VI METAMORFOSIS

Del 29 la 27 a. J.C.

XXIX

Cuando los tres hijos de Cleopatra embarcaron para ir a Roma, al cuidado del liberto Cayo Julio Admeto, navegaron solos; como Divus Julius cuando había dejado Egipto, Octavio decidió que podía poner orden en Asia Menor y en Anatolia antes de regresar a Roma. Una parte estipulada del oro que había sido enviado al tesoro debía venderse para comprar plata destinada a acuñar denarios y sestercios: ni mucho ni poco. Lo que menos deseaba Octavio era una inflación después de tantos años de depresión.


Una tarea agotadora, mi dulce muchacha, y sin embargo creo que tú aprobarás mi lógica; la tuya es tu única rival. Guarda tus deseos en un lugar que no olvides, tenlos preparados para mí cuando regrese a casa. No durante muchos meses. Si arreglo Oriente correctamente, no necesitaré regresar allí en años.

Es difícil creer que la Reina de las Bestias esté muerta y en su tumba, para ser reducida a una efigie hecha con lo que parece pergamino pegado. Similar a las marionetas que tanto les gustan a la gente cuando los espectáculos ambulantes llegan a la ciudad. Vi algunas momias en Menfis, todas vendadas. Los sacerdotes no se mostraron muy dispuestos cuando les ordené que les quitasen las vendas, pero obedecieron porque no eran muertos de las clases más altas. Sólo un rico comerciante, su esposa y su gato. No acabo de decidir si es el músculo lo que desaparece o la grasa que se funde. Alguno de los dos lo hace, y dejan el rostro hundido, como le ocurre a Atico. Uno ve lo que es la reliquia de un ser humano, y puede nacer suposiciones sobre el carácter, la belleza, etc. llevaré algunas de estas momias a Roma y las exhibiré en un carro en mi desfile triunfal, junto con algunos sacerdotes para que el pueblo vea cada etapa de este horrible proceso. La Reina de las Bestias tiene el destino adecuado, pero pensar en Antonio me carcome. Sin duda, es un Marco Antonio momificado lo que ha estimulado la fascinación entre aquellos de nosotros que estábamos en Egipto. Proculeio me dice que Herodoto describió el proceso en su tratado, pero como lo escribió en griego, nunca lo he leído.

Dejé a Cornelio Gallo para que administre Egipto como prefecto. Se mostró muy complacido, tanto que el poeta ha desaparecido, al menos de momento. Sólo habla de las expediciones que quiere hacer: ir al sur, hacia Nubia, y más allá, hasta Meroé, al oeste, hasta el desierto eterno. También está convencido de que África es una isla enorme, y pretende navegar a su alrededor en los barcos egipcios que se construyen para ir a la India. No me importan estos entusiastas ensayos en la exploración, ya que lo mantendrán ocupado. Mucho mejor eso que saber que ha pasado su tiempo buscando alrededor de Menfis tesoros enterrados. Los asuntos del país están en las buenas manos de un grupo de funcionarios que escogí en persona.

Esta carta te llegará con los hijos pequeños de Cleopatra, un trío de Antonio en miniatura con un toque de Ptolomeo. Necesitan una fuerte disciplina que Octavia no está preparada para administrar, pero no me preocupa. Unos cuantos meses viviendo con Julio, Marcelo y Tiberio los moldeará. Después de eso, ya veremos. Confío en casar a Selene con un rey cliente cuando sea mayor, mientras que los chicos presentan un problema más difícil. Quiero que se borre todo recuerdo de sus orígenes, así que debes decirle a Octavia que Alejandro Helios se llamará de ahora en adelante Cayo Antonio y Ptolomeo Filadelfo se llamará Lucio Antonio. Lo que espero es que los chicos sean algo tontos. Como no confiscaré las propiedades de Antonio en Italia, y Iullo, Cayo y Lucio tendrán unos ingresos decentes. Por fortuna, muchos de ellos fueron vendidos por dinero, así que nunca serán inmensamente ricos ni, por lo tanto, un peligro para mí.

