó ser un chico tímido, inseguro de sí mismo e incapaz de conversar. La más bondadosa de las Marcela, Cellina, se hizo amiga de él inmediatamente, al intuir sus inseguridades, mientras que Julio, al descubrir que Tiberio no sabía nada de montar, batirse con una espada de madera o de la historia de las guerras de Roma, lo miraba con visible desprecio.

– ¿Creéis que disfrutaréis con la visita a la tía Octavia? -preguntó Octavio mientras llevaba a los niños a casa por el foro, donde fue saludado desde todos los lados y detenido cada pocos pasos por alguien ansioso por obtener un favor o comunicar un rumor político.

Los chicos estaban aturdidos, no sólo por ser éste su primer viaje a la ciudad, sino por la comitiva de Octavio: doce lictores y una guardia germana.

A pesar de las diatribas y críticas contra Octavio que su padre había manifestado durante años, estaba claro en este primer paseo que Octavio -César, como debían aprender a llamarlo- era mucho más importante que Nerón.

Su pedagogo era un liberto, un sobrino de Burgundino llamado Cayo Julio Cimbrico. Como todos los descendientes de Burgundus, el amado de Divus Julius, era inmensamente alto y musculoso, un hombre rubio de rostro redondo con la nariz respingona y ojos azul claro. Ahora estaba con ellos, y les señalaba esto y aquello, cosas que él consideraba dignas de la atención de los chicos. Había mucho que aprender de él y nada que temer. No sólo les enseñaría en el aula, también les haría hacer ejercicios en su jardín y, con el tiempo, instruirlos en los ejercicios militares de forma tal que, cuando cada niño cumpliese los doce años, pudiesen ir al Campo de Marte con algo de experiencia en la disciplina militar.

– ¿Creéis que disfrutaréis con la visita a la tía Octavia? -preguntó Octavio por segunda vez.

– Sí, César -respondió Tiberio.

– ¡Oh, sí! -gritó Druso.

– ¿Creéis que os gustará Cimbrico?

– Sí -respondieron a coro.

– No dejes que tu timidez te abrume, Tiberio. Tan pronto como te acostumbres a tu nueva vida desaparecerá. -Octavio le dirigió a su hijastro una sonrisa de conspirador-. Julio es un matón, pero en cuanto consigas poner un poco de músculo en tus largos huesos le darás una paliza.

Un pensamiento muy consolador; Tiberio miró a Octavio y ensayó su primera sonrisa.

– En cuanto a ti, jovencito -le dijo Octavio a Druso-, no veo señal alguna de timidez en tu comportamiento. Has hecho bien en preferir a Tonilla antes que a Antonia, pero espero que más tarde puedas tener cosas en común con Marcelo, aunque él sea un poco mayor que tú.

Livia Drusilia saludó a los chicos con un beso y los envió al aula con Cimbrico.

– ¡César, he tenido una idea brillante! -gritó en cuanto se quedaron solos.

– ¿Qué? -preguntó él con desconfianza.

– ¡Una recompensa para Marco Agripa! Bueno, en realidad dos recompensas.

– Agripa no es de los que buscan recompensas, querida.

– Sí, sí, lo sé. Así y todo debería tener recompensa; lo mantendrá atado a ti los años que quedan.

– Él nunca necesitará estar ligado, porque el sentimiento no entiende de recompensas.

– ¡Sí, sí, sí! Pero ¿no sería un gran matrimonio para él si se casara con Marcela?

– Tiene trece años, Livia Drusilia.

– Trece que van para treinta por lo que se ve. Dentro de cuatro años más cumplirá diecisiete, edad suficiente para el matrimonio. Cada vez son menos las famosas familias que siguen firmes la vieja costumbre de tener a las muchachas en casa hasta que cumplan los dieciocho.

– Desde luego lo consideraré.

– Después está la hija de Agripa, Vipsania. Sé que, cuando el viejo Ático muera, su fortuna será para Ática, pero he escuchado decir que, si Ática muere, su testamento estipula que todo debe ir a Agripa -explicó Livia Drusilia entusiasmada-. Eso hace que sea una muchacha en extremo deseable, y dado que la herencia de Tiberio es tan pobre, creo que debería casarse con Vipsania.

– Él tiene ocho años, y ella todavía no tiene ni tres.

– Oh, por todos los dioses, César, deja de ser tan tozudo. Soy muy consciente de la edad que tienen, pero serán lo bastante mayores para casarse antes que tú puedas decir Alammelech.

– ¿Alammelech? -preguntó él con dificultades para decirlo.

– Es un río de Filistea.

– Lo sé, pero no sabía que tú lo supieras.

– ¡Oh, ve y lánzate al Tíber!


