Grimya despertó temprano a la mañana siguiente, cuando las primeras luces que anteceden al alba apenas si empellaban a iluminar el cielo por el este, Índigo dormía aun, en lugar de aguardar a que despertara, la loba decidió salir un rato al exterior antes de que el sol se alzara en él horizonte y el achicharrante calor resultara insoportable. Se escurrió por debajo de la cortina y descendió en silencio la zigzagueante escalera en dirección a la base del farallón. Al acercarse al redondel de arena se detuvo, recordando a los hushu que se habían acercado a la orilla del lago la noche anterior, pero se dijo que no era muy probable que tales horrores se acercaran a la ciudadela a esta hora. Además, ¿qué amenaza podían significar para ella? Nada tenía que temer de ellos.
De todos modos, evitó el armazón de madera, que ahora estaba vacío y abandonado en la arena, y se dispuso a rodear el lago en dirección contraria a aquella que habían tomado los dos hushu y su nueva discípula al marcharse. Iniciando un trotecillo —un ritmo que podía mantener durante horas seguidas, si era necesario— abrió los sentidos físicos y mentales a los sonidos y olores del bosque que empezaba a despertar, y, arrugando el hocico, lamió con la lengua la húmeda y fresca atmósfera. Sombras y siluetas iban tomando forma y surgiendo de entre la oscuridad, y el sendero que circundaba el lago era una nítida cinta pálida delante de ella; notó cómo sus músculos se relajaban, y agitó la cola satisfecha mientras seguía rodeando el lago.
Había completado medio circuito, y el zigurat era una vaga silueta que se alzaba al otro lado del agua, cuando algo se movió entre los árboles que bordeaban el sendero. Grimya se detuvo al instante, echando las orejas hacia el frente mientras giraba en dirección al lugar del que había surgido el ruido. Un animal del bosque, pensó, y uno grande... De improviso la suave brisa cambió de dirección, y su nariz distinguió el inconfundible sabor del olor humano.
El recuerdo de los hushu inundó al momento la mente de Grimya, y todo el pelaje del lomo se le erizó violentamente; pero entonces se le ocurrió que aunque, por fortuna, no había estado nunca lo bastante cerca de un hushu como para percibir su olor, seguramente no olería igual que un humano vivo. Además su fino olfato había captado un efluvio familiar en éste, una sugerencia de que se trataba del olor de alguien que conocía.
Una voz hendió el silencio, un rápido susurro apremiante, y la maleza volvió a crujir, más cerca del sendero ahora. Prudente, Grimya retrocedió unos pasos y se acurrucó allí donde las rizadas frondas de un macizo de helechos podían ocultarla. Escuchó nuevos susurros. Luego la luz parpadeó levemente entre las ramas, y a los pocos instantes dos figuras salían al sendero de entre los árboles.
La primera llevaba un farol que, pese a su corta mecha, arrojaba luz suficiente para que Grimya pudiera distinguir el rostro de quien lo sujetaba. Se trataba de un joven, un desconocido, vestido con unos amplios pantalones de tela multicolor que le llegaban hasta las rodillas y un amplio cinturón de cuero del que pendían un machete y una larga funda de puñal. Alrededor de la frente llevaba otra tira de cuero, y la gran cantidad de figuritas de hueso y madera que la decoraban lo señalaban como alguien acaudalado; el hijo, quizá, de un comerciante o maderero de buena situación económica.
Al llegar al sendero, el joven extendió una mano como para ayudar a alguien, y entonces la segunda figura surgió del bosque. Desde su escondite, Grimya abrió de par en par los ojos, asombrada al reconocer en ella a la hija de Uluye, Yima. A la luz del farol, mientras el muchacho la atraía hacia él, el rostro de Yima aparecía rojo de exaltación, y sus ojos brillaban igual que los de un gato en la penumbra.
¡El joven depositó el farol en el suelo y ambos se abrazaron con fuerza. Cuando por fin Yima se separó, no sin cierta reluctancia, Grimya oyó cómo su acompañante musitaba algo; no consiguió distinguir las palabras, pero la respuesta de la muchacha fue clara y categórica.