Sólo tres de los generales de Antonio fueron ejecutados. Son unos don nadie, nietos de hombres famosos muertos hace mucho tiempo. Los perdoné con la condición de que me prestasen juramento en una versión un tanto modificada. Esto no equivale a decir que sus nombres no aparecerán en mi lista secreta. A cada uno se les asignará un agente para que los vigile, por supuesto. Soy César, pero no César.

Como tú me has pedido algunas de las prendas y joyas de Cleopatra, mi querida Livia Drusilia, todo eso irá a Roma, pero para ser exhibidas en mi triunfo. Cuando se acabe, Octavia y tú podréis escoger algunos objetos, prendas y joyas, que compraré para vosotras, y de esta manera aseguraré que no se estafa al tesoro. No habrá más robos.

Cuídate. Te escribiré de nuevo desde Siria.


Desde Antioquía, Octavio fue a Damasco, y desde allí envió a su embajador al rey Fraates, en Seleucia del Tigris. El hombre, un pretendiente al reino parto llamado Arsaces, detestaba poner de nuevo la cabeza en la boca del león, pero Octavio se mostró firme. Como Siria estaba ocupada por las legiones romanas de un extremo a otro, Octavio estaba seguro de que el rey de los partos no haría ninguna tontería, incluido hacer daño al embajador del conquistador romano.

Así, mientras comenzaba el invierno al final de aquel año donde habían muerto los sueños de Cleopatra, Octavio se reunió con una docena de nobles partos en Damasco y forjó un nuevo tratado: todo al este del río Éufrates sería de dominio parto y todo al oeste del Éufrates estaría bajo el dominio romano. Las tropas armadas nunca cruzarían aquel gran río de agua azul lechoso.

– Habíamos escuchado que eras sabio, César -dijo el jefe de la embajada parta-, y nuestro nuevo pacto lo confirma.

Paseaban por los fragantes jardines por los que Damasco era famoso formando una pareja incongruente: Octavio, vestido con una toga con ribetes púrpuras, Taxiles, con una falda con volantes y una blusa, varios anillos de oro alrededor del cuello y un pequeño sombrero redondo sin alas con perlas incrustadas sobre sus tirabuzones negros.

– La sabiduría es, sobre todo, sentido común -respondió Octavio con una sonrisa-. He tenido una carrera con tantos altibajos que se hubiese hundido docenas de veces de no haber sido por dos cosas: el sentido común y la suerte.

– ¡Tan joven! -exclamó Taxiles maravillado-. Tu juventud fascina a mi rey por encima de todo lo demás.

– Treinta y tres el pasado septiembre -manifestó Octavio un tanto relamido.

– Estarás a la cabeza de Roma durante décadas.

– Absolutamente. ¿Espero poder decir lo mismo de Fraates?

– Sólo entre tú y yo, César, no. La corte ha sido un tumulto desde que Pacoro invadió Siria. Digo que habrá muchos reyes de Partia antes de que acabe tu reinado.

– ¿Se adherirán a este tratado?

– Sí, categóricamente. Los deja en libertad para ocuparse de sus pretendientes.


Armenia se había distanciado desde que había tenido lugar la guerra de Actium; Octavio comenzó el agotador viaje Éufrates arriba hacia Artaxata seguido por quince legiones, por lo que a algunos de los soldados les parecía una marcha que estaban condenados a repetir siempre. Pero aquélla iba a ser la última vez.

– Le he entregado la responsabilidad de Armenia al rey de los partos -le dijo Octavio a Artavasdes de Media- con la condición de que se quede en su lado del Éufrates. Tu parte del mundo es sombría porque está al norte de la cabecera del Éufrates, pero mi tratado fija el límite como una línea entre Colchis, en el mar Euxino, y el lago Matiane. Eso le da a Roma Carana y las tierras alrededor del monte Ararat. Te devuelvo a tu hija Iotape, rey de los medos, porque ella se casará con un hijo del rey de los partos. Tu deber es mantener la paz en Armenia y Media.


