El jefe del pueblo, un hombre de cincuenta años, estaba sentado con las piernas cruzadas en medio de la estancia, cerca del carbón que ardía en un hogar excavado en la propia tierra; inspeccionaba mi violín. En el equipaje de los dos «muchachos de ciudad» que éramos para él Luo y yo, era el único objeto del que parecía emanar cierto sabor extranjero, un olor a civilización capaz de despertar las sospechas de los aldeanos.
Un campesino se acercó con una lámpara de petróleo para facilitar la identificación del objeto. El jefe levantó verticalmente el violín y examinó las negras efes de la caja, como un aduanero minucioso que buscara droga. Advertí tres gotas de sangre en su ojo izquierdo, una grande y dos pequeñas, todas del mismo color rojo vivo.
Luego, alzó el instrumento a la altura de sus ojos y lo sacudió con frenesí, como si aguardara que algo cayese del oscuro fondo de la caja de resonancia. Tuve la impresión de que las cuerdas iban a romperse de pronto y los puentes, a saltar en pedazos.
Casi toda la aldea estaba allí, bajo el tejado de aquella casa sobre pilotes perdida en la cima de la montaña.
Hombres, mujeres y niños rebullían en su interior, se agarraban a las ventanas, se apretujaban ante la puerta. Como nada caía del instrumento, el jefe aproximó la nariz al agujero negro y lo olisqueó un buen rato. Varios pelos gruesos, largos y sucios que sobresalían del orificio izquierdo comenzaron a temblequear. Y seguían sin aparecer nuevos indicios.
Hizo correr sus callosos dedos por una cuerda, luego por otra… La resonancia de un sonido desconocido dejó petrificada, de inmediato, a la multitud, como si aquella vibración la forzara a una actitud casi respetuosa.
– Es un juguete -dijo el jefe con solemnidad.
El veredicto nos dejó, a Luo y a mí, mudos. Intercambiamos una mirada furtiva, aunque inquieta. Me pregunté cómo iba a acabar aquello.
Un campesino tomó el «juguete» de las manos del jefe, martilleó con el puño el dorso de la caja y luego lo pasó a otro. Durante un rato, mi violín circuló entre la multitud. Nadie se ocupaba de nosotros, los dos muchachos de ciudad, frágiles, delgados, fatigados y ridículos. Habíamos caminado todo el día por la montaña y nuestras ropas, nuestros rostros y nuestros cabellos estaban cubiertos de barro. Parecíamos dos soldaditos reaccionarios de una película de propaganda, capturados por una horda de campesinos comunistas tras una batalla perdida.
– Un juguete de imbéciles -dijo una mujer con voz ronca.
– No -rectificó el jefe-, un juguete burgués, llegado de la ciudad.
Me invadió el frío pese a la gran hoguera en el centro de la estancia. Escuché al jefe añadir:
– ¡Hay que quemarlo!
La orden provocó de inmediato una viva reacción en la muchedumbre. Todo el mundo hablaba, gritaba, se empujaba: cada cual intentaba apoderarse del «juguete», para tener el placer de arrojado al fuego con sus propias manos.
– Jefe, es un instrumento de música -explicó Luo con aire desenvuelto-. Mi amigo es un buen músico, no bromeo.
El jefe cogió el violín y lo inspeccionó de nuevo.
Luego me lo tendió:
– Lo siento, jefe -dije molesto-, no toco muy bien.
De pronto, vi a Luo guiñándome un ojo. Extrañado, tomé el violín y comencé a afinarlo.
– Escuchará usted una sonata de Mozart, jefe -anunció Luo, tan tranquilo como antes.
Pasmado, creí que se había vuelto loco: desde hacía unos años, todas las obras de Mozart o de cualquier otro músico occidental estaban prohibidas en nuestro país. En los zapatos empapados, mis pies mojados estaban helados. Temblaba del frío que me invadía de nuevo.
– ¿Qué es una sonata? -preguntó el jefe, desconfiado.
– No sé -comencé a farfullar-. Es algo occidental.
– ¿Una canción?
– Más o menos -respondí, evasivo. Inmediatamente, una alarmada expresión de buen comunista reapareció en la mirada del jefe, y. su voz se volvió hostil:
– ¿Cómo se llama tu canción?
– Parece una canción, pero es una sonata.
– ¡Te pregunto su nombre! -gritó, mirándome directamente a los ojos.
Las tres gotas de sangre de su ojo izquierdo me dieron miedo.
– Mozart… -vacilé.
– ¿Mozart qué?
– Mozart piensa en el presidente Mao -prosiguió Luo en mi lugar.
¡Qué audacia! Pero fue eficaz: como si hubiera oído algo milagroso, el rostro amenazador del jefe se suavizó. Sus ojos se fruncieron con una amplia sonrisa de beatitud.
– Mozart siempre piensa en Mao -dijo.
– Sí, siempre -confirmó Luo.
Cuando tensé las crines de mi arco, unos cálidos aplausos resonaron de pronto a mi alrededor, y casi me intimidaron. Mis dedos entumecidos comenzaron a recorrer las cuerdas, y las notas de Mozart volvieron a mi memoria, como amigas fieles. Los rostros de los campesinos, tan duros hacía un momento, se ablandaron minuto a minuto ante el límpido gozo de Mozart, como el suelo seco bajo la lluvia; luego, a la luz danzarina de la lámpara de petróleo, fueron borrándose poco a poco sus contornos.
Toqué un buen rato mientras Luo encendía un cigarrillo y fumaba tranquilamente, como un hombre.
Fue nuestra primera jornada de reeducación. Luo tenía dieciocho años y yo, diecisiete.
Dos palabras sobre la reeducación: en la China roja, a finales del año 1968, el Gran Timonel de la Revolución, el presidente Mao, lanzó cierto día una campaña que iba a cambiar profundamente el país: las universidades fueron cerradas y los «jóvenes intelectuales», es decir, los que habían terminado sus estudios secundarios, fueron enviados al campo para ser «reeducados por los campesinos pobres». (Algunos años más tarde, esa idea sin precedentes inspiró a otro líder revolucionario asiático, un camboyano, que, más ambicioso y radical aún, mandó a toda la población de la capital, tanto a ancianos como a jóvenes, «al campo».)
La verdadera razón que impulsó a Mao Zedong a tomar semejante decisión sigue siendo oscura: ¿quería acabar con los guardias rojos, que comenzaban a escapar de su control? ¿O era la fantasía de un gran soñador revolucionario, deseoso de crear una nueva generación? Nadie supo nunca responder a esta pregunta. Por aquel entonces, Luo y yo lo discutíamos a menudo, a hurtadillas, como dos conspiradores. Nuestra conclusión fue la siguiente: Mao odiaba a los intelectuales.
No éramos los primeros ni seríamos los últimos cobayas utilizados en este gran experimento humano. A comienzos del año 1971 llegamos a aquella casa sobre pilotes, perdida en lo más hondo de la montaña, y toqué el violín para el jefe de la aldea. Tampoco éramos los más desgraciados. Millones de jóvenes nos habían precedido, y millones iban a sucedernos. Sin embargo, ironías del destino, ni Luo ni yo éramos bachilleres. Nunca habíamos tenido la suerte de sentarnos en un aula de instituto. Simplemente, habíamos terminado nuestros tres años de escuela cuando nos enviaron a la montaña como si fuéramos «intelectuales».
