Entrar en el bosque era como violar un recinto desconocido, como introducirse en el interior de una casa enorme, taladrada de pasillos interminables y sorprendentes salones en busca de sus más íntimos secretos.
– ¿Por qué dices que el bosque es como tu segunda casa?. -preguntó Windumanoth, cada vez más curiosa.
– Porque aquí fui engendrado y aquí nací -contestó Aranmanoth.
– ¿Aquí?, ¿dónde naciste exactamente?
– Ese lugar es el único al que me está prohibido acudir -dijo él. No parecía, sin embargo, ni pesaroso, ni siquiera levemente molesto ante este hecho-. Las personas adultas suelen prohibir muchas cosas.
Bajaron de sus caballos, se alejaron de ellos y les dejaron pacer a sus anchas.
– Ven, te llevaré a mi lugar favorito -dijo Aranmanoth tendiéndole la mano.
Y ambos enlazaron sus dedos y avanzaron sobre la hierba, bajo la sombra roja y dorada de las hayas. Un relámpago dentro del bosque pareció partir en dos cuanto les rodeaba. Era como si una enorme mano invisible cortase los caminos y las sendas, y les negase cualquier atisbo para encontrar un lugar por donde avanzar.
– Me parece -dijo Aranmanoth- que se nos viene encima una tormenta.
– ¡Qué bien! -dijo ella-. Las tormentas en mi tierra son muy hermosas.
– Ven conmigo, ¡deprisa! -exclamó Aranmanoth atropelladamente.
Y así, cogidos de la mano, se adentraron donde la espesura apenas dejaba traspasar un rayo de luz. Respiraban fatigosamente, y sus frentes estaban inundadas de sudor.
– ¿Es aquí? -preguntó Windumanoth casi en un susurro.
Habían llegado a un pequeño claro en cuyo centro había un círculo de piedras blancas. A aquella hora resplandecía como si la luz naciera de su superficie. La oscuridad era tan suave que parecía brillar, como si fuera una inmensa lámpara enterrada. Windumanoth se sintió invadida de un respetuoso temor y le asustaba romper con sus palabras aquel extraño y sobrecogedor paisaje.
– Sí, aquí es -dijo Aranmanoth.
Y de pronto ocurrió algo prodigioso: Aranmanoth pareció elevarse sobre sus pies y alcanzar una altura fuera de lo corriente. No es que se distanciara de su compañera, sino que, a su vez, ella se elevaba con él, sobre los helechos y la hierba, y también sobre las escondidas criaturas que albergaban. Desde esa altura, la contemplación del bosque era distinta: ahora podían distinguir claramente el rumor del viento azotando las ramas de los árboles, el suave movimiento de la hierba y los helechos que parecían acariciarse o hablarse con voces apenas perceptibles.
– ¿Ves las hojas de los árboles? -continuó Aranmanoth-. Míralas despacio y luego cierra los ojos. Cada hoja es una palabra, y cada palabra corresponde a un color. Son palabras que no están escritas en ninguna parte, ni siquiera en los libros que guardan los monasterios. Todas las palabras juntas, todos los colores unidos, forman el arco iris. Será nuestro secreto.
Aranmanoth rodeó con sus brazos los hombros de Windumanoth, y juntos -abriendo y cerrando los ojos- fueron desvelando palabras y colores. Reconocieron el color morado de la palabra ira, y el gris del odio, o de la envidia, y el ácido limón del deseo.
– Nunca he visto un limón -dijo Aranmanoth.
– Yo sí -exclamó triunfal Windumanoth-. Yo vengo de una tierra donde los limones se exprimen y dan frescura al paladar.
De pronto, la voz de la niña se quebró como si quisiera llorar y al mismo tiempo despreciara las lágrimas. Acarició los largos cabellos de Aranmanoth y añadió:
– Deberíamos buscar un arca y guardar en ella nuestros secretos. Esos secretos que, con el tiempo, los adultos olvidan.
– No sé -dudó él-. La memoria es esa arqueta que a menudo se rompe.
– ¿Tú crees?
– No sé. Quizá se pierda.
Era un momento tan mágico -el bosque resplandecía y estaban tan altos y misteriosos los árboles- que decidieron no detenerse en tales disquisiciones.
– Agáchate -murmuró suavemente Aranmanoth al oído de la niña-. Haz lo mismo que yo.
