Desde el corazón del bosque, algo inmenso, invisible y putrefacto exhaló con inusitada fuerza. El aire cambió de dirección y movió las hojas de las ramas de los apiñados árboles, levantando polvo en perezosos remolinos; y un nauseabundo hedor dulzón a tierra y vegetación descompuesta y a carne gangrenada embargó el hocico de la loba Grimya cuando esta alzó la cabeza, alertada por el repentino cambio en la atmósfera.
Su largo y delgado cuerpo se estremeció, erizándose la moteada capa de pelo de su lomo. Un gruñido se formó en su garganta pero murió antes de que pudiera darle voz. La repentina aparición del viento presagiaba lluvia; lo percibía con la misma seguridad con que percibía el suelo bajo las patas, y no le gustó el presagio. Para cuando los rayos del sol se posaran sobre las copas de los árboles, esta carretera se habría convertido ya en un río, y, de momento, todavía no había encontrado la menor señal de alguien que pudiera ayudarla.
Se dio la vuelta y volvió a estudiar el desierto sendero a su espalda. Los árboles se amontonaban en los márgenes como animales de presa, las ramas enredándose en lo alto unas con otras para formar un túnel húmedo y tenebroso. Apenas unos pocos rayos de sol vagabundos conseguían abrirse paso aquí y allá, creando un conjunto de retorcidas sombras, y el calor bajo el claustrofóbico manto verde empezaba a resultar insoportable. Incluso el terrible ruido de fondo de la jungla, que no había dejado de atormentarle los oídos en un incesante y enloquecedor ataque, había cesado por completo: ni siquiera el trino de un pájaro rompía el opresivo silencio.
No podía quedarse allí, pensó Grimya. No así, con una tormenta a punto de echársele encima. Tenía que seguir. Y, por muy difícil que resultase, cualesquiera que fuesen las amenazas o sistemas de persuasión que se viera obligada a utilizar, debía obligar a su compañera a ir con ella.
Volvió a mirar el sendero. Por muy grande que fuera la urgencia, no podía correr; cuerpo e instintos se rebelaban contra el fétido y sofocante calor, y necesitó de todas las energías que pudo reunir para regresar con paso lento y laborioso al lugar donde el camino se cruzaba con un sendero que surgía de la jungla. En este punto los matorrales invadían el desigual sendero ofreciendo una cierta protección, aunque no refugio, y Grimya había esperado que acertara a pasar alguien por allí, un leñador quizás, o incluso una carreta de bueyes que se dirigiera a alguno de los poblados situados en las profundidades del bosque... Pero había sido una esperanza inútil, y ahora ya no se atrevía a esperar más.
Índigo estaba sentada en medio de las tres bolsas que constituían todas sus pertenencias. Tenía los hombros caídos y la cabeza inclinada hacia adelante, de modo que la larga cabellera rojiza tachonada de hebras grises le ocultaba el rostro como una cortina húmeda; grandes manchas de sudor oscurecían la delgada camisa y los amplios pantalones. Ya desde lejos, Grimya vio cómo los hombros de la joven se agitaban convulsivamente cada vez que respiraba, y, al acercarse más, pudo escuchar los jadeantes estertores que surgían de la garganta de su amiga.
—¡Ín-digo!
La voz de Grimya rompió bruscamente el silencio. Dado que en el bosque no había más que animales y pájaros que pudieran oírla, la loba no intentó ocultar su peculiar habilidad para hablar las diferentes lenguas de los humanos, y se adelantó corriendo para lamer las fláccidas manos de Índigo caídas sobre el regazo de la muchacha.
—Ín-digo, no..., no podemos quedarnos aquí más tiempo. Se..., se acerca un te... temporal. ¡Hay que encontrar refugio!
Índigo levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y un velo de sudor daba a la palidez de su rostro un brillo preocupantemente artificial. La joven contempló a Grimya durante un instante como quien contempla a un desconocido; luego un destello de embotada comprensión se abrió paso hasta la superficie.
—Me siento... —Se interrumpió e intentó limpiarse la boca, pero no pareció capaz de coordinar los movimientos de la mano y abandonó el intento—. Me siento tan mareada...