Mientras su vida doméstica se convertía cada vez más en una alegría para Octavio, su quehacer público y político no daba mucho fruto digno de recoger. Sí que lo consiguieron los rumores, las calumnias contra Marco Antonio, aunque los agentes de Octavio no consiguieron cambiar la convicción de los setecientos senadores de que Antonio era el hombre al que había que seguir. Creían de verdad que él no tardaría en regresar a Roma; es más, tenía que hacerlo, aunque sólo fuese para celebrar su triunfo por sus victorias en Armenia. Sus cartas desde Artaxata se vanagloriaban de un enorme botín, desde estatuas de oro de seis cúbitos de altura hasta cofres de monedas de oro partas y literalmente centenares de talentos de lapislázuli y cristal. Traía a la decimonovena legión con él, y ya había exigido a Octavio que le buscase tierras para retirarse.

Si la influencia de Antonio no se hubiese extendido más allá del Senado, quizá se podría superar, pero toda la Primera y la Segunda clase, muchos miles de hombres ocupados en todo tipo de actividades, juraban alianza a la brillantez, integridad e ingenio militar de Antonio. Para complicar las cosas, los tributos estaban llegando al tesoro a un ritmo cada vez mayor, los recaudadores de impuestos y los plutócratas de cualquier descripción zumbaban por las provincias de Asia y Bitinia como abejas alrededor de las flores en busca del néctar, y ahora parecía que habría un inmenso botín para añadir al tesoro. La estatua de oro sólido de Anaitis sería el regalo de Antonio al templo de Júpiter Óptimo Máximo, pero la mayoría de las otras obras de arte, junto con las joyas, serían vendidas. El general, sus legados y sus legiones recibirían las partes legales, pero el tesoro se haría con el resto. Aunque había pasado bastante tiempo desde que Antonio había estado en Roma más de unos pocos días -la última visita había tenido lugar hacía cinco años-, su popularidad seguía intacta entre las personas importantes.

¿A esas personas les interesaba Illyricum? No, no les importaba. No tenía ninguna promesa de actividades comerciales, y a las pocas personas que vivían en Roma y que tenían villas en Campania y Etruria les importaba un pimiento si Aquileia era arrasada hasta el suelo o Mediolanum demolida.

La única cosa positiva que Octavio había conseguido hacer era que el nombre de Cleopatra fuera conocido por toda Italia. De ella, todos creían lo peor, el problema era que no se podía hacerles comprender que ella controlaba a Antonio. De no haber sido tan bien conocida la enemistad entre Octavio y Antonio, el primero quizá podría haber conseguido su objetivo, pero todos aquellos que eran partidarios de Antonio simplemente desechaban las acusaciones de Octavio como una parte de aquella enemistad.

Para entonces, Cayo Cornelio Gallo llegó a Roma. Aunque era muy buen amigo de Octavio, ese empobrecido poeta con una vena guerrera había suplicado el perdón de Octavio y se había ido a servir como uno de los legados de Antonio en el preciso momento para perderse la retirada desde Fraaspa. Así que había haraganeado en Siria mientras Antonio bebía y también había utilizado su tiempo para componer hermosas odas líricas al estilo de Píndaro y escribirle de vez en cuando a Octavio. Sufriente por el hecho de que su bolsa no fuera más pesada, permaneció en Siria hasta que Antonio se libró de la resaca y marchó hacia Armenia. Su odio hacia Cleopatra era ardiente y obstinado; nadie disfrutó más que él cuando Cleopatra regresó a Egipto y dejó a Antonio librado a su suerte.

Tenía treinta y cuatro años cuando buscó una entrevista con su antiguo amigo, Octavio. Gallo era notablemente apuesto de una manera un tanto cruel que era más un accidente de fisonomía que un rasgo de carácter. Sus elegías de amor, Amores, ya lo habían hecho famoso, y era íntimo de Virgilio, con quien tenían mucho en común racialmente; ambos eran galos italianos. Por lo tanto, no era un Cornelio patricio.

– Espero que puedas prestarme algo de dinero, César -dijo mientras aceptaba la copa de vino que le ofrecía Octavio. Una sonrisa triste marcaba las comisuras de sus extraordinarios ojos grises-, No es que esté exactamente en la ruina -añadió-. Es que he gastado lo que tenía en comprar un pasaje rápido desde Alejandría hasta Roma a sabiendas de que el invierno produciría noticias de lo que ocurrió en Alejandría alcanzando Roma.

Octavio frunció el entrecejo.

– ¿Alejandría? ¿Qué estabas haciendo allí?

– Intentaba cobrar el porcentaje que me correspondía del botín armenio a Antonio y a aquella monstruosa cerda, Cleopatra. -Se encogió de hombros-. No tuve éxito. Ni tampoco nadie más.

– La última noticia que tengo -manifestó Octavio, y se sentó en su silla- es que Antonio estaba ocupado en recorrer el sur de Siria, región que no entregó a Cleopatra.

– Mentira -señaló Gallo con una expresión agria-. Estoy seguro de que nadie en Roma sabe todavía que Antonio se llevó hasta el último sestercio del botín armenio a Alejandría, donde celebró un desfile triunfal para deleite de los ciudadanos de Alejandría, con su reina sentada muy alta en un estrado de oro en el cruce de las avenidas Real y Canópica. -Respiró, bebió en abundancia-. Después del triunfo dedicó todo a Serapis: su parte, la de los legados, la de las legiones y la del tesoro. Cleopatra se negó a pagar al ejército, aunque Antonio consiguió convencerla de que las tropas debían ser pagadas, y pronto. Los hombres como yo que éramos de baja condición ni siquiera fuimos invitados a los espectáculos públicos.

