V GERRA

Del 32 al 30 a. J.C.

XXIII

– Tus actos continúan sin ser ratificados -dijo Cleopatra, que leía la carta de Ahenobarbo en voz alta-. Comencé a machacar en el Senado en el momento en que asumí el cargo de primer cónsul, pero Octavio tiene a un dócil tribuno de la plebe, Marco Nonio Balbo, de esa odiosa familia picentina, que no deja de vetar todo lo que intento hacer por ti. Después, cuando le entregué las fasces a Sosio en las calendas de febrero, presentó una moción de censura contra Octavio, al que acusó de impedir todas tus reformas en Oriente. Tres oportunidades para adivinar qué pasó: Nonio vetó la moción. -Ella dejó la carta, los ojos dorados fijos en Antonio con aquella feroz y fría llama de la leona a punto de atacar-. La única manera que tienes de recuperar tu posición en Roma es marchar contra Octavio.

– Si lo hago, seré el agresor en una guerra civil. Seré un traidor y me declararán hostis.

– ¡Tonterías! Sila lo hizo. César también. Ambos acabaron gobernando Roma. Si lo miramos bien, ¿qué es un hostis? Un decreto que no tiene ningún poder real.

– Sila y César gobernaron ilegalmente como dictadores.

– ¡Cómo se gobierna no tiene importancia, Antonio! -replicó Cleopatra.

– Yo abolí la dictadura -afirmó Antonio, empecinado.

– ¡Entonces, cuando hayas derrotado a Octavio, vuelve a convertirla en legal! Sólo como una medida temporal, querido -dijo con un tono lisonjero-. Sin duda has de comprender, Antonio, que si no detienes a Octavio presentará una moción para que tus actos en Oriente sean anulados, y no habrá ningún valiente tribuno de la plebe que lo vete. -Soltó un bufido, los ojos refulgentes-. También pedirá que Egipto sea anexado como una provincia de Roma.

– ¡No se atrevería! Ni yo permitiré que se anulen mis disposiciones -afirmó Antonio entre dientes.

– Tendrás que ir a Roma en persona para reforzar a quienes te respaldan; en estos días están flaqueando -señaló Cleopatra-. Si haces el viaje, será mejor que te lleves a un ejército contigo.

– Octavio cederá. No puede continuar con los vetos.

El tono de duda en la voz de Antonio avisó a Cleopatra de que comenzaba a ganar la discusión. Había abandonado su plan de convencer a Antonio para que invadiese Italia sin más; podía ver a Octavio como su enemigo, pero nunca, al parecer, a Roma. Alejandría y Egipto tenían un lugar en su corazón, pero junto a Roma, no en lugar de Roma. Bueno, que así fuese. No importaba el motivo siempre que Antonio decidiese moverse. Si no lo hacía, ella no sería nada, como Antonio le había dicho. Sus agentes en Roma le habían informado de que Octavio había instalado a todos sus veteranos en buenas tierras en Italia y la Galia Cisalpina y que disfrutaba de la aprobación de la mayoría de los italianos. Pero todavía no podía dominar al Senado más allá de interponer un veto tribunicio; entre los cuatrocientos leales a Antonio y los trescientos neutrales, Antonio todavía tenía una ventaja sobre él. Pero ¿era suficiente esa ventaja?

– De acuerdo -dijo Antonio varios días más tarde, molesto más allá de lo soportable-. Moveré mis ejércitos y mis flotas más cerca de Italia. Éfeso. -Miró a Cleopatra de soslayo-. Eso, todo sea dicho, si tengo el dinero. Es tu guerra, faraón, así que tú pagas por ella.

– Pagaré con alegría siempre que compartamos el mando. Quiero asistir a todos los consejos de guerra, quiero dar mi opinión, quiero el mismo nivel que tú. Eso significa que mi opinión contará más que la de cualquier romano excepto la tuya.

Lo abrumó un profundo cansancio; ¿por qué siempre tenía que haber condiciones? ¿Es que nunca se vería libre de Cleopatra la dominatrix? Ella podía ser tan seductora, tan suave, tan buena compañía. Pero cada vez que creía que había ganado ese lado de ella, aparecía su cara más fea. Ansiaba el poder más que cualquier hombre que él hubiese conocido, de César a Cayo. ¡Y todo por el hijo de César! Dotado más allá de lo imaginable, intuía que todavía no iba detrás del poder. ¿Qué haría ella cuando Cesarión rechazase el destino esculpido por Cleopatra? Ella no sabía nada del chico, nada.

Tampoco sabía nada de los hombres romanos, porque sólo había conocido a dos a fondo. Ni César ni Antonio eran los típicos hombres romanos, como ella descubriría si insistía en compartir el mando. Su sentido de juego limpio le decía que ella debía tener el mando compartido, porque financiaba la empresa, pero ninguno de sus hombres le otorgaría tal privilegio. Abrió la boca con la intención de decir lo que pasaría inevitablemente; luego, la cerró sin pronunciar las palabras. Su rostro mostraba una expresión tan dura que delataba que no estaba dispuesta a escuchar ninguna réplica; en sus ojos se intuía una tormenta. Si él intentaba decirle lo que la experiencia demostraría, tendrían una pelea más de las muchas que acostumbraban a tener. ¿Había nacido alguna vez un hombre que pudiese enfrentarse con éxito a aquella mujer que tenía un poder ilimitado? Antonio lo dudaba. Quizá el difunto César, pero él la había conocido cuando ella era muy joven y había establecido un predominio que ella no sabía cómo destruir. Ahora, años más tarde, estaba hecha de piedra. Ella había visto a Antonio mucho peor en su nadir, empapado en vino hasta el punto del coma, y había interpretado aquel episodio como una demostración de debilidad en el fondo. Sí, él podía acobardarla al recordarle que ella no tenía ejército o marina para conseguir sus fines, pero al día siguiente Cleopatra volvería al ataque y de nuevo comenzaría a incordiarlo.

«Estoy atrapado -pensó-, enganchado en la telaraña que ha tejido, y no hay manera de librarme sin abandonar mi propia apuesta por el poder. Hasta cierto punto, ambos queremos la misma cosa: la destrucción de Octavio. Pero ella irá mucho más lejos, intentará destruir la propia Roma. No dejaré que haga eso; sin embargo, en este mismo momento no puedo oponerme a ella. Debo esperar mi oportunidad, aparentar que le doy todo lo que ella quiere, incluido el mando compartido.»

– De acuerdo -dijo con un tono que pareció decisivo.

«Que todo sea como Cleopatra quiere, por el momento. La experiencia le demostrará que en una tienda de mando de hombres romanos la rechazarán. Sin embargo, ¿podré yo rechazarla? Vivir con ella, dormir en la misma cama.» El tiempo le enseñaría cómo hacerlo.

– Tú quieres compartir el mando. Quieres ser igual que yo en los consejos de guerra -contuvo un sollozo-. Estoy de acuerdo -repitió.

Finalmente quemó sus naves. «Que todo sea como Cleopatra quiere.» Quizá entonces tendría paz.

Se sentó de inmediato para escribirle a Ahenobarbo, y utilizó su difunto título de triunviro; puso sus exigencias al Senado y al pueblo de Roma: autoridad absoluta en Oriente, que debía estar divorciada de la supervisión senatorial en todos los aspectos; el derecho a imponer tributos como considerase adecuado; el nombramiento de clientes-soberanos; el mando de cualquier legión que Roma pudiese enviar al este del río Drina; la ratificación de todas sus acciones, y la ratificación de las tierras y títulos que había otorgado al rey Ptolomeo César, a la reina Cleopatra, al rey Ptolomeo Alejandro Helios, a la reina Cleopatra Selene y al rey Ptolomeo Filadelfo.


He nombrado al rey Ptolomeo César rey de reyes y regente del mundo. Nadie puede desdecirme. Además, le recuerdo al Senado y al pueblo de Roma que el rey Ptolomeo César es el hijo legítimo de Divus Julius y su heredero por ley. Quiero que esto sea reconocido formalmente.


Cleopatra estaba entusiasmada; su cara más horrible desapareció al instante.

– ¡Oh, mi queridísimo Antonio, temblarán de miedo!

– ¡No, se cagarán encima, mi encantadora dama! Ahora dame mil besos.

Ella se los dio, ardiente, apasionada con la victoria. ¡Ahora comenzarían a pasar cosas! Antonio iba a la guerra; su carta al Senado era un ultimátum.

Dos documentos viajaron a toda velocidad a Roma: la carta y la última voluntad y testamento de Marco Antonio. Cayo Sosio dejó la voluntad con las vírgenes vestales, custodias de todos los testamentos de los ciudadanos romanos; el testamento de un hombre era sagrado, no se podía abrir hasta después de su muerte, y las vestales habían guardado los testamentos de los hombres desde el tiempo de los reyes. Pero cuando Ahenobarbo rompió el sello de la carta de Antonio y la leyó, dejó caer el pergamino como sí fuese un hierro al rojo. Pasó algún tiempo antes de que se lo pudiese entregar sin decir palabra a Sosio.

– ¡Dioses! -susurró Sosio, que también la dejó caer-. ¿Está loco? ¡Ningún romano tiene autoridad para ser ni siquiera la mitad de eso! ¿Un bastardo de César rey de Roma? Eso es lo que quiere decir, Gneo, eso es lo que quiere decir. ¿Cleopatra gobernando en nombre de un bastardo? ¡Oh, debe de estar loco!

– Si no es eso, es que vive drogado. -Ahenobarbo tomó una decisión-. No la leeré, Cayo, no lo haré. La quemaré y en cambio daré un discurso. ¡Júpiter! ¡Cuánta munición le daría a Octavio! Haría que todo el Senado se pusiese de su parte sin tener que levantar ni un dedo.

– ¿No crees que Antonio escribió esto para hacer precisamente eso? -señaló Sosio con voz titubeante-. Es una declaración de guerra.

– Roma no necesita una guerra civil -afirmó Ahenobarbo con voz cansada-, aunque sospecho que a Cleopatra le encantaría. ¿No lo ves? Antonio no escribió esto, lo hizo Cleopatra.

Sosio se sentó, tembloroso.

– ¿Qué hacemos, Ahenobarbo?

– Lo que dije. Quemaremos la carta y daré el discurso de mi vida a aquellos patéticos viejos chochos del Senado. Nadie debe saber nunca el dominio total que Cleopatra tiene sobre Antonio.

– Defender a Antonio hasta el final, sí. Pero ¿cómo conseguimos librarlo de las manos de Cleopatra? Está demasiado lejos; ¡oh, el maldito Oriente! Es como perseguir un arco iris. Dos años atrás todo apuntaba como si volviese la prosperidad; los recaudadores de impuestos y los empresarios estaban entusiasmados. Pero en los últimos meses he notado un cambio -comentó Sosio-. Los clientes-reyes de Antonio están apartando el comercio de Roma y lo reemplazan con los suyos. Además, han pasado dieciocho meses sin que el tesoro haya recibido ningún tributo oriental.

– Cleopatra -afirmó Ahenobarbo con voz grave-. Es Cleopatra. Si no podemos apartar a Antonio de esa mujer, estamos perdidos.

– También él.


Para mediados de verano, Antonio había trasladado su enorme maquinaria de guerra desde Carana y Siria hasta Éfeso. La caballería, las legiones, los equipos de asedio y la caravana de suministros avanzaron lentamente a través de la Anatolia central, y finalmente llegaron, a lo largo de los meandros del río Maeander, a Éfeso, donde los campamentos se instalaron alrededor de la bella y pequeña ciudad más allá de lo que alcanzaba a ver el ojo más agudo. La multitud de hombres, animales y aparatos se acomodaron lentamente mientras los mercaderes y agricultores locales hacían lo posible por obtener algún tipo de beneficio del desastre que significaban los campamentos militares. La tierra fértil donde había crecido el trigo y pastado las ovejas era convertida en polvo o barro improductivo, según el tiempo, mientras que los legados menores de Antonio, un grupo poco comprensivo, empeoraba las cosas al negarse a discutir los problemas con ningún representante local. Los robos y las violaciones aumentaron rápidamente; también los asesinatos y las palizas de venganza, la resistencia activa y pasiva a los invasores. Subieron los precios. La disentería se hizo endémica. Estas eran las razones por las que, en un tiempo no muy lejano, cualquier gobernador había hecho una fortuna con la amenaza de acampar a sus legiones en una ciudad a menos que ésta le pagase entre cien y mil talentos. Así las cosas, los horrorizados ciudadanos se habían apresurado a pagar.

Antonio y Cleopatra viajaron en el Filopátor, ahora anclado en la bahía de Éfeso para maravilla de todos. Allí, Antonio dejó a su esposa y su barco para embarcarse en una nave más pequeña para ir a Atenas, donde tenía asuntos pendientes, le dijo a Cleopatra. La reina descubrió que no podía retener a ese sobrio Antonio de la manera que lo había hecho en Alejandría; Éfeso era territorio romano, y allí, ella, no era reina, como tampoco lo habían sido sus antepasados. Por lo tanto, no había ninguna tradición de inclinarse ante Egipto. Cada vez que dejaba el palacio del gobernador para inspeccionar la ciudad o algunos de los campamentos, los hombres la miraban como si los hubiese ofendido. Tampoco podía castigarlos por su rudeza. Publio Canidio era un viejo amigo, pero el resto de los comandantes y sus legados, que abarrotaban Éfeso, la consideraban como un chiste o un insulto. ¡Nada de obsecuencia en la provincia de Asia!

Desde el día antes de zapar con el Filopátor estaba triste: Cesarión la había sometido a una inoportuna y desagradable escena. Se quedaba atrás para gobernar Egipto, una tarea que no deseaba, y no porque ansiase ir a la guerra con su madre y su padrastro; la razón de su ausencia era el problema de raíz.

– Mamá -le dijo a Cleopatra-, ¡esto es una locura! ¿No lo ves? ¡Estás desafiando al poder de Roma! Sé que Marco Antonio es un gran general y tiene un gran ejército, pero si todos sus recursos entran en juego, Roma no puede ser derrotada. Le llevó ciento cincuenta años aplastar Cartago, pero Cartago fue aplastada, ¡tanto, que nunca más se volvió a levantar! Roma es paciente, pero no le llevará ciento cincuenta años aplastar Egipto y el este de Antonio. ¡Por favor, te lo ruego, no le ofrezcas a César Octavio la oportunidad de venir al este! Considerará la concentración de todas las fuerzas de Antonio en Éfeso, tan apartado de cualquier región con problemas, como una declaración de guerra. ¡Por favor, por favor, mamá, te lo ruego, no hagas esto!

– Tonterías, Cesarión -replicó ella sin inmutarse mientras iba de aquí para allá para supervisar la preparación de sus equipajes-. Antonio no puede ser derrotado en tierra o mar, me he asegurado de eso al darle un inmenso cofre de guerra. Si nos demoramos. Octavio ganará fuerzas.

Él estaba junto a un reciente busto de sí mismo que su madre le había encargado a Doroteo de Afrodísias, y se duplicaba inconscientemente en los ojos de su madre. Choerilo había pintado el busto y había reproducido a la perfección cada matiz de la piel y del pelo y delineado los ojos de una forma brillante. La escultura parecía tan viva que en cualquier momento se podía esperar que abriese los labios y hablase, pero la realidad era que, junto a ella, tan apasionada y vivaz, se reducía a la insignificancia.

– Mamá -perseveró-, Octavio ni siquiera ha comenzado a utilizar sus recursos. Por mucho que quiera a Marco Antonio, no es rival de Marco Agripa en tierra o mar. Octavio puede ocupar la tienda de mando, pero dejará la conducción de la guerra a Agripa. ¡Te lo advierto, Agripa es el eje de todo! ¡Es formidable! Roma no ha producido otro igual desde mi padre.

– ¡Oh, Cesarión! Te preocupas tanto que ya no te haré ningún caso. -Cleopatra hizo una pausa, con una de las túnicas favoritas de Antonio en sus manos-. ¿Quién es este Marco Agripa? Un don nadie. ¿Un rival de Antonio? Definitivamente, no.

– Entonces, al menos tendrías que quedarte aquí en Alejandría -le suplicó el chico.

Ella lo miró, asombrada.

– ¿En qué estás pensando? Yo pago por esta campaña, y eso significa que soy socia de Antonio en la empresa. ¿Crees que soy una novicia en el arte de la guerra?

– Sí, lo creo. Tu única experiencia fue cuando estabas en el monte Casio a la espera de Achillas y su ejército. Fue mi padre quien te libró de aquel embrollo, no tu inexistente capacidad militar. Si acompañas a Marco Antonio, sus colegas romanos creerán que está sometido a tu control, y te odiarán. Los romanos no están acostumbrados a tener extranjeros en su tienda de mando. No soy un tonto, mamá. Sé lo que dicen en Roma de ti y de Antonio.

– ¿Qué dicen de nosotros en Roma?

– Que eres una hechicera, que has hechizado a Antonio, que él es tu juguete, un títere. Que tú lo empujas a enfrentarse al Senado y al pueblo. Que si no fuese tu marido, nada de lo que ha ocurrido hubiese pasado -manifestó Cesarión valientemente-. Te llaman la Reina de las Bestias, y te consideran la responsable de todo esto, no a Antonio.

– Has llegado demasiado lejos -le advirtió Cleopatra con un tono peligroso.

– No, no lo bastante lejos si no he conseguido convencerte de esto. Sobre todo para que no participes personalmente. Mi muy querida mamá, actúas como si Roma fuese el rey Mitrídates el Grande. Roma no tiene (ni nunca tendrá) una mente oriental. Roma es Occidente. Solo busca el control de Oriente para su propia supervivencia.

Ella lo había observado con mucha atención, su mirada de un lado a otro mientras intentaba decidir cuál era su mejor jugada. Cuando la encontró, dijo con voz suave:

– Cesarión, aún no has cumplido los quince. Sí, admito que eres un hombre. Así y todo, un hombre muy joven y sin experiencia. Gobierna Egipto sabiamente y te daré nuevos poderes cuando Antonio y yo regresemos con los laureles de la victoria.

Él abandonó la discusión y la miró con los ojos llenos de lágrimas; sacudió la cabeza y salió de la habitación.

– Niño tonto -les dijo Cleopatra cariñosamente a Iras y a Charmian.

– Un niño hermoso -dijo Charmian, que soltó un suspiro.

– Ni es un chico ni es tonto -afirmó Iras con un tono grave-. ¿No te das cuenta, Cleopatra, de que es profético? Tendrías que tomar buena nota de lo que dice, no descartarlo.

Así que ella se marchó en el Filopátor con las palabras de Iras resonando todavía en sus oídos; eran ésas, y no lo que Cesarión había dicho, lo que provocaba su desdicha, un malhumor que la actitud de los colegas de Antonio en Éfeso hacía que aumentara, pero, autócrata como era, sólo servía para hacerla más altiva, más ruda, más insoportable.


Antonio no tenía la culpa de que su barco recalase en Samos; tuvo una vía de agua que no podía esperar llegar a Atenas para ser reparada, y Samos era la isla más cercana.

La Liga de Actores Dionisiacos tenía su sede central en Samos; mientras esperaba, Antonio se dijo que podía haber novedades entre los magos, bailarines, acróbatas, monstruos, músicos y otros que holgazaneaban en sus encantadoras casas hasta que algún festival los llamaba. De momento no había ninguna, le informó Calimaco, el presidente de la Liga, después de mostrarle un maravilloso truco que transformaba escarabajos en resplandecientes mariposas.

– Sin embargo, hemos decidido organizar una fiesta esta noche en tu honor. ¿Asistirás?

– ¡Por supuesto!

Resistirse al deseo de beber vino no era nada comparado con su compulsión a buscar alegría en compañía de una variedad de artistas. El único problema era, como muy pronto descubrió, que la sobriedad disminuía severamente su disfrute; bebió una taza de vino y procedió a emborracharse.

Lo que sucedió durante los días que siguieron a esa decisión no lo recordaba; era verdad que el vino afectaba a su memoria más y más a medida que envejecía. Sólo su secretario, Lucilio, lo obligó a volver al terrible mundo de la sobriedad; y eso, con una única y sencilla frase:

– La reina acabará por enterarse -dijo Lucilio.

– ¡Oh, Júpiter! -gimió Antonio-. Cacat!

Se enteró de que la vía de agua había sido reparada hacía un nundinae, cuando Lucilio y sus sirvientes lo subieron casi en andas a bordo, tembloroso y tambaleante. ¿De verdad había bebido tanto? ¿Es que ahora lo destruía más rápidamente? Bajo los efectos de la resaca fue consciente de un nuevo terror que finalmente los años de disipación se estaban haciendo sentir. Se habían acabado los días de levantar yunques. Había cumplido los cincuenta y uno y sus bíceps, cuando los flexionaba, se notaban un poco flojos, no saltaban. ¡Cincuenta y uno! Una venerable edad para un cónsul. Octavio sólo tenía treinta, y no cumpliría los treinta y uno hasta finales de septiembre. Peor aún, todos los mejores generales de Octavio eran jóvenes, mientras que los suyos eran como él, envejecían. Canidio tenía más de sesenta, ¿oh, dónde se había ido el tiempo? Se sintió enfermo, y tuvo que correr a la borda para vomitar.

Su mayordomo le trajo agua para beber y le limpió los labios y la barbilla.

– ¿Te esta afectando algo, domine?

– Sí -replicó Antonio, tembloroso-. La vejez.

Pero para el momento en que su barco amarró en El Pireo, Antonio había recuperado algo del bienestar físico del año anterior, a pesar de que su humor era desagradable.

– ¿Dónde está mi esposa, Octavia? -le preguntó al mayordomo en el palacio del gobernador.

El hombre pareció no entenderlo; no, asombrado.

– Han pasado algunos años desde que la dama Octavia residía aquí, Marco Antonio.

– ¿A qué te refieres con algunos años? ¡Se supone que estaba aquí, junto con los veinte mil soldados de su hermano!

– Sólo puedo repetir, domine, que no está. Tampoco hay aquí soldados acampados en ningún lugar cerca de Atenas. Si el señor Octavio envió soldados, han tenido que marchar a Macedonia o, por tierra, a la provincia de Asia.

Comenzaba a recuperar la memoria; sí, habían pasado cinco años desde que Octavia había venido con cinco cohortes de tropas, no cuatro legiones. Y él le había ordenado que le enviase los regalos militares de Octavio a Antioquía y que ella regresase a casa. ¡Cinco años! ¿Había pasado tanto tiempo? No, quizá habían sido sólo cuatro, o tres. ¿Oh, qué más daba?

– He estado lejos de Roma demasiado tiempo -le dijo a Lucilio mientras se sentaba detrás de su mesa.

– La última vez fue en Tarentum, hace seis años -le recordó Lucilio desde su propia mesa.

– Entonces han pasado cuatro años desde que Octavia vino a Atenas.

– Sí.

– Escribe una carta, Lucilio… a Octavia, de Marco Antonio. Por la presente me divorcio de ti. Abandona mi casa de Roma y deja de ocupar cualquiera de mis otras casas en Italia. No te devuelvo la dote y declino continuar manteniéndote a ti o a cualquiera de mis hijos romanos. Acepta esto como definitivo y final.

Con la mirada firme en la hoja de papel, Lucilio escribió. «¡Oh, mi querida dama! Con este acto se ha perdido cualquier esperanza de salvación para Antonio…» Levantó la cabeza y le puso la hoja delante a Antonio. Uno de sus grandes talentos era la escritura. Era tan buena que no necesitaba ser copiada por un escriba profesional.

Antonio la leyó rápidamente y después la plegó.

– Cera, Lucilio.

El rojo era el color habitual para los documentos formales. Lucilio acercó la barra a la llama de una lámpara con tanta habilidad que no se descoloró con el humo, la retorció para apartaría en el momento en que un trozo del tamaño de un denario quedó pegado al pliegue exterior. Antonio apretó su anillo de sello en él con fuerza. Hércules rodeado por IMP. M. ANT. TRI.

– Envíala en el próximo barco a Roma -ordenó Antonio-, y búscame un barco que vaya a Éfeso. Mis asuntos en Atenas han acabado. -Sonrió agriamente-. Nunca existieron.

No había un momento exacto que pudiese señalar como la rotura de sus lazos con Roma, decidió Antonio mientras zarpaba de El Pireo; sólo que databa del momento en que había jurado entregarse a sí mismo y su botín a Cleopatra y Alejandría. Su amor por Octavia y las cosas romanas no había prosperado, mientras que su amor por Cleopatra lo englobaba todo. Por eso no sabía realmente cuándo se empezó a fraguar su desapego por la causa romana, excepto que ella estaba en lo más profundo de su ser, que no podía negarle nada incluso cuando sus exigencias eran escandalosas. En parte se debía a sus lapsus de memoria, sí, pero no podían ser responsables de todo. Quizá la gran reina se había instalado completamente en su corazón porque ella al menos le encontraba algún mérito; al menos lo creía poderoso y digno de tratar. Roma pertenecía a Octavio, entonces ¿por qué no renunciar a Roma totalmente? A eso se reducía todo, cuando todo estaba dicho y hecho. Si quería ser el Primer Hombre de Roma, tendría que derrotar a Octavio en el campo de batalla. Cleopatra lo había visto con claridad, siempre lo había hecho. Su peligrosa juerga en Samos y su terrible secuela de enfermedad y nuevas pérdidas de memoria le habían enseñado que había dejado atrás sus mejores años, aunque sabía que no había sido más que una juerga. Una juerga irresistible, cuando la verdadera razón para navegar de Éfeso a Atenas había sido para escapar de su amor, de sus votos a Cleopatra.

Así que, había pensado, al llegar a Atenas más o menos curado, ¿por qué no romper los lazos con Roma? Todos, desde Cleopatra hasta Octavio, lo querían, lo esperaban, no querían menos de él. Ahora debía regresar a Éfeso si no quería que Cleopatra crease nuevos problemas.


Pero antes de que pudiese llegar a Éfeso, la presencia de Cleopatra estaba teniendo severas repercusiones. Primero, Saturnino y Arruntio partieron para Roma, alegando que preferían servir a un hombre al que odiaban antes que a una mujer; ¡al menos Octavio era romano! Luego los siguió Atratino, junto con un grupo de legados menores que estaban furiosos por la manera en que Cleopatra recorría sus campamentos y encontraba faltas, incluso había pronunciado severas palabras sobre un equipo mal atendido o unos centuriones mayores que no se ponían en posición de firmes cuando ella les hablaba.

Cuando Atratino llegó a Roma, Ahenobarbo y Sosio escucharon sus quejas con desconsuelo.

Las cosas tampoco iban bien en Roma. El tesoro estaba casi vacío, debido al coste de encontrar buenas tierras para tantos miles de veteranos. Todos los millones de sestercios que habían dado las cámaras de Sexto Pompeyo se habían gastado, por increíble que pareciese. La tierra había subido de precio, y muy pocos legionarios aceptaban retirarse a lugares extranjeros como Hispania, la Galia y África. Ellos también eran romanos, ligados a la tierra italiana. Sí, los retirados estaban felices, pero a un enorme coste para la nación.

Sin embargo, no se podía negar que Octavio estaba ganando, poco a poco, ascendencia en el Senado y entre los plutócratas y caballeros empresarios; las oportunidades en el Oriente de Antonio disminuían, y aquellos hombres y empresas que habían prosperado dos años atrás, ahora se desintegraban. Polemón, Arquelao Sisenes, Amintas y las dinastías menores nombradas por Antonio habían ganado la suficiente confianza para legislar y hacer imposible que el comercio romano floreciese. Y todo, como se sabía, impulsado por Cleopatra, la araña en el centro de la red.

– ¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Sosio a Ahenobarbo después de que se hubo marchado el furioso Atratino.

– Lo he estado pensando desde la carta de Antonio, Cayo, y creo que sólo nos queda una cosa por hacer.

– ¡Bueno, dilo! -le pidió Sosio con ansia.

– Debemos reforzar la romanidad del gobierno de Antonio en Oriente, ése es el primer diente de este tenedor de dos dientes -dijo Ahenobarbo-. El segundo es conseguir que Octavio parezca ilegítimo.

– ¿Ilegítimo? ¿Cómo diablos puedes hacer eso?

– Trasladando el gobierno de Roma a Éfeso. Tú y yo somos los cónsules de este año. La mayoría de los pretores también son de Antonio. Dudo que consigamos sacar a alguno de los tribunos de la plebe de sus bancos, pero si la mitad del Senado nos acompaña, tendremos un gobierno en el exilio que nadie discutirá. ¡Sí, Sosio, dejaremos Roma por Éfeso! De esta manera, al hacer a Éfeso el centro del gobierno, conseguiremos introducir quinientos romanos de confianza en el círculo de Antonio. Más que suficientes para forzar a Cleopatra a que regrese a Egipto, donde pertenece.

– Eso fue lo que Pompeyo Magno hizo después que César, oh, perdón, Divus Julius cruzó el Rubicón para entrar en Italia. Se llevó a los cónsules, a los pretores y a cuatrocientos senadores a Grecia. -Sosio frunció el entrecejo-. Pero en aquellos días el Senado era más pequeño, y no contaba con tantos novi homines. Hoy, el Senado cuenta con mil, y dos tercios son hombres nuevos. La mayoría de ellos, hombres de Octavio. Si queremos parecer un gobierno en el exilio tendremos que convencer por lo menos a quinientos senadores para que vengan con nosotros, y no creo que lo consigamos.

– Ni yo tampoco. Espero que nos sigan los cuatrocientos partidarios acérrimos. No es una mayoría, pero sí lo bastante impresionante para convencer a gran parte del pueblo de que Octavio está actuando ilegalmente si intenta formar un gobierno que nos reemplace -explicó Ahenobarbo con una expresión relamida.

– En cuanto hagas eso, Gneo, darás comienzo a la guerra civil.

– Lo sé. Pero la guerra civil es inevitable de todas maneras. ¿Por qué sino Antonio ha llevado todo su ejército y su marina a Efeso? ¿Crees que Octavio no ha interpretado el movimiento correctamente? Detesto al hombre, pero soy muy consciente de su brillantez. Una retorcida contraparte de la mente de César vive dentro de la cabeza de Octavio, créeme.

– ¿Cómo sabes que está en la cabeza?

– ¿Qué? -preguntó Ahenobarbo, desconcertado.

– La mente.

– Cualquiera que haya estado alguna vez en un campo de batalla lo sabe, Sosio. Pregúntale a cualquier cirujano militar. La mente está dentro de la cabeza, en el cerebro. -Ahenobarbo gesticuló, exasperado-. ¡Sosio, no estamos discutiendo de anatomía y de la ubicación del animus! ¡Estamos discutiendo la mejor manera de ayudar a Antonio a salir del pantano egipcio y volver a Roma!

– Sí, sí, por supuesto. Perdóname. Será mejor que nos demos prisa. Si no lo hacemos, Octavio nos impedirá abandonar Italia.


Pero Octavio no lo hizo. Sus agentes le informaron de la súbita actividad de algunos senadores: retiros de fondos bancarios, ocultamiento de bienes para impedir que fuesen embargados, desmontar casas, movimiento de esposa, hijos, pedagogos, tutores, amas de cría, mayordomos, sirvientes, peluqueros, maquilladores, modistas, guardaespaldas y cocineros. Sin embargo, no hizo ningún movimiento, ni siquiera lo mencionó en el Senado o en la rostra del foro romano. Había dejado Roma a principios de la primavera, pero ahora estaba de regreso, alerta como un perro perdiguero y, sin embargo, inactivo.

Así pues, Ahenobarbo, Sosio, diez pretores y trescientos miembros del Senado marcharon a toda prisa por la Vía Apia a Tarentum a caballo o en carros y dejaron a sus subordinados que viajasen en literas junto con centenares de carretas tiradas por bueyes cargadas con sirvientes, muebles, telas, comidas y mil cosas más. Finalmente, todo zarpó desde Tarentum, que era el puerto más cercano para los viajes que iban a Atenas rodeando el cabo Taenarum o para Patrae, en el golfo de Corinto.

¡Sólo trescientos senadores! Ahenobarbo se sentía desilusionado por no haber conseguido convencer a una cuarta parte de los leales antonianos, y mucho menos a ninguno de los neutrales, pero el número era lo bastante respetable, estaba seguro, para hacer imposible que Octavio formase un gobierno que actuase sin grandes fricciones. Un juicio formado en gran parte por un hombre en cierta manera exclusivo, ya que Ahenobarbo pertenecía al Palatino, con una visión elitista de Roma.


Antonio se mostró encantado de verlos, y se apresuró a montar un Antisenado en el Ayuntamiento de Éfeso. Los ricos comerciantes se indignaron cuando fueron expulsados de sus mansiones; afortunadamente, Éfeso era un gran centro comercial y le dio a Antonio el número necesario de residencias para acomodar a aquella enorme avalancha de hombres importantes y sus familias. Los plutócratas fueron reubicados en Esmirna, Mileto y Priene, cosa que llevó a la desaparición de la navegación comercial de la bahía, otra bendición; ahora podían anclar allí más galeras de guerra. Qué podría pasarle a la ciudad cuando se marchase todo este conjunto de romanos, no le preocupaba en lo más mínimo a Antonio y a sus camaradas, una pena; Éfeso tardaría años en recuperar la prosperidad.

Cleopatra no estaba en absoluto complacida con la llegada de Ahenobarbo y el gobierno en el exilio, que rehusaba firmemente permitirle asistir al Antisenado. Lo que la llevó a soltarle una imprudente declaración a Ahenobarbo:

– ¡Lamentarás esto cuando esté sentada para juzgar en el Capitolio!

– ¡Tú no me juzgarás, señora! -replicó él-. Si tú te sientas a juzgar en el Capitolio, yo estaré muerto y todos los buenos romanos conmigo. Te lo advierto, Cleopatra, más te vale quitarte estas ideas de la cabeza porque nunca ocurrirán.

– ¡No te atrevas a dirigirte a mí por mi nombre! -dijo ella con un tono helado-. ¡Te dirigirás a mí como su majestad y te inclinarás!

– Y una mierda, Cleopatra.

Ella se fue a ver directamente a Antonio, que había regresado de Atenas con un malhumor que ella atribuyó al resultado de sus juergas en Samos, como había dicho Lucilio.

– ¡Quiero asistir al Senado y quiero que el insolente de Ahenobarbo sea castigado! -gritó, con los puños apretados contra los muslos y los labios como si fueran una fina cinta roja.

– Querida, no puedes asistir al Senado; está consagrado a Quirino, el dios de los hombres romanos. Tampoco estoy en posición de disciplinar a hombres tan augustos como Gneo Domitio Ahenobarbo. Roma no está regida por un rey, es una democracia. Ahenobarbo es mi igual, como lo son todos los hombres romanos, y no importa lo pobre o lo poco distinguidos que sean. A los ojos de la ley, los hombres romanos son iguales. Primus inter pares, Cleopatra; todo lo que puedo hacer es ser el primero entre mis iguales.

– Entonces, eso debe cambiar.

– Eso no puede cambiar. Nunca. ¿De verdad le dijiste que te sentarías a juzgar en el Capitolio? -preguntó Antonio con expresión ceñuda.

– Sí. Una vez que haya derrotado a Octavio y Roma sea nuestra me sentaré allí como delegada de Cesarión hasta que cumpla la edad necesaria.

– Ni siquiera Cesarión podrá hacer eso. No es romano, ésa es una razón. La otra es que ningún hombre o mujer vivo habita en el Capitolio. Es un lugar consagrado a nuestros dioses romanos.

Ella golpeó el suelo con el pie.

– ¡Oh, no te entiendo! En un momento nombras a mi hijo Rey de Reyes y al siguiente mantienes una conversación con unos pocos romanos y vuelves a ser romano de nuevo. ¡Decídete! ¿Voy a continuar financiando la apuesta de mi hijo por el mundo o debo hacer el equipaje y regresar a Alejandría? ¡Eres un tonto, Antonio! ¡Un enorme torpe e indeciso idiota!

En respuesta, Antonio le dio la espalda; era hora de demostrarle que, una vez que derrotase a Octavio, Roma continuaría siendo como siempre había sido; una república sin rey. Mientras tanto, ella continuaba pagando las cuentas. Eso no la hacía propietaria de un ejército romano, pero sí la hacía propietaria de aquella campaña. Oh, podría obligarla a regresar a Egipto. Eso era lo que todos los legados furiosos le decían que hiciese. Más y más con el paso de los días. Pero si la enviaba a casa, se llevaría su cofre de guerra con ella, los veinte mil talentos de oro. Algunos, como Atratino, le habían dicho con todas las palabras que podía matar a la cerda, confiscar su cofre de guerra y anexar Egipto al Imperio. Consciente de que sería incapaz de hacer nada de eso, soportaba las diatribas de Cleopatra en silencio y les recordaba a sus legados quién pagaba. Pero algunos, como Atratino, habían acabado prefiriendo el gobierno de Octavio al de Cleopatra.

– ¿Cómo puedo enviarla a su casa? -le preguntó a Canidio, uno de los dos partidarios romanos de Cleopatra.

– No puedes, Antonio, lo sé.

– Entonces, ¿por qué tantos otros me exigen que lo haga?

– Porque ellos no están acostumbrados a que las mujeres manden, y han sido incapaces de meterse en sus cabezotas que es ella quien paga a los músicos.

– ¿Alguna vez considerarán metérselo en sus cabezotas?

Canidio se rió ante lo que era una pregunta realmente divertida.

– No, no lo harán. Afirmarlo sería una sofisticación, una actitud helenística, todas las cualidades que no poseen.

El otro partidario era Lucio Munatio Planeo, a quien ella había comprado con un generoso soborno. Aquella inversión también le había hecho ganar a Marco Titio, su sobrino, aunque litio, más abierto que Planeo, no conseguía ocultar su desagrado y desprecio por la empleadora de su tío. Lo que Cleopatra no comprendía de Planeo era su infalible habilidad para escoger el bando ganador en cualquier choque entre potenciales primeros hombres romanos. Como el abuelo del presente Lucio Marcio Filipos, era un tergiversador innato, no veía nada malo en cambiar de bando cada vez que se lo decía el instinto.

Como le dijo a Titio, al final de un mes en Éfeso:

– Comienzo a ver que Antonio continúa sin hacer nada cuando se trata de enfrentarse a aquella mujer. Creo que es una tontería eso de que lo droga o incluso lo hechiza como hace un marso con una serpiente. Son sus deficiencias lo que lo ligan a ella; es un marido calzonazos, y conocemos a muchos de esos. Preferiría raptar a Cerbero de las puertas del Hades que enfrentarse a ella, ya sea por una minucia o un tremendo ultimátum. Cuando yo creía estar enamorado de Fulvia, vi cómo era; ella podía obligarme a hacer cualquier cosa, y, como Cleopatra, intentó ocupar la tienda de mando. Su única recompensa fue que Antonio se divorció de ella por su temeridad, pero ¿Cleopatra? Ella es su mamá, su amante, su mejor amigo y su cocomandante.

– Quizá ahí está el centro del problema -dijo Titio, pensativo-. Toda Roma ha conocido a Antonio durante veinte años como una fuerza de la naturaleza. Se levantaba diez veces por noche cada noche, dejó un rastro de corazones rotos, bastardos y maridos cornudos en su estela, partió cabezas como si fuesen melones, condujo cuadrigas tiradas por leones; es una leyenda que iba camino de convertirse rápidamente en un mito. Marcó una diferencia en el Senado, sirvió con valor en Farsalia y ganó con brillantez en Filipos. ¡Fue adulado! Ahora, todos nosotros que lo amamos estamos descubriendo que nuestro ídolo tiene los pies de barro; Cleopatra lo domina. Un golpe aplastante.

– El ineludible poder de Némesis… está pagando por una vida legendaria. Bien, Titio, miraremos y esperaremos. Todavía tengo amigos en Roma, ellos me mantendrán informado de cómo Octavio se enfrenta a esta inminente crisis. En el momento que las balanzas se inclinen a favor de Octavio nos largamos.

– Quizá debamos largarnos ahora.

– No, creo que no -dijo Planeo.


Gran parte de la arrogancia y la rudeza aparente de Cleopatra surgía de una inseguridad tan nueva como alarmante; la cultura de la que venía y las circunstancias de su vida, hasta aquel momento nunca la habían imbuido de ninguna conciencia como mujer -desde luego una, que era reina-: que era inferior a un hombre. Nunca se le ocurrió que, al entrar en el mundo de los hombres romanos, ni su posición ni su incalculable riqueza podrían hacer que la viesen como una igual. Su error básico fue creer que era su condición de extranjera lo que provocaba su antipatía; nunca consideró que era su sexo lo intolerable. Por lo tanto, cuando imitaba el comportamiento de sus enemigos romanos dentro del círculo de Antonio, lo hacía para parecer más romana, menos extranjera. Ataviada con un casco emplumado, una coraza sobre una camisa de cota de malla y una espada corta en un tahalí enjoyado, marchaba por el cuartel general y maldecía como cualquier legado, con la impresión de que ellos, cuando la miraban con odio, lo hacían porque no había conseguido ser lo bastante romana. Cuando recorría los campamentos antes del regreso de Antonio desde Atenas vestida con su armadura y soltando sus maldiciones, los legionarios se reían de ella con descaro, los centuriones intentaban contener las carcajadas, los tribunos militares la miraban de arriba abajo como si fuese un monstruo, los legados menores la insultaban y no le hacían el menor caso. En una ocasión le ordenó a un comandante de la legión que azotase a su primipilus centurión por insubordinación; el hombre se negó en redondo, sin asustarse en absoluto.