El corazón de Grimya se llenó de compasión, pero el miedo fue más fuerte.
—¡Ín-digo, debemos seguir! Hay peligro aquí. —Dirigió una rápida mirada arriba y abajo del sendero, lamiéndose las quijadas llena de nerviosismo—. No podemos arr... arriesgar... nos a permanecer aquí y esperar a que pase alguien. Es un riesgo demasiado grrrande. Por favor, Índigo. Por favor.
—Mi cabeza... —Índigo se mordió el labio inferior y cerró los ojos cuando un movimiento imprudente le provocó una mueca de dolor—. Me duele tanto... No consigo hacer que el dolor pare, no puedo hacer que se vaya...
—Pero...
—No. —Pronunció la palabra con los dientes apretados, de modo que surgió casi como un lastimoso gruñido—. No, lo... lo comprendo. Tenemos que seguir. Sí. Estaré bien. Si consigo... —sus manos se agitaron débilmente en el aire en un intento de asir su equipaje—... si consigo recoger esto. No pienso dejarlas.
Muy despacio, sacó el cuerpo de su contraída postura, moviéndose como una vieja artrítica. Grimya la contempló con ansiedad, enojada consigo misma por su incapacidad de ayudar mientras Índigo recogía como podía las tres bolsas y se las echaba a la espalda. Por fin quedaron bien colocadas, Índigo intentó incorporarse, dio un traspié y se agarró a una rama baja para mantener el equilibrio.
—No —dijo de nuevo antes de que Grimya pudiera hablar—. Puedo andar. De veras. —Soltó la rama con precaución y dio dos pasos vacilantes en dirección al sendero. Su rostro y cuello enrojecieron, y el sudor volvió a correr por su frente y le cayó sobre los ojos—. Pu... puede que tenga que detenerme. Dentro de un rato.
Si... —Sacudió la cabeza cuando la lengua se negó a obedecer y no le permitió finalizar la frase. Durante quizá medio minuto permaneció inmóvil balanceándose ligeramente; luego parpadeó y respiró hondo—. Los pájaros... — murmuró— ya no cantan.
—Saben lo que se aproxima.
—Sí. —Índigo movió la cabeza afirmativamente—. Lo saben, ¿verdad? Refugio. Hemos de encontrar..., encontrar refugio.
Por un terrible instante, Grimya pensó que Índigo iba a derrumbarse allí mismo y no podría volver a incorporarse, pero, con un supremo esfuerzo, la joven consiguió recuperar el control de sus embotados sentidos y empezó a andar. Al mismo tiempo, mediante el profundo y arraigado vínculo telepático que compartían, la loba percibió una parte de la fiebre que ardía en la cabeza de su compañera, y un escalofrío involuntario le recorrió el cuerpo al darse cuenta de que la inminente tormenta no era en absoluto el peor de los peligros a los que tenían que enfrentarse ahora.
Reprimiendo un gañido entristecido, el animal se detuvo unos instantes para levantar la cabeza en dirección a la cada vez más oscura bóveda de hojas que se extendía sobre sus cabezas, y luego salió en pos de Índigo.
La tormenta llegó con el veloz crepúsculo tropical. El primer relámpago iluminó el bosque con un silencioso fogonazo, y, a modo de aterrorizada respuesta, en las profundidades del bosque algo chilló como una mujer asesinada. No hubo trueno y, en un principio, tampoco lluvia, pero el calor y la humedad se volvieron más acuciantes y la tierra exhaló un nuevo y poderoso soplo de putrefacción. Cuando un segundo venablo blanco hendió la oscuridad, Grimya volvió la cabeza para contemplar preocupada a Índigo que avanzaba tambaleante dos pasos más.
La joven no parecía advertir los relámpagos; tenía los ojos abiertos pero desorbitados y febriles, como si contemplara un imaginario mundo de pesadilla creado por su propia mente, y los labios se movían como si murmurara para sí. La loba se detuvo y esperó a que la alcanzara; entonces el corazón se le contrajo al escuchar los primeros siseos —como un millar de serpientes coléricas— por encima del dosel de hojas sobre sus cabezas. En cuestión de segundos, empezó a llover.
