Muchos años más tarde, una imagen del período de nuestra reeducación sigue grabada en mi memoria con excepcional precisión: ante la impasible mirada del cuervo de pico rojo, Luo, con un cuévano a la espalda, avanzaba a cuatro patas por un pasaje de unos treinta centímetros de ancho flanqueado a cada lado por un profundo precipicio. En su anodino cuévano de bambú, sucio pero sólido, había escondido un libro de Balzac, Papá Goriot, cuyo título en chino era El viejo Go; iba a leérselo a la Sastrecilla, que todavía era sólo una montañesa, hermosa pero inculta.
Durante todo el mes de septiembre, tras el éxito de nuestro robo, fuimos tentados, invadidos, conquistados por el misterio del mundo exterior, sobre todo el de la mujer, el del amor, el del sexo, que los escritores occidentales nos revelaban día tras día, página tras página, libro tras libro. El Cuatrojos no sólo se había marchado sin atreverse a denunciarnos sino que, por fortuna, el jefe de nuestra aldea había ido a la ciudad de Yong Jing para asistir a un congreso de los comunistas del distrito. Aprovechando estas vacaciones del poder político y la discreta anarquía que reinaba momentáneamente en la aldea, nos negamos a ir a trabajar a los campos, algo que a los aldeanos, ex cultivadores de opio reconvertidos en custodios de nuestras almas, les importó un pimiento. Me pasaba así los días, la puerta más herméticamente cerrada que nunca, con las novelas occidentales. Dejaba de lado los Balzac, pasión exclusiva de Luo, y me enamoraba sucesivamente, con la frivolidad y la seriedad de mis diecinueve años, de Flaubert, de Gogol, de Melville e, incluso, de Romain Rolland.
Hablemos de éste. La maleta del Cuatrojos sólo contenía uno de sus libros, el primero de los cuatro volúmenes de Jean-Christophe. Puesto que se trataba de la vida de un músico, y yo mismo era capaz de tocar al violín piezas como Mozart piensa en el presidente Mao, me sentí tentado a hojearlo, al modo de un coqueteo sin consecuencias, tanto más cuanto que había sido traducido por Fu Lei, el traductor de Balzac. Pero en cuanto lo abrí, ya no pude soltarlo. Mis libros preferidos eran, normalmente, las colecciones de cuentos, que narran una historia bien compuesta, con ideas brillantes, a veces divertidas o que te dejan sin aliento, historias que te acompañan toda la vida. Por lo que a las novelas largas se refiere, salvo por algunas excepciones, me mostraba bastante desconfiado. Pero Jean-Christophe, con su empecinado individualismo, sin mezquindad alguna, fue para mí una saludable revelación. Sin él, nunca hubiera conseguido comprender el esplendor y la amplitud del individualismo. Hasta aquel encuentro robado con Jean-Christophe, mi pobre cabeza educada y reeducada ignoraba, sencillamente, que fuera posible luchar en solitario contra el mundo entero. El coqueteo se transformó en un gran amor. Ni siquiera el énfasis excesivo en el que había caído el autor me parecía perjudicial para la belleza de la obra. Me zambullí literalmente en el poderoso río de aquellos centenares de páginas. Era para mí el libro soñado: al acabar de leerlo, ni la maldita vida ni el maldito mundo volvían a ser como antes.
Mi adoración por Jean-Christophe fue tal que, por primera vez en mi vida, quise poseerlo solo, y no ya como un patrimonio común, de Luo y mío.
En una página en blanco, detrás de la cubierta, redacté una dedicatoria según la cual era un regalo para mi futuro vigésimo aniversario, y pedí a Luo que la firmara. Me dijo que se sentía halagado, pues la ocasión era tan rara que se convertía en histórica. Caligrafió su nombre con un solo trazo de pincel suelto, generoso y fogoso, reuniendo los tres caracteres en una hermosa curva que ocupaba casi la mitad de la página. Por mi parte, le dediqué las tres novelas de Balzac, Papá Goriot, Eugenia Grandet y Úrsula Mirouët, como regalo de Año Nuevo, para el que faltaban varios meses aún. Bajo la dedicatoria, dibujé los tres objetos que representaban sendos caracteres chinos que componen mi nombre. Para el primero esbocé un caballo al galope, relinchando, con las suntuosas crines flotando al viento. Para el segundo, una espada larga y puntiaguda, con la empuñadura de hueso finamente labrada, engastada de diamantes. Por lo que al tercero se refiere, dibujé un pequeño cencerro, a cuyo alrededor añadí numerosos trazos en forma de ondas, como si se hubiera movido y sonado para pedir socorro. Estuve tan contento con aquella firma que casi derramé encima algunas gotas de mi sangre, para sacralizarla.
A mediados de mes, una violenta tormenta se desencadenó durante toda una noche en la montaña. Llovió a cántaros. Sin embargo, a la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, Luo, fiel a su ambición de hacer que una muchacha hermosa fuese culta, partió con Papá Gariot en su cuévano de bambú, y, como un caballero solitario sin caballo, desapareció por el sendero envuelto en la bruma matutina hacia la aldea de la Sastrecilla.