– Vete a jugar con las muñecas, no con soldados de juguete -le replicó.

Él le había dado la respuesta, pero ella no la vio. No era su condición de extranjera, sino el hecho de que sus labios femeninos escupiesen obscenidades y un cuerpo femenino vistiese prendas militares. Las mujeres no interferían en las cosas de los hombres, no en persona y debajo de las narices de los hombres.

Cuando Antonio regresó de Atenas, ella exigió retribución, pero él declinó actuar, y prefirió decirle que se mantuviese apartada de los campamentos si no quería quedar como una tonta; nunca se le ocurrió que ella no comprendía la causa de la enemistad romana. Si ella no lo obedeció del todo, se aseguró de que en el futuro los únicos campos que visitara perteneciesen a los aliados no romanos de Antonio. ¡Ah, ellos sabían cómo tratarla! Licomedes, el hijo de Polemón (Polemón había marchado de regreso a Pontus para proteger el Lejano Oriente contra los medos y los partos), Amintas de Galacia, Arquelao Sisenes de Capadocia, Deiotaro Filadelfo de Paflagonia y el resto de clientes-reyes que habían venido a Éfeso la respetaban.

Ella había advertido que Herodes de Judea no había aparecido, ni tampoco enviado a un ejército; una vez que sus quejas por el tratamiento habían sido rechazadas sumariamente al regreso de Antonio, ella dirigió su atención a la ausencia de Herodes, cosa que lo preocupó lo suficiente como para escribirle una carta al rey de los judíos. La respuesta de Herodes fue rápida y llena de floridas y obsequiosas frases que, quitados los adornos y resumida, decía que los asuntos en Jerusalén impedían su presencia, lo mismo que el envío del ejército. Estaba a un paso de la rebelión abierta, así que, mil perdones, pero… era verdad, aunque no la verdadera razón para la delincuencia de Herodes. El instinto de supervivencia de Herodes estaba tan afilado como el de Planeo, y le decía que Antonio quizá no ganaría aquella guerra. Para mejorar sus posibilidades, le había enviado una bonita carta a Octavio en Roma, junto con un regalo para el templo de Júpiter Óptimo Máximo: una esfinge de marfil esculpida por el propio Fidias. Había pertenecido a Cayo Verres, que la había robado de su provincia de Sicilia y que se la había dado como pago a Hortensio por defender a Verres, sin éxito, de las muchas acusaciones de extorsión. De Hortensio había ido a parar a uno de los Perquitieno por mil talentos; en la bancarrota, aquel Perquitieno la vendió por cien talentos a un mercader fenicio, cuya viuda, una ignorante en temas artísticos, se la vendió a Herodes por diez talentos. Su valor real, calculaba Herodes, estaba entre los cuatro y los seis mil talentos, y se había enterado de que Antonio estaba regalando obras de arte a Cleopatra por centenares. La reina Alejandra sabía que él la tenía, y si se lo decía a Cleopatra, no seguiría siendo suya mucho tiempo. Como odiaba a su vecina egipcia con toda su fuerza, decidió que el mejor lugar para ella era Roma; en un lugar público de gran santidad. Para arrebatársela de Júpiter Óptimo Máximo, Cleopatra tendría que sentarse efectivamente en el Capitolio. Representaba una inversión para el futuro de su reino y de él mismo. Pero si Antonio ganaba… ¡Maldito pensamiento, ligado como estaba a Cleopatra! Sin saber que repetía los sentimientos de Atratino, Herodes decidió que la única manera que tenía Antonio de salir de sus actuales problemas era matar a Cleopatra y anexar Egipto al Imperio.


Mientras el ejército y las flotas comenzaban a moverse desde Éfeso hasta Grecia al final del verano, Antonio encontró el mejor regalo de todos para dárselo a Cleopatra, y así apartar de su mente las constantes peleas en la tienda de mando: envió una orden a Pergamum para que los doscientos mil pergaminos de su biblioteca fuesen embalados y enviados a Alejandría.

– Una pequeña recompensa por la quema de tus libros por parte de César -dijo-. Muchos de ellos son duplicados, pero hay algunos volúmenes únicos en Pergamum.

– ¡Tonto! -dijo ella cariñosamente y le alborotó los cabellos-. Fue un almacén de libros en el muelle lo que ardió, no la biblioteca de Alejandría. Ésa está en el museo.

– Entonces los enviaré de vuelta a Pergamum.

Ella se sentó, muy erguida.

– Desde luego que no. Si se quedan en Pergamum, algún gobernador romano los confiscará para Roma.

XXIV

– He escuchado un rumor peculiar -le dijo Mecenas a Octavio cuando éste regresó a Roma en abril.

A sabiendas de que Ahenobarbo y Sosio eran ardientes seguidores de Antonio y también de que estaban decididos a quedarse en el cargo durante el año entero, Octavio había considerado prudente abandonar Roma después del Año Nuevo y permanecer alejado hasta ver si la dura pareja podía manipular al Senado. Hasta aquel momento no lo habían conseguido, y los instintos exquisitamente afinados de Octavio le dijeron que no lo conseguirían. Roma era segura para él, continuaría siendo segura para él.

– ¿Rumor? -preguntó.

– Ahenobarbo y Sosio han sido suspendidos por su amo en Alejandría. Antonio le ordenó a Ahenobarbo que leyese una carta de traición al Senado, pero no se atrevió.

– ¿Tienes la carta?

– No. Ahenobarbo la quemó y en cambio dio un discurso. Luego, cuando Sosio sostuvo las fasces en febrero, habló. Una pobre oratoria.

– ¿Pobre? ¡El adjetivo que escuché fue feroz!

– No pudo conseguir su objetivo de hacer cambiar al Senado. Había estalactitas en los aleros de la Curia Hostilia y, sin embargo, Sosio sudaba. De hecho, nuestros dos cónsules estaban tan inquietos como mulas que huelen humo en el establo.

– ¿Tranquilos e inquietos?

– Sí. Para mantener la metáfora de la mula: al intentar conducirlas, ellas se empacan. Tranquilas. Pero no podían quedarse quietas. Inquietas. Atribuyo el comportamiento de nuestros cónsules a otro rumor: que intentan escapar al exilio y llevarse al Senado con ellos.

– Dejándome a mí para gobernar Roma e Italia sin autoridad legal, una repetición de la conducta de Pompeyo Magno después de que Divus Julius cruzó el Rubicón. No es muy original. -Octavio se encogió de hombros-. Pues esta vez no funcionará. Tendré quórum en el Senado, y podré nombrar cónsules sufectos. ¿Cuántos senadores crees que nuestra bonita pareja conseguirá convencer para que vayan con ellos?

– No más de trescientos, aunque la mayoría de los pretores sí que irán; éste es el año de gobierno de Antonio.

– Así que aún quedarán cien empecinados partidarios de Antonio en Roma para que me claven puñales en la espalda.

– Se hubiesen marchado todos, y también un montón de neutrales con ellos, de no haber sido por Cleopatra. Le tienes que agradecer a esa dama el tener quórum. Mientras permanezca en la vecindad de Antonio como un mal olor, César, siempre tendrás a los empecinados seguidores de Antonio rondando tu espalda con las dagas en la mano, porque no lo harán alrededor de Cleopatra.

– ¿Es verdad que Antonio está llevando sus legiones y las flotas a Éfeso?

– Oh, sí. Cleopatra insistió. Está con él.

– Eso significa que por fin ha abierto la bolsa. ¡Qué feliz debe de estar Antonio! -Los párpados de largas pestañas cayeron sobre los ojos de Octavio-. Pero ¡qué locura! ¿Está de verdad contemplando iniciar una guerra civil o es esto un complot para obligarme a llevar a mis legiones al este del Drina?

– Sinceramente no creo que importe mucho lo que piense Antonio. Es Cleopatra la que busca la guerra.

– Ella es una extranjera. Podría barrer a Antonio, sería una guerra extranjera contra un extranjero dispuesto a invadir Italia y saquear Roma. Sobre todo, si las fuerzas de Antonio se marchan de Éfeso para ir al oeste, hacia Grecia o Macedonia.

– Es preferible una guerra extranjera. Sin embargo, es un ejército romano el que se va a Éfeso, y un ejército romano posiblemente el que se encamine a Grecia. Cleopatra no tiene tropas propias, sólo flotas, y no están en mayoría. Sesenta enormes quinquerremes y sesenta trirremes y birremes mezclados de las quinientas naves de guerra.

– ¡Necesito saber lo que decía la carta de Antonio, Mecenas! ¡Incordia a Ahenobarbo! ¿Por qué ha tenido que ser cónsul este año? Es inteligente. Un hombre estúpido podría haber leído la carta a pesar de su contenido traicionero.

– Sosio tampoco es estúpido, César.

– Entonces es mejor que estén lejos de Roma e Italia. Eso significa que nos harán menos daño en Éfeso.

– ¿Significa que no te opondrás a que dejen el país?

– En absoluto. Mientras estén aquí, me harán la vida más dura. ¿Lo único que me preocupa es dónde voy a encontrar el dinero para librar una guerra? ¿Quién condonará otra guerra civil?

– Nadie -dijo Mecenas.

– Así es. Todos la verán como una lucha por la supremacía entre dos romanos, mientras nosotros sabemos que es una lucha contra la Reina de las Bestias. Pero ¡eso no lo podemos probar! Cualquier cosa que digamos de Antonio sonará como una excusa para librar una guerra civil. ¡Mi reputación está de por medio! ¡Me han citado muchísimas veces diciendo que nunca iría a la guerra contra Antonio! Ahora quedaría como un hipócrita.

Agripa habló; hasta ahora había escuchado.

– Sé que una guerra civil no será condonada, César, y estoy contigo. Pero espero que comprendas que debes empezar a prepararte para una. Al paso que van las cosas en Oriente comenzará el año que viene. Eso significa que no podrás desmovilizar a las legiones illíricas. También tendrás que comenzar a reunir a las flotas.

– Pero ¿cómo pago a las legiones? ¿Cómo construyo más galeras de guerra? He gastado todo el contenido del tesoro para dar buena tierra a cien mil veteranos -exclamó Octavio.

– Pídele a los plutócratas. Ya lo has hecho antes -replicó Agripa.

– ¿Para hundir de nuevo Roma en una tremenda deuda? Casi la mitad del botín de Sexto Pompeyo nunca llegó al tesoro; fue para pagar los préstamos con intereses. No puedo hacer eso de nuevo, no puedo. Les da a los caballeros demasiado poder sobre el Estado.

– Entonces pon impuestos -señaló Mecenas.

– No me atrevo. No, al menos, lo que tendré que tasar.

– ¿Ya has calculado la cantidad? -preguntó Mecenas.

– Por supuesto que sí. Una de las cosas que ha conseguido Antonio de mí es la de convertirme en contable más que en general. Para mantener a treinta legiones bajo las águilas y conseguir un total de cuatrocientos barcos tendría que imponerle impuestos a cada ciudadano romano desde el más rico hasta el más pobre por una cantidad igual a la cuarta parte de sus ingresos anuales -dijo Octavio.

Agripa lo miró boquiabierto.

– ¿El veinticinco por ciento?

– Eso es la cuarta parte.

– Habrá sangre en las calles -dijo Mecenas.

– Cobra impuestos también a las mujeres -propuso Agripa-. Ática tiene unos ingresos de doscientos talentos al año. Una vez que el cáncer se lleve a Ático (y falta mucho para eso), ella obtendrá quinientos talentos. Como yo soy su principal heredero, su dinero será para ti.

– ¡Oh, vamos Agripa! ¿No recuerdas lo que hicieron las mujeres cuando los triunviros intentaron cobrarles impuestos hace once años? Hortensia todavía vive. Ella dirigiría otra revuelta. ¿Te agradaría darles a las mujeres el voto? Porque tendríamos que hacerlo.

– No veo la diferencia que hay entre ser gobernados por Cleopatra o por las propias mujeres de Roma -afirmó Agripa-. Tienes razón, César. Tendrá que ser sólo a los hombres.


En aquellas circunstancias, con una impresionante mayoría en el Senado, Octavio propuso que Lucio Cornelio Cinna y un primo de Messala Corvino, Marco Valerio Messala, fuesen nombrados nuevos cónsules. Más que nombrar nuevos pretores, cerró todo tipo de actividad senatorial. Era cierto que, de ninguna manera los setecientos senadores restantes eran sus criaturas, pero Octavio se comportaba como si lo fuesen, y anunció que él mismo sería primer cónsul al año siguiente, con Messala Corvino como su segundo. Si la guerra iba a estallar al año siguiente, Octavio necesitaba toda la autoridad que pudiese reunir.

– Soy consciente de que democracia es una palabra hueca mientras que Cleopatra y su sirviente Marco Antonio amenacen Roma -le dijo Octavio al Senado-, pero doy mi juramento, senadores, de que tan pronto como desaparezca esta amenaza desde Oriente devolveré el gobierno al Senado y al pueblo de Roma. Porque Roma está primero, muy por delante de los meros hombres, no importan sus nombres o puntos de vista políticos. ¡Gobierno en este momento porque alguien tiene que hacerlo! Aunque mi triunvirato ha terminado, han pasado algunos años desde que el Senado y el pueblo tuvieron alguna experiencia en el gobierno, mientras que yo nunca he estado fuera de él en estos once años.

Tomó aliento mientras miraba las gradas a un lado y a otro de la tarima curul, donde había vuelto a colocar su silla de marfil.

– Lo que deseo enfatizar esta mañana es que no culpo a Marco Antonio por la presente situación. Culpo a Cleopatra. ¡A ella y sólo a ella! Es ella la que marcha continuamente hacia Occidente, no Antonio, que es su juguete, su marioneta. La danza que baila es egipcia. ¿Qué he hecho yo o Roma para merecer la amenaza de un ejército, una flota? Roma y yo nos hemos ocupado de nuestras tareas sin siquiera amenazar a Antonio en Oriente. Entonces, ¿por qué amenaza a Occidente? La respuesta es: ¡él no lo hace! ¡Lo hace Cleopatra!

Y continuó así un rato. Octavio no dijo nada nuevo, y al no decir nada nuevo fracasó en su intento de llevarse a cien de los neutrales además del centenar de seguidores de Antonio que quedaban. Tampoco, cuando anunció que impondría un impuesto del treinta y cinco por ciento del ingreso de todos los hombres romanos, pudo convencer al Senado, que estalló en furia que se desparramó por las calles y produjo sangrientas algaradas encabezadas personalmente por los empresarios caballeros. Al no tener otra alternativa, Octavio procedió a proscribir a los trescientos cuatro miembros del Antisenado de Antonio en Éfeso. La subasta y la venta de sus propiedades italianas le dio los fondos suficientes para pagar a las legiones illíricas.

Agripa, mucho más rico después de que Ático acabase con su enfermedad terminal arrojándose sobre la espada que nunca había utilizado en vida, insistió en encargar doscientos barcos.

– Pero no los torpes quinquerremes -le dijo a Octavio-, Voy a utilizar liburnas, únicamente liburnas. Son pequeñas, maniobrables, rápidas y baratas. Naulochus me enseñó lo buenas que son.

Octavio, que era un hombre pequeño, no estaba convencido del todo por este argumento.

– ¿El tamaño no importa? -preguntó.

– No -respondió Agripa con voz seca.


A mediados de verano se apreció una ligera reversión en el tráfico hacia Oriente de los senadores cuando algunos regresaron a Roma cargados con historias de «aquella mujer» y su perniciosa influencia sobre Antonio; hicieron más bien a la causa de Octavio que cualquiera de su propia oratoria. Sin embargo, ninguno de esos refugiados podía ofrecer una prueba irrefutable de que la guerra venidera era idea de Cleopatra. Todos olios debieron admitir, cuando se les presionó, que Antonio aún ocupaba la tienda de mando por delante de la reina. Realmente parecía como si Antonio estuviese decidido ala guerra civil.

Entonces llegó la sensacional noticia de que Antonio se había divorciado de su esposa romana. Octavia envió de inmediato a llamar a su hermano.

– Se ha divorciado de mí -dijo, y le entregó la carta-. Debo abandonar su casa y llevarme a los niños conmigo.

En sus ojos no había lágrimas, pero tenían la expresión de un animal moribundo; la mano de Octavio fue hacia ella.

– ¡Oh, querida!

– He pasado los dos años más felices de mi vida. Mi único problema ahora es que no tengo bastante dinero para acomodar a mi familia en alguna otra parte, a menos que nos metamos todos en casa de Marcelo.

– Vendrás a mi casa -dijo él-. Es lo bastante grande como para darte toda una ala a ti y a los chicos. Además, a Tiberio y a Druso les complacerá tener compañeros de juego viviendo bajo el mismo techo. Necesitaremos una persona más maternal que Livia Drusilia para supervisar a todos nuestros niños. Creo que le pediré a Escribonia que me dé a Julia, y la instalaré a ella también en casa.

– ¡Ah! Si voy a tener a Julia además de Tiberio y Druso, necesitaré otro par de manos maternales: las de Escribonia.

Octavio la miró con desconfianza.

– Dudo que Livia Drusilia lo apruebe.

Octavia pensó que Livia Drusilia aprobaría cualquier medida que significase que ella no fuera molestada por una legión de niños.

– ¡Pregúntaselo César, por favor!

Livia Drusilia comprendió el punto de vista de Octavia al instante.

– ¡Una idea excelente! -dijo, con la sonrisa de la esfinge-. Octavia no puede asumir la carga sola, pero no sirve de nada mirarme a mí. Me temo que la mía no es una naturaleza maternal. -Ella se mostró delicadamente deferente-. ¿A menos, claro está, que no desees poner los ojos en Escribonia?

– ¿Yo? -pareció asombrado-. Edepol, ¿a mí qué me importa? Después de Clodia, me gustaba mucho. Luego se volvió una arpía, no sé por qué. Tal vez la edad. Pero la veo cada vez que visito a Julia, y nos llevamos muy bien últimamente.

Livia Drusilia se rió.

– La domus Livia Drusilia se convertirá en un harén. Qué maravillosamente oriental. Cleopatra lo aprobaría. -Su marido se lanzó sobre ella, le mordió el cuello juguetonamente y después se olvidó de Escribonia, de Octavia, de los niños y los harenes.

La mosca en la miel llegó de una fuente diferente: Cayo Escribonio Curio, que tenía dieciocho años, anunció que no cambiaría de casa; marcharía a Oriente para unirse a Marco Antonio.

– ¿Oh, Curio, debes hacerlo? -preguntó Octavia, desconsolada-. Afligirá muchísimo a tu tío César.

– ¡César no es mi tío! -replicó el joven con desdén-. Pertenezco al campo de Antonio.

– Pero ¿si tú te vas, cómo podré convencer a Antillo para que no lo haga?

– Muy fácil, todavía no es un hombre.

– Eso es más fácil de decir que de hacer -le comentó Octavia a Cayo Fonteio, que se había ofrecido voluntario para ayudarla en el traslado.

– ¿Cuándo cumple Antillo los dieciséis?

– Nació el año que murió Divus Julius.

– Entonces sólo tiene trece.

– Sí. Pero ¡oh, es tan salvaje e impulsivo! Se escapará.

– Con trece lo atraparán. En cuanto al joven Curio, es otro tema muy diferente. Es mayor de edad y dueño de su propia fortuna.

– ¿Cómo puedo decírselo a César?

– No tendrás que hacerlo. Lo haré yo -dijo Fonteio, que hubiese hecho cualquier cosa para evitarle dolor a su Octavia.

Su divorcio la había hecho libre -en teoría-, pero Fonteio era demasiado prudente como para hablar de su propio amor. Mientras no dijese nada, su lugar en su vida estaba seguro; en el momento en que él manifestase lo que sentía, ella lo despediría. Mejor entonces esperar el momento en que se curase su mal. Incluso si el tiempo tenía ese poder. Él no lo sabía.


La defección de Saturnino, Arruntio y Atratino, entre otros, no hicieron grandes huellas en el grupo de seguidores de Antonio, pero cuando desertaron Planeo y Titio dejaron una visible brecha.

– Es el campamento de guerra de Pompeyo Magno de nuevo -le comentó Planeo a Octavio cuando llegó a Roma-, Yo no estaba con Magno, pero dicen que todos tenían una opinión diferente, y Magno no podía controlarlo. Por lo tanto, cuando ocurrió, Farsalo se vio incapaz de aplicar las tácticas fabianas que los favorecían. Labieno fue el general, y perdió. Nadie podía derrotar a Divus Julius, aunque Labieno creyó que podría. ¡Oh, las reyertas y las discusiones! Nada comparable con lo que está pasando en el campo de guerra de Antonio, créeme, César. «Aquella mujer» insiste en hablar, en airear sus opiniones como si tuviesen más peso que las de Antonio, y no le importa en absoluto desautorizarlo delante de sus legados, de sus senadores e incluso de sus centuriones. ¡Él lo acepta todo! La mima, corre detrás de ella, que se tiende en su diván en el locus consularis, ¡por favor! ¡Cómo la odia Ahenobarbo! Se pelean como un par de gatos salvajes, se escupen, se gruñen y, sin embargo, Antonio no la pone en su lugar. Un día, durante la cena, ella tuvo un calambre en el pie, ¿y te puedes creer que Antonio se puso de rodillas ante ella para hacerle un masaje? Podías escuchar a una polilla posarse en un cojín, de silencioso e inmóvil que estaba el comedor. ¡Luego, él volvió a su lugar como si nada hubiese pasado! Creo que aquel episodio fue el que hizo que Titio y yo decidiésemos que había llegado la hora de partir.

– He escuchado tantas clases de extraños rumores en Roma, Planeo, tantos que no sé qué creer -manifestó Octavio, que se preguntaba cuál sería el precio de Planeo.

– Cree lo peor de ellos y acertarás.

– Entonces, ¿cómo puedo convencer a estos burros de Roma que es la guerra de Cleopatra y no la de Antonio?

– ¿Quieres decir que aún creen que Antonio está al mando?

– Sí. Sencillamente no pueden aceptar la idea de que un extranjero es capaz de dominar al gran Marco Antonio.

– Tampoco podía yo, hasta que lo vi por mí mismo. -Planeo se rió-. Quizá tendrías que organizar viajes a Samos (que es donde están ahora, camino de Atenas) para los incrédulos. Una vez visto, nunca olvidado.

– La levedad, Planeo, no te sienta bien.

– Entonces seriamente, César. Quizá podría ofrecerte mejor munición, pero hay un precio.

– ¡Querido Planeo! Siempre al grano, nada de dar vueltas. Dime tu precio.

– Un consulado sufecto el año próximo para Titio.

– No es muy popular en Roma porque ejecutó a Sexto.

– Sí, él hizo el acto, pero la orden vino de Antonio.

– Desde luego puedo darle el trabajo, pero no puedo protegerlo de sus detractores.

– Puede pagarse guardaespaldas. Entonces, ¿trato hecho?

– Sí. Ahora, ¿qué puedes ofrecerme a cambio?

– Cuando Antonio estaba en Antioquía, todavía en sus últimas etapas de su recuperación de la bebida, redactó su testamento. Si continúa siendo el último, no lo sé, pero Titio y yo fuimos testigos, y creo que se lo llevó a Alejandría con él cuando marchó; Sosio, de todas maneras, lo llevó a Roma.

Octavio frunció el entrecejo.

– ¿Qué tiene que ver el testamento de Antonio?

– Todo -respondió Planeo.

– No es una respuesta adecuada. Explícate.

– Estaba de buen humor cuando fuimos testigos, e hizo unos cuantos comentarios que nos hizo creer a Titio y a mí que era un documento muy sospechoso. Una traición, de hecho, si un documento no visto hasta después de la muerte de su autor puede ser considerado traicionero. Antonio, claramente, no cree que exista la traición póstuma, de ahí sus descuidados comentarios.

– Sé más específico, Planeo, por favor.

– No puedo. Antonio fue demasiado oscuro. Pero Titio y yo creemos que sería de mucho provecho para ti echarle una ojeada al testamento de Antonio.

– ¿Cómo puedo hacer eso? El testamento de un hombre es sacrosanto.

– Ése es tu problema, César.

– ¿No puedes decirme nada de su contenido? ¿Cuáles fueron exactamente los comentarios que hizo?

Ya de pie, Planeo se acomodó los pliegues de la toga, aparentemente absorto.

– Realmente tendríamos que diseñar una prenda más adecuada que la toga para sentarse. Cuánto amaba Alejandría y a aquella mujer… Sí, las togas son un incordio… Cómo su hijo podía tener sus derechos… Vaya, tiene una mancha.

Y se marchó, todavía arreglándose.

Entonces, no era algo tan traicionero. Excepto que Planeo parecía creer sinceramente que el testamento de Antonio lo ayudaría. Dado que el consulado sufecto para Titio estaba a muchos meses vista, Planeo, sin duda, sabía que si mostraba un falso cebo ante la nariz de Octavio, Titio nunca se sentaría en la tarima curul. Pero ¿cómo tener acceso al testamento de Antonio? ¿Cómo?

– Recuerdo que Divus Julius me dijo que las vestales tenían más de dos millones de testamentos; arriba, abajo, parte en el sótano -le comentó a Livia Drusilia, la única a la cual le podía confiar tan incendiarias noticias-. Tienen un sistema. En un lugar, los testamentos de las provincias y los países extranjeros; los testamentos italianos en otro, y los romanos en alguna otra parte. Pero Divus Julius no elaboró el sistema, y en su momento yo no sabía lo importante que podía ser el tema, así que no le insistí para que me lo explicase. ¡Estúpido, estúpido! -Se golpeó la rodilla con el puño.

– No te preocupes, César, conseguirás tus fines. -Los grandes ojos azules de Livia Drusilia mostraron una expresión contemplativa, mientras pensaba, y después se rió-. Podrías comenzar por hacer algo bonito por Octavia -dijo entonces-, y como yo soy una esposa muy celosa, tendrás que hacer algo por mí también.

– ¿Tú celosa de Octavia? -preguntó él, incrédulo.

– Pero la gente de fuera de nuestro círculo íntimo de amigos no saben cómo están las cosas entre Octavia y yo, ¿verdad? Toda Roma está indignada por el divorcio. ¡Idiota de hombre! Nunca tenía que haberla echado a ella y a los niños. Y eso le hace más daño que todos tus comentarios sobre la influencia que ejerce Cleopatra sobre él. -El bello rostro adoptó una expresión soñadora-. Sería espléndido si tus agentes pudiesen decirle a las gentes de Roma e Italia lo mucho que quieres a tu hermana y a tu esposa, con cuánta tierna consideración las ves. Estoy seguro de que si permitieses que Lépido residiese en la Domus Publica, se sentiría tan agradecido que propondría honrarnos a Octavia y a mí.

Él la miraba con aquel aire confundido que ella podía provocarle cuando la sutileza de su mente superaba a la suya.

– Me gustaría saber adónde quieres ir a parar, querida, pero no lo sé.

– Piensa en los centenares de estatuas de Octavia que has erigido a través de Roma e Italia y en mis estatuas, que se han unido a ellas. ¿No sería maravilloso si se pudiese añadir tina línea a sus inscripciones? ¿Algún nuevo y sorprendente honor?

– Sigo en la oscuridad.

– Convence al pontífice máximo Lépido que nos dé a Octavia y a mí la condición de vírgenes vestales a perpetuidad.

– Pero ¡vosotras no sois vestales! ¡Ni tampoco vírgenes!

– ¡Honorarias, César, honorarias! ¡Anúncialo con fanfarrias de trompetas en los mercados desde Mediolanum y Aquileia hasta Rhegium y Tarentum! Tu hermana y tu esposa son ejemplares más allá de cualquier descripción, así que su castidad marital y su conducta las pone en la misma liga que las vestales.

– ¡Continúa! -le pidió él, ansioso.

– Nuestra condición de vírgenes vestales nos permitirá ir y venir por las dependencias vestales en la Domus Publica a voluntad. No hay ninguna necesidad de involucrar a Octavia si yo también tengo ese privilegio, porque puedo averiguar para ti dónde está guardado exactamente el testamento de Antonio. Apuleia no sospechará de mis motivos. ¿Por qué iba a hacerlo? Su madre es tu hermanastra; ella cena con nosotros habitualmente y yo le caigo muy bien. No puedo robar el testamento para ti, pero sí puedo descubrir dónde está, y tú te podrás apoderar de él rápidamente.

Su abrazo la dejó aplastada y sin aliento, pero a ella no le importó verse aplastada y sin aliento. Nada le agradaba más a Livia Drusilia que ser capaz de sugerir una acción que César no había pensado por sí mismo.

– ¡Livia Drusilia, eres brillante! -gritó él, y la soltó.

– Lo sé -replicó ella, y le dio un suave empellón-. ¡Ahora pon manos a la obra, mi amor! Esto llevará unos cuantos nunditiae, y no podemos permitirnos esperar demasiado.


El dolor de haber perdido su cargo de triunviro no le resultaba a Lépido tan doloroso como su exilio de la ciudad de Roma, así que cuando recibió la visita de Octavio y supo lo que debía hacer para poder regresar a la Domus Publica aceptó sin vacilar darle a Octavia y a Livia Drusilia el rango de vírgenes vestales. Eso no era un mero honor. Dotaba a ambas mujeres de la condición de sacrosantas e inviolables; podían caminar por cualquier parte sin el menor riesgo, porque ningún hombre, fuese el más pobre o el más predatorio, se atrevería a tocar a una virgen vestal. Si lo hacía, estaba condenado para toda la eternidad. Perdería la ciudadanía, sería azotado y decapitado y le serían confiscadas todas sus propiedades, hasta el más mísero vaso de cerámica. Su esposa y sus hijos morirían de hambre.

Toda Roma e Italia se regocijó; si su aprobación era más por Octavia que por Livia Drusilia, a esta última no le importó en absoluto. En cambio, se presentó a cenar en el comedor de las vestales, sin ser invitada, para conocer a sus compañeras sacerdotisas.


Apuleia, la jefa vestal, era prima de Octavio, y conocía bien a Livia Drusilia desde el tiempo en que era joven y estaba embarazada; había estado refugiada en el Atrium Vestae antes de casarse con Octavio.

– Un augurio -le dijo Apuleia mientras las siete se sentaban a la mesa-. Ahora puedo confesar que estaba muy preocupada. ¡Oh, el alivio de cuando tu estada no tuvo ninguna consecuencia religiosa! Estoy segura de que fue un augurio de esto.

Apuleia no era una mujer inteligente, sin embargo, la tremenda reverencia en que se le tenía la había moldeado hasta ser mucho más de lo que se esperaba de una jefa vestal. Llevaba un vestido blanco de mangas largas como una túnica abierto por los lados, la medalla bulla en una cadena alrededor del cuello, el cabello oculto bajo una corona de siete rizos de lana, apilados, y cubierto con un velo tan fino que flotaba. Gobernaba a su pequeño rebaño con puño de hierro, atenta al hecho de que la castidad de las vestales era la suerte de Roma. De cuando en cuando algún hombre (como Publio Clodio) había impugnado la castidad de alguna vestal y la había llevado a juicio, pero eso no iba a ocurrir durante el reinado de Apuleia.

Todas las vestales estaban sentadas alrededor de la mesa, cargada con deliciosas comidas y una jarra de resplandeciente vino blanco de Alba Fucentia. Las dos vestales menores de edad bebían agua de la fuente de Juturna, mientras que las otras tres, vestidas como Apuleia, tenían la libertad de participar del vino. Livia Drusilia, la séptima, no se había vestido como una vestal, aunque sí vestía de blanco.

– Mi marido me ha hablado un poco de vuestros archivos testamentarios -dijo Livia Drusilia cuando las menores se hubieron marchado-, pero sólo de una manera vaga. ¿Podría ser posible que en algún momento pudiese hacer un recorrido?

El rostro de Apuleia se iluminó.

– ¡Por supuesto! Cuando tú digas.

– Ah, ¿ahora?

– Si lo deseas, desde luego.

Livia Drusilia realizó el recorrido que Divus Julius había hecho cuando asumió el título de pontífice máximo. En las dependencias había numerosos estantes cargados con pergaminos donde se guardaban los testamentos, y cuando subió a la primera planta descubrió un impresionante número de casilleros con información, así como en el sótano y en los almacenes en la planta baja. Era algo fascinante, sobre todo para una mujer como ella, tan meticulosa y organizada.

– ¿Tienes alguna zona especial para los senadores? -preguntó mientras caminaba, maravillada.

– Oh, sí. Están aquí, en esta planta.

– Si han sido cónsules, ¿los distingues de los simples senadores?

– Por supuesto.

Livia Drusilia consiguió mostrar una expresión que era tanto tímida como cómplice.

– Nunca se me ocurriría pedirte que me mostrases el testamento de mi marido -dijo- pero me encantaría ver uno del mismo nivel. ¿Por ejemplo, dónde está el testamento de Marco Antonio?

– Oh, está en un lugar especial -respondió Apuleia de inmediato, sin que por su mente se cruzase la menor sospecha-. Cónsul y triunviro, pero en realidad no una parte de Roma. Está aquí, solo.

Llevó a Livia Drusilia hasta una serie de casilleros al otro lado de un biombo que separaba el archivo de la zona estrictamente de las vestales, y sin vacilar sacó un pesado rollo que estaba solo en un estante.

– Aquí lo tienes -dijo, y le alcanzó el documento a Livia Drusilia.

La esposa de Antonio lo sopesó, lo giró para mirar el sello rojo: Hércules, IMP. M. ANT. TRI. Sí, aquél era el testamento de Antonio. Lo devolvió de inmediato con una risa.

– Debe de tener muchos legados -comentó.

– Todos los grandes lo tienen. El más corto de todos fue el de Divus Julius. ¡Tanta sagacidad, tanta exactitud!

– Entonces, ¿los lees?

Apuleia se mostró horrorizada.

– ¡No, no! Por supuesto, vemos el testamento después de la muerte de su autor, cuando el ejecutor o ejecutora vienen a buscarlo. El ejecutor debe abrirlo en nuestra presencia porque debemos poner V.V. al final de cada cláusula. De esta manera no se puede añadir nada después de haberlo entregado.

– ¡Brillante! -dijo Livia Drusilia. Dio un beso en la mejilla de Apuleia y le apretó la mano-. Debo irme, pero una última y muy importante pregunta: ¿alguna vez se abrió algún testamento antes de la muerte del autor, querida?

Otra mirada de horror.

– ¡No, nunca! Eso sería romper nuestros votos, y es algo que nunca haremos.


De regreso a la domus Livia Drusilia encontró a su esposo en la sala de negociaciones. Una mirada a su rostro y él despidió a sus escribas y empleados.

– ¿Bien? -preguntó.

– Tuve el testamento de Antonio en mi mano, y te puedo decir exactamente dónde está guardado.

– Todo eso que ya hemos adelantado. ¿Crees que Apuleia me permitiría abrirlo?

– Ni siquiera si la condenases por la pérdida de la castidad y la enterrases bajo tierra con una jarra de agua y una hogaza de pan. Me temo que tendrás que arrebatárselo a ella y a las demás.

– Cacat!

– Te sugiero que te lleves a tus germanos al Atrium Vestae en plena noche, César, y acordones toda la zona fuera de las puertas del alojamiento. Tendrá que ser pronto, porque me han dicho que Lépido tomará su residencia de pontífice máximo en la Domus Publica dentro de muy poco. Seguramente habrá un gran alboroto, y no querrás que Lépido venga corriendo desde su lado para ver qué ocurre. Mañana por la noche, no más tarde.


Octavio tuvo que aporrear mucho la puerta antes de que el rostro asustado de la portera la entreabriese y echase una ojeada. Dos germanos apartaron a la mujer y acompañaron a su amo en medio del resplandor de las antorchas mientras los otros germanos lo seguían.

– ¡Bien! -le dijo Octavio a Arminio-. Con un poco de suerte lo conseguiré antes de que aparezcan las vestales. Tendrán que vestirse.

Casi lo consiguió.

– ¿Qué te crees que estás haciendo? -le preguntó Apuleia desde la puerta que daba a los apartamentos privados de las vestales.

Con el testamento de Antonio en la mano, Octavio dio un salto.

– Estoy confiscando un documento de traición -dijo con altanería.

– ¡Traición, un cuerno! -replicó la jefa vestal, que se movió para impedir su salida-. ¡Devuélvemelo, César Octavio!

En respuesta, él se lo pasó por encima de su cabeza a Arminio, tan alto que, cuando lo sostuvo, Apuleia no lo podía alcanzar.

– ¡Eres un sacer -jadeó mientras entraban otras tres vestales.

– ¡Tonterías! Soy un consular haciendo mi deber.

Apuleia soltó un alarido escalofriante.

– ¡Socorro, socorro, socorro!

– Hazla callar, Cornel -le ordenó Octavio a otro germano.

Cuando las otras tres vestales comenzaron a gritar, ellas también fueron sujetadas y silenciadas por los germanos.

Octavio miró a las cuatro con las oscilantes llamas de las antorchas, su mirada luminosa y fría como la de un leopardo negro.

– Retiro este testamento de vuestra custodia, y no hay nada que podáis hacer para impedírmelo. Por vuestra propia seguridad os sugiero que no digáis ni una palabra de lo que ha ocurrido aquí a nadie. Si lo hacéis, no puedo responder por mis germanos, que no sienten ninguna reverencia por las vestales y les encanta desflorar a vírgenes de cualquier clase. Tácete, señoras. Lo digo de verdad.

Se marchó, y dejó a la suerte de Roma llorando y gimiendo.


Convocó al Senado al primer día permisible, con una expresión de orondo triunfo. Lucio Celio Poplicola, que había elegido quedarse en Roma para incordiar a Octavio, sintió que se le erizaba el pelo de los brazos y la nuca cuando un miedo helado le recorrió la espalda. ¿Qué se traía entre manos ahora el pequeño gusano? ¿Por qué Planeo y Titio parecían reventar de alegría?

– Durante dos años he hablado a los miembros de esta cámara de Marco Antonio y de su dependencia de la Reina de las Bestias -comenzó Octavio, de pie delante de su silla curul y con un grueso rollo de pergamino en la mano derecha-. Nada de lo que he venido repitiendo hasta ahora ha conseguido convencer a muchos de los que están hoy presentes aquí de que he dicho la verdad. «¡Dadnos una prueba!», habéis gritado una y otra vez. ¡Muy bien, tengo la prueba! -Levantó el pergamino-. Tengo en mi mano la última voluntad y testamento de Marco Antonio y contiene todas las pruebas que incluso el más ardiente partidario de Antonio podría exigir.

– ¿La última voluntad y testamento? -preguntó Poplicola, que se sentó muy erguido.

– Sí, la última voluntad y testamento.

– ¡La voluntad de un hombre es sacrosanta, Octavio! ¡Nadie puede violarlo mientras el autor viva!

– ¡A menos que contenga declaraciones de traición!

– ¡Incluso así! ¿A un hombre se le puede considerar traidor por lo que dice después de su muerte?

– Oh, sí, Lucio Gelio. Absolutamente.

– ¡Esto es ilegal! ¡Rehúso permitirte continuar!

– ¿Cómo puedes detenerme? Si continúas interrumpiendo, le diré a mis lictores que te expulsen. ¡Ahora siéntate y escucha!

Poplicola miró en derredor y vio todos los rostros iluminados por la curiosidad y comprendió que había sido derrotado Por el momento. Dejaría que el joven monstruo hiciese lo peor luego se sentó, con un gesto ceñudo.

Octavio desenrolló el testamento, pero no lo leyó; no era necesario, porque lo sabía de corrido.

He escuchado a algunos de vosotros llamar a Marco

Antonio el más romano de los romanos. Dedicado al progreso de Roma, valiente, osado, eminentemente capaz de extender el dominio de Roma para cubrir todo Oriente. Eso es lo que pidió (¡y recibió!): Oriente como su parcela después de Filipos. Eso fue hace sólo diez años. Durante esos diez años, Roma apenas si lo ha visto, tan concienzudo fue su mando, o así es lo que decían algunos como Lucio Poplicola. Pero si bien fue a Oriente con la mejor de sus intenciones, su voluntad no duró. ¿Por qué? ¿Qué pasó? Puedo resumir la respuesta en una sola palabra: Cleopatra. Cleopatra, la Reina de las Bestias. Una poderosa hechicera, conocedora de los cultos secretos y las artes del amor y los venenos. ¿No recordáis al rey Mitrídates el Grande, que se envenenaba cada día con cien pócimas y tomaba un centenar de antídotos? Cuando intentó suicidarse con veneno, no funcionó. Uno de sus guardaespaldas tuvo que atravesarlo con su espada. También os recuerdo que el rey Mitrídates era el abuelo de Cleopatra. La sangre de sus venas es, por naturaleza, enemiga de Roma.

