Capítulo XII

Pero no había nadie que amara en Lines desde el día en que ellos lo abandonaran.


El viejo mayordomo de los ojos de escarcha oteaba incansablemente el horizonte. Al día siguiente de su partida envió gente en busca de Aranmanoth y de la esposa del Señor de Lines, y pasaba los días enteros, y sus noches, esperando alguna señal de quienes salieron tras ellos.


Y Orso volvió una noche en la que la oscuridad no se atrevía a adueñarse completamente de cuanto quedaba bajo ella. Fue una noche extraña; el cielo parecía indeciso y tembloroso, y Orso avanzaba con su pequeña tropa de regreso al hogar.


El Señor de Lines había ayudado a incendiar aldeas, a destruir cuanto encontraba a su paso obedeciendo las órdenes del Conde. Pero ahora, de regreso a Lines, algo pesaba en su corazón, y era algo que parecía atenazarle como si se tratara de una inconfesable traición. Orso se había educado y preparado para ser un caballero y, desde niño, sabía que la traición suponía una mancha imborrable, imposible de limpiar.


Y llegó a Lines aquella noche extraña e indecisa, y supo inmediatamente, en boca del hombre de los ojos de escarcha, que nada bueno le esperaba Orso quería estar solo; pidió reposo y silencio y se sentó junto al fuego en el viejo sillón que, tiempo atrás, fuera de su padre. En aquel momento supo que toda su vida no era más que un gran deseo de estar solo frente al calor y la misteriosa luz del fuego.


– No me cuentes nada porque nada quiero oír -dijo, sin mirarle, al mayordomo-. Mañana, o cuando el momento lo indique, te escucharé.


Y así quedó Orso a solas frente al fuego, y cerró los ojos a cuanto le rodeaba. Pero supo, a pesar de su soledad y su silencio, que el recuerdo de Aranmanoth le acompañaba. Y recordó el momento en el que el niño apareció en la puerta de la casa acompañado por aquel anciano que le llevaba de la mano y que después se perdió en la oscuridad, y la emoción que le invadió cuando su hijo le habló por vez primera: «Soy Aranmanoth, Mes de las Espigas». Orso quería olvidar, pero su propia soledad se lo impedía.


La noche se abría como un abanico oscuro que puede cerrarse o abrirse. Pero fueron sus ojos quienes se abrieron, se acercó lentamente a una de las ventanas de sus aposentos y desde allí le pareció escuchar el rumor de la hierba. Entonces su corazón pareció liberarse y escapar de una prisión que lo mantenía cautivo. Y Orso sintió ganas de llorar, y no por las atrocidades cometidas, ni por el horror causado en todas aquellas gentes de las que él no tenía noticia. Eran la noche y su inmensa soledad quienes le provocaban esos incontenibles deseos de llorar. Era su ignorancia, y el miedo a sí mismo. Eran las estrellas que parecían observarle desde el firmamento con unos ojos que él no alcanzaba a distinguir.


Y así pasó la velada, hasta que el cansancio le venció y se recostó, sin despojarse de sus ropas, sobre el lecho.


Volvió el sol, rojo, casi iracundo, feroz, y se apoderó nuevamente de la tierra.


El hombre de los ojos de escarcha llamó suavemente a la puerta de los aposentos de Orso y éste le hizo pasar. Escuchó sus palabras en absoluto silencio, sin que su expresión variara en ningún momento. Así fue como Orso conoció la huida de Aranmanoth y Windumanoth, y escuchó la palabra «traición» en la voz del mayordomo que hablaba entre susurros, como si temiera oírse a sí mismo. Orso fue hacia la ventana y desde allí contempló el resplandor del sol, cada vez más intenso, y los bosques inmensos que durante tanto tiempo le habían acompañado y, quizá, protegido.


Y entonces supo que aquello que en su entorno se consideraba una traición para él no lo era. Aquella mañana, Orso descubrió que la verdadera traición que él temía era secreta e inconfesable: la traición a sí mismo.


Siguió escuchando al hombre de los ojos de escarcha mientras el sol, impío y poderoso, se adueñaba completamente del cielo. Ya no quedaban los susurros de la noche, ni las imágenes que le conmovieron frente al fuego, cuando él, solo y sentado en su viejo sillón, repasó los momentos más importantes de su vida.