Para no violar el tabú colectivo impuesto por el poder político, al anochecer recorrió en sentido inverso el camino y regresó prudentemente a nuestra casa sobre pilotes. Aquella noche me contó que, tanto al ir como al volver, había tenido que atravesar un paso estrecho y peligroso, formado por un inmenso desprendimiento de tierra, producto de los estragos de la tormenta.
– La Sastrecilla y tú, sin duda, os atreveríais a correr por allí. Pero yo, aunque avanzo a cuatro patas, tiemblo de los pies a la cabeza -me confesó.
– ¿Y es muy largo?
– Cuarenta metros por lo menos.
Para mí resultó siempre un misterio: Luo nunca tenía problemas con nada, salvo con la altura. Era un intelectual que en su vida había trepado a un árbol. Recuerdo todavía aquella lejana tarde, cinco o seis años antes, durante la cual se nos ocurrió subir por la escalera de hierro oxidado de un depósito de agua. Al comenzar, se arañó las palmas de las manos con la herrumbre y sangró un poco. Llegado a quince metros de altura, me dijo: «Tengo la impresión de que los barrotes de la escalera van a ceder bajo mis pies, a cada paso.» La mano herida le dolía, y eso alimentaba su angustia. Acabó renunciando y me dejó subir solo; desde lo alto de la torre, le envié un escupitajo burlón que desapareció inmediatamente en el viento. Los años pasaron, pero su miedo a la altura perduró. En la montaña, como él decía, la Sastrecilla y yo corríamos por los acantilados sin vacilación alguna, pero una vez llegados al otro lado teníamos, a menudo, que esperar a Luo un buen rato, porque éste nunca se atrevía a pasar de pie y avanzaba a gatas.
Cierto día, por cambiar de aires, lo acompañé, en su peregrinación a la belleza, hasta la aldea de la Sastrecilla.
En el peligroso paso del que Luo me había hablado, la brisa matinal se convirtió en un vendaval que soplaba en la montaña. A la primera ojeada comprendí hasta qué punto Luo se había superado al tomar aquel camino. Yo mismo, cuando puse los pies en él, temblé de miedo.
Una piedra se desprendió bajo mi bota izquierda y, casi al mismo tiempo, la derecha hizo caer algunos terrones que desaparecieron en el vacío. Tuvimos que esperar mucho tiempo antes de escuchar el ruido del impacto, que resonó con un lejano eco en el precipicio.
De pie en aquel paso de unos treinta centímetros de ancho, con un abismo a cada lado, nunca hubiera debido mirar hacia abajo: a la derecha había una pared rocosa, recortada, pelada, de una vertiginosa profundidad, en la que las frondas de los árboles no eran ya verdes sino de un gris blanquecino, vago y brumoso. Mis oídos comenzaron de pronto a zumbar cuando hundí la mirada en el abismo de la izquierda: la tierra se había corrido de modo tan violento como espectacular, formando un precipicio vertical de unos cincuenta metros.
Por fortuna, aquel paso tan peligroso sólo tenía unos treinta metros de largo. Al otro extremo, encaramado en una roca, había un cuervo de pico rojo, con la cabeza horriblemente hundida en el cuello.
– ¿Quieres que lleve el cuévano? -pregunté con aire desenvuelto a Luo, que se había quedado de pie al comienzo del paso.
– Sí, cógelo.
Cuando me lo puse a la espalda, sopló una agresiva ráfaga de viento, los zumbidos de mis oídos se intensificaron y, en cuanto agité la cabeza, el movimiento me produjo un vértigo tolerable, agradable casi. Di unos pocos pasos, volví la cabeza y vi que Luo seguía en el mismo lugar, su silueta vacilando levemente ante mis ojos, como un árbol al viento.
Mirando hacia delante, avancé metro tras metro, como un funámbulo. Pero en mitad del camino, los roquedales de la montaña de enfrente, donde estaba el cuervo de pico rojo, se inclinaron violentamente hacia la derecha y hacia la izquierda, como en un terremoto. Inmediatamente, por instinto, me agaché, y el vértigo sólo cesó cuando mis dos manos consiguieron tocar el suelo. El sudor me corría por la espalda, el pecho y la frente. Con una mano, me enjugué las sienes; ¡qué frío era aquel sudor!
Volví la cabeza hacia Luo, que me gritó algo. Yo tenía los oídos casi tapados, de modo que su voz sólo fue para mí un zumbido más. Con los ojos al frente para no mirar hacia abajo, vi, en la deslumbrante luz del sol, la silueta negra del cuervo que giraba sobre mi cráneo, aleteando lentamente.
«¿Qué está pasando?», me dije.
En aquel momento, atrapado en mitad del paso, me pregunté qué diría el viejo Jean-Christophe si yo daba media vuelta. Con su autoritaria batuta de director de orquesta, me mostraría la dirección a seguir: pensé que no le habría avergonzado retroceder ante la muerte. Yo no iba a morir, a fin de cuentas, sin haber conocido el amor, el sexo, la lucha individual contra el mundo entero, como la que él había librado.
Se apoderaron de mí las ganas de vivir. Me di la vuelta, de rodillas aún, y volví poco a poco hacia el comienzo del paso. Sin mis dos manos, que se agarraban al suelo, habría perdido el equilibrio y me habría estrellado en el fondo del precipicio. De pronto, pensé en Luo. También él había debido de conocer un desfallecimiento semejante, antes de conseguir llegar al otro lado.