No era como las benignas lluvias estivales de su tierra natal, tan lejos de allí, en otro continente y otra era. Ni tampoco se parecía a los poderosos diluvios que cada primavera, para anunciar el despenar de la vida, barrían los bosques que la habían visto crecer. Esta lluvia no traía vida, sino muerte. Una catarata, un cataclismo, cayendo a raudales del cielo en un torrente salvaje que apaleaba los árboles y erosionaba la tierra y transformaba el mundo en un infierno abrasador y anegante del que no había escapatoria. Esta lluvia era maligna. Grimya encorvó
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el lomo para protegerse del maloliente aguacero, contempló a través del agua que le anegaba los ojos la figura vacilante e inestable que la seguía y comprendió que Índigo no podría soportar el ataque.
—¡Índigo!
La loba gritó tan fuerte como pudo, pero el rugido cada vez mayor del diluvio ahogó su voz, y, cuando intentó comunicarse telepáticamente con la joven, encontró un ardiente muro de fiebre y náuseas que el razonamiento no podía penetrar, Índigo se estremecía impotente balo el aguacero, tenía los cabellos pegados a la cabeza y los hombros, y había perdido todo sentido de la dirección.
Los primeros riachuelos empezaban a formarse en los márgenes del sendero y se expandían sobre un terreno demasiado reseco para absorberlos. En cuestión de minutos, el camino quedaría inundado; Grimya podría quizás escapar fácilmente al agua, pero Índigo no poseía la energía necesaria ni —en aquel estado febril— el ingenio para encontrar refugio.
Grimya agarró con los dientes el borde de la camisa de Índigo y tiró de él con todas sus fuerzas. La tela se desgarró; Índigo giró en redondo, tambaleante, y dio un traspié en dirección a la maleza. Nuevos relámpagos acuchillaron los cielos, y el titánico crujido de un rayo al caer sobre el bosque hizo que Grimya lanzara un gañido y diera un salto atrás, atemorizada. A lo lejos se escuchó el rugido de un árbol al incendiarse, y luego el chisporroteo del fuego y el agua al unirse y entablar combate. Todo el bosque estaba envuelto en una luz cadavérica y parpadeante, y las ramas se doblaban y agitaban como si los árboles luchasen por arrancar las raíces del suelo y huir.
—¡Índigo! —volvió a gritar la loba, frenética ahora—, ¡Índigo, por aquí! ¡Ven!
Echó a correr en pos de la vacilante y desconcertada figura, y esta vez consiguió sujetar una de las tiras de las bolsas que la muchacha llevaba a la espalda. Columpiándose en las patas traseras, perdiendo casi el equilibrio, la loba consiguió dirigir a su amiga de regreso al sendero y por unos breves segundos llegó a creer que todo iría bien, que Índigo se serenaría y encontraría las fuerzas necesarias para continuar. Pero fue una esperanza efímera. Un nuevo relámpago centelleó a través del bosque y, cuando su resplandor destacó en espantoso relieve el rostro de Índigo, Grimya vio cómo ésta ponía los ojos en blanco. La loba proyectó una frenética súplica, pero la muchacha se balanceó impotente, se desplomó hacia adelante y cayó boca abajo sobre el suelo. Durante unos segundos permaneció inmóvil; luego intentó incorporarse, apoyándose en las manos, y se dobló hacia el frente vomitando un fino hilillo de bilis y sangre.
El pánico se apoderó de Grimya cuando ésta comprendió que Índigo había llegado al límite de sus fuerzas. La loba no tenía fuerza suficiente para arrastrar a su amiga a un lugar seguro, y empezó a dar vueltas en círculo a su alrededor, gimiendo y lloriqueando y dándole golpecitos con el hocico. Pero Índigo ya no era capaz de responder; permanecía acurrucada en el suelo, abriendo y cerrando las manos espasmódicamente, con un desagradable gemido vibrando en la garganta.