Era difícil considerarnos, sin delito de impostura, dos intelectuales, tanto más cuanto que los conocimientos que habíamos adquirido en la escuela eran nulos: entre los doce y los catorce años esperamos a que la Revolución se calmara y nuestro colegio abriera de nuevo. Pero cuando por fin pudimos volver, todo fue decepción y amargura: las clases de matemáticas fueron suprimidas, al igual que las de física y química, pues los «conocimientos básicos» se limitarían, en adelante, a la industria y la agricultura. En las cubiertas de los manuales se veía un obrero, tocado con una gorra, que blandía un inmenso martillo, con brazos tan gruesos como los de Stallone. A su lado se hallaba una mujer comunista disfrazada de campesina, con un pañuelo rojo en la cabeza (según un chiste vulgar que por aquel entonces circulaba entre los alumnos, se había envuelto la cabeza con su propia compresa). Aquellos manuales y El pequeño libro rojo de Mao siguieron siendo, durante varios años, nuestra única fuente de conocimiento intelectual. Todos los demás libros estaban prohibidos.
Nos negaron la entrada en el instituto y nos obligaron a cargar con el papel de jóvenes intelectuales a causa de nuestros padres, considerados entonces enemigos del pueblo, aunque la gravedad de los crímenes imputados a unos y a otros no fuera exactamente la misma.
Mis padres ejercían la medicina. Mi padre era neumólogo y mi madre, especialista en enfermedades parasitarias. Ambos trabajaban en el hospital de Chengdu, una ciudad de cuatro millones de habitantes. Su crimen consistía en ser «hediondas autoridades sabias», que gozaban de una reputación de modestas dimensiones provinciales. Chengdu era la capital de Sichuan, una provincia poblada por cien millones de habitantes, alejada de Pequín pero muy cercana al Tíbet.
Comparado con el mío, el padre de Luo era una verdadera celebridad, un gran dentista conocido en toda China. Cierto día, antes de la Revolución cultural, había dicho a sus alumnos que había arreglado la dentadura de Mao Zedong, de la señora Mao y, también, de Jiang Jieshi, el presidente de la república antes de que los comunistas tomaran el poder. A decir verdad, a fuerza de contemplar cada día el retrato de Mao desde hacía años, algunos habían advertido ya que aquellos dientes estaban muy amarillos, casi sucios, pero todos callaban. Y ahora resultaba que un eminente dentista sugería, así, en público, que el Gran Timonel de la Revolución llevaba dentadura postiza; aquello superaba todas las audacias, era un crimen insensato e imperdonable, peor que la revelación de un secreto de defensa nacional. Su condena, desafortunadamente, fue tanto más dura cuanto que se había atrevido a poner los nombres de la pareja Mao al mismo nivel que la mayor de las basuras: Jiang Jieshi.
Durante largo tiempo, la familia Luo vivió en el mismo rellano que la mía, en el tercer y último piso de un edificio de ladrillo. Luo era el quinto hijo de su padre, y el único de su madre.
No es exagerado decir que fue el mejor amigo que he tenido en mi vida. Nos criamos juntos y pasamos toda clase de pruebas, a veces muy duras. Nos peleábamos muy raramente.
Recordaré siempre la única vez que nos pegamos o, más bien, que me pegó: fue durante el verano de 1968. Él tenía unos quince años y yo, apenas catorce. Era por la tarde; una gran reunión política se celebraba en el hospital donde trabajaban nuestros padres, en una cancha de baloncesto al aire libre. Los dos sabíamos que el padre de Luo era el objeto de esta reunión y que le esperaba una nueva denuncia pública de sus crímenes. Hacia las cinco, nadie había regresado aún, y Luo me pidió que lo acompañara allí.
– Identificaremos a los que denuncian y pegan a mi padre -me dijo-, y nos vengaremos de ellos cuando seamos mayores.
La cancha de baloncesto, atestada, bullía de cabezas morenas. Hacía mucho calor. El altavoz aullaba. El padre de Luo estaba arrodillado en el centro de una tribuna. Un gran cartel de cemento, muy pesado, colgaba de su cuello por medio de un alambre que se hundía y casi desaparecía en su piel. En este cartel habían escrito su nombre y su crimen: REACCIONARIO.
Incluso a treinta metros de distancia, tuve la impresión de ver en el suelo, bajo la cabeza de su padre, una gran mancha negra formada por el sudor.
La voz amenazadora de un hombre gritó por el altavoz:
– ¡Reconoce que te has acostado con esta enfermera!
El padre inclinó la cabeza, cada vez más abajo, tan abajo que hubiera podido creerse que el cuello había sido aplastado por el alambre del cartel de cemento. Un hombre le acercó un micrófono a la boca y se oyó un «sí» muy débil, casi tembloroso, escapando de ella.
– ¿Cómo ocurrió? -aulló el inquisidor por el altavoz-. ¿La tocaste tú primero, o fue ella?
– Fui yo.
– ¿Y luego?
Se hizo un silencio de algunos segundos. Después, la multitud, gritó como un solo hombre:
– ¿Y luego?
Aquel grito, repetido por dos mil personas, resonó como un trueno y revoloteó por encima de nuestras cabezas.
– Seguí adelante… -dijo el criminal.
– ¡Qué más! ¡Detalles!
– Pero, cuando la toqué -confesó el padre de Luo-, caí… entre nubes y niebla.
Nos marchamos mientras los gritos de aquella multitud de inquisidores fanáticos volvían a desencadenarse. Por el camino, sentí de pronto que las lágrimas corrían por mi rostro y advertí cuánto quería yo a aquel viejo vecino, el dentista.
Entonces, Luo me abofeteó sin decir palabra. El golpe fue tan sorprendente que estuvo a punto de enviarme al suelo.
En el año 1971, el hijo de un neumólogo y su compañero, hijo de un gran enemigo del pueblo que había tenido la suerte de tocar los dientes de Mao, eran sólo dos «jóvenes intelectuales» entre el centenar de muchachos y chicas enviados a aquella montaña, llamada «el Fénix del Cielo». Un nombre poético y un chusco modo de sugerir su terrible altura: los pobres gorriones y los pájaros ordinarios del llano nunca podrían elevarse hasta ella; sólo podía alcanzarla una especie vinculada con el cielo, potente, legendaria, profundamente solitaria.
Ninguna carretera accedía a ella, sólo un estrecho sendero que iba elevándose entre las enormes masas de rocas, los picos, montes y crestas de todos los tamaños y formas. Para distinguir la silueta de un coche, oír un bocinazo, signo de civilización, o para olfatear el aroma de un restaurante era preciso caminar durante dos días por la montaña. Un centenar de kilómetros más lejos, a orillas del río Ya, se extendía el pequeño burgo de Yong Jing; era la ciudad más cercana. El único occidental que había puesto los pies en ella era un misionero francés, el padre Michel, en los años cuarenta, cuando estaba buscando un nuevo paso para llegar al Tíbet.