Cuanto más me acercaba a él, más clara me resultaba su voz. Advertí que su rostro estaba terriblemente pálido, como si tuviera aún más miedo que yo. Gritó que me sentara en el suelo y avanzara a horcajadas. Seguí su consejo y, en efecto, la nueva posición, aunque más humillante, me permitió llegar hasta él con toda seguridad. Llegado al extremo del paso, me levanté y le devolví su cuévano.
– ¿Te pasa esto cada día? -le pregunté.
– No, sólo al principio.
– ¿Y está siempre ahí?
– ¿Quién?
– Él.
Con el dedo, le mostré el cuervo de pico rojo que se había posado en mitad del paso, donde yo me había detenido hacía un rato.
– Sí, esta ahí cada mañana. Diríase que tiene cita conmigo -dijo Luo-. Pero al anochecer, cuando regreso, nunca lo veo.
Como yo me negué a hacer el ridículo de nuevo con aquel número de funambulismo, Luo se puso el cuévano a la espalda y se inclinó tranquilamente, hasta que sus dos manos tocaron el suelo. Adelantó los brazos, gateando firmemente, y sus piernas siguieron, con armonía. A cada paso, sus pies casi tocaban sus manos. Tras algunos metros se detuvo y, como si me dirigiera un malicioso saludo, meneó las nalgas en un auténtico gesto de mono trepando, a cuatro patas, por la rama de un árbol. El cuervo de pico rojo emprendió el vuelo y taladró el aire batiendo lentamente sus inmensas alas.
Admirado, acompañé a Luo con la mirada hasta el extremo del paso, al que apodé «el purgatorio»; luego, desapareció detrás de las rocas. Me pregunté de pronto, no sin aprensión, adónde iba a llevarle su historia de Balzac con la Sastrecilla, y cómo terminaría. La desaparición del gran pájaro negro hacía que el silencio de la montaña fuera más inquietante aún.
La noche siguiente desperté sobresaltado.
Necesité varios minutos para volver a la realidad, tranquilizadora y familiar. Escuché en la oscuridad la respiración acompasada de Luo, tendido en el lecho de enfrente. A tientas, encontré un cigarrillo y lo encendí. Poco a poco, la presencia de la cerda que golpeaba con su hocico la cerca de la pocilga, bajo nuestra casa sobre pilotes, me devolvió la calma y recordé, como si fuera una película acelerada, el sueño que acababa de asustarme.
A lo lejos, veía a Luo caminando con una muchacha por el paso estrecho, vertiginoso, flanqueado a cada lado por un precipicio. Al principio, la muchacha que caminaba por delante era la hija del celador del hospital donde trabajaban nuestros padres. Una muchacha de nuestra clase, modesta, común, cuya existencia había olvidado hacía años. Pero cuando intentaba encontrar la causa de su inesperada aparición junto a Luo, en aquella montaña, se transformó en la Sastrecilla, viva, divertida, ceñida por una camiseta blanca y unos pantalones negros. No caminaba sino que corría por el paso, muy lanzada, mientras su joven amante, Luo, la seguía lentamente, a cuatro patas. Ni el uno ni la otra llevaban el cuévano a la espalda. La Sastrecilla no llevaba su larga y habitual trenza y, en su carrera, la melena le caía libremente por los hombros y flotaba al viento, como un ala. Busqué en balde con la mirada el cuervo de pico rojo y, cuando mis ojos se posaron de nuevo en mis amigos, la Sastrecilla había desaparecido. Ya sólo quedaba Luo, no a horcajadas sino de rodillas en mitad del paso, con los ojos clavados en el abismo de la derecha. Pareció gritarme algo, vuelto hacia el fondo del precipicio, pero no oí nada. Me lancé hacia él, sin saber de dónde me venía el valor de correr por aquel paso. Al acercarme comprendí que la Sastrecilla había caído por el acantilado. A pesar de que el terreno era prácticamente inaccesible, descendimos resbalando en vertical, a lo largo de la pared rocosa… Encontramos su cuerpo en el fondo, acurrucado contra una roca donde su cabeza, plegada sobre el vientre, había estallado. La parte trasera del cráneo presentaba dos grandes fisuras en las que la sangre coagulada había formado ya costras. Una de ellas se alargaba hasta la bien dibujada frente. Su boca abierta dejaba ver las encías rosadas y los prietos dientes, como si hubiera querido gritar, pero permanecía muda, y sólo exhalaba el olor de la sangre. Cuando Luo la tomó en sus brazos, la sangre le brotó a la vez de la boca, del orificio izquierdo de la nariz y de una de las orejas; corrió por los brazos de Luo y cayó, gota a gota, al suelo.
Cuando se la conté, la pesadilla no impresionó a Luo.
– Olvídalo-me dijo-. Yo también he tenido bastantes sueños de este tipo.
– ¿No le dirás a tu novia que no pase más por este camino? -le pregunté mientras él buscaba su chaqueta y su cuévano de bambú.
– ¡Estás loco! Ella también quiere venir, de vez en cuando, a nuestro pueblo.
– Será por muy poco tiempo, hasta que el jodido paso esté reparado.
– De acuerdo, se lo diré.