Finalmente, Grimya dejó de girar a su alrededor y, por entre la cortina de lluvia, contempló con desesperación el sendero que se extendía ante ella. No quería abandonar a Índigo, pero con eso tampoco conseguiría ayudarla, y cada momento perdido aquí inútilmente no haría más que empeorar las cosas. Necesitaba ayuda humana. Unía, que encontrar a alguien.
Se acercó a Índigo, intentando explicarle su razonamiento y decirle que pensaba ir en busca de ayuda, pero comprendió al instante que cualquier explicación carecería de sentido. Lloriqueando, dio media vuelta y empezó a avanzar con paso envarado y cansado, chapoteando en el agua que se convertía ya en un torrente ininterrumpido y cada vez más profundo, corriendo, con las pocas energías que le quedaban, sendero abajo. Mientras corría, la loba rezaba en silencio a la Madre Tierra para que tuviera piedad de ella y la ayudara, para que le permitiera encontrar a un cazador o leñador, para que le permitiera encontrar un lugar en el que poder refugiarse, cualquier cosa, cualquier cosa que ayudara a Índigo...
Nada más doblar una curva del sendero, descubrió el kemb y, al frenar en seco, resbaló sobre el enfangado suelo con un gañido de sorpresa.
Durante algunos instantes apenas se atrevió a creer lo que veían sus ojos. El kemb —ésta era una de las pocas palabras del idioma local que había aprendido hasta ahora— Era una construcción de madera de un solo piso, parecida a una cabaña, con un techo de hojas de palma y erigida sobre cuatro postes cortos pero resistentes que la mantenían lejos del alcance del agua y las serpientes. Una galería cubierta recorría toda la fachada, con un tramo de peldaños de madera que conducían hasta ella. Del interior, distinguibles para el olfato de Grimya incluso entre los desagradables olores del bochornoso y empapado bosque, urgían los aromas entremezclados del humo de un fuego de leña, de comida cocinándose y de sudor humano.
¡La Madre Tierra había respondido a sus oraciones! Grimya corrió a la escalera y subió el cono trecho entre gañidos y ladridos. Se escucharon unas voces sorprendidas en el interior del kemb, acompañadas del estrépito de algo que caía al suelo; luego, un hombre fornido y de tez morena apareció en la puerta, seguido de una mujer regordeta. Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente al ver a la temblorosa y empapada loba, y lanzó una retahíla de palabras que sonaron enojadas y asustadas a la vez, al tiempo que agitaba los brazos con energía.
Grimya retrocedió con el estómago pegado al suelo, gimoteando; luego se dio media vuelta y empezó a ladrar en dirección al bosque antes de volverse otra vez y dirigirle una mirada de desesperada súplica. El hombre arrugó el entrecejo, vacilante, y la mujer dijo algo, meneando la cabeza. Grimya, furiosa consigo misma por la frustración de ser incapaz de comunicarse con más claridad, intentó de nuevo transmitir su mensaje. El hombre debió de comprender, pues, tras un rápido intercambio de frases con la mujer, gritó algo al interior del kemb y otro hombre, más joven, hizo su aparición. Los tres se acercaron a Grimya con mucha cautela, sin aproximarse demasiado y sin dejar de hablar en tono interrogativo. La loba meneó la cola, la lengua colgando por entre los dientes; luego bajó la escalera corriendo, volvió la cabeza para mirarlos y lanzó un apremiante ladrido.
Ambos hombres desaparecieron de inmediato en el interior de la cabaña y la loba temió que no la hubieran comprendido, pero, al cabo de un momento, volvieron a salir, el más joven armado con un pesado bastón y el mayor con un machete, y los dos descendieron los peldaños a toda prisa para reunirse con la loba. Grimya dio un salto en el aire, agradecida, para lamer la mano del más joven —se mantuvo prudentemente alejada del cuchillo del otro, no fuera el caso que éste malinterpretara su gesto— y echó a correr por el sendero. Oyó cómo los hombres maldecían profusamente la tormenta, pero parecía como si estuvieran habituados a tales condiciones climáticas, pues la siguieron con rapidez y paso firme.