«El distrito de Yong Jing no carece de interés, especialmente una de sus montañas, la que llaman el Fénix del Cielo -escribió ese jesuita en su cuaderno de viaje-. Una montaña conocida por su cobre amarillo, empleado en la fabricación de las antiguas monedas. Dicen que, en el siglo I, un emperador de la dinastía Han ofreció esta montaña a su amante, uno de los jefes eunucos de su palacio. Cuando posé mis ojos en sus picos, de vertiginosa altura, que se levantaban a mi alrededor, vi un estrecho sendero que ascendía por las sombrías fisuras de las rocas en desplome y parecía volatilizarse en la bruma. Algunos culíes, cargados como bestias de tiro, con grandes bultos de cobre sujetos a la espalda por correas de cuero, bajaban por aquel sendero. Pero me dijeron que la producción de este mineral estaba en declive desde hacía mucho tiempo, principalmente a causa de la falta de medios de transporte. Hoy, la particular geografía de esta montaña ha llevado a sus habitantes a cultivar opio. Por otra parte, me han aconsejado que no ponga los pies en ella: todos los que cultivan opio están armados. Tras la cosecha, pasan el tiempo asaltando a los transeúntes. Me limité, pues, a mirar de lejos aquel lugar salvaje y aislado, oscurecido por la exuberancia de gigantescos árboles, plantas trepadoras y vegetación lujuriante, que parecía el lugar ideal para que un bandido brotase de las sombras y saltara sobre los viajeros.»
El Fénix del Cielo comprendía unas veinte aldeas dispersas por los meandros del único sendero, u ocultas en los sombríos valles. Normalmente, cada aldea acogía a cinco o seis jóvenes procedentes de la ciudad, pero la nuestra, encaramada en la cima y la más pobre de todas, sólo podía encargarse de dos: Luo y yo. Nos instalaron precisamente en la casa sobre pilotes donde el jefe del poblado había inspeccionado mi violín.
El edificio, que pertenecía a la aldea, no había sido concebido como vivienda. Debajo de la casa, levantada del suelo por unas columnas de madera, estaba la pocilga donde vivía una gran cerda, también patrimonio común. La casa propiamente dicha era de madera vieja en bruto, sin pintura, y servía de almacén para el maíz, el arroz y las herramientas estropeadas; era también un lugar ideal para las citas secretas de los adúlteros.
Durante varios años, nuestra residencia de reeducación no tuvo muebles, ni siquiera una mesa o una silla, tan sólo dos camas improvisadas, colocadas contra una pared en una pequeña habitación sin ventanas.
Sin embargo, aquella casa se convirtió rápidamente en el centro de la aldea: todo el mundo acudía, incluso el jefe, con su ojo izquierdo manchado siempre por tres gotas de sangre.
Y todo ello gracias a otro «fénix», muy pequeño, casi minúsculo y más bien terrenal, cuyo dueño era mi amigo Luo.
En realidad, no era un verdadero fénix sino un gallo orgulloso con plumas de pavo real, de color verdoso estriado con rayas de azul oscuro. Bajo el cristal algo mugriento, bajaba rápidamente la cabeza, y su pico puntiagudo de ébano golpeaba un suelo invisible mientras la aguja de los segundos giraba lentamente por la esfera. Luego levantaba la cabeza, con el pico abierto, y sacudía su plumaje, visiblemente satisfecho, saciado de haber picoteado unos imaginarios granos de arroz. ¡Qué pequeño era el despertador de Luo, con su gallo moviéndose a cada segundo! Gracias a su tamaño, sin duda, había podido escapar a la inspección del jefe del poblado, cuando llegamos. Era apenas como la palma de una mano, pero con un timbre muy bonito, lleno de dulzura.
Antes de nuestra llegada, en la aldea nunca había habido un despertador, ni un reloj de pulsera, ni de pared. La gente había vivido siempre según la salida y la puesta del sol.
Nos sorprendió comprobar el poder, casi sagrado, que el despertador ejercía sobre los campesinos. Todo el mundo venía a consultarlo, como si nuestra casa sobre pilotes fuera un templo. Cada mañana el mismo ritual: el jefe iba de un lado a otro, a nuestro alrededor, fumando su pipa de bambú, larga como un viejo fusil. No apartaba los ojos de nuestro despertador. Y a las nueve en punto, daba un largo y ensordecedor silbido, para que todos los aldeanos fueran a los campos.
– ¡Ya es hora! ¿Me oís? -gritaba ritualmente hacia las casas que se levantaban por todas partes-. Es la hora de ir al tajo, ¡pandilla de holgazanes! Pero ¿a qué estáis esperando?, ¡retoños de los cojones de un buey!…
Ni a Luo ni a mí nos gustaba demasiado ir a trabajar en aquella montaña de senderos abruptos y estrechos que subían y subían hasta desaparecer en las nubes, senderos por los que era imposible empujar un carrito y donde el cuerpo humano representaba el único medio de transporte.
Lo que más nos horrorizaba era llevar la mierda a la espalda, en cubos de madera semicilíndricos especialmente concebidos y fabricados para transportar toda clase de abono, humano o animal. Cada día debíamos llenar de excrementos mezclados con agua aquella especie de mochilas, cargarlas a nuestros lomos y trepar hasta campos situados, a menudo, a una altura vertiginosa. A cada paso oías cómo la mierda líquida chapoteaba en el cubo, justo junto a tus orejas; y el hediondo contenido escapaba poco a poco de la tapa y se vertía, chorreando a lo largo de tu torso. Queridos lectores, les ahorraré las escenas de caída pues, como pueden imaginar, cada paso en falso podía resultar fatal.
Cierto día, al amanecer, pensando en las «mochilas» que nos aguardaban, perdimos las ganas de levantarnos. Estábamos aún en la cama cuando oímos que se acercaban los pasos del jefe. Eran casi las nueve y el gallo picoteaba impasiblemente su comida, cuando, de pronto, Luo tuvo una idea genial: cogió la ruedecilla e hizo girar las agujas del despertador en sentido inverso, hasta retrasado una hora. Y seguimos durmiendo. Qué agradable fue dejar que se nos pegaran las sábanas, y más sabiendo que el jefe esperaba fuera, yendo de un lado a otro con su larga pipa de bambú en la boca. Aquel audaz y fabuloso hallazgo casi hizo desaparecer nuestro rencor hacia aquellos ex cultivadores de opio, reconvertidos en «campesinos pobres» bajo el régimen comunista, que se estaban encargando de nuestra reeducación.
Tras aquella histórica mañana, modificamos a menudo las horas del despertador. Todo dependía de nuestro estado físico o de nuestro humor. A veces, en vez de hacer girar las agujas hacia atrás, las avanzábamos una hora o dos, para terminar antes el trabajo de la jornada. De aquel modo, al no saber ya verdaderamente qué hora era, acabamos perdiendo toda noción del tiempo.
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Llovía a menudo en la montaña del Fénix del Cielo. Llovía casi dos días de cada tres. Pocas veces tempestades o diluvios, más bien lluvia fina, constante y solapada, lluvia de la que se hubiera dicho que nunca terminaría. Las formas de los picos y las rocas que había alrededor de nuestra casa desaparecían tras una espesa y siniestra niebla, y aquel paisaje blandamente irreal nos dejaba aplastados, tanto más cuanto que en el interior de la casa vivíamos en una permanente humedad, el moho lo corroía todo y nos rodeaba cada vez más. Era peor que vivir en el fondo de un sótano.
A veces, por la noche, Luo no conseguía dormir. Se levantaba, encendía la lámpara de petróleo y se deslizaba bajo la cama, a cuatro patas, en la semioscuridad, buscando las pocas colillas que había dejado caer. Cuando salía, se sentaba en la cama con las piernas cruzadas, reunía las colillas enmohecidas en un pedazo de papel (a menudo una valiosa carta de su familia) y las secaba a la llama de la lámpara de petróleo. Luego, sacudía las colillas y recogía las briznas de tabaco con una minuciosidad de relojero, sin perder ni una hebra. Una vez liado el cigarrillo, lo encendía y, luego, apagaba la lámpara. Fumaba en la oscuridad, sentado siempre, escuchando el silencio de la noche sobre el que destacaban los gruñidos de la cerda que, justo bajo nuestra habitación, hozaba en el montón de estiércol.
