Capitulo II

Cuando Orso divisó, aún lejanas, las montañas que anunciaban su tierra, un antiguo olor, como un perfume cálido y envolvente, llegó hasta él invadiendo cuanto le rodeaba. A golpes de memoria supo que regresaba a sus raíces, y espoleó su montura intentando acortar cuanto le fuera posible la distancia que aún le separaba de aquellas tierras.


Una alegría, casi dolorosa, crecía en su interior. Los recuerdos de su infancia, sus sueños de niño, las conversaciones de las mujeres junto al fuego se mezclaban ahora, atropelladamente, con las duras imágenes de su aprendizaje en el castillo del Conde para convertirlo en un joven destinado a la violencia. Los latigazos con que su padre le advertía de la dureza del mundo se confundían en su memoria con los aullidos de aquel pequeño perro, sin raza ni destino precisos -puesto que ni era cazador, ni pastor, ni era faldero; sólo pequeño y amigo que le acompañaron hasta el último recodo del camino la mañana en que partió hacia el castillo del Conde, y que se perdieron -ahora lo sabía- como el sol y las montañas, mundo abajo. Pero todo regresaba ahora, confuso y nítido a la vez, doloroso y sobrecogedor. El pequeño mundo que Orso conocía se mezclaba en su memoria.


En la linde de sus tierras le esperaban sus gentes. Por un momento se sintió conmovido por la fugaz ilusión de que su madre estuviera allí, con los brazos abiertos como la recordaba el último día, cuando le despidió de la casa. Y una pregunta ensombreció la alegría del regreso: «¿Por qué mi madre abría los brazos para despedirme, como si estuviera esperándome? ¡Qué extrañas y desconocidas son las mujeres!», pensó. Y las recordó vivamente, como si las viera, al tiempo que se veía a sí mismo corriendo hacia ellas, tras una travesura, en busca de refugio. «¡Qué misterioso es su mundo!», se dijo en voz alta.


Cuando se halló junto a su padre, el Señor de Lines era sólo un pálido reflejo de aquél que Orso conservaba en su memoria. «¿Acaso siempre había sido así?», se preguntó desconcertado. Alejó estos pensamientos de su mente y se inclinó hacia el lecho donde intentaba incorporarse un anciano tan frágil y quebradizo que nadie ahora podría imaginarle sosteniendo un látigo en la mano. Habían pasado muchos años. Tantos que Orso comenzó a dudar de sus recuerdos.


Ayudado por su sirviente Mut, tan envejecido como él y tan obediente como siempre lo había sido, el Señor de Lines se incorporó y contempló a su hijo como jamás lo hiciera antes:


– Orso -dijo-, tú serás ahora el Señor de Lines. Y, apoyando sus manos temblorosas sobre los hombros del muchacho, le besó en ambas mejillas por pri~ mera y última vez.


Antes del amanecer murió.


A partir de aquel día, tras el entierro de su padre, Orso se convirtió en el joven Señor de Lines. Poco a poco su carácter y su comportamiento fueron transformándose. Se volvió hosco y huraño, silencioso e introvertido; en sus ojos, el brillo que siempre resplandecía al contemplar las montañas o los bosques ahora no era más que una tenue luz a punto de extinguirse, una luz sin apenas vida que recordaba a la que recubre algunas piedras bajo el agua, escondidas y mudas. Y llegó el día en que el parecido con su padre era tal que familiares, campesinos y siervos llegaron a confundirle con él.


A veces, alguna anciana, hilando en su rueca, decía:


– Orso era un niño hermoso, bueno y tocado por las criaturas del bosque. Me acuerdo de sus cabellos castaños, casi dorados, y de sus ojos dulces como el mosto: tenían su color. Pero el tiempo le ha vuelto oscuro y fiero, y poco recuerda a aquel niño que, algunas veces, venía a pedirme que le contara la leyenda del hada del Manantial. Ahora es el Señor de Lines y apenas se diferencia de su padre. También he visto el látigo en su mano y he oído su restallar. Y me pregunto: ¿adónde se fue ese niño que yo conocía y que, sin embargo, no ha muerto, ni está en ninguna parte?, ¿qué ha sido de él? ¡Ay, la vida es una larga pregunta que nadie sabe contestar!