– Ya todo está hecho -le dijo Octavio a Proculeio-, sin pérdida de vidas o de miembros.

– No necesitabas ir a Armenia en persona, César.

– Es verdad, pero deseaba ver la disposición de la tierra por mí mismo. En los años futuros, cuando esté sentado en Roma, quizá necesite un conocimiento de primera mano de todas las tierras orientales. De lo contrario, algún nuevo militar hambriento de fama podría engañarme.

– Nadie hará nunca eso, César. ¿Qué harás con todos los clientes-reyes que se pusieron del lado de Cleopatra?

– Desde luego, no les exigiré dinero. Si Antonio no hubiese intentado cobrarles a estas personas un dinero que no tenían, las cosas podrían haber sido muy diferentes. Las disposiciones de Antonio son excelentes, y no veo ningún mérito en anularlas sólo para afirmar mi propio poder.

– César es un enigma -le dijo Estatilio Tauro a Proculeio.

– ¿Cómo es eso, Tito?

– No se comporta como un conquistador.

– No creo que él se vea a sí mismo como un conquistador. Sólo intenta acomodar las piezas de un mundo que pueda entregarle al Senado y al pueblo de Roma como un objeto acabado en todos los sentidos.

– ¡Ja! -exclamó Tauro-. ¡El Senado y pueblo de Roma, y un huevo! No tiene la intención de soltar las riendas. No, lo que me intriga, compañero, es cómo pretende gobernar, porque gobernar es lo que debe hacer.


Tenía su quinto consulado cuando acampó en el Campo de Marte acompañado por sus dos legiones favoritas, la vigésima y la vigésima quinta. Y estaba obligado a quedarse allí hasta haber celebrado sus triunfos, tres en total: por la conquista de Illyricum, la victoria en Actium y por la guerra en Egipto.

Aunque ninguno de los tres podía rivalizar con algunos de los triunfos del pasado, cada uno de ellos fue exagerado más que cualquier otro anterior cuando se trató de la propaganda. Sus Antonios eran viejos gladiadores; sus Cleopatras, gigantescas mujeres germanas que controlaban a sus Antonios con collares y correas de perros.

– ¡Maravilloso, César! -dijo Livia Drusilia cuando se acabó el triunfo por Egipto y su marido regresó a casa después del festín en Júpiter Óptimo Máximo.

– Sí, eso creo -replicó él, complacido.

– Por supuesto, algunos recordábamos a Cleopatra de sus días en Roma, y nos asombramos al ver cuánto se había crecido.

– Sí, ella le chupó la fuerza a Antonio y se hinchó de gloria.

– ¡Qué razón tienes!


Luego llegó el trabajo, que era lo que Octavio más amaba. Había salido de Egipto como propietario de setenta legiones, un total astronómico en el que sólo con el oro del tesoro de los Ptolomeo podía permitirse retirarse cómodamente. Después de un cuidadoso estudio había decidido que, en el futuro, Roma no necesitaría más de veintiséis legiones; ninguna de ellas estaría destinada en Italia o la Galia Cisalpina, y eso significaba que ningún ambicioso senador dispuesto a suplantarlo tendría a mano tropas. Además, estas veintiséis legiones constituían un ejército permanente que serviría bajo las águilas durante dieciséis años y bajo bandera durante otros cuatro. Cada una de las cuarenta y cuatro legiones que había licenciado fueron desparramadas de un extremo al otro del Mare Nostrum, en tierras confiscadas a las ciudades que habían respaldado a Antonio. Aquellos veteranos nunca vivirían en Italia.

La propia Roma había comenzado las transformaciones que había jurado Octavio: de ladrillos a mármol. Cada templo fue repintado con sus verdaderos colores, las plazas y los jardines fueron remodelados y el botín de Oriente fue utilizado para adornar templos, foros, circos y mercados. Maravillosas estatuas y pinturas, fabulosos muebles egipcios. Un millón de pergaminos fueron colocados en la biblioteca pública.