De vez en cuando, la lluvia duraba más que de costumbre, y la escasez de cigarrillos se prolongaba. Una vez, Luo me despertó en plena noche.
– Ya no encuentro colillas, ni debajo de la cama ni en ninguna parte.
– ¿Y qué?
– Me siento deprimido -me dijo-. ¿Querrías tocar una melodía con el violín?
Me apresuré a hacerlo. Al tocar, sin estar realmente lúcido, pensé de pronto en nuestros padres, en los suyos y en los míos: si el neumólogo o el gran dentista que tantas hazañas había logrado hubieran visto aquella noche el fulgor de la lámpara de petróleo oscilando en nuestra casa sobre pilotes; si hubieran oído aquella melodía de violín, mezclándose con los gruñidos de la cerda:… Pero no había nadie. Ni siquiera los campesinos de la aldea. El vecino más próximo estaba, por lo menos, a un centenar de metros.
Fuera, llovía. Pero esta vez no era la lluvia fina habitual sino una lluvia pesada, brutal, cuyo golpeteo en las tejas oíamos por encima de nuestras cabezas. Sin duda aquello contribuía a deprimir aún más a Luo: estábamos condenados a pasar toda nuestra vida en reeducación. Normalmente, un joven nacido en una familia normal, obrera o intelectual revolucionaria, que no hacía tonterías, tenía, según los periódicos oficiales del Partido, el cien por cien de posibilidades de concluir su reeducación en dos años, antes de volver a la ciudad y reunirse con su familia. Pero, para los hijos de las familias catalogadas como «enemigas del pueblo», la posibilidad del regreso era ínfima: tres sobre mil. Matemáticamente hablando, Luo y yo estábamos jodidos. Nos quedaba la ilusionante perspectiva de convertirnos en viejos y calvos, morir y acabar envueltos en el sudario blanco local, en la casa sobre pilotes.
Realmente había por qué sentirse deprimido, torturado, incapaz de cerrar los ojos.
Aquella noche, toqué primero. un fragmento de Mozart; luego, uno de Brahms y una sonata de Beethoven, pero ni siquiera éste consiguió levantarle la moral a mi amigo.
– Prueba con otro -me dijo.
– ¿Qué quieres escuchar?
– ¡Algo más alegre!
Reflexioné, busqué en mi pobre repertorio musical, pero no encontré nada.
Luo comenzó entonces a canturrear un estribillo revolucionario.
– ¿Qué te parece esto? -me preguntó. -Genial.
Inmediatamente, lo acompañé al violín. Era una canción tibetana cuya letra se había modificado para convertirla en un elogio a la gloria del presidente Mao. A pesar de ello, el ritmo había conservado su alegría, su fuerza indomable. La adaptación no había llegado a destrozarla por completo. Cada vez más excitado, Luo se puso de pie en la cama y comenzó a danzar girando sobre sí mismo, mientras grandes gotas de lluvia caían en el interior de la casa por las descoyuntadas tejas del techo.
«Tres sobre mil -pensé de pronto-. Tengo tres oportunidades sobre mil, y nuestro melancólico fumador, disfrazado de bailarín, tiene menos aún. Tal vez algún día, cuando me haya perfeccionado en el violín, un grupito de propaganda local o regional, como por ejemplo el del distrito de Yong Jing, me abra las puertas y me contrate para tocar conciertos rojos. Pero Luo no sabe tocar el violín, ni siquiera jugar a baloncesto o a fútbol. No tiene ninguna baza para participar en la competencia, terriblemente dura, de los "tres sobre mil". Peor aún, ni siquiera puede soñarlo.»
Su único talento consistía en contar historias, un talento agradable, es cierto, aunque marginal, ¡ay!, y sin mucho porvenir. No estábamos ya en la época de las Mil y Una Noches. En nuestras sociedades contemporáneas, sean socialistas o capitalistas, ser narrador ya no es, por desgracia, un oficio. El único hombre del mundo que apreció realmente su talento, hasta remunerarlo con generosidad, fue el jefe de nuestra aldea, el último de los aficionados a las hermosas historias orales.
La montaña del Fénix del Cielo estaba tan alejada de la civilización que la mayoría de la gente no había tenido la posibilidad de ver una película en toda su vida, y ni siquiera sabía qué era el cine. De vez en cuando, Luo y yo contábamos algunas películas al jefe, que babeaba por oír más. Cierto día, se informó de la fecha de proyección mensual en la ciudad de Yong Jing, y decidió enviarnos, a Luo y a mí. Dos días para ir, dos para volver. Teníamos que ver la película la misma noche de nuestra llegada a la ciudad. Una vez de regreso a la aldea, teníamos que contar al jefe y a todos los aldeanos la película entera, de la A a la Z, de acuerdo con la exacta duración de la sesión.
Aceptamos el desafío pero, por prudencia, asistimos a dos proyecciones consecutivas en el campo de deportes del instituto de la ciudad, provisionalmente transformado en cine al aire libre. Las muchachas de la población eran encantadoras, pero permanecimos esencialmente concentrados en la pantalla, atentos a cada diálogo, a los trajes de los actores, a sus menores gestos, a los decorados de cada escena e, incluso, a la música.
Al regresar a la aldea, tuvo lugar ante nuestra casa sobre pilotes una sesión de cine oral sin precedentes. Naturalmente, asistieron todos los aldeanos. El jefe estaba sentado en primera fila, en el centro, con la larga pipa de bambú en una mano y nuestro despertador del «fénix terrenal» en la otra, para comprobar la duración del relato. La emoción del estreno se apoderó de mí, me vi reducido a exponer mecánicamente el decorado de cada escena. Pero Luo demostró ser un narrador genial: contaba poco, pero representaba sucesivamente cada personaje, cambiando de voz y de gestos. Dirigía el relato, cuidaba el suspense, planteaba preguntas, hacía reaccionar al público y corregía las respuestas. Lo hizo todo. Cuando hubimos o, mejor dicho, cuando hubo terminado la sesión, justo en el tiempo estipulado, nuestro público, feliz, excitado, no se lo creía.
– El mes que viene -declaró el jefe con una sonrisa autoritaria- os mandaré a otra proyección. Seréis pagados como si trabajarais en los campos.
Al principio, aquello nos pareció un juego divertido; nunca hubiéramos imaginado que nuestra vida, la de Luo al menos, fuese a cambiar de tal forma.
La princesa de la montaña del Fénix del Cielo llevaba un par de zapatos rosa pálido, de tela flexible y sólida a la vez, a través de la cual se podían seguir los movimientos de sus dedos cada vez que pedaleaba en la máquina de coser. Era un calzado ordinario, barato, hecho a mano y, sin embargo, en aquella región donde casi todo el mundo iba descalzo, llamaba la atención, parecía refinado y precioso. Sus tobillos y sus pies tenían una hermosa forma, puesta de relieve por unos calcetines de nailon blanco.
Una larga trenza, de tres o cuatro centímetros de grueso, le caía sobre la nuca, seguía por la espalda, superaba las caderas y terminaba en una cinta roja, flamante, de satén y seda trenzados.
Se inclinaba hacia la máquina de coser, cuya base lisa reflejaba el cuello de su camisa blanca, su rostro oval y el fulgor de sus ojos, sin duda los más hermosos del distrito de Yong Jing, si no de toda la región.