Parecía tener prisa. Yo casi sentía celos de su cita con el horrendo cuervo de pico rojo.
– No vayas a contarle mi sueño.
– Descuida.
El regreso del jefe de nuestra aldea puso fin momentáneamente a la peregrinación a la belleza que mi amigo Luo había realizado, celosamente, cada día.
El congreso del Partido y un mes de vida ciudadana parecían no haber procurado placer alguno a nuestro jefe. Tenía el aspecto de estar de luto, la mejilla hinchada y el rostro deformado por la cólera contra un médico revolucionario del hospital del distrito: «Ese hijo de puta, un capullo de médico "descalzo", me arrancó una muela buena y dejó la mala, que estaba a su lado.» Estaba tanto más furioso cuanto que la hemorragia provocada por la extracción de su muela sana le impedía hablar, vociferar aquel escándalo, y lo condenaba a murmurarlo con palabras apenas audibles. Mostraba a todos los que se interesaban por su desgracia el vestigio de la operación: un colmillo ennegrecido, largo y puntiagudo, con una raíz amarillenta, que conservaba preciosamente envuelto en un pedazo de satén rojo y sedoso, que había comprado en la feria de Yong Jing. Como se irritaba ante la menor desobediencia, Luo y yo nos vimos obligados a ir a trabajar cada mañana, a los campos de maíz o los arrozales. Dejamos incluso de manipular nuestro pequeño despertador mágico.
Cierta noche, cuando el dolor de muelas le hacía sufrir, el jefe desembarcó en nuestra casa mientras preparábamos la cena en el comedor. Sacó un pequeño pedazo de metal, envuelto en el mismo satén rojo que su muela.
– Es estaño de verdad; me lo vendió un mercader ambulante -nos dijo-. Si lo ponéis al fuego, se fundirá en un cuarto de hora.
Ni Luo ni yo reaccionamos. Nos dominaban las ganas de reír ante su rostro, hinchado hasta las orejas, como en una mala película cómica.
– Mi buen Luo -dijo el jefe en un tono más sincero que nunca-, sin duda lo viste hacer a tu padre miles de veces: cuando el estaño se ha fundido, parece que basta con poner un poco en la muela podrida para que eso mate los gusanos que están dentro, debes de saberlo mejor que yo. Eres hijo de un dentista conocido, cuento contigo para reparar mi muela.
– ¿De verdad quiere que le ponga estaño en la muela?
– Sí. y si deja de dolerme, te daré un mes de descanso.
Luo, que resistía la tentación, lo puso en guardia:
– El estaño no funcionará -dijo-. Y además, mi padre tenía aparatos modernos. Primero perforaba la muela con una pequeña fresa eléctrica, antes de poner nada dentro.
Perplejo, el jefe se levantó y se fue mascullando:
– Es cierto, vi cómo lo hacían en el hospital del distrito. El capullo que me arrancó la muela buena tenía una gran aguja que giraba, con un ruido de motor.
Días más tarde, nos libramos del sufrimiento del jefe gracias a la llegada del sastre, el padre de nuestra amiga, con su rutilante máquina de coser, que reflejaba la luz del sol matinal sobre el torso desnudo de un porteador.
Ignorábamos si adoptaba aires de hombre muy ocupado, con la agenda repleta, o si sencillamente era incapaz de organizar su tiempo con rigor, pero había retrasado ya varias veces su consabida cita anual con los campesinos de nuestra aldea. Para ellos, pocas semanas antes del Año Nuevo, era un verdadero gozo ver aparecer la pequeña silueta delgaducha y su máquina de coser.
Como de costumbre, hacía el recorrido por las aldeas sin su hija. Cuando lo encontramos, algunos meses antes, por un sendero estrecho y resbaladizo, iba sentado en una silla de mano debido a la lluvia y al barro. Pero aquel día soleado llegó a pie, con una juvenil energía que su avanzada edad no había mellado aún. Llevaba una gorra de un verde desteñido, sin duda la que yo había tomado prestada en nuestra visita al viejo molinero del acantilado de los Mil Metros, una ancha chaqueta azul que se abría sobre una camisa de lino beige, con los tradicionales botones de algodón y un cinturón negro de verdadero cuero que brillaba.
La aldea entera salió a recibirlo. Los gritos de los niños que corrían tras él, las risas de las mujeres que sacaban sus telas, listas desde hacía meses, la explosión de algunos petardos, los gruñidos de los cerdos, todo creaba una atmósfera de fiesta. Cada familia lo invitó a instalarse en su casa, con la esperanza de que la eligiera como primer cliente. Pero, para gran sorpresa de todo el mundo, el viejo declaró:
– Me instalaré en casa de los jóvenes amigos de mi hija.
Nos preguntamos cuáles eran los motivos ocultos de aquella decisión. Según nuestro análisis, el anciano sastre podía estar intentando establecer contacto directo con su yerno potencial; de cualquier modo, en nuestra casa sobre pilotes transformada en taller de costura, nos proporcionó la ocasión de iniciarnos en la intimidad femenina, en esa faceta de la naturaleza de las mujeres que hasta entonces desconocíamos.