Por fin Grimya vio delante de ella la figura acurrucada inmóvil de Índigo. La joven estaba tumbada de costado ahora, con ríos de agua rodeándola por todas partes, y la loba se dio cuenta de que, en un principio, los hombres creyeron que estaba muerta. Pero, cuando se inclinaron ante ella, la muchacha se movió y sus párpados se agitaron y se abrieron para mostrar unos ojos enrojecidos que miraban sin ver.
El hombre de más edad lanzó una aguda exclamación más de volverse hacia la loba y realizar un gesto conciliador al tiempo que le hablaba despacio y con dulzura. Él más joven levantó a Índigo y se la echó sobre el hombro, equipaje incluido. Luego, algo tambaleante bajo todo aquel peso, se dio la vuelta y empezó a avanzar pesadamente de regreso al kemb.
De no haber sido porque la ansiedad eclipsaba cualquier otra consideración, Grimya quizás habría pensado que formaban una curiosa procesión cuando el kemb apareció ante ellos. Desde luego, su llegada llamó la atención. La mujer regordeta se encontraba de pie en la galena, esperando verlos aparecer a través de la lluvia, y, cuando por fin alcanzaron la escalera, varias otras personas se habían reunido ya con ella; todas ellas hablaban y lanzaban exclamaciones de sorpresa. Grimya descubrió a otro hombre joven, a una abuela desdentada, a dos mujeres jóvenes y a un pequeño número de niños entre los allí reunidos. La rodearon en un instante y, dándole palmaditas, la obligaron a recorrer la Balería y a pasar al otro lado de la puerta de hojas de palma, donde se vio sepultada por manos y rostros curiosos mientras sus rescatadores se llevaban a Índigo a otra parte. Alguien intentó envolverla en un gran pedazo de tela que apestaba a ceniza y a manteca rancia. Grimya se debatió, deseando tan sólo seguir a los hombres que se llevaban a Índigo, pero la rodeaban demasiados rostros ansiosos y la sujetaban demasiados brazos, y de repente se sintió muy cansada para resistirse. Empezó a temblar; luego, bruscamente, las patas se negaron a aguantarla y se desplomó sobre el suelo como un cachorro recién nacido. Dos de las mujeres empezaron a arrullarla y a hacerle carantoñas, y alguien le colocó un cuenco de agua salobre bajo el hocico. No le apetecía pero se obligó a lamer unos sorbos para no parecer desagradecida, ante los aplausos satisfechos de sus cuidadores.
Entonces una de las mujeres jóvenes se arrodilló junto a ella y empezó a secar su pelaje con la tela que olía a rancio. Grimya lloriqueó y dilató las narices en busca del olor de Índigo. Intentó ponerse en pie; la muchacha la obligó a echarse de nuevo con una dulce risa, y un niño pequeño, más atrevido que sus hermanos, se abrió paso por entre los apiñados rostros y cuerpos para acariciarle el hocico. Grimya ya no tenía fuerzas para protestar, y tampoco podía decirles que su única preocupación era su amiga, de modo que el gañido se convirtió en un ahogado gemido y luego en un total silencio. Se sentía tan cansada... Los ojos se le cerraron; el contacto de la mano del niño resultaba muy reconfortante, y otros, perdido el miedo inicial, extendían ya las manos para acariciarla mientras la muchacha murmuraba palabras de consuelo.
Sin duda, pensó Grimya, Índigo estaría bien ahora. Estas personas eran generosas y amables, y la habían ayudado cuando lo necesitaba. No había nada que temer. La Madre Tierra había escuchado sus ruegos. Agotada, pero a la vez reconfortada, Grimya se durmió.
Cuando despertó, la lluvia había cesado. Con su cese, un silencio espectral descendió sobre el bosque; en el exterior, las criaturas amedrentadas por la tormenta no habían reunido todavía el valor de reiniciar sus gritos, e incluso estaban ausentes los pequeños ruidos nocturnos propios del bosque. La luz de la luna se filtraba débilmente por entre el dosel de hojas y penetraba por las ventanas, formando manchas borrosas sobre el suelo del kemb, y, por encima de su cabeza, Grimya escuchó, entremezclados con el sordo gotear del agua, los movimientos furtivos de los insectos que reanudaban su actividad en la empapada techumbre de palma.