Un inmenso valle separaba su aldea de la nuestra. Su padre, el único sastre de la montaña, no se quedaba muy a menudo en su casa, en aquella vieja y gran morada que les servía, a la vez, de tienda y vivienda. Era un sastre muy solicitado. Cuando una familia quería hacerse ropa nueva, iba primero a comprar tejido a un almacén de Yong Jing (la ciudad donde asistimos a la proyección de cine) y luego iba a su tienda para discutir con él la hechura, el precio y la fecha adecuados para la fabricación de los vestidos. El día fijado, iban a buscarlo al amanecer, respetuosamente, acompañados por varios hombres robustos que, por turnos, cargarían a la espalda la máquina de coser.
Tenía dos. La primera, que llevaba siempre con él de aldea en aldea, era una vieja máquina en la que ya no se leía ni la marca ni el nombre del fabricante. La otra era nueva, made in Shanghai, y la dejaba en casa, para su hija, «la Sastrecilla». Nunca llevaba a su hija con él durante esas giras, y aquella decisión, prudente pero implacable, hacía reventar de decepción a los numerosos jóvenes campesinos que aspiraban a conquistada.
Llevaba una vida de rey. Cuando llegaba a una aldea, la animación que provocaba nada tenía que envidiar a una fiesta folclórica. La casa de su cliente, donde resonaba el ruido de su máquina de coser, se convertía en el centro del pueblo y era la ocasión, para esta familia, de exhibir su riqueza. Se le ofrecían las mejores comidas y, a veces, si su visita era a finales de año y estaban preparando la fiesta de Año Nuevo, incluso mataban un cerdo. Alojándose, sucesivamente, en casa de sus distintos clientes, pasaba a menudo una o dos semanas seguidas en una aldea.
Cierto día, Luo y yo fuimos a ver al Cuatrojos, un amigo de nuestra ciudad, instalado en otra aldea. Llovía; avanzábamos a pequeños pasos por el sendero escarpado, resbaladizo, envuelto en una bruma lechosa. Pese a nuestra prudencia, caímos varias veces de bruces en el barro. De pronto, al volver un recodo, vimos venir hacia nosotros un cortejo, en fila india, con una silla de mano provista de varales, en la que se arrellanaba un hombre de unos cincuenta años. Tras aquella silla de señor caminaba otro hombre cargado con la máquina de coser, atada a la espalda con unas correas. El sastre se inclinó hacia los porteadores de su silla y pareció informarse de quiénes éramos.
Me pareció pequeño, flaco, arrugado, pero lleno de energía. Su silla, una especie de palanquín simplificado, estaba atada a dos grandes bambúes puestos en equilibrio sobre los hombros de dos porteadores, que caminaban uno delante y el otro detrás. Se oía rechinar la silla y los varales, al ritmo de los pasos lentos y fuertes de los porteadores.
De pronto, cuando la silla se cruzó con nosotros, el sastre se inclinó hacia mí, tanto que sentí su aliento:
– ¡Vai-o-lin! -gritó en inglés, con todas sus fuerzas.
Soltó una carcajada al ver que el fulgurante trueno de su voz me hacía dar un respingo. Diríase que era un auténtico señor, caprichoso.
– ¿Sabéis que en esta montaña nuestro sastre es el hombre que más lejos ha viajado? -nos preguntó uno de los porteadores.
– En mi juventud, incluso fui a Ya An, a doscientos kilómetros de Yong Jing -declaró el gran viajero, sin dejarnos contestar-. Mi maestro había colgado un instrumento de música como el vuestro, en la pared, para impresionar a los clientes.
Luego calló y su cortejo se alejó. Al acercarse a una curva, justo antes de desaparecer de nuestra vista, se volvió hacia nosotros y gritó de nuevo:
– ¡Vai-o-lin!
Sus porteadores y los diez campesinos que le acompañaban levantaron lentamente la cabeza y lanzaron un largo grito, tan deforme que más pareció un doloroso suspiro que una palabra en inglés:
– ¡Vai-o-lin!
Como una pandilla de chiquillos traviesos, rieron a carcajadas, como locos. Luego se inclinaron y se pusieron en marcha para proseguir su ruta. Muy pronto, la niebla devoró el cortejo.
Algunas semanas más tarde, penetrábamos en el patio de su casa. Un gran perro negro nos miró fijamente, sin ladrar, cuando entramos en la tienda. El viejo había salido de gira y pudimos conocer a su hija, la Sastrecilla, a la que pedimos que alargara cinco centímetros el pantalón de Luo, pues éste, aunque mal alimentado, presa de insomnios y angustiado con frecuencia por el porvenir, no podía evitar crecer.
Tras presentarse a la Sastrecilla, Luo le contó nuestro encuentro con su padre, entre niebla y lluvia, sin privarse de imitar, exagerándolo horriblemente, el mal acento del viejo. Ella soltó una carcajada jovial. En Luo, el talento de imitador era hereditario.
Advertí que, cuando reía, sus ojos revelaban una naturaleza primitiva, como la de las mujeres sencillas de nuestra aldea. Su mirada tenía el brillo de las piedras. preciosas en bruto, del metal no pulido, y el efecto era acentuado más aún por sus largas pestañas y los rabillos finos y levantados de sus ojos.
– No os enojéis con él-nos dijo-, es un viejo chiquillo.
De pronto, su rostro se ensombreció y bajó los ojos. Frotó con la yema del dedo la base de su máquina de coser.
– Mi madre murió demasiado pronto. Por eso sólo hace lo que le divierte.
El contorno de su rostro bronceado era neto, casi noble. Había en sus rasgos una belleza sensual, imponente, que nos hacía incapaces de resistir el deseo de permanecer allí, viéndola pedalear en su máquina de Shanghai.
La estancia servía al mismo tiempo de tienda, taller y comedor. El suelo de madera estaba sucio; se veían, un poco por todas partes, las huellas amarillas o negras de escupitajos que habían dejado los clientes y se adivinaba que no lo lavaban cada día. Los vestidos terminados estaban puestos en colgadores, suspendidos en una larga cuerda que atravesaba la estancia por el medio. Había también rollos de tejidos y vestidos doblados, amontonados en las esquinas, asaltados por un ejército de hormigas. El desorden, la falta de preocupación estética y una relajación total reinaban en aquel lugar.
Advertí un libro abandonado en una mesa, y me pasmó aquel descubrimiento en una región poblada por analfabetos; hacía una eternidad que no tocaba las páginas de un libro. Me acerqué enseguida, pero el resultado fue más bien decepcionante: era un catálogo de colores de tejidos, editado por una fábrica de tintes.
– ¿Lees? -le pregunté.
– No mucho -me respondió ella sin ningún complejo-. Pero no me toméis por idiota, me gusta mucho charlar con la gente que sabe leer y escribir, jóvenes de la ciudad. ¿No os habéis fijado? Mi perro no ha ladrado cuando habéis entrado, conoce mis gustos.
Parecía no desear que nos marcháramos enseguida. Se levantó de su taburete, encendió un fogón metálico instalado en el centro de la estancia, puso una marmita al fuego y la llenó de agua. Luo, que seguía con la mirada cada paso que daba, le preguntó:
– ¿Qué nos ofreces, té o agua hirviendo?
– Más bien lo último.
Era señal de que le gustábamos. En esta montaña, si alguien te invitaba a beber agua quería decir que iba a cascar unos huevos en el líquido hirviente y a añadir azúcar para hacer una sopa.
