Segunda parte

El Cuatrojos tenía una maleta secreta, que ocultaba cuidadosamente. Era nuestro amigo. (Recordadlo, he mencionado ya su nombre al relatar nuestro encuentro con el padre de la Sastrecilla.) La aldea donde era reeducado estaba más abajo que la nuestra en la ladera de la montaña del Fénix del Cielo. A menudo, por la noche, Luo y yo íbamos a cocinar a su casa cuando encontrábamos un pedazo de carne, una botella de alcohol o conseguíamos robar buenas verduras en los huertos de los campesinos. Lo repartíamos siempre con él, como si hubiéramos formado una pandilla de tres. Por eso, que nos ocultara la existencia de aquella misteriosa maleta nos sorprendió mucho más.

Su familia vivía en la ciudad donde trabajaban nuestros padres; su padre era escritor y su madre poetisa. La reciente caída en desgracia de ambos ante las autoridades concedía «tres posibilidades sobre mil» a su amado hijo; ni más ni menos que a Luo y a mí. Pero ante esta situación desesperada, que él debía a sus progenitores, el Cuatrojos, que tenía dieciocho años, era casi constantemente presa del miedo.

Con él, todo adquiría el color del peligro. Reunidos en su casa, alrededor de una lámpara de petróleo, teníamos la impresión de ser tres malhechores tramando alguna fechoría. Tomemos las comidas como ejemplo: si alguien llamaba a su puerta mientras estábamos envueltos por el olor y el humo de un precioso plato de carne cocinado por nosotros mismos, y que sumía a los tres hambrientos que éramos en un voluptuoso placer, eso le producía siempre un pánico extraordinario. Se levantaba, escondía de inmediato el plato de carne en una esquina, como si fuera producto de un robo, y lo sustituía por un pobre plato de verduras adobadas, espumosas y hediondas; comer carne le parecía un crimen propio de la burguesía de la que su familia formaba parte.

Al día siguiente de la sesión de cine oral con las cuatro brujas, Luo se sintió algo mejor y quiso regresar a la aldea. La Sastrecilla no insistió demasiado para que nos quedáramos en su casa, imagino que estaba muerta de cansancio.

Tras el desayuno, Luo y yo reemprendimos el solitario camino. En contacto con el aire húmedo de la mañana, nuestros rostros ardientes sintieron un agradable frescor. Luo fumaba al caminar. El sendero descendía lentamente, luego volvía a subir. Ayudé al enfermo con la mano, pues la pendiente era empinada. El suelo estaba blando y húmedo; por encima de nuestras cabezas, se entrecruzaban las ramas. Al pasar ante la aldea del Cuatrojos, lo vimos trabajar en un arrozal; labraba la tierra con un arado y un búfalo.

No se veían surcos en el arrozal irrigado, pues un agua calma cubría el barro puro, muy abonado, de cincuenta centímetros de profundidad. Con el torso desnudo, en calzones, nuestro labrador se desplazaba hundiéndose hasta las rodillas en el barro, tras el búfalo negro que arrastraba penosamente el arado. Los primeros rayos del sol herían sus gafas con su brillo.

El búfalo era de un tamaño normal pero tenía una cola de insólita longitud que removía a cada paso, como si lo hiciera adrede para tirar el barro y otras suciedades al rostro de su amable dueño, tan poco experimentado. Y a pesar de sus esfuerzos por esquivar los coletazos, un segundo de descuido bastó para que la cola del búfalo le golpeara de lleno el rostro y mandara sus gafas por los aires. El Cuatrojos lanzó un taco, las riendas escaparon de su mano derecha y el arado de su mano izquierda. Se llevó las dos manos a los ojos, lanzó gritos y aulló algunas vulgaridades, como si bruscamente hubiera quedado ciego.

Estaba tan encolerizado que no oyó nuestras llamadas, llenas de afecto y alegría por encontrarle. Sufría una grave miopía y ni siquiera forzando los ojos era capaz de reconocemos a veinte metros de distancia ni de distinguirnos de los campesinos que trabajaban en los arrozales vecinos y le tomaban el pelo.

Inclinado sobre el agua, metió en ella las manos y palpó el barro a su alrededor, como un ciego. Sus ojos, que habían perdido toda expresión humana, saltones, como hinchados, me daban miedo.

El Cuatrojos había debido de despertar el instinto sádico de su búfalo. Éste, arrastrando el arado, giró y volvió sobre sus pasos. Parecía tener la intención de pisotear las arrancadas gafas, o de romperlas con la puntiaguda reja del arado.

Me quité los zapatos, arremangué mis pantalones y entré en el arrozal dejando a mi enfermo sentado junto al sendero. Y, aunque el Cuatrojos no quiso que me mezclara en su búsqueda, ya complicada, fui yo quien, tanteando en el barro, pisé sus gafas. Por fortuna, no estaban rotas.

Cuando el mundo exterior volvió a resultarle claro y neto, el Cuatrojos se sorprendió al ver en qué estado había dejado a Luo el paludismo.

– ¡Estás hecho polvo, palabra! -le dijo.

Puesto que el Cuatrojos no podía abandonar su trabajo, nos propuso descansar en su casa hasta que regresara.

Su vivienda estaba en medio del pueblo. Poseía tan pocas cosas personales y estaba tan preocupado por demostrar su total confianza en los campesinos revolucionarios, que nunca cerraba la puerta con llave. La casa, un antiguo almacén de granos, estaba construida sobre pilotes, como la nuestra, pero con una terraza sostenida por gruesos bambúes, en la que ponían a secar los cereales, las verduras y las guindillas. Luo y yo nos instalamos en la terraza para aprovechar el sol. Luego, éste desapareció detrás de las montañas y empezó a hacer frío. Una vez seco el sudor, la espalda, los brazos y las flacas piernas de Luo se volvieron glaciales. Encontré un viejo jersey del Cuatrojos, se lo puse en la espalda y le enrollé las mangas alrededor del cuello, como una bufanda.

Sin embargo, siguió quejándose de tener frío. Regresé a la habitación, me acerqué a la cama y cogí una manta, y, de pronto, se me ocurrió mirar si había otro jersey en alguna parte. Debajo de la cama, descubrí una gran caja de madera, como un embalaje para las mercancías de poco valor, una caja del tamaño de una maleta, aunque más profunda. Varios pares de zapatillas deportivas, pantuflas estropeadas, cubiertas de barro y suciedad, estaban amontonados encima. Cuando la abrí a la luz de los rayos en los que bailaba el polvo, resultó que estaba efectivamente llena de ropa.

Hurgando en busca de un jersey más pequeño que los demás, que pudiera sentar bien al cuerpo delgaducho de Luo, mis dedos dieron de pronto con algo suave, flexible y liso, que me hizo pensar enseguida en unos zapatos de mujer, de gamuza.

Pero no; era una maleta elegante, de piel muy gastada pero delicada. Una maleta de la que brotaba un lejano aroma de civilización.

Estaba cerrada con llave por tres lugares. Su peso era bastante asombroso con respecto a su tamaño, pero me resultó imposible saber qué contenía.

Esperé a que cayera la noche, cuando el Cuatrojos quedó liberado por fin de su combate contra el búfalo, para preguntarle qué tesoro ocultaba tan minuciosamente en aquella maleta.

Ante mi sorpresa, no respondió. Mientras estuvimos en la cocina, permaneció sumido en un desacostumbrado mutismo y se guardó mucho de pronunciar la menor palabra sobre su maleta.

Durante la comida volví a poner la cuestión sobre el tapete. Pero tampoco habló entonces.

– Supongo que son libros -dijo Luo rompiendo el silencio-. El modo como la ocultas y la aseguras con cerraduras basta para revelar tu secreto: sin duda contiene libros prohibidos.

Un fulgor de pánico pasó por los ojos del Cuatrojos, y desapareció enseguida tras los cristales de las gafas mientras su rostro se transformaba en una máscara sonriente.

– Estás soñando, amigo -dijo.

Acercó la mano a Luo y la posó en su sien:

– ¡Dios mío, qué fiebre! Por eso deliras y tienes visiones tan idiotas. Escucha, somos buenos amigos, nos divertimos mucho juntos, pero si empiezas a decir tonterías sobre libros prohibidos, la jodimos…

Tras aquel día, el Cuatrojos compró en casa de un vecino un candado de cobre y tomó siempre la precaución de cerrar su puerta con una cadena que pasaba por el aro metálico de la cerradura.

Dos semanas más tarde, los «trozos de cuenco roto» de la Sastrecilla habían acabado con el paludismo de Luo. Cuando se quitó la venda que rodeaba su muñeca, descubrió en ella una ampolla, grande como un huevo de pájaro, transparente y brillante. Fue arrugándose poco a poco y, cuando ya sólo quedó una cicatriz negra en su piel, las crisis cesaron por completo. Hicimos una comida en casa del Cuatrojos para festejar su curación.

Aquella noche dormimos todos allí, los tres apretados en su cama, bajo la cual seguía estando la caja de madera, como pude comprobar, aunque ya no la maleta de cuero.


La redoblada atención del Cuatrojos y su desconfianza para con nosotros, pese a nuestra amistad, acreditaban la hipótesis de Luo: la maleta estaba sin duda llena de libros prohibidos. Hablábamos a menudo de ello, Luo y yo, sin conseguir imaginar de qué tipo de libros se trataba. (Por aquel entonces, todos los libros estaban prohibidos, salvo los de Mao y sus partidarios, y las obras puramente científicas.) Establecimos una larga lista de libros posibles: las novelas clásicas chinas, desde Los Tres Reinos combatientes hasta el Sueño en el Pabellón Rojo, pasando por el Jin Ping Mei, conocido por ser un libro erótico. Estaba también la poesía de las dinastías Tang, Song, Ming y Qin. Y también las pinturas tradicionales de Zu Da, de Shi Tao, de Tong Qicheng… Hablamos incluso de la Biblia, Las palabras de los cinco ancianos, un libro supuestamente prohibido desde hacía siglos, en el que cinco grandes profetas de la dinastía Han revelaban, en la cima de una montaña sagrada, lo que iba a suceder en los dos mil años por venir.

A menudo, después de medianoche, apagábamos la lámpara de petróleo en nuestra casa sobre pilotes y nos tendíamos, cada cual en su cama, para fumar en la oscuridad. Algunos títulos de libros brotaban de nuestras bocas; había en aquellos nombres mundos desconocidos, algo misterioso y exquisito en la resonancia de las palabras, en el orden de los caracteres, al modo del incienso tibetano, del que bastaba pronunciar el nombre, «Zang Xiang», para sentir su perfume suave y refinado, para ver los bastones aromáticos comenzar a transpirar, a cubrirse de verdaderas gotas de sudor que, bajo el reflejo de las lámparas, parecían gotas de oro líquido.

– ¿Has oído hablar de la literatura occidental? -me preguntó un día Luo.

– No demasiado. Ya sabes que mis padres sólo se interesan por su profesión. Al margen de la medicina, no conocen gran cosa.

– Con los míos pasa lo mismo. Pero mi tía tenía algunos libros extranjeros traducidos al chino antes de la Revolución cultural. Recuerdo que me leyó unos pasajes de un libro que se llamaba Don Quijote, la historia de un viejo caballero bastante chusco.

– ¿Y dónde están ahora esos libros?

– Se hicieron humo. Fueron confiscados por los guardias rojos que los quemaron en público, sin compasión alguna, justo al pie de su edificio.

Durante unos minutos, fumamos en la oscuridad, tristemente silenciosos. Aquella historia de literatura me deprimía profundamente: no teníamos suerte. A la edad en la que por fin habíamos podido leer de corrido, no quedaba ya nada para leer. Durante varios años, en la sección de «literatura occidental» de todas las librerías, sólo había las obras completas del dirigente comunista albanés Enver Hoxaa, en cuyas cubiertas doradas se veía el retrato de un anciano con corbata de colores chillones, el pelo gris impecablemente peinado, que te clavaba, bajo sus párpados entornados, un ojo izquierdo marrón y un ojo derecho más pequeño que el izquierdo, menos marrón y provisto de un iris rosa pálido.