De bruces sobre la hierba, ambos pudieron oír con nitidez un dulce y acompasado galope.
– Escucha atentamente -susurraba Aranmanoth casi sin mover los labios-. Y, sobre todo, no mires hacia atrás por más que te parezca que este sonido proviene de algún lugar remoto situado a tu espalda. Está totalmente prohibido. Lo que oyes es el cabalgar de mis hermanos los elfos. ¿Oyes sus galopes entre la hierba?
Pero Windumanoth giró la cabeza y miró hacia atrás. Su insaciable curiosidad la había obligado a no respetar una de las escasas leyes del bosque, y, por un instante, sintió un temor y una inquietud que la estremecieron. Al volver su cabeza al frente, pudo ver de cerca los ojos de Aranmanoth y, por vez primera se apercibió de la largura de sus pestañas de oro, y le pareció que aleteaban tan suavemente como ocurre con algunas mariposas llegado el último momento de su vida. Nunca antes habían estado tan juntas y tan enlazadas sus palabras ni sus risas.
– Aranmanoth -dijo ella-, estoy muy tranquila, siento mucha paz en mi corazón. Ni siquiera en mi país experimenté esta sensación.
– Yo también -contestó Aranmanoth. Pero una ligera tristeza se apoderó de su voz-. Windumanoth -dijo lentamente-, aunque pueda leer en las hojas del bosque y entender el lenguaje de los pájaros hay muchas cosas que ignoro y siempre ignoraré. Sin embargo, a partir de ahora y durante mucho tiempo, si todavía estamos juntos, podremos encontrarnos bajo la sombra que estos árboles proyectan en el suelo…, y sé que viviremos momentos muy hermosos.
Aranmanoth no dijo nada más y los niños que eran se abrazaron fuertemente, tal vez para defenderse o protegerse de algún desconocido sentimiento que, como halcón, sobrevolaba la corteza de la tierra.
Muchas fueron las ocasiones en que Aranmanoth y Windumanoth se encontraron en el bosque. Allí se sentían libres y alegres. Enlazaban sus manos y se adentraban en su espesura. Los escasos rayos de sol que se atrevían a traspasar las ramas de los árboles caían sobre ellos y les iluminaban como si los niños fueran un amanecer que creciera más allá de las montañas.
Aranmanoth instruía a Windumanoth en el lenguaje de las hojas que, ya maduras en el avanzado otoño, caían sobre sus cabezas como una lluvia de oro.
– He aprendido mucho de ti -dijo un día Windumanoth-. Creo que ya casi soy tan sabia como tú. Pero hay algo que me preocupa. Dime: ¿qué ocurrirá cuando el Señor de Lines, mi esposo, regrese de la guerra?
– No lo sé. Cuanto más creo saber, más ignorante me siento.
– Pero tú y yo no nos vamos a separar nunca, ¿verdad?
Windumanoth miraba atentamente los ojos de Aranmanoth, como si en ellos no sólo estuvieran escondidas las respuestas a sus preguntas, sino también la calma y el consuelo que sólo él podía ofrecerle.
Entonces Aranmanoth dijo:
– No nos separaremos nunca. Siempre seremos nosotros dos.
– Sí -contestó Windumanoth-. Nosotros dos.
Y todo cuanto les rodeaba y estaba en ellos era ellos dos.
El invierno llegó y un intenso frío se extendió por toda la tierra. Los bosques y campiñas, y todo lo que podía abarcar la vista, se cubrieron de nieve.
Aranmanoth y Windumanoth mantenían largas conversaciones mientras paseaban por los alrededores de la casa, cubiertos sus cuerpos con ropas y pieles que impedían que tuvieran frío. Pero lo que más les abrigaba era, sin duda, las cálidas palabras que brotaban de sus labios y que les envolvían como la capa más gruesa e impenetrable que, con manos humanas, se hubiera tejido jamás. Correteaban por el interior de la casa, jugaban como juegan los niños, se escondían detrás de los tapices hasta ser descubiertos. El pequeño Aranwin les seguía y les delataba, mordisqueaba sus ropas y saltaba de alegría cuando cualquiera de ellos le acariciaba o le perseguía por la nieve hasta caer exhausto y temblar de felicidad.