»Se conocieron por primera vez en Tarsus, donde ella lo hechizó; pero no lo suficiente. Aunque ella le dio mellizos, Antonio permaneció libre de Cleopatra hasta el invierno del año que vio a los partos invadir Siria la primavera siguiente. Él se había reunido con ella en Alejandría, pero cuando los partos aparecieron, él la dejó. ¡Por supuesto que la dejó! Tenía que expulsar a los partos. Pero ¿lo hizo? ¡No! Fue a Atenas con el propósito de supervisar mis actividades en Italia. Aquello desembocó en su asedio de Brundisium y, a su debido momento, en el pacto de Brundisium cuando se casó con mi hermana como prueba de su calidad de romano. Le dio dos niñas, ningún honor para alguien que ya había engendrado hijos con Fulvia y Cleopatra.

Poplicola se había derrumbado, los brazos cruzados sobre el pecho; Octavio se percató de que Planeo, en los primeros bancos, y Titio, en la grada del medio, no podían dejar de moverse debido a su anticipación. Reanudó su discurso a una cámara en silencio.

– No es necesario volver a citar la desastrosa campaña que libró contra Media Partía, porque es el período posterior a su lamentable retirada lo que debe interesarnos más que la pérdida de un tercio de un ejército romano. Antonio hizo lo que sabe hacer mejor: beber vino hasta que se le obnubiló la mente.

Loco e impotente, buscó socorro en Cleopatra. No en Roma, sino en Cleopatra, que fue a Leuke Kome cargada con regalos que superan toda imaginación: dinero, comida, armas, medicinas, miles de sirvientes y veintenas de médicos. Desde Leuke Kome, la pareja se trasladó a Antioquía, donde Antonio finalmente se dedicó a hacer un testamento. Una copia se guardó aquí, en Roma, la otra, en Alejandría, donde Antonio se instaló el pasado invierno. Pero para entonces estaba bajo el completo dominio de Cleopatra, drogado y sumiso. Ya no necesitaba beber vino, tenía mejores cosas que tragar, desde las pócimas de Cleopatra hasta sus lisonjas. Con el resultado de que, cuando se acercaba el final de la primavera de este año, trasladó todo su ejército y su flota a Éfeso. ¡Éfeso! Mil millas al oeste de donde realmente se necesitaban, en un frente desde Armenia Parva hasta el sur de Siria, para impedir las incursiones partas. Entonces ¿por qué trasladó a su ejército y a su marina a Éfeso? ¿Por qué luego ha movido a ambos hasta Grecia? ¿Roma es una amenaza para él? ¿Italia? ¿Algún ejército o flota al oeste del río Drina ha hecho gestos bélicos en su dirección? ¡No, no lo han hecho! No hace falta que creáis mi palabra; es algo manifiesto hasta para el más tonto de entre vosotros.

Su mirada barrió las gradas del fondo, donde se sentaban los pedarii bajo voto de silencio. Luego, lenta y cuidadosamente, bajó de la tarima curul y ocupó un lugar en medio de la sala.

– No creo ni por un momento que Marco Antonio haya cometido estos actos de agresión contra su tierra natal voluntariamente. Ningún romano lo haría salvo aquellos que fueron castigados injustamente y buscaron regresar: Cayo Mario, Lucio Comello Sila, Divus Julius. Pero ¿Marco Antonio ha sido declarado hostis? ¡No, no lo ha sido! Hasta este mismo día, su condición sigue siendo la que siempre ha sido: un romano de Roma, el último de muchas generaciones de Antonios que han servido a su país. No siempre con sabiduría, pero sí con celo patriótico.

– Entonces ¿qué le ha ocurrido a Marco Antonio? -preguntó Octavio con tonos resonantes, aunque éste era un discurso que no necesitaba despertar a los senadores de una ligera siesta. Estaban bien despiertos y escuchaban con avidez-. De nuevo, la respuesta está en una palabra; Cleopatra. Él es su juguete, su títere; sí, todos vosotros podéis recitar la lista conmigo, lo sé. Pero la mayoría de vosotros nunca me ha creído, eso también lo sé. Hoy puedo ofrecer la prueba de lo que siempre he dicho es una versión aguada de las perfidias de Antonio, realizadas bajo el dictado de Cleopatra. ¡Una extranjera, una mujer, una adoradora de las bestias! También una poderosa hechicera, capaz de embrujar al más fuerte y al más romano de los romanos.

«Sabéis que la mujer, la extranjera, tiene un hijo mayor cuya paternidad atribuye a Divus Julius. Un joven que ahora tiene quince años, que se sienta a su lado en el trono egipcio como Ptolomeo XV César, para un romano es un bastardo y no un ciudadano romano. Para aquellos de vosotros que creéis que es el hijo de Divus Julius puedo presentar pruebas de que no lo es, que es hijo de un esclavo que Cleopatra tomó para su diversión. Ella es de disposición amorosa, tiene muchos amantes, y siempre los ha tenido. Que primero utiliza como compañeros sexuales y después como víctimas de sus venenos. Sí, experimenta con ellos hasta que mueren. Como murió el esclavo que fue padre de su hijo mayor.

»¿Os preguntáis si esto es importante? ¡Sí, porque ella engañó al pobre Antonio para que declarase a ese niño bastardo Rey de Reyes, y ahora va a la guerra contra Roma para sentarlo en el Capitolio! ¡Aquí hay hombres, senadores, que pueden atestiguar bajo juramento que su amenaza favorita es que ellos sufrirán persecución cuando ocupe su trono en el Capitolio y juzgue en nombre de su hijo! Sí, espera utilizar el ejército de Antonio para conquistar Roma y convertirla en el reino de Ptolomeo XV César.

Se aclaró la garganta.

– Pero ¿Roma continuará siendo la ciudad más grande del mundo, el centro de la ley, la justicia, el comercio y la sociedad? ¡No, Roma no! ¡La capital del mundo será trasladada a Alejandría! Roma acabará convirtiéndose en nada.

Desenrolló el pergamino, que colgó de la mano de Octavio, bien alto, hasta los azulejos blancos y negros del suelo. Algunos de los senadores saltaron al escuchar el ruido, tan brusco fue, pero Octavio no les hizo caso y continuó.

– ¡La prueba está en este documento, la última voluntad y testamento de Antonio! Deja todo lo que tiene, incluidos sus propiedades romanas e italianas, sus inversiones y su dinero, a la reina Cleopatra. ¡A la que jura su amor, amor, amor y amor! ¡Su única esposa, el centro de su ser! ¡Atestigua que Ptolomeo XV César es hijo legítimo de Divus Julius y heredero de todo lo que Divus Julius me dejó, su hijo romano! ¡Insiste en que sus famosas Donaciones sean honradas, cosa que hace a Ptolomeo XV César el rey de Roma! ¡Roma, que no tiene rey!

Comenzaban los murmullos; el testamento estaba abierto, podía ser leído por cualquiera que quisiese verificar lo que decía Octavio.

– ¿Qué, padres conscriptos, estáis escandalizados? ¡Tendríais que estarlo! Pero ¡esto no es lo peor que dice el testamento de Antonio! Eso está contenido en la cláusula del entierro, que ordena que no importa dónde pueda ocurrir su muerte ya que su cuerpo se ha dado a los embalsamadores egipcios que viajan con él a todas partes para que lo embalsamen de acuerdo a la técnica egipcia. Luego ordena que se lo entierre en su amada Alejandría, junto a su amada esposa, Cleopatra.

Se desató el tumulto cuando los senadores saltaron de sus taburetes, sus sillas de marfil, agitando los puños y aullando.

Poplicola esperó hasta que se callaran.

– ¡No me creo ni una sola palabra! -gritó-. ¡El testamento es una falsificación! ¿Cómo sino has podido hacerte con él, Octavio?

– Se lo arrebaté a las vírgenes vestales, que lo defendieron bien -respondió Octavio con toda calma. Se lo arrojó a Poplicola, que lo recogió e intentó enrollarlo-. No te preocupes por el principio ni por lo que dice en medio, Lucio Gelio. Ve al final. Examina el sello.

Con manos temblorosas, Poplicola miró el sello, intacto porque Octavio había cortado cuidadosamente a su alrededor, y luego buscó la cláusula referente al tratamiento y disposición del cuerpo de Antonio. Tembloroso, ahogado, arrojó el pergamino, que rodó por el suelo.

– Debo ir con él e intentar que entre en razón -dijo, al tiempo que se levantaba torpemente. Luego, llorando sin reparo, se volvió hacia las gradas y tendió sus temblorosas manos-, ¿Quién vendrá conmigo?

No muchos. Aquellos que se marcharon con Poplicola fueron silbados e insultados. El Senado se había convencido por fin de que Marco Antonio ya no era un romano, que había sido hechizado, que estaba embrujado por Cleopatra y que se preparaba a marchar contra su tierra natal para su beneficio.


– ¡Oh, qué triunfo! -le dijo Octavio a Livia Drusilia cuando regresó a casa montado en los hombros de Agripa y Cornelio Gallo, que hacían una equilibrada pareja de caballos.

Pero al llegar a su puerta los despidió junto con Mecenas y Estatilio Tauro y los invitó a cenar para el día siguiente. Algo tan delicioso como aquella victoria debía ser, primero, compartida con su esposa, cuya astuta maniobra le había facilitado mucho su trabajo. Porque sabía que Apuleia y sus vestales nunca le hubiesen mostrado dónde estaba el testamento, y él no se hubiese atrevido a saquear el lugar. Había necesitado saber exactamente dónde estaba el testamento.

– César, nunca dudé del resultado -dijo ella, y lo abrazó-. Tú siempre controlarás Roma.

Él gruñó y aflojó los hombros en señal de desdicha.

– Eso todavía es discutible, meum mel. Las noticias de la traición de Antonio harán que sea más fácil cobrar mis impuestos, pero seguirán siendo impopulares hasta que pueda convencer a todo el país de que la alternativa es verse reducido a un dominio egipcio bajo la ley egipcia. Que la ración de trigo gratis desaparecerá, que desaparecerá el circo, que desaparecerá la actividad comercial, que desaparecerá la autonomía romana para todas las clases de ciudadanos. Ellos todavía no lo han comprendido, y me temo que no podré explicárselo antes de que el hacha egipcia caiga, empuñada por las manos capaces de Antonio. ¡Deben ver que ésta no es una guerra civil! Que es una guerra extranjera con disfraz romano.

– Haz que tus agentes lo repitan hasta el cansancio, César. Explícales la conducta de Antonio en los términos más sencillos; las personas necesitan de la simplicidad si deben comprenderlo -manifestó Livia Drusilia-. Pero hay más que eso, ¿verdad?

– Oh, sí. Ya no soy triunviro, y si los primeros días de la guerra no fueran bien… ¡Livia Drusilia, mi dominio sobre el poder es tan tenue! ¿Qué pasa si Pollio sale del retiro con Publio Ventidio?

– ¡César, César, no seas tan lúgubre! Has demostrado públicamente que la guerra es una guerra extranjera. ¿No hay otra manera?

– Una, aunque creo que no es suficiente. Cuando la República era muy joven, los feciales fueron enviados a un agresor extranjero para negociar un acuerdo. Su jefe era el pater patratus, que tenía con él al verbenarius. Este hombre llevaba hierbas y tierra recogida en el Capitolio; las hierbas y la tierra les daba a los feciales una protección mágica. Pero luego eso se convirtió en algo incómodo y, sin embargo, se celebró una gran ceremonia en el templo de Belona. Pretendo revivir la ceremonia y hacer que el mayor número posible de personas la presencie. Un comienzo, pero de ninguna manera un fin.

– ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó con curiosidad.

– Divus Julius me lo dijo. Era una gran autoridad en nuestros antiguos ritos religiosos. Había un grupo de ellos interesados en el tema: Divus Julius, Cicerón, Nigidio Figulo y Apio Claudio Pulcher, creo. Divus Julius me dijo, riéndose, que siempre había tenido ganas de realizar la ceremonia, pero que nunca había tenido tiempo.

– Entonces debes hacerlo por él, César.

– Lo haré.

– ¡Bien! ¿Qué más? -preguntó ella.

– No se me ocurre nada más excepto una propaganda lo más amplia posible, y que eso no haga mi propia posición menos precaria.

Los ojos de Livia Drusilia se agrandaron mientras contemplaba el espacio por un largo momento, y luego respiró profundamente.

– César, soy la nieta de Marco Livio Druso, el tribuno de la plebe que casi evitó la guerra italiana al aplicar la legislación romana a todos los italianos. Sólo el asesinato le impidió hacerlo. Recuerdo haber visto el cuchillo, una hoja malvada utilizada para cortar el cuero. Druso tardó días en morir, entre grandes alaridos de agonía.

Conmovido, él miró su rostro atentamente, poco seguro de saber adónde quería ir a parar, pero con una sensación en la boca del estómago de que ella estaba diciendo algo que sería de enorme importancia. Algunas veces su Livia Drusilia tenía el poder adivinatorio, o algo que, si no era eso, también era sobrenatural.

– Continúa -la animó.

– El asesinato de Druso no hubiese sido necesario de no haber hecho él algo extraordinario, algo que elevó tanto su posición que sólo el asesinato podría derribarlo… Obtuvo en secreto un juramento sagrado de alianza personal de todos los italianos no ciudadanos. De haber sido aprobada su legislación, hubiese tenido a toda Italia en su clientela, y hubiese sido tan poderoso que podría haber gobernado como dictador a perpetuidad de haber tenido tal inclinación. Si la tenía, nunca se sabrá. ¿Me pregunto si sería posible para ti pedirle al pueblo de Roma y a Italia que hagan un juramento de alianza personal contigo?

Él se había quedado helado; ahora había comenzado a temblar. El sudor corrió por su frente, se le metió en los ojos y le ardió como un ácido.

– ¡Livia Drusilia! ¿Qué te hace pensar eso?

– El ser su nieta, supongo, aunque mi padre fuera hijo adoptivo de Druso. Siempre ha sido una de las historias de la familia. Druso era el más valiente entre los valientes.

– Pollio, Salustio. Seguramente, alguien ha preservado la forma del juramento en la historia de aquellos tiempos.

– No es necesario revelar el juego a personas como ellos. Ella sonrió-. Puedo recitarte el juramento de corrido.

– ¡No lo hagas! Todavía no. Escríbelo para mí, y después ayúdame a corregirlo para adecuarlo a mis propias necesidades, que no son las de Druso. Prepararé la ceremonia fecial, tan pronto como pueda y comiencen a hablar los agentes. Insistiré en machacar a la Reina de las Bestias, haré que Mecenas se invente fabulosos vicios de ella, haré una lista de amantes y siniestros crímenes. Cuando ella camine en mi desfile triunfal, nadie debe apiadarse de ella. Es tan poca cosa que alguien que la vea puede sentirse tentado a compadecerse a menos que sea vista como una fusión de arpías, furias, sirenas y gorgonas; un auténtico monstruo. Sentaré a Antonio de espaldas en un asno y le pondré cuernos de cornudo en su cabeza. Le negaré la ocasión de parecer noble o romano.

– Te estás apartando del tema -dijo ella con voz suave.

– ¡Oh! Sí, así es. A partir del Año Nuevo seré primer cónsul, lo que me permitirá hacia finales de diciembre poner carteles en todas las ciudades, pueblos y aldeas desde los Alpes hasta el empeine, la punta y el tacón. En ellos anunciaré el juramento y rogaré humildemente a quien lo desee que se adscriba. Sin ninguna coerción, sin ninguna recompensa. Debe ser prístino, una cosa voluntaria y transparente. Si la gente quiere verse libre de la amenaza de Cleopatra, entonces debe jurar permanecer a mi lado hasta que lleve a cabo mi tarea. Si jura bastante gente, nadie se atreverá a derrocarme, a despojarme de imperium. Si los hombres como Pollio declinan sumarse, no buscaré venganza, ya sea en el momento o en el futuro.

– Siempre debes estar por encima de la venganza, César.

– Soy consciente. -Se rió-. Después de Filipos, pensé mucho en hombres como Sila y mi divino padre; intenté ver dónde se habían equivocado. Comprendí que les gustaba vivir de una forma extravagante, además de regir el Senado y las asambleas con mano de hierro. Por lo tanto, decidí ser un hombre discreto y nada ostentoso, y gobernar Roma como un querido y bondadoso papá.


Belona era la diosa original de la guerra de Roma, y se remontaba a las épocas en que los dioses romanos eran simples fuerzas que no tenían rostro ni sexo. Su otro nombre era Nerio, una deidad todavía más misteriosa entrelazada con Marte, el posterior dios de la guerra. Cuando Apio Claudio el Ciego inauguró el templo para que los protegiera durante las güeñas etruscas y samnitas, colocó una estatua de ella en el edificio; era elegante y estaba bien conservada: se pintaba regularmente con vividos colores. Como la guerra era algo que no se podía discutir dentro del pomerium de la ciudad, el recinto de Belona, que era muy espacioso, estaba en el Campo de Marte, fuera del recinto sagrado. Como todos los templos romanos, estaba montado sobre un alto podio. Para llegar al interior había que subir veinte escalones en dos tramos de diez; sobre la ancha extensión de la plataforma, entre los dos tramos de escalera y exactamente en el medio, había una columna de mármol rojo cuadrada de un metro veinte de altura. Al pie de los escalones había un iugerum de lozas, los márgenes marcados con plintos fálicos sobre los que descansaban las estatuas de los grandes generales romanos: Fabio Máximo Cunctator, Apio Claudio Caecus, Escipión el Africano, Emilio Paulo, Escipión Emiliano, Cayo Mario, César Divus Julius y muchos otros, todos tan bien pintados que parecían vivos.

Cuando se reunió el Colegio de Feciales, veinte en total, en las escaleras de Belona, lo hicieron ante una nutrida audiencia de senadores, caballeros, hombres de la tercera, cuarta y quinta clase y algunos pobres del Censo por Cabezas. Aunque el Senado tenia que ser acomodado en pleno, Mecenas había escogido colocar al resto lo bastante cerca como para que viesen los acontecimientos y los desparramasen a través de los estratos sociales. De esta manera, los hombres de Subura y Esquilmo estaban representados con la misma generosidad que los hombres del Palatino y Carinae.

El resto de colegas sacerdotes estaban presentes, además de todos los lictores de servicio en Roma; el espectáculo de togas a rayas rojas y púrpuras, capas redondas y yelmos de marfil, pontífices y augures con las togas levantadas para cubrir sus cabezas era impresionante.

Los feciales llevaban togas rojo oscuro sobre los torsos desnudos como era la costumbre en los comienzos, y las cabezas también estaban sin cubrir. El verbenarius llevaba hierbas y tierra recogidas en el Capitolio y estaba cerca del pater patratus, cuyo papel estaba limitado al final de la ceremonia. La mayoría de estos largos procedimientos eran declamados en un lenguaje tan antiguo que ya nadie lo comprendía, y por un fecial que había perfeccionado la jerigonza; nadie quería cometer un error, porque incluso hasta el más insignificante suponía realizar de nuevo toda la ceremonia desde el principio. La víctima del sacrificio era un pequeño jabalí que un cuarto fecial mataba con un cuchillo de pedernal más antiguo que Egipto.

Finalmente, el pater patratus entró en el templo y saltó cargado con una lanza con la punta en forma de hoja cuyo astil era negro debido al paso del tiempo. Bajó los diez escalones del primer tramo y se detuvo delante de la pequeña columna con la lanza preparada para lanzarla, su cabeza de plata resplandeciente al frío y brillante sol.

– ¡Roma, tú estás amenazada! -gritó en latín-. Aquí delante de mí hay un territorio enemigo protegido por generales romanos. Declaro que el nombre del territorio enemigo es Egipto. Con el lanzamiento de esta lanza, nosotros, el Senado y el pueblo de Roma nos embarcamos en una guerra santa contra Egipto en las personas del rey y la reina de Egipto.

La lanza dejó su mano, voló por encima de la columna y aterrizó en el iugerum de espacio abierto llamado territorio enemigo. Se había colocado una única bandera, y el pater patratus era un soberbio guerrero; la lanza se clavó, vibrante, con la cabeza hundida en el suelo detrás de la bandera izada. Los presentes arrojaron pequeñas muñecas de lana a la lanza.

De pie a un lado, con el resto del Colegio de Pontífices, Octavio contempló la escena y se sintió complacido. Aquello era impresionante, absolutamente una parte del mos maiorum. Roma estaba ahora oficialmente en guerra, pero no contra un romano. El enemigo era la Reina de las Bestias y Ptolomeo XV César, regentes de Egipto. ¡Sí, sí! Qué afortunado había sido al poder hacer que Agripa fuese el pater patratus, ¿y Mecenas no tenía un magnífico aspecto, aunque un tanto obeso, como verbenarius?

Regresó a casa rodeado por centenares de clientes y, por una vez, disfrutó muchísimo. Incluso los plutócratas -¿por qué los ricos aparentaban ser siempre los menos dispuestos a pagar impuestos?- parecían estar aquel día con él, aunque eso no duraría más allá del primer pago de impuestos. Había concretado los arreglos para el pago de impuestos con los pergaminos ciudadanos, que detallaban los ingresos de cada hombre y eran actualizados cada cinco años. Los censores se ocupaban de este cometido por ley, pero habían tenido una poca participación durante algunas décadas. Incluso la última década el triunviro en Occidente, Octavio, había asumido las tareas de censor y se había asegurado de que los impuestos de cada ciudadano estuviesen al corriente. Pero cobrar este nuevo impuesto era una tarea complicada porque no disponía de grandes locales; sólo el Porticus Minucia en el Campo de Marte.

Pretendía que el primer día de pago fuese algo así como una fiesta. No podría haber alegría, pero sí un ambiente patriótico; las columnatas y los terrenos del Porticus Minucia estaban adornados con banderas rojas con las siglas «SPQR» y carteles con una figura femenina con el pecho desnudo, cabeza de chacal y manos como garras que destrozaban una de esas banderas rojas; otros mostraban a un joven horrible y con aspecto de cretino que llevaba la doble corona y al pie decía: «¿ES ÉSTE EL HIJO DE DlVUS JULIUS? ¡NO PUEDE SER!»

Tan pronto como el sol estuvo bien encima de Esquilino apareció una procesión encabezada por Octavio con todo el esplendor de la toga sacerdotal, la cabeza coronada con laureles en señal de triunfo. Detrás venía Agripa, también coronado, que llevaba el báculo curvo de un augur e iba vestido con la toga roja y púrpura, seguido de Mecenas, Estatilio Tauro, Cornelio Gallo, Messala Corvino, Calvicio Sabino, Domitio Calvino, los banqueros Balbo y Oppio y una legión de los más firmes partidarios de Octavio. Sin embargo, eso era insuficiente para Octavio, que había colocado a tres mujeres entre él mismo y Agripa; Livia Drusilia y Octavia vestían las túnicas de una virgen vestal, algo que ponía a la tercera, Escribonia, un tanto en la sombra. Octavio había hecho mucha alharaca al pagar más de doscientos talentos por su veinticinco por ciento, aunque no se había entregado ninguna bolsa de monedas y sí un trozo de papel, una nota de pago a sus banqueros.

Livia Drusilia se adelantó hacia la mesa.

– ¡Soy una ciudadana romana! -gritó a voz en cuello-, ¡Como mujer no pago impuestos, pero deseo pagar éste porque se necesita para impedir que Cleopatra de Egipto convierta a nuestra amada Roma en un desierto, despoblada de sus habitantes y despojada de su dinero! ¡Para esta causa doy doscientos talentos!

Octavia hizo el mismo discurso y depositó la misma cantidad de dinero, aunque Escribonia sólo pudo dar cincuenta talentos. No tenía importancia; para ese momento, la multitud, cada vez mayor, gritaba con tanto entusiasmo que casi ahogó a Agripa cuando anunció el pago de ochocientos talentos.

Un buen día de trabajo.

Pero no un trabajo tan fino y paciente como el que Octavio y su esposa habían aplicado al redactar el juramento de lealtad.

– ¡Oh! -exclamó Octavio al mirar el juramento original prestado por Marco Livio Druso sesenta años atrás-. ¡Si sólo pudiese atreverme a que la mayoría jurasen ser mis clientes, como hizo Druso!

– Los italianos no tenían patrones por aquel entonces, César, porque no eran ciudadanos romanos. Hoy, todos tienen un patrón.

– ¡Lo sé, lo sé! ¿Cuántos dioses debemos utilizar?

– Sólo Sol Indiges, Tello y Liber Pater. Druso utilizó más, aunque me pregunto por qué utilizó Marte, dado que (en cualquier caso, en aquel momento) no había ningún elemento de guerra.

– Oh, creo que sabía que vendría una guerra -señaló Octavio, con la pluma en alto-. Los lares y los penates, ¿qué te parece?

– Sí. También Divus Julius, César. Reforzará tu posición.

El juramento fue colgado por toda Italia, desde los Alpes hasta el empeine, la punta y el tacón, el día de Año Nuevo; en Roma adornaba la pared de la rostra del foro, el tribunal del pretor urbano, todas las encrucijadas que tenían un santuario a los lares y todos los mercados -de carne, pescado, fruta, verduras, aceite, cereales, pimienta y especias- y espacios dentro de las puertas principales desde Capena hasta Quirinalis.


«Juro por Júpiter Óptimo Máximo, por Sol Indiges, por Tello, por Liber Pater, por Vesta del Hogar, por los lares y penates, por Marte, por Belona y Nerio, por Divus Julius, por todos los dioses y héroes que fundaron y asistieron al pueblo de Roma e Italia en sus luchas que yo tendré por amigos y por enemigos a aquellos que el imperator Cayo Julio César Divi Filius tiene como amigos y enemigos. Juro que trabajaré por el beneficio del imperator Cayo Julio César Divi Filius en la conducción de la guerra contra la reina Cleopatra y el rey Ptolomeo de Egipto, y también trabajaré para el beneficio de todos los otros que presten este juramento, incluso a costa de mi vida, la de mis hijos, la de mis padres y de mi propiedad. Si a través del trabajo del imperator Cayo Julio César Divi Filius la nación de Egipto es derrotada, juro que me uniré a él no como cliente, sino como su amigo. Este juramento lo tomo yo mismo y se lo pasaré a todos los que pueda. Juro fielmente con el conocimiento de que mi fe proporcionará una justa recompensa. Si falto a este juramento, que mi vida, mis hijos, mis padres y mi propiedad me sean arrebatadas. Que así sea, así juro.»


La publicación del juramento causó sensación, porque Octavio no lo había anunciado previamente; sencillamente apareció. Acompañando al juramento había un agente de Mecenas u Octavio preparado para responder a las preguntas y Para escuchar la prestación de juramento. Un escriba sentado un poco más allá registraba los nombres de aquellos que juraban. Para ese momento, las noticias de la traición involuntaria de Marco Antonio se habían propagado por todas partes; la gente sabía que él no era el culpable, y también sabía que Egipto buscaba la guerra. Antonio era la garra de Cleopatra, su instrumento de destrucción, al que mantenía prisionero y drogado para servirla a ella sexualmente y en el campo de batalla. Las burlas contra ella se multiplicaron hasta que fue vista como un monstruo inhumano que incluso había utilizado a su hijo bastardo Ptolomeo «César» como su objeto sexual. ¿Los gobernantes de Egipto practicaban el incesto de manera normal, algo inusual para los romanos. Si Marco Antonio condonaba estas acciones, ya no era romano.

El juramento parecía una pequeña ola muy lejos en el mar y, al principio, muy pocos lo hicieron; no obstante, después de prestarlo convencieron a otros para que lo hicieran, hasta que se convirtió en una enorme ola de juramentos. Lo prestaron todas las legiones de Octavio y también todas las tripulaciones y remeros de sus barcos. Finalmente, conscientes de que no jurar muy pronto se vería como una evidencia de traición, todo el Senado lo hizo. Excepto Pollio, que rehusó. Fiel a su palabra, Octavio no buscó venganza. Cesó cualquier objeción al impuesto; todo lo que la gente quería ahora era derrotar a Cleopatra y a Ptolomeo, al comprender que su derrota significaría el fin del pago del impuesto.

Agripa, Estatilio Tauro, Messala Corvino y el resto de generales y almirantes fueron enviados a sus mandos, mientras Roma también se preparaba para marchar.

– Mecenas, tú gobernarás Roma e Italia en mi nombre -dijo, sin comprender que había crecido y cambiado durante los últimos meses.

Había cumplido treinta y un años el pasado septiembre, y su rostro estaba asentado; se veía fuerte y a un tiempo tranquilo, todavía muy hermoso en un molde masculino.

– El Senado nunca lo permitiría -señaló Mecenas.

– El Senado no estará presente para protestar, mi querido Mecenas -Octavio sonrió-. Me lo llevo a la campaña.

– ¡Dioses! -dijo Mecenas débilmente-. Centenares de senadores es una receta para la locura.

– En absoluto. Tendré trabajo para cada uno de ellos, y mientras estén bajo mi supervisión, no podrán estar en Roma para causar problemas.

– Tienes razón.

– Siempre tengo razón.

XXV

Cleopatra trabajó sometida a terribles desventajas, desventajas que sólo aumentaron cuando ella y Antonio dejaron Éfeso para ir a Atenas. En el fondo de su preocupación estaba la seguridad de que Antonio no le estaba diciendo todos sus pensamientos o planes; cada vez que ella fantaseaba con dar sus juicios desde el Capitolio en Roma, una chispa divertida aparecía en sus ojos, que eran, para ella, una prueba de incredulidad. Sí, él había llegado a la conclusión de que Octavio debía ser detenido y que la guerra era la única manera que le quedaba para detenerlo, pero sobre sus planes para Roma no podía estar tan segura. Aunque él siempre se ponía de su parte en las discusiones en la tienda de mando, lo hacía como si en realidad no tuviesen importancia; como si seguirle la corriente fuese más importante que mantener a sus legados felices. También había desarrollado una considerable habilidad para eludir sus acusaciones de deslealtad cuando ella daba voz a sus sospechas. Podía ser que envejeciese, que tuviese lapsos de memoria, pero ¿de verdad creía en el fondo de su corazón que Cesarión sería rey de Roma? Ella no estaba segura.

Sólo diecinueve de las treinta legiones romanas de Antonio navegaron hacia la Grecia occidental; las otras once fueron asignadas a proteger Siria y Macedonia. Sin embargo, las fuerzas terrestres de Antonio se vieron reforzadas por cuarenta mil infantes y caballería donados por los clientes-reyes, la mayoría de los cuales habían venido en persona a Éfeso; allí se habían enterado de que no acompañarían a Antonio y Cleopatra a Atenas. En cambio, debían ir por sus propios medios al teatro de la guerra designado en la Grecia occidental. Algo que no les sentó nada bien a ninguno de ellos.

Fue el propio Marco Antonio quien separó su avance del de los clientes-reyes, temeroso de que, si veían la autocracia de Cleopatra en la tienda de mando, empeoraría aún más las cosas para él al ponerse de parte de la reina contra los generales romanos. Sólo él sabía lo desesperado de su situación, porque sólo él sabía toda la determinación de su esposa egipcia por salirse con la suya. ¡Todo era tan ridículo! Lo que Cleopatra quería y lo que sus generales romanos querían era generalmente lo mismo; el problema era que ni ella ni ellos lo admitirían.

Cayo Julio César hubiese señalado la debilidad de Antonio como comandante, mientras que sólo Canidio tenía esa clase de percepción, y a Canidio, que era de baja cuna, por lo general no le hacían caso. Sencillamente, Antonio podía mandar un ejército en la batalla, pero no en una campaña. Su confianza en que las cosas irían bien lo traicionaban cuando se trataba déla logística y los problemas de abastecimiento, perpetuamente descuidados. Además, Antonio estaba demasiado preocupado con mantener a Cleopatra feliz como para pensar en equipos y abastecimientos; dedicaba sus energías a atenderla. Para sus subordinados parecía una debilidad, pero la verdadera debilidad de Antonio era su incapacidad para matarla y confiscar su cofre de guerra. Tanto su amor por ella como su debilidad por el juego limpio lo negaban.

Por lo tanto, ella, sin comprenderlo, se vanagloriaba de su poder sobre Antonio, y provocaba deliberadamente a sus generales al exigirle esto o aquello como prueba de su amor por ella, sin ver que su conducta hacía mucho más difícil la tarea de Antonio, y también su propia presencia más abominable para ellos cada día que pasaba.

En Samos se le antojó quedarse allí para divertirse; sus legados se fueron a Atenas y él tuvo a Cleopatra para sí. Si ella lo emborrachaba, mucho mejor; la mayor parte del vino de su copa era vaciado a escondidas en su bacinica de oro puro, un regalo de ella. La suya, como le señaló alegremente, tenía una águila y las letras «SPQR» en el fondo para poder mearse y cagarse en Roma. Eso le ganó un aireado discurso y un bacín roto, pero no antes de que viajase a Italia como un chiste que Octavio explotó al límite.

Otra dificultad que ella encontraba era la creciente convicción de que Antonio, después de todo, no era un genio militar aunque no viera que su propia conducta hacía imposibles Antonio entrar en esa guerra con su viejo celo, con su legitima posición de autoridad. Al final había conseguido salirse con la suya, sí, pero las constantes discusiones minaban sus ánimos

– Vete a casa -le repetía una y otra vez-. Vete a casa y déjame esta guerra a mí.

Pero ¿cómo podía hacerlo cuando ella veía a través de él? Si ella se marchaba a Egipto, Antonio llegaría a un acuerdo con Octavio, y todos sus planes fracasarían. En Atenas, él se negó a continuar viaje a Occidente, temeroso del día en que Cleopatra se encontrase de nuevo con su ejército; Canidio era un excelente segundo, y podía manejar las cosas en la Grecia occidental. Su principal tarea, pensó Antonio, era proteger a sus legados de la reina, una actividad tan exigente que descuidó su correspondencia con Canidio, algo no tan difícil como hubiese sido para un hombre menos adicto al placer que Antonio. En cuanto a los abastecimientos, no hizo caso de ninguna de las cartas.


La noticia de que Octavio se había apoderado y leído su testamento le cortó la respiración a Antonio.

– ¿Yo acusado de traición? -le preguntó a Cleopatra, incrédulo-. ¿Desde cuándo las disposiciones póstumas de un hombre lo convierten en traidor? ¡Oh, cocal, esto colma el vaso! ¡Me han despojado de mi triunvirato legal y de todo mi imperio! ¿Cómo se atreve el Senado a ponerse de parte de ese repugnante irrumator? ¡Él es el que ha cometido un sacrilegio! ¡Nadie puede abrir el testamento de un hombre en vida, pero él lo hizo! ¡Ellos lo han perdonado!

Luego llegó la publicación del juramento de alianza. Pollio envió una copia del mismo a Atenas, junto con una carta donde argumentaba su propia negativa a jurar. La carta decía:


¡Antonio, él es tan astuto! No hay ninguna represalia para aquellos que nos hemos negado a jurar; ¡pretende que las futuras generaciones se sientan impresionadas por su clemencia, sombras de su divino padre! Incluso ha enviado comunicados a los magistrados de Bononia y Mutina -¡tus ciudades, llenas de tus clientes!-donde dice que nadie debe ser obligado a jurar. Supongo que el juramento será extendido a las provincias de Octavio, que no serán tan afortunadas. Todos los provincianos tendrán que jurar quieran o no; no tendrán alternativa, como Bononia, Mutina o yo.

Te puedo decir, Antonio, que la gente está jurando en grandes cantidades, de forma absolutamente voluntaria. Los hombres de Bononia y Mutina juran, y no porque se sientan intimidados. Lo hacen porque están tan hartos de las incertidumbres de los últimos años que preferirían votar el centunculus de un payaso si creyesen que eso pudiese traer estabilidad. Octavio te ha separado de la próxima campaña; tú no eres más que un bobo drogado y borracho de la Reina de las Bestias. Lo que me fascina, sobre todo, es que Octavio no ha dejado de citar a la reina de Egipto. Nombra al rey Ptolomeo XV César junto a ella como agresor.


El rostro de Cleopatra era ceniciento cuando dejó la misiva de Pollio con dedos temblorosos.

– ¿Antonio, cómo puede Octavio hacerle eso al hijo de César? Su hijo de sangre, su legítimo heredero y sólo un niño.

– Sin duda puedes verlo por ti misma -manifestó Ahenobarbo, que leyó la carta-. Cesarión cumplió los dieciséis el pasado junio; es un hombre.

– Pero ¡es el hijo de César! ¡Su único hijo! -La viva imagen de su padre -dijo Ahenobarbo con un tono seco-. Octavio sabe muy bien que, si Roma e Italia ponen sus ojos en el muchacho, se verá abrumado con los seguidores. El Senado correría a hacerlo ciudadano de Roma y privaría a Octavio de la riqueza de su papaíto y de sus clientes, que es algo mucho más importante. -Ahenobarbo la miró con furia-. Hubieses hecho bien, Cleopatra, en quedarte en Egipto y enviar a Cesarión a esta campaña. Hubiese habido mucho menos rencor en los consejos.

Ella se encogió, no estaba en condiciones para enfrentarse a Ahenobarbo.

– No, si lo que dices es verdad, hice bien en mantener a Cesarión en Egipto. Debo hacer la conquista por él, y sólo entonces presentarlo.

– ¡Eres una loca, mujer! Mientras Cesarión permanezca en el culo del Mare Nostrum es invisible. Octavio puede distribuir panfletos donde lo describe como alguien que no se parece en absoluto a César, y nadie se lo discute. Si Octavio consigue llegar hasta Egipto, tu hijo morirá sin ser visto.

– ¡Octavio nunca llegará a Egipto! -gritó ella. -Por supuesto que no -afirmó Canidio, que se sumó a la conversación-. Lo derrotaremos ahora en la Grecia occidental. Tengo información de que Octavio se ha armado con dieciséis legiones y diecisiete mil jinetes germanos y galos. Representan su única fuerza terrestre. Su marina consiste en doscientos grandes quinquerremes que hicieron bien en Naulochus y otras doscientas pequeñas liburnas. Los superamos en número en todos los aspectos.

– Bien dicho, Canidio. No podemos perder. -Entonces ella se estremeció-. Algunos temas sólo se pueden solucionar con la guerra, pero el resultado es incierto. Recordad a César. Siempre se vio superado en número. Dicen que este Agripa es casi tan bueno como él.

Inmediatamente después de la carta de Pollio se trasladaron a Patrae, en la boca del golfo de Corinto, en la Grecia occidental; para entonces, toda la armada y el ejército habían llegado tras haber navegado por la península más occidental del Peloponeso al Adriático.

Aunque se habían quedado varios centenares de galeras para vigilar Modona, Corcira y otras islas estratégicas, la flota principal sumaba cuatrocientos ochenta quinquerremes de los más enormes jamás construidos. Estas embarcaciones tenían ocho hombres por remo en tres bancadas, estaban completamente cubiertas y tenían espolones de bronce rodeados con vigas de roble; sus cascos estaban reforzados con cinchas de trozos de madera cuadradas reforzadas con hierro para que sirviesen como parachoques en el caso de que recibiesen un golpe de espolón. Medían sesenta y un metros de eslora y quince metros de manga, sobresalían diez metros por encima del agua en el centro y siete metros y medio en la proa y en la popa. Cada una tenía cuatrocientos ochenta remeros y ciento cincuenta marineros, y estaban pertrechadas con altas torres que llevaban piezas de artillería. Todo esto las hacía inexpugnables; sin embargo, se movían a la velocidad de un caracol, por lo que eran poco recomendables en ataque. La nave insignia de Antonio, la Antonia, era todavía más grande. Sesenta de las naves de Cleopatra eran de este tamaño y diseño, pero las restantes eran amplias trirremes con cuatro hombres por remo en tres bancadas, y podían moverse a gran velocidad, sobre todo cuando navegaban a vela, ayudadas por los remos. Su nave insignia, Cesarión, aunque muy bien pintada y adornada, era rápida y estaba diseñada más para la huida que para la lucha.

Cuando todo estuvo en orden, Antonio se sentó complacido y no vio nada malo en emitir órdenes tan amplias que muchos de los detalles quedaron al arbitrio individual de los legados, algunos buenos, algunos mediocres y algunos inútiles.

Se puso a sí mismo en una línea que iba entre la isla de Corcira y Modona, un puerto del Peloponeso, al norte del cabo Acritas. Bogud de Mauritania, un refugiado de su hermano, recibió el mando de Modona, mientras que la gran base naval, en la isla de Leucas, fue dada a Cayo Sosio. Incluso Cyrenaica, en «frica, contaba con una guarnición. Lucio Pinario Scarpo, un sobrino nieto de Divus Julius, lo vigilaba todo con una flota y cuatro legiones. Esto era necesario para proteger el trigo y los envíos de alimento desde Egipto. Samos, Éfeso y muchos puertos de la costa oriental de Grecia sirvieron de depósito de comida, que recibieron en enormes cantidades.