– ¡Dioses! -dijo Octavio débilmente, sacudido hasta la médula-. ¿Ha tenido la temeridad de dar aquello que no es suyo?

– Oh, sí. Estoy seguro de que al final todo el ejército cobrará, pero no el tesoro. Me quedé en Alejandría después del triunfo, pero después de que Antonio hiciese aquello que Delio llamó las Donaciones sentí tanta nostalgia de Roma que tuve que venir, sin recompensa alguna.

– ¿Donaciones?

– ¡Oh, una maravillosa ceremonia en el nuevo gimnasio! Actuando con su autoridad como representante de Roma, Antonio proclamó públicamente a Ptolomeo César y gobernante del mundo. Cleopatra fue nombrada reina de reyes, y sus tres hijos con Antonio recibieron la mayor parte de África, el reino parto, Anatolia, Tracia, Grecia, Macedonia y todas las islas en el lado oriental del Mare Nostrum. Sorprendente, ¿verdad?

Octavio se quedó boquiabierto, los ojos como platos.

– ¡Increíble!

– Quizá, pero del todo real. ¡Es un hecho, César, un hecho!

– ¿Antonio le ofreció a sus legados alguna explicación?

– Sí, una muy curiosa. Lo que Delio sabe está más allá de mí; él disfruta de una posición especial. Al resto de nosotros (todos, legados menores) se nos dijo que había prometido el botín a Cleopatra, que su honor estaba involucrado.

– ¿Y el honor de Roma?

– No se encuentra por ninguna parte.

Durante el transcurso de la siguiente hora, Octavio escuchó todo el relato de Cayo, en el meticuloso detalle de alguien que veía su mundo como hacía el poeta. El nivel de la garrafa de vino bajó, pero a Octavio no le importó eso ni la gran suma que le pagaría a Gallo por recibir esa información antes que cualquier otro en Roma. ¡Un fabuloso tesoro! El invierno, aquel año, había llegado antes y había durado mucho; no era de extrañar que hubiese pasado tanto tiempo. El triunfo y las Donaciones habían sido en diciembre, y ahora era abril. Sin embargo, advirtió Gallo, tenía razones para creer que Delio le había escrito a Poplicola con todas esas nuevas por lo menos dos meses atrás.

Finalmente, todo lo que quedaba por explicar era una última curiosidad.

Octavio se inclinó hacia adelante, los codos apoyados en la mesa, la barbilla en las manos.

– ¿Ptolomeo César fue proclamado por encima de su madre?

– Cesarión, lo llaman. Sí, lo fue.

– ¿Porqué?

– ¡Oh, la mujer lo mima! Si hablamos comparativamente, sus hijos con Antonio no importan. Todo es para Cesarión.

– ¿Es él el hijo de mi divino padre, Gallo?

– Sin duda -afirmó Gallo-. La imagen de Divus Julius en todos los sentidos. No soy lo bastante viejo como para haber conocido a Divus Julius en su juventud, pero Cesarión tiene el aspecto que me imagino que debió de tener Divus Julius a su misma edad.

– ¿Que es?

– Trece. Tendrá catorce en julio.

Octavio se relajó.

– Entonces todavía es un niño.

– ¡Oh, no, todo lo contrario! Ya está bien avanzado en la pubertad, César, tiene una voz profunda, el aire de un hombre crecido. Tengo entendido que su intelecto es tan profundo como precoz. Él y su madre tienen algunas espectaculares diferencias de opinión, según Delio.

– ¡Ahí -Octavio se levantó, le extendió el brazo a Gallo y le estrechó la mano firme y cálidamente-. Ni siquiera puedo empezar a agradecerte lo mucho que te debo por tu celo, así que dejaré algo más tangible que hable por mí. Ve al banco de Oppio el próximo nundinum y te encontrarás un bonito presente. Es más, ahora que soy el custodio de las propiedades de mi hijastro, te puedo ofrecer la casa de Nerón durante los próximos diez años a un precio ridículo.

– ¿Qué hay del servicio en Illyricum? -preguntó el poeta guerrero, ansioso.

– Por supuesto. No tanto en forma de botín, sino por una muy buena pelea.

La puerta se cerró detrás de un Cayo Cornelio Gallo que flotaba varios centímetros por encima de los adoquines mientras se dirigía a la casa de Virgilio. Octavio se quedó en mitad de su sala de negociaciones, ocupado en clasificar la mina de información en una secuencia que le permitiese evaluarla correctamente. Que Antonio hubiese hecho algo tan estúpido le asombraba, siempre sería para él la parte más intrigante de todo el asunto, pues sospechaba que nunca sabría el porqué. ¿Una promesa? Eso no tenía sentido. Como nunca se había creído su propia propaganda, Octavio se encontró a sí mismo casi inseguro de lo que hacer. Casi. Quizá la arpía había drogado a Antonio, aunque hasta ese momento Octavio había sido escéptico en cuanto a las pócimas capaces de superar las exigencias más básicas de la existencia. ¿Qué era más básico para un romano que Roma? Antonio había vaciado el botín de Roma en la falda de Cleopatra, al parecer, sin siquiera considerar si ella podría ser convencida o no de que pagase a su ejército los porcentajes debidos del botín. ¿Se había puesto de rodillas para suplicar antes que ella consintiese pagar al menos a los soldados rasos? «¡Oh, Antonio, Antonio! ¿Cómo has podido? ¿Qué dirá mi hermana? ¡Qué insulto!»