El Senado votó para Octavio toda clase de honores; él aceptó unos pocos y mostró su desagrado cuando insistieron en llamarlo «dux», líder. Octavio tenía algunos deseos secretos, pero no eran de dominio público; la última cosa que deseaba era parecer déspota. Por lo tanto, vivía como correspondía a un senador de su rango, pero nunca con excesos. Sabía que no podía continuar gobernando sin el apoyo del Senado, pero, sin embargo, también sabía con la misma certeza que de alguna manera tenía que ejercer un control sobre él sin parecer que lo hacía. Lo ayudaba a controlar el fisco y el ejército, dos poderes que no se podían fijar, pero no le daba ni una pizca de inviolabilidad personal. Para eso necesitaba los poderes de un tribuno de la plebe, y no durante un año o una década, sino para toda la vida. Con ese fin tenía que trabajar poco a poco hasta obtener el más grande de todos los poderes: el de veto. Él, el menos musical de todos los hombres, tenía que cantarle al Senado una canción de sirena tan seductora que lo obligara a permanecer en sus remos para siempre…


Cuando Marcela cumplió los dieciocho años se casó con Marco Agripa, cónsul por segunda vez; seguía enamorada de su serio y poco comunicativo héroe, y entró en el matrimonio convencida de que ella lo cautivaría.

La guardería de Octavia no parecía nunca reducir su tamaño, a pesar de la partida de Marcela y Marcelo, los dos mayores. Tenía a Iullo, Tiberio y Marcia, todo de catorce años; Cellina, Selene, el mellizo de Selene, el ahora llamado Cayo Antonio y Druso, de doce años, Antonia y Julia, de once; Tonilla, de nueve; el ahora llamado Lucio Antonio, de siete, y Vipsania, de seis. En total, doce niños.

– Lamento ver marchar a Marcelo -le dijo Octavia a Cayo Fonteio-, pero tiene su propia casa y debe vivir allí. Será un contubernalis en la plana mayor de Agripa el año que viene.

– ¿Qué hay de Vipsania ahora que Agripa está casado?

– Se quedará conmigo; creo que es una buena decisión. Marcela no querrá un recordatorio de sus últimos años en la guardería, y Vipsania lo sería. Además, Tiberio se mostrará abatido.

– ¿Cómo están los hijos sobrevivientes de Cleopatra? -preguntó Fonteio.

– ¡Mucho mejor!

– Así que Cayo y Lucio Antonio, así llamados, al final se cansaron de verse zurrados por Tiberio, lullo y Druso.

– Una vez que me decidí a hacer ojos ciegos, sí. Ése fue un buen consejo, Fonteio, aunque no me gustó mucho en su momento. Ahora, lo único que me queda por hacer es convencer a Cayo Antonio de que no coma demasiado; ¡oh, es un glotón!

– También lo era su padre en muchas maneras.

Fonteio apoyó la espalda en una columna de los nuevos y preciosos jardines que Livia Drusilia había creado alrededor de los viejos estanques de carpas de Hortensio y cruzó los brazos un tanto a la defensiva. Ahora que Marco Antonio estaba muerto y su tumba en Alejandría sellada para siempre había decidido probar suerte con Octavia, que había tenido muchos años para llorar a su último marido. A los cuarenta años, probablemente habían pasado sus días fértiles, y la guardería no recibiría más miembros, a menos que hubiese nietos. ¿Por qué no intentarlo? Ella y él habían sido tan buenos amigos que había superado la convicción de que ella lo rechazaría por respeto a la memoria de Antonio.

«¡Qué hombre tan apuesto!», pensaba ella mientras lo miraba, segura de que él tenía algo en mente, según su intuición.

– Octavia… -dijo él, y se detuvo.

– ¿Sí? -lo animó ella, curiosa-. ¡Dime!

– Sin duda, tú sabes lo mucho que te quiero. ¿Te casarías conmigo?