– ¿Sabes, Sastrecilla? -le dijo Luo-, tú y yo tenemos un punto en común.
– ¿Nosotros dos?
– Sí, ¿quieres que apostemos?
– ¿Que apostemos qué?
– Lo que quieras. Estoy seguro de que puedo demostrarte que tenemos un punto en común.
Ella reflexionó un instante.
– Si pierdo, te alargaré el pantalón gratuitamente..
– De acuerdo -le dijo Luo-. Ahora, quítate el zapato y el calcetín del pie izquierdo.
Tras un instante de vacilación, muy curiosa, lo hizo. Su pie, más tímido que ella, aunque muy sensual, nos reveló primero su línea bien recortada; luego, un hermoso tobillo y unas uñas relucientes. Un pie pequeño, bronceado, ligeramente diáfano, con venas azuladas.
Cuando Luo puso su pie, sucio, ennegrecido y huesudo, junto al de la Sastrecilla vi, efectivamente, una similitud: su segundo dedo era más largo que los demás.
Puesto que el camino de regreso era muy largo, partimos hacia las tres de la tarde para llegar a la aldea antes de que cayera la noche.
En el sendero, le pregunté a Luo:
– ¿Te gusta la Sastrecilla?
Prosiguió su camino, con la cabeza gacha, sin responderme enseguida.
– ¿Te has enamorado? -le pregunté de nuevo.
– ¡Es demasiado sencilla, al menos para mí!
Un brillo se desplazaba penosamente por el fondo de una larga galería exigua, de un negro intenso. De vez en cuando, el minúsculo punto luminoso oscilaba, caía, volvía a equilibrarse y avanzaba de nuevo. A veces, la galería descendía súbitamente y el fulgor desaparecía durante largo rato; entonces sólo se oía el chirriar de un pesado cesto arrastrado por el suelo pedregoso y unos gruñidos lanzados por un hombre a cada uno de sus esfuerzos; resonaban en la completa oscuridad, con un eco que llegaba a prodigiosa distancia. De pronto reapareció el fulgor, como el ojo de una bestia cuyo cuerpo, devorado por la oscuridad, caminase con paso flotante, como en una pesadilla.
Era Luo, que tenía una lámpara de aceite fijada en la frente con una tira de cuero, trabajando en una pequeña mina de carbón. Cuando el corredor era demasiado bajo, se arrastraba a cuatro patas. Iba completamente desnudo, ceñido por una correa de cuero que penetraba profundamente en su carne. Equipado con ese horrendo arnés, arrastraba un gran cesto en forma de barca, cargado con grandes bloques de antracita.
Cuando llegó a mi altura, lo relevé. Con el cuerpo desnudo también, cubierto de carbón hasta el menor pliegue de mi piel, empujaba el cargamento en vez de tirar, como él, con un arnés. Antes de salir de la galería había que trepar por una larga pendiente escarpada, pero el techo era más alto. Luo me ayudaba con frecuencia a subir, a salir del túnel y a veces a verter el contenido de nuestro cesto sobre un montón de carbón que había fuera. Una nube opaca de polvo se levantaba y nos envolvía cuando nos tendíamos en el suelo, completamente agotados.
Antaño, la montaña del Fénix del Cielo, como ya he dicho, era famosa por sus minas de cobre. (Tuvieron incluso el honor de entrar en la historia de China como generoso regalo del primer homosexual chino oficial, un emperador.) Pero aquellas minas abandonadas desde hacía tiempo estaban en ruinas. Las de carbón, pequeñas y artesanales, seguían siendo patrimonio común de todos los aldeanos, y eran explotadas aún, proporcionando combustible a los montañeses. Como los demás jóvenes de la ciudad, Luo y yo no pudimos escapar a esta lección de reeducación que iba a durar dos meses. Ni siquiera nuestro éxito en materia de «cine oral» nos sirvió para retrasar el plazo.
A decir verdad, aceptamos participar en aquella prueba infernal por deseo de «mantenernos en carrera», aunque nuestras posibilidades de regresar a la ciudad fuesen irrisorias y representasen sólo una probabilidad de «tres sobre mil». No imaginábamos que aquella mina iba a dejar en nosotros una huella tan oscura e indeleble, física y, sobre todo, moralmente. Hoy todavía, esas terribles palabras, «la pequeña mina de carbón», me hacen temblar de miedo.
A excepción de la entrada, donde había un tramo de unos veinte metros cuyo techo bajo era aguantado por vigas y pilares hechos con groseros troncos de árbol, sumariamente escuadrados y rudimentariamente dispuestos, el resto de la galería, es decir, más de setecientos metros de corredor, no disponía de protección alguna. Las piedras podían, a cada instante, caer sobre nuestras cabezas, y los tres viejos campesinos mineros, que se encargaban de excavar las paredes del yacimiento, nos contaban sin cesar accidentes mortales que se habían producido en el pasado. Cada cesto que sacábamos del fondo de la galería se convertía, para nosotros, en una especie de ruleta rusa.
Cierto día, durante el ascenso habitual por la larga pendiente, mientras los dos empujábamos el cesto cargado de carbón, oí que Luo decía a mi lado:
– No sé por qué, desde que estoy aquí se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresión de que voy a morir en esta mina.
La frase me dejó sin voz. Proseguimos nuestro camino, pero me sentí de pronto empapado en sudor frío. A partir de aquel instante, me contagió su miedo de morir allí.
Vivíamos con los campesinos mineros en un dormitorio, una humilde cabaña de madera adosada al flanco de la montaña, encajónada bajo una arista rocosa que sobresalía. Cada mañana, cuando despertaba, escuchaba las gotas de agua que caían de la roca sobre el tejado hecho de simples cortezas de árbol, y me decía con alivio que no había muerto aún. Pero cuando abandonaba la choza, nunca estaba seguro de que fuese a regresar por la noche. La menor ocurrencia, por ejemplo una frase fuera de lugar de los campesinos, una broma macabra o un cambio de tiempo, adquiría, a mi modo de ver, una dimensión de oráculo, se convertía en el signo anunciador de mi muerte.
A veces, trabajando, llegaba a tener visiones. De pronto, tenía la impresión de caminar por un suelo blando, respiraba mal y, en cuanto advertía que podía ser la muerte, creía ver desfilando mi infancia a una velocidad de vértigo por mi cabeza, como se decía siempre de los moribundos. El suelo, como de caucho, comenzaba a estirarse bajo mis pies, a cada uno de mis pasos; luego, estallaba por encima de mí un ruido ensordecedor, como si el techo se derrumbara. Como un loco, reptaba a cuatro patas mientras el rostro de mi madre se aparecía sobre fondo negro ante mis ojos, muy pronto sustituido por el de mi padre. La cosa duraba unos segundos y la visión furtiva desaparecía: yo estaba en el corredor de la mina, desnudo como un gusano, empujando mi cargamento hacia la salida. Miraba al suelo: a la luz vacilante de mi lámpara de aceite, veía una pobre hormiga que trepaba lentamente, impulsada por la voluntad de sobrevivir.
Cierto día, hacia la tercera semana, oí de pronto que alguien lloraba en la galería; sin embargo, no vi a nadie, ni la menor luz.
No era un sollozo de emoción, ni el gemido de dolor de un herido sino, más bien, llantos desenfrenados, derramados junto a cálidas lágrimas en la oscuridad. Repercutidos por las paredes, esos llantos se transformaban en un largo eco que ascendía del fondo de la galería, se fundía, se condensaba y acababa formando parte de la oscuridad total y profunda. El que lloraba era Luo, sin duda alguna.