Aquellas criaturas del bosque a las que aludían las viejas hilanderas habían abandonado, al parecer, al joven Señor de Lines.


Pasaron algunos años, durante los cuales Orso hubo de probar su lealtad al Conde. Fue requerido en varias ocasiones para combatir junto a su señor en las innumerables luchas que éste mantenía con sus vecinos o sus enemigos personales -y eran muchos, según pudo ir conociendo Orso-, puesto que su señor era belicoso, ambicioso y, a la vez, poco escrupuloso con sus semejantes. Orso le había jurado lealtad, y este pacto, según le aleccionara su padre, era sagrado. El Conde era su señor y le debía obediencia.


Orso no tenía grandes ambiciones, ni era violento por naturaleza y, aunque se veía abocado a pequeños lances -que mucho respondían a estos dos incentivos-, la verdad es que su vida transcurría sin grandeza alguna. Tal vez, por su talante, o a pesar de él, lo cierto es que el Conde fue distinguiéndole de los de su entorno. Le otorgó honores y donaciones sustanciosas que, quizá, otros merecían más que él. Fue, por tanto, objeto de envidias y rencores. Pero tan oscuros sentimientos, del mismo modo que se encendian, se apagaban sin ruido ni grandes consecuencias.


Una noche Orso despertó envuelto en sudor e inquietud. Era la inquietud que causa sentirse observado por alguien. Pero estaba solo, únicamente el pequeño lebrel, Rai, que dormía plácidamente a sus pies, y Ari, su sirviente, le acompañaban. Ambos dormían. Sin embargo, Orso notaba que alguien le estaba mirando o, al menos, recordando, que son cosas parecidas.


Un lejano rumor de agua llegó hasta él. La voz del agua volvía, y Orso permaneció inmóvil unos segundos mientras aquel sonido se hacía cada vez más preciso. Después de tantos años de miedo y silencio, regresaban las voces, las mismas que marcaron su infancia y que -ahora lo sabía-, como lento y espaciado goteo, eran parte de su vida: «Despierta, Orso, y recibe al hijo que te prometí y al que debes amar».


Orso se cubrió apresuradamente con el manto y, aún descalzo y sin despertar a nadie, descendió hasta el último escalón de la torre.


Entonces vio a un hombre viejo. Tenía el aspecto de un campesino y llevaba de la mano a un niño. El anciano le dijo:


– Señor de Lines, éste es tu hijo: Aranmanoth, Mes de las Espigas.


Y, apenas lo hubo dicho, el viejo desapareció, como si nunca hubiera estado allí. Sin embargo, el niño permanecía quieto, mirando a Orso tan intensamente que éste no pudo sino apartar sus ojos de él.


El niño tendría unos diez u once años. Era alto, delgado y tan rubio que parecía contener toda la luz de agosto.


Entonces Orso se inclinó hacia él y le dijo:


– ¿Qué es lo que ese hombre ha dicho? ¿Quién eres y por qué estás aquí? -Porque Orso había olvidado, como bien anunció el hada, lo que años atrás había sucedido en el Manantial.


El niño sonrió, y jamás Orso recordó, en todos los años de su vida, una sonrisa parecida: ni alegre ni triste, algo parecido a un despertar. Y, por primera vez, oyó su voz:


– Yo soy tu hijo Aranmanoth, Mes de las Espigas.


– ¿Mi hijo? -casi gritó Orso-. Yo no tengo hijos.


– Soy Aranmanoth, Mes de las Espigas. Tu hijo.


Entonces, el antiguo rumor regresó y Orso recuperó en su memoria la voz del Manantial, las palabras del hada y su presencia incorpórea en el bosque. Se arrodilló ante el niño, le abrazó, y le dijo:


– Hijo mío -entre asombrado y temeroso-, hijo mío.


Y, como todos los padres del mundo, no supo decir nada más.


Aranmanoth sacó un pergamino de entre los pliegues de su túnica y se lo entregó a Orso.