Antonio había decidido no hacer caso de la Macedonia occidental y del norte de Epirus; intentar retenerlos alargaría su frente y debilitaría la densidad de sus tropas y barcos, por lo tanto, dejó que Octavio los tuviese, y también la Vía Egnatia, la gran carretera oriental. La preocupación por un frente demasiado largo y poco profundo le obsesionaba tanto que incluso evacuó Corcira. Su base principal era la bahía de Ambracia; este enorme, casi cerrado fondeadero, tenía una boca al Adriático que medía menos de una milla de ancho. En el promontorio sur de la boca estaba el cabo Actium, donde Antonio instaló su puesto de mando, sus legiones y sus auxiliares, dispersos a lo largo de muchas millas de insalubres pantanos infestados de mosquitos. Aunque no llevaba acampado mucho tiempo, el ejército de tierra comenzaba a pasar graves apuros. La neumonía y las fiebres eran endémicas, e incluso los hombres más resistentes tenían unos resfriados tremendos; la comida también comenzaba a escasear.

La provisión de alimentos no había estado bien organizada, y cualquier cosa que Cleopatra sugirió para rectificar las deficiencias fueron pasadas por alto o deliberadamente saboteadas. No es que tampoco ella o Antonio hubiesen dedicado mucha atención a los suministros, seguros de que su política de mantener los almacenes de comida en el lado oriental era una buena estrategia; Octavio tendría que rodear el Peloponeso para llegar a estos depósitos. Pero lo que ellos no habían tenido en cuenta eran las altas montañas casi imposibles de cruzar, que formaban como un grueso lomo desde Macedonia hasta el golfo de Corinto y separaban la Grecia oriental de la occidental. Las carreteras no eran más que senderos, si es que existían.

Publio Canidio fue el único entre los legados que contempló la imperiosa necesidad de llevar la mayor parte de estas reservas de comida y trigo alrededor del Peloponeso por barco, pero Antonio, que estaba de un humor de perros, tardó varios días en aprobar la orden, que primero llegó al este antes de poder ser ejecutada. Y eso llevó tiempo.


Y el problema era que Antonio y Cleopatra no tenían tiempo. Era sabido que al final del invierno y a principios de la primavera las ventajas estarían con aquellos que permanecieran en el lado oeste del Adriático y que nadie en la tienda de mando de Antonio creía que Octavio y sus fuerzas podrían o querrían cruzar el Adriático hasta el verano. Pero aquel año todos los «oses acuáticos, desde el padre Neptuno hasta los lares Permarini, estaban del lado de Octavio. Soplaron fuertes vientos del oeste, tan inusuales como fuera de estación, lo que significaba ventajas para Octavio e inconvenientes para Antonio, que se veía impotente para impedir que Octavio navegase o desembarcase donde quisiese.

Mientras los transpones de tropa cruzaban el Adriático desde Brundisium, Marco Agripa mandó la mitad de sus cuatrocientas galeras para atacar la base de Antonio en Modona. Consiguió una victoria total, sobre todo porque, después de matar a Bogud, hundió la mitad de sus naves y puso la otra mitad a su servicio. Después, Agripa hizo lo mismo con Sosio en Leucas. No obstante, Sosio consiguió escapar. Antonio y Cleopatra estaban absolutamente desabastecidos de trigo y de comida que viniese por mar, no importaba su punto de origen. Así pues, la única manera de alimentar a las fuerzas de tierra y de mar era por tierra, pero Antonio se negó en absoluto a que sus soldados romanos fueran utilizados como bestias de carga o incluso de líderes de las bestias de carga. ¡Que los indolentes egipcios de Cleopatra hiciesen algo por una vez! ¡Que ellos organizasen el transporte terrestre!

Todos los burros y las mulas, en el este del país, fueron requisados y cargados hasta lo máximo tolerado. Pero los capataces egipcios tenían muy poco respeto por los animales: no les daban agua y miraban indiferentes cómo morían mientras las caravanas cruzaban las montañas de Dolopia. En estas circunstancias, los griegos se vieron obligados por millares y a punta de espada a cargar los sacos y ánforas de suministros y caminar las ochenta terribles millas entre el final del golfo de Malis y la bahía de Ambracia. Entre estos desgraciados porteadores había un griego llamado Plutarco que sobrevivió a este padecimiento y, con el transcurso de los años, entretenía a sus nietos con los horribles relatos que suponía cargar aquel trigo a lo largo de ochenta penosas millas.


Para finales de abril, Agripa controlaba el Adriático y todas las tropas de Octavio habían desembarcado sanas y salvas alrededor de Epirote Toryne, a sotavento de Corcira. Después de decidir que Corcira fuese su base naval principal, Octavio avanzó hacia el sur con sus fuerzas de tierra en un intento por sorprender a Antonio en Actium.

Hasta ese momento todas las decisiones erróneas de Antonio habían surgido por el efecto adverso que Cleopatra ejercía sobre sus legados. Pero entonces cometió un error irreparable: reunió a todas las naves que tenía dentro de la bahía de Ambracia, cuatrocientas cuarenta naves incluso después de las pérdidas provocadas por Agripa. Dado el tamaño y la lentitud de sus naves, era imposible, excepto en las condiciones ideales de tiempo, sacar las flotas encerradas en la bahía a través de una boca de menos de una milla de ancho. Mientras Antonio y Cleopatra se veían impotentes, el resto de sus bases cayeron en manos de Agripa: Patrae, todo el golfo de Corinto y el Peloponeso occidental.

Los esfuerzos de Octavio para avanzar rápidamente y sorprender al ejército terrestre de Antonio fracasaron; llovía, el suelo era fangoso y sus hombres enfermaban de resfriado y gripe. En base a los informes de sus exploradores, Antonio y el asesino Décimo Turullio salieron con varias legiones y caballería gálata y derrotaron a las legiones que iban en cabeza; Octavio se vio obligado a detenerse.

Necesitando con desesperación obtener una victoria, Antonio se aseguró que sus soldados lo aclamasen imperator en el campo (por cuarta vez en su carrera) y exageró tremendamente su éxito. Entre las enfermedades y las raciones cada vez más míseras, la moral en sus campamentos era muy baja. Su cadena de mando estaba muy afectada, algo que debía agradecer a Cleopatra. Ella no hacía ningún intento por mantenerse al margen, y recorría la zona regularmente para criticar, comportándose con una helada altivez. Según su forma de ver, ella no hacía nada malo, y aunque su relación con los romanos databa de dieciséis años, aún no había llegado a comprender el concepto de igualitarismo, que no incorporaba ninguna reverencia automática de ningún hombre o mujer, incluso una nacida para llevar la cinta de la diadema. Al culparla por la grave situación en la que se encontraban, los legionarios vulgares le silbaban y le gritaban; también le ladraban, como una jauría de perros. Ella no podía ordenar que fuesen castigados. Los centuriones y los legados, sencillamente, no le hacían caso.

Octavio acampó en un terreno seco cerca de la cabecera norte de la bahía y conectó su gran campamento con la base de suministros de la costa adriática con unas largas fortificaciones. Se llegó a un punto muerto, con Agripa bloqueando la bahía desde el mar y Octavio privando a Antonio de la oportunidad de reubicarse donde el terreno fuese menos pantanoso. El hambre alzó todavía más su terrible cabeza, a la que siguió la desesperación.

Un día, cuando los vientos del oeste dejaron de soplar con tonta constancia, Antonio envió una parte de su flota al mando de Tarcondimoto. Agripa salió de inmediato a su encuentro con sus liburmas y lo atacó. Tarcondimoto murió en el combate; sólo un súbito cambio en la dirección del viento permitió a la mayoría de la flota de Antonio regresar al interior de su prisión. Agripa se extrañó ante el hecho de que la salida había sido comandada por un cliente-rey y que ninguna embarcación llevase tropas romanas, pero interpretó el movimiento como una duda en la mente de Antonio de que pudiese ganar.

La verdad es que era el resultado de las diferencias en los consejos que un desilusionado Marco Antonio todavía mantenía regularmente. Antonio y los romanos querían una batalla terrestre, pero Cleopatra y los clientes-reyes querían una batalla naval. Ambas facciones veían que estaban atrapados en una situación imposible de ganar, y ambas facciones comenzaban a ver que debían abandonar la invasión de Italia y decidirse por regresar a Egipto para reagruparse y plantear una mejor estrategia. Sin embargo, para poder hacer esto, primero tenían que infligir a Octavio una derrota lo suficientemente grande como para permitirse una retirada en masa.

Aún llegaba comida suficiente a través de las montañas para mantener a raya la hambruna, pero tuvieron que repartir raciones pequeñas. En cuanto a esto, Cleopatra sufrió una derrota que rápidamente le puso en contra a los contingentes no romanos: setenta mil hombres. Antonio estaba suministrando raciones más grandes a sus sesenta y cinco mil soldados romanos pero no lo bastante en secreto. La noticia llegó a oídos de los clientes-reyes, que pusieron el grito en el cielo y la odiaron por ello. También consideraron a Cleopatra débil, puesto que no había sido capaz de persuadir u obligar a Antonio a que abandonase esta injusta práctica. El paludismo y las diarreas hicieron estragos en los campamentos mientras avanzaba el verano. Nadie, romano o no romano, había tenido la previsión -o el entusiasmo- de hacer maniobras con las fuerzas terrestres o de ejercitar las fuerzas navales. Casi ciento cuarenta mil hombres de Antonio permanecían ociosos, hambrientos, enfermos y descontentos. Esperaban que alguien en el mando pensase en una manera de salir de la bahía. Ni siquiera clamaban por una batalla, una clara señal de que habían renunciado a la guerra.


Un día, Antonio ideó la manera de salir. Abandonó su desesperación y llamó a sus subordinados para darles la explicación.

– Hemos tenido bastante buena fortuna ya que estamos cerca del río Acheron -dijo, y señaló al mapa-. Aquí está Octavio, no tan cerca como nosotros. Tiene que traer agua desde el río Oropus, un largo trayecto desde sus campamentos. La transporta con medios troncos huecos que está reemplazando con cañerías de cerámica. Agripa las trae desde Italia. Pero en este momento su suministro de agua es precario. Así que vamos a cortarle el suministro para obligarlo a retirarse de su actual posición a otra más cerca del Oropus. Por desgracia, la distancia que debemos viajar para conseguir sorprenderlo anula un ataque de infantería a toda escala, al menos al principio.

Continuó, y utilizó el dedo índice derecho para señalar las áreas relevantes, mostrándose muy confiado; el humor en la tienda de mando mejoró, sobre todo cuando Cleopatra guardó silencio.

– Por lo tanto, Deiotaro Filadelfo, te llevarás tu caballería y la caballería tracia (Rhoemetalces será tu segundo) y encabezarás la acción. Sé que tendrás que hacer una larga vuelta alrededor del este de la bahía, pero Octavio no estará vigilando aquella zona ya que está demasiado lejos. Marco Lurio se llevará diez legiones romanas y te seguirá lo más rápido que pueda. Mientras tanto, yo llevaré a la infantería en barcazas a través de la bahía y la haré acampar debajo de los muros de Octavio. No se preocupará mucho, y cuando le ofrezca batalla, no me hará caso. Está muy bien atrincherado como para preocuparse. Cuando tu infantería, Lurio, se encuentre con la caballería de Deiotaro Filadelfo, arrancaréis millas de las cañerías de Octavio y después saquearéis sus almacenes de comida en el norte. En cuanto se entere de lo que está ocurriendo, Octavio levantará el campamento para reubicarlo a lo largo del Oropus. Mientras él esté ocupado con eso (y Agripa lo esté ayudando), nosotros iniciaremos la evacuación hacia Egipto.

La excitación se extendió; era una excelente maniobra, con grandes posibilidades de éxito. Pero el desafecto había crecido desde la noticia de que las tropas romanas estaban mejor alimentadas; un comandante tracio desertó, fue a Octavio y le explicó el plan con todo detalle. Octavio pudo interceptar a la caballería con algunos de sus propios germanos. No hubo batalla. Deiotaro Filadelfo y Rhoemetalces se pasaron de inmediato a Octavio, y luego, unidos a los germanos, fueron a aplastar a la infantería, que dio media vuelta y escapó en dirección a Actium.

Cuando se enteró del desastre, Antonio reunió lo último de su caballería, un contingente gálata bajo el mando de Amintas, y salió en persona para hacer que sus legiones diesen media vuelta. Pero cuando Amintas se encontró con sus colegas y los germanos desertó, y se ofreció a sí mismo y a sus dos mil soldados de caballería a Octavio.

Denotado y desesperado, Antonio se llevó sus legiones de vuelta a Actium, convencido de que no se podía ganar ningún combate terrestre en aquel terrible lugar.

– ¡No sé cómo romper el cerco! -le gritó a Cleopatra, sin un atisbo de esperanza-, ¡Los dioses me han abandonado, y también mi suerte! Si los vientos hubiesen soplado como siempre, Octavio nunca hubiese podido cruzar el Adriático. Pero soplaron a su favor, y deshicieron todos mis planes. ¿Cleopatra, Cleopatra, qué voy a hacer? ¡Se ha acabado!

– Calma, calma -dijo ella con voz suave, y acarició el duro pelo rizado, y notó por primera vez que estaba encaneciendo. ¡Plateado casi de la noche a la mañana!

Ella también había sentido la misma impotencia, un terrible temor a que sus propios dioses, además de los de Roma, habían tomado partido por Octavio. ¿Por qué sino había sido capaz de cruzar el Adriático fuera de la estación adecuada para hacerlo? ¿Por qué sino había sido dotado con un comandante tan grande como Agripa? Pero la pregunta más urgente de todas era: ¿por qué ella no había abandonado a Marco Antonio a su inevitable destino y huido a Egipto? ¿Lealtad? ¡No, desde luego que no! Después de todo, ¿qué le debía ella a Antonio? ¡Él era su herramienta, su títere! ¡Ella siempre lo había sabido! Entonces, ¿por qué ahora ella estaba con él? Él no tenía la capacidad o el valor para indagar qué los unía, nunca los había tenido. Sencillamente, al amarla, él había intentado ser lo que ella necesitaba. «Es Roma -pensó ella mientras le acariciaba los rizos-. Ni siquiera un monarca tan grande y poderoso como Cleopatra de Egipto puede sacar a un romano de un romano. Casi lo conseguí. Pero sólo casi. No pude hacerlo con César, y no puedo hacerlo con Antonio. Entonces, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué, durante estos últimos nundinae, soy cada vez más blanda con él y he dejado de azotarlo?»

Entonces lo comprendió, con el terror de una súbita catástrofe natural como una avalancha, un terremoto, un diluvio: «¡Lo amo!» Lo acunó protectoramente, besó su rostro, sus manos, sus muñecas y, estupefacta, comprendió la identidad de esa nueva emoción que había entrado en ella con tanto sigilo, la había invadido, la había conquistado. «¡Lo amo, lo amo! ¡Oh, pobre Marco Antonio, al final has obtenido tu revancha! Te amo tanto como tú me amas a mí: absoluta e ilimitadamente. Mi amurallado corazón se ha rajado, se ha abierto, para admitir a Marco Antonio, y la cuña que lo hizo fue su propio amor por mí. Él me ha ofrecido su espíritu romano, ha salido a una noche tan negra y densa que no ve más allá de mí. Yo, al aceptar su sacrificio, he llegado a amarlo. Lo que el futuro nos depare es el mismo futuro para ambos. No puedo abandonarlo.»

– ¡Oh, Antonio, te quiero! -gritó ella y lo abrazó.

A medida que avanzaba el verano, los legados abandonaron a Antonio por docenas, los senadores se pasaban a Octavio por centenares. Era tan fácil como cruzar a remo la bahía, porque Antonio, hundido en la desesperación rehusaba detenerlos. Sus súplicas de asilo siempre giraban alrededor de «aquella mujer», la causa de la ruina. Aunque un espía le informó a Cleopatra de una causa curiosa: Rhoemetalces de Tracia fue especialmente ácido en sus críticas a Antonio hasta que Octavio lo interrumpió.

Quin taces? -dijo con tono seco-. Sólo porque me guste la traición no significa que me gusten los traidores.

Para Antonio, el peor golpe llegó a finales de julio: sin ocultar su odio por Cleopatra -de hecho, proclamándolo con voz ronca-, Ahenobarbo abandonó.

– Ni siquiera por ti, Antonio, puedo soportar otro día a «aquella mujer». Sabes que estoy enfermo, pero probablemente no sabes que me estoy muriendo. Quiero morir en un entorno romano, libre del más mínimo rastro de «aquella mujer». ¡Oh, qué tonto eres, Marco! Sin ella, hubieses ganado. Con ella, no tienes la más mínima posibilidad.

Lloroso, Antonio vio cómo el bote llevaba a Gneo Domitio Ahenobarbo a través de la bahía, para luego enviar todas las posesiones de Ahenobarbo tras él. Las incesantes objeciones de Cleopatra cayeron en saco roto.

Al día siguiente de la marcha de Ahenobarbo, Quinto Delio lo siguió, junto con los últimos senadores.

Y al otro día, Octavio le envió a Antonio una amable carta.


Tu muy devoto amigo, Gneo Domitio Ahenobarbo, murió pacíficamente anoche. Quiero que sepas que le di la bienvenida y lo traté con gran consideración. Tengo entendido que su hijo, Lucio, está casado con tu hija mayor que tuviste con mi hermana Octavia. El matrimonio será honrado, le di a Ahenobarbo mi palabra. Será interesante ver al hijo de una pareja que une la sangre de Divus Julius, Marco Antonio y los Ahenobarbo, ¿no te parece? Un metafórico tira y afloja, dado que los Ahenobarbo siempre se han opuesto a los Julio.


– ¡Lo echo de menos, lo echo de menos! -dijo Antonio mientras las incontenibles lágrimas rodaban por sus mejillas.

– Era mi más tenaz enemigo -replicó Cleopatra con expresión implacable.


En los idus de Sextilis, Cleopatra convocó un consejo de guerra. «¡Qué pocos somos, qué pocos!», pensó mientras ayudaba con mucho cariño a Marco Antonio a sentarse en la silla curul de marfil.

– Tengo un plan -le anunció a Canidio, Poplicola, Sosio y Marco Lurio, los únicos legados superiores que quedaban-. Sin embargo, puede que algún otro también tenga un plan. Así que me gustaría escucharlo antes de hablar. -Su tono era humilde, parecía sincera.

– Yo también tengo un plan -dijo Canidio, muy agradecido de esta inesperada oportunidad de ventilar aquello sin necesidad de convocar él mismo un consejo.

Habían pasado meses desde que había podido hablar con Antonio, que se había convertido en una caricatura de lo que había sido. Culpa de ella, de nadie más. ¡Pensar que una vez él había sido su campeón! Bueno, ya no lo sería nunca más.

– Habla, Publio Canidio -dijo la reina.

Canidio también se veía envejecido, a pesar de su cuerpo atlético y de su amor por el trabajo físico. Sin embargo, no había perdido un ápice de su franqueza.

– Lo primero que debemos hacer es abandonar la flota, y con eso no me refiero a salvar todos los barcos que podamos. Todos los barcos, incluidos los de la reina Cleopatra, deben ser abandonados.

Cleopatra abrió la boca y después la cerró. ¡Que Canidio explicase su ridículo plan y luego atacaría!

– Retiraremos el ejército de tierra a marchas forzadas hasta la Tracia macedónica, donde tendremos espacio para maniobrar, espacio para presentar batallas en el terreno que escojamos. Estaremos en la posición perfecta para reunir tropas adicionales de Asia Menor, Anatolia e incluso Dacia. Podemos utilizar las siete legiones macedónicas, que en este momento se encuentran alrededor de Tesalónica; buenos hombres, Antonio, como tú sabes. Sugiero la zona que hay detrás de Anfipolis, donde el aire es limpio y seco. Este año ha sido lo bastante lluvioso como para asegurar que no habrá tormentas de polvo, como ocurrió cuando luchamos en Filipos. La cosecha estará a punto para cuando lleguemos allí, y será abundante. La marcha dará tiempo para que nuestros soldados enfermos recuperen fuerzas, y la moral subirá con el solo hecho de que estemos abandonando este terrible lugar. Dudo de que Octavio y Agripa puedan marchar a la velocidad de César; Octavio, según he escuchado, se está quedando sin dinero. Bien podría incluso decidir no librar una campaña tan lejos de Italia con el invierno muy cerca y unas dudosas líneas de abastecimiento. Nosotros marcharemos por tierra, mientras que él tendrá que llevar a sus flotas desde el Adriático hacia el alto Egeo. Nosotros no vamos a necesitar flotas, y cerrando la Vía Egnatia, Octavio tendrá que depender de los barcos para el suministro.

Canidio se interrumpió, pero cuando Cleopatra se dispuso a hablar, levantó la mano con un gesto tan autoritario que ella se quedó en el intento. Los demás estaban pendientes de cada una de sus palabras, los muy tontos.

– Su majestad -prosiguió Canidio, que ahora se dirigió a ella-, sabes que he sido tu más firme partidario. Pero ya nunca más. El tiempo ha demostrado que una campaña no es lugar para una mujer, sobre todo cuando esa mujer ocupa la tienda de mando. Tu presencia ha sembrado la discordia, la furia y la oposición de los hombres. Por tu presencia hemos perdido a muchos hombres de valor e incluso un valioso tiempo. Tu presencia ha robado a las tropas romanas su vitalidad, su voluntad de ganar. Tu sexo ha creado tantos problemas que, incluso si fueses un Julio César (cosa que claramente no eres), tu presencia sería una pesada carga para Antonio y sus generales. Por lo tanto, digo con toda firmeza que debes regresar a Egipto de inmediato.

– ¡No haré tal cosa! -gritó Cleopatra, que se levantó de un salto-, ¡Cómo te atreves, Canidio! ¡Es mi dinero lo que ha mantenido esta guerra en marcha, y mi dinero significa yo! ¡No me iré a casa hasta haber ganado esta guerra!

– No has entendido lo que digo, su majestad. Digo que no Podemos ganar esta guerra mientras tú estés aquí. Eres una mujer que intenta llevar las botas militares de un hombre, y no lo has conseguido. Tú y tus caprichos nos han costado mucho, y es el momento de que te des cuenta. ¡Si hemos de ganar, debes marcharte inmediatamente!

– ¡No lo haré! -insistió ella entre dientes-. Es más, ¿cómo puedes sugerir que abandonemos las flotas? ¿Han costado diez veces más que el ejército de tierra, y quieres que se las demos a Octavio y a Agripa? ¡Eso equivale a darles todo el mundo!

– No he dicho que se las entregaremos al enemigo, majestad. Lo que sugería (pero que ahora diré con toda claridad) es que las quememos.

– ¿Quemarlas? -Ella se llevó las manos a la garganta, y aquel nudo se hacía cada vez más grande-. ¿Quemarlas? ¿Todos aquellos árboles, todo aquel trabajo, todo aquel dinero verlo convertido en humo? ¡Nunca! ¡No, no y no! ¡Tenemos más de cuatrocientos quinquerremes en condiciones de combatir y muchos más transportes que ésos! ¡No nos queda caballería, idiota! ¡Eso significa que el ejército de tierra no está en posición de combatir; está completamente paralizado! ¡Si hay algo que abandonar que sea la infantería!

– Las batallas en tierra las decide la infantería, no la caballería -dijo Canidio, poco dispuesto a ceder ante aquella loca y su pasión por obtener el valor de su dinero-. Quemaremos las flotas y marcharemos a Anfipolos.

Antonio permaneció en silencio mientras se libraba aquella batalla verbal: Cleopatra sola contra Canidio, respaldado por Poplicola, Sosio y Lurio. Lo que decían parecía zumbar, flotar, brillar y desvanecerse. «Irreal», pensó Antonio.

– ¡No regresaré a casa! ¡No quemarás mis flotas! -gritaba ella, y la espuma saltaba por la comisura de sus labios.

– ¡Vete a casa, mujer! ¡Debemos quemar las flotas! -gritaban los hombres, los puños apretados, algunos agitándolos contra ella.

Por fin, Antonio salió de su ensimismamiento; una mano golpeó la mesa, que resonó.

– ¡Callaos todos! ¡Callaos y sentaros!

Se sentaron, temblando de rabia y frustración.

– No quemaremos las flotas -dijo Antonio con voz cansada-. La reina tiene razón, debemos salvarlas. Si quemamos todas nuestras naves, no habrá nada entre Octavio y el extremo oriental del Mare Nostrum. Egipto caerá porque Octavio sencillamente pasará junto a nosotros en Anfipolis. Navegará directamente hacia Egipto, y Egipto caerá porque nosotros no podremos llegar allí antes si vamos por tierra. ¡Pensad en las distancias! Hay mil millas hasta Helesponto, otras mil millas a través de Anatolia y mil millas más hasta Alejandría. Quizá César podría recorrerlas en tres o cuatro meses, pero sus tropas morirían por él, mientras que las nuestras se cansarían de las marchas forzadas en un mes y desertarían.

Su argumento era indiscutible; Canidio, Poplicola, Sosio y Lurio se rindieron, mientras que Cleopatra permanecía con la mirada baja y sin ninguna expresión de triunfo. Por fin comprendió que era su sexo lo que esos locos no toleraban, que no era su condición de extranjera ni su dinero. Todo su odio era por ser una mujer. A los romanos no les gustaban las mujeres, y por eso las dejaban en casa incluso si no hacían otra cosa más importante que ir a alojarse en una villa en el campo. Finalmente tenía la respuesta al acertijo.

– No sabía que era mi sexo -le dijo a Antonio después de que sus cuatro generales se hubiesen marchado, sin dejar de protestar, pero convencidos de que tenia razón-. ¿Cómo he podido estar tan ciega?

– Oh, porque tu propia vida nunca ha levantado ese velo.

Se hizo un silencio, pero no uno incómodo. Cleopatra percibió un cambio en Antonio, como si la amargura y la larga discusión entre ella y sus cuatro amigos restantes hubiesen penetrado en su distanciamiento, le hubieran dado algo de energía.

– No creo que quiera compartir mi plan con Canidio y los demás -manifestó-, pero me gustaría hablarlo contigo. ¿Me escucharás?

– Encantado, amor mío. Encantado.

– No podemos ganar aquí, lo sé -manifestó ella con un tono seco, como si no fuese su preocupación-. También comprendo que el ejército de tierra es inútil. Tus propias tropas romanas son tan leales como siempre, y no ha habido deserciones entre ellas. Así que, si es posible, se las debe salvar. Lo que quiero hacer es salir de Ambracia e intentar llegar a Egipto. Sólo hay una manera de hacerlo. Nuestras flotas deben presentar batalla. Una batalla que tú debes dirigir en persona a bordo del Antonia. Dejaré que tú y tus amigos os ocupéis de los detalles porque no sé nada de asuntos navales. Lo que quiero hacer es cargar todas las tropas romanas que quepan en mis transportes, mientras tú cargas más en tus galeras más rápidas. No te preocupes de los quinquerremes, son tan lentos que los atraparás.

Él la escuchaba alerta, los ojos fijos en su rostro.

– Continúa.

– Éste es nuestro secreto, Marco, amor mío. No puedes hablar de él ni siquiera con Canidio, a quien mantendrás en tierra para que mande a la infantería que quede. Pon a Poplicola, Sosio y Lurio al mando de tus flotas, eso los mantendrá ocupados. Mientras sepan que tú estás allí en persona no se olerán el engaño. Yo estaré a bordo del Cesarión lo bastante lejos detrás de las líneas para ver dónde se abre una brecha. En el momento que se abra correremos hacia Egipto con tus tropas. Tendrás que mantener una pinaza cerca del Antonia, cuando me veas navegar, tú me seguirás. Me darás alcance y subirás a bordo del Cesarión.

– Pareceré un desertor -dijo Antonio con el entrecejo fruncido.

– No una vez que se sepa que has actuado para salvar a tus legiones.

– Puedo mejorar tu plan, querida mía. Tengo una flota y cuatro buenas legiones en Cyrenaica con Pinario Escarpo, Dame un barco y navegaré a Paraetonium para recoger a Pinario y mis hombres. Nos encontraremos de nuevo en Alejandría.

– ¿Paraetonium? Eso está en Libia, no en Cyrenaica.

– Por eso mismo envío un barco a Cyrenaica en este momento. Le ordenaré a Pinario que marche hacia Paraetonium de inmediato.

– Dado que no podemos salvar a las once legiones que tienes aquí, nos vendrán bien otras cuatro más -manifestó ella, satisfecha-. Que así sea, Marco. Tendré aquel barco al costado del Cesarión, a la espera. Pero antes de que lo abordes, quiero que te despidas de mí en el Cesarión, por favor.

– Eso no es ningún sufrimiento -manifestó él, soltó una carcajada y la besó.

El secreto pasó a mejor vida, como era inevitable, cuando en las calendas de septiembre las legiones fueron embarcadas, prietas como sardinas, a bordo de los transportes de Cleopatra y de cualquier otra embarcación capaz de navegar rápidamente. Antes, hubo otras pruebas de que había algo más que una simple batalla marítima: todas las embarcaciones salvo los enormes quinquerremes, tenían guardadas sus velas y estaban cargadas con grandes cantidades de agua y comida. Canidio, Poplicola, Sosio y Lurio, así como el resto de los legados, asumieron que, inmediatamente después del encuentro, harían la intentona de llegar a Egipto. Aquello se vio reforzado cuando todas las naves que no eran necesarias o que no estaban en condiciones de navegar fueron embarrancadas e incendiadas lo bastante lejos de la boca de Ambracia para disipar el humo antes de que Octavio lo viese. Lo que nadie sospechaba era que el enfrentamiento también era humo, que no se libraría nunca. Orgullosos romanos como eran, Poplicola, Sosio y Lurio no hubiesen soportado un plan que significase no sostener un combate hasta el final. Canidio, que sí veía a través del humo, no les dijo nada a sus colegas, sencillamente se concentró en poner en marcha a las tropas que no tenían cabida en los transportes antes de que Octavio se enterase de lo que estaba ocurriendo.

XXVI

Al final del verano, en el Adriático, el viento era más predecible que en cualquier otra estación: soplaba del oeste por la mañana y sobre el mediodía viraba al noroeste y ganaba fuerza a medida que más viraba al norte.

Octavio y Agripa no habían pasado por alto las señales de una inminente batalla, aunque ningún espía los había informado de las velas, el agua y la comida a bordo de todos los transportes que Antonio y Cleopatra poseían; de haberlo sabido podrían haber planeado contramedidas para evitar la fuga. En cambio, sencillamente asumieron que el enemigo estaba cansado de estar quieto y había decidido jugárselo todo a derrotar a Agripa en el mar.

– La estrategia de Antonio es sencilla -le dijo Agripa a Octavio en su tienda de mando-. Ha de rodear mi fila de naves en su extremo norte e ir hacia el sur; eso es, lejos de tu campamento terrestre y de mi propia base en la bahía de Comarus. Su ejército de tierra invadirá nuestro campamento y mi base naval con muchas posibilidades de victoria. Mi estrategia también es igual de sencilla: he de evitar que vire y me gire en contra del viento. El que gane la carrera en dar la vuelta también ganará la batalla.

– Entonces el viento te favorecerá un poco más que a él -señaló Octavio, de puntillas por la excitación.

– Sí. También me favorece el tamaño de las naves, César. Aquellos monstruosos quinquerremes de Antonio son demasiado lentos. En comparación, él es Antaeo el gigante y nosotros Hércules el enano -manifestó Agripa con una sonrisa-, y lo que parece haber olvidado es que Hércules levantó a Antaeo libre de su madre, la tierra. Bueno, no habrá tierra para Antaeo para sacar fuerzas de ella en una batalla librada en el agua.

– Encuéntrame una flotilla para mandar en el extremo sur de tu línea de combate -pidió Octavio-. Rehusó ver esta batalla sentado en tierra firme y que todo el mundo me llame cobarde. Pero si estoy muy lejos del foco del combate no podré interferir en tus tácticas ni siquiera con el más inocente error. ¿Cuántos de nuestros legionarios piensas usar, Agripa? Y si, aun así, Antonio ganara, ¿invadirá nuestro campamento y nuestro puerto?

– Treinta y cinco mil. Todos los barcos llevarán garfios para arrastrar a esos elefantes desde una cierta distancia, así como todas las pasarelas con garfios posible. Tenemos la ventaja de que nuestras tropas han sido entrenadas como marinos; Antonio nunca se molestó en hacer eso. Pero, César, no sirve de nada sentarse en el extremo sur de nuestra línea de combate. Mejor estar a bordo de mi propia liburnia como mi segundo. Confío en que no anules mis órdenes.

– ¡Vaya, gracias por el cumplido! ¿Cuándo ocurrirá?

– Mañana, por todas las indicaciones. Estaremos preparados.


El segundo día de septiembre Marco Antonio salió de la bahía de Ambracia con seis escuadras, y con él al mando de la situada más al norte. A estribor, que era su norte, había tres de las seis, cada una de cincuenta y cinco enormes quinquerremes; Poplicola era su segundo al mando. Agripa colocó a sus remeros más lejos de la costa de lo que Antonio había esperado, lo que significaba tener que remar más de lo que deseaba. Para media mañana había conseguido la distancia que deseaba y permanecía a la espera para hacer descansar a los remeros. Sólo al mediodía, cuando el viento comenzase a virar hacia el norte, podría comenzar la batalla.

Cleopatra y sus transportes aprovecharon la ventaja de una distancia más larga y se movieron hacia la bocana como si fuesen a permanecer en la reserva, y confiados en que la inesperada distancia de Agripa a la costa ocultaría la naturaleza de sus barcos, que transportaban las tropas.

El viento comenzó a cambiar, y ambos bandos se inclinaron sobre los remos y remaron desesperadamente hacia el norte. Las galeras, en el extremo norte de los dos bandos, dispuestas en una hilera que tenía intervalos más largos entre los quinquerremes de Antonio que entre las liburnas de Agripa.

La carrera acabó en empate. Ninguno de los dos bandos consiguió hacer que el otro virase contra viento. En cambio, las dos escuadras finales se enzarzaron en un combate. El Antonia y la nave insignia de Agripa, Divus Julius, fueron los primeros en entrar en acción, y en cuestión de minutos seis pequeñas liburnas habían sujetado con garfios al Antonia y lo arrastraban. Cuando tuvo tiempo para mirar, Antonio vio que diez de sus galeras también estaban en problemas, sujetas por las libaras. Algunas ardían, y poco importaba que no pudiesen ser embestidas con los espolones y hundidas cuando el fuego podía hacer esa misma labor. Los soldados de las seis liburnas comenzaron a saltar como lapas a la cubierta del Antonia; Antonio decidió abandonar la nave. No obstante, aún tuvo tiempo para contemplar cómo Cleopatra y sus transportes habían salido de la bahía y navegaban hacia el sur a vela, ayudados por el fuerte viento del noreste. Un salto a la barca y se marchó, moviéndose entre las liburnas en una embarcación famosa por su velocidad.

Nadie a bordo del Divus Julius advirtió la presencia de la barca, a media milla de distancia para el momento en que el Antonia se rindió. Lucio Gelio Poplicola y las otras dos escuadras situadas a la derecha de Antonio se apresuraron a rendirse sin presentar combate, mientras que Marco Lurio, al mando del contingente del centro, viró sus naves y remó de vuelta a la bahía. En el extremo sur de su línea de combate, comandado por Cayo Sosio, las naves colocadas a la izquierda de Antonio siguieron el ejemplo de Lurio.

Fue una debacle, una batalla ridícula. Con más de setecientas naves en el mar, se habían enfrentado entre ellas menos de veinte.

Era tan increíble aquello que, de hecho, Agripa y Octavio estaban convencidos de que ese final del enfrentamiento era una trampa, que, por la mañana, Antonio emplearía alguna otra táctica. Por lo tanto, aquella noche la flota de Agripa permaneció a la espera en el mar, y perdió toda oportunidad de alcanzar a Cleopatra y a los cuarenta mil soldados romanos.

Cuando al día siguiente no se produjo ninguna estratagema inteligente, Agripa fue hasta Comarus y él y Octavio fueron a ver a los cautivos.

De Poplicola se enteraron de la sorprendente verdad: que Antonio había desertado de su puesto de mando para seguirá la fugitiva Cleopatra.

– ¡Todo es culpa de «aquella mujer»! -gritó Poplicola-. ¡Antonio nunca tuvo la intención de luchar! Tan pronto como el Antonia se rindió, saltó por la borda a una barca y salió a toda velocidad para reunirse con Cleopatra.

– ¡Imposible! -gritó Octavio.

– Te lo juro, yo mismo lo vi. Cuando lo vi., pensé, ¿Por qué voy a poner en peligro a mis soldados y tripulaciones? Rendirse de inmediato me pareció más honorable. Espero que tomes buena nota de mi buen sentido común.

– Lo pondré en tu memorial -dijo Octavio con un tono divertido, y le ordenó a sus germanos-: Quiero que lo ejecuten inmediatamente. Ocupaos de ello.

Sólo Sosio se libró de este destino; Arruntio intercedió por él, y Octavio le escuchó.

Canidio había intentado persuadir al ejército de tierra para que atacase el campamento de Octavio, pero nadie, salvo él, quería luchar. Tampoco las tropas querían levantar el campamento y marchar hacia el este.

El propio Canidio desapareció mientras los representantes de las legiones negociaban una paz con Octavio, que envió a los reclutas extranjeros a sus casas y buscó tierras en Grecia y Macedonia para los romanos.

– No quiero que ni uno solo de vosotros contamine Italia con vuestras historias -le dijo Octavio a los representantes de las legiones-. La clemencia es mi política, pero nunca volveréis a casa. Sed como vuestro amo Antonio y aprended a amar a Oriente.

Cayo Sosio tuvo que hacer el juramento de alianza, y fue advertido de que nunca debía contradecir la versión «oficial» de Octavio de lo ocurrido en Actium.

– Te he perdonado con una condición: silencio durante todo el camino hasta la pira. Recuerda que la puedo encender en cualquier momento.


– Necesito dar un paseo -le dijo Octavio a Agripa dos nundinae después de Actium-, y quiero compañía, así que no pongas ninguna excusa. Todo está en marcha, y no se te necesita.

– Tú vienes antes que cualquiera y cualquier cosa. ¿Adónde quieres ir a caminar?

– A cualquier parte menos aquí. El hedor de la mierda, los orines y tantos hombres es insoportable. Lo soportarla mejor si hubiese un poco de sangre, pero no la hay. ¡La batalla sin sangre de Actium!

– Entonces cabalguemos primero en dirección al norte hasta que estemos lo bastante lejos de Ambracia para respirar.

– ¡Una excelente idea!

Cabalgaron durante dos horas, cosa que los llevó más lejos de la bahía de Comarus, donde se acababan los bosques. Agripa se detuvo junto a un arroyo resplandeciente al sol.

Pasaba sobre un lecho de rocas con olas de espuma, y el terreno musgoso emanaba un dulce olor a tierra.

– Aquí -dijo Agripa.

– Aquí no podemos caminar.

– Lo sé, pero allí hay dos preciosas rocas. Podemos sentarnos cara a cara y hablar. Hablar, no caminar. ¿No es eso lo que de verdad quieres hacer?

– ¡Bravo, Agripa! -Octavio se rió mientras se sentaba-. Tienes razón, como siempre. Aquí hay paz, soledad y se puede reflexionar. La única fuente de turbulencia es el arroyo, y es una melodía.

– Traje un odre de vino aguado, de aquel falerno que te gusta.

– ¡El fiel Agripa! -Octavio bebió y después le pasó el odre a su amigo-. ¡Perfecto!

– Venga, suéltalo, César.

– Al menos, estos días no perjudican mi asma. -Exhaló un suspiro y estiró las piernas-. La batalla sin sangre de Actium; diez naves enemigas atacadas de cuatrocientas, y sólo dos de ellas incendiadas hasta hundirse. Quizá cien muertos, si es que hubo tantos. ¿Para esto he cobrado impuestos del veinticinco por ciento a los pueblos de Roma e Italia, el segundo año de contribución que se está cobrando ahora mismo? Seré maldecido, quizá incluso destrozado cuando todo lo que pueda mostrar por su dinero es una batalla que no fue una batalla. ¡Ni siquiera puedo presentar a Marco Antonio o a Cleopatra! Me aventajaron, huyeron. Y yo, como un tonto, pensé mejor de Antonio, y permanecí a la espera para derrotarlo en lugar de salir en su persecución.

– Venga, César, eso ya está hecho y acabado. Te conozco, y eso significa que conseguirás convertir Actium en un triunfo.