– ¿Por qué me hablas de eso? -le pregunté a Luo.

– Bueno, estaba diciéndome que la maleta de cuero del Cuatrojos podía muy bien estar llena de libros de este tipo: literatura occidental.

– Tal vez tengas razón, su padre es escritor y su madre poetisa. Debían de tener muchos, del mismo modo que en tu casa y en la mía había muchos libros de medicina occidental. Pero ¿cómo habría podido escapar de los guardias rojos una maleta llena de libros?

– Bastaría ser lo bastante pillo para ocultados en alguna parte.

– Sus padres han corrido un riesgo enorme confiándoselos al Cuatrojos.

– Igual que los tuyos y los míos siempre han soñado que fuéramos médicos, tal vez los padres del Cuatrojos deseen que su hijo se haga escritor. Y creen que, para ello, tiene que estudiar a escondidas estos libros.


Una fría mañana de comienzos de primavera, grandes copos cayeron durante dos horas y, rápidamente, unos diez centímetros de nieve se amontonaron en el suelo. El jefe de la aldea nos concedió un día de descanso. Luo y yo fuimos enseguida a ver al Cuatrojos. Habíamos oído decir que le había sucedido una desgracia: los cristales de sus gafas se habían roto.

Pero yo estaba seguro de que no por ello dejaría de trabajar, para que la grave miopía que sufría no fuera considerada por los campesinos «revolucionarios» un desfallecimiento físico. Tenía miedo de que le tomaran por un holgazán. Seguía teniendo miedo de ellos, pues ellos decidirían algún día si estaba bien «reeducado», ellos eran quienes, teóricamente, tenían el poder de determinar su porvenir. En aquellas condiciones, el menor fallo político o físico podía serle fatal.

A diferencia de nuestro poblado, los campesinos del suyo no descansaban a pesar de la nieve: cargados con un inmenso cuévano a la espalda, transportaban arroz hasta el almacén del distrito, situado a veinte kilómetros de nuestra montaña, a orillas de un río que tenía sus fuentes en el Tíbet. Eran los impuestos anuales de su aldea, y el jefe había dividido el peso total de arroz por el número de habitantes; la parte de cada uno era de unos sesenta kilos.

Cuando llegamos, el Cuatrojos acababa de llenar su cuévano y se preparaba para partir. Le tiramos bolas de nieve, pero volvió la cabeza en todas direcciones sin conseguir vernos, a causa de su miopía. La ausencia de gafas hacía sobresalir sus pupilas, que me recordaban a las de un perro pequinés, turbias y atontadas. Tenía el aire extraviado, fatigado, antes incluso de haberse cargado a la espalda su cuévano de arroz.

– Estás majara -le dijo Luo-. Sin gafas no podrás dar ni un paso por el sendero.

– He escrito a mi madre. Me enviará un par nuevo lo antes posible, pero no puedo esperarlas con los brazos cruzados. Estoy aquí para trabajar. Ésa es, al menos, la opinión del jefe.

Hablaba muy deprisa, como si no quisiera perder el tiempo con nosotros.

– Espera -dijo Luo-, tengo una idea: llevaremos tu cuévano hasta el almacén del distrito y, al regresar, nos prestarás algunos de los libros que has escondido en tu maleta. Lo uno por lo otro, ¿vale?

– Que te den por el culo -dijo malignamente el Cuatrojos-. No sé de qué estás hablando, no tengo libros escondidos.

Colérico, se cargó a la espalda el pesado cuévano y partió.

– Con un solo libro bastará -gritó Luo-. ¡Trato hecho!

Sin respondernos, el Cuatrojos se puso en marcha.

El desafío que se lanzaba superaba los límites de su capacidad física. Se empeñó, rápidamente, en una especie de prueba masoquista: la nieve era espesa y, en algunos lugares, se hundía hasta los tobillos. El sendero resbalaba más que de costumbre. Clavaba sus ojos desorbitados en el suelo, pero era incapaz de distinguir las piedras que sobresalían y sobre las que hubiera podido poner los pies. Avanzaba a ciegas, titubeante, con unos andares danzarines de borracho. Cuando el sendero empezó a bajar, buscó con el pie un punto de apoyo, tanteando, pero su otra pierna no pudo soportar sola el peso del cuévano, cedió y cayó de rodillas en la nieve. Intentó mantener el equilibrio en esta posición, sin que el cuévano se volcara; luego, empujando la nieve con las piernas, apartándola a fuerza de muñecas, se abrió camino, metro tras metro, y acabó por levantarse.

A lo lejos, lo contemplamos zigzaguear por el sendero y minutos más tarde caer de nuevo. Esta vez, el cuévano golpeó una roca en su caída, rebotó y cayó al suelo.

Nos acercamos a él y le ayudamos a recoger el arroz que se había derramado. Nadie hablaba. No me atrevía a mirarlo. Se sentó en el suelo, se quitó las botas llenas de nieve, las vació e intentó calentarse los pies entumecidos, frotándolos con las manos. No dejaba de mover la cabeza, como si fuera demasiado pesada.

– ¿Te duele la cabeza? -le pregunté.

– No, tengo un zumbido en los oídos, pero ligero.

Rugosos y duros, unos cristales de nieve llenaban las mangas de mi abrigo cuando acabamos de poner el arroz en el cuévano.

– ¿Vamos? -le pregunté a Luo.

– Sí, ayúdame a cargar el cuévano -contestó-. Tengo frío, un poco de peso en la espalda me calentará.

Luo y yo nos relevamos cada cincuenta metros para llevar los sesenta kilos de arroz hasta el depósito. Estábamos muertos de cansancio.

Al regresar, el Cuatrojos nos pasó un libro delgado y gastado, un libro de Balzac.


«Ba-er-za-ke.» Traducido al chino, el nombre del autor francés formaba una palabra de cuatro ideogramas. ¡Qué magia eso de la traducción! De pronto, la pesadez de las dos primeras sílabas, la resonancia guerrera y agresiva, y también algo vulgar, del nombre desaparecía. Los cuatro caracteres, muy elegantes, pues cada uno se componía de pocos trazos, se reunían para formar una belleza insólita de la que emanaba un sabor exótico, sensual, generoso como el perfume embriagador de un licor conservado durante siglos en una bodega. (Años más tarde, supe que el traductor era un gran escritor al que habían prohibido, por razones políticas, publicar sus propias obras y que se había pasado la vida traduciendo las de los autores franceses.)

¿Vaciló mucho el Cuatrojos antes de elegir este libro para prestárnoslo? ¿Fue el puro azar lo que dirigió su mano? ¿O lo tomó, sencillamente, porque en su maleta de los tesoros preciosos era el libro más delgado, el que se hallaba en peor estado? ¿Fue la mezquindad lo que motivó su elección? Una elección cuyas razones siguieron siéndonos oscuras y que trastornó nuestra vida o, al menos, el período de nuestra reeducación en la montaña del Fénix del Cielo.

Aquel librito se llamaba Úrsula Mirouët.

Luo lo leyó la misma noche en que el Cuatrojos nos lo pasó, y lo terminó al amanecer. Apagó entonces la lámpara de petróleo y me despertó para tenderme la obra.

Me quedé en la cama hasta que cayó la noche, sin comer, sin hacer otra cosa que permanecer sumido en aquella historia francesa de amor y milagros.

Imaginen a un joven virgen de diecinueve años, que dormitaba aún en los limbos de la adolescencia y sólo había conocido la cháchara revolucionaria sobre el patriotismo, el comunismo, la ideología y la propaganda. De pronto, como un intruso, aquel librito me hablaba del despertar del deseo, de los impulsos, de las pulsiones, del amor, de todas esas cosas sobre las que el mundo, para mí, había permanecido hasta entonces mudo.

Pese a mi total ignorancia de aquel país llamado Francia (algunas veces había oído el nombre de Napoleón en boca de mi padre, y eso era todo), la historia de Úrsula me pareció tan cierta como las de mis vecinos. Sin duda, el sucio asunto de herencia y dinero que caía sobre la cabeza de aquella muchacha contribuía a reforzar su autenticidad, a aumentar el poder de las palabras. Al cabo de una jornada, me sentía en Nemours como en mi casa, en mi hogar, junto a la humeante chimenea, en compañía de aquellos doctores, aquellos curas… Incluso la parte sobre el magnetismo y el sonambulismo me parecía creíble y deliciosa.

Sólo me levanté tras haber leído la última página. Luo no había regresado aún… Sospechaba que se había lanzado al camino, en cuanto había amanecido, para dirigirse a casa de la Sastrecilla y contarle la hermosa historia de Balzac. Permanecí de pie unos momentos, en el umbral de nuestra vivienda, comiendo un pedazo de pan de maíz mientras contemplaba la silueta oscura de la montaña que teníamos enfrente. La distancia era demasiado grande para poder distinguir las luces de la aldea de la Sastrecilla. Imaginé a Luo contándole la historia, y me sentí de pronto invadido por un sentimiento de celos, amargos, devoradores, desconocidos.

Hacía frío, temblé bajo mi corta chaqueta de piel de cordero. Los aldeanos comían, dormían o llevaban a cabo secretas actividades en la oscuridad. Pero allí, ante mi puerta, no se oía nada. Yo solía aprovechar aquella calma que reinaba en la montaña para hacer ejercicios de violín, pero ahora me parecía deprimente. Regresé a la habitación. Intenté tocar el violín, pero éste soltó un sonido agudo, desagradable, como si alguien hubiera tocado precipitadamente las escalas. Supe de pronto lo que quería hacer.

Decidí copiar, textualmente, mis pasajes preferidos de Úrsula Mirouët. Era la primera vez en mi vida que deseaba copiar un libro. Busqué papel por todos los rincones de la habitación, pero sólo pude encontrar unas hojas de papel de carta, destinadas a escribir a nuestros padres. Opté entonces por copiar el texto directamente en la piel de oveja de mi chaqueta. Ésta, que los aldeanos me habían regalado cuando llegué, estaba hecha por fuera de una maraña de lana de cordero, unas veces larga, otras corta, y tenía la piel desnuda en su interior. Pasé largo rato eligiendo el texto, dada la limitada superficie de mi chaqueta, cuya piel, en algunos lugares, estaba estropeada, agrietada. Copié el capítulo donde Úrsula viaja sonámbula. Hubiera querido ser como ella: poder ver, dormido en mi cama, lo que hacía mi madre en su apartamento, a quinientos kilómetros de distancia; presenciar la cena de mis padres, observar sus actitudes, los detalles de su comida, el color de sus platos, sentir el olor de los manjares, oírles conversar… Más aún, como Úrsula, habría visto, en sueños, lugares donde nunca había puesto los pies…

Escribir con bolígrafo sobre la piel de un viejo cordero de las montañas no era cosa fácil: era áspera, rugosa y, para copiar la mayor cantidad de texto posible en ella, había que adoptar una escritura minimalista, lo que exigía una concentración que superaba las normas. Cuando acabé de garabatear el texto en toda la superficie de la piel, hasta en las mangas, me dolían tanto los dedos que se diría que los tenía rotos. Finalmente, me dormí.

El ruido de los pasos de Luo me despertó; eran las tres de la madrugada. Me pareció no haber dormido mucho tiempo, porque la lámpara de petróleo seguía ardiendo. Lo vi vagamente entrar en la habitación.

– ¿Duermes?

– En realidad, no.

– Levántate, vaya enseñarte algo.