Sin embargo, había una cosa más importante que todo el resto junto: Ptolomeo César. Cesarión. De alguna manera, Cleopatra había hecho bien al mimar a su hijo mayor. El hecho de que el muchacho fuese la imagen de su padre, incluso hasta en el temprano florecer y en la inteligencia, era una sorpresa. Catorce años de edad en unos meses, sólo a cinco años de la audacia de César, de la inteligencia de César. Nadie sabía mejor que Octavio lo que la sangre Julia podía hacer; él mismo había buscado el poder a los dieciocho, después de todo, ¡v lo había conseguido! Aquel muchacho tenía muchas otras ventajas; estaba habituado al poder, tenía la fuerza de voluntad suficiente para enfrentarse a su madre, sin duda, tan fluido en latín como lo era ella y, por lo tanto, capaz de engañar a Roma y de hacerle creer que era un verdadero romano.

Para el momento en que Octavio abrió la puerta del estudio y fue a buscar a Livia Drusilia, sus prioridades estaban clasificadas. Ella, como siempre, fue directamente al grano.

– ¡Hagas lo que hagas, César, no puedes permitir que Italia o Roma pongan sus ojos en este chico! -exclamó, los puños apretados-. Él anuncia la ruina.

– Estoy de acuerdo, pero ¿cómo lo impido?

– De la manera que puedas. Lo primero y principal es mantener a Antonio en el este hasta que tu supremacía en Roma sea indiscutible. Porque si él viene, traerá a Cesarión con él. Es su jugada lógica. Si la madre es tan devota del chico, no pondrá objeciones a quedarse en Egipto. Su hijo es el Rey de Reyes. ¡Todos los senadores partidarios de Antonio así como el resto, se caerán de espaldas cuando vean la sangre de Divus Julius en su hijo! El hecho de que sea un mestizo y ni siquiera un ciudadano romano no los detendrá, tú lo sabes tan bien como yo. ¡Por lo tanto, debes mantener a Antonio en el este a cualquier precio!

– Bueno, el triunfo alejandrino y las Donaciones son un punto de partida. Soy muy afortunado de tener un testigo impecable en Cornelio Gallo.

– Pero ¿se quedará a tu lado? -Ella parecía preocupada-. Te abandonó por Antonio hace dos años atrás.

– Resultado de la ambición y la penuria. Ha vuelto escandalizado, y le he pagado bien. Él puede encargarse de la casa de Nerón, otro requisito. Yo creo que sabe dónde está el mejor pan.

– Convocarás al Senado, por supuesto.

– Por supuesto.

– ¿Mandarás a Mecenas y a tus agentes a que le digan a toda Italia lo que ha hecho Antonio?

– Eso no hace falta decirlo. Mi molino de rumores molerá a la reina Cleopatra hasta hacerla polvo.

– ¿Qué hay del muchacho? ¿Hay alguna manera de que podamos desacreditarlo?

– Oppio hace viajes a Alejandría. Que Cleopatra rehúsa verlo no es algo muy conocido. Le diré a Oppio que escriba un panfleto de Cesarión donde diga que no se parece en absoluto a mi divino padre.

– También que es, en realidad, hijo de un esclavo egipcio.

Octavio se rió.

– Quizá debería dejarte a ti que lo escribas.

– Lo haría de haber estado alguna vez en Alejandría. -Sujetó el brazo de Octavio con las dos manos y lo sacudió-. Oh, César, nunca hemos estado en mayor peligro.

– No preocupes a tu preciosa cabeza, amor mío. ¡Soy el hijo de Divus Julius! No habrá ningún otro.

Las noticias del triunfo y las Donaciones sacudieron Roma; muy pocos le dieron crédito al principio, pero, poco a poco, otros como Cornelio Gallo regresaron en persona o escribieron cartas demoradas mucho tiempo por los mares invernales. Trescientos de los senadores de Antonio dejaron sus filas para sentarse como neutrales mientras las invectivas y las acusaciones cruzaban el suelo de la sala. También los senadores-empresarios desertaron en masa. Pero no era suficiente.

De haber hecho Octavio a Antonio el blanco de su campaña podría haber conseguido una mayor victoria, pero era demasiado astuto. Era a la reina Cleopatra a quien lanzaba sus dardos, porque había visto el camino claro: si estallaba la guerra, como parecía inevitable, no sería una guerra contra Marco Antonio, sería una guerra contra Egipto, un enemigo extranjero. A menudo había añorado a alguien como Cleopatra para aplastar a Antonio sin parecer que Antonio fuese su verdadero objetivo. Ahora, al aceptar el botín de Roma y forzar a Antonio para que la coronase a ella y a sus hijos como gobernadores del mundo, Cleopatra aparecía como la enemiga de Roma.