Fue un festival casi anárquico en el que las mujeres de todas las edades, hermosas o feas, ricas o pobres, rivalizaron a golpe de tejido, de encaje, de cinta, de botón, de hilo de coser y de ideas de vestidos con los que habían soñado. Durante las sesiones de prueba, Luo y yo nos sentíamos sofocados por su agitación, su impaciencia, el deseo casi físico que estallaba en ellas. Ningún régimen político, ninguna dificultad económica podía privarlas de ir bien vestidas, un deseo tan antiguo como el mundo, tan antiguo como el instinto maternal.
Al anochecer, los huevos, la carne, las verduras, los frutos que los aldeanos habían entregado al viejo sastre se amontonaban como ofrendas para un ritual, en un rincón del comedor. Algunos hombres, solos o en pequeños grupos, se mezclaban entre la aglomeración de mujeres. Algunos, más tímidos, se sentaban en el suelo alrededor del fuego, con los pies desnudos y la cabeza gacha, y sólo con mucha discreción se atrevían a levantar los ojos hacia las muchachas. Se cortaban las uñas de los pies, duras como piedras, con la afilada hoja de sus hachuelas. Otros, más experimentados, más agresivos, bromeaban sin pudor y lanzaban a las mujeres sugerencias más o menos obscenas. Era necesaria toda la autoridad del viejo sastre, agotado, irritable, para conseguir echarlos fuera.
Tras una cena a tres, más bien rápida, tranquila y cortés, durante la que nos reímos de nuestro primer encuentro en el sendero, me ofrecí a tocar algún fragmento al violín para nuestro invitado, antes de irnos a la cama. Pero el sastre, con los párpados entornados, lo rechazó.
– Mejor contadme alguna historia -nos pidió con un largo y arrastrado bostezo-. Mi hija me ha dicho que sois dos narradores formidables. Por eso me he alojado en vuestra casa.
Alertado sin duda por la fatiga que mostraba el modisto de la montaña, o tal vez por modestia ante su futuro suegro, Luo me propuso que aceptara el desafío.
– Hazlo -me alentó-. Cuéntanos algo que yo no conozca todavía.
Acepté, algo vacilante, desempeñar el papel del narrador de medianoche. Antes de comenzar, tomé de todos modos la precaución de invitar a mis oyentes a lavarse los pies con agua caliente y a tenderse en una cama, para evitar que se durmieran sentados durante mi relato. Sacamos dos mantas limpias y gruesas, instalamos cómodamente a nuestro invitado en la cama de Luo y nos apretujamos ambos en la mía. Cuando todo estuvo listo, cuando los bostezos del sastre se hicieron cada vez más cansados y ruidosos, apagué la lámpara de petróleo por razones económicas y aguardé, con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados, a que la primera frase de una historia brotara de mi boca.
Ciertamente habría elegido contar una película china, norcoreana o, incluso, albanesa, si no hubiera probado aún la fruta prohibida, la maleta secreta del Cuatrojos. Pero ahora estas películas del realismo proletario más agresivo, que fueron antaño mi educación cultural, me parecían tan alejadas de los deseos humanos, del verdadero sufrimiento y, sobre todo, de la vida, que no veía interés alguno en tomarme el trabajo de contarlas a una hora tan tardía. De pronto, una novela que acababa de terminar me vino a la memoria. Estaba seguro de que Luo no la conocía aún, puesto que sólo se apasionaba por Balzac.
Me incorporé, me senté al borde de la cama y me preparé para pronunciar la primera frase, la más difícil, la más delicada; quería algo sobrio.
– Estamos en Marsella, en 1815.
Mi voz resonó en la estancia, oscura como boca de lobo.
– ¿Dónde está Marsella? -interrumpió el sastre con voz somnolienta.
– En la otra punta del mundo. Es un gran puerto de Francia.
– ¿Y por qué quieres que vayamos tan lejos?
– Quería contarles la historia de un marinero francés. Pero si no le interesa, mejor será que durmamos. ¡Hasta mañana!
En la oscuridad, Luo se acercó a mí y me susurró suavemente:
– ¡Bravo, amigo!
Uno o dos minutos más tarde, escuché de nuevo la voz del sastre:
– ¿Cómo se llama tu marinero?
– Al comienzo, Edmond Dantes, luego se convierte en el conde de Montecristo.
– ¿Cristo?
– Es otro de los nombres de Jesús, que significa el mesías o el salvador.
Así comencé el relato de Dumas. Por fortuna, de vez en cuando, Luo me interrumpía para hacer en voz baja comentarios sencillos e inteligentes; se mostraba cada vez más atraído por la historia, lo que me permitió concentrarme de nuevo y librarme de la turbación que el sastre me había causado. Éste, sin duda superado por todos aquellos nombres franceses, aquellos lugares lejanos y por su dura jornada de trabajo, no dijo ni una sola palabra desde que comencé la historia. Parecía sumido en un sueño plúmbeo.
Poco a poco, la eficacia del maestro Dumas prevaleció y olvidé por completo a nuestro invitado; contaba, contaba y seguía contando… Mis frases se volvían más precisas, más concretas, más densas. Conseguí, con cierto esfuerzo, mantener el tono sobrio de la primera frase. No era cosa fácil. Al contar la historia, me sorprendió, incluso agradablemente, percibir con total claridad el mecanismo del relato, el emplazamiento del tema de la venganza, los hilos preparados por el novelista que, más tarde, se divertiría tirando de ellos con mano firme, hábil, audaz a menudo; era como contemplar un gran árbol arrancado, extendiendo por el suelo la nobleza de su tronco, la anchura de sus ramas, la desnudez de sus gruesas raíces.
Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más aún? Pero cuando nuestro héroe, el marinero francés, es encarcelado en un calabozo donde se pudriría durante veinte años, la fatiga, excesiva sin duda, me obligó a detener el relato.
– Ahora -susurró Luo-, lo haces mejor que yo. Tendrías que haber sido escritor.
Embriagado por el cumplido de un narrador superdotado, dejé que el sopor se apoderara rápidamente de mí. De pronto, oí la voz del viejo sastre mascullando en la oscuridad.
– ¿Por qué te detienes?
– ¡Caramba! -exclamé-. ¿No duerme usted aún?
– Claro que no. Te he estado escuchando. Tu historia me gusta.
– Ahora tengo sueño.
– Intenta proseguir un poco más, por favor -insistió el viejo sastre.
– Sólo un poco -le dije-. ¿Recuerda usted dónde me he quedado?
– Cuando penetra en el calabozo de un castillo, en medio del mar…
Sorprendido por la precisión de mi oyente, a pesar de su avanzada edad, proseguí la historia de nuestro marinero francés… Cada media hora me detenía, a menudo en un momento crucial, no por la fatiga sino por la inocente coquetería del narrador. Hacía que me suplicaran y volvía a contar de nuevo. Cuando el abate, encerrado en el miserable calabozo de Edmond, le reveló el secreto del inmenso tesoro oculto en la isla de Montecristo y lo ayudó a evadirse, la luz del alba entró en nuestra alcoba por las grietas de los muros, acompañada por el gorjeo matinal de las alondras, las tórtolas y los pinzones.
Aquella noche en blanco nos agotó a todos. El modisto se vio obligado a ofrecer a la aldea una pequeña suma de dinero para que el jefe nos permitiera permanecer en casa.
– Descansa bien -me dijo el viejo guiñándome el ojo-. Y prepara mi cita de esta noche con el marinero francés.
Ciertamente fue la historia más larga que he contado en mi vida: duró nueve noches enteras. Nunca he comprendido de dónde procedía la resistencia física del viejo sastre, que al día siguiente trabajaba toda la jornada. Inevitablemente, algunas fantasías, discretas y espontáneas, debidas a la influencia del novelista francés, comenzaron a aparecer en los vestidos nuevos de los aldeanos, sobre todo elementos marineros. El propio Dumas habría sido el primer sorprendido si hubiese visto a nuestras montañesas ceñidas en una especie de guerreras de hombros caídos y con un gran cuello, cuadrado por detrás y puntiagudo por delante, que chasqueaba al viento. Casi olían a Mediterráneo. Los pantalones azules de los marinos, mencionados por Dumas y realizados por su discípulo el viejo sastre, habían conquistado el corazón de las muchachas, con sus anchas y flotantes perneras de las que parecía emanar el perfume de la Costa Azul. Nos hizo dibujar un ancla de cinco puntas que se convirtió en el motivo más solicitado de la moda femenina de aquellos años, en la montaña del Fénix del Cielo. Algunas mujeres consiguieron, incluso, bordarlo fielmente en minúsculos botones, con hilo de oro. En cambio, reservamos celosamente ciertos secretos, descritos por Dumas con todo detalle, como el lis bordado en los estandartes, el corsé y el vestido de Mercedes, en exclusiva para la hija del sastre.
Al finalizar la tercera noche, un incidente estuvo a punto de comprometerlo todo. Fue hacia las cinco de la madrugada. Nos hallábamos en plena intriga, en la mejor parte de la novela, a mi entender: al regresar de París, el conde de Montecristo conseguía, gracias a sapientes cálculos, acercarse a sus tres antiguos enemigos, de los que quería vengarse. Colocaba sus peones uno a uno de acuerdo con una estrategia implacable y con una diabólica imaginación. Muy pronto el procurador quedaría arruinado, la trampa preparada hacía tanto tiempo iba por fin a cerrarse sobre él. De pronto, la puerta de nuestra habitación se abrió con un terrible chirrido y la negra sombra de un hombre apareció en el umbral, precisamente cuando nuestro conde casi se enamoraba de la hija del procurador. El hombre de la sombra, con su linterna eléctrica encendida, expulsó al conde francés y nos devolvió a la realidad.
Era el jefe de nuestra aldea. Llevaba una gorra y su rostro, hinchado hasta las orejas, estaba atrozmente acentuado, deformado por las sombras negras que sobre él dibujaba la luz de su linterna eléctrica. Estábamos tan sumidos en el relato de Dumas que no habíamos oído el ruido de sus pasos.
– ¡Ah! ¿Qué le trae por aquí? -exclamó el sastre-. Me preguntaba si tendría la suerte de verlo este año. Me han dicho que las ha pasado canutas por culpa de un médico torpe.
El jefe no lo miró; era como si no estuviera allí. Dirigió hacia mí la luz de su linterna eléctrica.
– ¿Qué ocurre? -le pregunté.
– Sígueme. Hablaremos en la oficina de Seguridad Pública del municipio.
