XVII

Al día siguiente, tres coches de la GRC estacionaban ante el edificio. Muy vistosos, llevaban en sus laterales blancos una cabeza de bisonte, de expresión entre plácida y terca, rodeada de hojas de arce y con la corona de Inglaterra encima. Tres hombres de uniforme los aguardaban. Uno de ellos, al que Adamsberg identificó como el superintendente principal gracias a su charretera, se inclinó hacia su colega muy próximo.

– ¿Quién crees tú que es el comisario? -le preguntó.

– El más bajo. El moreno de la chaqueta negra.

Adamsberg percibía poco más o menos sus palabras. Brézillon y Trabelmann habrían estado contentos: «el más bajo». Al mismo tiempo, atraían su atención unas pequeñas ardillas negras que brincaban por la calle, tan tranquilas y vivaces como gorriones.

– Criss, no digas tonterías -prosiguió el superintendente-. ¿El que va vestido como un pedigüeño?

– No te excites, te digo que es él.

– ¿No será más bien el gran slac, bien vestido?

– Te digo que es el moreno. Y es un boss importante; allí, todo un as. De modo que cierra la boca.

El superintendente Aurèle Laliberté inclinó la cabeza y se dirigió hacia Adamsberg, con la mano tendida.

– Bienvenido, comisario principal. ¿Muy hecho polvo por el viaje?

– Gracias, todo va bien -respondió prudentemente Adamsberg-. Celebro mucho conocerle.

Se estrecharon las manos, en un molesto silencio.

– Siento que haga este tiempo -declaró Laliberté con su poderosa voz y una ancha sonrisa-. Las escarchas han llegado de pronto. Suban a los carros, tenemos diez minutos de camino. Hoy no haremos que se deslomen trabajando -añadió, tras invitar a Adamsberg a subir a su coche-. Un simple y breve reconocimiento.


La delegación de la GRC se hallaba en mi parque arbolado que parecía tan extenso como un bosque francés. Laliberté conducía lentamente y Adamsberg tenía tiempo, casi, de contemplar con detalle cada uno de los árboles.

– Tienen ustedes espacios enormes -dijo, impresionado.

– Sí. Como dicen por aquí, no tenemos historia pero tenemos geografía.

– ¿Y esto, son arces? -preguntó señalando con el dedo a través del cristal.

– Eso es.

– Creía que sus hojas eran rojas.

– ¿No te parecen bastante rojas, comisario? Las hojas no son como en la bandera. Las hay rojas, anaranjadas, amarillas. De lo contrario nos aburriríamos. ¿De modo que, actualmente, eres tú el gran jefe?

– Sin duda.

– Para ser comisario principal, no es que lleves tu forty-five. ¿Os dejan vestiros así, en París?

– En París, la policía no es el ejército.

– Tranquilo. No tengo puerta trasera y voy al grano. Mejor será que lo sepas. ¿Ves esos edificios? Son la GRC, y aquí nos quedamos -dijo frenando.

El grupo de París se reunió ante unos grandes cubos nuevos y flamantes de ladrillo y cristal, entre los árboles rojos. Una ardilla negra custodiaba la puerta mordisqueando. Adamsberg permaneció tres pasos por detrás, para interrogar a Danglard.

– ¿Es costumbre tutear a todo el mundo?

– Sí, lo hacen con toda naturalidad.

– ¿Debemos hacer lo mismo?

– Haremos lo que queramos y lo que podamos. Uno se adapta.

– ¿El título que le ha dado hace un rato? Lo de gran slac, ¿qué quiere decir?

– El alto y blando, desgarbado.

– Comprendido. Como él mismo dice, Aurèle Laliberté no tiene puerta trasera.

– No lo parece -confirmó Danglard.


Laliberté condujo al equipo francés hasta una gran sala de reunión -una especie de Sala del Concilio, en cierto modo- e hizo rápidamente las presentaciones. Miembros del módulo quebequés: Mitch Portelance, Rhéal Ladouceur, Berthe Louisseize, Philibert Lafrance, Alphonse Philippe-Auguste, Ginette Saint-Preux y Fernand Sanscartier. Luego, el superintendente se dirigió con firmeza a sus agentes:

– Cada uno de vosotros se agarrará a uno de los miembros de la Brigada de París, y cambiaremos de pareja cada dos o tres días. Emplearos a fondo pero sin machacaros, que ellos no están mancos. Están en período de entrenamiento, se inician. De modo que, para empezar, formadlos paso a paso. Y no os andéis con aspavientos si no os comprenden o hablan de un modo distinto al nuestro. No son más blandengues que vosotros por mucho que sean franceses. Cuento con vosotros.

En suma, más o menos el mismo discurso que Adamsberg les había soltado a los de su equipo, unos días antes.