– Señor, como bien comprenderéis, no se puede tolerar un ultraje semejante -dijo el mayordomo.


Orso le miró fijamente y, sin que ninguna palabra brotara de sus labios, le ordenó salir de su estancia.


Y el Señor de Lines salió de la casa, montó en su caballo y, al galope, regresó al bosque en busca del manantial. Cuando nuevamente se halló ante él, Orso se sentó en la orilla y contempló, y escuchó, el continuo fluir del agua. «¿Por qué?», se preguntaba. «¿Por qué el amor de dos niños despierta tanto odio, o rencor, en los seres humanos?», se dijo. Y de pronto se vio a sí mismo muchos años atrás, cuando no era más que un niño solitario que temblaba ante las voces que susurraban las mujeres frente al fuego. Pero también recordó el tiempo que pasó en el castillo del Conde, su duro aprendizaje, los castigos y las leyes que debía respetar y que, sin embargo, nunca llegó a comprender. El látigo de su padre parecía restallar nuevamente en su espalda. Una gran confusión se apoderó de su mente hasta que la ira le invadió


«¿Por qué razón toda su vida había sido una sucesión de latigazos en su joven espalda?», se preguntaba.


«¿Por qué únicamente aquella vez, en el manantial pudo sentirse libre y en paz?» El ahogo crecía dentro de su pecho. Orso recordaba momentos hermosos y llenos de placer al lado de otros muchachos allá en el castillo del Conde y, sin embargo, se daba cuenta de que todos aquellos instantes estaban prohibidos, espiados, amenazados. Y entonces pensó, mientras contemplaba el suave fluir del agua, que la felicidad es algo que no se tolera, como si hubiese alguien que quisiera erradicarla de la naturaleza de los humanos.


Y llegó la orden del Conde. Éste quería que los dos fugitivos que, en su opinión, oscurecían y manchaban las nobles acciones, las gestas guerreras y la lealtad de Orso, fuesen perseguidos y castigados.


Aranmanoth y Windumanoth iban en dirección contraria a la de sus perseguidores. Los dos muchachos se dirigían hacia Lines, en busca de Orso. Deseaban contarle todo lo ocurrido desde el día de su partida, su infatigable búsqueda del Sur, los encuentros con las dos hermanas de Windumanoth, la generosidad de las gentes que hallaron en su camino y, sobre todo, la pureza del sentimiento que había nacido en ellos.


Las noches empezaban a ser cada vez más largas y frías. De aquí para allá iban y venían seres que huían, o soñaban, o se escondían. Aranmanoth y Windumanoth regresaban a Lines, conocían el destino de sus pasos, pero ignoraban por completo que una cruel amenaza se cernía sobre sus cabezas.


Su caballo se había convertido en un cansado animal que a duras penas les podía transportar.


– Lo que debéis hacer con ese caballo es matarlo -les dijo uno de los hombres que encontraron por el camino.


– ¿Por qué? -preguntó Aranmanoth asustado.


– Por que ya no sirve para nada… Y así podréis ahorrarle sufrimientos.


Aranmanoth se acercó a su viejo amigo, acarició su belfo, y por un momento pensó que existía alguna ley antigua y desconocida para él que prohibía y negaba la palabra amor. Y Aranmanoth se estremeció, como si de pronto, se abriera ante él el más feroz invierno que se pudiera imaginar.


– ¿Por qué tiemblas? -le preguntó Windumanoth abrazándose a él.


– Tengo miedo -dijo Aranmanoth.


Tomaron de las bridas al viejo caballo y, sin subirse más a su lomo, lo llevaron con ellos.


Formaban parte de una inmensa riada de gentes. La mayoría huía de la devastación que habían sufrido sus hogares, pero otros había también que, como ellos, regresaban a sus aldeas. Sin embargo, tan sólo encontraban destrucción y cenizas aún ardientes en los lugares que, poco tiempo antes, fueron sus chozas, sus casas o sus refugios. El cielo seguía cubierto por una gran nube de partículas negras, y el olor nauseabundo a carne y aldeas quemadas se hacía en ocasiones insoportable.