Una tarde, se encontraban los dos sentados frente al fuego, en los aposentos de Windumanoth, cuando escucharon, callados e inmóviles, las voces que se escapan del tiempo y lo atraviesan como una espada se abre paso a través de un ejército invisible. Entonces Aranmanoth dijo:
– Soy tu guardián y quiero que conozcas el sonido del silencio. ¿Puedes oírlo? Casi ninguna criatura humana puede oír el silencio. Pero para mí es algo así como si bebieras de una copa todo cuanto puede ofrecerte la felicidad.
– ¿Qué es la felicidad? -preguntó Windumanoth
– No lo sé muy bien. Para mí, como te digo, la felicidad se parece al silencio.
Y así permanecieron largo rato, permitiendo que el silencio les rodeara de tal modo que era lo único que exis~ tía. Y era un silencio que les susurraba secretos y les hablaba como algunas veces lo hace el fuego o el agua de una cascada que estalla en un manantial. No era el silencio, sin embargo, lo que les unía, pero era algo parecido.
De pronto, Windumanoth se estremeció, como bajo la presencia de una duda amarga, parecida a una sombra amenazadora que crecía ante sus ojos. Miró a Aranmanoth como siempre le miraba, como si sólo él pudiera apaciguar su inquietud, y le preguntó:
– Aranmanoth, ¿tú crees que tu padre, el Señor de Lines, se acerca a mí?
– No lo sé -respondió él. Y en verdad no lo sabía.
Pero Windumanoth siguió preguntando:
– No me refiero a si se acerca con sus hombres hacia aquí: no te hablo de la guerra. Te pregunto por sus sueños, por sus deseos. ¿Tú crees que se acercan a mí?
– No lo sé -repitió él tristemente-. Sólo siento que me apenan tus preguntas.
– ¿Y tu tristeza? -preguntó Windumanoth-. ¿De dónde nace tu tristeza?
– Yo no creo que pueda llamarse tristeza a cuanto llena mi corazón -respondió él-. Quizá encontremos la respuesta en las hojas de los árboles.
Porque desde la ventana podían ver las hojas agonizantes de los árboles del pequeño huerto de Windumanoth, y todavía podían dibujar alguna sombra en el suelo. Aranmanoth leyó la palabra nostalgia y dijo:
– Es una palabra nueva para mí. No la había leído antes pero, desde este momento, sé que permanecerá escrita en mi corazón. Quizá la nostalgia sea un deseo; o el resplandor de un tiempo en que -creíamos ser felices.
Windumanoth enlazó su mano con la de él y dijo:
– Yo sí conocía esa palabra porque, ¿sabes?, la nostalgia no es únicamente regresar al bosque y a su hayedo, o a los colores de las palabras. Ni siquiera es el anhelo de retornar a nuestros primeros días en el otoño. La nostalgia es también el tiempo de mi infancia en el Sur, entre los viñedos y los olivos. Es el aroma del mar. ¡Ay, Aranmanoth!, tengo nostalgia del Sur. Quiero regresar al Sur.
Aranmanoth agachó levemente la cabeza tras escuchar a Windumanoth, como si no deseara seguir mirando las palabras que las hojas de los árboles dibujaban al caer:
– Cuando venga mi padre se lo diremos. Seguramente te complacerá y te permitirá regresar a tu tierra.
– Pero tú vendrás conmigo, ¿no? Quiero enseñarte todos los secretos de mi país, como tú me has enseñado los del tuyo.
Aranmanoth alzó la cabeza, miró a Windumanoth, le sonrió dulcemente y dijo:
– Pues así se lo diremos a mi padre. Él es bueno y, además, me ha nombrado tu guardián.
El invierno avanzaba. Nadie podía salir de su guarida sin sentir la crueldad que acompaña a quienes no tienen donde cobijarse.
Aunque no lo sabían, Aranmanoth y Windumanoth habían crecido. En ocasiones, ni siquiera la memoria de los humanos o su proceder se corresponden con la edad que les adjudican los manipuladores del tiempo. De este modo, ambos conservaban aún la ignorancia de su primera edad.
Una mañana, como otras veces corrieron a refugiarse, en la estancia de las mujeres que hilaban y conversaban. Pero esta vez, al verles llegar, éstas cesaron en sus conversaciones, se levantaron y se inclinaron ante ellos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Windumanoth intimidada ante tal comportamiento-. ¿Qué es lo que ocurre?