– Me he estado torturando la mente durante días, y quiero explicarte mis ideas porque tú me responderás con sinceridad. -Recogió una serie de cantos rodados y comenzó a disponerlos sobre la piedra donde estaba sentado-. No veo otra alternativa que la de exagerar deliberadamente Actium para convertirlo en algo que el propio Homero desearía cantar. Las dos flotas se enfrentaron como titanes, chocaron en toda la línea de combate de norte a sur. Es por eso que Poplicola, Lurio y el resto perecieron. Sólo Sosio sobrevivió. Dejemos que Arruntio crea que sus súplicas salvaron a Sosio; ahora ya sabes que no fue así. Antonio luchó heroicamente a bordo del Antonia y ya ganaba su parte de la batalla cuando, por el rabillo del ojo, advirtió que Cleopatra, traicioneramente, abandonaba la batalla y a él. Aún había tanta droga en su cuerpo que de pronto lo dominó el pánico, saltó a una barca y partió tras ella como un perro enamorado detrás de una perra en celo. Muchos de sus almirantes lo vieron ir tras Cleopatra, llamándola -Octavio levantó su voz en un falsete-: «¡Cleopatra, no me abandones! ¡Te lo ruego, no me abandones!» Los cadáveres flotaban por todas partes, el mar estaba del color tinto de la sangre, y había mástiles y velas enredados en el agua, pero la barca llevaba a Marco Antonio a través de esta carnicería tras la estela de Cleopatra. Tras eso, los almirantes de Antonio abandonaron la resistencia. Y tú, Agripa, incomparable en el combate, aplastaste a tus adversarios.

– Hasta ahora funciona -dijo Agripa, y bebió un trago del odre-. ¿Qué pasó después?

– Antonio llega a la nave de Cleopatra y sube a bordo. Perdona el cambio al presente; siempre me ayuda cuando estoy bordando algo cuya verdad nunca se sabrá -dijo el maestro de los bordados-. Pero, de pronto, vuelve a los sentidos, ve en su mente el desastre que ha dejado atrás. ¡Le enseñaré al irrumator por acusarme de cobardía en Filípos! Ahora es su turno; ve el desastre que ha dejado atrás con tanta cobardía. Clama de angustia, se quita su paludamentum por encima de la cabeza y permanece sentado en la cubierta durante tres días sin moverse. Cleopatra le da antídotos, le suplica que baje a su camarote, pero él no se quiere mover, demasiado derrumbado ante su cobardía. ¡Miles de hombres muertos y él es el responsable!

– Suena como uno de esos horribles poemas épicos que compran las muchachas -opinó Agripa.

– Sí, así es. Pero ¿apostarías por que toda Roma e Italia no se lo creen?

– No soy tan tonto. Lo compraría incluso en papel caro. En cuanto Mecenas le agregue unas cuantas frases floridas será impecable.

– Desde luego tendrá que servir para frenar el resentimiento contra mí por haber ido a la guerra. A la gente le gusta recibir algo a cambio de su dinero.

– Un tema espinoso, César. ¿Cómo harás para pagar tus deudas? Ahora que Cleopatra ha sido derrotada no tienes excusa para continuar cobrando tus impuestos. Sin embargo, mientras ella viva no tendrás paz. Se estará armando para otra intentona, esté Antonio con ella o no. Es el supuesto hijo de Divus Julius el que ella quiere que gobierne el mundo, no Antonio. Así que, ¿el dinero?

– Me dispongo a exprimir a los clientes-reyes de Antonio hasta que se pongan morados y los ojos se les salgan. Finalmente, invadiré Egipto.

Agripa miró al sol entre los árboles y se levantó.

– Es hora de volver, César. No queremos que nos sorprendan aquí en la oscuridad. Según Ático (y él debe de saberlo), el bosque está lleno de osos y lobos.


Trescientas naves de guerra de Antonio no sufrieron daños, aunque todos los transportes de tropas se habían ido con Cleopatra. Al principio, Octavio había pensado en quemarlas todas. Se había enamorado de las letales y pequeñas liburnas, y estaba convencido de que todas las futuras guerras navales se librarían con liburnas. Los enormes quinquerremes eran obsoletos. Luego decidió retener sesenta de los leviatanes de Antonio como una medida contra la piratería, que comenzaba a crecer en el extremo occidental del Mare Nostrum. Los envió a Forum Julii, la colonia marítima de veteranos de César en la costa donde la provincia gala se encontraba con Liguria. Los demás fueron embarrancados y quemados dentro de Ambracia, y dieron tal número de espolones que muchos de ellos también tuvieron que ser quemados. Los más imponentes fueron guardados para adornar una columna delante del templo de Divus Julius en el foro romano, pero los otros fueron enviados a través de Italia para recordarles a los contribuyentes que la amenaza había sido muy real.

Agripa debía regresar a Italia y comenzar a aplacar a los veteranos, quienes en los últimos años se habían vuelto truculentos después del servicio que había supuesto una gran victoria. El Senado también fue enviado a casa, y se marchó agradecido; no había sido una cómoda estancia en ultramar, incluso para aquellos que habían poblado el Antisenado de Antonio. La clemencia estaba a la orden del día; una vez ejecutados los almirantes de Antonio, el indiscutible gobernante de Roma anunció que sólo tres hombres todavía en fuga serían decapitados: Canidio, Décimo Turullio y Casio Parmensis, estos dos últimos porque eran los dos asesinos de Divus Julius que aún vivían.

Octavio pensaba marchar con sus legiones por tierra a Egipto y visitar a los clientes-reyes a su paso. Pero no pudo ser. Llegaron frenéticos avisos desde Roma para informar que Marco, el hijo de Lépido, estaba complotando para usurpar el poder. Después de haber puesto en marcha a sus legiones hacia el este, al mando de Estatilio Tauro, Octavio se enfrentó a las galernas de invierno en el Adriático y regresó a Italia. La travesía fue peor que la que tuvo lugar aquel memorable día tras el asesinato de Divus Julius, pero ahora el asma había dejado de molestarle, por lo que Octavio lo soportó razonablemente bien. Desde Brundisium viajó por la Vía Apia hacia Roma a todo galope en un carro de cuatro mulas, y dobló por la Vía Latina en Teanum Sidicinum para evitar los insalubres pantanos pontinos. Llegó allí en un nundinum, y se encontró que había sido un viaje en vano. Cayo Mecenas había acabado con la insurrección incluso antes de que Agripa llegase. Marco Lépido y su esposa, Servilia Vatia, se suicidaron.

– Qué extraño -le dijo Octavio a Mecenas y Agripa-. Servilia Vatia estuvo una vez casada conmigo.

Era verdad que los veteranos estaban inquietos y hablaban de revueltas. Octavio se ocupó de ellos mediante una caminata sin miedo a través de los grandes campamentos alrededor de Capua vestido con una toga y una corona de laureles en la cabeza. Sin dejar de sonreír y de saludar y de proclamar a viva voz su valor y lealtad a todos aquellos que podían escucharlo, buscó a los hombres adecuados y se sentó con ellos, dispuesto a una dura negociación. Como los representantes de las legiones eran siempre los hombres menos brillantes de las tropas, y tan haraganes como codiciosos, habló de dinero y tierra.

– Dentro de siete u ocho años, la tierra ya no será parte de la paga de retiro de un veterano -dijo-, así que agradeced que todos los que estáis hoy aquí recibiréis buena tierra. Estoy creando un aerarium militar, un tesoro separado y distinto del que hay debajo del templo de Saturno en Roma. El Estado pondrá dinero en él y ese dinero será invertido al diez por ciento. Los soldados también contribuirán. En este momento, mis contables están calculando cuánto dinero se necesitará para mantenerse solvente incluso mientras se pagan las pensiones. Serán pensiones generosas, acompañadas por una gratificación determinada por la hoja de servicios.

– ¡Minucias para el futuro! -dijo Tornatio, el jefe del grupo, con estudiada rudeza-. Estamos aquí para recibir tierras y grandes bonificaciones al contado; ahora, César.

– Sé que es así -replicó Octavio cordialmente-, pero no estoy en posición de complaceros hasta que vaya a Egipto y denote a la Reina de las Bestias. Es allí donde está di botín que os dará lo que reclamáis. -Levantó una mano-. ¡No, Tornatio, no! No sirve de nada discutir, y mucho menos de manera agresiva. En este momento, Roma y yo no tenemos un sestercio para daros. Mientras estéis en el campamento recibiréis comida y estaréis cómodos, pero si alguno de vosotros se dedica al pillaje, seréis tratados como traidores. ¡Esperad! ¡Tened paciencia! Vuestras recompensas llegarán, pero todavía no.

– Eso no es suficiente -afirmó Tornatio.

– Tendí a que serlo. Enviaré edictos a todos los pueblos y ciudades en Campania en estos términos: que si cualquier grupo de soldados intenta saquearlos, el Senado y el pueblo de Roma tomarán todas las medidas de represalia necesarias. No soportarán a los soldados rebeldes, Tornatio, y dudo de que tengas la suficiente influencia con todos los legionarios como para montar una rebelión a toda escala.

– Es un farol -murmuró Tornatio.

– No, no es así. Estoy enviando edictos a todos los campamentos alrededor de Capua incluso mientras hablamos. Informarán a los hombres de mi situación y les pedirán que sean pacientes. En su conjunto, la mayoría de los hombres son razonables. Comprenderán mi oferta.

Tornatio y sus colegas aceptaron y permanecieron callados al comprender que el grueso de los soldados estaban dispuestos a esperar los dos años que pedía Octavio.

– ¿Has tomado sus nombres? -le preguntó a Agripa.

– Por supuesto, César. Desaparecerán discretamente.


– Había esperado que pudieses quedarte en casa -le dijo Livia Drusilia a su marido.

– No, querida, ésa nunca fue una posibilidad. No puedo dejar que Cleopatra comience a armarse. Incluso ahora que el Senado está de regreso estoy a salvo contra la insurrección. Una vez que las tropas de Capua comprendan que sus representantes, de alguna manera, nunca vuelven a sus filas, se comportarán. Además, con Agripa de visita en Capua regularmente, ningún ambicioso senador podrá reunir un ejército.

– Las personas comienzan a acostumbrarse a tenerte al frente de Roma -comentó ella con una sonrisa-. Incluso he escuchado a algunas decir que les traes buena suerte, que has conseguido, contra toda probabilidad, mantenerlos a salvo: primero Sexto Pompeyo, ahora Cleopatra. A Antonio apenas si se le menciona.

– No tengo idea de dónde está, porque no está en Alejandría con «aquella mujer».

Un misterio que se resolvió pocos días más tarde cuando llegó una carta de Cyrenaica de Cayo Cornelio Gallo.


En el momento en que llegué a drene, Pinario me rindió su flota y sus cuatro legiones. Había recibido órdenes de Antonio de marchar al este a través de Libia a Paraetonium, pero al parecer no le agradó la idea de mudar a Cato Uticensis y de recorrer centenares de millas a lo largo de una costa desierta. Así que se quedó allí. Cuando me mostró las órdenes de Antonio, comprendí por qué no había marchado. Antonio quiere una sonora batalla, aún no ha terminado. He pedido transportes, César, y una vez que lleguen cargaré las legiones a bordo para un viaje a Alejandría, escoltadas por la flota de Pinario. Aunque no antes de la primavera, y no antes de recibir aviso de tu parte sobre cuándo comenzar. Ah, se me olvidaba decirte que Antonio tiene la intención de reunirse con Pinario y sus fuerzas en Paraetonium.


– El típico poeta -protestó Agripa-. Ni pizca de lógica.

– ¿Cómo está Atica? -preguntó Octavio para cambiar de tema.

– Muy mal, desde que su tata se lanzó sobre su espacia. Es curioso. Se comporta más como su viuda que como su hija. No come, bebe demasiado, descuida a la pequeña Vipsania como si no le gustase la niña. La mantengo vigilada porque no quiero que se corte las venas en el baño. Su dinero lo recibiré yo. He intentado convencerla para que se lo deje a Vipsania; tú no tendrías ningún problema en conseguir una excepción de la lex Voconia de mulierum hereditatibus, pero ella se negó. Sin embargo, si algo le ocurre a ella, le daré a Vipsania su fortuna como dote.

Así fue cómo Octavia heredó otra niña más; Ática se envenenó y murió en agonía tres días más tarde de que Agripa hablase de ella a Octavio, que dejó a su hermana la tutela de Vipsania. Hombre de palabra, Agripa transfirió a la niña la fortuna de Ática, algo que la convirtió en una presa matrimonial muy apetecible.

Octavio había descubierto en sí mismo un amor por los niños que, si bien no se podía equiparar con el de Octavia, era fuerte y protector. Cuando Antillo intentó escapar y fue traído de regreso no fue castigado. Cada vez que Octavio estaba en la casa para cenar, todos los niños participaban de la comida. Desde la incorporación de Vipsania eran doce, y Octavia no había exagerado cuando le había dicho a su hermano que necesitaría otro par de manos maternas.

Para Livia Drusilia era el momento de planear con quién se casaría cada niño; arrinconó a Octavio y lo obligó a escuchar.

– Por supuesto, Autillo y tullo tendrán que buscar esposa en otra parte -dijo con aquella expresión positiva y competente en su rostro que le decía a Octavio que no debía discutir-. Tiberio puede casarse con Vipsania. Su fortuna es inmensa, y a él le gusta.

– ¿Qué hay de Druso?

– Tonilla. Se gustan el uno al otro. -Carraspeó y adoptó una expresión severa-. Marcelo debería casarse con Julia.

Octavio frunció el entrecejo.

– Son primos hermanos, Livia Drusilia. Divus Julius no aprobaba el casamiento de primos hermanos.

– Tu hija, César, es una reina sin corona. No importa quién sea su marido, si no es parte de la familia será una amenaza para ti. Aquel que se case con la hija de César es tu heredero.

– Tienes razón, como siempre. -Él exhaló un suspiro-. De acuerdo, que sean Marcelo y Julia.

– Antonia ya tiene prometido: Lucio Ahenobarbo. No es el matrimonio que yo hubiese escogido, pero ella estaba en la mano de su padre cuando se redactó el contrato de matrimonio, y tú prometiste hacerle honor.

– ¿Qué hay de la hija de Atia, Marcia?

Él aún detestaba pensar en ella y en la traición de su madre.

– Eso te lo dejo a ti.

– Entonces se casará con un don nadie, si es posible, un provinciano. Quizá incluso un simple socius. Después de todo, Antonio casó a una hija con un socius, Pitodoro de Tralles, Eso nos deja a Marcela.

– Para ella he pensado en Agripa.

– ¿Agripa? ¡Si tiene edad suficiente para ser su padre!

– ¡Eso lo sé, tonto! Pero ella está enamorada de él, ¿no te has dado cuenta? Sueña y suspira y se pasa todo el día mirando el busto de él que compró en el mercado.

– No durará. Agripa no es adecuado para una joven.

Gerrae! Ella es morena, Ática era gris; ella tiene curvas, Ática era angulosa; ella es preciosa, Ática era muy poco distinguida. Además, lo elevará al rango de primera familia de Roma, donde pertenece. ¿De qué otra manera podría llegar allí?

Antonio sabía cuándo estaba derrotado.

– Muy bien, querida. Marcela se casará con Agripa. Pero no hasta que cumpla los dieciocho, por lo tanto, le queda otro año para desenamorarse de él. Si lo hace, Livia Drusilia, el matrimonio no tendrá lugar, así que no lo mencionaremos por el momento. ¿Está claro?

– Perfectamente -susurró ella.


Corto de dinero pero confiado en poder conseguir algo de los clientes-reyes, Octavio viajó a Éfeso, y llegó allí en mayo, al mismo tiempo que sus legiones y la caballería.

Todos los clientes-reyes estaban allí, incluido Herodes, que derrochaba encanto y virtud.

– Sabía que ganarías, César, y es por eso que resistí todos los halagos y amenazas -dijo, más gordo y con más aspecto de sapo que nunca.

Octavio lo miró con expresión divertida.

– Oh, nadie puede negar que eres un tipo listo. ¿Supongo que querrás recompensas?

– Por supuesto, pero ninguna que no beneficie a Roma.

– Nómbralas.

– Los jardines de bálsamo de Jericó, los yacimientos de bitumen de Palus Asphaltites, Galilea, Idumea, ambos lados del Jordán y la costa del Mare Nostrum desde el río Eleutero hasta Gaza.

– En otras palabras, toda la Siria Coele.

– Sí. Pero tu tributo será pagado el día que corresponda, y mis hijos y nietos serán enviados a Roma para ser educados como romanos. Ningún cliente-rey es más leal que yo, César.

– O más astuto. De acuerdo, Herodes, acepto tus términos.

A Arquelao Sisenes, cuyas contribuciones a Antonio nunca se habían materializado, se le permitió tener Capadocia y se le dio Cilicia Tracheia, una parte del territorio de Cleopatra. Amintas de Galacia conservó Galacia, pero Paflagonia fue incorporada a la provincia romana de Bitinia, mientras que Pisidia y Licaonia lo fueron a la provincia de Asia. Polemón de Pontus, que había conseguido proteger las fronteras orientales contra los medos y los partos, también conservó su reino, ampliado para incluir Armenia Parva.

Ninguno de los demás tuvieron la misma suerte, y algunos perdieron sus cabezas. Siria sería una provincia de Roma hasta las nuevas fronteras de Judea, pero las ciudades de Uro y Sidón se vieron libres de una supervisión directa a cambio de tributo. Malcho de Nabatea perdió el bitumen, pero nada más; a cambio de lo que Octavio veía como una indulgencia, Malcho debía vigilar a las flotas egipcias en el Sinus Arabicus y ocuparse de cualquier actividad inusual.

Chipre fue añadida a Siria, Cyrenaica, Grecia, Macedonia y Creta, El territorio de Cleopatra se había reducido exclusivamente a Egipto. En junio, Octavio y Estatilio Tauro embarcaron al ejército con destino a Pelusium, la entrada a Egipto. El viento del sur tardó en venir, así que la navegación fue lenta. Cornelio Gallo debía acercarse a Alejandría desde Cyrenaica. Todo estaba en marcha para la derrota final de Cleopatra, la Reina de las Bestias.

XXVII

Antonio y Cleopatra acabaron navegando juntos a Paraetonium. Aún no había bajado del Cesarían cuando Casio Parmensis subió para decirles que los soldados, que viajaban muy apretados en las naves, estaban bebiendo agua mucho más rápido de lo que el prefecto había estimado. Por lo tanto, toda la flota tendría que fondear en Paraetonium para llenar los barriles.

El humor de Antonio era mejor de lo que Cleopatra había esperado; no había ninguna señal de aquella gris melancolía en la que había caído durante aquellos últimos meses en Actium, ni tampoco tenía la derrota en su mente.

– Tú espera, amor mío -le dijo jovialmente mientras las flotas se preparaban para zarpar de Paraetonium con los barriles de agua a tope y los estómagos de los soldados llenos de pan, algo de lo que no se disponía en el mar-. Tú espera. Pinario no puede estar muy lejos. En el momento que llegue, Lucio Cinna y yo te seguiremos a Alejandría. Por mar. Pinario tiene la suficiente capacidad para transportar a sus veinticuatro mil hombres y una buena flota para aumentar la de Alejandría.

Le dio un fuerte beso en la boca y se marchó a esperar en Paraetonium hasta que Pinario apareciese.


Sólo la separaban doscientas millas de Alejandría y de Cesarión; ¡cuánto los había echado de menos Cleopatra! «Aún no está todo perdido -se dijo a sí misma-; aún podemos ganar esta guerra.» Ella comprendía que Antonio no era un almirante, pero en tierra creía que tenía una posibilidad. Marcharían a Pelusium y allí derrotarían a Octavio, en la frontera de Egipto. Entre los soldados romanos y su ejército egipcio dispondrían de cien mil hombres, más que suficientes para aplastar a Octavio, que no conocía la disposición del terreno. Debería ser posible dividir su fuerza en dos y derrotar a cada mitad en batallas separadas.

No obstante, ¿cómo combatiría la indignación que se había instalado entre los alejandrinos? Aunque en los últimos años se habían mostrado más tratables, ella conocía la volatibilidad de Antonio, y temía un alzamiento si su reina entraba en la bahía como una mujer derrotada, sin la compañía de sus flotas egipcias, como un ejército romano refugiado. Así que, antes de que apareciese a la vista la ciudad, llamó a sus capitanes y a los legados de Antonio y les dio breves órdenes, y unió sus esperanzas al hecho de que las noticias de Actium aún no hubiesen llegado a los alejandrinos.

Decoradas y engalanadas, las naves entraron en la gran bahía, acompañadas por el sonido de marchas triunfales para los vencedores que regresaban a casa. Sin embargo, Cleopatra no se arriesgó. La flota fue anclada en la rada y sus ocupantes mantenidos a bordo hasta que se hiciese un campamento cerca del hipódromo; ella misma navegó en el Cesarión alrededor de toda la bahía colocada en la proa, con su traje de tela de oro que superaba el resplandor de sus alhajas. Los aplausos estallaron cuando los alejandrinos corrieron a verla; tambaleante de alivio, comprendió que los había engañado.


Cuando entró en la Rada Real vio a Cesarión y a Apolodoro que la esperaban en el muelle.

¡Oh, cómo había crecido! Ahora parecía más alto que su padre, y era ancho de hombros, delgado pero musculoso. Su abundante cabello no había oscurecido, aunque su rostro, alargado y de pómulos altos, había perdido todos los rasgos infantiles. ¡Era Cayo Julio César revivido! El amor emanó de ella como algo parecido a la adoración; las rodillas le temblaron hasta que sus piernas no pudieron sostenerla sin necesidad de apoyo y sus ojos quedaron cegados por las súbitas lágrimas. Con Charmian a un lado e Iras al otro, consiguió bajar las escalerillas y echarse a sus brazos.

– ¡Oh, Cesarión, Cesarión! -dijo ella entre sollozos-. ¡Hijo mío, la alegría de verte es insuperable!

– Has perdido -dijo él.

A ella se le cortó el aliento.

– ¿Cómo lo sabes?

– Está escrito en tu rostro, mamá. ¿Si hubieses ganado, por qué ninguno de los barcos de tu flota ha venido contigo, por qué estos transportes de tropas están tripulados por romanos y, sobre todo, dónde está Marco Antonio?

– Lo dejé a él y a Lucio Cinna en Paraetonium -respondió ella, y lo cogió del brazo y lo obligó a caminar a su lado-. Espera que llegue Pinario desde Cyrenaica con su flota y otras cuatro legiones. Canidio se quedó en Ambracia; el resto, desertó.

Él no dijo nada, caminó con ella al interior del gran palacio y luego la dejó a cargo de Charmian e Iras.

– Báñate y descansa, mamá. Nos reuniremos más tarde para cenar a última hora.

Ella tomó un baño de forma rápida. No podía haber descanso, por lo tanto, al retrasar la cena le daría tiempo para hacer lo que debía hacer. Sólo Apolodoro y los eunucos del palacio conocían el secreto, que debía ser mantenido así a petición de Cesarión; él nunca lo aprobaría. El intérprete, el registrador, el comandante nocturno, el contable, el juez y todos los designados para los respectivos departamentos fueron reunidos y ejecutados. Los líderes de las bandas desaparecieron de los barrios de Rhakotis, los demagogos del ágora. Ella tenía preparada su historia para las preguntas que Cesarión formularía cuando advirtiese que todos los burócratas eran hombres nuevos. Los viejos, le diría ella, habían sido dominados por un súbito ataque de patriotismo y se habían marchado para servir en el ejército egipcio. Oh, él nunca lo creería, pero careciendo de la rudeza para imaginar el camino escogido, asumiría que habían escapado para evitar la ocupación romana.


La cena fue suntuosa; los cocineros estaban tan entusiasmados como el resto de Alejandría. Aunque, cuando la mayoría de los platos fueron devueltos a la cocina sin probar, y nadie les dio ninguna explicación, se extrañaron.

Cometidos los asesinatos, Cleopatra se sintió mejor y pareció compuesta. Relató la historia de Éfeso, Atenas y Actium sin ningún intento de justificar sus propios errores. Apolodoro, Cha'em y Sosigenes también escucharon, más conmovidos que Cesarión, cuyo rostro permaneció impasible. «Ha envejecido diez años al escuchar estas terribles noticias -pensó Sosigenes-; sin embargo, él no echa las culpas a nadie.»

– Los amigos y los legados romanos de Antonio no me obedecieron -dijo ella-, y aunque les molestaba mi sexo, creo que era mi condición de extranjera lo que estaba en la raíz de su animosidad. Pero ¡estaba en un error! Era mi sexo. No soportaban ser mandados por una mujer, no importaba su rango. Así que en ningún momento dejaron de presionar a Antonio para que me enviase de regreso a Egipto. Al no comprender por qué, me negué a marchar.

– Bueno, todo eso es el pasado y ahora no importa -manifestó Cesarión con un suspiro-. ¿Qué piensas hacer ahora?

– ¿Que harías tú? -preguntó ella, dominada por una súbita curiosidad.

– Enviar a Sosigenes como embajador a Octavio e intentar hacer la paz. Ofrecerle todo el oro que quiera para dejarnos en nuestro pequeño rincón del Mare Nostrum. Darle rehenes como garantía y permitirles a los romanos el envío de inspectores para asegurarse de que no estamos armándonos en secreto.

– Octavio no nos dejará en paz, te doy mi más solemne palabra.

– ¿Qué piensa hacer Antonio?

– Reagruparse y luchar.

– ¡Mamá, eso es inútil! -gritó el joven-. Antonio ya ha pasado su mejor momento y yo no tengo la experiencia de él para liderar esta guerra. Si lo que decís respecto a ser una mujeres verdad, entonces estas tropas romanas que están aquí en Alejandría nunca te seguirán. Sosigenes debe llevar una delegación a Roma o donde esté Octavio e intentar negociar la paz. Cuanto antes, mejor.

– Esperemos hasta que Antonio regrese de Paraetonium -suplicó ella, con su mano en el brazo de Cesarión-. Entonces podremos decidir.

Cesarión se levantó y sacudió la cabeza. -Debe ser ahora, mamá. Ella dijo que no.

La actitud de su hijo era muy significativa, le abrió los sentidos y la mente en lo que debía haber hecho antes de marchar a Éfeso. Hasta la última gota de su energía y de sus recursos mentales se había invertido en los planes para su futuro, aquel brillante, triunfante, glorioso futuro como Rey de Reyes, gobernante del mundo. Ahora, por primera vez, comprendió que él no lo deseaba. El hambre por aquel resplandeciente futuro había sido de ella, y se había puesto en su lugar en la creencia errónea de que nadie podría resistir su atractivo, además de ser muy joven, con una descendencia divina, unos antecedentes reales y la mente de un genio. Sus ejercicios militares habían demostrado que no era un cobarde, así que no era el miedo por su pellejo lo que lo detenía. Lo que Cesarión no tenía era ambición. Ante su carencia, él nunca sería Rey de Reyes más que de nombre; no tenía el deseo. Egipto y Alejandría eran bastantes para él, no quería más.

«¡Oh, Cesarión, Cesarión! ¿Cómo puedes hacerme esto a mí? ¿Cómo puedes darle la espalda al poder? ¿Dónde salió mal la combinación de mi sangre y la de César? Dos de las personas con mayor ambición que han caminado por este mundo han producido un valiente pero amable, fuerte pero nada ambicioso niño. Todo ha sido para nada, y ni siquiera tengo el consuelo de pensar que pueda reemplazar a mi primogénito con Alejandro Helios o Ptolomeo Filadelfio, que no carecen de ambición, pero sí de la inteligencia necesaria. Mediocres. Si Cesarión hace que el Nilo crezca hasta los codos de abundancia año tras año, es porque Cesarión es Horus y Osiris. Él no quiere su destino. Él que no es mediocre anhela la mediocridad. Qué ironía. ¡Oh, qué tragedia!»

– Cuando yo decía que era un niño que no se podía mimar, no entendía lo que significaba -le dijo a Cha'em después de que se hubiese acabado aquella silenciosa cena y Apolodoro y Sosigenes, con los rostros pálidos, se hubiesen marchado.

– Pero ahora lo comprendes -manifestó el anciano con voz suave.

– Sí. Cesarión no quiere nada porque no desea nada. Si Amón-Ra lo hubiese puesto en el cuerpo de un híbrido egipcio y lo hubiese mandado a amasar pan o barrer las calles, hubiese aceptado su destino con gracia y gratitud, feliz de ganar lo suficiente para comer, alquilar una casa pequeña en Rhakotis, casarse y tener hijos. Si algún panadero perspicaz o un supervisor de las calles hubiese visto sus méritos y le hubiese ascendido un poco, él se hubiese sentido entusiasmado, no por su propio bien, sino por el bien de sus hijos.

– Has visto la verdad.

– ¿Qué me dices de ti, Cha'em? ¿Tú viste el carácter y la naturaleza de Cesarión en aquel momento en que te volviste del color de la ceniza y rehusaste explicarme tu visión?

– Algo así, hija de Ra. Algo así.


Antonio regresó a Alejandría un mes más tarde, muy poco antes de que los alejandrinos se enterasen de la derrota en Actium. Nadie se manifestó por las calles, nadie formó una multitud para asaltar el recinto real. Lloraron y gimieron, nada más, aunque algunos habían perdido hijos, sobrinos, primos que habían tripulado las flotas egipcias. Cleopatra dio un edicto donde explicaba que algunos de aquellos hombres se habían perdido para bien; si Octavio quería venderlos como esclavos, ella los compraría, o, si Octavio los liberaba, entonces los traería de regreso al hogar tan pronto como fuese posible.

Durante el mes que había esperado a Antonio sufrió por él como nunca antes; el amor había invadido su corazón, y eso significaba miedo, dudas, una preocupación permanente. ¿Estaba bien? ¿Cuál era su humor? ¿Qué había pasado en Paraetonium?

Todo esto lo tuvo que averiguar de Lucio Cinna. Antonio rehusó acercarse a los palacios; saltó por la borda de su barco en aguas poco profundas y chapoteó hasta tierra en una pequeña playa adyacente a la bahía real. No había hablado con nadie desde que habían salido de Paraetonium, dijo Cinna.

– Es verdad, señora, que nunca lo había visto de esta manera, tan deprimido.

– ¿Qué pasó?

– Recibimos noticias de que Pinario se había rendido a Cornelio Gallo en Cyrenaica. Un golpe terrible para Antonio, pero todavía falta lo peor. Gallo navega hacia Alejandría con sus cuatro legiones y las cuatro que pertenecían a Pinario. Tiene muchos transportes y dos flotas, la propia y la de Pinario. Así que ahora hay ocho legiones y dos flotas que vienen hacia Alejandría por el oeste. Antonio quería quedarse en Paraetonium y enfrentarse con Gallo allí, pero, bueno, puedes ver por ti misma por qué no podía, su majestad.

– No hay tiempo suficiente para buscar tropas en Alejandría, y seguramente se convencería a sí mismo de que debía mantener sus legiones en Paraetonium. Pero para haber tomado esa decisión, Cinna, tendría que haber sido vidente.

– Todos lo intentamos, señora, pero no quiso escuchar.

– Debo ir a verlo. Por favor, ve a Apolodoro y dile que te busque un alojamiento.

Cleopatra palmeó el brazo de Cinna y fue hacia la playa, donde vio la figura encorvada de Marco Antonio sentado con los brazos alrededor de las rodillas y la barbilla en sus manos. Desolado. Solo.

«Todos los augurios están contra nosotros», pensó, su capa agitada por el viento. El día era nublado y el viento mucho más frío que la habitual brisa de invierno en Alejandría. Aquélla era una tormenta que helaba hasta los huesos. La espuma blanca salpicaba el agua gris de la gran bahía y las nubes flotaban bajas y espesas de norte a sur. Llovería en Alejandría.

Él apestaba a sudor y no, gracias a todos los dioses, a vino

Su barba se veía descuidada y sus cabellos, sin cortar, desordenados; ningún romano llevaba barba o el cabello largo excepto después de una muerte o alguna otra gran calamidad. Marco Antonio estaba de duelo.

Ella se sentó a su lado, temblorosa.

– ¿Antonio? ¡Mírame, Antonio! ¡Mírame!

En respuesta, él se cubrió la cabeza con el paludamentum y lo sujetó hacia abajo para ocultar su rostro.

– ¡Antonio, amor mío, háblame!

Pero él no quiso, ni destapó su rostro.

Al final de lo que debió de ser más de una hora comenzó a llover, una lluvia fuerte que los empapó. Luego él habló; pero sólo para conseguir que se fuese, le pareció a ella.

– ¿Ves aquel pequeño promontorio más allá del Akro?

– Sí, mi amor, por supuesto. Es el cabo Sóter.

– Constrúyeme allí una casa de una sola habitación, una habitación lo bastante grande para mí. No quiero sirvientes. No quiero trato con hombres o mujeres, incluida tú.

– ¿Piensas en emular a Timón de Atenas? -preguntó ella, horrorizada.

– Sí. El nuevo Marco Antonio es un misántropo y un misógino, como Timón de Atenas. Mi casa de una sola habitación será mi Timonio, y nadie debe acercarse. ¿Me escuchas? ¡Nadie! Ni tú, ni Cesarión, ni mis hijos.

– Morirás de un enfriamiento antes de que esté acabada -manifestó ella, agradecida por la lluvia ocultando sus lágrimas.

– Razón de más para que te des prisa. ¡Ahora, vete, Cleopatra! ¡Vete y déjame solo!

– ¡Permíteme que te envíe comida y bebida, por favor!

– No lo hagas. No quiero nada.


Cesarión esperaba, tan ansioso por tener noticias que no quería abandonar la habitación; ella tuvo que cambiarse las prendas mojadas detrás de un biombo, y le habló mientras Charmian e Iras le frotaban el cuerpo helado con ásperas toallas de lino para calentárselo.

– ¡Dímelo, mamá! -su voz llegaba una y otra vez; también, el sonido de sus pies mientras caminaba-. ¿Cuál es la verdad? ¡Dímelo, dímelo!

– ¡Que se ha convertido en Timón de Atenas! -dijo ella a través del biombo por décima vez-. Debo construirle una casa de una sola habitación al final del cabo Sóter; tiene la intención de llamarla su Timonio. -Cleopatra salió de detrás del biombo-. No, no quiere verte a ti ni a mí, no quiere comida ni vino, ni siquiera quiere tolerar la presencia de un sirviente. -Lloraba de nuevo-. ¿Oh, Cesarión, qué debo hacer? ¿Sus soldados saben que ha regresado, pero qué pensarán cuando él no los visite? ¿Cuando no los quiera liderar?

Cesarión le enjugó las lágrimas y la rodeó con sus brazos.

– Tranquila, mamá, tranquila. No tiene ningún sentido llorar. ¿Era así de malo mientras estuviste fuera? Sé que estaba dispuesto al suicidio después de la retirada de Fraaspa, y sé que intentó ahogarse en vino. Pero no me has dicho cómo era él mientras había todo aquel tumulto en su tienda de mando. Sólo cómo eran sus amigos y legados, que no es la misma cosa. Háblame de ti y de Antonio con toda la sinceridad que puedas. Ya no soy un niño en ningún sentido.

Sacada de su dolor, ella lo miró asombrada.

– ¡Cesarión! ¿Quieres decir que ha habido mujeres?

Él se echó a reír.

– ¿Hubieses preferido que hubiesen sido hombres?

– Los hombres eran suficiente para Alejandro Magno, pero en ese aspecto los romanos son muy extraños. Tu padre, desde luego, se hubiese sentido feliz si tus amantes fuesen mujeres.

– Entonces no tiene nada de qué quejarse. Ven, siéntate, -La hizo sentar en una silla y él se sentó a sus pies en la posición del loto-. Dímelo.

– Permaneció a mi lado contra viento y marea, hijo mío. No ha existido nunca un marido más leal. ¡Oh, cómo lo criticaban! Un día tras otro, una y otra vez. «Envíala de regreso a Egipto.» No estaban dispuestos a tener una mujer en la tienda de mando, yo era una extranjera; argumentaban mil y una razones por las que yo no debía estar allí con él. Yo fui estúpida, Cesarión. Muy estúpida. Me resistí, me negué a regresar a casa. Yo también lo critiqué. Ellos no querían verse dominados por una mujer. Pero Antonio me defendió, y no cedió ni una sola vez. Al final, cuando incluso Canidio se volvió contra mí, siguió negándose a enviarme de regreso.

– ¿Su negativa era por lealtad o amor? -Creo que las dos cosas. -Ella le cogió las manos con desesperación-. Pero aquello no fue lo peor de todo para él, Cesarión. Yo no lo cunaba, y él lo sabía. Era su mayor dolor. ¡Lo traté como a un esclavo! Le di órdenes, lo humillé delante de los legados que no lo conocían bien, y, siendo romanos, lo miraban con desprecio porque él dejaba que lo mandase; yo, una mujer. Hice que se arrodillase a mis pies delante de ellos, chasqueé los dedos para llamarlo, lo saqué de las conferencias para que me llevase de paseo. ¡No es sorprendente que me odiasen! Pero él nunca lo hizo.

– ¿Cuándo comprendiste que lo amabas, mamá?

– En Actium, en medio de deserciones en masa de los clientes-reyes y sus legados, y después de varias derrotas menores en tierra. Se me cayó la venda de los ojos, no puedo describirlo de otra manera. Miré su cabeza y vi que había encanecido casi de la noche a la mañana. De pronto sufría por él y con él, como si él fuese yo misma. Se me cayó la venda. En un momento, en un suspiro. Sí, comprendí que mi amor había crecido más lentamente, pero que en el momento llegó como un trueno. Entonces, las cosas pasaron con tanta rapidez que nunca tuve el tiempo suficiente para demostrarle la profundidad de mi amor. -Ella emitió un suave y triste sonido-. Ahora quizá nunca tendré tiempo.

Cesarión la levantó de la silla, la sujetó entre sus rodillas y le frotó la espalda como si fuese una niña.

– Ya mejorará, mamá. Esto pasará, tendrás la oportunidad de demostrárselo.

– ¿Cómo te has convertido en alguien tan sabio, hijo mío?

– ¿Sabio? ¿Yo? No, yo no soy sabio. Sólo soy capaz de ver. No llevo una venda en los ojos, nunca la hubo. Ahora vete a la cama, mamá, mi muy querida y dulce mamá. Le construiré su casa de una habitación en un solo día.


Cesarión cumplió su promesa: el pequeño Timoruo de Marco Antonio fue construido en un solo día. Un hombre cuyo rostro Antonio no conocía le gritó, sin acercarse, que le dejarían comida y bebida delante de su puerta, y luego se marchó.

El hambre y la sed llegarían, por supuesto, aunque en aquel momento no sentía el acoso de ninguna de las dos cuando abrió la puerta y contempló su celda. Porque eso era. Hasta que no se hubiese enfrentado a sus tormentos mentales no podía aventurarse a salir, y cuando entró, Antonio no tenía idea de cuánto tardaría en que esto sucediera.

Veía como si estuviese iluminado por una luz brillante lo que había salido mal; sin embargo, cada uno de los pasos tenía que ser detallado en su mente.

¡Pobre y tonta Cleopatra! Aferrada a él como su salvador, cuando cada miembro de su mundo, sin duda, había visto que Marco Antonio no podía salvar a nadie. ¿Si no podía salvarse a sí mismo, qué oportunidad tenía de salvar a los demás?

César -el verdadero César, no aquel chico que fingía serlo en Roma- siempre lo había sabido, por supuesto. ¿Por qué sino había pasado por alto a aquel que todos creían que serla su heredero? Todo había comenzado allí, con aquel rechazo. Su respuesta había sido predecible: él marcharía al este para luchar contra los partos, a hacer aquello que César no había vivido para hacer. Ganar la inmortalidad como un igual de César.

Pero entonces el plan se había hundido, atascado por sus propias deficiencias. De alguna manera siempre parecía haber tiempo suficiente para divertirse, así que se había divertido. Pero no había habido tiempo. No cuando Octavio, contra todo pronóstico, lo estaba haciendo muy bien en Italia. ¡Octavio, siempre Octavio! Al mirar las paredes desnudas de su Timonio, Antonio vio por fin por qué sus planes se habían hundido. Tendría que haber hecho caso omiso de Octavio, continuar con su campaña parta en lugar de perseguir al heredero de César. ¡Oh, los años desperdiciados! ¡Desperdiciados! Intrigas destinadas a conseguir la caída de Octavio, una estación tras otra perdidas en animar a Sexto Pompeyo en sus fútiles designios. No necesitaba permanecer en Grecia para conseguirlo. Si Octavio debía derrotar a Sexto Pompeyo, su propia presencia no podía impedirlo. Al final, tampoco lo había conseguido. Octavio había sido más listo, había ganado a pesar de él. Mientras tanto, pasaban los años y los partos se hacían más fuertes.

Errores, uno tras otro. Delio lo había engañado, Monaeses lo había engañado. Y Cleopatra. Sí, Cleopatra…

¿Por qué había ido a Atenas en lugar de quedarse en Siria aquella primavera cuando invadieron a los partos? Porque le tenía más miedo a Octavio de lo que temía al verdadero enemigo natural. Había puesto en peligro su propia posición en Roma, había comenzado la erosión de su base de poder y de su espíritu. Ahora, once años después de Filipos, no le quedaba nada salvo la vergüenza.

¿Cómo podía mirar a Canidio a la cara? ¿A Cesarión? ¿A sus amigos romanos que todavía vivían? ¡Tantos muertos gracias a él! A Ahenobarbo, Poplicola, Lurio… hombres como Pollio y Ventidio, empujados al retiro como resultado de sus errores… ¿Cómo podría él mirar de nuevo a la cara a un hombre de la estatura de Pollio?