Debido a sus dolores dentales, no podía gritar, pero su murmullo casi inaudible me agitó profundamente: el nombre de aquel despacho significaba, la mayoría de las veces, tortura física e infierno para los enemigos del pueblo.
– ¿Por qué? -le pregunté encendiendo con mano temblorosa la lámpara de petróleo.
– Estás contando cochinadas reaccionarias. Por fortuna para nuestra aldea, no duermo y velo constantemente. No os ocultaré la verdad: estoy aquí desde la medianoche y he oído toda tu historia reaccionaria del conde Nosequé.
– Cálmese, jefe -intervino Luo-. Ese conde ni siquiera es chino.
– Me importa un bledo. Algún día, nuestra revolución triunfará en el mundo entero. Y un conde, sea cual sea su nacionalidad, no puede ser más que un reaccionario.
– Aguarde, jefe -lo interrumpió Luo-. No conoce usted el comienzo de la historia. Ese tipo, antes de disfrazarse de noble, era un pobre marinero, una categoría clasificada entre las más revolucionarias, de acuerdo con El pequeño libro rojo.
– ¡No me hagas perder el tiempo con tu cháchara de mierda! -dijo el jefe-. ¿Conoces a alguien que sea bueno y quiera tender una trampa a un procurador?
Y al decirlo escupió en el suelo, señal de que se disponía a llegar a las manos si yo no me movía.
Me levanté. Atrapado y resignado, me puse una chaqueta de tela basta y un pantalón resistente, como un hombre que se prepara para un largo período penitenciario. Al vaciar los bolsillos de mi camisa, encontré algunas monedas y se las tendí a Luo, para que no cayeran en manos de los verdugos de la Seguridad Pública. Luo arrojó las monedas en la cama.
– Voy contigo -me dijo.
– No, quédate aquí y encárgate de todo, para lo mejor y para lo peor.
Al pronunciar estas palabras, tuve que esforzarme por contener mis lágrimas. Vi, en los ojos de Luo, que comprendía a qué me refería: esconder bien los libros por si, torturado, yo lo traicionaba; ignoraba si podría soportar que me abofetearan, pegaran y azotaran, como sucedía, según decían, durante los interrogatorios en aquel despacho. Como un cautivo abatido, fui hacia el jefe con las piernas temblorosas, exactamente como en mi primera pelea de niño, cuando me había arrojado contra mi adversario para demostrar que era valeroso, aunque el vergonzoso temblequeo de mis piernas me había traicionado.
Su aliento olía a caries. Sus ojillos y las tres gotas de sangre me recibieron con una mirada dura. Creí, por un instante, que iba a agarrarme del cuello y a arrojarme escaleras abajo. Sin embargo, permaneció inmóvil. Su mirada me abandonó, trepó por los barrotes de la cama y se clavó en Luo, preguntando:
– ¿Recuerdas el pedazo de estaño que te mostré?
– La verdad, no -contestó Luo, perplejo.
– El chirimbolo que te pedí que me metieras en la muela enferma.
– Ah, sí, ahora lo recuerdo.
– Sigo teniéndolo -dijo el jefe sacando del bolsillo de su chaqueta el paquetito de satén rojo.
– ¿Adónde quiere ir a parar? -le preguntó Luo, más perplejo aún.
– Si tú, el hijo de un gran dentista, puedes curar mi muela, dejaré en paz a tu compañero. De lo contrario, me llevo a este sucio narrador de historias reaccionarias al despacho de la Seguridad.
La dentadura del jefe parecía una cordillera destrozada. En una encía negruzca e hinchada se erguían tres incisivos parecidos a rocas prehistóricas de basalto, de color oscuro, mientras que sus caninos evocaban piedras de la época diluviana, tabas mates de color tabaco. Por lo que a los molares se refiere, algunos presentaban ranuras en la corona, lo cual, según afirmó el hijo del dentista en tono académico, era la marca de un antecedente de sífilis. El jefe apartó la cabeza, sin desmentir el diagnóstico.
El diente causante de sus desgracias se encontraba al fondo del paladar, erguido cerca de un agujero negro como un escollo calcáreo, conchífero, poroso, solitario y amenazador. Era una muela del juicio, cuyo esmalte y marfil estaban muy estropeados, y donde se había formado una caries. La lengua del jefe, viscosa, de un rosa pálido tirando a amarillento, no dejaba de sondear la profundidad de la cavidad vecina, debida a la metedura de pata del precedente dentista; luego, subía hasta acariciar amorosamente el islote aislado, para terminar emitiendo un chasquido de consuelo.
Una aguja de máquina de coser, de acero cromado, algo más gruesa que las normales, se deslizó en la boca abierta de par en par del jefe y se inmovilizó sobre la muela del juicio, pero, en cuanto la rozó con delicadeza, la lengua del jefe se lanzó por reflejo hacia la intrusa a una velocidad fulgurante y tanteó aquel cuerpo frío, metálico y ajeno hasta su extremidad puntiaguda. Un temblor la sacudió. Retrocedió, como si sintiera cosquillas, y enseguida volvió a la carga; excitada por la sensación desconocida, lamió casi con voluptuosidad la aguja.