La sorpresa dilató sus pupilas y tensó su cuerpo. Ella suspiró y sacudió la cabeza.

– Te agradezco la oferta, Cayo Fonteio, y sobre todo el amor, pero no puedo.

– ¿No me amas?

– Sí, te amo. Ha crecido en mí año tras año, y tú eres muy paciente. Pero no puedo casarme contigo, o con nadie más.

– Por el imperator César -dijo él, la voz tensa.

– Sí, por el imperator César. Me ha mostrado a todo el mundo como epítome de la devoción de la esposa, del cuidado maternal. ¡Qué bien recuerdo cómo reaccionó cuando nuestra madre cayó en desgracia! Si me casase de nuevo. Roma se llevaría una desilusión.

– Entonces, ¿podemos ser amantes?

Ella se lo pensó, su generosa boca curvada en una sonrisa

– Se lo preguntaré, Cayo, pero su respuesta será no.

– ¡Pregúntaselo de todas maneras! -Él fue a sentarse en el borde de un estanque, sus hermosos ojos llenos de luz, la boca sonriente-. Necesito una respuesta, Octavia, incluso si es un no. Pregúntaselo ahora.


Su hermano estaba trabajando en su escritorio, ¿cuándo no lo estaba? Él la miró, el entrecejo fruncido.

– ¿Puedo verte en privado, César?

– Por supuesto. -Un gesto hizo que los escribientes saliesen a la carrera-. ¿Y bien?

– He recibido una propuesta de matrimonio.

Esto provocó un gesto de desagrado.

– ¿De quién?

– Cayo Fonteio.

– ¡Ah! -Él unió los dedos-. Un buen hombre, uno de mis más leales partidarios. ¿Quieres casarte con él?

– Sí, pero sólo con tu consentimiento, hermano.

– No puedo consentir.

– ¿Por qué?

– ¡Oh, vamos, Octavia, tú sabes por qué! No es ese casamiento contigo lo que lo pone a él tan alto, es que a ti te pone en una posición muy baja.

Se hundieron sus hombros; se sentó en una silla y agachó la cabeza.

– Sí, lo comprendo. Pero es muy duro, pequeño Cayo.

El nombre infantil trajo lágrimas a sus ojos; él las contuvo.

– ¿Duro, hasta qué punto? -preguntó él.

– Me gustaría mucho casarme. Te he dado tantos años de mi vida, César, sin quejarme y sin expectativas de recompensa. Te permití elevarme a un nivel que me equipara a las vestales. Pero todavía no estoy decrépita, y siento que me merezco alguna recompensa. -Ella alzó la cabeza-. Yo no soy tú, César. No deseo estar en una posición más alta que todos los demás. Quiero sentir de nuevo el abrazo de un hombre. Quiero ser deseada y necesitada de una manera más personal que por los niños.

– No es posible -dijo él entre dientes.

– Entonces, ¿qué pasa si nos hacemos amantes? En secreto y con la más absoluta discreción. ¡Al menos dame eso!

– Me gustaría, Octavia, pero vivimos en una piscina transparente. Los sirvientes hablan, mis agentes hablan. No puede ser.

– ¡Sí que puede ser! Los rumores nos rodean incesantemente (tus amantes, mis amantes), Roma hierve. ¿No crees que Roma ya no tiene a Fonteio por mi amante cuando pasamos tanto tiempo juntos? ¿Qué cambiaría, excepto que una ficción se convertiría en un hecho? Es algo tan viejo y gastado, César, que apenas si vale mencionarlo.

Él la escuchó con una expresión inescrutable, los párpados bajados; ahora los abrió y le dedicó la más dulce de las sonrisas del pequeño Cayo.

– Muy bien, acepta a Fonteio como tu amante. Pero a ninguno más, y nunca públicamente de mirada, gesto o palabra. No me gusta la perspectiva, pero no tienes ni una pizca de promiscuidad en tu cuerpo. -Descargó una palmada en las rodillas-. Llamaré a Livia Drusilia. Su ayuda no tiene precio.