– No sé leer -dijo Orso, por primera vez pesaroso por semejante carencia.


– Yo lo leeré para ti -dijo el niño.


Pero no fue necesaria aquella lectura porque la voz regresó, y Orso pudo conocer cuanto deseaba decirle: «En el calendario del viejo rey soy el Mes de las Espigas, y es el Mes de las Espigas Aranmanoth, que fue concebido por Orso y el hada más joven del Manantial. Soy el llamado Aranmanoth, de doble naturaleza, a medias mágica, a medias humana. Yo soy la juventud y la vida y tú eres mi padre».


– ¡Fui víctima de un encantamiento o brujería! -gritó Orso. Estaba asustado. Era valiente, e incluso cruel con quienes le parecía oportuno, pero ahora no sabía a quién debía enfrentarse, puesto que ni siquiera se trataba de un enemigo conocido o presentido. Y esto le confundía de tal modo que ninguna de las enseñanzas ni entrenamientos recibidos le valía ahora para defenderse o atacar.


Entonces dijo el niño:


– Yo soy tu hijo, Aranmanoth.


– ¿Aceptas que fui víctima de un encantamiento? -gritó Orso. Y temblaba al decirlo, como no había temblado nunca ante la espada o la lanza.


– Sí -repitió el niño como un eco-. De un encantamiento.


Un silencio tan grande que ni la hierba osaba crecer, ni las nubes navegar, ni el viento empujar hoja alguna, llegó hasta ellos. Y como una corteza estalló la escondida memoria que durante largo tiempo llevaba aprisionada, y regresó la voz antigua, y con ella el rumor del agua, la sombra del bosque, la hermosa criatura que le abrazó y que, por primera vez, le hizo conocer cuán placentera puede ser, entre los brazos de otro ser, una agonía pequeña e infinita. Todo renacía en su corazón, y sólo atinó a repetir: «Hijo mío».


Orso abrazó a Aranmanoth, y conoció el aroma a trigo de sus largos y dorados cabellos, tan rubios como jamás viera y, acariciándolos con sus dedos, palpó en sus extremos una pequeña trenza. Así era cada mechón, como una delicada espiga.


– Encantamiento -se dijo una vez más, llevándose a los labios aquella espiga amada y nacida de sus más remotos deseos-. Encantamiento.


Despertó a la casa, despertó a todos sus habitantes, desde el más engreído mayordomo al más travieso pinche de cocina.


Reunió a su gente en el patio y, llevando de la mano a Aranmanoth, dijo:


– Éste es mi hijo muy amado, éste es Aranmanoth, Mes de las Espigas, y en él descansa toda mi esperanza y cuanto poseo. Respetadle, amadle y temedle, porque en él deposito todos mis deseos.


Por supuesto que ninguno de cuantos escucharon estas palabras comprendió su significado. Acaso, el mismo Orso tampoco. Pero la antigua voz hablaba entre sus labios. Y un suave, dulce temblor hacía que sus palabras, si no comprendidas, fueran acatadas.


A partir de aquel día Orso fue requerido, cada vez con más frecuencia, por su señor, el Conde. Éste engrandecía sus dominios con una rapidez asombrosa, y su nombre era cada vez más conocido por la crueldad que demostraba con quienes se oponían a sus intereses, como por su generosidad hacia quienes le eran adictos. El Conde, tan oscuro en su apariencia como brillante en sus hazañas, era extremadamente astuto y buen conocedor de las miserias humanas. Utilizaba con gran sabiduría tanto la bien adiestrada tropa a su mando, como la humana naturaleza de cuantos le rodeaban y servían. Apreciaba a Orso por su lealtad. Le tenía por buen soldado -aunque sin rozar el heroísmo-, y esta particularidad era muy bien considerada por un hombre como el Conde, que no se dejaba llevar por actos heroicos, sino por el buen sentido, la prudencia y la lealtad. Y de este modo, día tras día, escaramuza tras escaramuza, Orso fue ascendiendo en su consideración y, naturalmente, en su posición. Porque, al fin y al cabo, Orso era bueno, valiente sin locura, de talante noble, porque no había ocasiones de no serlo y, si acaso alguna vez se le presentó esta posibilidad, o bien no se enteró de cuántos beneficios podría obtener, o bien éstos se le antojaron demasiado trabajosos comparados con los provechos que podrían reportarle. El caso es que Orso acabó siendo, si no la persona más adecuada para que el Conde le tuviera como brazo derecho, al menos sí un cómodo bastón.