Pero la esperanza no desaparecía. Los que llegaban a sus antiguos hogares, ahora convertidos en despojos, lloraban y maldecían, se arrodillaban junto a algún árbol que aún se mantenía en pie y miraban al cielo buscando una respuesta que nunca llegaba. Pero al cabo de un tiempo de desesperación y de enorme tristeza, la ilusión regresaba y se disponían a levantar, piedra a piedra, una nueva vida.


Aranmanoth y Windumanoth se despidieron de todos aquellos hombres y mujeres que durante tanto tiempo habían sido sus amigos, y prosiguieron su camino hacia el señorío de Lines.


– Tened cuidado -les dijeron mientras se alejaban-. Niños, tened mucho cuidado.


Y parecía que en sus ojos hubiera una pena anticipada, un presentimiento que se dibujaba en aquellas palabras.


Así avanzaban en su regreso. Y durante todos aquellos días fueron reconociendo paisajes a la vez que hallaban el horror de las batallas y de las derrotas: las aldeas quemadas, los campos calcinados y las agoreras aves negras atravesando atardeceres que hubieran sido hermosos de no verse rodeados de tanta desolación.


Hasta que un día sintieron que el cielo rosado se extendía como un manto bienhechor sobre sus cabezas. El color y el olor de la paz se adivinaban en el horizonte. A pesar del cansancio vieron como la ira y la violencia iban quedando atrás. Encontraron alquerías con paredes blancas y limpias, sin señales de destrucción, los campos de trigo observaban su lento caminar y parecían recibirles esperanzados. Y vislumbraron en el cielo pájaros que nada tenían que ver con los que anunciaban la muerte. Eran las aves que les acompañaron en sus primeros días, sencillas y sin gran colorido, como los ruiseñores que cantan, simplemente, para escucharse o hacerse escuchar. Aranmanoth y Windumanoth recordaron al muchacho de los ojos negros, aquel poeta que tañía las cuerdas de su extraño instrumento y entonaba dulces, aunque tristes, melodías.


– ¿Adónde habrá ido? -se preguntaban.


Las riacheras negras volvían a formar parte de sus vidas. Las veían bajar, como flechas blanquinegras, hacia el río en busca de comida. Contemplaban su vuelo y la sonrisa aparecía en sus rostros cansados.


Una mañana, cuando apenas había asomado el sol tras las colinas, Aranmanoth escuchó el canto de un mirlo. Se habían dormido bajo un gran moral, y el muchacho se incorporó y vio cómo el cansado caballo les abandonaba. Despacio, pero inexorablemente, se alejaba de ellos en dirección a los bosques que de nuevo les rodeaban, cada vez más espesos.


Sin detenerle, Aranmanoth contempló el lento y fatigado caminar de su viejo amigo que, poco a poco, se iba haciendo más pequeño ante su mirada. El caballo se internó en la espesura del bosque para no regresar jamás. La alta hierba del prado que se extendía frente a los bos~ ques iba doblándose, como si un gran pesar la agitase. «La hierba llora», pensó Aranmanoth. «Pero no sólo llora por nuestra separación, la hierba está llorando por algo aún más triste…», se dijo.


En aquel momento, Windumanoth se desperezó y abrió los ojos. El sol ya se había apoderado completamente del cielo, y deslumbrada, protegió su rostro con las manos. Pero sonrió cuando vio a Aranmanoth junto a ella.


Y fue entonces cuando se apercibieron de que, nuevamente, la hierba se doblaba bajo las pisadas de una criatura que se dirigía hacia ellos.


Unos ladridos que eran como los estallidos de un gozo largamente esperado llenaron el aire de aquella mañana. El joven cachorro que dejaron en Lines se había convertido en un lobo adulto y hermoso.


Se abalanzó sobre ellos y, lamiéndoles la cara y las manos, daba saltos de alegría a su alrededor.


– ¡Es Aranwin! -gritó Windumanoth.


Y los dos se dieron cuenta de que, verdaderamente, regresaban al lugar que su memoria retenía como bello, lleno de esperanza y alejado de la crueldad que habían conocido en su búsqueda imposible del Sur. Se sentaron entre las altas hierbas y por sus mentes tan sólo se cruzaban las palabras alegría y reencuentro.

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