Octavia se encogió.

– ¡César, no! ¡Nunca lo aprobaría!

– Te equivocas, lo hará. Livia Drusilia nunca olvida que hay una madre en nuestra familia.


La última parte del año estuvo llena de crisis que Octavio y Agripa no habían previsto. Como siempre, una familia importante estaba en la raíz de ellas, y aquella vez les tocaba a los Licinio Craso. Era una familia tan antigua como la República, y su actual líder hizo un intento de hacerse con el poder, tan astuto él que no veía cómo podía fracasar. Pero aquel advenedizo trató con Octavio brillantemente, constitucionalmente y a través del Senado, que Marco Licinio Craso había asumido que le daría apoyo. No lo hizo. Licinia, la hermana de Craso, era la esposa de Cornelio Gallo, y de esta manera vinculaba a Cornelio Gallo a los acontecimientos. Cuando había sido gobernador de Egipto había conseguido grandes hazañas como explorador su éxito se le subió a la cabeza de tal manera que había escrito aquéllas en las pirámides, en los templos de Isis y Hathor y en varios monumentos de Alejandría. También había eregido gigantescas efigies de sí mismo en todas partes, una acción prohibida a todos los romanos, cuyas estatuas nunca podían exceder el tamaño de un hombre. Incluso Octavio se cuidaba de respetar esa regla; que su amigo y partidario Gallo no lo hiciera fue toda una sorpresa. Llamado a Roma para responder de sus hechos, Cornelio Gallo y su esposa se suicidaron a mitad del juicio por traición ante el Senado.

Octavio, que nunca pasaba por alto tales lecciones, mandó a Egipto a hombres comunes de baja cuna a partir de aquel momento, y se aseguró que los ex cónsules que gobernaban provincias fuesen enviados a regiones carentes de grandes ejércitos. Los ex pretores heredaron los ejércitos, y, dado que querían ser cónsules, era más probable que supiesen comportarse. Los triunfos serían sólo para la propia familia de Octavio, para nadie más.


– Astuto -afirmó Mecenas-. Tus ovejas senatoriales se comportaron como corderos: bee, bee, bee.

– La nueva Roma no puede dejar que prosperen los hombres ambiciosos que puedan desplegar sus colores a los caballeros y mucho menos a los plebeyos. Dejemos que ganen sus laureles militares, pero al servicio del Senado y el pueblo de Roma, no para el alarde de sus propias familias -dijo Octavio-. Tengo una solución para castrar a la nobleza, y no importará que sean viejos o nuevos. Podrán vivir como quieran, pero nunca alcanzarán la fama pública. Les permitiré las barrigas, pero nunca la gloria.

– Necesitas otro nombre, además de César -señaló Mecenas con la mirada puesta en un hermoso busto de Divus Julius saqueado del palacio de Cleopatra-. No se me ha escapado que no te interesa ser llamado dux o príncipe. Es mejor que desaparezca lo de imperator y Divi Filius ya no es necesario. Pero ¿qué nombre?

– ¡Rómulo! -gritó Octavio, ansioso-. ¡César Rómulo!

– ¡Imposible! -chilló Mecenas.

– ¡Me gusta Rómulo!

– Puede gustarte todo lo que quieras, César, pero es el nombre del fundador de Roma y el primer rey de Roma.

– ¡Quiero que me llamen César Rómulo!

Una postura de la que Octavio se negó a moverse, por mucho que lo intentaron Mecenas y Livia Drusilia. Por fin fueron a ver a Marco Agripa, que estaba en Roma esos días porque había sido cónsul el año anterior y lo sería de nuevo en el siguiente.

– ¡Marco, convéncelo de que no puede ser Rómulo!

– Lo intentaré, pero no puedo prometeros nada -respondió Agripa.

– No sé a qué viene todo este escándalo -manifestó Octavio de mal humor cuando se lo plantearon-. Necesito un nombre de acuerdo a mi posición, y no se me ocurre ningún otro tan bueno como Rómulo.

