XLVIII

– Carajo -decía Brézillon bastante excitado por su excursión fúnebre, en el coche que les devolvía a París-. Ochenta kilos de arena. Tenía razón, maldita sea.

– Sucede muy a menudo -comentó Mordent.

– Pues eso lo cambia todo -prosiguió Brézillon-. La acusación de Adamsberg se hace sólida. Un tipo que simula su muerte no es un corderillo. El viejo sigue en acción, con doce crímenes a sus espaldas.

– Los tres últimos cometidos a los noventa y tres, los noventa y cinco y los noventa y nueve años -precisó Danglard-. ¿Le parece creíble, señor? ¿Un centenario que arrastra a una muchacha y su bicicleta a través del campo?

– Es un problema, indiscutiblemente. Pero Adamsberg acertó con lo de la muerte de Fulgence, no puede negarse y ahí están los hechos. ¿Se desentiende de él, capitán?

– Yo me ocupo de hechos y de probabilidades, sencillamente.


Danglard se encogió en la trasera del coche y enmudeció de nuevo, dejando que sus colegas, turbados, discutieran la resurrección del viejo magistrado. Sí, Adamsberg había tenido razón. Y eso hacía que la situación fuera mucho más difícil.

Una vez en su casa, aguardó a que los niños estuvieran dormidos para llamar a Quebec. Allí eran sólo las seis de la tarde.

– ¿Progresas? -preguntó a su colega quebequés.

Escuchó con impaciencia las explicaciones de su corresponsal.

– Es preciso acelerar la marcha -interrumpió Danglard-. Las cosas por aquí están que arden. Se ha llevado a cabo la exhumación. No había cuerpo, sólo un saco de arena… Sí, eso es… Y nuestro jefe de división parece creerlo. Pero nada se ha probado aún, ¿comprendes? Hazlo tan rápido y tan bien como puedas. Es capaz de salir indemne.


Adamsberg había cenado a solas en el pequeño restaurante de Richelieu, en aquel silencio confortable y melancólico tan particular de los hoteles provincianos en temporada baja. Nada que ver con el jaleo de Las Aguas Negras de Dublín. A las nueve, la ciudad del cardenal estaba desierta. Adamsberg había subido enseguida a su habitación y, tendido en el cubrecama rosa, con las manos en la nuca, intentaba que sus pensamientos no vagaran para separarlos en rodajas, de dos milímetros de diámetro, cada cual en su alvéolo. La movediza arena en la que se había convertido el juez para desaparecer del mundo de los vivos. La amenaza con tres dientes que pesaba sobre él. La elección de Quebec como terreno de acción.

Pero la objeción de Danglard pesaba mucho en el otro platillo de la balanza. No veía al centenario arrastrando el cuerpo de Elisabeth Wind por el campo. La muchacha no era enclenque, aunque su nombre evocara la ligereza del viento. Adamsberg entornó los ojos. Era lo que Raphaël decía siempre de su amiga Lise: ligera y apasionada como el viento. Porque llevaba como apellido el nombre del cálido viento del sudeste, Autan. Dos nombres de viento, Wind y Autan. Se incorporó sobre un codo y pasó revista, en voz baja, a los nombres de las demás víctimas, por orden cronológico. Espir, Lefebure, Ventou, Soubise, Lentretien, Mestre, Lessard, Matère, Brasillier, Fèvre.

Ventou y Soubise emergían, colocándose junto a Wind y Autan. Cuatro evocaciones del viento. Adamsberg encendió la luz del techo, se sentó en la pequeña mesa de la habitación y redactó la lista de las víctimas, buscando combinaciones, relaciones entre sus doce nombres. Pero, salvo aquellas cuatro ráfagas de aire, no descubrió vínculo alguno.

El viento. El aire. Uno de los cuatro elementos, con el fuego, la tierra y el agua. El juez había podido intentar reunir una especie de cosmogonía que le hiciera dueño de los cuatro elementos. Que le hiciera Dios, como Neptuno con su tridente o Júpiter con su rayo. Frunciendo el ceño, volvió a leer la lista. Sólo Brasillier podía evocar el fuego, una brasa, el brasero. En cuanto a los demás, nada que ver con la llama, la tierra o el agua. Dejó la hoja, cansado. Un inaprensible anciano empeñado en una incomprensible serie. Volvió a pensar en el hombre centenario de su infancia, el viejo Hubert, que apenas podía moverse. Vivía en lo más alto del pueblo y gritaba desde su ventana, por la noche, en cuanto escuchaba la explosión de un sapo. Quince años antes, habría bajado para darles una zurra. «Ponga quince años menos.»