Y corrió hacia la de más edad, que siempre fue su preferida, quien más acariciaba sus cabellos y más historias contaba. En realidad, Windumanoth buscaba sin saberlo el calor de la nodriza.
La mujer se desprendió de su abrazo y exclamó:
– Señora, comportaos. Ya no sois una niña.
Desconcertados, Aranmanoth y Windurnanoth, como habían hecho hasta entonces, se sentaron entre ellas frente al fuego. Pero las mujeres continuaron hilando en silencio.
Aranmanoth habló:
– ¿Qué es lo que os ha convertido en mudas cuando antes erais parlanchinas y contabais fábulas y cuentos que me deleitaban? Decidme, vosotras sois las mismas mujeres de antes, y yo soy el mismo Aranmanoth. ¿Qué ha pasado?
Las mujeres se miraron unas a otras. Y al fin, la más anciana de todas ellas, la que hacía un instante había rechazado el abrazo de Windumanoth, dijo:
– Aranmanoth, Aranmanoth… ¿No te has dado cuenta del paso del tiempo?
Pero Aranmanoth no supo qué contestar.
– Está bien, queridos niños, si así lo deseáis… Sentáos aquí. Intentaremos complaceros.
Y así lo hicieron, pero al cabo de un rato, Aranmanoth y Windumanoth se dieron cuenta de que algo que no llegaban a comprender había cambiado de un modo repentino. Se miraron a los ojos y sintieron que aquellas historias ya no captaban su interés como lo hacían antes, que aquellas voces no les conducían a lugares remotos y desconocidos ni las sentían a su alrededor anunciando secretos e imposibles. En realidad, se dieron cuenta de que tan sólo tenían ojos el uno para el otro.
Cuando horas más tarde, intentaban dormir, manadas de lobos hambrientos bajaron a los poblados, aldeas y burgos. Sus aullidos llegaban hasta sus ventanas. Entonces, Windumanoth y Aranmanoth pensaban que, quizá, si pudieran estar juntos y abrazados, los lobos y el miedo se alejarían. Sin embargo, el miedo iba poco a poco tomando la forma de aquellos largos y pavorosos aullidos, e iba adueñándose de sus corazones.
Mientras tanto, el viejo mayordomo del Señor de Lines contemplaba la noche y su misterio a través de la ventana de su alcoba. Su mirada parecía perdida en el infinito, sin brillo y sin vida; eran tan sólo unos ojos cubiertos por la escarcha que se adentraban, a través de un cristal, en el silencio de la noche. Un silencio únicamente interrumpido por los aullidos de los lobos que parecían acercarse lentamente.
A la mañana siguiente, Aranamanoth y Windumanoth se levantaron muy temprano:
– Niña -dijo Aranmanoth, quien, en ocasiones, la llamaba asi-, vamos al fuego de la gran sala, antes de que se levanten las sirvientas y mayordomos. De este modo, podremos conversar sin que nadie nos oiga.
Se instalaron en la sala donde, únicamente, despedían calor los restos de los grandes troncos reducidos ya a brasas. Sin embargo, para ellos eran piedras preciosas, porque sabían que muy pronto desaparecerían entre la ceniza. Acercaban las manos al calor para aventar el frío y, al fin, Windumanoth dijo:
– Aranmanoth, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué las mujeres, que tan buenas y cariñosas se mostraban con nosotros, ahora se inclinan ante nosotros? ¿Por qué sus historias ahora no significan nada?
– Tampoco yo lo entiendo.
Una invisible serpiente parecía reptar en el pensamiento de Aranmanoth. La amenaza de que algo, o alguien, terminara enroscándose en su corazón le rondaba como un mal sueño.
– Creo que, tal vez, las historias que cuentan las mujeres ya no nos dicen nada porque hemos dejado de ser los que éramos.
Y entonces, tras las palabras de Aranmanoth, se miraron a los ojos y supieron que algo había cambiado en sus vidas: algo sutil, casi inapreciable, pero cierto.
Continuó Aranmanoth:
– Jamás pensé que pudieras convertirte en la muchacha más hermosa que vieron mis ojos.
Aranmanoth se oyó a sí mismo pronunciar estas palabras con una voz tan temblorosa que parecía esconderse entre su mismo sonido.
– Ni yo pensé jamás que algún hombre pudiera ser tan bello como tú -respondió Windumanoth con tal suavidad que parecía que aquellas palabras apenas rozaran sus oídos.