– ¿Cambiarías de opinión si alguien encontrase un nombre mejor?

– ¡Sí, por supuesto! ¡No soy ciego a las implicaciones reales de Rómulo!

– Encuéntrale un nombre mejor -le dijo Agripa a Mecenas.

Fue Virgilio el poeta quien lo encontró.

– ¿Qué te parece Augusto? -preguntó Mecenas con delicadeza.

Octavio parpadeó.

– ¿Augusto?

– Sí, Augusto.

– Significa el más alto de los altos, el más glorioso de los gloriosos, el más grande de los grandes. Además, nunca ha sido utilizado como apellido por ninguno; nadie en absoluto.

– Augusto. -Octavio pronunció el nombre como si lo saborease-. Augusto… sí, me gusta. Muy bien, que sea Augusto.


El 13 de enero, cuando Octavio tenía treinta y cinco años y era cónsul por séptima vez, reunió al Senado.

– Es hora de que ceda todos mis poderes -les dijo-. Los peligros han pasado. Marco Antonio, pobre tonto, lleva muerto dos años y medio, y con él, la Reina de las Bestias, que lo corrompió vilmente. Los pequeños sustos y terrores pasajeros del momento también han muerto, no son nada comparados con el poder y la gloria de Roma. He sido el fiel guardián de Roma, su infatigable adalid. Por lo tanto, en este día, padres conscriptos, os comunico que cedo todas mis provincias: las islas del trigo, las Hispanias, las Galias, Macedonia y Grecia, la provincia de Asia, África, Cyrenaica, Bitinia y Siria. Las entrego al Senado y al pueblo de Roma. Todo lo que deseo mantener es mi dígnitas, que representa mi estatus como consular, como vuestro princeps senatus, y mi rango personal como tribuno honorario de la plebe.

El Senado estalló en un rugido espontáneo.

– No, no -resonó en los oídos de Octavio desde todas partes, un rugido machacante.

– ¡No, gran César, no! -llegó la voz de Planeo, la más sonora-. ¡Mantén en tus leales manos a Roma, te lo rogamos!

– ¡Sí, sí, sí! -se oía desde todas partes.

La farsa continuó durante unas horas, Octavio intentando decir que ya no era necesario y el Senado insistiendo en que lo era. Por fin, Planeo, el eterno chaquetero, suspendió la sesión sin resolver el asunto hasta que el Senado volviese a reunirse dentro de tres días.

El 16 de enero el Senado, en la persona de Lucio Munatio Planco, se dirigió a su mayor luminaria.


– César, tu mano siempre será necesaria -manifestó Planeo, con su tono más melifluo-. Por lo tanto, te rogamos que mantengas tu imperium maius sobre todas las provincias de Roma y continúes como su cónsul superior durante el futuro. Tu escrupulosa atención hacia el bienestar de la República no se nos ha pasado por alto, y nos congratulamos de que, bajo tu cuidado, la República haya recibido un nuevo impulso, rejuvenecida para siempre.

Así continuó durante otra hora, y llegó al final con una voz estruendosa que resonó en toda la cámara.

– Como manera especial de darte las gracias de esta cámara deseamos otorgarte el nombre de César Augusto y recomendar una ley por la que ningún otro hombre pueda volver a utilizarlo. ¡César Augusto, el más alto de los altos, el más valiente de los valientes! ¡César Augusto, el hombre más grande en la historia de la República romana!

– Acepto.

«¿Qué otra cosa se podía decir?»

– ¡César Augusto! -gritó Agripa, y lo abrazó.

El primero entre sus partidarios, el primero entre sus amigos.


Augusto salió de la Curia Hostilia como Divus Julius rodeado por una multitud de senadores, pero del brazo de Agripa. En el vestíbulo abrazó a su esposa y a su hermana, y luego avanzó hasta el borde de las escalinatas y levantó ambos brazos para saludar a la multitud que lo aclamaba.

«Siempre ha habido un Rómulo -pensó-. Soy Augusto, y único.»

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