Se puso en pie. La mujer la había depositado sobre una burda manta y había dejado un plato de carne a poca distancia; el hambre se dejó sentir en su estómago, y la loba no pudo resistir tomar algunos bocados antes de iniciar la exploración de su desconocido entorno.
Por lo que parecía, la casa era un lugar donde se comerciaba. Desde el inicio de su largo viaje al interior de la Isla Tenebrosa, ella e Índigo habían tropezado con un cierto número de tales establecimientos, los cuales facilitaban un servicio esencial tanto a viajeros como a las tribus y clanes locales. La mayoría de ellos eran regentados por generación tras generación de una misma familia, que era a
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la vez, la propietaria y para la cual el kemb constituía no sólo un lugar de trabajo sino también un hogar comunal, y la enorme habitación en que había dormido Grimya parecía ser el almacén principal. Sacos y cajas de provisiones se amontonaban a lo largo de las paredes, desconcertando el sensible olfato de la loba con un revoltijo de olores desconocidos. Entremezclado con toda aquella variedad de artículos, se veía todo un surtido de utensilios, desde pucheros a armas, esenciales para la vida en el bosque. En una esquina había una estufa abierta en su parte superior y ennegrecida por los años de uso; aquí, supuso Grimya, debía de ser donde sus anfitriones preparaban las comidas. Pero ¿dónde se encontraban las otras habitaciones, los aposentos privados? ¿Dónde estaba Índigo?
Acercó el hocico al suelo y empezó a rastrear, pero resultaba imposible aislar cualquier aroma de la plétora de olores. Ni sus habilidades telepáticas conseguían tampoco encontrar ninguna sensación de la conciencia de Índigo. En una ocasión le pareció detectar un débil rastro «le una mente que soñaba, pero éste se desvaneció antes de que pudiera estar segura, y, con un triste lloriqueo, la loba abandonó la intentona y se resignó a encontrar a su amiga por otros medios.
Avanzó con paso quedo hasta el otro extremo de la habitación. Aquí, en medio de la oscuridad a la que no conseguía llegar la luz de la luna, encontró dos puertas. Una estaba cerrada por el otro lado, pero la segunda se abrió con un ligero temblor cuando la empujó con el hocico, y Grimya se deslizó al otro lado. Se encontró en un pasillo estrecho que separaba el almacén de otra zona más privada del kemb. La tenue luz que penetraba por un ventanuco situado al final del pasillo le mostró tres entradas más, cada una cubierta con una cortina, y Grimya se dirigió ansiosa a investigarlas una a una.
La primera y segunda habitaciones estaban a oscuras, pero una sensación de calor, los sonidos apenas perceptibles de una respiración pausada y los desconocidos olores humanos indicaron a la loba que ambas estaban ocupadas, aunque no existía la menor indicación de la presencia de Índigo. Pero, al introducir el hocico a través de la cortina de la tercera habitación, Grimya se vio casi deslumbrada por la brillante luz del pequeño globo de una lámpara. De detrás de esta lámpara, una figura se alzó con premura de su lugar junto a un lecho bajo. Pensando que se trataba de Índigo, la loba avanzó anhelante, meneando la cola; entonces la figura empezó a agitar las manos con rapidez en dirección a ella a la vez que siseaba nerviosa en una voz desconocida, y Grimya reconoció en ella a la muchacha que la había secado y atendido a su llegada al kemb. Grimya levantó la cabeza esperanzada, pero la mujer se inclinó para agarrarla por el cogote e intentó arrastrarla fuera de la habitación. Aunque no comprendió sus palabras, la loba percibió agitación en su mente. Cuando la mujer cambió de posición para sujetarla mejor por la parte posterior del cuello, Grimya descubrió la figura inmóvil de Índigo tendida en la cama. «¡No! ¡Porfavor, deja que me acerque!» Grimya lanzó su telepático ruego de forma instintiva antes de recordar que no podía comunicarse con ella, que, incluso aunque le hablara en voz alta, la mujer no la comprendería. Gimoteó, resistiéndose, las garras arañando el suelo desnudo, y empezó a girar la cabeza de un lado a otro, estirando el cuello para ver a su amiga. El tono de la mujer se suavizó, tornándose comprensivo. Intentaba convencerla y explicarle algo a la vez, y aflojó la mano que sujetaba a Grimya el tiempo necesario para realizar un gesto en dirección a la cama y efectuar unos cuantos movimientos tranquilizadores con la palma abierta. Luego se llevó un dedo a los labios e imitó a una persona durmiendo.