—No..., es un riesgo demasiado grande. Vete ahora. Por favor.
—Alzó una mano para acariciar el rostro de él con suavidad, casi con timidez, y luego se inclinó hacia adelante para besarlo prolongadamente por última vez. Sintiendo que irrumpía en una situación muy personal, ¿ la loba intentó encogerse aún más bajo la maleza, a la vez que giraba la cabeza para no mirar. Escuchó nuevos susurros, y oyó cómo Yima repetía: «No, mi amor, no», seguido del crujido de las hojas producido por el joven al alejarse.
La débil luz del farol se desvaneció, y, cuando la loba volvió a levantar la cabeza, vio a Yima sola en el sendero.
Durante casi un minuto la muchacha permaneció inmóvil, contemplando cómo él se perdía en el bosque; después, con un ligero escalofrío, se dio la vuelta y empezó a correr sin hacer ruido en dirección a la ciudadela.
Grimya aguardó hasta que estuvo a unos dos metros delante de ella, y luego la siguió. Al llegar junto al redondel de arena, Yima se detuvo, miró con atención a lo alto del farallón en busca de alguna señal de movimiento, y se desvió hacia el lago. Se detuvo a la orilla del agua; deslizándose lo más cerca posible, la loba la vio acuclillarse y echarse agua en el rostro y las manos antes de deshacer rápida y furtivamente sus largas trenzas y empapar los cabellos en el agua. Grimya se acercó todavía más, curiosa, y apenas si estaba a unos pocos pasos de la joven cuando un guijarro rodó bajo sus patas. Yima se incorporó de un salto como si le hubieran aplicado una tea ardiendo. Durante unos segundos su rostro mostró un horror infinito, pero no tardó en tranquilizarse con una exclamación ahogada cuando el alivio vino a reemplazar al espanto.
—¡Grimya! ¡Oh, qué susto me has dado!
La loba parpadeó, se lamió el hocico y agitó la cola a modo de disculpa. Yima
volvió a ponerse en cuclillas y extendió una mano en dirección a ella.
—¿Qué haces por ahí a una hora tan temprana? —Su rostro se ensombreció de inquietud—. No me seguiste, ¿verdad? —Grimya le lamió la mano, y ella se echó a reír, aunque con nerviosismo—. No, no lo creo; y, de todos modos, tú no me traicionarías, ¿verdad? No se lo dirías ni aunque pudieses. —Levantando los brazos, empezó a retorcer los mojados cabellos—. Tengo que hacerlo, ¿sabes? Ahora, si alguien me pregunta por qué estoy levantada, puedo decir que salí temprano a lavarme en el lago, y mi madre no sospechará nada raro.
Grimya se dio cuenta de que la muchacha hablaba por efecto de la desesperación, por una imperiosa necesidad de liberar las emociones contenidas. La loba era una confidente segura, pues Yima creía que no era capaz de comprender las palabras que ansiaban salir de su interior. La muchacha se sentó sobre los talones, abrazándose a sí misma como si intentara revivir el recuerdo del abrazo de su amante.
—¡Oh, Grimya, lo amo tanto! —musitó, levantando los ojos hacia el cielo cada vez más iluminado—. De veras. —Había tal tristeza en su voz que Grimya lloriqueó para indicar su solidaridad, y Yima volvió a clavar los ojos en ella—. Casi podría creer que entiendes lo que te digo. Pero no es así, ¿verdad? —Con suavidad ahora extendió una mano y acarició la cabeza de la loba—. Nadie sabe lo nuestro... Bien, sólo una persona lo sabe, y no creo que ni siquiera el lo comprenda. —Se puso en pie—. El sol empieza a salir. Pronto estarán todas despiertas. Debo regresar y convertirme otra vez en la obediente hija y sacerdotisa. —Sonrió a Grimya, aunque fue una media sonrisa apenada—. Guarda mi secreto, ¿eh?