Con esa conclusión permaneció largo tiempo, dedicado a caminar por el suelo de tierra aprisionada, recordando comer y beber sólo cuando lo dominaba el agotamiento o cuando se detenía a pensar en cuál sería la bestia con garras que rasgaba su vientre. ¡La vergüenza, la vergüenza! Él, tan admirado y amado, los había abandonado a todos, se había fustigado a sí mismo para conspirar en la caída de Octavio cuando no era ése su deber ni su mejor camino. ¡La vergüenza, la vergüenza!

Sólo cuando aquel invierno inusualmente crudo comenzó a cesar alcanzó una calma suficiente como para pensar en Cleopatra.

¿Sin embargo, qué había que pensar? ¡La pobre y tonta Cleopatra! Paseándose por la tienda de mando e imitando la conducta de los generales romanos en el campo, creyéndose a sí misma su igual en capacidad militar sólo porque pagaba la factura.

Todo esto por Cesarión, Rey de Reyes. César en su nueva aparición, sangre de su sangre. ¿Cómo podía él, Antonio, oponerse a ella cuando todo lo que él deseaba era complacerla? ¿Por qué sino se había embarcado en esa loca aventura de conquistar Roma, sino por el amor de Cleopatra? En su mente, ella había reemplazado a aquella campaña parta después de su retirada de Fraaspa.

«Ella estaba equivocada. Yo tenía razón. Primero, aplastar a los partos; luego, avanzar sobre Roma. Aquélla era nuestra mejor alternativa, pero ella nunca consiguió verlo. ¡Oh, la amo! Cuán errados podemos estar cuando ponemos nuestros objetivos a prueba. Cedí ante ella cuando no debí hacerlo. Dejé que reinara sobre mis amigos y colegas cuando debí haber confiscado su cofre de guerra y enviarla de inmediato de regreso a Alejandría. Pero nunca tuve el valor, y eso también es una vergüenza, una humillación. Me utilizó porque dejé que me utilizase. ¡Pobre y tonta Cleopatra! Pero ¿cuánto más pobre y tonto hace eso a Marco Antonio?»


Cuando llegó marzo y el tiempo en Alejandría volvió a ser bueno, Antonio abrió la puerta de su Timonio.

Afeitado, con el cabello cortado muy corto -¡oh, tan gris!-, él apareció sin anunciarse en el palacio y llamó a gritos a Cleopatra y a su hijo mayor.

– ¡Antonio, Antonio! -gritó ella, y le cubrió el rostro de besos.

– ¡Oh, ahora puedo vivir de nuevo! Tengo hambre de ti -le susurró al oído, y luego la dejó con ternura a un lado para abrazar a un entusiasmado Cesarión-. No diré lo que todo el mundo debe de decirte, muchacho, pero me haces sentir joven de nuevo, con el culo dolido por la punta de la bota de César. Ahora ya soy viejo y tú has crecido.

– No lo bastante para servir como legado superior; pero, entonces, tampoco Curio y Antillo. Ambos están en Alejandría, a la espera de que tú salieses de tu concha timoniana.

– ¿El hijo de Curio? ¿Mi hijo mayor? Edepol! ¡Ellos también son hombres!

– Nos reuniremos todos mañana para una espléndida cena, pero no antes -manifestó Cesarión henchido de gozo-. Tú y mama necesitáis, primero, tener tiempo para estar juntos.

Después de las más maravillosas horas de amor que ella hubiese conocido, Cleopatra permaneció junto al dormido Antonio, una libélula que intentaba abrazar un tronco, pensó ella con ironía. Encendida por el amor hacia él, lo había volcado en palabras, y luego no se había contenido para nada; en cambio, se había ahogado en las fabulosas sensaciones que había sentido por última vez cuando César la abrazaba. Pero ése era un pensamiento traidor, así que lo apartó e hizo lo imposible por darle a Antonio las muestras de amor que le harían comprender cuánto lo amaba.

Él le había dicho todo lo que estaba preparado para hacer, ansioso, sobre todo, para asegurarle que no se había emborrachado, que su cuerpo estaba sano y su mente clara.

– Esperaba que el cielo cayese sobre mí -acabó Antonio-, solo, pasivo, absolutamente derrotado. Entonces, al alba de esta mañana me desperté curado. No sé por qué o cómo. Sólo me desperté pensando que, aunque no podemos ganar ahora esta guerra, Cleopatra, podemos hacer que Octavio aún sufra por su dinero. Me dices que mis legiones todavía están aquí por mí y que tu ejército está en un campamento en el brazo Pelusíaco del Nilo. Por lo tanto, cuando venga Octavio lo estaremos esperando.


La buena armonía entre ellos no duró mucho; el mundo exterior se encargó de destruirla.

Lo peor fueron las noticias que Canidio trajo apenas comenzado marzo. Había viajado solo y por tierra desde Epirus hasta el Helesponto, había cruzado Bitinia, cabalgado a lo largo de Capadocia y pasado a través del Amanus sin ser reconocido. Incluso el último tramo a través de Siria y Judea había sido tranquilo. Él también había envejecido -cabellos blancos, los ojos azules desvaídos-, pero su lealtad a Antonio no había disminuido, y él sí que había llegado a aceptar la presencia de Cleopatra.

– Actium ha sido considerada la más colosal batalla naval jamás librada -dijo en la cena a la que asistían el joven Curio y Antillo junto con Cesarión-. Muchos miles de tus tropas romanas murieron, Antonio, ¿lo sabías? Tantos que sólo un puñado sobrevivieron y acabaron prisioneros. Tú mismo, sin embargo, luchaste incluso después de que el Antonia se incendiase. Luego tú viste a la reina que desertaba para huir a Egipto, saltaste a una barca y la perseguiste frenéticamente, abandonando a tus hombres. Te abriste paso a través de centenares de soldados romanos moribundos sin hacer caso de sus súplicas para que te quedases, sólo con la intención de alcanzar a Cleopatra. Cuando lo hiciste y ella te vio a bordo de su barco, aullaste como un perro empalado, te sentaste en la cubierta, te cubriste la cabeza y te negaste a moverte durante tres días. La reina te quitó la espada y la daga, porque tú estabas loco por la culpa de abandonar a tus hombres. Por supuesto, Roma e Italia están ahora absolutamente convencidas de que tú, en el mejor de los casos, eres un esclavo de Cleopatra. Tus más fieles partidarios te han abandonado. Incluso Pollio, aunque él no luchará contra ti.

– ¿Octavio está en Roma? -preguntó Cesarión, que rompió el asombrado silencio.

– Sí, lo está, pero por poco tiempo. Ahora está reuniendo más legiones y flotas para unirse a aquellas que le esperan en Éfeso. He escuchado que tendrá treinta legiones, aunque no más caballería de los diecisiete mil que ya tiene. Al parecer piensa navegar desde Éfeso hasta Antioquía, quizá incluso a Pelusium. No soplarán los vientos etesios, pero el austro ha llegado muy tarde en los últimos años.

– ¿Cuándo crees que llegará? -preguntó Antonio, la voz tranquila, el semblante calmo.

– A Egipto, quizá en junio. Dicen que no cruzarán el delta del Nilo por mar. Piensan marchar desde Pelusium hasta Mentís por tierra y acercarse a Alejandría desde el sur.

– ¿Menfis? Qué extraño -dijo Cesarión.

Canidio se encogió de hombros.

– Sólo se me ocurre, Cesarión, que lo que desea es aislar Alejandría por completo para que no pueda traer ningún refuerzo. Es una estrategia sólida, aunque cautelosa.

– A mí me parece errónea -sostuvo Cesarión-. ¿Agripa es el autor de esta estrategia?

– No creo que Agripa esté presente. Estatilio Tauro será el segundo de Octavio, y Cornelio Gallo avanzará desde Cyrenaica.

– Un movimiento de pinzas -señaló Curio para demostrar sus conocimientos.

Antonio y Canidio ocultaron sus sonrisas, Cesarión pareció enfadado. ¡Vaya! ¡Un movimiento de pinzas! Cuán perceptivo era Curio.


Ahora que Antonio había recuperado los sentidos, Cleopatra sintió que le habían quitado un enorme peso de los hombros, pero era incapaz de utilizar sus viejas reservas de ánimos y energía. El bulto de su garganta aún continuaba creciendo un poco, los pies y las pantorrillas se hinchaban, le faltaba el aliento y tenía algún ataque de confusión. Todo esto, Hapd'efan'e lo atribuía al bocio, sin saber cómo tratarlo. Lo mejor que podía hacer era ordenarle que permaneciese en cama o en un diván con los pies en alto cada vez que se producía el edema, por lo general, después de estar sentada muchas horas a la mesa.

Su venganza y su arrogancia le habían granjeado enemigos intratables a los dos hombres de su frontera siria, Herodes y Malcho, y Cornelio Gallo había bloqueado el oeste de Egipto. Por lo tanto, tenía que buscar más lejos a sus aliados. Envió una embajada al reino de los partos, cargada con muchos regalos y una promesa de ayuda cuando los partos invadiesen Siria. Pero ¿qué podía hacer ella por Artavasdes de Media? Iba ganando cada vez más poder a medida que se acercaba a la Media parta gracias a explotar los feudos en la corte parta. Artavasdes de Armenia, que había sido traído a Alejandría para caminar en el desfile triunfal de Antonio, aún era prisionero. Cleopatra lo ejecutó y envió a los embajadores a Media con la cabeza de Artavasdes con las órdenes de asegurar al rey que su pequeña hija Iotape continuaría prometida a Alejandro Helios, y que Egipto confiaba en que Media mantendría a los romanos a raya en la frontera armenia; para ayudar a pagar el coste de esta política envió oro.

A medida que pasaba el tiempo y llegaban informes de que Octavio continuaba con su plan, Cleopatra se vio obligada a buscar soluciones cada vez más locas. En abril mandó una pequeña flota de naves de guerra rápidas a través del delta del Nilo, desde Pelusium hasta Pithom en la cabecera del Sinus Arabicus. Lo que más la consumía ahora era la seguridad de Cesarión, y ella no veía ninguna posibilidad a menos que lo enviase a la costa de Malabar, en la India, o a aquella isla con forma de pera que estaba debajo, Taprobane. Sucediera lo que sucediese, Cesarión debía ser enviado a alguna parte para acabar su desarrollo; sólo como un hombre maduro podía regresar para vencer a Octavio. Pero tan pronto como la flota ancló en Pithom, apareció Malcho de Nabatea y quemó todas las galeras hasta la línea de flotación. Cleopatra no se asustó y envió otra flota al Sinus Arabicus, sin embargo, muy lejos del alcance de Malcho: a Berenice. Con ellos fueron cincuenta de sus más leales sirvientes, con las órdenes de esperar en Berenice hasta que llegase el faraón César. Luego debían navegar a la India.


Dado que era imposible revivir la sociedad de vividores ilimitados, Cleopatra dio con la idea de fundar la sociedad de compañeros en la muerte. El objetivo era más o menos el mismo: divertirse, beber, comer, pero también olvidar por unas pocas horas el destino que se aproximaba rápidamente. No se parecía en nada a la divertida y descarada sucesión de fiestas de la sociedad anterior: hueca, forzada, frenética.

Antonio se mantenía sobrio a pesar de beber vino, de manera moderada en la mayoría de los casos, porque prefería pasar sus días con las legiones y entrenarlas hasta la máxima perfección. Cesarión, Curio y Antillo siempre estaban con él cuando desempeñaba su actividad militar, aunque no se mostraban tan ansiosos por ser compañeros en la muerte. A su edad rehusaban creer que la muerte fuese posible; cualquier otro podía morir, ellos no.

A principios de mayo llegaron noticias que destrozaron a Antonio. En su camino a Atenas había encontrado a un centenar de verdaderos gladiadores romanos en Samos, y los contrató para luchar en los juegos de la victoria que celebraría después de derrotar a Octavio. Les había pagado y les había ofrecido el usufructo de dos barcos, pero Actium había arruinado sus planes. Al enterarse de la derrota de Antonio, los gladiadores decidieron ir a Egipto y luchar por él allí; ya no eran soldados en la arena, sino soldados de verdad. Llegaron hasta Antioquía, donde Tito Didio, el nuevo gobernador de Octavio, los detuvo. Luego llegó Messala Corvino con la primera de las legiones de Octavio y ordenó que los crucificasen. Una cruel y lenta muerte reservada a los esclavos y a los piratas, a nadie más. Era la manera de decir de Corvino que cualquier gladiador que luchase por Marco Antonio era esclavo, no hombre libre.

Por alguna razón que Cleopatra no pudo entender, aquella pequeña y triste historia afectó a Antonio de una manera que no habían hecho Actium ni Paraetonium: lloró inconsolable durante varios días, y cuando por fin pasó el paroxismo de dolor pareció haber perdido todo el interés, la energía y el espíritu. Llegó la depresión, pero enmascarada bajo un gran entusiasmo por la sociedad de los compañeros en la muerte, en cuyas fiestas entró con toda su furia para emborracharse hasta perder el sentido. Se descuidaron las legiones, el ejército egipcio fue olvidado, y cuando Cesarión le recordaba constantemente que tenía que ponerse en marcha y mantener a ambos ejércitos preparados, Antonio no le hizo caso.

Precisamente en ese momento los sacerdotes y monarcas del Nilo desde Elefantina hasta Menfis -un millar de millas- llegaron a Alejandría y le ofrecieron a Cleopatra luchar hasta la muerte del último egipcio. ¡Que todo el Egipto nilótico se levantaría en defensa del faraón! Gritaron, de rodillas, con los rostros apretados contra el suelo dorado de su sala de audiencias.

Ella los rechazó con firmeza hasta que se fueron a sus casas desesperados, convencidos de que el gobierno romano sería el fin de Egipto. Pero no se fueron antes de haber visto sus lágrimas. No -sollozó ella-, no permitiría que Egipto se convirtiese en un baño de sangre de dos faraones que apenas tenían sangre egipcia en sus venas.

– Un sacrificio sin sentido que no puedo aceptar -dijo ella, llorosa.

– Mamá, no tenías derecho a rehusar su oferta sin mí -dijo Cesarión cuando se enteró-. Mi respuesta hubiese sido la misma, pero al no requerir mi presencia me despojas de mis títulos. ¿Por qué crees que tu conducta me evita el dolor? No lo hace. ¿Cómo puedo reinar con mi propia cabeza si tú persistes en protegerme? Mis hombros son más anchos que los tuyos.


Entre intentar que Antonio saliese de su tristeza y mantenerse atenta a los tres jóvenes: Cesarión, Curio y Antillo, Cleopatra estaba muy ocupada acabando su tumba, que había comenzado cuando subió al trono a la edad de diecisiete años, como era la costumbre y la tradición. Estaba en el Sema, un gran terreno dentro del recinto real donde estaban enterrados todos los Ptolomeo y donde yacía Alejandro Magno en un sarcófago de cristal transparente. Uno de sus dos hermano-marido estaba allí (ella lo había asesinado para que Cesarión ocupase el trono); el otro, ahogado, permanecía bajo las aguas del brazo Pelusíaco del Nilo. Cada Ptolomeo tenía su propia tumba, como también las varias Berenice, Arsinoé y Cleopatra que habían reinado. Ninguna de estas tumbas era un edificio gigantesco, aunque eran faraónicos en su forma: una cámara interior para el sarcófago, jarros canópicos y estatuas guardianas, además de tres pequeñas habitaciones exteriores con comida, bebida, muebles y una preciosa barca de juncos para navegar por el Río de la Noche.

Como la tumba de Cleopatra también debía contener a Antonio, era el doble de grande que las otras. Su propio lecho estaba acabado; era en el de Antonio donde los obreros trabajaban frenéticamente. Hecha de granito nubio rojo oscuro pulido como un espejo, era de forma rectangular, sus puertas exteriores sin ningún adorno salvo sus cartuchos y los de Antonio. Dos enormes puertas de bronce con símbolos sagrados cerraban los dos grupos de habitaciones, que daban a una antecámara que tenía dos puertas, una a cada lado. Un tubo de comunicación en la izquierda de las puertas exteriores atravesaba los muros de un metro y medio de grosor.

Hasta que ella y Antonio fuesen totalmente embalsamados en su interior habría una abertura en la pared de la puerta, a la que se llegaba por un andamio hecho de bambú, con una grúa y un amplio cesto que permitían subir a las personas -con sus herramientas- para entrar y salir del interior. El proceso de embalsamamiento tardaba noventa días, así que transcurrirían tres meses entre la muerte y el sellado de la abertura en la pared de la puerta; los sacerdotes embalsamadores entrarían y saldrían con sus instrumentos y el natrón, las sales acres que obtenían del lago Tritonis, en el margen de la provincia africana de Roma. Cuando eso estuviese acabado, los sacerdotes se albergarían en un edificio especial junto con sus equipos.

La cámara interior de Antonio estaba comunicada con la de ella a través de una puerta; ambas eran hermosas, decoradas con murales, oro, gemas y todo el esplendor que el faraón y su consorte pudiesen desear en el Reino de los Muertos. Libros para leer, escenas de sus vidas para sonreír, todos los dioses egipcios, un maravilloso mural del Nilo. La comida, el mobiliario, la bebida y la barca ya estaban instalados; Cleopatra sabía que no tardaría mucho en ocuparla.

En las habitaciones reservadas para Antonio habían instalado ya su escritorio y su silla curul de marfil, sus mejores armaduras, un surtido de togas y túnicas, mesas hechas con madera de limonero sobre pedestales de marfil con incrustaciones de oro. Incluso los templos en miniatura con las imágenes de cera de todos los antepasados que habían alcanzado el cargo de pretor estaban allí, y un busto de sí mismo en un pilar que a él le gustaba especialmente; el escultor griego había metido su cabeza en las fauces de una piel de león, sus garras anudadas en su pecho y los dos ojos rojos resplandecientes por encima de su cráneo. Las únicas cosas que faltaban en su sección eran una armadura y una toga con ribetes púrpura, todo lo que necesitarían desde entonces hasta el final.

Por supuesto, Cesarión sabía lo que ella estaba haciendo, había comprendido que su madre pensaba que Antonio y ella muy pronto estarían muertos, pero no dijo nada, y tampoco intentó disuadirla. Sólo el más tonto de los faraones no hubiese tenido en cuenta la muerte; no significaba que su madre y su padrastro estuviesen pensando en el suicidio, sólo que estarían preparados para entrar en el Reino de los Muertos debidamente preparados y equipados, ya fuese que sus muertes se produjesen como resultado de la invasión de Octavio o no ocurriese durante otros cuarenta años. También se estaba construyendo su propia tumba, como era lo adecuado y lo correcto. Su madre la había puesto junto a Alejandro Magno, pero él la había trasladado a un rincón pequeño y discreto.

Una parte de él estaba entusiasmada con la perspectiva de la batalla, pero otra sufría y rumiaba sobre el destino de su gente si se quedaban sin faraón. Con la edad suficiente para recordar la hambruna y la pestilencia de aquellos años que iban desde la muerte de su padre hasta el nacimiento de los mellizos, él tenía un enorme sentido de la responsabilidad, y sabía que debía vivir, no importaba lo que le ocurriese a su madre, su consorte. Estaba seguro de que se le permitiría vivir si él llevaba las negociaciones con habilidad y estaba preparado para darle a Octavio los tesoros que reclamase. Un faraón vivo era mucho más importante para Egipto que los túneles abarrotados con oro. Sus ideas y opiniones respecto a Octavio eran privadas, y nunca las había comentado con Cleopatra, que no estaría de acuerdo con ellas ni pensaría bien de él por tenerlas. Pero él comprendía el dilema de Octavio, y no podía culparlo por sus acciones. «¡Oh, mamá, mamá! Tanta codicia, tanta ambición.» Porque ella había desafiado el poder de Roma, Roma venía. Una nueva era estaba a punto de comenzar para Egipto, una era que él debía controlar. Nada en la conducta de Octavio decía que fuese un tirano; era, intuía Cesarión, un hombre con una misión: la de preservar a Roma de sus enemigos y la de proveer a su gente con prosperidad. Con aquellas metas en la mente haría todo lo que fuese necesario, pero no más. Un hombre razonable, un hombre con quien se podía hablar y hacerle ver con buen criterio que un Egipto estable bajo un gobernador estable nunca sería un peligro. Egipto, amigo y aliado del pueblo romano, el más leal reino cliente de Roma.

Cesarión cumplió diecisiete años el veintitrés de junio. Cleopatra quiso agasajarlo con una gran fiesta, pero él se negó rotundamente.

– Sólo algo pequeño, mamá. La familia, Apolodoro, Cha'em, Sosigenes -dijo con firmeza-. ¡Nada de compañeros en la muerte, por favor! Intenta convencer a Antonio para que no lo haga.

No fue una tarea tan difícil como había esperado; Marco Antonio estaba cansado, sin ningún ánimo.

– Si es la clase de celebración que el chico quiere, la tendrá. -Los ojos castaño rojizos mostraron un curioso brillo-. La verdad sea dicha, mi querida esposa, en estos días soy más muerte que compañero. -Exhaló un suspiro-. Ahora ya no falta mucho para que Octavio llegue a Pelusium. Otro mes, quizá un poco más.

– Mi ejército no podrá defendernos -dijo ella entre dientes.

– Oh, venga, Cleopatra, ¿por qué lo iba a hacer? Campesinos sin tierras, unos pocos viejos centuriones romanos que son de los tiempos de Aulo Gabinio; yo no les pediría que diesen sus vidas más de lo que Octavio lo desea. No, estoy contento de que no luchen. -Mostró una expresión grave-. Todavía más contento de que Octavio sencillamente los envíe de regreso a casa. Se comporta más como un visitante que como un conquistador.

– ¿Qué hay que pueda detenerlo? -preguntó ella con un tono amargo.

– Nada, y ése es un hecho irrefutable. Creo que deberíamos enviarle un embajador de inmediato y negociar un acuerdo.

Incluso un día antes ella hubiese estallado en un arranque de furia, pero en aquel momento no. Una mirada al rostro de su hijo en el día de su cumpleaños le había dicho que Cesarión no quería que la tierra de su país se empapase con la sangre de sus súbditos; aceptaría una resistencia final de las legiones romanas en el campamento instalado en el hipódromo, pero sólo porque esas tropas ansiaban una batalla. Se les había negado en Actium, así que la tendrían allí. No les importaba la victoria o la derrota, sólo la oportunidad de luchar.

Sí, a eso se reducía lo que deseaba Cesarión, y era la paz a cualquier precio. Por lo tanto, que así fuese. Paz a cualquier Precio.

– ¿A quién verá Octavio? -preguntó ella.

– He pensado en Antillo -respondió Antonio.

– ¿Antillo? ¡Es un niño!

– Así es. Es más, Octavio lo conoce bien. No se me ocurre un mejor embajador.

– No, yo tampoco -manifestó ella después de pensarlo un poco-. Sin embargo, eso significa que deberás escribir una carta. Antillo no es lo bastante inteligente para negociar.

– Lo sé. Sí, escribiré la carta. -Extendió las piernas, se pasó una mano por el pelo, más blanco que gris-. ¡Oh, mi querida muchacha, estoy tan cansado! Sólo quiero que se acabe.

El bulto de su garganta estaba en el interior; tragó saliva.

– Yo también, amor mío, mi vida. ¡Lamento mucho el tormento que te he infligido, pero no comprendía; no, no, debo dejar de poner excusas! Debo aceptar la culpa sin pestañear, sin excusas. Si me hubiese quedado en Egipto, las cosas quizá hubiesen sido muy diferentes. -Ella apoyó su frente contra la de Antonio, demasiado cerca para verle los ojos-. No te amé lo suficiente, así que ahora debo sufrir, ¡oh, terriblemente! Te quiero, Marco Antonio, te quiero más que a la vida, no viviré si tú no vives. Pero lo que deseo es caminar por el Reino de los Muertos contigo para siempre. Estaremos juntos en la muerte como nunca lo hemos estado en la vida, porque allí hay paz, contento, una maravillosa tranquilidad. -Ella alzó la cabeza-. ¿Lo crees?

– Lo creo. -Sus pequeños dientes blancos destellaron-. Por eso creo que es mejor ser egipcio que romano. Los romanos no creen en una vida después de la muerte, y es por eso que no le temen a la muerte. No es más que un sueño eterno, es así como lo veía César. Y Catón, y Pompeyo Magno, y el resto. Bueno, mientras ellos duermen, yo estaré caminando por el Reino de los Muertos contigo para siempre.


Octavio:

Estoy seguro de que no quieres más muertes romanas y por la manera como has tratado al ejército de mi esposa tampoco quieres más muertes enemigas.

Supongo que para el momento que mi hijo mayor llegue a ti estarás en Menfis. Lleva esta carta porque sé que llegará a tu mesa y no ala de algún legado. El chico está ansioso por hacerme este servicio, y a mí me complace dejarlo.

Octavio, no continuemos esta farsa. Admito libremente que fui el agresor en nuestra guerra, si guerra se puede llamar. Marco Antonio no ha brillado demasiado, eso está claro, y ahora desea un final.

Si permites que la reina Cleopatra reine en su reino como faraón y reina, me dejaré caer sobre mi espada. Un buen final para una lucha patética. Envía tu respuesta con mi chico. La esperaré durante tres nundinae. Si para entonces no he recibido ninguna respuesta, sé que me rechazas.


Pasaron los tres nundinae y no llegó palabra alguna de Octavio. A Antonio le preocupaba que Antillo no hubiese regresado, pero decidió que Octavio retendría al chico hasta que su victoria fuese completa, entonces, ¿qué hacía uno con los hijos de los desterrados? El exilio era la práctica habitual, pero Antillo había vivido con Octavia durante años. Su hermana no apartaría a uno de su propia carnada. Ni tampoco le negaría unos ingresos lo bastante altos para vivir como le correspondía.

– ¿De verdad crees que Octavio aceptaría los términos que escribiste en tu carta? -preguntó Cleopatra.

Ella no la había visto, ni tampoco había reclamado verla; la nueva Cleopatra comprendía que los asuntos de los hombres pertenecían a los hombres.

– Supongo que no -dijo Antonio, y se encogió de hombros-. Desearía que Antillo se pusiese en contacto conmigo.

«¿Cómo decirle que el chico está muerto?», se preguntó Cleopatra a sí misma. Octavio no aceptaría condiciones, necesitaba el tesoro de los Ptolomeo. ¿Sabía dónde encontrarlo? No, por supuesto que no, cosa que no le impediría cavar más agujeros en las arenas de Egipto que estrellas había en el firmamento. ¿Y Antillo? Vivo, un incordio. Los chicos de dieciséis años se movían como el mercurio y tenían cierto encanto; Octavio no correría el riesgo de mantenerlo vivo e informar de las disposiciones del enemigo a su padre. Sí, Antillo estaba muerto. ¿Qué importaba si ella abordaba el tema con su padre o se callaba? No, no importaba; por lo tanto, por qué hacer que soportase otra carga de pena en sus hombros, tan enconados, tan frágiles. Frágil no era un adjetivo que ella hubiese pensado alguna vez aplicar a Marco Antonio.

En cambio abordó el tema de otro joven diferente: Cesarión.

– Antonio, nos quedan quizá unos tres nundinae antes de que Octavio llegue a Alejandría. En algún punto cercano a la ciudad supongo que librarás una batalla, ¿no es así? Marco Antonio se encogió de hombros. -Los soldados la quieren, así que la habrá.

– No podemos permitir que Cesarión combata.

– ¿Ante la posibilidad de que muera?

– Sí. No veo ninguna posibilidad de que Octavio me permita gobernar Egipto, pero tampoco dejará que gobierne Cesarión. Tengo que llevarme a Cesarión a la India o a Taprobane antes de que Octavio comience a buscarlo. Tengo cincuenta buenos hombres y una pequeña y rápida flota en Berenice. Chá'em le dio a mis sirvientes el oro necesario para que Cesarión disfrute de una buena vida al final de su viaje. Cuando sea un hombre maduro podrá regresar.

Él la observó con atención, con el entrecejo fruncido. ¡Cesarión, siempre Cesarión! Sin embargo, ella tenía razón. Si se quedaba, Octavio lo buscaría y lo mataría. Debía hacerlo. Ningún rival tan parecido a César como ese hijo egipcio podía vivir.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó él.

– Tu apoyo cuando se lo diga. No querrá marchar.

– No querrá, pero debe. Sí, te apoyaré.

Ambos se quedaron atónitos cuando Cesarión aceptó en el acto.

– Comprendo vuestra decisión, mamá, Antonio -manifestó él, con los ojos azules bien abiertos-. Uno de nosotros debe vivir, sin embargo, no permitirán que ninguno de nosotros vivamos. Si me quedo en la India durante diez años, Octavio dejará que Egipto continúe su camino como provincia, no como reino cliente. Pero si la gente del Nilo sabe que el faraón está vivo, me darán la bienvenida cuando regrese. -Los ojos se le llenaron de lágrimas; su rostro se contorsionó-. ¡Oh, mamá, mamá, no te volveré a ver nunca más! Debo y, sin embargo, no puedo. Caminarás en el desfile triunfal de Octavio y luego morirás a manos del estrangulador. ¡Debo y, sin embargo, no puedo!

– Puedes, Cesarión -dijo Antonio con voz firme, y lo sujetó por el antebrazo-. No dudo del amor por tu madre, y tampoco dudo de tu amor por tu pueblo. Ve a la India y permanece allí hasta que llegue el momento oportuno de regresar. ¡Por favor!

– Oh, iré. Es lo que se debe hacer.

Les dirigió a cada uno la sonrisa de César y salió.

– Apenas si me lo puedo creer -manifestó Cleopatra, que se acarició el bulto-. Dijo que se iría, ¿no?

– Sí, lo dijo.

– Tendrá que ser mañana.

Al día siguiente salió.

Vestido como un banquero o un burócrata de clase media, Cesarión partió con dos sirvientes, los tres montados en buenos camellos.

Cleopatra, desde las almenas del recinto real, lo observó hasta donde alcanzó a ver a su hijo en la carretera de Menfis, agitando un pañuelo rojo y con una gran sonrisa. Antonio, que dijo tener dolor de cabeza, permaneció en el palacio.

Allí lo encontró Canidio, que se detuvo en el umbral para mirar a Marco Antonio tumbado cuan largo era en un diván, con un brazo sobre los ojos.

– ¿Antonio?

Antonio apoyó las piernas en el suelo y se sentó, parpadeando.

– ¿No te sientes bien? -preguntó Canidio.

– Dolor de cabeza, pero no del vino. Me pesa la vida.

– Octavio no cooperará.

– Bueno, eso lo sabemos desde que la reina le envió su cetro y su diadema a Pelusium. ¡Hubiese deseado que la ciudad hubiera sido tan perezosa como el ejército! Murieron un buen número de buenos egipcios. Me pregunto: ¿cómo creyeron que podían resistir un asedio romano?

– No se podía permitir un asedio, Antonio, y por eso asaltó la ciudad. -Canidio miró a Antonio, intrigado-. ¿No lo recuerdas? ¡No estás bien!

– Sí, sí, lo recuerdo. -Antonio se rió con un sonido chirriante-. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, eso es todo. Está en Menfis, ¿no?

– Estaba en Menfis. ¿Ahora? Sube por el brazo Canópico del Nilo.

– ¿Qué tiene mi hijo que decir de él?

– ¿Tu hijo?

– ¡Antillo!

– Antonio, no hemos tenido noticias de Antillo desde hace un mes.

– ¿No hemos tenido? ¡Qué extraño! Octavio, sin duda, lo ha detenido.

– Sí, me atrevería a decir que eso es lo que ha pasado -respondió Canidio con voz amable.

– Octavio envió un sirviente con las cartas, ¿no?

– Sí -dijo Cleopatra desde el umbral.

Entró y se sentó delante de Antonio, mientras sus ojos le nacían señales a Canidio frenéticamente.

– ¿Cómo se llama ese hombre?

– Thyrso, querido.

– Refréscame la memoria, Cleopatra -le pidió Antonio, que obviamente estaba muy confundido-. ¿Qué decían las cartas que te envió Octavio?

Canidio se había derrumbado en una silla, y miraba atónito.

– La pública me ordenaba que desarmase al ejército y lo rindiese; la otra, sólo para mis ojos, decía que Octavio buscará una solución satisfactoria para todas las partes -respondió Cleopatra con voz tranquila.

– ¡Oh, sí! Sí, por supuesto, eso decía. Ah, ¿no tenía que hacer yo algo por ti? ¿Algo del gobernador de la guarnición en Pelusium?

– Envió a su familia a Alejandría para que estuviese segura y yo los mandé detener. ¿Por qué su familia se debía librar del sufrimiento que se abatió sobre Pelusium? Pero entonces Cesarión -ella se interrumpió y se retorció las manos- dijo que yo estaba demasiado furiosa para dispensar justicia, y te los entregó a ti.

– ¡Oh! ¿Yo dispensé justicia para la familia?

– Tú los dejaste en libertad. Aquello no fue justicia.

Canidio escuchaba esta conversación como si hubiese sido golpeado con una hacha. ¡Todo eso se había acabado, era cosa del pasado! ¡Dioses, Antonio estaba medio loco! Había perdido la memoria. ¿Cómo podía él, Canidio, discutir planes de guerra con un viejo sin memoria? ¡Hundido! Roto en mil pedazos. Incapacitado para el mando.

– ¿Qué quieres, Canidio? -preguntaba Antonio.

– Octavio está muy cerca, Antonio, y tengo siete legiones en el hipódromo preparándose para la lucha. ¿Vamos a luchar?

Antonio se levantó de un salto, transformado en un abrir y cerrar de ojos, de viejo olvidadizo a general de tropas ansioso, alerta, interesado.

– ¡Sí! Sí, por supuesto que lucharemos -afirmó, y comenzó a gritar-: ¡Mapas! ¡Necesito mapas! ¿Dónde están Cinna, Turullio y Casio?

– Esperan, Antonio, arden de deseos de combate.

Cleopatra acompañó al visitante fuera de la habitación.

– ¿Desde cuándo ocurre esto? -preguntó Canidio.

– Desde que regresó de Fraaspa. ¿Puede que cuatro años?

– ¡Júpiter! ¿Cómo no lo vi?

– Es como si le dieran arrebatos y, por lo general, sólo cuando tiene la guardia baja o le duele la cabeza. Cesarión se marcho hoy, así que es un mal día. Pero no te preocupes, Canidio. Ya está saliendo, y para mañana será todo lo que fue en Filipos.

Cleopatra no hablaba a la ligera. Antonio atacó cuando la tropa avanzada de caballería de Octavio llegó al suburbio de Canopus, donde estaba ubicado el hipódromo. Aquél era el viejo Antonio, lleno de coraje y fuego, incapaz de poner un pie -o un hombre- en el lugar equivocado. La caballería huyó; las siete legiones de Antonio fueron a la batalla entonando sus himnos de guerra al Hércules Invicto, dios patrono de los Antonio y también de la guerra,

Antonio regresó a Alejandría al anochecer todavía vestido con su armadura para ser recibido por una entusiasta Cleopatra.

– ¡Oh, Antonio, Antonio, nada es bastante bueno para ti! -gritó ella, y le cubrió el rostro con besos-. ¡Cesarión! {Cómo deseo que Cesarión pudiese verte ahora!

Ella aún no se había enterado, pobre mujer. Cuando Canidio, Cinna, Décimo Turullio y los demás llegaron también en la misma sudorosa y sangrienta condición que Antonio, ella fue de uno a otro con una sonrisa tan grande que Cinna fue uno de los que encontró la exhibición repugnante.

– No fue una gran batalla -intentó decirle Antonio cuando ella pasó a su lado en uno de sus giros-. Reserva tu alegría para la gran batalla que está por llegar.

Pero no, no, ella no estaba dispuesta a escuchar. Toda la ciudad se regocijaba como si hubiese sido el combate definitivo, y Cleopatra estaba absolutamente absorbida en planear una fiesta de victoria para el día siguiente en el gimnasio: el ejército estaría allí, ella condecoraría a los soldados más valientes, los legados deberían estar sentados en un pabellón dorado sobre suntuosos cojines, los centuriones en algo sólo un poco menos cómodo.

– Ambos están locos -le dijo Cinna a Canidio-. ¡Locos!

Él intentó contenerla, pero Antonio el hombre, el amado había desaparecido ante su convicción de que, al ganar esta batalla menor, había ganado la guerra, que su reino estaba a salvo, que Octavio ya no era una amenaza. Todos los soldados profesionales y los legados vieron a un impotente Antonio sucumbir a la loca alegría de Cleopatra y gastar las pocas energías en convencerla de que siete legiones nunca entrarían en el gimnasio.

La fiesta se celebró sólo con los soldados rasos que debían ser condecorados, aunque sí que fueron alrededor de cuatrocientos centuriones, los tribunos militares, los legados menores y todos los ciudadanos de Alejandría que consiguieron entrar. También había prisioneros que ubicar, hombres a los que Cleopatra insistió que sujetasen con cadenas y los colocasen en un lugar donde los alejandrinos pudiesen arrojarles verduras podridas e insultarlos. Si había algo que podía hacer que las legiones le volviesen la espalda, eso lo consiguió. Un acto bárbaro, no romano. Un insulto a los hombres tanto romanos como no romanos.

Tampoco quiso escuchar ningún consejo sobre las condecoraciones que ella insistió en repartir; en lugar de la sencilla corona de hojas de roble al valor, el hombre que había salvado la vida de sus compañeros y defendido el terreno en que había ocurrido hasta que el combate acabó se encontró obsequiado con un casco y una coraza dorada por una mujer menuda y de ojos saltones que lo besó.

– ¿Dónde están mis hojas de roble? ¡Dame mis hojas de roble! -exigió el soldado, muy ofendido.

– ¿Hojas de roble? -Su risa tintineó-. ¿Oh, mi querido muchacho, una ridícula corona de hojas de roble en lugar de un casco dorado? ¡Sé sensato!

El soldado dejó caer el equipo dorado al borde de la multitud y se pasó inmediatamente al ejército de Octavio, tan furioso que sabía que la mataría si se quedaba. El de Antonio no era un ejército romano, era una combinación de bailarinas y eunucos.

– ¿Cleopatra, Cleopatra, cuándo aprenderás? -le preguntó Antonio realmente dolorido aquella noche después de que se acabase la ridícula fiesta y los alejandrinos hubiesen regresado a sus casas, saciados.

– ¿A qué te refieres?

– ¡Me has avergonzado delante de mis hombres!

– ¿Avergonzado? -Ella se irguió, dispuesta a librar su propia batalla-. ¿Qué quieres decir con avergonzado?

– No te corresponde a ti dirigir una celebración militar, ni tampoco jugar con el mos maiorum de Roma y darle a un soldado oro en lugar de hojas de roble. Tampoco poner grilletes a los soldados romanos. ¿Sabes lo que dijeron aquellos prisioneros cuando los invité a unirse a mis legiones? Dijeron que preferían morir. ¡Morir!

– ¡Oh, bueno, si es eso lo que quieren los complaceré!

– No harás nada por el estilo. ¡Por última vez, señora, mantén tu nariz fuera de los asuntos de los hombres! -gritó Antonio, tembloroso-. Me has convertido en un chulo, en un saltatrix tonsa que busca clientes fuera del Venus Erucina.

Su furia desapareció en el tiempo en que tarda en golpear el rayo; sus ojos se llenaron de lágrimas, su barbilla cayó, lo miró con auténtico desconsuelo.

– Creí que tú lo querías -susurró-. Creí que mejoraría tu posición si tus soldados rasos, tus centuriones y tus tribunos veían lo grandes que serían las recompensas una vez que nuestra guerra hubiese acabado en victoria. ¿Porque la hemos ganado, verdad? ¿Sin duda fue una victoria?

– Sí, pero una victoria pequeña, no una grande. Y por Júpiter, mujer, guarda tus cascos y tus corazas doradas para los soldados egipcios. Los romanos prefieren una corona de hierba.

Así se separaron cada uno para llorar, pero por muy diferentes razones.

A la mañana siguiente se besaron e hicieron las paces; no había tiempo para seguir enfadados.

– Si juro por mi padre Amón-Ra que no interferiré en las cuestiones militares que hagas, Marco, ¿consentirás luchar la batalla final? -preguntó ella con los ojos hundidos por la falta de sueño.

De algún lugar, él consiguió conjurar una sonrisa, la abrazó y respiró la exquisita fragancia de su piel, aquella suave fragancia floral que destilaba del bálsamo de Jericó.

– Sí, mi amor, voy a librar mi última batalla.

Ella se envaró, se apartó para mirarlo.

– ¿Última batalla?