Durante la aburrida visita a los locales, Adamsberg se dedicó a descubrir la máquina de las bebidas, que distribuía esencialmente «sopas» pero también cafés del tamaño de una jarra de cerveza, y también examinó los rostros de sus colegas provisionales. Sintió una simpatía inmediata por el sargento Fernand Sanscartier, el único suboficial de la unidad, cuyo rostro lleno y rosado, perforado por dos ojos pardos saturados de inocencia, parecía asignarle de inmediato el papel del bueno. Iba a gustarle hacer pareja con él. Pero, para los tres días siguientes, iba a vérselas con el enérgico Aurèle Laliberté, jerarquía obliga. Fueron liberados a las seis en punto y llevados a sus vehículos oficiales, provistos de neumáticos para la nieve. Sólo el comisario disponía de un coche autónomo.

– ¿Por qué llevas dos relojes? -preguntó Laliberté a Adamsberg, cuando éste se puso al volante.

Adamsberg vaciló.

– Por lo de la diferencia horaria -explicó de pronto-. Tengo que proseguir con algunas investigaciones en Francia.

– ¿Y no puedes calcularlo en tu cabeza, como todo el mundo?

– Así voy más deprisa -eludió Adamsberg.

– Como quieras. Hale, bienvenido, man, y hasta mañana a las nueve.


Adamsberg condujo despacio, atento a los árboles, a las calles, a la gente. Al salir del parque de la Gatineau, entraba en la ciudad hermanada de Hull, a la que, personalmente, no habría llamado «ciudad», pues el burgo se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros de terreno llano, dividido en cuadrados por calles desiertas y limpias, y salpicado de casas con paredes de madera. Nada antiguo, nada desportillado, ni siquiera las iglesias, que se parecían, más bien, a miniaturas de azúcar que a la catedral de Estrasburgo. Nadie por aquí parecía tener prisa, todos conducían lentamente unos potentes pick-up capaces de acarrear seis estéreos de leña.

Ni cafés, ni restaurantes, ni almacenes. Adamsberg descubrió algunos establecimientos aislados, unas «tiendas de conveniencia» que vendían de todo, una de las cuales estaba a cien metros de su edificio. Se dirigió allí caminando, con satisfacción, haciendo que las placas de nieve crujieran bajo sus pies, sin que las ardillas se apartaran a su paso. Una diferencia importante con los gorriones.

– ¿Dónde puedo encontrar restaurantes, bares? -preguntó a la cajera.

– En el centro, allí encontrarás todo lo necesario para los noctámbulos -respondió ella amablemente-. Está a cinco kilómetros, tendrás que tomar tu carro.

Le dijo buenos días cuando se marchó, y buena velada, bye.


El centro era pequeño, y Adamsberg recorrió sus calles perpendiculares en menos de un cuarto de hora. Al entrar en el Cuarteto, interrumpió una lectura poética ante un público compacto y silencioso, y retrocedió cerrando la puerta a sus espaldas. Tendría que hablarle de esto a Danglard. Se refugió en un bar a la americana, Los cinco domingos, gran sala sobrecaldeada y decorada con cabezas de caribús, osos y banderas quebequesas. El camarero le sirvió la cena con paso apacible, tomándose su tiempo y hablando de la vida. El plato tenía el tamaño de un banquete para dos. Todo es mayor, en Canadá, y todo es más tranquilo.

Al otro extremo de la sala, un brazo se agitó en su dirección. Ginette Saint-Preux, con el plato en la mano, se acercó instalándose con toda naturalidad en su mesa.

– ¿Te importa que me siente? -dijo-. También yo cenaba sola.

Muy bonita, elocuente y rápida, Ginette se lanzó a múltiples discursos. ¿Y sus primeras impresiones de Quebec? ¿Diferencias con Francia? ¿Más llano? ¿Cómo era París? ¿Cómo iba el trabajo? ¿Animado? ¿Y su vida? ¿Ah, sí? Ella tenía hijos y algunos hobbies, sobre todo la música. Pero para un buen concierto era necesario ir a Montreal, ¿era eso lo que le interesaba? ¿Cuáles eran sus hobbies? ¿Ah, sí? ¿Dibujar, andar, soñar? ¿Cómo era posible? ¿Y cómo se hacía eso en París?

Hacia las once, Ginette se interesó por sus dos relojes.

– Pobre -concluyó levantándose-. Es cierto que, según tu franja horaria, todavía son las cinco de la madrugada.


Ginette había olvidado en la mesa el folleto verde que no había dejado de enrollar y desenrollar durante la conversación. Adamsberg lo desplegó lentamente, con los ojos cansados. Concierto de Vivaldi en Montreal, 17-21 de octubre, quinteto de cuerda, clavecín y flautín. Era muy animosa, la tal Ginette, para recorrer más de cuatrocientos kilómetros por un pequeño quinteto.

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