Grimya contempló cómo la muchacha corría hacia la escalera. Estaba anonadada por lo que acababa de presenciar. La sumisa Yima, la jovencita obediente que jamás hacía preguntas, ¿cuánto tiempo llevaba encontrándose con su amante secreto?, se preguntó la loba. ¿Y cómo había conseguido ocultar la relación a los agudos ojos y oídos de su madre? Grimya sabía qué era lo que Uluye planeaba para su hija y podía imaginar muy bien la ferocidad de su cólera si averiguaba lo que sucedía.
«Yima debe de esconder un gran valor bajo su dócil aspecto externo», pensó la loba. Y alguien de la ciudadela la ayudaba. Grimya creía saber de quién podía tratarse, y decidió contárselo a Índigo en cuanto le fuera posible. Quizás ellas dos también pudieran ayudarla de alguna forma. Así lo esperaba, pues le gustaba Yima y, ahora que sabía la verdad, la compadecía. ¿Por qué no podía ser libre la muchacha para escoger el tipo de vida que quería? ¿Por qué tenía que controlarla Uluye, de la misma forma en que parecía controlar a todos y todo en este lugar? Aunque Grimya se daba cuenta de que era un pensamiento indigno, le producía satisfacción pensar en conseguir vencer a la Suma Sacerdotisa, por más que fuera en algo de poca importancia, pues la loba no le perdonaba la forma en que imponía su influencia sobre Índigo. Sería, pensó, una forma de reequilibrar la balanza.
Yima ya había desaparecido. Bajando la mirada, Grimya contempló cómo la sombra proyectada por su propio cuerpo se iba alargando ante ella sobre la arena a medida que el sol se elevaba. Empezaba a hacer calor, y las paredes del zigurat parecían estremecerse bajo un manto de vapor. El estómago exigía comida, e Índigo no tardaría en despertar.
Con una última ojeada al inmóvil espejo broncíneo que eran las aguas del lago, la loba se alejó trotando en dirección a la escalera.
«¡Índigo!»
Grimya proyectó telepáticamente la llamada mientras se acercaba a la cortina que cubría la entrada de la cueva.
Había percibido agitación en la mente de su amiga y estaba ansiosa por llegar y contar su historia antes de que nadie pudiera estorbarlas.
«Índigo, ¿estás despierta?»
No obtuvo respuesta, y de improviso la loba aminoró el paso al percatarse de algo que no era normal, Índigo estaba despierta, pero el lazo de unión con su conciencia aparecía perturbado. ¿Qué podía pasar?
Con cautela ahora, las orejas echadas hacia atrás, volvió a llamar. Algo parpadeó en los límites de su percepción mental pero se desvaneció demasiado deprisa para que pudiera descifrarlo, y de repente Grimya se sintió asustada. Echando a correr, recorrió los últimos metros y pasó como una exhalación por debajo de la cortina.
Índigo se encontraba en la cama. Estaba tumbada boca arriba, con la delgada colcha echada a un lado, pero sus ojos miraban sin ver al techo y su boca se movía sin emitir el menor sonido.
—¡Índigo! —Olvidando toda cautela, Grimya ladró su nombre en voz alta, corrió hasta ella y saltó sobre el lecho—. Índigo, ¿qué sucede? ¿Qué te pasa?
Un espasmo contrajo el cuerpo de la muchacha; luego su cuerpo se quedó rígido como víctima del rigor monis. Aterrada, Grimya saltó con fuerza sobre su pecho en un esfuerzo por despertarla, pero la joven se quedó tan tiesa como una roca. La garganta se le hinchaba y contraía con movimientos rápidos y convulsos; parecía estar intentando hablar, pero la voz se le ahogaba en un torbellino antes de que pudiera formar las palabras. Era como si una mano poderosa e invisible hubiera cortado el suministro de aire a sus pulmones y la estuviera estrangulando lentamente.