Por primera vez desde que se conocían, no se abrazaron ni se besaron con la alegría y la naturalidad de antaño. Quedaron uno frente al otro' sintiendo que una larga e inquietante pregunta aleteaba entre los dos.
Pero Aranmanoth y Windumanoth no abandonaron sus costumbres. Todas las tardes -y eran tardes que solían prolongarse hasta bien entrada la noche- se reunían con las mujeres junto al fuego. Así creían recuperar poco a poco sus consejas y sus cuentos, como un intento desesperado de recobrar un tiempo definitivamente perdido.
– Dama Erica -decía Windumanoth con su tono más persuasivo-, cuéntanos otra vez la historia de Los dos hermanos.
La dama se hacía de rogar, pero al final la volvía a contar. Y aquella historia de los dos hermanos perdidos en el bosque que tanto les maravillaba cuando eran niños, de pronto, les parecía carente de sentido. Y así ocurría con cuantos relatos o fábulas contaban las mujeres tras las súplicas de los muchachos. Cuanto más se esforzaban ellas en contarlas, menos atractivas, 0 quizá, demasiado conocidas les parecían a ellos.
Anhelaban voces nuevas, historias nuevas, sonidos y silencios nuevos, puesto que en sus mentes -y también en sus corazones- comenzaban a habitar y a crecer deseos que escapaban a su control y a su entendimiento.
Hasta que un suceso cambió la rutina diaria. Un joven de largos cabellos y ojos negros llegó a la casa una fría y oscura tarde pidiendo cobijo. El viento helado golpeaba con fuerza las ventanas de todas las estancias. Aranmanoth y Windumanoth contemplaban desde la gran sala el sorprendente brillo del bosque, a quien el duro y cruel invierno no parecía ensombrecer. De pronto se sobresaltaron, puesto que escucharon unos insistentes golpes que parecían provenir de la puerta de entrada. Las sirvientas se apresuraron a abrir y allí encontraron a un hombre joven, y muy bello a pesar de su aspecto descuidado, que suplicaba refugio ante la tormenta de nieve que se avecinaba.
El hombre llevaba un instrumento musical que nadie había visto antes en aquellas tierras. Lo colocaba en su regazo y hacía vibrar sus cuerdas con dedos tan expertos que su música despertaba lo más escondido de la piel de quienes lo escuchaban.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Aranmanoth cuando aquel muchacho se tomó un respiro y bebió el vaso de vino que le ofrecieron las sirvientas.
– Me llamo un nombre distinto allá donde voy -contestó tras secarse con el dorso de la mano los labios mojados en un ademán que no estaba bien visto entre los moradores de la casa.
– ¿Por qué? -preguntó Windumanoth.
– Porque yo soy aquello que las gentes sueñan, o desean, o recuerdan. Por eso, allí donde voy, recibo un nombre distinto.
– ¿Y aquí qué nombre traes? -le preguntaron los muchachos al unísono.
– Aún no lo sé -dijo el muchacho tras una pequeña vacilación-. La verdad -y sonrió con ligera picardía- es que no lo sé, aunque si lo supiera no lo diría. Si os sirve de algo, os diré que podréis llamarme el poeta.
Al oír aquello, Windumanoth se levantó de su asiento y salió rápidamente de la estancia.
Aranmanoth corrió tras ella. Sujetándola por el brazo y lleno de angustia le preguntó:
– ¿Qué es lo que te ha ofendido? Dímelo y lo repararé con la espada.
– No se trata de ofensas, ni de espadas -contestó ella. De pronto, sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es un presentimiento.
Desasiéndose de su brazo Windumanoth corrió hacia su dormitorio. Y por primera vez, Aranmanoth ni siquiera intentó seguirla.
Ante la incómoda situación que se había creado, y tras descansar un rato más, el joven poeta se fue, no sin antes anunciar que regresaría en primavera.
Aranmanoth se retiró a su habitación y se tendió en el lecho. Lentamente fue repasando su vida. Aquella vida que parecía haberse sumergido en el devenir cotidiano y pacífico de su casa. Al mismo tiempo, a su memoria llegaban imágenes que le aterrorizaban al devolverle a los primeros pasos de su existencia: Eran las voces que hablaban de niños sagrados, sacrificados, salvadores… Alguien le mecía en sus brazos y, aunque se encontraba bajo una cortina de agua, tenía sed.