Al finalizar la sexta semana, cayó enfermo. El paludismo. Cierto mediodía, mientras comíamos bajo un árbol ante la entrada de la mina, me dijo que tenía frío. En efecto, unos minutos más tarde, su mano comenzó a temblar tan fuerte que no conseguía ya sujetar sus palillos ni su bol de arroz. Cuando se levantó para dirigirse al dormitorio y tenderse en la cama, caminaba con paso oscilante. Había en sus ojos algo difuso. Ante la puerta de la cabaña, abierta de par en par, gritó a alguien invisible que le dejara entrar. Aquello provocó las carcajadas de los campesinos mineros que comían bajo el árbol.
– ¿Con quién hablas? -le dijeron-. No hay nadie.
Aquella noche, a pesar de varias mantas y del inmenso horno de carbón que caldeaba la choza, siguió quejándose de frío.
Se inició una larga discusión en voz baja entre los campesinos. Hablaron de llevarse a Luo a orillas de un río y lanzarlo al agua helada de improviso. Al parecer, el choque iba a producir un inmediato efecto saludable. Pero la proposición fue rechazada por temor a que se ahogara en plena noche.
Uno de los campesinos salió y volvió a entrar con dos ramas de árbol en la mano, «una de melocotonero, la otra de sauce», me explicó. Los demás árboles no servían. Hizo que Luo se levantara, le quitó la chaqueta y las demás ropas y le azotó la espalda desnuda con las dos ramas.
– ¡Más fuerte! -gritaban los demás campesinos, a su lado-. Si lo haces suavemente, nunca expulsarás la enfermedad.
Las dos ramas chasqueaban en el aire, una tras otra, alternativamente. La flagelación, que se había tornado maliciosa, abría surcos rojo oscuro en la carne de Luo.
Éste, que estaba despierto, recibía los golpes sin especial reacción, como si asistiera en sueños a una escena en la que azotaran a otro. Yo no sabía lo que pasaba por su cabeza, pero tenía miedo, y la frasecita que me había dicho en la galería, unas semanas antes, volvía a mi memoria, resonando entre los desgarradores ruidos de la flagelación: «Se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresión de que vaya morir en esta mina.»
Fatigado, el primer azotador solicitó que lo relevaran. Pero no se presentó candidato alguno. El sueño había recuperado sus derechos, los campesinos habían vuelto a la cama y querían dormir. Entonces, las ramas del melocotonero y del sauce cayeron en mis manos. Luo levantó la cabeza. Su rostro estaba pálido y de su frente brotaban finas gotas de sudor. Su mirada ausente se cruzó con la mía:
– Vamos -dijo con voz apenas audible.
– ¿No quieres descansar un poco? -le pregunté-. Mira cómo te tiemblan las manos. ¿No sientes nada?
– No -dijo levantando una mano y poniéndola ante sus ojos para examinarla-. Es cierto, estoy temblando y tengo frío, como los viejos que van a morir.
Encontré una colilla de cigarrillo en lo más hondo de mi bolsillo, la encendí y se la tendí. Pero escapó enseguida de sus dedos y cayó al suelo.
– ¡Mierda! Cómo pesa… -dijo.
– ¿Realmente quieres que te pegue?
– Sí, eso me calentará un poco.
Antes de azotarle, quise recoger primero el cigarrillo y darle una buena calada. Me agaché y tomé la colilla, que no se había apagado aún. De pronto, algo blanquecino atrajo mi mirada; era un sobre que estaba a los pies de la cama. Lo cogí. El sobre, en el que habían escrito el nombre de Luo, no estaba abierto. Les pregunté a los campesinos de dónde procedía. Uno de ellos contestó desde su cama que un hombre lo había dejado hacía unas horas, cuando vino a comprar carbón.
Lo abrí. La carta, de apenas una página, estaba escrita a lápiz, con una caligrafía densa unas veces, espaciada otras. Los trazos de los caracteres estaban a menudo mal dibujados, pero de aquella torpeza emanaba cierta dulzura femenina, cierta sinceridad infantil. Lentamente, se la leí a Luo:
Luo, contador de películas:
No te burles de mi caligrafía. Nunca estudié en un colegio, como tú. Bien sabes que la única escuela cerca de nuestra montaña es la de la ciudad de Yong Jing, y son necesarios dos días para llegar. Mi padre me enseñó a leer y a escribir. Puedes colocarme en la categoría de «terminados los estudios primarios».
Hace poco he oído decir que contabas maravillosamente las películas, con tu compañero. He ido a hablar con el jefe de mi pueblo y está de acuerdo en enviar dos campesinos a la pequeña mina, para sustituiros durante dos días. Y vosotros vendréis a nuestra aldea para contarnos una película.
Quería subir a la mina para anunciaros la noticia, pero me han dicho que allí los hombres van desnudos y que es un lugar prohibido para las muchachas.
Cuando pienso en la mina, admiro vuestro valor. Sólo espero que la galería no vaya a derrumbarse. Os he conseguido dos días de descanso, es decir, dos días menos de riesgo.
Hasta pronto. Saluda a tu amigo el violinista.
La Sastrecilla
8-07-1972
He terminado ya mi nota, pero pienso en algo divertido que debo contarte: desde vuestra visita, he visto a varias personas que tienen también el segundo dedo del pie más largo que el pulgar, como nosotros. Me decepciona, pero así es la vida.
Decidimos elegir la historia de La pequeña florista.
De las tres películas que habíamos visto en la cancha de baloncesto de la ciudad de Yong Jing, la más popular era un melodrama norcoreano cuyo personaje principal se llamaba «la chica de las flores». Se la habíamos contado a los campesinos de nuestra aldea y, al finalizar la sesión, cuando pronuncié la frase final imitando la voz en off, sentimental y fatal, con una ligera vibración en la garganta: «Dice el proverbio: un corazón sincero podría lograr que incluso una piedra floreciese. Y sin embargo, ¿no era bastante sincero el corazón de la chica de las flores?», el efecto fue tan grandioso como durante la auténtica proyección. Todos nuestros oyentes lloraron; ni siquiera el jefe del poblado, por muy duro que fuera, pudo contener la cálida efusión de las lágrimas que brotaban de su ojo izquierdo, marcado aún por las tres gotas de sangre.
Pese a sus recurrentes accesos de fiebre, Luo, que se consideraba ya convaleciente, partió conmigo hacia la aldea de la Sastrecilla con el ímpetu de un auténtico conquistador. Pero, por el camino, tuvo una nueva crisis de paludismo.
A pesar de los rayos del sol, que le cubrían el cuerpo con su fulgor, me dijo que sentía que el frío lo invadía de nuevo. Y cuando estuvo sentado junto al fuego que conseguí encender con ramas de árboles y hojas muertas, el frío, en vez de disminuir, se le hizo insoportable.
– Sigamos -me dijo levantándose. (Sus dientes rechinaban.)
A lo largo del sendero, oímos el rumor de un torrente, gritos de monos y otros animales salvajes. Poco a poco, Luo conoció la enojosa alternancia del frío y el calor. Cuando lo vi caminar vacilando hacia el profundo acantilado que se extendía bajo nuestros pies, cuando vi algunos terrones desprenderse a su paso y caer a tanta profundidad que era preciso esperar mucho tiempo antes de percibir el ruido de su caída, lo detuve e hice que se sentara en una roca para esperar a que su fiebre pasara.