– Pero no es suficiente -le dijo, desconsolado, a Agripa.

– Creo que éste es el primer deslizamiento de piedras en lo que acabará siendo un alud que derribará todo el este -lo consoló Agripa-. Ten paciencia, César. Lo conseguirás.

Gneo Domitio Ahenobarbo y Cayo Sosio llegaron a Roma en junio; ambos serían cónsules al año siguiente, algo parecido a un éxito para Antonio, ya que eran partidarios suyos. Aunque todos sabían que las elecciones estaban amañadas, ambos hombres causaron gran impresión con sus togas blanqueadas especialmente mientras caminaban para pedir votos.

La primera tarea de Ahenobarbo fue leer una carta de Marco Antonio al Senado que hizo con las puertas de la sala abiertas de par en par; era vital que el mayor número posible de visitantes del foro pudiesen escuchar lo que Antonio tenía que decir.

Teniendo en cuenta al autor, la carta era muy larga, cosa que llevó a Octavio (y a algunos a los que Antonio no les caía bien) a creer que su autor había tenido ayuda al redactarla. Naturalmente, tuvo que ser escuchada entera, cosa que significó un montón de ronquidos. Dado que él también había roncado en el pasado, Ahenobarbo era muy consciente de esa tendencia y sabía cómo tratarla. Había leído la carta muchas veces y señalado los pasajes que debían ser escuchados por los hombres bien despiertos. Por lo tanto, leía con voz monótona cuando el contenido carecía de importancia (una gran falta de aquella carta) o contenía términos tautológicos, mientras que en las partes importantes daba berridos que hacían sobresaltar y sacudir a los senadores, y continuaba así hasta el fin de esas partes, gritando con una voz famosa por su volumen. Luego volvía al tono monótono y todos podían disfrutar de una bonita siesta. Tanto los partidarios de Antonio como los de Octavio estaban tan agradecidos por esa técnica, que Ahenobarbo se ganó un montón de amigos.

Octavio estaba sentado en su silla curul de marfil delante de la tarima de los magistrados curules e intentaba con todas sus fuerzas mantenerse despierto. No obstante, ya que todos los senadores dormían, él se sentía moralmente respaldado para poder dormir también. El edificio estaba poco ventilado, a menos que un fuerte viento soplase entre las aberturas del triforio, algo que aquel día no sucedió, ya que era principios de verano. Sin embargo, para él era más fácil mantenerse despierto; tenía mucho en que pensar, y el fondo de suaves ronquidos no era un impedimento. Para él, el principio de la que sería la famosa carta era la parte más interesante.

– El este -decía Antonio (¿o Cleopatra?)-es fundamentalmente ajeno al mos maiorum romano, por lo tanto, no puede ser comprendido por los romanos. Nuestra civilización es la más avanzada del mundo; elegimos libremente a los magistrados que nos gobiernan, y para asegurarnos de que ningún magistrado comience a creerse indispensable, su duración en el cargo está limitada a un año. Sólo en tiempos de grandes peligros internos acudimos a prolongar un gobierno más dictatorial, como es este momento, cuando tenemos tres (perdón, dos, senadores, dos) triunviros para supervisar las actividades de los cónsules, pretores, ediles y cuestores, si no los tribunos déla plebe.

Vivimos bajo el imperio de la ley, cuyo proceso es fórmale imparcial…

Sonaron unas risas en las gradas; Ahenobarbo esperó a que se acabasen los ruidos, y luego continuó como si no hubiese sido interrumpido.

– … y claro en sus penas. No mandamos a la cárcel por cualquier crimen. Los delitos menores son resueltos con una multa, los mayores, incluida hasta la traición, con la confiscación de la propiedad y el exilio a una distancia determinada de Roma.

Ahenobarbo describió meticulosamente el sistema penal, las clases de ciudadano, las clases de gobierno romano en las ramas del ejecutivo y el legislativo, y el lugar de las mujeres en el orden romano de las cosas.

«Senadores, acabo de detallar el mos maiorum y, en efecto, la manera cómo un romano ve el mundo. Imaginaos entonces, si podéis, a un gobernador romano con imperium proconsular que se presenta en alguna provincia oriental como Cilicia, Siria o Pontus. Cree que su provincia piensa como los romanos, y cuando dispensa justicia o redacta edictos piensa en romano.

«Pero -rugió Ahenobarbo- Oriente no es romano, no piensa en romano. Por ejemplo, en ninguna parte sino en Roma los pobres son alimentados a expensas del Estado. Los pobres del este son considerados como una molestia, y se les deja morir de hambre si no pueden permitirse comprar pan. Los hombres y las mujeres están encerrados en terribles mazmorras, algunas veces por ofensas que un romano consideraría dignas de una nimia multa. Aquellos en la autoridad hacen lo que les place, porque las leyes son pocas, y cuando se presentan, a menudo resultan ser que se aplican de una manera diferente, según la posición económica o social del acusado…

– ¡Lo mismo es en Roma! -gritó Mesalla Corvino-. Marco Caco de la Subura pagará un talento en multas por vestir como una mujer y buscar clientes delante de Venus Erucina, mientras Lucio Cornelio Patricio sale indemne en más de una ocasión.