Añadió aceite al depósito y, cuando la mecha estuvo en plena combustión, tomó la lámpara en su mano izquierda, se acercó a mi cama y se sentó en el borde, con la mirada ardiendo, el pelo erizado en todas direcciones. Del bolsillo de su chaqueta sacó un cuadrado de tejido blanco, muy bien doblado.

– Ya veo. La Sastrecilla te ha regalado un pañuelo.

No respondió. Pero a medida que iba desplegando lentamente el tejido, reconocí el faldón de una camisa rota, que sin duda había pertenecido a la Sastrecilla, y en la que se había cosido a mano una pieza.

Varias hojas de árbol resecas estaban envueltas en ella. Todas tenían la misma forma hermosa, como alas de mariposa, en tonos que iban del naranja liso al pardo con mezcla de amarillo dorado, pero todas estaban maculadas de oscuras manchas de sangre.

– Son hojas de ginkgo -me dijo Luo con voz enfebrecida-. Un árbol magnífico, plantado al fondo de un valle secreto, al este de la aldea de la Sastrecilla. Hemos hecho el amor de pie, contra el tronco. Era virgen y su sangre ha caído al suelo, sobre las hojas.

Permanecí sin voz durante un buen rato. Cuando logré reconstruir en mi cabeza la imagen del árbol, la nobleza de su tronco, la magnitud de sus ramas y su estera de hojas, le pregunté:

– ¿De pie?

– Sí, como los caballos. Tal vez por ello se ha reído luego, con una carcajada tan fuerte, tan salvaje, que ha resonado tan lejos en el valle, que incluso los pájaros han emprendido el vuelo, asustados.


Tras habernos abierto los ojos, Úrsula Mirouët fue devuelta en el plazo fijado a su propietario titular, el Cuatrojos sin gafas. Habíamos acariciado la ilusión de que nos prestaría otros libros ocultos en su maleta secreta, a cambio de los duros trabajos, físicamente insoportables, que hacíamos para él.

Pero no quiso. Íbamos con frecuencia a su casa, a llevarle comida, a cortejarle, a tocar el violín… La llegada de unas nuevas gafas, enviadas por su madre, le libró de su media ceguera y marcó el final de nuestras ilusiones.

Cómo lamentábamos haberle devuelto el libro. «Hubiéramos debido guardarlo -solía repetir Luo-. Se lo habría leído, página a página, a la Sastrecilla. Eso la hubiera hecho más refinada, más culta, estoy convencido de ello.»

Según decía, la idea se la había dado la lectura del extracto copiado en la piel de mi chaqueta. Un día de descanso, Luo, con el que nos intercambiábamos frecuentemente la ropa, cogió mi chaqueta de piel para ir al encuentro de la Sastrecilla en el lugar de sus citas, el ginkgo del valle del amor. «Después de haberle leído el texto de Balzac, palabra por palabra -me contó-, cogió la chaqueta y volvió a leerlo sola, en silencio. Sólo se oían las hojas que se estremecían sobre nuestras cabezas, y un torrente lejano que corría en alguna parte. Hacía buen día, el cielo era azul, de un azul paradisíaco. Al finalizar su lectura, quedó boquiabierta, inmóvil, con tu chaqueta en las manos, al modo de esos creyentes que llevan un objeto sagrado en sus palmas.

»Ese viejo Balzac -prosiguió- es un verdadero brujo que ha posado una mano invisible en la cabeza de la muchacha; se había metamorfoseado, parecía soñadora. Permaneció unos instantes sin volver en sí, sin poner los pies en la tierra. Y terminó por ponerse tu jodida chaqueta, que por otro lado no le sentaba mal, y me dijo que el contacto de las palabras de Balzac sobre su piel le proporcionaría felicidad e inteligencia…»

– La reacción de la Sastrecilla nos fascinó tanto que lamentamos aún más haber devuelto el libro. Pero tuvimos que esperar el comienzo del estío para que se presentase otra ocasión.

Fue un domingo. El Cuatrojos había encendido una hoguera ante su casa y puesto una gran marmita llena de agua sobre dos piedras. Cuando Luo y yo llegamos, nos sorprendió esa limpieza a fondo.

Al principio, no nos dirigió la palabra. Tenía un aspecto agotado y triste. Cuando el agua de la marmita hirvió, se quitó la chaqueta con asco, la arrojó dentro y la mantuvo en el fondo con la ayuda de una larga vara. Envuelto en espeso vapor, removió sin cesar la pobre chaqueta en el agua, hasta cuya superficie llegaban unas burbujas negras, hebras de tabaco y un hedor fétido.

– ¿Lo haces para matar los piojos? -le pregunté.

– Sí, he cogido muchos en el acantilado de los Mil Metros.

El nombre de ese acantilado no nos era desconocido, pero nunca habíamos puesto los pies en él. Estaba lejos de nuestra aldea, a media jornada de marcha, por lo menos.

– ¿Y qué fuiste a hacer allá?

No nos respondió. Se quitó metódicamente la camisa, la camiseta, los pantalones y los calcetines, y los sumergió en el agua hirviendo. Su cuerpo flaco de sobresalientes huesos estaba cubierto de grandes habones rojos, y su piel arañada y ensangrentada estaba llena de huellas de uñas.

– Son tan grandes, los piojos de ese jodido acantilado… Han conseguido, incluso, poner sus huevos en las costuras de mi ropa -nos dijo el Cuatrojos.

Fue a buscar su calzón a la casa y regresó. Antes de meterlo en la marmita, nos lo mostró: ¡Dios santo! En los dobleces de las costuras había rosarios y rosarios de liendres negras, brillantes como minúsculas perlas. Con sólo echarle una ojeada, se me puso carne de gallina de la cabeza a los pies.

Sentados uno junto al otro, ante la marmita, Luo y yo manteníamos el fuego, añadiendo trozos de leña, mientras el Cuatrojos removía la ropa en el agua hirviendo con la larga vara de madera. Poco a poco, acabó revelándonos el secreto de su viaje al acantilado de los Mil Metros.

Dos semanas antes, había recibido una carta de su madre, la poetisa conocida antaño, en nuestra provincia, por sus obras sobre la niebla, la lluvia y el tímido recuerdo del primer amor. Le comunicaba que uno de sus antiguos amigos había sido nombrado redactor jefe de una revista de literatura revolucionaria y que, a pesar de lo precario de su situación, le había prometido intentar encontrar un puesto allí para nuestro Cuatrojos. Para que no pareciera un «enchufe», se proponía publicar primero algunos cantos populares recogidos, in situ, por el Cuatrojos, es decir, auténticos cantos de montañeses, sinceros y preñados de un romanticismo realista.

Desde que recibió la carta, el Cuatrojos vivía un sueño despierto. Todo había cambiado en él. Nadaba en felicidad por primera vez en su vida. Se negó a ir a trabajar a los campos para lanzarse a la caza solitaria de canciones montañesas con encarnizado fervor. Estaba seguro de poder reunir una gran colección, gracias a la cual veía ya cumplidas las promesas del antiguo admirador de su madre. Pero había pasado una semana sin que hubiera conseguido anotar la menor estrofa digna de ser publicada en una revista oficial.

Había escrito a su madre para contarle su fracaso, derramando lágrimas de decepción. Pero, cuando le entregaba la carta al cartero, éste le habló de un viejo montañés del acantilado de los Mil Metros, un molinero que conocía todas las canciones populares de la región, un antiguo cantor analfabeto, verdadero campeón en ese terreno. El Cuatrojos había roto su carta y había salido enseguida para una nueva cacería.

– El viejo es un pobre borracho -nos dijo-. En toda mi vida había visto algo tan pobre. ¿Sabéis con qué acompaña su aguardiente? ¡Con guijarros! ¡Os lo juro por la cabeza de mi madre! Los moja con agua salada, se los mete en la boca, les da vueltas con los dientes y los escupe en el suelo. Llama a eso «bolas de jade en salsa molinera». Me ofreció probarlo, pero me negué. Sin tener en cuenta su susceptibilidad. Tras ello, se volvió tan irritable que, por más que lo intenté, fuera cual fuese la suma que le propuse, no quiso cantar lo más mínimo. Pasé dos días en su viejo molino, con la esperanza de arrancarle algunas canciones. Dormí una noche en su cama, con una manta que parecía no haber sido lavada desde hacía decenios…

Nos fue fácil imaginar la escena: en la cama, donde rebullían miles de insectos, el Cuatrojos había permanecido despierto por temor a que el viejo molinero, por casualidad, se pusiera a cantar en sueños canciones auténticas y sinceras. Los piojos habían salido de sus cubiles para agredirle en la oscuridad; unas veces le chupaban la sangre, otras iban a patinar en los resbaladizos cristales de sus gafas, que no se había quitado al acostarse. Cada vez que el viejo se movía, hipaba o tosía, nuestro Cuatrojos contenía el aliento, dispuesto a encender su minúscula linterna para tomar notas, como un espía. Luego, todo volvía a ser normal, y el viejo roncaba de nuevo al compás de las ruedas de su molino, en perpetuo movimiento.

– Tengo una idea -le dijo Luo con aire desenvuelto-. Si consigo arrancar canciones populares a tu molinero, ¿nos prestarás más libros de Balzac?

El Cuatrojos no respondió enseguida. Clavó sus empañadas gafas en el agua ennegrecida que hervía en la marmita, como hipnotizado por los cadáveres de piojos que daban volteretas entre las burbujas y las hebras de tabaco.

Por fin, levantó los ojos y preguntó a Luo:

– ¿Cómo pensáis hacerla?


Si me hubieran visto, aquel día del verano de 1973, de camino hacia el acantilado de los Mil Metros, me habrían creído directamente salido de la fotografía oficial de un congreso del Partido Comunista, o de una foto de boda de «dirigentes revolucionarios». Llevaba una chaqueta azul marino de cuello gris oscuro, fabricada por nuestra Sastrecilla. Era, hasta en sus menores detalles, una copia exacta de la chaqueta del presidente Mao, desde el cuello hasta la forma de los bolsillos, pasando por las mangas, adornadas ambas con tres bonitos botones dorados que parecían reflejar la luz cuando movía los brazos. En mi cabeza, para disimular la juventud de mis cabellos anárquicamente erizados, la encargada de nuestro vestuario había colocado una antigua gorra de su padre, de un verde tan liso como la de los oficiales del ejército. Sólo que era demasiado pequeña para mí, hubiera necesitado una talla más. Por lo que a Luo se refiere, dado su papel de secretario, se puso un descolorido uniforme de soldado, prestado la víspera por un joven campesino que había terminado su servicio militar. En el pecho brillaba una medalla de color rojo ígneo, en la que destacaba una cabeza de Mao dorada, con el pelo impecablemente peinado hacia atrás.

Como nunca habíamos puesto los pies en aquel rincón desconocido y salvaje, estuvimos a punto de perdernos en un bosque de bambúes que, irguiéndose por todas partes, se aglomeraban y nos acosaban, brillantes de lluvia, húmedos, sombríos, cargados con el áspero olor de bestias invisibles. De vez en cuando, se escuchaba el crepitar suave y sugerente producido por el crecimiento de nuevos brotes. Al parecer, algunos jóvenes bambúes, los más vigorosos, pueden crecer treinta centímetros en una sola jornada.

El molino del viejo cantor, a horcajadas sobre un torrente que caía de un alto acantilado, tenía aspecto de reliquia, con sus inmensas ruedas chirriantes, de piedra blanca con vetas negras, que giraban en el agua con una lentitud muy campesina.

En la planta baja, el suelo vibraba. Aquí y allá, a través de las viejas tablas rotas, podía verse el agua que fluía bajo nuestros pies, entre las grandes piedras. Los chirridos de la rueda, que repercutían como un eco, resonaban en nuestros oídos. En mitad de la estancia, un anciano, con el torso desnudo, dejó de arrojar grano en el circuito redondo del molino para mirarnos silenciosamente, con desconfianza.