Esta vez, Adamsberg se incorporó del todo, con las manos apoyadas en la mesa. Escuchar a los demás, había dicho Retancourt. Y el doctor Courtin había sido muy claro. No desdeñar su opinión, no desdeñar su profesionalidad con el pretexto de que la opinión del facultativo no cuadraba con sus propios conocimientos. «Ponga quince años menos.» El juez tenía noventa y nueve años porque había nacido en 1904. Pero ¿quién le hacía una partida de nacimiento al diablo?


Adamsberg dio vueltas por su habitación, tomó luego su chaqueta y salió a la noche. Recorriendo las rectas calles de la pequeña ciudad, llegó a un parque y divisó, en la sombra, la estatua del cardenal. Taimado jefe de Estado a quien la estafa no le daba miedo. Adamsberg se sentó junto a la estatua, con el mentón apoyado en las rodillas. «Ponga quince años menos.» Admitámoslo. Nacido en 1919 y no en 1904. Cincuenta años y no sesenta y cinco el día de su jubilación. Ochenta y cuatro años hoy y no noventa y nueve. A esta edad, el viejo Hubert trepaba todavía a los árboles para podarlos. Sí, el juez siempre había parecido más joven de lo que era, incluso con su pelo blanco. Veinte años al comienzo de la guerra, y no treinta y cinco, recapituló contando con los dedos. Veinticinco años en 1944, y no cuarenta. ¿Por qué 1944? Adamsberg levantó los ojos hacia el rostro broncíneo del cardenal, como si aguardara de él una respuesta. Lo sabes muy bien, jovencito, pareció confiarle el hombre de rojo. Claro que lo sabía, jovencito.

1944. Un asesinato con tres heridas, en línea recta, pero que había tenido que eliminar de su cosecha dada la edad, demasiado joven, del culpable, veinticinco años y no cuarenta. Adamsberg apoyó la frente en las rodillas para concentrarse. Una fina llovizna le envolvía en un vaho a los pies del retorcido cardenal. Aguardaba pacientemente que los antiguos hechos brotaran de la bruma. O que el pez sin nombre emergiese de los limos históricos del lago Pink. Se trataba de una mujer. Había sido asesinada de tres puñaladas. Y mezclada con el drama había también la historia de un ahogado. ¿Cuándo? ¿Antes del asesinato? ¿Después? ¿Dónde? ¿En una ciénaga? ¿Una salina? ¿Un estanque? ¿En las Landas? No, en Sologne. Un hombre se había ahogado en un estanque de Sologne. El padre. Y la mujer había sido asesinada después de su entierro. Veía, de muy lejos, el difuso cuadro de las fotos en el viejo periódico. El padre y la madre, sin duda, presididos por un titular. Un acontecimiento lo bastante sorprendente como para merecer un largo artículo, cuando la febril espera del desembarco relegaba los sucesos a pequeñas columnas. Adamsberg apretó los puños en busca de aquel titular, con la cabeza entre las rodillas.

«Trágico matricidio en Sologne», ése era el titular del artículo. Fiel a su costumbre instintiva, Adamsberg no se movió ni un ápice. Cada vez que un pensamiento fragmentario iniciaba en él un azaroso ascenso, no hacía movimiento alguno por temor a asustarlo, como un pescador al acecho. Sólo se arrojaba sobre él una vez en la orilla, de la cabeza a la cola. Al volver del entierro, el hijo único de la pareja, de veinticinco años, había matado a su madre y emprendido la huida. Existía un testigo, un criado o una criada, a quien el hombre había empujado en su huida. ¿Fue detenido luego? ¿O se había evaporado entre las conmociones del desembarco y de la Liberación? Adamsberg no lo sabía. No había seguido el asunto porque el culpable era demasiado joven para ser Fulgence. «Ponga quince años menos.» El culpable, pues, podía ser Fulgence. Un matricidio. Llevado a cabo con un tridente. Las palabras del comandante Mordent regresaron como una flecha. «Su pecado original, su primer crimen. El tipo de cosa que produce fantasmas, vamos.»