Y así fue como un buen día, durante una de las muchas cacerías a caballo con las que el Conde entretenía sus ocios entre batalla y batalla, tomó del brazo a Orso y llevándolo consigo a un lugar apartado, bajo la sombra de una gran encina, le dijo:


– Querido Orso -la voz del Conde tembló de emoción al pronunciar estas palabras-, he de confiarte algo que nos atañe a ambos.


– ¿Qué es, señor? -murmuró Orso temiendo cualquier cosa.


Porque el joven Señor de Lines, aunque más o menos satisfecho de su vida, acostumbrado como estaba a vivir entre sus gentes, sin grandes esperanzas ni tampoco grandes pesares, en lo más escondido de su corazón abrigaba la sospecha de que alguna desventura le acechaba y estallaría cuando menos lo esperase.


– Quiero que te cases, que tengas muchos hijos y así consolidar tu situación… -el Conde se interrumpió unos segundos, pensativo-. Te concederé un feudo con derecho a herencia… ¡Pero, eso sí! Mantendrás siempre tu vasallaje.


Orso no supo qué decir. La impresión causada por las palabras del Conde le hizo enmudecer. Entendía lo que decía su señor, pero a la vez intuía que algo escapaba a su olfato de humilde perdiguero.


– Vuestras palabras me honran -murmuró, al fin, cautamente-. Pero sabed, señor, y con ello sé que esta confesión puede acarrearme infortunios, que no deseo en modo alguno contraer matrimonio.


Y añadió en tono respetuosamente confidencial:


– Las mujeres, en general, no me gustan. Claro que… hay excepciones. Y, para complaceros, estoy dispuesto a conocer a alguna.


El Conde no acostumbraba a oír de sus vasallos tamaña sinceridad y, tras la primera sorpresa, consideró y apreció la nobleza de las palabras de Orso. Reflexionó durante unos segundos y, al fin, dijo:


– Comprendo cuanto acabas de confesar y aprecio tu honestidad. Muy pocas son las personas, entre las que me rodean y adulan, que tienen el valor necesario para exponer ante mí sus debilidades. Y menos común es aún el hecho de que esto suceda tras haberles ofrecido una mejora en sus vidas… ¡Muchacho querido! -y Orso estuvo a punto de caerse del caballo, puesto que aquellas palabras dirigidas a él le parecían un ave errante, de esas que huyen hacia los países cálidos cuando llega el invierno. Y para él, tras haber escuchado a su señor, el mundo era ya implacable invierno.


Continuó el Conde:


– He elegido para ti una bellísima criatura con todo el candor de una doncella. No lo olvides, Orso. Durante mis incursiones por el Sur he sellado y concertado acuerdos muy sensatos con algunos de aquellos señores que se creen reyes sencillamente porque sus ciudades están amuralladas… En fin, creo que sabes a quiénes me estoy refiriendo -Orso no tenía la menor idea de aquellas gentes puesto que nunca había acompañado a su señor en sus hazañas por el Sur, un territorio que constituía para él un gran misterio, casi una leyenda, pero que tampoco le inquietaba en exceso-. Te voy a dar la esposa más conveniente a nuestros intereses, tanto a los míos como a los tuyos. Debes desposarla antes de la llegada del invierno y, a cambio, tras la ceremonia, cuando aún no se haya consumado el matrimonio, precisaré de tus servicios, ¡y por largo tiempo! -El Conde dejó escapar una risita totalmente ausente de alegría.


Orso callaba. De todos modos, si es que algo se le hubiese ocurrido -que no se le ocurrió- tampoco lo habría dicho. ¿Para qué? Su destino estaba trazado desde el principio, desde mucho tiempo atrás, mucho más incluso de lo que el mismo Orso llegaba a imaginar.