Le deseé buenos días, no en sichuanés, el dialecto de nuestra provincia, sino en mandarín, exactamente como en una película.

– ¿En qué lengua habla? -preguntó a Luo con aire perplejo.

– En la lengua oficial-le respondió Luo-, la lengua de Pequín. ¿No la conoce usted?

– ¿Dónde está Pequín?

Esta pregunta nos desconcertó, pero cuando comprendimos que realmente no conocía Pequín, reímos como locos. Por unos momentos, casi envidié su total ignorancia del mundo exterior.

– ¿Le dice algo Peping? -le preguntó Luo.

– ¿Bai Ping? -dijo el anciano-. Claro está: ¡Es la gran ciudad del norte!

– Hace más de veinte años que la ciudad cambió de nombre, padrecito -le explicó Luo-. Y el caballero que está a mi lado habla la lengua oficial de Bai Ping, como usted la llama.

El anciano me lanzó una mirada llena de respeto. Contempló mi chaqueta Mao y miró los tres botoncitos de las mangas. Luego los tocó con la yema de los dedos.

– ¿Para qué sirven estos chirimbolos? -me preguntó.

Luo me tradujo su pregunta. En mi mal mandarín, repuse que no lo sabía en absoluto. Pero mi traductor explicó al viejo molinero que yo decía que era el emblema de los verdaderos dirigentes revolucionarios.

– Este caballero de Bai Ping -prosiguió Luo con su tranquilidad de gran estafador- ha venido a la región para recoger canciones populares, y cualquier ciudadano que conozca alguna debe hacerle una demostración.

– ¿Esas bobadas de montañeses? -le preguntó el viejo, lanzándome una mirada suspicaz-. No son canciones, sólo estribillos, viejos estribillos, ¿comprenden ustedes?

– Lo que el caballero quiere son, justamente, esos estribillos con palabras de fuerza primitiva y auténtica.

El viejo molinero rumió esa petición precisa y me miró con una extraña y astuta sonrisa.

– ¿De verdad cree…?

– Sí -le respondí yo.

– Caballero, ¿quiere realmente que cante esas marranadas? Porque, ¿sabe usted?, nuestros estribillos, como es bien sabido, son…

La frase fue interrumpida por la llegada de varios campesinos, cada uno de los cuales llevaba un gran cuévano a la espalda.

Entonces tuve miedo, y mi «intérprete» también. Le susurré al oído: «¿Nos largamos?» Pero el viejo se volvió hacia nosotros y preguntó a Luo: «¿Qué ha dicho?» Sentí que me ruborizaba y, para disimular mi turbación, me lancé hacia los campesinos como si fuera a ayudarles a descargar los cuévanos.

Los recién llegados eran seis. Ninguno de ellos había ido nunca a nuestra aldea y, en cuanto tuve la seguridad de que no podían reconocernos, recuperé la calma. Dejaron en tierra sus cuévanos, pesadamente cargados con grano de maíz para moler.

– Venid, voy a presentaros a un joven caballero de Bai Ping -dijo a aquella gente el viejo molinero-. ¿Veis los tres botoncitos en sus mangas?

Metamorfoseado, radiante, el anciano eremita tomó mi muñeca, la levantó en el aire y la blandió ante los ojos de los campesinos para hacerles admirar de cerca los jodidos botones dorados.

– ¿Sabéis lo que quieren decir? -gritó, y un efluvio de aguardiente brotó de su boca-. Son el símbolo de un dirigente revolucionario.

Nunca hubiera creído que un viejo tan flaco tuviese tanta fuerza: su mano callosa estuvo a punto de quebrarme la muñeca. A nuestro lado, Luo el estafador me traducía sus palabras al mandarín, con toda la seriedad de un intérprete oficial. Al modo de esos dirigentes que se ven en el cine, me vi obligado a estrecharle la mano a todo el mundo y a expresarme en un mandarín lamentable, mientras movía la cabeza.

En toda mi vida había hecho algo semejante. Lamentaba aquella visita de incógnito, emprendida para llevar a cabo la misión imposible del Cuatrojos, cruel propietario de una maleta de cuero.

Mientras movía la cabeza, mi gorra verde o, más bien, la del sastre, cayó al suelo.


Finalmente, los campesinos se marcharon, dejando una montaña de granos de maíz para moler.

Yo estaba abrumado de fatiga, tanto más cuanto que la pequeña gorra, que se había convertido en un aro de hierro que ceñía cada vez más mi cráneo, me producía jaqueca.

El viejo molinero nos condujo al primer piso por una pequeña escalera de mano de madera, en la que faltaban dos o tres barrotes. Corrió hacia un cesto de mimbre, de donde sacó una calabaza de aguardiente y tres cubiletes.

– Aquí hay menos polvo -nos dijo sonriente-. Bebamos un trago.

En aquella estancia grande y oscura, el suelo estaba casi por completo cubierto de pequeños guijarros que evocaban las «bolitas de jade» de las que el Cuatrojos nos había hablado. Como en la planta baja, no había sillas, ni taburetes, ni los muebles habituales en una vivienda, sólo una gran cama arrimada a una pared forrada con una piel de leopardo o de pantera, negra y tornasolada, de la que colgaba un instrumento de música, una especie de viola de bambú con tres cuerdas.

El viejo molinero nos invitó a sentarnos en aquel único lecho, un lecho que había dejado un doloroso recuerdo y grandes habones rojos en nuestro predecesor, el Cuatrojos.

Lancé una mirada a mi intérprete, que evidentemente tenía tanto miedo de resbalar con los guijarros que estuvo a punto de ponerse en cuclillas.

– ¿No prefiere que nos instalemos fuera? -farfulló Luo, que perdía la calma por primera vez-. Aquí está muy oscuro.

– No se preocupe.

El anciano encendió una lámpara de petróleo y la puso en mitad de la cama. Como no había bastante combustible dentro, fue a buscarlo. Regresó enseguida con una calabaza llena de aceite. Derramó la mitad en la lámpara y dejó la calabaza sobre la cama, junto a la que contenía el aguardiente. Encaramados los tres en el lecho, sentados sobre los talones alrededor de la lámpara de petróleo, bebimos un cubilete de aguardiente. A pocos centímetros de mí, la manta estaba enrollada, hecha un amasijo informe en un rincón de la cama, con alguna ropa sucia. Mientras bebía, sentí que los pequeños insectos trepaban, bajo mi pantalón, a lo largo de una de mis piernas. Cuando introduje discretamente mi mano, pese al protocolo que imponía mi estatuto oficial, me sentí de pronto agredido en la otra pierna. Tuve rápidamente la impresión de que aquellos innumerables y adorables animalitos se reunían en mi cuerpo, encantados de cambiar de plato, encantados del nuevo festín que mis venas les ofrecían. La imagen furtiva de la gran marmita pasó ante mis ojos, una marmita donde las ropas del Cuatrojos subían, bajaban, giraban en el agua hirviendo, entre burbujas negras, y acababan cediendo su lugar a mi nueva chaqueta Mao.

El viejo molinero nos dejó solos un momento, atacados por los piojos, y regresó con un plato, un pequeño bol y tres pares de palillos. Los puso junto a la lámpara y volvió a sentarse en la cama.

Ni Luo ni yo habíamos imaginado, ni por un solo segundo, que el viejo se atrevería a hacernos la jugarreta que le había hecho al Cuatrojos. Era demasiado tarde. El plato, frente a nosotros, estaba lleno de pequeños guijarros anodinos, pulidos, en una gama de gris y de verde, y en el bol sólo había un agua límpida, que la luz de la lámpara de petróleo hacía diáfana. En el fondo del bol, algunos gruesos granos cristalizados nos permitieron comprender que se trataba de la salsa de sal. Mis invasores piojos seguían ampliando su campo de acción, habían conseguido penetrar bajo mi gorra y sentía que mis cabellos se erizaban bajo el intolerable picor de mi cuero cabelludo.

– Sírvanse -nos dijo el viejo-. Es mi plato de cada día: bolas de jade con salsa de sal.

Mientras hablaba, tomó unos palillos con los que atrapó un guijarro del plato, lo metió en la salsa con una lentitud casi ritual, se lo llevó a la boca y lo chupó con apetito. Mantuvo mucho tiempo el guijarro en su boca; lo vi rodar entre sus dientes amarillentos y negruzcos, luego pareció desaparecer por el fondo de su gaznate, pero reapareció. El viejo lo escupió por la comisura de los labios y lo mandó lejos de la cama.

Tras unos instantes de duda, Luo tomó los palillos y probó su primera bola de jade, maravillado, lleno de una admiración mezclada con conmiseración. El caballero de Bai Ping que yo era les imitó. La salsa no estaba demasiado salada y el guijarro dejó en mi boca un sabor dulzón, algo amargo.

El viejo no dejaba de escanciar aguardiente en nuestros cubiletes y de pedirnos que «empináramos el codo con él» mientras los guijarros propulsados por nuestras tres bocas, en un movimiento parabólico caían, percutiendo, a veces, sobre los que tapizaban ya el suelo con un ruido claro, seco y alegre.

El viejo estaba muy en forma. Tenía también mucho sentido profesional. Antes de cantar, salió para detener la rueda que con tanta fuerza chirriaba. Luego cerró la ventana para mejorar la acústica. Con el torso desnudo aún, se ajustó el cinturón -un cordel de paja trenzada- y, por fin, descolgó del muro su instrumento de tres cuerdas.

– ¿Quieren escuchar viejos estribillos? -nos preguntó.

– Sí, es para una importante revista oficial-le confesó Luo-. Sólo usted puede salvamos, amigo mío. Necesitamos cosas sinceras, auténticas, con cierto romanticismo revolucionario.

– ¿Qué es eso del romanticismo?

Tras reflexionar, Luo posó la mano sobre su pecho, como un testigo que prestara juramento ante el cielo:

– La emoción y el amor.

Los dedos huesudos del anciano recorrieron silenciosamente las cuerdas del instrumento, que sujetaba como una guitarra. Resonó la primera nota y enseguida inició un estribillo con voz apenas audible.

Lo que primero captó nuestra atención fueron los movimientos de su vientre que, durante los primeros segundos, velaron por completo su voz, la melodía y todo lo demás. ¡Qué pasmoso vientre! De hecho, flaco como estaba, no tenía vientre en absoluto, pero su piel arrugada formaba innumerables pliegues minúsculos sobre su abdomen. Cuando cantaba, esos pliegues despertaban, se convertían en pequeñas olitas fluyendo y refluyendo por su vientre desnudo, iluminado, bronceado. El cordel de paja que le servía de cinturón comenzó a ondular locamente. A veces era devorado por el oleaje de su piel arrugada, y no se veía ya; pero cuando se lo creía definitivamente perdido en los movimientos de la marea, emergía de nuevo, digno e implacable. Un cordel mágico.

Muy pronto, la voz del viejo molinero, ronca y profunda a la vez, resonó con mucha fuerza en la estancia. Cantaba, y sus ojos navegaban sin cesar entre el rostro de Luo y el mío, unas veces con amistosa complicidad, otras con una fijeza algo huraña.

He aquí lo que cantó:


Dime:

¿De qué tiene miedo

un viejo piojo?

Tiene miedo del agua que hierve,

del agua que hierve.

y la joven monja, dime,

¿de qué tiene miedo?

Tiene miedo del viejo monje,

sólo, sólo

del viejo monje.


Soltamos una gran carcajada, Luo primero y luego yo. Intentamos contenernos, claro, pero la carcajada subía, subía y terminó estallando. El viejo molinero siguió cantando, con una sonrisa más bien orgullosa y oleadas de piel plisada en el vientre. Retorciéndonos de risa, Luo y yo caímos al suelo, sin poder detenernos.