Grimya giró sobre los cuartos traseros y corrió hacia la entrada. Ya no se acordaba de Yima; ahora todo lo que ocupaba su mente era la idea de encontrar ayuda para Índigo. Abriéndose paso de nuevo a través de la cortina, bajó la cabeza para lanzar una desesperada mirada a los niveles inferiores de la
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ciudadela. Al no ver a nadie, alzó la cabeza y emitió un poderoso aullido. El espeluznante grito rebotó en el farallón y flotó por todo el lago. Casi al instante se produjo una respuesta desde abajo: voces consternadas, el ruido de pies descalzos que corrían. Rostros asustados surgieron de otras cuevas, y algunas mujeres, al ver a la loba sobre la elevada repisa, echaron a correr en dilección a la escalera. Llena de alivio, Grimya descubrió que una de esas figuras que corrían era Shalune, con Yima justo detrás.
Apartando a las demás para abrirse paso, la gruesa sacerdotisa cubrió el último tramo de escalera subiendo los peldaños de dos en dos y avanzó pesadamente por el saliente hasta donde aguardaba Grimya.
—¿Qué sucede, Grimya?
Shalune estaba sin aliento, con los músculos del diafragma subiendo y bajando de forma alarmante. Grimya volvió a entrar en la cueva; Shalune la siguió y se detuvo al ver a Índigo.
—¡En nombre de todos mis antepasados! ; —Shalune, ¿qué sucede? —Yima se abrió paso detrás de ella.
—Está en trance. —La sacerdotisa giró bruscamente la cabeza al escuchar cómo se acercaban las demás—. Échalas de aquí, Yima. Diles que regresen a sus habitaciones. Yo me ocuparé de esto.
—¿Voy a buscar a mi madre?
—No. No tardará en enterarse de todas formas, y yo necesito tu ayuda aquí.
Yima se apresuró a transmitir el mensaje de Shalune a la inquieta multitud que aguardaba en el exterior. En tanto las mujeres iniciaban la marcha, Shalune corrió junto al lecho de Índigo, intentó sentarla, y lanzó un juramento:
—¡Yima! Está tiesa como un palo, y se está ahogando.
¡Deprisa, ayúdame a volverla de costado! —Mientras hablaba introducía unos dedos expertos entre los rígidos labios de Índigo hasta penetrar en la boca—. Tengo que... impedir que se trague la... lengua...
Yima corrió a ayudarla e hicieron dar la vuelta a la muchacha. Grimya saltó sobre la cama, gimoteando, pero Shalune la echó de allí.
—Vete, Grimya... La estamos ayudando, no haciéndole daño. ¡Apártate!
La loba retrocedió lloriqueando, y Shalune cerró una mano con fuerza y golpeó a Índigo entre los omóplatos.
—No respira —observó Yima.
—Lo sé; es como si hubiera algo que obstruye su garganta... ¡ah! —Volvió a golpear y escuchó el ronco sonido gutural del aire al ser expulsado—. ¡Eso es! Dale la vuelta ahora. La sentaremos si podemos.
—¡Está rígida como una piedra! ¡Nunca había visto algo igual!
—Tampoco yo —repuso Shalune con tono sombrío—. Trata de moverle los brazos. Si tan sólo pudiéramos... —Se echó hacia atrás con un grito de sorpresa cuando, de improviso, el cuerpo de Índigo se volvió fláccido y se derrumbó hacia atrás en la cama.
—¡Por los ojos de la señora! —Yima se detuvo, anonadada—. ¿Qué ha sucedido, Shalune?
—No lo sé, pero será mejor que lo aprovechemos antes de que sufra otro espasmo. Trae más almohadas, Yima, y colócalas detrás de su espalda. No quiero arriesgarme a dejarla tumbada.
A modo de experimento, Shalune levantó el brazo derecho de Índigo y lo dejó caer. Momentos antes había estado tan rígido como el granito; ahora parecía carecer incluso de huesos, y la sacerdotisa meneó la cabeza, perpleja.
Mientras Yima regresaba cargada con un montón de almohadones que habían estado repartidos junto al hogar, Grimya oyó acercarse a alguien y bajó la cabeza, poniéndose a la defensiva. La cortina se hizo a un lado, y Uluye apareció en el umbral.