El Conde, tras una pequeña cabalgada, dijo:


– Tengo grandes intereses en el Sur. ¿Conoces el Sur? ¡Pues bien! A las orillas del Gran Río, el Sur es la tierra más bella que vieron mis ojos. ¿Conoces los viñedos, el olor de la tierra mojada, el verdor cambiante del Gran Río?


– No -respondió escuetamente Orso.


– Pues bien, es una tierra tan hermosa como jamás tú o yo podríamos soñar.


– ¿Por qué? -se aventuró a preguntar Orso sin demasiado entusiasmo.


– Porque allí reside una fuente: la alegría, la sonrisa del mundo y, también, ¡no te quepa la menor duda!, la locura, el despropósito; eso que jamás debemos imitar… Pero ven, acerca tu oreja a mis labios y te confiaré un secreto que, espero, no divulgues jamás.


Orso reflexionó durante un instante -mucho más no era posible en él- y, al fin, acercó su montura a la del Conde porque era la única manera de acercarse a su oreja. Y dijo:


– Claro está que no lo voy a divulgar. Entre otras razones porque no conozco personas interesadas en ello… Señor, podéis confiar en mi discreción.


– Eres lo más preciado del mundo, Orso -dijo el Conde, no se sabía si con pena o con alivio-. Ojalá que cuantos me rodean fueran como tú.


Y, al fin, le confió:


– Tengo envidia del Sur. Lo temo y lo odio.


Días más tarde, el Conde llamó de nuevo a Orso. Se encontraban en lo alto de una colina y desde allí Orso pudo contemplar la espesura de un bosque de hayas que, por un momento, trajo a su memoria la imagen de un río que a punto estaba ya de secarse en su corazón. Cuando le tuvo delante, el Conde sonrió con benevolencia, algo inusual en él, y dijo:


– Orso, he concertado definitivamente tu matrimonio. Como ya te anuncié, se trata de una muchacha bella, honesta -no tiene más remedio que serlo, puesto que aún no alcanza la edad de nueve años-, y dentro de unos cuantos, los precisos para que pueda dar hijos, será tu esposa verdadera.


Y al decir «verdadera» recalcó la palabra, como el que da el último martillazo a un clavo. Orso se estremeció y miró a su señor con ojos que, más que ojos, eran una súplica.


– Tranquilízate, Orso; aún es una niña. Y sólo transcurrido un tiempo podrá ser efectivamente tu esposa. Mientras tanto puedes triscar cuanto quieras en prados, bosques o montañas. No me importa, pero sí quiero que, llegado el momento propicio, cumplas cuanto te ordeno y no me defraudes. Mi generosidad no será, entonces, una palabra al viento.


Orso inclinó nuevamente la cabeza y su silencio fue más elocuente que cualquier palabra que hubiera pronunciado. Además, no se le ocurrió ninguna que pudiera expresar su desazón.


– Así lo haré -dijo Orso, más para sí mismo que para los oídos del Conde. Y su voz se alejó con el viento, que aquel día soplaba con una misteriosa fuerza, hasta adentrarse en lugares que ni el mismo Orso alcanzaba a imaginar.


Algún tiempo después, en tierras de Orso, se anunció la llegada de la joven prometida.


Y llegó el día en que entró en aquella tierra y en la mansión de Lines, con tanto boato y festejo que parecía más la llegada de una princesa.


Orso la aguardó en la linde de sus dominios. Cuando al salir del bosque vio avanzar la pequeña comitiva y distinguió una minúscula criatura sobre un hermoso caballo, una mano invisible se apoderó de tal modo de su corazón que a punto estuvo de gemir.


Nadie, hasta aquel momento, le había despertado tanta piedad. Era una niña, sólo una niña, muy frágil y pequeña, que intentaba mantenerse impávida sobre la montura. Tenía hermosos cabellos negros, rizados, que, súbitamente, trajeron a la memoria de Orso los racimos de uvas negras que otoño tras otoño acarreaban sus sirvientas desde tierra sureña.

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