Con lágrimas en los ojos, Luo se levantó para coger una calabaza y llenar nuestros tres cubiletes, mientras el viejo cantor acababa su primer estribillo sincero, auténtico y dotado de romanticismo montañés.

– Brindemos primero por su maldito vientre -propuso Luo.

Con el cubilete en la mano, nuestro cantor nos permitió posar la mano en su abdomen y comenzó a respirar, sin cantar, sólo por el placer del espectacular movimiento de su vientre. Luego brindamos, y cada cual vació de un trago su cubilete. Durante los primeros segundos, nadie reaccionó, ni yo ni ellos. Pero, de pronto, algo subió por mi gaznate, algo tan extraño que olvidé mi papel y le pregunté al viejo, en perfecto dialecto sichuanés:

– Pero ¿qué es este matarratas?

Apenas pronunciada mi frase, los tres escupimos lo que teníamos en la boca, casi al mismo tiempo: Luo se había equivocado de calabaza. No nos había servido aguardiente sino el petróleo de la lámpara.


Desde su llegada a la montaña del Fénix del Cielo, era sin duda la primera vez que los labios del Cuatrojos se tensaban en una verdadera sonrisa de felicidad. Hacía calor. En su pequeña nariz cubierta de gotitas de sudor, las gafas resbalaban y, por dos veces, estuvieron a punto de caer y romperse, mientras estaba sumido en la lectura de las dieciocho canciones del viejo molinero que habíamos anotado en papel manchado de salsa salada, aguardiente y petróleo. Luo y yo estábamos tendidos en su cama, sin habernos tomado el trabajo de quitarnos la ropa y el calzado. Habíamos caminado casi toda la noche por la montaña y atravesado un bosque de bambúes donde unos gruñidos de invisibles fieras nos habían acompañado, a lo lejos, hasta el amanecer; de modo que estábamos a dos pasos de morir de agotamiento. De pronto, la sonrisa del Cuatrojos desapareció y su rostro se ensombreció.

– ¡Joder! -nos gritó-. Sólo habéis anotado porquerías.

Oyéndole gritar, habríase dicho que era un auténtico comandante, loco de cólera. No me gustó su tono, pero callé. Lo único que esperábamos de él era que nos prestase uno o dos libros, como recompensa por nuestra misión.

– Nos pediste auténticas canciones de montañés -recordó Luo con voz tensa.

– ¡Dios mío! Os advertí que quería palabras positivas, preñadas de romanticismo realista.

Mientras hablaba, el Cuatrojos sujetaba las hojas con dos dedos y las agitaba sobre nuestras cabezas; se oía el crujido del papel y su voz de maestro serio.

– ¿Por qué será que os sentís atraídos siempre por las guarradas prohibidas?

– No exageres -le dijo Luo.

– ¿Que yo exagero? ¿Quieres que le enseñe esto al comité de la comuna? Tu viejo molinero será acusado enseguida de propagar canciones eróticas, puede ir incluso a la cárcel, y no es una broma.

De pronto, lo detesté. Pero no era el momento de estallar, prefería esperar a que cumpliera su promesa de pasarnos algunos libros.

– Vamos, ¿a qué esperas para hacer de soplón? -le preguntó Luo-. Yo adoro a ese viejo, con sus canciones, su voz, los movimientos de su maldito vientre y todas esas palabras. Volveré para llevarle un poco de dinero.

Sentado al borde de la cama, el Cuatrojos puso sus piernas flacas y planas en una mesa, y releyó una o dos hojas.

– ¡Cómo habéis podido perder el tiempo anotando estas guarradas! ¡No puedo creérmelo! No sois tan idiotas para imaginar que un arribista oficial puede publicarlas. ¿Cómo va a abrirme esto las puertas de una redacción?

Había cambiado mucho desde que recibió la carta de su madre. Este modo de hablarnos hubiera sido impensable unos días antes. Yo no sabía que una pequeña esperanza en su porvenir podía transformar tanto a un tipo, hasta volverlo completamente loco, arrogante y poner en su voz tanto deseo y tanto odio. Seguía sin hacer la menor alusión a los libros que debía prestarnos. Se levantó, dejó las hojas de papel sobre la cama y fue a la cocina a preparar la comida y cortar verduras. Seguía sin callarse:

– Os aconsejo que recojáis vuestras notas y las arrojéis al fuego enseguida, o que las ocultéis en los bolsillos. No quiero ver ese tipo de guarradas prohibidas en mi casa, en mi cama…

Luo se reunió con él en la cocina:

– Suéltanos uno o dos libros y nos largamos.

– ¿Qué libros? -oí que preguntaba el Cuatrojos, mientras seguía cortando coles o nabos.

– Los que nos prometiste.

– ¿Me estás tomando el pelo, o qué? Me habéis traído unas sandeces lamentables, que sólo pueden crearme problemas. ¿Y tenéis la cara dura de presentármelo como…?

De pronto, calló y se lanzó hacia la alcoba con el cuchillo en la mano. Recogió las hojas esparcidas por la cama, se acercó a la ventana para aprovechar mejor la luz y volvió a leerlas.

– ¡Dios mío! Estoy salvado -gritó-. Me bastará con cambiar un poco el texto, añadir unas palabras, suprimir otras… Mi cabeza funciona mejor que la vuestra. ¡Sin duda soy más inteligente!

Y sin pensarlo nos hizo una demostración de su versión adaptada y trucada, con el primer estribillo:


Dime:

¿De qué tienen miedo

los pequeños burgueses?

De la ola bullente

del proletariado.


Dando un fulgurante respingo, me levanté y me arrojé sobre él. Sólo quería arrebatarle las hojas, impulsado por la cólera, pero mi gesto se transformó en un fuerte puñetazo en el rostro, que lo hizo vacilar. La parte posterior de su cabeza golpeó el muro, rebotó, el cuchillo cayó y su nariz comenzó a sangrar. Quise recuperar nuestras hojas, hacerlas pedazos y metérselas en la boca, pero no las soltó.

Como hacía tiempo que no me peleaba, tuve un momento de indecisión y no comprendí lo que ocurría. Le vi abrir la boca de par en par, pero no oí su aullido.

Cuando volví en mí, Luo y yo estábamos sentados junto a un sendero, bajo una roca. Luo señaló mi chaqueta Mao, manchada con la sangre del Cuatrojos.

– Pareces un héroe de película de guerra -me dijo-. Ahora, Balzac se ha terminado para nosotros.


Cada vez que me preguntan cómo es la ciudad de Yong Jing, respondo sin excepción con una frase de mi amigo Luo: «Es tan pequeña que si la cantina del ayuntamiento prepara buey encebollado, toda la ciudad olfatea su aroma.»

De hecho, la ciudad tenía una sola calle, de unos doscientos metros, en la que estaban el ayuntamiento, la oficina de correos, una tienda, una librería, un instituto y un restaurante, detrás del cual había un hotel de doce habitaciones. Al salir de allí, agarrado a la ladera de una colina, se hallaba el hospital del distrito.

Aquel verano, el jefe de nuestra aldea nos envió varias veces a la ciudad para asistir a proyecciones de películas. A mi entender, la razón oculta de aquellas liberalidades era la irresistible seducción que sobre él ejercía nuestro pequeño despertador, con su orgulloso gallo de plumas de pavo real, que picaba un grano de arroz cada segundo; aquel ex cultivador de opio, convertido en comunista, se había enamorado de él locamente. El único medio de poseerlo, aunque sólo fuera por poco tiempo, era mandarnos a Yong Jing. Durante los cuatro días que tardábamos en ir y volver, se convertía en dueño del despertador.

A finales del mes de agosto, es decir, un mes antes de la pelea que provocó la congelación de nuestras relaciones diplomáticas con el Cuatrojos, acudimos de nuevo a la ciudad, pero esta vez llevamos con nosotros a la Sastrecilla.

La película, proyectada al aire libre en la cancha de baloncesto del instituto, atestada de espectadores, seguía siendo aquella vieja película norcoreana, La pequeña florista, que Luo y yo ya habíamos contado a los aldeanos. La misma película que, en casa de la Sastrecilla, había hecho derramar cálidas lágrimas a las cuatro viejas brujas. Era una mala película. Ni siquiera era preciso verla dos veces para saberlo. Pero aquello no consiguió echar a perder por completo nuestro buen humor. En primer lugar, estábamos contentos de poner, de nuevo, los pies en la ciudad. ¡Ah!, la atmósfera de la ciudad, incluso la de una ciudad apenas mayor que un pañuelo de bolsillo, conseguía, se lo aseguro, que el olor de un plato de buey encebollado no fuera el mismo que en nuestra aldea. Y además, tenía electricidad, no sólo lámparas de petróleo. No quiero decir, sin embargo, que ambos fuéramos obsesos de la ciudad, pero nuestra misión, que consistía en asistir a una proyección, nos ahorraba cuatro días de tareas en los campos, cuatro días de transporte de «abono humano y animal» a la espalda, o de labor en el barro de los arrozales, con búfalos cuyas largas colas podían siempre golpearte de lleno el rostro.

Otra razón que nos ponía de buen humor era la compañía de nuestra Sastrecilla. Puesto que llegamos después de que comenzara la proyección, sólo quedaban lugares de pie, detrás de la pantalla, donde todo estaba invertido y todos eran zurdos. Pero ella no quiso perderse el raro espectáculo. Y para nosotros era un regalo contemplar su hermoso rostro brillando con los reflejos coloreados, luminosos, que la pantalla enviaba. A veces, su cara era devorada por la oscuridad, y entonces sólo se veían sus ojos en la negrura, como dos manchas fosforescentes. Pero de pronto, en un cambio de plano, aquella cara se iluminaba, se coloreaba y florecía en el esplendor de su ensueño. De todas las espectadoras, que por lo menos eran dos mil, si no más, ella era sin duda la más hermosa. Una especie de vanidad masculina ascendía de lo más profundo de nosotros mismos, ante las celosas miradas de los demás hombres que nos rodeaban. En plena sesión, tras media hora de película, aproximadamente, la Sastrecilla volvió la cabeza y me susurró al oído algo que me fulminó:

– Es mucho más interesante cuando tú lo cuentas.

El hotel donde nos alojamos era muy barato, cincuenta céntimos por habitación, apenas el precio de un plato de buey encebollado. Dormitando en una silla, en el patio, el guardián nocturno, un anciano calvo al que conocíamos ya, nos indicó con el dedo una habitación cuya luz estaba encendida, diciéndonos en voz baja que una mujer elegante, de unos cuarenta años, la había alquilado para pasar la noche; procedía de la capital de nuestra provincia y se marchaba al día siguiente hacia la montaña del Fénix del Cielo.

– Viene a buscar a su hijo -añadió-. Le ha encontrado un buen puesto en su ciudad.

– ¿Está su hijo reeducándose? -le preguntó Luo.

– Sí, como vosotros.

¿Quién podía ser el afortunado, el primer liberado del centenar de jóvenes reeducados de nuestra montaña? La cuestión nos obsesionó durante la mitad de la noche, por lo menos; nos torturó el espíritu, nos mantuvo en una enfebrecida vela, nos corroyó de envidia. Las camas del hotel se habían vuelto abrasadoras, era imposible dormir allí. No conseguíamos adivinar quién era aquel suertudo, aunque habíamos enumerado los nombres de todos los muchachos, a excepción de los de los «hijos de burgués» como el Cuatrojos, o de los «hijos de enemigos del pueblo», como nosotros, es decir, de los que tenían tres sobre mil de posibilidades.