Adamsberg levantó el rostro bajo la lluvia y se mordió los labios. Había cegado todos los escondrijos del espectro, había obligado al fantasma a reencarnarse. Y ahora acababa de echar mano a su crimen original. Marcó el número de Josette, crispado sobre su teléfono, esperando que la lluvia no dañara las patas desnudas de su aparato.

Al oír su voz, tuvo la impresión de haber llamado con toda naturalidad a uno de sus más eficaces colegas. Una vieja adjunta flacucha de rostro astuto, deslizándose en pantuflas y con pendientes por los sótanos prohibidos. ¿Cuáles llevaría esta noche? ¿Los de perlas o los de oro, con forma de trébol?

– ¿Josette? ¿La molesto?

– En absoluto. Me las estoy viendo con una caja fuerte en Suiza.

– Josette, había arena en el ataúd. Y creo haber encontrado el crimen inicial.

– Espere, comisario, tomo algo para escribir.

Adamsberg oyó resonar, al fondo del pasillo, la fuerte voz de Clémentine.

– Te he dicho que no es ya comisario.

Josette respondió a su amiga, comunicándole en unas pocas palabras la historia de la arena.

– Ya era hora -dijo Clémentine.

– Aquí estoy, lista -prosiguió Josette.

– Una madre asesinada por su hijo, en 1944. Fue antes del desembarco, hacia marzo o abril. Ocurrió en Sologne, al regresar del entierro del padre.

– ¿Tres orificios alineados?

– Sí. El joven asesino, de veinticinco años, escapó. No recuerdo en absoluto el apellido ni el lugar.

– Y es antiguo. La cosa debe de estar enterrada en cemento armado. Voy a ello, comisario.

– Te he dicho que ya no lo es -dijo la voz lejana-. Es todo un mundo, Josette mía.

– Josette, llámeme a cualquier hora.

Adamsberg puso su móvil al abrigo de la lluvia y, luego, regresó a paso lento hacia el hotel. Cada cual, en esta historia, había dicho su palabra, una palabra certera de algún modo. Sanscartier, Mordent, Danglard, Retancourt, Raphaël, Clémentine. Y Vivaldi, claro. Y el doctor Courtin y el cura Grégoire. Y Josette. E incluso el cardenal. Y tal vez, también, Trabelmann con su jodida catedral.


Josette le llamó a las dos de la madrugada.

– Ya está -anunció como acostumbraba-. He tenido que pasar por los Archivos Nacionales y regresar luego al desván de la policía. Puro cemento armado, se lo había dicho.

– Lo siento, Josette.

– No hay mal alguno, muy al contrario. Clémie me ha preparado una taza de café con armañac y panecillos calientes. Me ha mimado como un submarinista preparando su torpedo. El 12 de marzo de 1944, en el pueblo de Collery, en Loiret, se celebraron las exequias de Gérard Guillaumond, muerto a los sesenta y un años.

– ¿Ahogado en un estanque?

– Eso es. Un accidente o un suicidio, nunca se supo. Su barca, en mal estado, se hundió. Tras el entierro y una vez terminadas las visitas a la casa del muerto, el hijo, Roland Guillaumond, asesinó a su propia madre, Marie Guillaumond.

– Me acuerdo de un testigo, Josette.

– Sí, la cocinera. Oyó un aullido en el piso. Subió las escaleras y el joven la empujó por los peldaños. Salía corriendo de la habitación de su madre. La cocinera encontró a su patrona muerta en el acto. No había nadie más en la casa. Nunca hubo la menor duda sobre la identidad del asesino.

– ¿Le detuvieron? -preguntó ansiosamente Adamsberg.

– Nunca. Se supone que buscó refugio en el maquis y pudo morir allí.

– ¿Ha encontrado alguna foto de él? ¿En la prensa?

– No, ni una sola. Era la guerra, compréndalo. La cocinera ha muerto ya, lo he comprobado en Identidad. Comisario, ¿es nuestro juez el autor de ese crimen? Tenía cuarenta años en 1944.

– Ponga quince años menos, Josette.

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