—¿Qué sucede? —Su mirada abarcó toda la escena: Shalune, Yima y la inconsciente Índigo.
Shalune volvió la cabeza por encima del hombro, con la antipatía bien patente en sus ojos.
—Ha caído en trance, pero algo no ha ido bien —informó a Uluye con sequedad.
—¿En trance? —Uluye aspiró con fuerza—. ¿Cómo sucedió?
—No tengo ni idea de cómo sucedió. ¡Me enteré cuando Grimya empezó a aullar con tanta energía como para hacer salir del lago a los mismísimos sirvientes de la Dama Ancestral! —le espetó Shalune—. Subí hasta aquí y la encontré en estado de trance y a punto de asfixiarse al mismo tiempo.
Uluye atravesó la habitación, se inclinó sobre el lecho y escudriñó el rostro de Índigo. —¿Respira ahora?
—Sí, por fortuna, pero está inconsciente. —¿Qué dijo? —Uluye miró fijamente a su subordinada.
Era, incluso desde lejos, Grimya pudo distinguir cómo el familiar brillo fanático regresaba a sus ojos—. Dime.
—¿De qué hablas?
La boca de la Suma Sacerdotisa se crispó hasta formar ! una fina línea desagradable.
—No finjas conmigo, Shalune. No lo toleraré. ¿Cuál fue el mensaje de la Dama Ancestral? .
Maldita sea, no hubo mensaje —contestó la otra, furiosa—. ¡Ya te lo he dicho! ¡Se estaba asfixiando! Uluye siguió mirándola con expresión suspicaz durante unos instantes; luego volvió a mirar a Índigo. —¿Dices que ahora está inconsciente? —Puedes verlo por ti misma —soltó Shalune. —¿Podría estar todavía en trance? —inquirió Uluye, haciendo caso omiso de su tono de voz.
Shalune se quedó mirándola con algo parecido a la incredulidad.
—¿Es eso todo lo que te importa? ¡Te repito, Uluye, que Índigo podría haber muerto! ¿No es eso un poquitín más importante que saber si está o no todavía en trance?
Uluye abrió la boca para replicar pero de improviso se dio cuenta de la presencia de Yima, que permanecía inmóvil al otro extremo de la cama, contemplándolas a ambas boquiabierta. La Suma Sacerdotisa alzó la cabeza. — Déjanos, Yima.
—Permite que se quede —terció Shalune—. Podría necesitar... —Ahora, Yima —la cortó Uluye.
—Sí, madre. —El rostro de Yima se puso rojo como la grana; sin mirar a Shalune, la joven abandonó a toda prisa la cueva.
—Bien —empezó Uluye con tono mordaz cuando Yima se hubo marchado—, quiero dejar una cosa muy clara contigo, Shalune. Cuando hago una pregunta, espero... —Se interrumpió, y las dos mujeres volvieron la mirada rápidamente hacia la cama.
Índigo había proferido un sonido. No fue exactamente una palabra sino una larga sílaba exhalada. Podría haber estado intentando decir: «Tú...» o «Tú has...». Para la vivida imaginación de la Suma Sacerdotisa, la palabra podría haber sido: «Uluye».
—¡Oráculo! —Uluye se precipitó hacia ella y, adoptando junto al lecho una posición acuclillada propia de un animal de presa, aferró el fláccido brazo de Índigo—. ¡Habla, oráculo! Estoy aquí, te escucho. ¿Qué desea de mí la Dama Ancestral?
—No está en condiciones. Déjala —dijo Shalune, enojada; dio un paso al frente con la intención de apartar a Uluye.
En ese instante, los ojos de Índigo se abrieron de par en par.
—Ven a mí. —No era su voz, aunque poseía su inflexión y acento. Los ojos azul-violeta se clavaron en la mirada extraviada de Uluye, y a ésta le pareció que los iris de Índigo estaban rodeados por una refulgente corona plateada—. Ven a mí, ¿Te atreves? Entonces ven a mí.