– Sí, última batalla. Mañana, al amanecer -respiró profundamente y mostró una expresión severa-. No regresaré, Cleopatra. No importa lo que ocurra, no regresaré. Quizá ganemos, pero sólo es una batalla más. Octavio ha ganado la guerra. Tengo la intención de morir en el campo con todo el valor de que sea capaz. De esa manera habrá desaparecido el elemento romano y podrás tratar con Octavio sin necesidad de tenerme en cuenta. Yo soy su vergüenza, no tú; tú eres un enemigo extranjero con quien él puede tratar sencillamente, como hace un romano. Puede que te pida que camines en su desfile triunfal, pero no te matará y tampoco a los hijos que has tenido conmigo. Dudo que te deje gobernar Egipto, y eso significa que después de que acabe su triunfo te llevará a ti y a los niños a vivir en una ciudad-fortaleza italiana como Norba o Praeneste. Muy cómodos. Allí podrás esperar el regreso de Cesarión.

El rostro de ella se vació de color, concentrado ahora en aquellos enormes ojos dorados.

– ¡Antonio, no! -susurró.

– Antonio, sí. Es eso lo que quiero, Cleopatra. Podrás pedirle mi cuerpo y él te lo dará. No es un hombre vengativo; lo que él hace es expeditivo, racional, muy bien pensado. ¡No me niegues la oportunidad de una buena muerte, amor mío, por favor!

Las lágrimas le quemaban en las mejillas mientras corrían en busca de las comisuras de su boca.

– No te negaré tu buena muerte, mi muy amado. Una última noche en tus brazos vivos es todo lo que pido y nada más.

Él la besó y se marchó al hipódromo para hacer sus disposiciones de combate.

Sin sentido, muerta por dentro, ella caminó a través del palacio hasta la puerta que daba a través de los jardines de palmeras al Sema, Charmian e Iras a su estela, como siempre. No hicieron ninguna pregunta; no había necesidad después de ver el rostro del faraón. Antonio iba a morir en la batalla, Cesarión había marchado a la India y el faraón se acercaba rápidamente al tenue horizonte que separaba al Nilo viviente del Reino de los Muertos.

En su tumba, ella llamó a aquellos que aún trabajaban en el lado de Antonio y dio orden de tenerlo todo preparado para acoger su cuerpo al anochecer del día siguiente. Hecho eso, permaneció en la pequeña antecámara junto a las grandes puertas de bronce y las miró; luego se volvió para mirar también la más exterior de sus propias habitaciones, donde habían colocado una hermosa cama y un baño, un rincón para sus funciones corporales privadas, una mesa y dos sillas, un escritorio con el más fino papel de pergamino, plumas, pastillas de tinta y una silla. Todo lo que el faraón necesitaría en la otra vida. Pero, pensó ella, también estaba debidamente preparado para el faraón en esta vida.

Eso la acosó, su impotencia enjaulada entre la muerte de Antonio y la decisión de Octavio sobre ella y sus hijos. ¡Tenía que ocultarse! Ocultarse hasta saber cuál era la decisión de Octavio. Si él la encontraba donde podía ser capturada, la encerrarían y probablemente asesinarían a sus hijos de inmediato. Antonio insistía en que Octavio era un hombre bondadoso, pero, para Cleopatra, él era el basilisco, el letal reptil. Desde luego, él la quería viva para su desfile triunfal; por lo tanto, una Reina de las Bestias muerta era lo que menos deseaba. Pero si ella se quitaba la vida en aquel momento, sus hijos, sin duda, sufrirían. No, no podía quitarse la vida hasta que sus hijos estuviesen a salvo. Para empezar, Cesarión aún no habrá llegado al puerto en el Sinus Arabicus; pasaría un nundinae antes de que zarpara. En cuanto a los hijos de Antonio: ella era su madre, atrapada por la intangible red que fusionaba a una mujer y a sus hijos juntos para siempre.

La idea se le ocurrió cuando su mirada se fijó en la cama. ¿Por qué no ocultarse dentro de su tumba? Desde luego aún se podía entrar por la abertura, pero antes de que Octavio pudiese ordenar a los hombres que entrasen, ella podía gritar por el tubo de comunicación que si alguien intentaba entrar por aquel camino la encontrarían muerta envenenada. El último tipo de muerte que Octavio podía condonarle; todos sus muchos enemigos afirmarían que él la había envenenado. De alguna manera, ella debía permanecer viva y ser un agente libre con opciones durante el tiempo necesario para conseguir su promesa de que sus hijos vivirían y prosperarían independientemente de Roma. En el caso en que el amo de Roma se negase, ella se envenenaría de una forma tan pública y tan sorprendente que lo odioso del hecho destruiría su imagen política para siempre.

– Me quedaré aquí -le dijo a Charmian e Iras-. Poned una daga en aquella mesa, otra daga cerca del tubo de comunicación y acudid ahora mismo a Hapd'efan'e. Decidle que quiero un frasco de acónito puro. Octavio nunca pondrá las manos sobre una Cleopatra viva.

Una orden que Charmian e Iras malinterpretaron, al creer que su ama tenía la intención de morir -¡oh, qué agonía!-casi de inmediato. Así pues, un asombrado Apolodoro también malinterpretó las intenciones de Cleopatra cuando las dos llorosas mujeres entraron en el palacio.

– ¿Dónde está la reina?

– En su tumba -sollozó Iras, y se marchó a la carrera en busca de Hapd'efan'e.

– ¡Tiene la intención de morir antes de que Octavio llegue a Alejandría! -consiguió decir Charmian entre los ataques de llanto.

– Pero ¡Antonio! -exclamó Apolodoro, desconsolado.

– Antonio pretende morir en la batalla de mañana.

– ¿Para entonces estará muerta la hija de Ra?

– ¡No lo sé! Quizá, es probable, ¡no lo sé!

Charmian se alejó presurosa para buscar comida fresca para su ama, en la tumba.

Al cabo de una hora, todos en el palacio sabían que el faraón estaba a punto de morir; su aparición en el comedor asombró a Cha'em, Apolodoro y Sosigenes.

– Majestad, nos hemos enterado -dijo Sosigenes.

– No tengo la intención de morir hoy -replicó Cleopatra, divertida.

– Por favor, majestad, piénsalo de nuevo -suplicó Cha'em.

– ¿Qué, no tienes ninguna visión de mi muerte, hijo de Ptah? ¡Descansa tranquilo! La muerte no es una cosa que se deba temer. Nadie lo sabe mejor que tú.

– ¿Y a Antonio? ¿Se lo dirás?

– No, no lo haré, caballeros. Él todavía es un romano, no lo entenderá. Quiero que nuestra última noche juntos sea perfecta.


En mitad de la última noche que Antonio y Cleopatra pasaron abrazados, serenos, inundados de amor, los sentidos exaltados al máximo, los dioses abandonaron Alejandría. Anunciaron su marcha con un leve temblor, un suspiro, un inmenso gemido que se fue apagando como un trueno moribundo en la distancia.

– Serapis y los dioses de Alejandría son como nosotros, mi querido Antonio -susurró ella contra su garganta.

– No es más que un temblor -respondió él con voz baja, medio dormido.

– No, los dioses se niegan a permanecer en una Alejandría romana.

Después de eso él durmió, pero Cleopatra no pudo. La habitación estaba débilmente alumbrada con lámparas, así que ella pudo levantarse apoyada en un codo para mirarlo, beber la visión de su rostro amado, los rizos casi plateados en un maravilloso contraste con su piel tostada, los planos de sus huesos acentuados porque había perdido peso. «¡Oh, Antonio, qué te he hecho, y nada bueno, bondadoso o comprensivo! Esta noche ha sido tan tranquila que estoy envuelta en tu perdón. Nunca me has reprochado mi conducta. Me preguntaba por qué sería, pero ahora comprendo que tu amor por mí era tan grande que perdonaba cualquier cosa, todo. Lo que puedo hacer a cambio es que la eternidad de la muerte sea algo más allá de cualquier sensación humana, un hilillo dorado en el reino de Amón-Ra.»

Al amanecer, en un duermevela, vio cómo él se levantaba, una silueta negra contra la pálida luz del alba, cómo su sirviente lo ayudaba a ponerse la armadura: la acolchada túnica escarlata sobre el taparrabos escarlata, la vestimenta de cuero rojo, la sencilla coraza de acero, el faldellín y las mangas con correas también de cuero rojo, las botas cortas bien anudadas, sus lengüetas con bordes de acero plegados sobre los lazos de los cordones entrecruzados. Le dirigió una gran sonrisa, sujetó el casco de acero debajo del brazo y se echó hacia atrás el paludamentum escarlata para que cayese libre en sus hombros.

– Ven, esposa -dijo él-. Ven a despedirme.

Ella le metió su mejor pañuelo, rociado con su perfume, en la axila de la coraza y caminó con él al exterior, donde se percibía un limpio y frío aire, lleno con el trino de los pájaros.

Canidio, Cinna, Décimo Turullio y Casio Parmensis lo esperaban; Antonio se subió a un taburete para montar, le clavó los talones a su Caballo Público gris en las costillas y partió al galope en un viaje de cinco millas hacia el hipódromo. Era el último día de julio.

Tan pronto como él desapareció de la vista, ella fue a su tumba, junto con Charmian e Iras. Las tres trabajaron al unísono: bajaron los barrotes por el lado interior de las dobles puertas hasta que sólo el famoso ariete de veinticinco metros de Antonio podía derribarlas. Cleopatra vio que había abundancia de comida fresca, además de cestos de higos, aceitunas, dátiles y pequeños panecillos horneados con una fórmula especial que los mantenía frescos durante muchos días. No es que ella esperase estar dentro muchos días.

Lo peor sería aquella noche, cuando le trajesen el cuerpo de Antonio; lo llevarían directamente a la habitación con su sarcófago, para allí someterse mudo a los horribles talentos de los sacerdotes embalsamadores. Pero, primero, ella tendría que mirar su rostro muerto. «¡Oh, Amón-Ra y todos tus dioses, haced que su muerte sea tranquila, sin sufrimiento! ¡Que su vida cese rápidamente!»

– Me alegro -dijo Charmian, temblorosa- que la abertura deje entrar tanto aire. ¡Oh, es tan lúgubre!

– ¡Enciende más lámparas, tonta! -fue la respuesta práctica de Iras.


Antonio y sus generales cabalgaron en dirección a Canopus, con grandes sonrisas de satisfacción ante la perspectiva de la batalla. La zona había estado poblada desde hacía muchos años, tradicionalmente por los ricos mercaderes extranjeros, aunque sus casas no estaban ubicadas entre las tumbas, como las casas al oeste de la ciudad, donde se encontraba la necrópolis. Allí había jardines, plantaciones, mansiones de piedra con estanques y fuentes, bosquecillos de roble negro y palmeras. Más allá del hipódromo, en las bajas dunas cerca del mar -menos deseables que practicaban los hombres ricos-, estaba el campamento romano, dos millas en línea recta de vallas y trincheras.

«¡Bien!», pensó Antonio mientras se acercaban al ver que los soldados ya estaban en el exterior y formados. Entre las primeras filas y la vanguardia de Octavio había un espacio de media milla. Centellaban las águilas, las banderas multicolores de las cohortes ondeaban al viento, el vexillum proponere escarlata destacaba junto al Caballo Público de Octavio, donde estaba sentado, rodeado por sus generales, a la espera. «¡Oh, adoro este momento! -continuó la mente de Antonio mientras se abría paso entre sus tropas, la caballería haciendo sus habituales ruidos y estrépitos en los flancos-. Me encanta la siniestra sensación del aire, los rostros de mis hombres, la fuerza de tanto poder.»

Luego, en un instante, se acabó. Su propio vexillarius bajó la bandera y caminó hacia el ejército de Octavio. Todos los aquilifer con sus águilas hicieron lo mismo, así como todos los vexillarius de cada cohorte, mientras sus soldados, que pedían guerra sin cuartel a gritos, los siguieron, las espadas a la funerala y los pañuelos blancos atados alrededor de sus pila.

Antonio no supo cuánto tiempo estuvo sentado en su nervioso caballo, pero cuando su mente se aclaró lo suficiente para mirar a los lados en busca de sus generales se habían marchado. No sabía adonde habían ido. Con los movimientos bruscos de una marioneta hizo girar a su caballo y galopó de regreso a Alejandría, las lágrimas rodando por su rostro y volando como gotas de lluvia en una tempestad.

– ¡Cleopatra, Cleopatra! -gritó en el momento de entrar en el palacio, su casco rebotando escaleras abajo cuando lo dejó caer-. ¡Cleopatra!

Apareció Apolodoro, luego Sosigenes y, por último, Cha'em. Pero no Cleopatra.

– ¿Dónde está? ¿Dónde está mi esposa? -preguntó.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó, a su vez, Apolodoro, encogido.

– Mi ejército desertó, y eso también significa que lo ha hecho mi flota -respondió, sin más explicaciones-. ¿Dónde está la reina?

– En su tumba -contestó Apolodoro.

¡Ya está! Lo había dicho.

El rostro de Marco Antonio se volvió gris, al tiempo que se tambaleaba.

– ¿Muerta?

– Sí. No parecía creer que fuese a verte de nuevo vivo.

– Tampoco me hubiese visto, de haber luchado mi ejército. -Se encogió de hombros, se desató los cordones de su paludamentum, que cayó al suelo como un charco de rojo brillante-. Bueno, no hay ninguna diferencia. -Desató las correas de su coraza, que produjo otro estrépito cuando golpeó contra el mármol. La espada salió de su vaina, la espada de un noble con una empuñadura de marfil con la figura de una águila-. Ayúdame a quitarme el sobreveste -le ordenó a Apolodoro-. ¡Venga, hombre, no te estoy pidiendo que empujes la espada! Sólo déjame con mi túnica.

Pero fue Cha'em quien se adelantó y le quitó el sobreveste de cuero y las correas.

Los tres ancianos miraron traspuestos mientras Antonio apoyaba la punta de su gladio contra su cintura, los dedos de su mano izquierda buscando la parte inferior de las costillas. Satisfecho, sujetó el águila de marfil con las dos manos, respiró profundamente y empujó con todas sus fuerzas. Sólo entonces los tres viejos se movieron, corrieron a ayudarlo mientras caía al suelo, jadeante, con expresión ceñuda pero no por el dolor, sino de furia.

Cacat! -exclamó, los labios abiertos para mostrar los dientes-. He fallado en mi intento de buscar el corazón. Tenía que haber estado ahí.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Sosigenes, que lloraba a lágrima viva.

– Para empezar, deja de llorar. Tengo la espada clavada en el hígado, y tardaré algún tiempo en morir -gimió-. Cacat, ¡duele! Me lo tengo merecido… la reina, llevadme hasta ella.

– Quédate aquí hasta que mueras, Marco Antonio -le suplicó Cha'em.

– No, quiero morir mirándola. Llévame hasta ella. Los dos sacerdotes embalsamadores entraron primero en el cesto, con sus aparatos alrededor de ellos, luego permanecieron en el borde de la abertura mientras otros dos sacerdotes embalsamadores colocaban a Antonio en el cesto, que tenía su base acolchada con mantas blancas. Los sacerdotes, en el exterior, subieron el cesto con la polea; en la abertura lo colocaron sobre unos raíles hasta que pudieron bajarlo a la tumba, donde los dos primeros sacerdotes embalsamadores lo sujetaron.

Cleopatra esperaba, dispuesta a ver a un Antonio sin vida hermosamente arreglado en una muerte que no mostrara ningún estigma visible.

– ¡Cleopatra! -jadeó él-. ¡Dijeron que estabas muerta!

– ¡Amor mío, amor mío! ¡Todavía estás vivo!

– ¿No es un chiste? -preguntó él, que intentó reír mientras se ahogaba con la tos-. Cacat! Tengo sangre en el pecho.

– Ponedlo en mi cama -les dijo a los sacerdotes, y se movió alrededor de la cama, incordiándolos, hasta que lo colocaron a su gusto.

La túnica acolchada escarlata no mostraba la sangre como en las mantas blancas donde había yacido, pero ella había visto tanta sangre en sus treinta y nueve años que no se sentía horrorizada por ello. Hasta que los sacerdotes, médicos como eran, no quitaron la túnica con la intención de vendar la herida con fuerza para detener la hemorragia no vio ella aquel magnífico cuerpo abierto por una grande y fina lágrima debajo de las costillas. Cleopatra tuvo que apretar los dientes para contener un grito de protesta, la primera punzada de dolor. El iba a morir; ella ya se lo esperaba. Pero la realidad la superó: el dolor en sus ojos, el espasmo de agonía que de pronto lo dobló como un arco mientras los sacerdotes luchaban por vendarlo. Su mano le aplastó los dedos, le unió todos los huesos, pero ella sabía que, al tocarla, le estaba dando fuerzas, por lo tanto, lo soportó.

Una vez que lo pusieron todo lo cómodo que podía estar, ella acercó una silla al lado de la cama y se sentó allí mientras le hablaba con una dulce voz de arrullo, y sus ojos, brillantes de placer, nunca se separaron de su rostro. Un momento tras otro, hora tras hora, lo ayudó a cruzar el Río, como él dijo, todavía, en el fondo, un romano.

– ¿De verdad caminaremos juntos por el Reino de los Muertos?

– Muy pronto, amor mío.

– ¿Cómo te encontraré?

– Yo te encontraré. Sólo siéntate en algún lugar hermoso y espera.

– Un destino más hermoso que el sueño eterno.

– Oh, sí. Estaremos juntos.

– César también es un dios. ¿Tendré que compartirte?

– No, César pertenece a los dioses romanos. No estará allí.

Pasó tiempo antes de que él reuniese el coraje para decirle lo que había pasado en el hipódromo.

– Mis tropas desertaron, Cleopatra, hasta el último hombre.

– Así que no hubo batalla.

– No. Me lancé sobre mi espada.

– Una alternativa mejor que la de Octavio.

– Así creí. ¡Oh, pero es tan agotador! Lento, demasiado lento.

– Muy pronto se acabará, mi amor. ¿Te he dicho que te quiero? ¿Alguna vez te he dicho cuánto te quiero?

– Sí, y por fin te creo.

La transición entre la vida y la muerte cuando llegó fue tan sutil que ella no se dio cuenta de que había pasado hasta que, al mirar por azar a sus ojos, vio las pupilas enormes y cubiertas con una fina pátina de oro. Marco Antonio se había marchado; ella sostenía en sus brazos una cáscara, la parte de él que había abandonado.

Un alarido rasgó el aire: su alarido. Como un animal, se arrancó los cabellos a puñados, desgarró el corpiño hasta que sus pechos quedaron desnudos y se los destrozó con las uñas, mientras aullaba, gritaba y se golpeaba como una loca.

Cuando a Charmian e Iras les pareció que podía hacerse daño de verdad, llamaron a los sacerdotes embalsamadores y la obligaron a tomar la jalea de amapolas. Sólo después de que ella cayó en el estupor de la droga los sacerdotes se llevaron el cuerpo de Marco Antonio a su sarcófago para comenzar el embalsamamiento.

Ya era de noche; Antonio había tardado once horas en morir, pero al final era el viejo Antonio, el gran Antonio. En la muerte se había encontrado, por fin, consigo mismo.

XXVIII

Cesarión continuó por la carretera de Menfis con toda tranquilidad, aunque sus dos sirvientes, dos macedonios maduros, le urgieron a cabalgar hacia Schedia para, desde allí, embarcar hacia Leontópolis, en el Nilo Pelusíaco. Eso evitaría todo riesgo de encontrarse con el ejército de Octavio, le dijeron; también era el camino más corto al Nilo.

– ¡Qué tontería, Praxis! -El joven se rió-. El camino más corto al Nilo es la carretera de Menfis.

– Sólo cuando no contiene un ejército romano, hijo de Ra.

– ¡No me llames así! Soy Parmenedes de Alejandría, un banquero menor que va a inspeccionar las cuentas del Banco Real en Copto.

«Es una pena que mamá haya insistido en que llevase a estos dos centinelas», pensó Cesarión, aunque al final no tendría importancia. Sabía exactamente adónde iba y lo que iba a hacer. En primer lugar, no dejar a su madre desamparada. ¿Qué clase de hijo consentiría hacer tal cosa? Una vez habían estado unidos por un cordón que había vertido su sangre en él mientras permanecía envuelto en el cálido fluido que ella había hecho para él. Incluso después de cortar aquel cordón, otro invisible capaz de extenderse por todo el mundo aún los ligaba. Por supuesto, ella pensaba en él cuando lo envió a una parte del mundo tan extraña que él no comprendía las costumbres ni el idioma. Pero pensaba en ella cuando se puso en marcha con toda la intención de ir a alguna otra parte para hacer algo diferente.

En el cruce donde la vía a Schedia recogía la mayor parte del tráfico se despidió alegremente de los otros viajeros, le pegó a su camello con la fusta y partió al galope por la ruta que llevaba a Menfis. «¡Brrr! ¡Brrr!», urgió a la bestia, las piernas firmemente enganchadas por delante de la montura para evitar caerse; el paso era extraño, las dos patas de un lado avanzaban a un tiempo, y eso significaba un avance que parecía el bamboleo de una nave con una marejada de través.

– Debemos alcanzarlo -dijo Praxis con un suspiro.

«¡Brrr! ¡Brrr!» Y los dos hombres salieron en persecución de Cesarión, que desapareció rápidamente.

No muchas millas más adelante, y en el momento en que sus guardias estaban acortando la brecha entre ellos, Cesarión vio al ejército de Octavio. Frenó al camello y redujo su paso a un avance lento, y después se apartó de la vía. Nadie se fijo en él; las tropas y los oficiales estaban muy entretenidos con sus cantos porque sabían que la marcha de mil millas estaba casi a punto de acabar y los esperaba un buen campamento: buena comida legionaria, muchachas alejandrinas dispuestas a darse voluntaria o involuntariamente, sin duda, montañas de objetos de oro que nadie podía rechazar.

Uno-dos, uno-dos, ¡Antonio, lo hemos hecho por ti! Tres-cuatro, tres-cuatro, ¡estamos llamando a tu puerta! Cinco-seis, cinco-seis, ¡Antonio no cuenta! Siete-ocho, siete-ocho, ¡Antonio, haz frente a tu destino! Nueve-diez, nueve-diez, ¡hemos estado allí y vuelta! ¡César, César!

¡Hombres o mujeres, un salido!

¡Alejandría!

¡Alejandría!

Ale-jan-dría.

Fascinado, Cesarión vio cómo los soldados variaban sus palabras para mantener el ritmo de aquella rígida marcha; luego, mientras se movía lentamente a lo largo de la columna, comprendió que cada cohorte tenía su propia canción, y que cualquier soldado con buena voz y mente despierta inventaba nuevas palabras para cantar entre los estribillos. Él había visto al ejército de Antonio, tanto allí en Egipto, como en Antioquía, pero sus tropas nunca habían cantado canciones de marcha. Probablemente, porque no estaban de marcha, pensó. Aquello lo estimuló, a pesar de que las letras contenían palabras que no eran muy halagadoras para su madre: bruja puta, cerda, vaca, Reina de las Bestias, puta de los sacerdotes.

¡Ah! Allí estaba el vexillium proponere escarlata del general, su astil sujeto en un tubo por un hombre que llevaba una piel de león; cuando el general montara su tienda, ondearía en el exterior. ¡Por fin, Octavio! Como el resto de sus legados, marchaba y vestía con un sencillo sobreveste de cuero marrón. El cabello rubio lo distinguía incluso de no haberlo hecho el estandarte escarlata. ¡Tan pequeño! No medía más de un metro y medio de estatura, pensó Cesarión, asombrado. Delgado, bronceado, hermoso de rostro pero no afeminado, sus pequeñas y feas mano se movían al tiempo de la canción que lo precedía.

– ¡César Octavio! -llamó, y se quitó la capucha-. ¡César Octavio, he venido a negociar!

Octavio se detuvo en seco, lo que motivó que también se detuviera la mitad de ese ejército detrás de él mientras aquellos que iban a la vanguardia continuaban hasta que un legado menor montado a caballo se adelantó para advertirles que esperaran.

Por un asombroso momento, Octavio creyó de verdad que miraba a Divus Julius como debía de haber sido Divus Julius caso de materializarse como un griego. Luego, sus ojos atónitos se fijaron en la lana marrón del disfraz, en la juventud de las facciones de Divus Julius y comprendió que aquél era Cesarión. El hijo de Cleopatra por su divino padre. Ptolomeo XV César de Egipto.

Dos hombres mayores montados en camello se acercaban; de pronto. Octavio se volvió hasta Estatilio Tauro.

– ¡Captúralos y tapa la cabeza del muchacho con la capucha, Tauro! ¡Ahora!

Mientras el ejército se quitaba las cargas de las espaldas y los hombros acostumbrados desde hacía mucho al peso y los grupos iban a buscar agua al cercano lago Mareotis, montaron a toda prisa la tienda de mando de Octavio. No había manera de evitar la presencia de sus generales en la próxima entrevista, al menos al principio; Messala Corvino y Estatilio Tauro habían visto la desnuda cabeza dorada, la manifestación del fantasma de Divus Julius.

– Llévate a aquellos dos y mátalos ahora mismo -le ordenó a Tauro-, luego vuelve a mí. Que nadie hable con ellos antes de morir, quédate allí hasta que los ejecuten, ¿está claro?

Con Octavio viajaban tres hombres, por elección más que por cualquier virtud militar, de las cuales carecían. Uno era un noble y los otros dos sus propios libertos: Cayo Proculeio, que era hermanastro del cuñado de Mecenas, Varro Murena, un hombre famoso por su erudición y agradable naturaleza, y Cayo Julio Thyrso y Cayo Julio Epafrodito, que habían sido esclavos de Octavio y le habían servido tan bien que a su manumisión él no sólo los había tomado a su servicio, sino que, además, confiaba en ellos. Porque, para alguien como Octavio, la compañía incesante de militares como sus legados superiores a lo largo de meses lo hubiesen vuelto loco. De aquí Proculeio, Thyrso y Epafrodito. Como todos los generales de Octavio desde Sabino hasta Calvino y Corvino comprendían que su amo era un excéntrico, a nadie le resultaba ofensivo o desconcertante descubrir que Octavio, en las campañas, acostumbraba a cenar solo: es decir, con Proculeio, Thyrso y Epafrodito.

La sorpresa que Octavio había sufrido no tardó en desvanecerse por muchas razones, la primera y principal: que había encontrado el tesoro de los Ptolomeo gracias a seguir el bosquejo de su paradero que había dejado su divino padre al pie de la letra. Un ejercicio que realizó con sus dos libertos; ningún noble romano vería nunca lo que había en centenares de pequeños cuartos a cada lado de aquella conejera de túneles que comenzaba en el recinto de Ptah y al que se llegaba apretando un cartucho y descendiendo a las entrañas oscuras. Después de errar como un esclavo admitido en los Campos Elíseos durante varias horas, había reunido a sus «mulas» -egipcios con los ojos vendados hasta estar bien adentro de los túneles- para retirar lo que Octavio consideraba que iba a necesitar para devolverle a Roma su esplendor: sobre todo, oro, junto con algunos bloques de lapislázuli, cristal de roca y alabastro para que los escultores hiciesen maravillosas obras de arte que adornarían los templos y los lugares públicos de Roma. De nuevo en el exterior, su propia cohorte de tropas mató a los egipcios y se hizo cargo de la caravana que ya estaba de camino a Pelosium y, a continuación, a casa. Los soldados quizá adivinaban el contenido de las cajas por el peso, pero nadie las abriría, porque cada una llevaba el sello de la esfinge.

La carga que había caído de la espalda de Octavio ante la visión de más riqueza de lo que había soñado que podía existir lo había dejado tan entusiasmado, tan libre y despreocupado que sus legados no alcanzaban a entender qué había en Menfis que pudiese cambiarlo tanto. Cantaba, silbaba, casi saltaba de alegría mientras el ejército marchaba por la vía hacia la guarida de la Reina de las Bestias, a Alejandría. Por supuesto, con el tiempo entenderían qué debía de haber pasado en Menfis, pero Para entonces ellos -y todo el oro- estarían de nuevo en Roma, y no tendrían ya ninguna oportunidad de meterse algún Pequeño objeto en los senos de sus togas.

Así pues, cuando Cesarión lo llamó a menos de cinco millas del hipódromo, todavía a las afueras de Alejandría, él aún no había acabado de perfilar su estrategia. El oro estaba de camino a Roma, ¿pero qué iba a hacer con Egipto y su familia real? ¿Con Marco Antonio? ¿Cuál sería la mejor manera de resguardar el tesoro de los Ptolomeo? ¿Cuántos sabían cómo acceder a él? ¿A quién de sus futuros aliados se lo había dicho Cleopatra, desde el rey de los partos hasta Artavasdes de Armenia? ¡Oh, maldito fuera el muchacho por aquella inesperada y no anunciada aparición! ¡A la vista de todo su ejército!

Cuando regresó Estatilio Tauro, Octavio le hizo un gesto.

– Hazlo entrar, Tito, tú mismo.

Él entró con la cabeza todavía cubierta, pero rápidamente se quitó la capa para mostrarse con su túnica de cuero sencillo. ¡Tan alto! Más alto incluso que Divus Julius. Los generales de Octavio contuvieron el aliento, se tambalearon.

– ¿Qué estás haciendo aquí, rey Ptolomeo? -preguntó Octavio desde su silla curul de marfil en la que se había sentado.

No habría apretones de mano, ninguna bienvenida cordial. Ninguna hipocresía.

– He venido a negociar.

– ¿Te envió tu madre?

El joven se rió y dejó a la vista otra faceta de su parecido a Divus Julius.

– ¡No, por supuesto que no! Ella cree que voy de camino a Berenice, desde donde debo viajar a la India.

– Hubieses hecho bien en obedecerla.

– No. No puedo dejarla; no dejaría que se enfrentase a ti sola.

– Ella tiene a Marco Antonio.

– Si lo he interpretado bien, él estará muerto.

Octavio se desperezó, bostezó hasta que le lloraron los ojos.

– Muy bien, rey Ptolomeo, negociaré contigo. Pero no con tantos oídos escuchando. Caballeros legados, podéis marcharos. Recordad el juramento que habéis prestado a mi persona. No quiero que ni un susurro de todo esto vaya más allá de vosotros, ni tampoco hablaréis de esto entre vosotros. ¿Está claro?

Estatilio Tauro asintió; él y los demás legados se marcharon.

– Siéntate, Cesarión.

Proculeio, Thyrso y Epafrodito se alejaron lo suficiente de la pared de la tienda para no escuchar a los dos participantes de aquel drama, casi sin respirar de terror.

Cesarión se sentó, con sus ojos azul verde, la única parte que no pertenecía a Divus Julius.

– ¿Qué crees que puedes conseguir que no lo puede hacer Cleopatra?

– Una atmósfera tranquila, para empezar. Tú no me odias. ¿Cómo podrías hacerlo, cuando nunca nos hemos conocido? Quiero conseguir una paz que te beneficie tanto a ti como a Egipto.

– Explica tus propuestas.

– Que mi madre se retire a una vida privada en Menfis o Tebas. Que sus hijos con Marco Antonio vayan con ella. Que yo gobierne en Alejandría como rey y en Egipto como faraón, como cliente de Cayo Julio César Divi Filius, como su más leal, más fiel cliente-rey. Te daré todo el oro que pidas, además del trigo para alimentar a las multitudes de Italia.

– ¿Por qué vas tú a reinar con más sabiduría que tu madre?

– Porque soy hijo de sangre de Cayo Julio César. Ya he comenzado a rectificar los errores que cometieron muchas generaciones de la casa de Ptolomeo. He dispuesto una ración de trigo gratis para los pobres, he ampliado la ciudadanía de Alejandría a todos sus residentes y estoy en el proceso de establecer elecciones democráticas.

– Muy cesariano, Cesarión.

– Verás, encontré sus documentos; aquéllos donde detalla sus planes para Alejandría y Egipto y así sacarlos del estancamiento que ha sufrido Egipto durante milenios. Vi que sus ideas eran las correctas, que estábamos hundidos en un fangal de privilegios para las clases superiores.

– ¡Oh, hablas como él!

– Gracias.

– Es verdad que compartimos un padre divino -manifestó Octavio-, pero tú te pareces mucho más a él.

– Eso es lo que siempre dijo mi madre. Antonio también.

– ¿No se te ha ocurrido lo que eso significa, Cesarión?

El joven lo miró desconcertado.

– No. ¿Qué podría significar aparte de su realidad?

– Su realidad. En una palabra, ése es el problema.

– ¿Problema?

– Sí. -Octavio exhaló un suspiro y unió sus dedos torcidos-. De no haber sido por el accidente de tu aparición, rey Ptolomeo, quizá hubiese aceptado negociar contigo. Tal como son las cosas, no tengo alternativa. Debo matarte.

Cesarión soltó una exclamación, comenzó a levantarse y después permaneció sentado.

– ¿Quieres decir que caminaré con mi madre en tu destile triunfal y luego iré al estrangulador? Pero ¿por qué? ¿Qué hace que mi muerte sea necesaria? Ya que ha salido en la conversación, ¿por qué es necesaria la muerte de mi madre?

– Te equivocas conmigo, hijo de César. Nunca caminarás en mi desfile triunfal. Es más, nunca te permitiría acercarte a mil millas de Roma. ¿Es que nunca nadie te lo explicó?

– ¿Explicarme qué? -preguntó Cesarión con una expresión de enfado-. ¡Deja de jugar conmigo, César Octavio! -Tu parecido con Divus Julius es una amenaza para mí. -¿Yo una amenaza debido al parecido? ¡Eso es una locura! -Cualquier cosa menos una locura. Escúchame y te lo explicaré; qué extraño que tu madre nunca lo hiciese. Quizá creyó que si tú lo sabías la suplantarías en el Capitolio de inmediato. ¡No, siéntate y escucha! Te hablaré sinceramente de Cleopatra no para enfadarte, sino porque ella ha sido mi implacable enemiga. Mi querido muchacho, he tenido que luchar con uñas y dientes contra viento y marea para establecer mi poder en Roma. ¡Durante catorce años! Comencé cuando tenía dieciocho, adoptado como el hijo romano de mi divino padre. Acepté mi herencia y me aferré a ella, aunque muchos hombres se me han opuesto, incluido Marco Antonio. Ahora tengo treinta y dos y (una vez que hayas muerto) estaré seguro por fin. No tuve una juventud como la tuya. Era un muchacho enfermo y débil. Los hombres se burlaban de mi coraje. Me esforzaba en parecerme a Divus Julius: ensayaba su sonrisa, llevaba botas con alzas para parecer más alto, copiaba su discurso y su estilo de retórica. Hasta que finalmente, a medida que la imagen terrenal de Divus Julius se borraba del recuerdo de los hombres, creyeron que él se parecía a mí. ¿Comienzas a comprender, Cesarión?

– No. Sufro por tus tribulaciones, primo, pero no alcanzo a entender qué tiene que ver mi apariencia con todo esto.

– La apariencia es la base sobre la que gira mi carrera. Tú no eres romano y no has sido criado como un romano. Tú eres un extranjero. -Octavio se inclinó hacia adelante con los ojos resplandecientes-. Déjame que te diga por qué los romanos, un pueblo pragmático y sensible, divinizaron a Cayo Julio César. Algo en absoluto romano. ¡Lo amaban! Se ha dicho de muchos generales que sus soldados morirían por ellos, pero todo el pueblo de Roma e Italia por el único que hubiesen muerto era por Cayo Julio César. Cuando caminaba por el foro romano, por las callejuelas y los barrios de Roma o de cualquier otra ciudad italiana, trataba a la gente que encontraba como sus iguales, bromeaba con ellos, escuchaba sus pequeñas quejas, intentaba ayudar. Nacido y criado en los barrios bajos de la Subura, se movía entre el Censo por Cabezas como uno de ellos; hablaba su jerga, dormía con sus mujeres, besaba a sus malolientes bebés y lloraba cuando sus sufrimientos lo conmovían, algo que sucedía a menudo. Cuando aquellos orgullosos estrafalarios y amantes del dinero lo asesinaron, el pueblo de Roma e Italia no pudo soportar perderlo. ¡Ellos lo hicieron un dios, no el Senado! De hecho, el Senado (¡dirigido por Marco Antonio!) intentó por todas las maneras posibles aplastar el culto a César. Sin éxito. Sus clientes eran legión, y yo los heredé junto con su fortuna.

Se levantó, dio la vuelta alrededor de la mesa para acercarse al joven de aspecto preocupado y lo miró.

– Si dejamos que el pueblo de Roma e Italia te vea, Ptolomeo César, ellos se olvidarán de todos los demás. Te aceptarán en sus corazones en un arranque de alegría. ¿Qué pasará conmigo? Me olvidarán de la noche a la mañana; el trabajo de catorce años será olvidado. El Senado te abrazará, te hará ciudadano romano y probablemente te obsequiará con el consulado al día siguiente. Gobernarías no sólo Egipto y Oriente, sino también Roma, sin duda, con la forma que tú escogieras, desde dictador perpetuo hasta rey. Divus Julius había comenzado a suavizar nuestro mos maiorum, luego nosotros, los tres triunviros, lo suavizamos todavía más y ahora que he eliminado a Antonio de cualquier esperanza de rivalidad soy el amo indiscutido de Roma. Siempre y cuando que mi Roma o Italia no te vean. Tengo la plena intención de gobernar Roma y sus posesiones como un autócrata, joven Ptolomeo César. Porque Roma, por fin, está en el camino correcto para aceptar el gobierno autocrático. Si el pueblo te ve en Roma te aceptarán. Pero tú gobernarías como te ha enseñado tu madre, como un rey, sentado en el Capitolio dispensando justicia, Minos en la puerta del Hades. Tú no verás nada de malo en eso, pese a todos tus programas liberales de reforma en Alejandría y Egipto. En contraposición a eso, mi gobierno será invisible. No llevaré diadema o tiara para que proclame mi condición, ni permitiré que mi querida esposa sea reina. Continuaremos habitando en nuestra actual casa y dejaremos que Roma crea que se gobierna democráticamente. Por eso debes morir. Para que Roma continúe siendo romana.

Las emociones se habían perseguido una tras otra en el rostro de Cesarión: asombro, dolor, reflexión, furia, tristeza, comprensión. Pero no desconcierto o confusión.

– Lo comprendo -dijo con voz pausada-. Lo comprendo, y no te puedo culpar.

– Eres el hijo del divino César y, por todo lo que me han dicho has heredado su brillantez intelectual. Lamento que nunca veré si también has heredado su genio militar, pero tengo algunos muy buenos generales y no temo al rey de los partos, con quien pienso establecer la paz y no atacar. Uno de los pilares de mi gobierno será la paz. La guerra es la más inútil de las actividades humanas, un desperdicio de vidas y dinero, y no permitiré que las regiones romanas dicten cómo ha de ser Roma o quién la gobierne.

Ahora él hablaba, comprendió Cesarión, con el fin de posponer la ejecución de una ejecución.


«¡Oh, mamá! ¿Por qué no confiaste en mí? ¿No sabías lo que el auténtico hijo romano de César acaba de decirme? Sin duda, Antonio lo sabía, pero Antonio era un títere. No porque lo drogases o por el vino, sino porque te amaba. Tendrías que habérmelo dicho. Pero de nuevo quizá no lo viste, y Antonio también quizá estuvo demasiado ocupado demostrándose digno de tu amor como para considerar importante mi situación.»

Cesarión cerró los ojos y se obligó a sí mismo a pensar, a aplicar su formidable intelecto a su situación. ¿Había una mínima posibilidad de escapatoria? Sintió el vientre vacío de esperanza y exhaló un suspiro. No, no había ninguna posibilidad de escapatoria. Lo más que podía hacer era intentar poner trabas a la decisión de Octavio de matarlo, salir de la tienda y gritar a pleno pulmón que era el hijo de César. ¡No tenía nada de particular que Tauro lo hubiese mirado de una manera desorbitada! Pero ¿era eso lo que su padre hubiese querido de su hijo no romano? Sabía la respuesta y suspiró de nuevo. Octavio era el verdadero hijo de César por voluntad propia y dictado de César, sin ninguna otra mención a su hijo en Egipto. Cuando todo estuvo hecho, lo que César había valorado más que nada en su vida era la dignitas. Dignitas! La principal de todas las cualidades romanas, la participación personal en los logros y los triunfos y en la fuerza de un hombre. Incluso en sus últimos momentos, César había mantenido su dignitas intacta; en lugar de continuar luchando había utilizado aquella mínima fracción de tiempo que le quedaba para ponerse un pliegue de la toga por encima del rostro y otro por debajo de las rodillas. De forma tal que Bruto, Casio y el resto no viesen la expresión de su rostro moribundo o atisbasen sus genitales.

«Sí -pensó Cesarión-, yo también preservaré mi dignitas. Moriré siendo mi propio dueño, mi rostro y mis genitales cubiertos. Seré digno de mi padre.»

– ¿Cuándo moriré? -preguntó Cesarión con la voz calma.

– Ahora, dentro de esta tienda. Tengo que hacer el trabajo yo mismo, porque no confío en nadie más para que lo haga. Si mi falta de experiencia hace tu muerte más dolorosa, lo siento.

– Mi padre dijo: «Que sea súbita.» Mientras tengas eso en mente, César Octavio, me daré por satisfecho.