Cuando llegamos a casa de la Sastrecilla, supimos que, por fortuna, su padre estaba otra vez de viaje. Como la visita precedente, el perro negro vino a olisquearnos sin ladrar.
Luo entró con el rostro más colorado que un fruto bermejo: deliraba. La crisis de paludismo había causado en él tales estragos que la Sastrecilla quedó impresionada. Hizo anular, de inmediato, la sesión de «cine oral» e instaló a Luo en su alcoba, en su lecho rodeado por una mosquitera blanca. Se enrolló la larga trenza en lo alto de la cabeza haciéndose un gran moño. Luego se quitó los zapatos rosados y, con los pies desnudos, corrió afuera.
– Ven conmigo -me gritó-. Conozco algo muy eficaz para eso.
Era una planta vulgar que crecía a orillas de un pequeño arroyo, no lejos de su aldea. Parecía un arbusto de apenas treinta centímetros de altura, con flores de un rosa vivo cuyos pétalos, que evocaban los de las flores del melocotonero, aunque más grandes, se reflejaban en las aguas límpidas y poco profundas del riachuelo. La parte medicinal de la planta eran sus hojas angulosas y puntiagudas, en forma de patas de ánade, y la Sastrecilla recogió muchas.
– ¿Cómo se llama esta planta? -le pregunté.
– «Trozos de cuenco roto.»
Las majó en un mortero de piedra blanca. Cuando estuvieron reducidas a una especie de pasta verdosa, untó con ella la muñeca izquierda de Luo que, aunque deliraba aún, recobró cierta lógica de pensamiento. Permitió que la Sastrecilla le vendase la muñeca, enrollándole una larga tira de lino blanco.
Al anochecer, la respiración de Luo se apaciguó, y se quedó dormido.
– ¿Tú crees en esas cosas…? -me preguntó la Sastrecilla con voz vacilante.
– ¿En qué cosas?
– Las que no son del todo naturales.
– A veces sí, a veces no.
– Parece que tienes miedo de que te denuncie.
– En absoluto.
– ¿Y entonces?
– A mi entender, no podemos creerlas por entero, ni negarlas por completo.
Pareció satisfecha de mi posición. Lanzó una ojeada a la cama donde dormía Luo y me preguntó:
– ¿Qué es el padre de Luo? ¿Budista?
– No lo sé. Pero es un gran dentista.
– ¿Qué es un dentista?
– ¿No sabes lo que es un dentista? El que cuida los dientes.
– ¿De verdad? ¿Quieres decir que puede quitar los gusanos ocultos en las muelas que duelen?
– Eso es -le respondí sin reírme-. Te diré incluso un secreto, pero debes jurar que no vas a contárselo a nadie.
– Te lo juro…
– Su padre -le dije bajando la voz- quitó los gusanos de las muelas del presidente Mao.
Tras un instante de respetuoso silencio, me preguntó:
– Si hago que vengan unas brujas para velar esta noche por su hijo, ¿se enojará?
Vistiendo largas faldas negras y azules, con los cabellos salpicados de flores y pulseras de jade en las muñecas, cuatro ancianas llegadas de tres aldeas distintas se reunieron, hacia medianoche, alrededor de Luo, cuyo sueño seguía siendo agitado. Sentada cada una de ellas en una esquina de la cama, lo observaban a través de la mosquitera. Era difícil decir cuál era la más arrugada, la más fea, la que asustaría más a los malos espíritus.
Una de ellas, sin duda la más retorcida, tenía en las manos un arco y una flecha.
– Te garantizo -me dijo- que el mal espíritu de la pequeña mina que ha hecho sufrir a tu compañero no se atreverá a venir aquí esta noche. Mi arco procede del Tíbet y mi flecha tiene punta de plata. Cuando la lanzo, es semejante a una flauta voladora, silba en el aire y atraviesa el pecho de los demonios, sea cual sea su poder.
Pero su avanzada edad y la hora tardía no ayudaron mucho. Poco a poco, comenzaron a bostezar. Y pese al té fuerte que nuestra anfitriona les hizo beber, el sueño se apoderó de ellas. La propietaria del arco se durmió también. Dejó su arma en la cama y luego sus párpados fláccidos y maquillados se cerraron pesadamente.
– Despiértalas -me dijo la Sastrecilla -. Cuéntales una película.
– ¿De qué clase?
– No tiene importancia. Sólo debemos mantenerlas despiertas…
Comencé entonces la sesión más extraña de mi vida. Ante la cama donde mi amigo había caído en una especie de sopor, conté la película norcoreana para una hermosa muchacha y cuatro viejas brujas iluminadas por una lámpara de petróleo que vacilaba, en una aldea encajonada entre altas montañas.
Me las arreglé como pude. En pocos minutos, la historia de la pobre «chica de las flores» captó la atención de mis oyentes. Hicieron incluso algunas preguntas; cuanto más avanzaba el relato, menos parpadeaban.
Sin embargo, la magia no fue la misma que con Luo. Yo no era un narrador nato. Yo no era él. Al cabo de media hora, «la chica de las flores», que se había deslomado para conseguir algo de dinero, llegaba corriendo al hospital, pero su madre había muerto ya, tras haber gritado desesperadamente el nombre de su hija. Una verdadera película de propaganda. Normalmente era el primer punto culminante del relato. Ya fuera en la proyección del film, ya en nuestra aldea, cuando la habíamos contado, la gente lloraba siempre en ese instante preciso. Tal vez las brujas estuvieran hechas de otra pasta. Me escuchaban atentamente, con cierta emoción, advertí incluso que un pequeño estremecimiento les recorría el espinazo, pero las lágrimas no acudieron a la cita.
Decepcionado por mi falta de éxito, añadí el detalle de la mano de la muchacha temblando, los billetes resbalando de sus dedos… Pero mi auditorio resistía.
De pronto, del interior de la mosquitera blanca brotó una voz que parecía salida del fondo de un pozo.
– El proverbio dice que un corazón sincero puede hacer que florezca una piedra -vibró la garganta de Luo-. Pero decidme, ¿acaso el corazón de la «chica de las flores» no era lo bastante sincero?
Me impresionó más el hecho de que Luo hubiese pronunciado demasiado pronto la frase final de la película que su brutal despertar. Pero qué sorpresa cuando miré a mi alrededor: ¡las cuatro brujas lloraban! Sus lágrimas brotaban, majestuosamente, derribando las presas, transformándose en torrente sobre sus rostros gastados, agrietados.
¡Qué talento de narrador el de Luo! Podía manipular al público sencillamente cambiando de lugar una voz en off, incluso cuando estaba abrumado por un violento acceso de paludismo.
A medida que el relato avanzaba, tuve la impresión de que algo había cambiado en la Sastrecilla, y advertí que sus cabellos no estaban ya peinados en una larga trenza, sino sueltos en una lujuriante melena, unas suntuosas crines que caían sobre sus hombros. Adiviné lo que Luo había hecho, al pasear su enfebrecida mano fuera de la mosquitera. De pronto, una corriente de aire hizo vacilar la llama de la lámpara de petróleo y, en el momento en que se apagaba, creí ver a la Sastrecilla levantando una esquina de la mosquitera, inclinándose en la oscuridad hacia Luo y dándole un furtivo beso.
Una de las brujas encendió de nuevo la lámpara y seguí, durante mucho tiempo aún, contando la historia de la muchacha coreana. Las efusiones lacrimosas de las mujeres, mezclándose con los mocos que brotaban de sus narices y el ruido que hacían al sonarse, no cesaron ya.