Shalune retrocedió, profiriendo una exclamación ahogada, y chocó contra Grimya, que se había adelantado al oír hablar a Índigo. Shalune sujetó a la loba por el pelaje del cuello, frenándola mientras Uluye se inclinaba todavía más sobre la cama.
—¡Señora, te escucho! ¡Te escucho, pero no comprendo!
Los terribles ojos desconocidos siguieron clavados en los de ella, y la voz que no era la de Índigo siguió:
—Pronto. ¡Oh, sí, muy pronto! Té atreverás. Sé que te atreverás.
Como la rápida caída de un telón, la corona plateada se desvaneció, Índigo arrugó ligeramente la frente intentando sin éxito enfocar el rostro de Uluye que se alzaba ante ella. Luego volvió la cabeza unos milímetros y dijo con voz perpleja pero totalmente natural: «¿Grimya...?». Y, acto seguido, sus ojos se cerraron y empezó a respirar tranquila y suavemente.
Shalune se acercó a la cama muy despacio y la contempló con atención.
—Duerme —anunció, incrédula.
Uluye se puso en pie, con los ojos clavados todavía en el rostro de Índigo.
—¿Duerme? —Parecía aturdida.
—Sí; mírala. Duerme tan pacíficamente como una criatura a la que acaban de amamantar. Uluye no parecía muy dispuesta a dejarse convencer, pero al cabo cedió y se alejó de la cama. Durante unos momentos reinó el silencio.
—Trae a alguien que le haga compañía —ordenó Uluye al fin—. Quiero hablar contigo en mi aposento.
Shalune ya esperaba algo así, de modo que asintió con la cabeza al tiempo que contestaba:
—Haré que Inuss cuide de ella. Pero, si despierta, quiero verla al instante.
—Sí, sí —concedió Uluye con un gesto impaciente de Una de sus manos—. No pierdas tiempo. ¡! Sin dedicar siquiera una mirada a Grimya, abandonó la cueva a grandes zancadas, dejando a Shalune que la siguiera. Grimya lanzó un gañido ahogado, cuando vio que la gruesa sacerdotisa se disponía a abandonar la habitación. Shalune se detuvo y volvió la cabeza.
—Se encuentra bien ahora, Grimya —dijo con dulzura—. ¡ Inuss es una buena curandera. Sabrá si soy necesaria y mandará a buscarme.
Grimya reprimió un nuevo gañido, y Shalune sonrió, pensando —no por primera vez— que la loba parecía poseer un misterioso poder de comprensión. Luego, también ella se marchó, dejando a Grimya sola con Índigo.
La loba se acercó despacio al lecho y contempló a su amiga un buen rato. Tal y como había dicho la sacerdotisa, Índigo parecía dormir de forma tranquila y natural, pero la loba estaba muy inquieta. Había visto los ojos de Índigo cuando ésta los abrió, antes de que Uluye se in diñara sobre ella y la ocultara a sus ojos. Había visto el destello plateado. Y el color plata, como Grimya sabía muy bien, era la señal de la presencia de Némesis.
Sonaron pasos en el exterior, y la cortina se hizo a un lado una vez más para dejar entrar a Inuss, una joven sacerdotisa a quien Shalune adiestraba en las artes curativas. Inuss vio a Grimya y le dedicó una débil sonrisa.
—¡Chisst! ¿Qué haces aquí? —Poseía una agradable voz ronca que a Grimya le resultaba a la vez calmante y tranquilizadora—. Tu dueña duerme ahora. Tú también deberías dormir, ¿eh?
Resignándose, la loba se encaminó al otro extremo de la cueva, donde se dejó caer en el suelo con el hocico sobre las patas delanteras. Inuss dedicó una rápida mirada a Índigo para convencerse de que todo iba bien, y se acomodó en una silla. Había traído su sistro con ella; colocó el instrumento sobre su regazo y empezó a murmurar lo que Grimya pensó que eran unas plegarias, agitando el sistro de vez en cuando a modo de acompañamiento. El sordo zumbido de su voz resultaba soporífico; la loba parpadeó y, con un bostezo, cambió a una posición más cómoda.
Al poco rato, también ella dormía.