Al día siguiente, en el camino de regreso, encontré a la mujer que había venido a salvar a su hijo. Fue justo antes de que el sendero se elevase por los roquedales y desapareciera en las nubes blancas de las altas montañas. Bajo nuestros pies se extendía una inmensa ladera, cubierta de tumbas tibetanas y chinas. La Sastrecilla había querido mostrarnos dónde estaba enterrado su abuelo materno, pero como no me gustaban mucho los cementerios, los había dejado entrar sin mí en el bosque de losas sepulcrales, algunas de las cuales estaban medio enterradas en el suelo y otras ocultas por lujuriantes hierbas.

A un lado del sendero, bajo una arista rocosa que sobresalía, encendí una hoguera, como de costumbre, con ramas y hojas secas, y saqué de la bolsa unas patatas dulces que metí en las cenizas para que se asaran. Entonces apareció la mujer, sentada en una silla de madera sujeta a la espalda de un joven por dos correas de cuero. Sorprendentemente, en aquella posición tan peligrosa, demostrando una calma casi inhumana, hacía calceta, como la hubiera hecho en su balcón. De estrecho talle, llevaba una chaqueta de pana verde oscuro, un pantalón beige y un par de zapatos de suela plana, piel flexible y un tono verde descolorido. Al llegar a mi altura, el porteador quiso hacer un alto y depositó la silla sobre una roca cuadrada. Ella siguió con su calceta, sin bajar de la silla, sin lanzar ni una sola ojeada a mis patatas asadas ni dirigir la menor frase amable a su porteador. Le pregunté, imitando el acento local, si se había alojado la víspera en el hotel de la ciudad. Ella asintió con un simple movimiento de cabeza y continuó su calceta. Era una mujer elegante, rica sin duda, a la que nada, aparentemente, podía asombrar.

Con una ramita de árbol, pinché una patata dulce del humeante montón y la palmeé, para limpiarla de tierra y cenizas. Decidí cambiar de pronunciación.

– ¿Desea probar un asado montañés?

– ¡Su acento es de Chengdu! -me gritó, y su voz era dulce y agradable.

Le expliqué que mi familia vivía en Chengdu, de donde yo procedía efectivamente. Bajó enseguida de su silla y, con la calceta en la mano, vino a acuclillarse ante mi hoguera. Sin duda no estaba acostumbrada a sentarse en semejante lugar.

Tomó la patata dulce que yo le tendía y la sopló, con una sonrisa. Dudaba en morderla.

– ¿Qué está haciendo usted aquí? ¿Reeducarse?

– Sí, en la montaña del Fénix del Cielo -le respondí, buscando otra patata entre las brasas.

– ¿De verdad? -exclamó-. También a mi hijo lo reeducan en esa montaña. Tal vez lo conozca. Al parecer es el único de ustedes que lleva gafas.

Perdí la patata dulce y mi rama pinchó en el vacío. Mi cabeza comenzó a zumbar de pronto, como si hubiera recibido un bofetón.

– ¿Es usted la madre del Cuatrojos?

– Sí.

– ¡De modo que él es el primer liberado!

– Oh, ¿está usted al corriente? Sí, trabajará en la redacción de una revista literaria de nuestra provincia.

– Su hijo es un auténtico especialista en canciones montañesas.

– Lo sé. Antes, temíamos que perdiera el tiempo en esta montaña. Pero no. Ha recopilado canciones, las ha adaptado, modificado, y los textos de esos cantos campesinos han gustado enormemente al redactor jefe.

– Ha podido hacer ese trabajo gracias a usted. Le dio muchos libros para que los leyera.

– Sí, claro.

De pronto, calló y clavó en mí una mirada desconfiada.

– ¿Libros? Nunca -me dijo con frialdad-. Muchas gracias por la patata.

Era realmente susceptible. Lamenté haberle hablado de los libros viendo cómo devolvía, discretamente, su patata dulce al humeante montón, se levantaba y se disponía a partir.

De pronto, se volvió hacia mí y me hizo la pregunta que yo temía:

– ¿Cómo se llama usted? Cuando llegue, le diré a mi hijo que lo he conocido.

– ¿Mi nombre? -dije con tímida vacilación-. Me llamo Luo.

Apenas la mentira brotó de mi boca, me lo reproché mucho. Todavía me parece oír a la madre del Cuatrojos exclamando con voz dulce, como si de un viejo amigo se tratara:

– ¡Es usted el hijo del gran dentista! ¡Qué sorpresa! ¿Es cierto que su padre cuidó los dientes de nuestro presidente Mao?

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Mi hijo, en una de sus cartas.

– No lo sé.

– ¿Su padre no se lo contó nunca? ¡Qué modestia! Debe de ser un gran, un grandísimo dentista.

– Ahora está encarcelado. Lo consideran un enemigo del pueblo.

– Lo sé. La situación del padre del Cuatrojos no es mejor que la suya. (Bajó la voz y comenzó a susurrar.) Pero no se preocupe demasiado. Ahora está de moda la ignorancia, pero algún día la sociedad necesitará, otra vez, buenos médicos, y el presidente Mao volverá a necesitar a su padre.

– El día que vuelva a ver a mi padre, le transmitiré sus palabras de simpatía.

– No se abandone usted, tampoco. Yo, como puede ver, tejo sin parar ese jersey azul, pero es sólo una apariencia: de hecho, compongo poemas mentalmente, mientras hago calceta.

– ¡Me deja usted pasmado! -le dije-. ¿Y qué clase de poemas?

– Secreto profesional, muchacho.

Con una aguja de hacer calceta, pinchó una patata dulce, la peló y se la metió, caliente, en la boca.

– ¿Sabe usted que mi hijo le aprecia mucho? Me ha hablado a menudo de usted en sus cartas.

– ¿De verdad?

– Sí, al que detesta es a su compañero, el que está en la misma aldea que usted.

Una verdadera revelación. Me felicité por haber adoptado la identidad de Luo.

– Pero ¿por qué? -pregunté, intentando mantener un tono tranquilo.

– Al parecer es un tipo retorcido. Sospecha que mi hijo ha escondido una maleta y, cada vez que va a verlo, la busca por todas partes.

– ¿Una maleta con libros?

– No lo sé -dijo de nuevo desconfiada-. Cierto día, como no soportaba ya su actitud, le dio un puñetazo al muchacho y, luego, una paliza. Parece que había sangre por todas partes.

No la desmentí, y estuve a punto de decirle que, en vez de falsificar canciones montañesas, su hijo tendría que haberse dedicado al cine; entonces habría podido perder el tiempo inventando ese tipo de escenas idiotas.

– Aun así, ignoraba que mi hijo fuera tan fuerte para pelearse -prosiguió-. Le escribí para reñirle y decirle que no se metiera nunca más en ese tipo de situaciones peligrosas.

– Mi compañero se sentirá muy deprimido al saber que su hijo nos abandona definitivamente.

– ¿Por qué? ¿quería vengarse?

– No, no lo creo. Pero no tendrá ya la esperanza de echar mano a la maleta secreta.

– ¡Ah, claro! ¡Qué decepción para el muchacho!

Puesto que su porteador se impacientaba, se despidió de mí tras haberme deseado buena suerte. Subió de nuevo a la silla, reanudó su calceta y desapareció.

Lejos del sendero principal, la tumba del antepasado de nuestra amiga la Sastrecilla estaba encajonada en un rincón que daba al sur, entre las sepulturas de forma redondeada de los pobres, algunas de las cuales ya sólo eran sencillas protuberancias de tierra de desiguales tamaños. Otras se hallaban en mejor estado, con sus losas sepulcrales puestas de través en medio de las altas hierbas medio marchitas. La que honraba la Sastrecilla era muy modesta, al límite de la miseria: era una piedra gris oscuro, veteada de azul, gastada por varios decenios de intemperie, en la que sólo se había inscrito un nombre y dos fechas que resumían una existencia anodina. Acompañada de Luo, puso en ella las flores que había recogido por los alrededores: unos cercis de hojas verdes, brillantes, en forma de corazón; algunos ciclámenes que se doblaban graciosamente; balsaminas, denominadas «hadas fénix», y también orquídeas silvestres, tan raras con sus pétalos de color blanco lechoso, inmaculado, en los que se engastaba un corazón de color amarillo tierno.

– ¿Por qué pones esa cara? -me gritó la Sastrecilla.

– Llevo luto por Balzac -les anuncié.

Les resumí mi encuentro con la poetisa disfrazada de calcetera. Ni el vergonzoso robo de las canciones del viejo molinero, ni el adiós a Balzac, ni la inminente partida del Cuatrojos les conmovieron tanto como a mí, más bien al contrario. Pero el papel de hijo de dentista que yo había improvisado les hizo soltar una carcajada que resonó en el cementerio silencioso.

Una vez más, ver reír a la Sastrecilla me fascinó. Era de una belleza distinta a la que me había seducido durante la sesión de cine al aire libre. Cuando se reía, estaba tan bonita que, sin exagerar, yo habría querido casarme enseguida con ella, aunque se tratara de la novia de Luo. En su risa, sentí el aroma de las orquídeas silvestres, más fuerte aún que el de las otras flores depositadas en la tumba; su aliento era almizclado y tórrido.

Luo y yo permanecimos de pie mientras ella se arrodillaba ante la tumba de su antepasado. Se prosternó varias veces y le dirigió palabras consoladoras, en una especie de monólogo murmurado con dulzura.

De pronto, volvió la cabeza hacia nosotros.

– ¿Y si robáramos los libros del Cuatrojos?


Por el relato de la Sastrecilla, seguimos casi hora tras hora lo que ocurrió en la aldea del Cuatrojos durante los días que precedieron a su partida, prevista para el 4 de septiembre. Gracias a su oficio de costurera, le bastaba, para estar informada de los acontecimientos, con seleccionar los chismorreos de sus clientes, entre los que había tantos hombres como mujeres, jefes o niños, procedentes de todos los pueblos de los alrededores. Nada podía escapársele.

Para celebrar con gran pompa el final de su reeducación, el Cuatrojos y su madre la poetisa prepararon una fiesta para la víspera de su partida. Corrió el rumor de que la madre había comprado al jefe del pueblo, que había dado su conformidad para que se matara un búfalo y se ofreciera a todos los aldeanos un banquete al aire libre.

Quedaba por saber qué búfalo iba a ser sacrificado y cómo lo matarían, pues la ley prohibía matar los búfalos que servían para labrar los campos.

Aunque éramos los dos únicos amigos del afortunado elegido, no figurábamos en la lista de invitados. No lo lamentábamos, pues habíamos decidido poner en práctica nuestro plan de dar el golpe durante el banquete, que nos parecía el mejor momento para robar la maleta secreta del Cuatrojos.