El Senado se sacudió de la risa; Ahenobarbo esperó, incapaz de suprimir su propia risa.

– Las ejecuciones son comunes. Las mujeres no tienen ciudadanía ni dinero. No pueden heredar, y lo que ganan ha de ser puesto a nombre de un hombre. Se pueden divorciar de ellas, pero ellas no pueden divorciarse de sus maridos. Los cargos oficiales pueden ser ocupados por elección, pero más habitualmente son ocupados por sorteo, y lo más común es que sea por derecho de nacimiento. Los impuestos se aplican de manera diferente a Roma, cada lugar tiene su propio sistema de impuestos.

A Octavio se le cerraron los párpados; era obvio que Antonio (o Cleopatra) estaba dispuesto a embarcarse en los detalles. La amplitud de ronquidos aumentó, Ahenobarbo comenzó a hablar con voz monótona.

– ¡Roma no puede gobernar directamente en Oriente! -vociferó Ahenobarbo-. ¡Se debe gobernar a través de clientes-reyes! ¿Qué es mejor, senadores? ¿Un gobernador romano que imponga la ley romana en personas que no la entienden, que dirige guerras que no benefician a las poblaciones locales y que engorda su propia bolsa, o un cliente-rey que aplica las leyes que su pueblo entiende y a quien no se le permite en absoluto ir a la guerra? Lo que Roma quiere del este son tributos, pura y llanamente. Una y otra vez ha sido demostrado más allá de cualquier duda que el tributo fluye mejor de un reino cliente que de un gobernador romano. Los clientes-reyes saben cómo exprimir a su gente, los clientes-reyes no provocan rebeliones.

De nuevo a la letanía; Octavio bostezó, los ojos llenos de lágrimas, y decidió hacer un poco de gimnasia mental sobre el tema de manchar la reputación de la reina Cleopatra. Estaba absorto en eso cuando Ahenobarbo comenzó a gritar.

– Intentar controlar el este con tropas romanas es idiota. ¡Se vuelven nativos, senadores! ¡Mirad lo que les pasó a las cuatro legiones de Gabiniani que quedaron de guarnición en Alejandría al servicio de su rey Ptolomeo Auletes! Cuando el difunto Marco Calpurnio Bibulo los llamó de servicio a Siria, se negaron a obedecer. Sus dos hijos mayores protegidos sólo por lictores insistieron. ¡Con el resultado que Gabiniani los asesinó, los hijos de un gobernador romano superior! La reina Cleopatra se comportó de manera ejemplar al ejecutar a los cabecillas y enviar a las cuatro legiones de regreso a Siria…

– ¡Vamos! -le interrumpió Mecenas despectivamente-. Cuatro legiones tienen un total de doscientos cuarenta centurias. Como Marco Antonio ya ha señalado, los centuriones son los oficiales de la legión. Divus Julius, se dice, lloró por la muerte de un centurión, pero no por la muerte de un legado. ¿Qué hizo Cleopatra? Las diez cabezas más incompetentes rodaron, pero los otros doscientos treinta centuriones nunca fueron enviados de regreso a Siria. ¡Los retuvo en Egipto para fortalecer su propio ejército!

– ¡Eso es mentira! -gritó Poplicola-. ¡Retira lo dicho, marica perfumado!

– Orden -dijo Octavio con voz cansada.

Los senadores guardaron silencio.

– Hay algunos lugares lo bastante romanizados o helenizados para aceptar el gobierno directo de Roma, que pueden ser vigilados por tropas romanas. Son Macedonia, incluida Grecia, y la costera Tracia, Bitinia y la provincia de Asia. En ninguna otra parte. ¡En ninguna otra parte! Cilicia nunca funcionó como una provincia, ni tampoco Siria desde que la creó Pompeyo Magno. Pero no hemos intentado incorporar lugares como Capadocia y Galacia como provincias; ¡ni debemos hacerlo! Cuando Pontus estaba gobernado como parte de Bitinia, el gobierno era un chiste, ¿Cuántas veces durante su mandato un gobernador de Bitinia fue alguna vez a Pontus? ¡Una o dos veces, como mucho!

«Ya llegamos -pensó Octavio, y se irguió-. Estamos a punto de escuchar las excusas de Antonio por sus acciones.»

– No pediré disculpas por mis disposiciones en el este -dijo Ahenobarbo en nombre de Antonio-, porque son las disposiciones correctas. He dado algunas de las anteriores posesiones directas de Roma al gobierno de nuevos clientes-reyes y fortalecido la autoridad de los que siempre han reinado. Antes de dejar mi presente triunvirato completaré mi trabajo dando toda la Anatolia, excepto la provincia de Asia y Bitinia, a los clientes-reyes, y también toda el Asia Menor. Serán gobernadas por hombres capaces íntegros y extremadamente leales a Roma.