Grimya se aplacó, consciente de que la mujer no hacía más que lo que consideraba mejor para Índigo y no deseaba que se molestara a la muchacha. Con la cabeza y la cola gachas, la loba permitió que la sacaran de la habitación y se tumbó desconsolada en el pasillo, los ojos filos en la cortina que había vuelto a cubrir la entrada, impidiendo ver el interior del cuarto. Si tan sólo pudiera hacerles comprender que únicamente deseaba sentarse junio al lecho de Índigo, que no era ningún perro tonto y sabía muy bien que no debía saltar sobre la cama y empezar a repartir lametones y proferir gañidos y molestar... Iodo lo que ella quería, lo que necesitaba, era saber cómo se encontraba su amiga y si la fiebre la había abandonado.
Se escucharon unos ruidos al otro lado de la cortina, y, ante la sorpresa de Grimya, la muchacha salió de la habitación a los pocos segundos. Deteniéndose en el umbral, la joven alisó las arrugas que la larga vela le había dejado en la falda, apretó las palmas de las manos contra la espalda como para aliviar el entumecimiento de los músculos, y luego se alejó pasillo abajo, chasqueando los dedos en dirección a la loba y lanzando un gorjeo alentador al pasar a su lado.
Grimya la siguió despacio, y en la habitación almacén la mujer empezó a encender más lámparas y a remover las cenizas de la estufa. Los dibujos proyectados por los haces de luz gris-plata se habían esfumado de la habitación al ponerse la luna, y, en el exterior, el bosque empezaba a despertar con la llegada del amanecer. Grimya supuso que los otros habitantes del kemb no tardarían en hacer su aparición; a lo mejor, una vez que la familia estuviera inmersa en los quehaceres del día, ella podría escabullirse e ir a ver a Índigo. Animada por ese pensamiento, la loba se acomodó de nuevo en su improvisada cama y se dedicó a observar las idas y venidas de la muchacha.
La luz empezó a filtrarse al interior del kemb, obligando a las sombras a retroceder; pocos minutos después otros sonidos humanos empezaron a romper el silencio y, primero el hombre joven, luego la mujer más anciana, y más tarde las niñas penetraron en la habitación bostezando. Las dos mujeres sostuvieron algo parecido a una discusión en voz muy baja, con muchos refunfuños y suspiros por parte de la de más edad, pero Grimya no tuvo la menor idea del tema de la conversación hasta que la anciana vertió algo que había estado removiendo sobre el fuego de la estufa en un cuenco de madera y las dos volvieron a salir por la puerta en dirección a las habitaciones interiores. Transcurrieron varios minutos pero no regresaron, y de improviso una inquietante corazonada puso de punta los pelos de Grimya.
El hombre y las niñas no la observaban, de modo que se incorporó y salió al pasillo sin que la vieran. Brillaba una luz por debajo de la cortina de la tercera habitación, y al acercarse escuchó unas inquietas voces ahogadas y percibió el fuerte olor de una cocción de hierbas.
La corazonada de Grimya se transformó en pánico y, corriendo hasta la cortina, se abrió paso a través de ella. Las mujeres se volvieron, asustadas, y por un instante sus pensamientos y emociones quedaron retratados en sus rostros, confirmando lo que ella más temía: estaban poniendo en práctica todos sus conocimientos, pero hasta ahora sin resultado, Índigo no mostraba la menor señal de mejora... y las mujeres empezaban a desesperar.