El pedal de la máquina se puso en marcha bajo los pies del viejo sastre. La aguja, unida por un cordón a la polea de la máquina, comenzó a girar; asustada, la lengua del jefe se crispó. Luo, que sujetaba la aguja con la punta de los dedos, ajustó la posición de su mano. Aguardó unos segundos; luego, la velocidad del pedal se aceleró y la aguja atacó la caries arrancando al paciente un aullido desgarrador. Apenas Luo apartó la aguja el jefe rodó, como una vieja roca, del lecho que habíamos instalado junto a la máquina de coser, encontrándose casi en el suelo.
– ¡Ha estado a punto de matarme! -le dijo al sastre, levantándose-. ¿Me está tomando el pelo?
– Le había prevenido -respondió el sastre- de que esto sólo lo había visto en las ferias. Usted ha insistido para que juguemos a los charlatanes.
– Hace un daño del demonio -dijo el jefe.
– El dolor es inevitable -afirmó Luo-. ¿Conoce usted la velocidad de una fresa eléctrica en un hospital de verdad? Varios centenares de revoluciones por segundo. Y cuanto más lenta gira la aguja, más duele.
– Prueba una vez más -dijo el jefe con decisión, encasquetándose la gorra-. Hace una semana que no puedo comer ni dormir, mejor será terminar de una vez para siempre.
Cerró los ojos para no ver cómo entraba la aguja en su boca, pero el resultado fue idéntico. El atroz dolor lo arrojó fuera de la cama, con la aguja plantada en la muela.
Su violento movimiento hizo vacilar la lámpara de petróleo con cuya llama, en una cuchara, fundía yo el estaño.
Pese a lo divertido de la situación, nadie se atrevía a reírse, por temor a que relanzara el tema de mi inculpación.
Luo recuperó la aguja, la limpió, la comprobó y le tendió un vaso de agua al jefe para que se enjuagara la boca; éste escupió sangre en el suelo, justo junto a la gorra.
El viejo sastre adoptó un aire asombrado.
– Está usted sangrando -dijo.
– Si quiere que perfore su caries -dijo Luo recogiendo la gorra y volviéndola a poner en la enmarañada cabeza del jefe-, no veo más solución que atarlo a la cama.
– ¿Atarme? -gritó ofendido el jefe-. ¡Olvidas que me han designado para dirigir la comuna!
– Su cuerpo se niega a colaborar y debemos jugarnos el todo por el todo.
Su decisión me sorprendió de verdad. Me he hecho a menudo, me he repetido muchas veces y sigo repitiéndome aún hoy, la misma pregunta: ¿cómo es posible que aquel tirano político y económico, aquel policía de aldea, aceptara una proposición que lo ponía en una posición tan ridícula como humillante? ¿Qué diablos pasó por su cabeza? En aquel momento no tuve mucho tiempo para pensar en la cuestión. Luo lo ató rápidamente y el sastre, viendo que le atribuían la difícil tarea de mantener aquella cabeza entre sus manos, me pidió que lo relevara al pedal.
Me tomé muy en serio mi nueva responsabilidad. Me descalcé, y cuando las plantas de los pies tocaron el pedal, sentí que todo el peso de la misión gravitaba sobre mis músculos.
En cuanto Luo me hizo una señal, mis pies presionaron el pedal para poner la máquina en marcha, viéndose rápidamente arrastrados por el rítmico movimiento del mecanismo. Aceleré como un ciclista que volara por la carretera general; la aguja se agitó, tembló, entró de nuevo en contacto con el escollo solapado y amenazador. Aquello produjo, primero, un chisporroteo en la boca del jefe que se debatía como un loco en una camisa de fuerza. No sólo estaba atado a la cama por una gruesa cuerda, sino también aprisionado entre las férreas manos del viejo sastre que le sujetaba el cuello, lo atenazaba, lo mantenía en una posición digna de una escena de captura cinematográfica. De la comisura de sus labios escapaba espuma; estaba pálido, respiraba penosamente y gemía.
De pronto, como una erupción volcánica, sentí que, sin advertido, brotaba de lo más íntimo de mí una pulsión sádica: reduje inmediatamente el movimiento del pedal, en honor de todos los sufrimientos de la reeducación.
Luo me lanzó una mirada cómplice.
Reduje más aún la velocidad, para vengarme esta vez de sus amenazas de inculpación. La aguja giró tan lentamente que parecía una perforadora agotada, a punto de averiarse. ¿A qué velocidad giraba? ¿Una vuelta por segundo? ¿Dos vueltas? ¿Quién sabe? De todos modos, la aguja de acero cromado había perforado la caries. Barrenaba y, de pronto, se detenía en pleno movimiento cuando mis pies hacían una pausa angustiante, al modo, esta vez, de un ciclista que deja de pedalear en una bajada peligrosa. Adoptaba yo un aire tranquilo, inocente. Mis ojos no se reducían a dos rendijas cargadas de odio. Fingía estar verificando la polea o la correa. Luego la aguja volvía a girar, a barrenar lentamente, como si el ciclista trepara, a duras penas, por una abrupta cuesta. La aguja se había transformado en cincel, en colérico buril que excavaba un agujero en la oscura roca prehistórica, haciendo brotar ridículas nubes de polvo de mármol, craso, amarillento y caseoso. Nunca había visto a alguien tan sádico como yo. Se lo aseguro. Un sádico desenfrenado.