LXI

Danglard había salido de París y conducía con prudencia por una autopista empañada por compactas nieblas. Hablaba a solas, gruñía a solas, rumiando su rabia por no haber podido agarrar al juez. Coche no identificable, controles imposibles. A su lado, Adamsberg parecía indiferente a aquel fracaso, prisionero del sendero. En el corto espacio de una noche, la certeza de su crimen le había envuelto como una momia.

– No lamente nada, Danglard -dijo por fin con una voz neutra-. Nadie agarra al juez, ya se lo dije.

– Lo tenía al alcance de mi mano, maldita sea.

– Ya lo sé. A mí me ocurrió también.

– Soy policía, iba armado.

– Yo también. Eso no cambia nada. El juez se desliza como la arena.

– Corre hacia su decimocuarto crimen.

– ¿Por qué estaba usted allí, Danglard?

– Usted lee en los ojos, en las voces, en los gestos. Yo leo en la lógica de las palabras.

– No le hablé de nada.

– Muy al contrario. Tuvo usted la excelente intuición de avisarme.

– No le avisé.

– Me llamó usted para hablar del niño. «Me gustaría saberlo antes», me dijo. ¿Antes de qué? ¿De ir a ver a Camille? No, ya había ido usted, borracho como una cuba. Telefoneé pues a Clémentine. Cogió el teléfono una mujer de voz temblorosa. ¿Era su hacker?

– Sí, Josette.

– Se había llevado usted el arma y el chaleco. «Volveré», había dicho al besarlas. Arma, besos y seguridades que indicaban su incertidumbre. ¿Antes de qué? Antes de un combate en el que se jugaba usted la cabeza. Con el juez, forzosamente. Y, para ello, no había más solución que exponerse a él, en su territorio. La vieja jugarreta del cebo.

– Del mosquito, eso es.

– Del cebo.

– Como usted quiera, Danglard.

– Donde el cebo, por lo general, es devorado. Paf, y estallido. Y usted lo sabía.

– Sí.

– Pero no lo deseaba, puesto que me avisó de ello. El sábado por la noche, comencé mi vigilancia desde el sótano del edificio de enfrente. Por el tragaluz, tenía una visión perfecta de la puerta de entrada. Pensé que el juez sólo llegaría de noche, eventualmente a partir de las once. Es un simbolista.

– ¿Por qué fue solo?

– Por la misma razón que usted. Nada de carnicería. Me equivoqué o confié en exceso en mí mismo. Le habríamos agarrado.

– No. Seis hombres no detienen a Fulgence.

– Retancourt le habría cerrado el paso.

– Eso es. Se habría lanzado y él la habría matado.

– No llevaba armas.

– Su bastón. Es un bastón-estoque. Un tercio del tridente. La habría empitonado.

– Es posible -dijo Danglard pasándose los dedos por el mentón.

Aquella mañana, Adamsberg le había legado la pomada de Ginette y el maxilar del capitán tenía un fulgor amarillo.

– Es cierto. No lamente nada -repitió Adamsberg.

– Abandoné el escondrijo a las cinco de la madrugada y volví a él la misma noche. El juez apareció a las once y trece. Con un gran desparpajo y tan grande, tan alto, tan viejo que no podía dejar de verlo. Me escondí detrás de su puerta, con el micrófono. Tengo su confesión grabada.

– Y la negación del crimen del sendero.

– También. Levantó el tono diciendo: «Yo no sigo a nadie, Adamsberg. Me adelanto». Lo aproveché para abrir la puerta.

– Y salvar al cebo. Le doy las gracias, Danglard.

– Usted me había llamado. Es mi curro.

– Como entregarme a la justicia canadiense. Es también su curro. Porque nos dirigimos a Roissy, ¿no es cierto?

– Sí.

– Donde me espera un jodido puerco quebequés. ¿Es eso, Danglard?

– Es eso.

Adamsberg se apoyó en el respaldo y cerró los ojos.

– Conduzca lentamente, capitán, con esa bruma…

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