En casa de la Sastrecilla, Luo encontró clavos, largos y oxidados, en el fondo de un cajón de la cómoda que constituyó, antaño, la dote de su madre. Fabricamos una ganzúa, como auténticos ladrones. ¡Cómo nos alegraba aquella perspectiva! Froté el clavo más largo con una piedra, hasta que se puso ardiente entre mis dedos. Luego lo limpié en mi pantalón, mugriento de barro, y lo pulí para devolverle su puro y claro brillo. Cuando lo acerqué a mi rostro, me pareció ver que reflejaba mis ojos y el cielo de finales del estío. Luo se encargó de la parte más delicada: con una mano, mantuvo el clavo sobre la piedra y, con la otra, levantó el martillo; éste describió una hermosa curva en el aire, cayó sobre la punta, la aplastó, rebotó, se levantó de nuevo y volvió a caer sobre ella…

Uno o dos días antes de nuestro robo, soñé que Luo me confiaba la ganzúa. Era un día de niebla; me acercaba a la casa del Cuatrojos caminando casi de puntillas. Luo acechaba bajo un árbol. Se escuchaban los gritos y los cantos revolucionarios de los aldeanos que se daban un banquete en un solar vacío, en el centro del pueblo. La puerta del Cuatrojos se componía de dos batientes de madera, cada uno de los cuales giraba en dos agujeros, uno excavado en el umbral y el otro en el dintel de la puerta… Una cadena sujeta por un candado de cobre cerraba los batientes. El candado, frío, humedecido por la niebla, se resistió durante mucho tiempo a mi ganzúa. Yo la hacía girar en todas direcciones y la forzaba tanto que estuvo a punto de romperse en el agujero de la cerradura. Intenté entonces levantar un batiente, con todas mis fuerzas, para que el eje saliera del agujero del umbral. Pero también fue un fracaso. Probé de nuevo la ganzúa y, de pronto, clic, el candado cedió. Abrí la puerta pero, apenas hube penetrado en la casa, quedé petrificado del horror: la madre del Cuatrojos estaba allí, ante mí, en carne y hueso, sentada en una silla, detrás de una mesa, haciendo tranquilamente calceta. Me sonrió sin decir palabra. Sentí que me ruborizaba y tenía las orejas ardiendo, como un muchacho tímido en su primera cita galante. Ella no pidió socorro ni gritó que le robaban. Farfullé una frase, para preguntarle si estaba su hijo. No contestó, pero siguió sonriéndome; con sus manos de largos dedos huesudos, cubiertos de manchas oscuras y pecas, hacía calceta sin un segundo de reposo. Los movimientos de las agujas, que giraban y giraban, emergían y desaparecían, me deslumbraban. Di media vuelta, volví a cruzar la puerta, cerré despacio a mis espaldas, volví a poner el candado y, aunque ningún grito resonara en el interior, me largué a toda prisa, corriendo como un galgo. Fue entonces cuando desperté sobresaltado.

Luo tenía tanto miedo como yo, aunque me repetía sin cesar que los ladrones novatos siempre tenían suerte. Pensó mucho tiempo en mi sueño y revisó su plan de acción.

El 3 de septiembre a mediodía, la víspera de la partida del Cuatrojos y su madre, los desgarradores gritos de un búfalo agonizante se elevaron del fondo de un acantilado y resonaron a lo lejos. Podían oírse incluso desde la casa de la Sastrecilla. Pocos minutos más tarde, algunos niños vinieron a informarnos de que el jefe de la aldea del Cuatrojos, deliberadamente, había empujado un búfalo a un barranco.

El sacrificio se disfrazó de accidente; según su verdugo, el animal había dado un paso en falso en una curva muy cerrada y había caído al vacío con los cuernos por delante. Con un ruido apagado, como una roca cayendo de un acantilado, había golpeado en su caída un inmenso roquedal que sobresalía y en el que había rebotado para aplastarse contra otra roca, diez metros más abajo.

El búfalo no estaba muerto aún. No olvidaré nunca la profunda impresión que me produjo su grito prolongado y quejoso. Oído desde los patios de las casas, el grito del búfalo suele ser penetrante y desagradable, pero aquella cálida y tranquila tarde, en la extensión sin límites de las montañas, mientras su eco repercutía en las paredes de los acantilados, era imponente, sonoro y parecía el rugido de un león encerrado en una jaula.

Hacia las tres, Luo y yo acudimos al lugar del drama. Los gritos del búfalo habían acabado. Nos abrimos paso entre la multitud reunida al borde del precipicio. Nos dijeron que la autorización de sacrificar al animal, expedida por el director de la comuna, había llegado. Apoyándose en esta cobertura legal, el Cuatrojos y algunos aldeanos, precedidos por su jefe, bajaron hasta el pie del acantilado para clavar un cuchillo en la garganta del animal.

Cuando llegamos, la matanza propiamente dicha había terminado. Lanzamos una ojeada al fondo del barranco, escenario de la ejecución, y vimos al Cuatrojos agachado ante la masa inerte del búfalo, recogiendo la sangre que chorreaba de la herida de la garganta en un ancho sombrero hecho con hojas de bambú.

Mientras seis aldeanos volvían a subir, cantando, por el abrupto acantilado, con los despojos del búfalo a la espalda, el Cuatrojos y su jefe permanecieron abajo, sentado uno junto a otro, cerca del sombrero de hojas de bambú lleno de sangre.

– ¿Qué están haciendo allí? -le pregunté a un espectador.

– Esperan a que la sangre cuaje -me respondió-. Es un remedio contra la cobardía. Si quiere usted volverse valeroso, tiene que tragarla cuando está todavía tibia y espumosa.

Luo, que tenía una naturaleza curiosa, me invitó a descender con él un tramo del sendero, para observar la escena más de cerca. De vez en cuando, el Cuatrojos levantaba los ojos hacia la multitud, pero yo ignoraba si había advertido nuestra presencia. Finalmente, el jefe sacó su cuchillo, cuya hoja me pareció larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, acarició suavemente el filo y cortó el bloque de sangre coagulada en dos partes, una para el Cuatrojos y otra para sí mismo.

No sabíamos dónde estaba la madre del Cuatrojos en aquel momento. ¿Qué habría pensado de haber estado allí, a nuestro lado, contemplando cómo su hijo tomaba la sangre en la palma de las manos y hundía en ella el rostro, como un cerdo hozando en un montón de estiércol? Era tan avaro que se chupó uno a uno los dedos, lamiendo la sangre hasta la última gota. En el camino de regreso, advertí que su boca seguía mascando el sabor del remedio.

– Afortunadamente -me dijo Luo-, la Sastrecillo no ha venido con nosotros.

Cayó la noche. En el solar vacío de la aldea del Cuatrojos, la humareda ascendió de la hoguera en la que se había instalado una inmensa marmita, sin duda un patrimonio del poblado, que se distinguía fácilmente por su extravagante anchura.

La escena, vista de lejos, tenía un aire pastoral y cálido. La distancia nos impedía ver la carne del búfalo que, troceada, hervía en la gran marmita, pero su olor, picante, tórrido, algo basto, nos hacía la boca agua. Los aldeanos, sobre todo mujeres y niños, se habían reunido alrededor del fuego. Algunos traían patatas, que arrojaban a la marmita; otros, troncos o ramas de árbol para alimentar el fuego. Poco a poco, alrededor del recipiente fueron amontonándose huevos, espigas de maíz y frutas. La madre del Cuatrojos era la indiscutible estrella de la velada. Era hermosa a su manera. El brillo de su tez, puesto de relieve por el verde de su chaqueta de pana, contrastaba de un modo singular con la piel oscura y curtida de los aldeanos. Una flor, un alhelí tal vez, estaba prendida en su pecho. Mostraba su calceta a las mujeres de la aldea, y su labor aún inconclusa suscitaba gritos de admiración.

La brisa nocturna seguía acarreando un aroma apetitoso, cada vez más penetrante. El búfalo sacrificado debía de ser muy y muy viejo, pues la cocción de su carne coriácea requirió más tiempo que la de una vieja águila. Puso a prueba no sólo nuestra paciencia de ladrones sino también la del Cuatrojos, recientemente convertido en bebedor de sangre: lo vimos varias veces, excitado como una pulga, levantando la tapa de la marmita, hundiendo en ella sus palillos, sacando un gran pedazo de carne humeante, olfateándola, acercándola a sus gafas para examinarla y devolviéndola al caldo con decepción.

Agazapado en la oscuridad, tras dos rocas que estaban ante el descampado, escuché que Luo murmuraba a mi oído:

– Amigo, ahí llega el postre de la cena de despedida.

Siguiendo su dedo con la mirada, vi que se acercaban cinco viejas mustias, vistiendo largas túnicas negras que chasqueaban al viento de otoño. Pese a la distancia, distinguí sus rostros, que se asemejaban como si fueran los de unas hermanas y cuyos rasgos parecían tallados en madera. Reconocí enseguida, entre ellas, a las cuatro brujas que habían ido a casa de la Sastrecilla.

Su aparición en el banquete de despedida parecía haber sido organizada por la madre del Cuatrojos. Tras una breve discusión, sacó su cartera y entregó a cada una un billete, ante la mirada brillante de codicia de los aldeanos.

Esta vez, no era sólo una de las brujas la que llevaba un arco y flecha, sino que las cinco iban armadas. Tal vez acompañar la partida de un feliz afortunado exigía más medios guerreros que velar por el alma de un enfermo que sufría paludismo. O tal vez la suma que la Sastrecilla había podido pagar por el ritual era muy inferior a la ofrecida por la poetisa, famosa antaño en aquella provincia de cien millones de almas.

Mientras esperaban a que la carne de búfalo estuviera lo bastante cocida para deshacerse en sus desdentadas bocas, una de las cinco viejas examinó las líneas de la mano izquierda del Cuatrojos, a la luz de la gran hoguera.

Aunque nuestro escondite no estuviera muy alejado, nos fue imposible escuchar las palabras que profirió la bruja. La vimos entornar los párpados, tanto que parecía cerrar los ojos, mover sus finos labios, mustios en su desdentada boca, y pronunciar frases que captaron toda la atención del Cuatrojos y de su madre. Cuando dejó de hablar, todo el mundo la miró en un molesto silencio, y luego se levantó un rumor entre los aldeanos.

– Parece que ha anunciado un desastre -me dijo Luo.

– Tal vez le ha vaticinado que su tesoro corre peligro.

– No, más bien habrá visto demonios que querían cerrarle el paso.

Sin duda estaba en lo cierto pues, en el mismo instante, las cinco brujas se levantaron, alzaron al aire sus arcos con un amplio movimiento de brazos y los cruzaron lanzando penetrantes gritos.

Luego iniciaron alrededor de la hoguera una danza de exorcismo. Al comienzo, tal vez a causa de su avanzada edad, se limitaron a girar lentamente en redondo, con la cabeza baja. De vez en cuando, levantaban la cabeza, lanzaban como ladronas temerosas ojeadas en todas direcciones y la bajaban de nuevo. Unos estribillos salmodiados al modo de oraciones budistas, una especie de incomprensibles murmullos brotaron de sus bocas y fueron repetidos por la muchedumbre. Arrojando los arcos al suelo, dos de las brujas comenzaron, de pronto, a sacudir su cuerpo unos breves instantes, y tuve la impresión de que simulaban, con estas convulsiones, la presencia de los demonios. Hubiérase dicho que estaban poseídas por unos espectros que las habían transformado en monstruos horribles y convulsos. Las otras tres, como si fueran guerreros, hacían en su dirección ostentosos gestos de disparo, lanzando gritos que imitaban, exageradamente, el ruido de las flechas. Parecían tres cuervos. Sus túnicas, largas y negras, se desplegaban en la humareda, al compás de la danza, y luego volvían a caer y se arrastraban por el suelo, levantando nubes de polvo.

La danza de los «dos espectros» se hizo cada vez más lenta, como si las invisibles flechas que habían recibido en pleno rostro estuvieran envenenadas; luego, sus pasos se hicieron aún más lentos. Luo y yo nos fuimos justo después de su caída, que fue espectacular.

El banquete debió de comenzar después de nuestra partida. Los coros que acompañaban la danza de las brujas callaron cuando atravesábamos la aldea.

Ni un solo aldeano, tuviera la edad que tuviese, habría querido perderse la carne del búfalo guisada con guindilla picada y clavos. La aldea estaba desierta, exactamente como Luo había previsto (aquel excelente narrador no carecía de inteligencia estratégica). De pronto, mi sueño me volvió a la memoria.

– ¿Quieres que yo vigile? -pregunté.

– No -me dijo-. No estamos en tu sueño.


Humedeció entre sus labios el antiguo clavo oxidado, transformado en ganzúa. El objeto entró silenciosamente en el ojo del candado, giró hacia la izquierda, luego hacia la derecha, volvió hacia la izquierda, retrocedió un milímetro… Un clic seco, metálico, resonó en nuestros oídos y la cerradura de cobre acabó cediendo.

Nos deslizamos hacia el interior de la casa del Cuatrojos y cerramos enseguida los batientes de la puerta a nuestras espaldas. No se veía gran cosa en la oscuridad; casi no nos distinguíamos el uno al otro. Pero en la cabaña flotaba un aroma a mudanza que nos corroyó de envidia.