– No puedo decapitarte. -Octavio estaba muy pálido, las fosas nasales dilatadas mientras intentaba controlar su boca. Le dedicó una sonrisa retorcida-. No tengo tanta fuerza muscular, ni tampoco tanto acero. Tampoco deseo ver tu rostro. Thyrso, dame esa tela y aquella cuerda.

– Entonces, ¿cómo? -preguntó Cesarión, de pie.

– Una espada por debajo de tus costillas hasta tu corazón. No intentes correr, no cambiará tu destino.

– Eso ya lo sé. Más público, pero mucho más engorroso. Sin embargo, correré a menos que aceptes mis condiciones.

– Nómbralas.

– Que seas amable con mi madre.

– Seré amable.

– ¿Y con mis hermanos pequeños y mi hermana?

– No se les tocará ni un pelo de sus cabezas.

– ¿Tengo tu palabra?

– La tienes.

– Entonces estoy preparado.

Octavio tapó la cabeza de Cesarión con la tela y anudó la cuerda alrededor de su cuello para mantener en su sitio la improvisada capucha. Thyrso le alcanzó una espada; Octavio probó el filo y lo encontró afilado como una navaja. Entonces miró el suelo de tierra de la tienda, frunció el entrecejo y le hizo un gesto a Epafrodito, que estaba blanco como una sábana.

– Échame una mano, Dito.

Octavio sujetó el brazo de Cesarión.

– Muévete con nosotros -dijo, y miró la tela blanca-. ¡Qué valiente eres! Tu respiración es profunda y firme.

Una voz que podía haber sido la de Marco Antonio salió de debajo de la capucha.

– ¡Deja de charlar y acaba con esto, Octavio!

Cuatro pasos más allá había una alfombra persa de color rojo brillante; Epafrodito y Octavio hicieron que Cesarión se Parase sobre ella; ya no podía haber más demoras. «¡Acaba con esto, Octavio, acaba con esto!» Colocó la espada y la clavó por debajo y hacia arriba en un rápido movimiento con más fuerza de la que hubiese creído tener; Cesarión exhaló un suspiro y cayó de rodillas, Octavio lo siguió, con las manos alrededor de la empuñadura de marfil porque no podía soltarla.

– ¿Está muerto? -preguntó, con la cabeza torcida para mirar hacia arriba-. ¡No, no! ¡No descubras su cara, hagas lo que hagas!

– La arteria, en su cuello, no late, César -dijo Thyrso.

– Entonces lo hice bien. Envuélvelo en la alfombra.

– Suelta la espada, César.

Lo sacudió un temblor; sus dedos se relajaron, y por fin soltó la empuñadura.

– Ayúdame a levantarme.

Thyrso había envuelto el cadáver en la alfombra, pero era tan largo que sobresalían los pies. Pies grandes como los de César.

Octavio se desplomó sobre la silla más cercana y se sentó con la cabeza entre las rodillas, jadeante.

– ¡Oh, no quería hacerlo!

– Tenía que hacerse -dijo Proculeio-. ¿Ahora qué?

– Llama a seis no combatientes con palas. Pueden cavar su tumba aquí mismo.

– ¿Dentro de la tienda? -preguntó Thyrso, que parecía a plinto de vomitar.

– ¿Por qué no? ¡Venga, en marcha, Dito! No quiero tener que pasar la noche aquí, y no puedo dar órdenes hasta que el chico esté enterrado. ¿Tiene un anillo?

Thyrso se metió debajo de la alfombra y salió con él.

Lo tomó con una mano -bien, bien, no temblaba- y lo miró.

Aquello que los egipcios llamaban uraeus estaba tallado en el sello, una cobra erguida. La piedra era una esmeralda, y en su borde había algo en jeroglíficos: un pájaro, un ojo del que caía una lágrima, unas líneas onduladas, otro pájaro. Bien, tendría que servir. Si debía mostrarlo como prueba del destino de Cesarión, serviría. Lo guardó en su bolsa.


Una hora más tarde, las legiones y la caballería marchaban de nuevo, aunque no muy lejos, por la carretera de Alejandría; Octavio había decidido acampar durante unos días para que Cleopatra creyese que su hijo había escapado, que iba camino de la India. Detrás de ellos, en el lugar donde la tienda había estado por tan poco tiempo, había un trozo de tierra alisada y bien apisonada; debajo, a seis cúbitos de profundidad, yacía el cuerpo de Ptolomeo XV, faraón de Egipto y rey de Alejandría, envuelto en una alfombra empapada con su sangre.

«Lo que da vueltas, vuelve», pensó Octavio aquella noche en la misma tienda pero en otro suelo, sin preocuparse por la victoria de Antonio sobre sus tropas avanzadas. «Aquella mujer» ya tenía una leyenda, y parte de ella era que había entrado envuelta en una alfombra de contrabando para ver a César. Según éste, era una vulgar estera de juncos, pero los historiadores la habían convertido en una alfombra de primera calidad. En aquellos momentos todo había terminado con sus esperanzas y sueños de nuevo dentro de una alfombra. «Ahora por fin puedo relajarme. Mi mayor amenaza ha desaparecido para siempre. Sin embargo, debo admitir que murió bien.»


Después de la debacle del último día de julio, cuando el ejército de Antonio se rindió, Octavio decidió que no entraría en Alejandría como un conquistador, a la cabeza de sus miles de legionarios, de su enorme masa de caballería. No, entraría en la ciudad de Cleopatra discretamente, sin llamar la atención. Sólo él, Proculeio, Thyrso y Epafrodito con su guardia germana, por supuesto. No tenía sentido arriesgarse a la daga de un asesino por mantener el anonimato.

Dejó a sus legados superiores en el hipódromo dedicados a hacer un censo de las tropas de Antonio y de poner un poco de orden en el considerable caos. Sin embargo, advirtió, los habitantes de Alejandría no hacían ningún intento de escapar. Eso significaba que estaban reconciliados con la presencia de Roma y estarían allí para escuchar a su compañía de heraldos cuando anunciasen el destino de Egipto. Había recibido noticias de Cornelio Gallo, que no estaba a muchas millas al oeste, y le envió órdenes para que sus flotas pasasen de largo por las dos radas de Alejandría y anclasen en las carreteras apartadas del hipódromo.

– ¡Qué hermoso! -dijo Epafrodito cuando los cuatro se acercaron a la Puerta del Sol poco después del alba, en las calendas, el primer día de Sextilis.

Así era, porque la Puerta del Sol, en el lado este de la avenida Canópica, estaba construida con dos inmensos pilones unidos por un dintel, muy cuadrada y egipcia para cualquiera que hubiese visto Menfis. Pero los colores deslumbraban con la luz dorada del sol naciente, el sencillo blanco dorado de la piedra en ese momento cada mañana.

Publio Canidio esperaba en mitad de la ancha calle, al otro lado de la puerta, montado en un caballo bayo. Octavio cabalgó hasta él y se detuvo.

– ¿Planeas otra fuga, Canidio?

– No, César, estoy harto de escapar. Me entrego a ti con sólo una petición: que honres mi coraje y hagas la mía una muerte rápida. Después de todo, podría haber caído sobre mi espada.

Los fríos ojos grises miraron reflexivamente al general de Antonio.

– Decapitación, pero sin azotes. ¿Te parece bien?

– Sí. ¿Permaneceré siendo un ciudadano de Roma?

– No, me temo que no. Aún queda por intimidar a unos cuantos senadores.

– Que así sea. -Canidio clavó los talones a su caballo y se movió para alejarse-. Me entregaré a Tauro.

– ¡Espera! -gritó Octavio-. Marco Antonio, ¿dónde está?

– Muerto.

El dolor apareció en el rostro de Octavio con más fuerza y rapidez de lo que había imaginado; permaneció montado en su sorprendente Caballo Público color crema y lloró amargamente mientras los germanos miraban asombrados hacia la avenida Canópica y sus tres compañeros deseaban estar en alguna otra parte.

– Éramos primos, y no había necesidad de llegar a esto. -Octavio se enjugó las lágrimas con el pañuelo de Proculeio-. ¡Oh, Marco Antonio, pobre desgraciado!

El decorado muro del recinto real separaba la avenida Canópica del montón de palacios y edificios al otro lado; cerca del final, donde se fundía con el dentado flanco del Akro, un teatro que una vez había sido una fortaleza, estaban las puertas del recinto real. Nadie las vigilaba, estaban abiertas de par en par para admitir a cualquiera.

– Necesitaremos de verdad un guía para este laberinto -dijo Octavio, que se detuvo para contemplar el esplendor que había por todas partes.

Como si al expresar un deseo se hubiese hecho realidad, un hombre mayor emergió de entre dos pequeños palacios de mármol de estilo griego dórico y caminó hacia ellos con un largo báculo dorado en su mano izquierda. Era un hombre muy alto y apuesto, vestía una túnica de lino púrpura plisada sujeta a la cintura con un amplio cinturón de oro tachonado con gemas que hacía juego con el collar alrededor de su cuello y llevaba brazaletes en cada uno de sus antebrazos desnudos. Su cabeza estaba descubierta salvo por los largos rizos grises sujetos por una ancha banda de un tejido púrpura con hilos de oro.

– Hora de desmontar -dijo Octavio, que se apeó del caballo y pisó el pulido mármol marrón-, Arminio, vigila las puertas. Si te necesito, enviaré a Thyrso. No hagas caso si aparece algún otro.

– César Octavio -dijo el recién llegado con una profunda reverencia.

– Con César bastará. Sólo mis enemigos añaden el Octavio. ¿Tú eres?

– Apolodoro, alto chambelán de la reina.

– Oh, bien. Llévame a ella.

– Me temo que eso no es posible, domine.

– ¿Por qué? ¿Ha escapado? -preguntó él con los puños apretados-. ¡Que la peste se lleve a esa mujer! ¡Quiero acabar con este asunto!

– No, domine, ella está aquí, pero en su tumba.

– ¿Muerta? ¿Muerta? ¡No puede estar muerta, no la quiero muerta!

– No, domine. Está en su tumba, pero viva.

– Llévame allí.

Apolodoro se volvió y entró en el desconcertante laberinto de edificios, escoltado por Octavio y sus amigos. Después de una breve marcha se encontraron con otro de aquellos altos muros engalanados con vividas imágenes bidimensionales y la curiosa escritura que Menfis le había dicho a Octavio que eran jeroglíficos. Cada símbolo era una palabra, pero para sus ojos era incomprensible.

– Estamos a punto de entrar en el Sema -explicó Apolodoro, que hizo una pausa-. Aquí están enterrados los miembros de la casa Ptolomeo, junto con Alejandro Magno. La tumba de la reina está en la pared que da al mar, aquí. -Señaló una estructura cuadrada de piedra roja.

Octavio miró las enormes puertas de bronce, luego el andamio y la grúa, el cesto.

– Bueno, al menos no será difícil sacarla -dijo-. Proculeio, Thyrso, entrad por la abertura, en lo alto de aquel andamio.

– Si haces eso, domine, ella te escuchará y morirá antes de que tus hombres lleguen a ella -dijo Apolodoro.

– Cacat! ¡Necesito hablar con ella y la quiero viva!

– Hay un tubo; aquí, junto a las puertas. Sopla por allí, lo que alertará a su majestad de que alguien en el exterior tiene cosas que decirle. Octavio sopló.

Llegó de vuelta una voz, sorprendentemente clara, aunque aguda.

– ¿Sí? -preguntó.

– Soy César y deseo hablar contigo. Abre las puertas y sal.

– ¡No, no! -fue la respuesta-. ¡No hablaré con Octavio! ¡Con cualquiera menos con Octavio! No saldré, y si intentas entrar, me mataré.

Octavio le hizo un gesto a Apolodoro, que parecía agotado.

– Dile a la tonta de su majestad que Cayo Proculeio está aquí conmigo, y pregúntale si hablará con él.

– ¿Proculeio? -dijo la aguda y clara voz-. Sí, hablaré con Proculeio. Antonio me dijo en su lecho de muerte que podía confiar en Proculeio. Que hable él.

– No distinguirá una voz de otra desde ahí abajo -le susurró Octavio a Proculeio.

Pero, aparentemente, sí lo hacía, porque cuando Octavio la dejó hablar con Proculeio e intentó participar de la conversación, ella lo reconoció y se negó a comunicarse. Tampoco quería hablar con Thyrso o Epafrodito.

– ¡Oh, no me lo puedo creer! -gritó Octavio. Se volvió hacia Apolodoro-. Trae vino, agua, comida, sillas y una mesa. Si tengo que convencer a su majestad para que salga de esta fortaleza, entonces al menos pongámonos cómodos.

Pero para el pobre Proculeio la comodidad no era posible; el tubo estaba demasiado alto en la pared como para que pudiese sentarse en una silla, aunque pasadas unas horas Apolodoro apareció con un taburete que Octavio sospechó que era para este fin, de ahí la demora. Las órdenes de Proculeio eran asegurarle a Cleopatra que estaba a salvo, que Octavio no tenía intención de matarla y que sus hijos estaban seguros. Eran sus hijos lo que la preocupaban, no sólo su seguridad, sino su destino. Hasta que Octavio aceptara que uno de ellos gobernase en Alejandría y otro en Tebas no estaba dispuesta a salir. Proculeio argumentó, amenazó, rogó, razonó, volvió a discutir, halagó, sin conseguir ningún resultado.

– ¿Por qué esta farsa? -le preguntó Thyrso a Octavio a medida que caía la noche y los sirvientes del palacio venían con antorchas para iluminar el lugar-. ¡Ella sabe que no puedes prometerle lo que pide! ¿Por qué no quiere hablar directamente contigo? ¡Ella sabe que estás aquí!

– Porque tiene miedo de que, si habla directamente conmigo, nadie más escuchará lo que decimos. Ésta es su manera de poner sus palabras en algo así como un registro permanente; sabe que Proculeio es un erudito, un escritor de hechos.

– Sin duda podremos entrar por arriba durante la oscuridad.

– No, aún no está lo bastante cansada. Quiero que esté tan cansada que baje la guardia. Sólo entonces podremos entrar.

– En este momento, César, tu principal problema soy yo -manifestó Proculeio-. Estoy terriblemente cansado, mi mente desvaría. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ti, pero mi cuerpo ya no da más de sí.

Entonces apareció Cayo Cornelio Gallo, su apuesto rostro fresco, sus ojos grises alerta. Octavio tuvo una idea.

– Pregúntale a su majestad si está dispuesta a hablar con otro escritor diferente pero del mismo prestigio -dijo-. Dile que estás enfermo o que te he dicho que te marchases; ¡algo, cualquier cosa!

– Sí, hablaré con Gallo -dijo la voz, que ahora ya no era tan fuerte después de que hubiesen pasado doce horas.

La discusión continuó hasta que salió el sol y prosiguió a lo largo de la mañana: veinticuatro horas. Por fortuna, el pequeño recinto que había delante de las puertas estaba bien protegido del sol del verano.

Su voz se había hecho muy débil; ahora parecía como si no le quedasen muchas energías, pero con Octavia como hermana, Octavio sabía con qué fuerza una mujer lucharía por sus hijos.

Finalmente, bien pasado el mediodía, asintió.

– Proculeio, hazte cargo de nuevo. Eso la despertará, concentrará su atención en el tubo. Gallo, toma a mis dos libertos y entra en la tumba a través de la abertura. Quiero que se haga con absoluto sigilo: nada de chirridos de poleas, nada de susurros. Si consigue matarse, os meteré la nariz en la mierda y yo empujaré vuestras cabezas con mis manos.

Cornelio Gallo era como un gato, muy silencioso y ágil; cuando los tres hombres estuvieron en la abertura eligió bajar por su cuenta por una de las cuerdas. A la luz mortecina de las antorchas vio a Cleopatra y a sus dos compañeras junto al tubo; la reina gesticulaba apasionadamente mientras hablaba, toda su atención enfocada en Proculeio. Una de las mujeres la sostenía por la axila derecha para mantenerla erguida; la otra, por la izquierda. Gallo se movió con la velocidad de un relámpago. Incluso así, ella soltó un grito y se lanzó para coger la daga de la mesa que tenía a su lado; él se la arrebató y la sujetó sin problemas, a pesar de que «s dos agotadas mujeres tironeaban y le pegaban. Luego, Thyrso y Epafrodito se unieron a él y contuvieron a las tres mujeres.

Un hombre de treinta y ocho años pleno de salud, Gallo, dejó a las mujeres a cargo de los libertos, levantó las dos enormes trancas de bronce y luego abrió las puertas. Entró la luz. El parpadeó, deslumbrado.

Para el momento en que las mujeres salieron, literalmente en volandas, Octavio había desaparecido. No formaba parte de sus planes enfrentarse a la Reina de las Bestias todavía, quedaban muchos días por delante. Gallo llevó a la reina en sus brazos a sus habitaciones privadas, y los dos libertos cargaron con Channian e Iras. El legado superior, que era un hombre joven, se sorprendió por el aspecto de Cleopatra cuando la iluminó la luz del día: las prendas, rígidas y manchadas con sangre; los pechos, desnudos y cubiertos con profundas laceraciones; los cabellos, desordenados, con trozos de cuero cabelludo sanguinolento.

– ¿Tiene un médico? -le preguntó a Apolodoro, que no se apartaba de ellos.

– Sí, domine.

– Entonces mándalo a llamar de inmediato. César quiere a tu reina sana, chambelán.

– ¿Se nos permitirá atenderla?

– ¿Qué dijo César?

– No me atreví a preguntar.

– Thyrso, ve y pregunta -ordenó Gallo.

La respuesta llegó de inmediato: la reina Cleopatra no debía dejar sus aposentos privados, pero cualquiera que ella necesitase podía ir allí, así como se le debía suministrar cualquier cosa que pidiese.

Cleopatra yacía, con los grandes ojos dorados vacíos, en un diván, sin ningún signo de su posición regia.

Gallo se acercó a ella.

– ¿Cleopatra, puedes escucharme?

– Sí -dijo ella con voz ronca.

– ¡Que alguien le dé vino! -ordenó, y esperó hasta que ella hubiese bebido un poco-. Cleopatra, tengo un mensaje para ti de César. Eres libre de moverte por tus apartamentos, comer lo que desees, tener cuchillos a mano para mondar la fruta o cortar la carne, ver a quien quieras. Pero si te quitas la vida, tus hijos morirán de inmediato. ¿Está claro? ¿Lo comprendes?

– Sí, lo comprendo. Dile a César que no intentaré hacerme ningún daño. Debo vivir para mis hijos. -Se levantó apoyada en un codo cuando un sacerdote egipcio con la cabeza afeitada entró seguido por dos acólitos-. ¿Puedo ver a mis hijos?

– No, eso no es posible.

Ella se dejó caer de nuevo y se tapó los ojos con una bella mano.

– Pero ¿aún están vivos?

– Tienes mi palabra de que así es, y la de Proculeio.

– Si las mujeres quieren gobernar como soberanas -le comentó Octavio a sus cuatro compañeros en una cena tardía-, nunca deberían casarse y tener hijos. Son muy pocas las mujeres que puedan superar el amor maternal. Incluso a Cleopatra, que debió de asesinar a centenares de personas (incluida a una hermana y un hermano), se la puede controlar con una simple amenaza a sus hijos. Un Rey de Reyes es capaz de asesinar a sus hijos, pero no la Reina de Reyes.

– ¿Cuál es tu propósito? ¿Por qué no dejar que ponga fin a su existencia? -preguntó Gallo mientras parte de su mente componía una oda-. ¿A menos que quieras que camine en tu triunfo?

– ¡Al último cautivo que quiero ver en mi triunfo es a Cleopatra! ¿No eres capaz de imaginarte a nuestras sentimentales abuelas y madres a todo lo largo del desfile contemplando a esta pobre, esquelética y patética mujer? ¿Ella, una amenaza para Roma? ¿Ella una bruja, una seductora, una puta? Mi querido Gallo, llorarían por ella, no la odiarían. Cubos de lágrimas, ríos de lágrimas, océanos de lágrimas. No, ella morirá aquí, en Alejandría.

– Entonces, ¿por qué no ahora? -preguntó Proculeio.

– Porque, primero, Cayo, debo romperla. Debe ser sometida a una nueva forma de guerra: la de nervios. Debo aprovecharme de su sensibilidad, llenarla de preocupación por sus hijos, mantenerla en el filo de la navaja.

– Sigo sin comprenderlo -señaló Proculeio con el entrecejo fruncido.

– Todo tiene que ver con la manera en que muera. Sea cual sea esa manera debe de ser vista por el mundo entero como algo de su propia elección y no como un asesinato cometido a instigación mía. Debo emerger de esto sin mancha: el noble romano que la trató bien, que le dio todo tipo de comodidades cuando estuvo de nuevo en su palacio, nunca amenazada de muerte. Si toma veneno, me culparán. Si se apuñala, me culparán. Si se ahorca, me culparán. Su muerte debe ser tan egipcia que nadie sospechará de la participación de mi mano.

– Tú no la has visto -dijo Gallo, que se sirvió un trozo de pan con unas extrañas y deliciosas especias.

– No, ni pretendo hacerlo. Todavía. Primero, debo romperla.

– Me gusta este país -afirmó Gallo, con la lengua picante Por la perversa mezcla de sabores del pan.

– Ésa es una excelente noticia. Gallo, porque te dejaré aquí para que gobiernes en mi nombre.

– ¡César! ¿Puedes hacer eso? -preguntó el gratificado poeta-. ¿No será una provincia bajo el mando del Senado y el pueblo?

– No, eso no se puede permitir. No quiero ningún procónsul o propretor enviado aquí con la bendición del Senado -respondió Octavio, que masticó algo que suponía era el equivalente egipcio del apio-. Egipto me pertenece a mí, de la misma manera que Agripa virtualmente posee ahora Sicilia. Una pequeña recompensa por mi victoria sobre Oriente.

– ¿El Senado te complacerá?

– Más le vale.

Los cuatro hombres lo miraban, en lo que parecía una nueva luz; aquél no era el hombre que había luchado inútilmente contra Sexto Pompeyo durante años, ni jugado con la voluntad de su tierra patria al tomar el juramento de servirle. Aquél era César Divi Filius, que sin duda sería un dios algún día y claro amo del mundo. Duro, frío, distante, previsor, no enamorado del poder por el poder en sí mismo, el infatigable adalid de Roma.

– Entonces, ¿qué hacemos por el momento? -preguntó Epafrodito.

– Tú te pondrás en el gran pasillo delante de los apartamentos de la reina y llevarás el registro de todos lo que entren a verla. Nadie le llevará a sus hijos. Dejaremos que sufra durante unos cuantos nundinae.

– ¿No tendrías que marchar a Roma a toda prisa? -preguntó Gallo, ansioso por quedarse regente de sus propios recursos en aquella maravillosa tierra.

– No me moveré hasta que haya conseguido mi propósito. -Octavio se levantó-. Todavía hay luz en el exterior. Quiero ver la tumba.

– Muy bonito -comentó Proculeio mientras pasaban por las habitaciones que llevaban a la cámara del sarcófago de Cleopatra-, pero hay cosas más valiosas en el palacio. ¿Crees que lo hizo con toda la intención, para que le dejemos que conserve todo lo necesario para la vida en el más allá en el que creen?

– Es probable. -Octavio observó la cámara del sarcófago y el sarcófago en sí mismo, una pieza de alabastro con un retrato de la reina en la parte superior pintado con toda exquisitez.

Un olor nauseabundo salía de una puerta al final de una cámara. Octavio entró en la cámara del sarcófago de Antonio y se detuvo bruscamente, los ojos dilatados por el horror. Algo que se parecía a Antonio yacía en una larga mesa, su cuerpo enterrado en sales de natrón, el rostro todavía visible porque, de haberlo sabido, el cerebro de Antonio debía ser retirado en pequeñas cantidades a través de la nariz para luego llenar la cavidad craneal con mirra, casia y barritas de incienso aplastadas.

Octavio tuvo una arcada; los sacerdotes embalsamadores lo miraron por un momento y luego continuaron con su trabajo.

– ¡Antonio momificado! No una muerte romana, sino la que quería. Creo que se tardan tres meses en acabar el trabajo. Sólo entonces quitarán el natrón y lo envolverán con vendas.

– ¿Cleopatra querrá lo mismo?

– Oh, sí.

.-¿Dejarás que continúe este repugnante proceso?

– ¿Por qué no? -preguntó Octavio con indiferencia, y se volvió para marcharse,

– Así que para eso es la abertura en la pared. Para permitir que los embalsamadores entren y salgan. Cuando esté acabado (para ambos) atrancarán las puertas y sellarán la abertura -dijo Gallo, que abrió el camino.

– Sí. Quiero a ambos reducidos a esto. Así, pertenecerán al viejo Egipto y no se convertirán en lémures que acosen a Roma.


Mientras pasaban los días y Cleopatra se negaba a cooperar, Cornelio Gallo tuvo una inspiración respecto a por qué Octavio no quería ver a la reina: le tenía miedo. Su implacable campaña de propaganda contra la Reina de las Bestias lo había convencido incluso a él; si se enfrentaba cara a cara con ella, no estaba seguro de que el poder de su hechicería no acabaría por dominarlo.

Hubo un momento en que ella dejó de comer, pero Octavio puso fin a eso con la amenaza de matar a sus hijos. La misma treta de siempre, pero que funcionaba. Cleopatra comió de nuevo. La guerra de nervios y voluntades continuó entre ellos sin piedad, sin que ninguno de los dos diese ninguna muestra de flaqueza.

Sin embargo, la intransigencia de Octavio tenía un efecto más poderoso en Cleopatra de lo que ella creía; de haber sido capaz de apartarse lo suficiente de su situación, hubiese comprendido que Octavio no se atrevería a matar a sus hijos, todos ellos muy pequeños. Quizá era su convencimiento de que Cesarión había conseguido escapar lo que la cegaba; pero fuera cual fuese la razón, ella continuó convencida de que sus hijos estaban en peligro.


Cuando Sextilis se acercaba a su final y septiembre amenazaba con las tormentas equinocciales. Octavio fue a buscar a Cleopatra a sus habitaciones.

Ella yacía adormilada en un diván, los rasguños, morados y otras reliquias de su dolor por la muerte de Antonio ya estaban curados. Cuando él entró, ella abrió los ojos, lo miró y volvió la cabeza.

– Marchaos -le ordenó Octavio a Charmian e Iras.

– Sí, marchad -dijo Cleopatra.

Él acercó una silla al diván y se sentó, sus ojos activos; varios bustos de Divus Julius salpicaban la habitación, así como también un espléndido busto de Cesarión, esculpido no mucho antes de su muerte porque era más hombre que muchacho.

– Es como César, ¿verdad? -preguntó ella al seguir su mirada.

– Sí, mucho.

– Mejor mantenerlo en esta parte del mundo bien lejos de Roma -manifestó ella con su voz más melodiosa-. Su padre siempre quiso que su destino estuviese en Egipto; fui yo la que asumió la tarea de ampliar sus horizontes, sin saber que él no deseaba un imperio. Él nunca será un peligro para ti, Octavio; es feliz con gobernar Egipto como tu cliente-rey. La mejor manera de resguardar tus propios intereses en Egipto es ponerlo a él en ambos tronos y prohibir a todos los romanos que entren al país. Él se ocupará de que tengas todo lo que desees: oro, trigo, tributos, papel, lino. -Ella exhaló un suspiro y se estiró, consciente de su dolor-. Nadie en Roma necesitará saber nunca que Cesarión existe.

Sus ojos se apartaron del busto para fijarse en su rostro.

«Oh, había olvidado lo hermoso que son sus ojos -pensó ella-. Tan plateados como grises, tan llenos de luz, y perfilados con unas pestañas gruesas y largas de cristal. ¿Por qué entonces nunca revelan sus pensamientos? Tampoco lo hace su rostro. Un rostro hermoso que recuerda al de César, pero no es tan angular, la forma de los huesos de la barbilla menos pronunciada, y, a diferencia de César, él va a mantener toda esa cabellera dorada.»

– Cesarión está muerto. -Octavio lo repitió-: Cesarión esta muerto.

Ella no le respondió. Sus ojos buscaron los suyos y se engancharon allí, inmóviles, como un estanque podrido de color verde marrón; su faz se demudó desde la línea de los cabellos hasta el cuello en un relámpago y dejó la hermosa piel de un color gris blanquecino.

– Vino a verme montado en un camello con dos compañeros cuando yo marchaba por la carretera a Alejandría desde Menfis. La cabeza llena de ideas de que podría convencerme para que te perdonase y salvase al doble reino. ¡Tan joven! ¡Tan engañado sobre la honorabilidad de los hombres! Tan seguro de poder convencerme. Me dijo que tú lo enviabas lejos, que se suponía que él debía navegar desde Berenice hasta la India. Como yo ya había localizado el tesoro de los Ptolomeo (sí, señora, César te traicionó y me dijo dónde encontrarlo antes de morir) no necesité torturarlo para saber dónde estaba. No creo que me lo hubiese dicho aunque lo hubiese torturado. Un joven muy valiente, no me costó verlo. Sin embargo, no se le podía permitir que viviese. Con un César es suficiente, y yo soy ese César. Yo mismo lo maté y lo enterré en la carretera de Menfis en una tumba sin marcar. -Giró el puñal en la herida-. Su cuerpo fue envuelto en una alfombra. -Luego buscó en la bolsa que llevaba al cinto y le dio algo-. Su anillo.

– ¿Asesinaste al hijo de César?

– Con pesar, pero sí. Era mi primo, tengo la culpa de sangre. Pero estoy preparado para vivir con las pesadillas.

Su cuerpo se retorció, se estremeció.

– ¿Es el placer de presenciar mi dolor lo que te hace decirme estas cosas? ¿O es política?

– Política, por supuesto. En carne eres un maldito incordio para mí, Reina de las Bestias. Tienes que morir, excepto que no veo la manera de no tener nada que ver con tu muerte; es muy difícil.

– ¿No me quieres para tu triunfo?

Edepol! ¡No! Si parecieses una amazona te haría desfilar alegremente, pero no con el aspecto de un gatito desnutrido.

– ¿Qué hay de los otros jóvenes? ¿Antillo? ¿Curio?

– Muertos, junto con Canidio, Casio Parmensis y Décimo Turullio. Perdoné a Cinna; no es nada.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¿Qué hay de los hijos de Antonio? -susurró ella.

– Están bien. No han sufrido daño alguno. Echan de menos a su madre, a su padre, a su hermano mayor. Les dije que estáis todos muertos; que lloren ahora, cuando es oportuno. -Su mirada pasó a una estatua de César Divus Julius vestido como faraón egipcio muy peculiar-. Tú sabes que no disfruto con esto. No me produce ninguna alegría causarte tanto sufrimiento. Pero lo hago de todas maneras. ¡Soy el heredero de César! Pretendo gobernar el mundo de un extremo al otro y de un lado al otro del Mare Nostrum. No como un rey o siquiera como un dictador, sino como un simple senador dotado con todo el poder de los tribunos de la plebe. ¡Todo correcto! Hace falta un romano para que gobierne el mundo como debe ser gobernado. Alguien que no disfrute del poder, sino del trabajo.

– El poder es la prerrogativa del gobernante -señaló ella sin comprender.

– ¡Tonterías! El poder es como el dinero, una herramienta. Vosotros sois los locos, los autócratas orientales. Ninguno de vosotros ama la tarea, el trabajo.

– Tomarás Egipto.

– Naturalmente. Aunque no como una provincia llena de romanos. Necesito controlar correctamente el tesoro de los Ptolomeo. Con el tiempo, la gente de Egipto (en Alejandría, el Delta y a lo largo del Nilo) llegará a pensar en mí como piensan en ti. Administraré Egipto mejor que tú. Tú maltrataste esta hermosa tierra de abundancia con la guerra y la ambición personal, gastaste dinero en barcos y soldados en la errónea creencia de que el número siempre gana. Lo que gana es el trabajo, además, como diría Divus Julius, de la organización.

– ¡Qué presumidos sois los romanos! ¿Tú matarás a mis hijos?

– ¡No! En cambio, los haré romanos. Cuando zarpe para Roma vendrán conmigo. Mi hermana Octavia los criará. ¡La más adorable y dulce de las mujeres! Nunca podré perdonar a aquel palurdo de Antonio por herirla.

– Vete -dijo ella, y le volvió la espalda.

Él se preparaba para marcharse cuando ella habló de nuevo.

– Dime, Octavio, ¿sería posible enviar a buscar algunas frutas del campo?

– No si les piensas añadir veneno -respondió él con viveza-. Haré que cada pieza sea probada por tus propias doncellas en el lugar que indique con mi dedo. Yo seré el culpable si hay el más mínimo indicio de que mueres envenenada. ¡No se te ocurra ninguna idea grandiosa! Si intentas que parezca que yo te asesino, estrangularé a tus tres hijos. ¡Lo digo de verdad! Si me culpan por tu muerte, ¿qué importa si asesino a tus hijos? -Pensó en alguna otra cosa y añadió-: Ni siquiera son unos niños muy bellos.

– Nada de veneno -dijo ella-. He encontrado la manera de morir que te absuelva de toda culpa. Quedará claro para todo el mundo que escogí la manera yo misma, por mi propia voluntad, moriré como faraón de Egipto, con toda dignidad y corrección.

– Entonces puedes enviar a que te traigan tu fruta.

– Una cosa más.

– ¿Sí?

– Comeré este fruto especial en mi tumba. Podrás inspeccionar cómo fue mi muerte después de que se haya producido. Pero insisto en que dejes a los sacerdotes embalsamadores que acaben su trabajo con Antonio y conmigo. Luego manda sellar la tumba. Si tú mismo no estás en Egipto, debe hacerlo la persona delegada por ti.

– Como quieras.


El busto de Cesarión llenaba sus ojos; no más lágrimas, se había acabado el tiempo para ellas. «¡Mi hermoso, hermoso muchacho! Qué parecido eras a tu padre, y, sin embargo, qué poco tenías de él. Me engañaste con tanta astucia que no sospeché de tus intenciones. ¿Confiar en Octavio? Eras demasiado ingenuo para ver la amenaza que representabas para él, demasiado poco romano. Ahora yaces en una fosa sin marcar, sin una tumba a tu alrededor, sin una barca para navegar por el Río de la Noche, sin comida ni bebida, sin una cama cómoda. Aunque creo que puedo perdonárselo todo a Octavio excepto la alfombra: una artera broma. Lo que él no sabe es que su venganza te dio un sarcófago, suficiente para contener tu Ka por un tiempo.»

– Llamad a Cha'em -dijo cuando Iras y Charmian entraron.

Él siempre había tenido el aspecto intemporal de un sacerdote de Ptah, aquel jefe de la orden exilado de su recinto para servir al faraón, pero en esos días tenía el aspecto de una momia.

– No necesito decirte que Cesarión está muerto.

– No, hija de Ra. El día que tú me preguntaste, yo ya sabía que no viviría más allá de su decimoctavo cumpleaños.

– Lo envolvieron y lo enterraron junto a la carretera de Menfis; allí debe de haber algunas señales donde se detuvo el ejercito. Por supuesto, ahora regresarás al recinto de Ptah y te ocuparás de cargar tus carros, burros y carretillas. Encuéntralo, Cha'eni, y ocúltalo dentro de la momia de un toro. Ellos no te retendrán mucho tiempo si es que te detienen. Llévalo a Menfis para un entierro secreto. Aún derrotaremos a Octavio. Cuando esté en el Reino de los Muertos, debo ver a mi hijo en toda su gloria.

– Así se hará -dijo Cha'em.

Charmian e Iras lloraban; Cleopatra las dejó llorar, y después las mandó callar.

– ¡Callaos! Se acerca el momento y necesito que se hagan ciertas cosas. Que Apolodoro mande a buscar una cesta de higos sagrados. Completa. ¿Lo habéis comprendido?

– Sí, majestad -susurró Iras.

– ¿Qué prendas vestirás? -preguntó Charmian.

– La doble corona. Mi mejor collar, faja y brazaletes. El vestido blanco plisado con la chaqueta recamada que vestí para César años atrás. Nada de zapatos. Alheña en mis manos y pies. Dáselo todo a los sacerdotes para el día cuando me pongan en mi sarcófago. Ya tienen la armadura de mi amado Antonio, la que vistió cuando coronó a mis hijos.

– ¿Los niños? -preguntó Iras al recordarlos-. ¿Qué pasa con ellos?

– Marchan a Roma para vivir con Octavia. No la envidio.

Charmian sonrió entre lágrimas.

– ¡No cuando se trata de Filadelfo! ¿Me pregunto si habrá pateado las espinillas de Octavio?

– Es probable.

– ¡Oh, señora! -gritó Charmian-. ¡Nunca había imaginado que esto terminara de esta manera!

– No lo hubiese hecho de no haberme encontrado con Octavio. La sangre de Cayo Julio César es muy fuerte. Ahora, dejadme.

«Se supone -pensó Cleopatra mientras caminaba por la habitación, la mirada puesta en el busto de Cesarión- que uno debe pensar durante toda su vida en este momento, pero no quiero hacerlo. Sólo quiero pensar en Cesarión, en su suave cabeza dorada contra mi pecho mientras bebía mi leche con grandes y largos tragos. Cesarión jugando con su caballo de Troya de madera; sabía el nombre de cada uno de los cincuenta muñecos de su vientre. Cesarión decidido a tener sus títulos como faraón. Cesarión levantando los brazos a su padre. Cesarión riéndose con Antonia. Siempre y para siempre, Cesarión. Oh, me alegro de que se acabe. No puedo soportar seguir caminando por este valle de lágrimas ni un momento más. Los errores, los pesares, las sorpresas, las luchas. La viudez. ¿Todo para qué? Un hijo que no comprendí, dos hombres que no comprendí. Sí, la vida es un valle de lágrimas. Estoy tan agradecida por la oportunidad de abandonarla con mis condiciones.»


La cesta de higos llegó con una nota de Cha'em donde decía que todo se había hecho según sus órdenes, que Horus la recibiría cuando llegase, que el propio Ptah había facilitado el instrumento.

Se bañó escrupulosamente, se puso un vestido sencillo y caminó con Charmian e Iras a su tumba. Los pájaros cantaban en el alba. La perfumada brisa de Alejandría soplaba suavemente.

Un beso a Iras, otro a Charmian; Cleopatra se quitó el vestido y permaneció desnuda.

Cuando levantó la tapa del cesto de higos, los frutos se movieron para facilitar el paso a una inmensa cobra real. «¡Aquí! ¡Ahora!» Cleopatra sujetó el cuerpo de la cobra con las dos manos justo por debajo de su caperuza cuando se irguió fuera del cesto y le ofreció los pechos. La cobra mordió con un golpe audible, un golpe tan poderoso que ella se tambaleó y la dejó caer.

La cobra se alejó de inmediato para esconderse en un rincón oscuro, y acabaría por encontrar una salida a través de un conducto. Charmian e Iras se sentaron mientras la reina moría, un proceso corto pero agonizante. Rigidez, convulsiones, un coma inquieto. Cuando murió, las dos mujeres se ocuparon de sus muertes.

Desde las sombras se adelantaron los sacerdotes embalsamadores para llevarse el cuerpo del faraón y colocarlo en una mesa desnuda.

El puñal con que hicieron la incisión en su flanco era de obsidiana; a través del tajo sacaron el hígado, el estómago, los pulmones y los intestinos. Cada uno fue lavado, enrollado, envuelto con hierbas y especies, excepto el incienso, prohibido, y después los colocaron en una jarra canópica con natrón y resina. El cerebro lo quitarían más tarde, después de que el conquistador romano hiciese su visita.

Para el momento en que llegó con Proculeio y Cornelio Gallo, ella estaba cubierta con montañas de natrón salvo el pecho y la cabeza; sabían que los romanos deseaban ver cómo había muerto.

– ¡Dioses, mirad el tamaño de los agujeros de los colmillos! -dijo Octavio, y los señaló. Luego, dirigiéndose al jefe de los embalsamadores, le preguntó-: ¿Dónde esta el corazón? Me gustaría ver el corazón.

– El corazón no se quita, señor, ni los riñones -respondió el hombre con una reverencia.

– Ni siquiera parece humana.

Octavio no daba la impresión de estar afectado, pero Proculeio se puso pálido, se excusó y salió.

– Las cosas se encogen cuando la vida sale de ellas -dijo Gallo-. Sé que era una mujer pequeña, pero ahora es como una niña.

– ¡Bárbaro!

Octavio se marchó.

Estaba aliviado y encantado por la solución dada a su dilema: ¡una serpiente! ¡Perfecto! Proculeio y Gallo habían visto las marcas de los colmillos, podrían atestiguar públicamente cómo murió Cleopatra. «¡Qué monstruo debe de ser aquella cosa! -pensó-. Me hubiese gustado verlo, sobre todo con una espada en la mano.»


Aquella noche, un tanto ebrio -había sido un mes agotador-, Octavio se apartó para que su ayuda de cámara quitase las mantas para que él pudiese acostarse. Allí, enroscada en medio del lecho, había una cobra de dos metros de largo, gruesa como el brazo de un hombre. Octavio gritó.

Загрузка...