Ahenobarbo hizo una pausa para tomar aliento y después continuó.

– Egipto -dijo, y dejó que la palabra cayese en el profundo silencio- es más un apéndice de Roma que cualquier otro reino oriental. Con esto quiero decir que es un primo hermano de Roma, demasiado entrelazado con el destino de Roma para ser un peligro. Egipto no tiene un ejército, ni tiene intensiones de conquista. Los territorios que he cedido a Egipto en nombre de Roma están mejor gobernados por Egipto, porque todos ellos una vez pertenecieron a Egipto durante siglos. Mientras el rey Ptolomeo César y la reina Cleopatra están ocupados estableciendo gobiernos estables en estos lugares, no se pagará ningún tributo a Roma, pero los tributos volverán a pagarse en alguna fecha futura.

– Qué consuelo -dijo Messala Corvino.

«Ahora la perorata», pensó Octavio. Sería breve, algo digno de agradecer. Ahenobarbo leía bien, pero una carta nunca podía reemplazar un discurso dado en persona. Sobre todo, por alguien como Antonio, un muy buen orador.

– Todo lo que quiere Roma de Oriente -tronó Ahenobarbo- son el comercio y los tributos. Mis disposiciones fortalecerán ambos.

Se sentó en medio de vivas y aplausos, aunque los trescientos que habían desertado de Antonio después del triunfo alejandrino y las Donaciones no vitorearon ni aplaudieron. Antonio los había perdido para su causa con la última sección de aquella carta, que todos los verdaderos romanos consideraban una prueba del dominio que ejercía Cleopatra sobre él. No hacía falta mucha imaginación para deducir que lo que quedaba de Analolia y el territorio de Asia Menor acabarían en poder de aquel maravilloso apéndice, aquel primo hermano, Egipto.

Octavio se levantó, acomodó los pliegues de la toga sobre su hombro izquierdo con la mano izquierda y se movió hasta que encontró aquel rayo de sol que entraba por un pequeño agujero en el techo. Una vez encontrado le iluminó brillantemente el pelo y, mientras se movía, él también se movió. Lo que nadie sabía, excepto Agripa, era que él había mandado hacer el agujero.

– Qué asombroso documento -dijo una vez hechas las salutaciones-. ¡Marco Antonio, aquella fabulosa autoridad en Oriente! Uno se siente tentado a decir que es un nativo del lugar. En naturaleza puede que lo sea, dado que es muy adicto a acostarse en divanes y de meterse uvas en la boca, tanto líquidas como sólidas, muy adicto a las bailarinas con pocas prendas y muy adicto a todas las cosas egipcias. Pero claro que puedo estar en un error, porque no soy una autoridad en el este. A ver, veamos… ¿cuántos años han pasado desde Filipos, después de cuya batalla Antonio se marchó al este? Nueve años, más o menos… En ese tiempo sólo ha hecho tres breves visitas a Italia, dos de ellas incluyeron un viaje a Roma. Sólo una vez se quedó en Roma durante un tiempo. Aquello fue hace cinco años, después de Tarentum, como bien recordaréis, padres conscriptos. A su regreso al este después de aquello dejó a mi hermana, su esposa, en Corcira. Estaba a punto de dar a luz, pero fue gracias al bueno de Cayo Fonteio, que la trajo de regreso a casa.

Muy bien, nueve años desde luego convierten a Marco Antonio en un experto en el este, eso lo admito. Durante cinco años ha mantenido a su esposa romana en casa, mientras que mantiene a su otra esposa, la Reina de las Bestias, tan cercana a su lado que no puede pasar mucho tiempo sin ella. Esa mujer ocupa el lugar de honor entre los clientes-reyes de Antonio, porque al menos ha demostrado su fuerza, su decisión. No puedo decir lo mismo del resto de sus clientes-reyes. Una pandilla que da pena. Amintas el escribiente, Tarcondimoto el bribón, Herodes el salvaje, el yerno de Antonio, Pitodoro el baboso griego, Cleón el tunante, Polemón el sicofante, Arquelao Sisenes el hijo de su amante. ¡Oh, podría seguir y seguir!

– ¡Vete y vete, Octavio! -gritó Poplicola.

– ¡César! Soy César. Sí, una pandilla de pena. Es verdad que los tributos comienzan a llegar por fin de la provincia de Asia, Bitinia y la Siria romana, pero ¿dónde están los tributos de cualquiera de los clientes-reyes de la penosa pandilla.

¿Sobre todo de aquella joya resplandeciente, la Reina de las Bestias? Uno cree que su dinero está mejor gastado en comprar pócimas para alimentar a Antonio, porque no puedo imaginarme que un Antonio sano y cuerdo diese el botín de Roma como regalo a Egipto. Ni dar todo el mundo al hijo de la Reina de las Bestias, y un patético esclavo.