A través de la rendija de los dos batientes, lancé una ojeada al exterior: ni la menor sombra humana en las inmediaciones. Por razones de seguridad, es decir, para evitar que los ojos atentos de un eventual viandante advirtieran la ausencia de candado en la puerta, empujamos los dos batientes hacia fuera, hasta abrirlos lo suficiente para que Luo, como había previsto, pasara una mano hacia fuera, volviera a colocar en su lugar la cadena y la cerrara con el candado.

Sin embargo, olvidamos comprobar la ventana por la que pensábamos salir al finalizar la acción pues quedamos literalmente deslumbrados cuando la linterna eléctrica se encendió en la mano de Luo: colocada sobre el resto del equipaje, la maleta de cuero flexible, nuestro fabuloso botín, apareció en la oscuridad, como si nos aguardara, ardiendo de ganas de que la abrieran.

– ¡Premio! -le dije a Luo.

Durante la elaboración de nuestro plan, algunos días antes, habíamos decidido que el éxito de nuestra visita ilegal dependía de una cosa: averiguar dónde ocultaba el Cuatrojos su maleta. ¿Cómo podríamos encontrarla? Luo había pasado revista a todos los indicios posibles y considerado todas las soluciones imaginables, y había logrado, gracias a Dios, definir un plan cuya acción debía desarrollarse, imperativamente, durante el banquete de despedida. Era en verdad una ocasión única: aunque muy artera, la poetisa, dada su edad, no había podido escapar a su amor por el orden y no había soportado la idea de buscar una maleta la mañana de la partida. Era preciso que todo estuviera listo de antemano, e impecablemente ordenado.

Nos acercamos a la maleta. Estaba atada con una gruesa cuerda de paja trenzada, anudada en cruz. La liberamos de sus ataduras y la abrimos silenciosamente. En el interior, montones de libros se iluminaron bajo nuestra linterna eléctrica y los grandes escritores occidentales nos recibieron con los brazos abiertos: a su cabeza estaba nuestro viejo amigo Balzac, con cinco o seis novelas, seguido de Victor Hugo, Stendhal, Dumas, Flaubert, Baudelaire, Romain Rolland, Rousseau, Tolstoi, Gogol, Dostoievski y algunos ingleses: Dickens, Kipling, Emily Bronte…

¡Qué maravilla! Tenía la sensación de que iba a desvanecerme en las brumas de la embriaguez. Sacaba las novelas de la maleta una a una, las abría, contemplaba los retratos de los autores y se las pasaba a Luo. Al tocarlas con la yema de los dedos, me parecía que mis manos, que se habían vuelto pálidas, estaban en contacto con vidas humanas.

– Esto me recuerda la escena de una película -me dijo Luo-, cuando los bandidos abren una maleta llena de billetes…

– ¿Qué sientes? ¿Ganas de llorar de alegría?

– No. Sólo siento odio.

– También yo. Odio a todos los que nos han prohibido estos libros.

La última frase que pronuncié me asustó, como si algún oyente pudiera estar oculto en algún lugar de la estancia. Semejante frase, dicha por descuido, podía costar varios años de cárcel.

– ¡Vamos! -dijo Luo cerrando la maleta.

– ¡Espera!

– ¿Pero qué te pasa?

– Estoy indeciso… Reflexionemos una vez más: el Cuatrojos sin duda sospechará que somos los ladrones de su maleta. Si nos denuncia, estamos jodidos. No olvides que nuestros padres no son como los demás.

– Ya te lo dije, su madre no se lo permitirá. De lo contrario, todo el mundo sabrá que su hijo ocultaba libros prohibidos. Y nunca podrá salir del Fénix del Cielo.

Tras un silencio de algunos segundos, abrí la maleta.

– Si sólo cogemos algunos libros, no lo advertirá.

– Pero quiero leerlos todos -afirmó Luo con determinación.

Cerró la maleta y, poniendo una mano encima, como un cristiano que prestara juramento, me declaró:

– Con estos libros voy a transformar a la Sastrecilla. Ya no será más una simple montañesa.

Nos dirigimos silenciosamente hacia la alcoba. Yo caminaba delante, con la linterna eléctrica, y Luo me seguía con la maleta en la mano. Parecía muy pesada; durante el trayecto, la oí golpear contra las piernas de Luo y chocar con la cama del Cuatrojos y la de su madre que, aunque pequeña e improvisada con tablas de madera, contribuía a que la habitación fuera más exigua aún.

Ante nuestra sorpresa, la ventana había sido clavada. Intentamos empujar, pero sólo dejó escapar un leve chirrido, casi un suspiro, sin ceder ni un centímetro.

La situación no nos pareció catastrófica. Regresamos tranquilamente al comedor, dispuestos a repetir la misma maniobra que antes: separar los dos batientes de la puerta, sacar una mano por la rendija e introducir la ganzúa en el candado de cobre.

De pronto, Luo me susurró:

– ¡Shhh!

Asustado, apagué de inmediato la linterna eléctrica.

Un rumor de pasos rápidos en el exterior nos dejó petrificados. Necesitamos un valioso minuto para advertir que venían en nuestra dirección.

En el mismo instante, escuchamos vagamente las voces de dos personas, un hombre y una mujer, pero nos fue imposible descubrir si se trataba del Cuatrojos y su madre. Nos preparamos para lo peor; retrocedimos hacia la cocina y, de paso, encendí un segundo la linterna eléctrica mientras Luo colocaba de nuevo la maleta sobre el equipaje.

Era lo que estábamos temiendo: la madre y el hijo nos caían encima, mientras estábamos en pleno robo. Discutían junto a la puerta.

– Ya lo sé, es que la sangre del búfalo no me ha sentado bien -dijo el hijo-. Hay algo hediondo que me sube del estómago hasta la garganta.

– Por fortuna he traído un medicamento para la digestión -respondió la madre.

Completamente dominados por el pánico, no conseguíamos encontrar un rincón para escondernos en la cocina. Todo estaba tan oscuro que no veíamos nada. Topé con Luo cuando él estaba levantando la tapa de una gran vasija de arroz. Perdía la razón.

– Es demasiado pequeño -susurró.

Un ruido cacofónico de cadena resonó en nuestros oídos; luego, la puerta se abrió justo cuando nos lanzábamos hacia la alcoba, para metemos cada cual bajo una cama.

Entraron en el comedor y encendieron la lámpara de petróleo.

Todo salía al revés. En vez de esconderme bajo la cama del Cuatrojos, yo, que era más grande y más robusto que Luo, estaba atrapado bajo la de su madre, claramente menos espaciosa y, lo que era peor, provista de un orinal, como indicaba un molesto olor fácilmente definible. Un enjambre de moscas revoloteaba a mi alrededor. A tientas, intenté estirarme tanto como me lo permitía el exiguo lugar, pero mi cabeza estuvo a punto de volcar el nauseabundo cubo; oí un ligero chapoteo y el hedor, penetrante y vomitivo, se acentuó. Con instintiva repugnancia, mi cuerpo hizo un movimiento casi violento que produjo un ruido lo bastante audible, insólito y traidor.

– ¿No has oído nada, mamá? -preguntó la voz del Cuatrojos.

– No.

Siguió un silencio total que duró casi una eternidad. Yo imaginaba cómo aguzaban el oído, en una inmovilidad teatral, para captar el menor ruido.

– Sólo oigo los gorgoteos de tu vientre -dijo la madre.

– Es la sangre del búfalo, la digiero mal. Me encuentro fatal, no sé si tendré fuerzas para volver a la fiesta.

– Ni hablar, ¡tenemos que ir! -insistió la madre con voz autoritaria-. Aquí están, he encontrado los comprimidos. Toma dos, te calmarán el dolor de estómago.

Oí que el hijo obediente se dirigía a la cocina, sin duda para beber agua. La luz de la lámpara de petróleo se alejó con él. Aunque no veía a Luo en la oscuridad, advertí que se alegraba tanto como yo de no haberse quedado allí.

Tragados los comprimidos, el Cuatrojos volvió al comedor. Su madre le preguntó:

– ¿No habías empaquetado la maleta de libros?

– Sí, lo hice esta misma tarde.

– ¿Y cómo es que la cuerda está en el suelo?

¡Cielos! Realmente no hubiéramos debido abrirla. Un sobresalto me recorrió el espinazo, aovillado bajo la cama. Me lo reprochaba. Busqué en vano la mirada de mi cómplice en la oscuridad.

Tal vez la voz tranquila del Cuatrojos fuera el indicio de una emoción violenta.

– Desenterré la maleta, detrás de la casa, cuando cayó la noche. Al entrar, limpié la tierra y las demás porquerías que la cubrían y comprobé escrupulosamente que los libros no estuvieran enmohecidos. Y al final, justo antes de ir a cenar con los aldeanos, la até con esa gruesa cuerda de paja.

– Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Se habrá colado alguien en la casa durante la fiesta?

Con la lámpara de petróleo en la mano, el Cuatrojos corrió hacia la habitación. Bajo la cama de enfrente, vi los ojos de Luo que brillaban por la luz que se acercaba. A Dios gracias, los pies del Cuatrojos se detuvieron en el umbral.

– No es posible. La ventana sigue clavada y en la puerta está el candado -le dijo a su madre, volviéndose.

– Creo que, de todos modos, deberías echar una ojeada a la maleta para ver si faltan libros. Tus dos antiguos compañeros me dan miedo. No sé cuántas veces te lo escribí: no debiste tratar con esos tipos, eran demasiado maliciosos para ti, pero no me escuchaste.

Oí que la maleta se abría y la voz del Cuatrojos respondía:

– Me hice amigo de ellos porque pensé que papá y tú teníais problemas de dentadura y que, algún día, tal vez el padre de Luo podría seros útil.

– ¿Es cierto?

– Sí, mamá.

– Eres un cielo, hijo mío -La voz de la madre se hizo sentimental-. Incluso en una situación tan adversa pensaste en nuestras muelas.

– Mamá, lo he comprobado: no ha desaparecido ningún libro.

– Mejor así, era una falsa alarma. Bueno, vámonos.

– Espera, pásame la cola del búfalo, la meteré en la maleta.

Minutos más tarde, mientras ataba la maleta, oí que el Cuatrojos gritaba:

– ¡Mierda!

– Ya sabes que no me gustan las palabrotas, hijo mío.

– ¡Tengo diarrea! -anunció el Cuatrojos con voz doliente.

– Utiliza el orinal, en la habitación.

Para nuestro alivio, oímos que el Cuatrojos corría hacia el exterior.

– ¿Adónde vas? -gritó la madre.

– Al campo de maíz.

– ¿Llevas papel?

– No -respondió la voz del hijo alejándose.

– ¡Te traeré el necesario! -gritó la madre.

Qué suerte la nuestra que el futuro poeta tuviera la manía de descargar su vientre al aire libre. Puedo imaginar la escena horrorosa y humillante con la que nos habría mortificado de haber corrido a la habitación, cogido a toda velocidad el cubo higiénico bajo la cama, haberse sentado encima y evacuado la sangre del búfalo ante nuestras narices, con un estruendo tan ensordecedor como la caída de una impetuosa cascada.

En cuanto la madre salió corriendo, oí que Luo murmuraba en la oscuridad:

– ¡ Venga! ¡Nos largamos!

Al pasar por el comedor, Luo cogió la maleta de libros, y tras una hora de loca carrera por el sendero, cuando decidimos por fin hacer un alto, la abrió. La cola del búfalo, negra, de punta peluda y salpicada de oscuras manchas de sangre, destacaba sobre los montones de libros. Era de excepcional longitud: sin duda era la del búfalo que había roto las gafas del Cuatrojos.

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