Nadie lo interrumpió; Octavio hizo una pausa, se colocó otra vez en el foco de luz y esperó pacientemente un comentario que no llegó. Entonces continuó para hablar de las legiones y ofrecer su propia solución al problema de «hacerse nativo»; trasladar las legiones de guarnición en guarnición de una provincia a otra.

– No pretendo convertir vuestro día en un suplicio, mis compañeros senadores, así que concluiré diciendo que si las legiones de Marco Antonio (¡sus legiones!) se han vuelto nativas, ¿cómo espera que yo encuentre para ellos tierras de retiro en Italia? Imagino que se sentirían más felices si Antonio les encuentra tierras en Siria, o Egipto, donde al parecer tiene la intención de asentarse permanentemente.

Por primera vez desde que había ingresado en el Senado, diez años atrás, Octavio se sintió aplaudido de corazón; incluso algunos de los cuatrocientos partidarios de Antonio lo aplaudieron, mientras que sus propios seguidores y los trescientos neutrales lo ovacionaron de pie. Nadie, ni siquiera Ahenobarbo, se había atrevido a pitar. Había cortado demasiado cerca del hueso para permitírselo. Dejó el Senado del brazo de Cayo Fonteio, que se había convertido en cónsul sufecto en las calendas de mayo; él había abandonado su propio consulado di segundo día de enero, de la misma manera que Antonio lo había hecho el año anterior. Habría más cónsules sufectos, pero Fonteio continuaría en el cargo hasta final de año, todo un honor. El consulado se había convertido en un regalo del triunvirato.

Como si le hubiese leído la mente a Octavio, Fonteio exhaló un suspiro y dijo:

– Es una pena que hoy en día cada año haya tantos cánsales. ¿Te imaginas a Cicerón abdicando para que algún otro tuviese su turno?

– O Divus Julius -replicó Octavio con una sonrisa-. Estoy de acuerdo, a pesar de mi propia abdicación. Pero dejar que más hombres sean cónsules aparta las miradas de un triunvirato a largo plazo.

– Al menos no podrás ser acusado de ansias de poder.

– Mientras sea triunviro tengo el poder.

– ¿Qué harás cuando se acabe el triunvirato?

– Que se acaba al final de este año. Haré algo que no creo que Antonio haga: dejaré de usar mi título y colocaré mi silla curul en el primer banco. Mi auctoritas y dignitas son tan intocables que no sufriré por la carencia de un título. -Miró a Fonteio con una expresión astuta-. ¿Adónde vas desde aquí?

– Subiré al Carinae para visitar a Octavia -respondió Fonteio con toda tranquilidad.

– Entonces, si no te molesta, iré contigo.

– Estaré encantado, César.

Su recorrido a través del foro se vio demorado por las habituales multitudes que rodeaban a Octavio, pero cuando les hizo un gesto a los veinticuatro lictores que tenía entre él y Fonteio para que se abriesen paso sin hacer caso de la muchedumbre, la guardia germana cerró filas delante y detrás, y la marcha avanzó a paso rápido.

Al pasar por delante de la residencia del rex sacrorum en la Velia, Cayo Fonteio habló de nuevo.

– ¿César, crees que Antonio volverá alguna vez a Roma?

– Tú piensas en Octavia -dijo Octavio, muy consiente de lo que Fonteio sentía por ella.

– Sí, lo hago, pero más que en ella. ¿Es que él no ve que está perdiendo terreno cada vez más rápido? Sé de senadores que se han puesto físicamente enfermos cuando se enteraron del triunfo alejandrino y de las Donaciones.

– Ya no es el viejo Antonio, eso es todo.

– ¿Crees sinceramente lo que dijiste del poder que Cleopatra tiene sobre él?

– Confieso que comenzó como una maniobra política, pero es casi como si el deseo fuese padre del pensamiento. Su comportamiento es difícil de explicar en cualquier otra circunstancia que no sea por el dominio de Cleopatra (y por mucho que me esfuerzo no logro entender por qué ella tiene ese dominio). Aunque, por encima de todas las cosas, soy un pragmático, así que tiendo a descartar las estratagemas como las drogas, como algo imposible. -Sonrió-. Sin embargo, no soy una autoridad en el este, así que quizá tales pócimas existan.

– Comenzó en su último viaje, sino antes -señaló Fonteio-. Me abrió su corazón una noche de tormenta en Corcira; su soledad, su falta de piedad, su convicción de que había perdido su suerte. Incluso entonces creo que Cleopatra ya lo roía, pero no de una manera peligrosa. -Soltó una exclamación de desagrado-. ¡La reina de Egipto es una arpía! No me gusta. Pero claro que a ella tampoco le caí bien. Los romanos la llaman arpía, pero yo la veo más como una sirena; tiene la más bella de las voces, hechiza los sentidos, hace que uno crea todo lo que dice.

– Interesante -opinó Octavio, reflexivo-. ¿Sabías que han acuñado monedas con sus imágenes a ambos lados?

– ¿Juntos?

– Sí, juntos.

– Entonces está absolutamente perdido.

– Eso creo. Pero ¿cómo convenzo de ello a esos senadores con cerebro de mosquito? ¡Necesito pruebas, Fonteio, pruebas!

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